Miércoles, 5 de marzo de 2008
—¿Has mentido alguna vez para complacer a Aidan? —pregunta Mary.
—No. Creo que no. Solo he mentido para protegerme a mí misma y a Aidan.
—Martha lo hizo. Si hubiera sido sincera…, si hubiera dicho lo que realmente pensaba, Aidan y ella no habrían establecido ese ridículo vínculo de complicidad, los dos contra el mundo, y cada uno habría seguido su camino. Nunca se habrían acostado, y Martha se habría detenido en el borde del abismo. Fue la noche que pasaron juntos lo que hizo más fuerte el amor que sentía por él y la desesperación que lo acompañaba.
—¿Qué ocurrió? —pregunto.
—Los «cinco fracasos para el futuro» fueron a tomar una copa después de la entrevista del Times. Y volvieron sobre el mismo tema: el trabajo o la vida privada. Al final acabaron discutiendo. Habían bebido más de la cuenta y las bromas inocentes acabaron siendo agresivas. Aidan era el blanco de todas las burlas. Lo que había dicho, que solo vivía para su trabajo, le había sonado pretencioso incluso a Martha. Si hay algo que Aidan no soporta es que la gente se ría de él. ¿Has oído hablar de Doohan Champion?
—Me suena el nombre. Es famoso, ¿no?
—Mucho.
—Pero has dicho «cinco fracasos para el futuro».
—Antes o después todo el mundo acaba fracasando —dice Mary, animada—, aunque algunos tardan más que otros. Doohan le dijo a Aidan que era un gilipollas engreído, y Martha salió en su defensa. Dijo a los demás que eran una pandilla de perdedores que no servían para nada, y que si Aidan era pretencioso, ella también. Dijo que estaba de acuerdo con él, o al menos fingió estarlo. Atacando a los detractores de Aidan alcanzó por fin su sueño: dejarlo impresionado. Al final se fueron juntos. Cenaron un curry en un restaurante del Soho mientras hacían pedazos la personalidad y los éxitos de los otros tres. Acabaron en el hotel que el Times había reservado para ellos…, en la habitación de Aidan.
—¿Sabes qué hotel era?
—El Conrad. —Mary me dedica una mirada perpleja—. En Chelsea Harbour.
«No era el Drummond».
—Tuvieron relaciones sexuales, al menos técnicamente.
—¿Qué quieres decir?
—Hubo penetración, pero eso fue todo. Aidan no pudo rematar el asunto…
—¿Te lo contó Martha?
—Después, cuando él se la hubo quitado de encima, Martha se lo dijo a todo el mundo, incluso a sus padres, porque no lo entendía. Martha tenía que entenderlo todo: el mundo tenía que tener sentido, de lo contrario, no era capaz de soportarlo. Sin embargo, en aquel momento le dio igual que el sexo no funcionara, porque había más cosas: Aidan le había dicho que la quería, que la había querido desde el día que coincidieron en la entrevista del Trinity.
Mary se baja del alféizar de la ventana, donde había permanecido sentada hasta ahora, y empieza a caminar por la habitación. Hay un deje de excitación en su voz, como si por fin hubiera llegado a donde quería.
—Él le dijo exactamente lo que ella deseaba oír: que sabía que era especial y que hasta entonces la había rechazado porque lo que sentía por ella era muy fuerte y tenía miedo. Aidan habló del futuro y le dijo que nunca se separarían. A la mañana siguiente tenía que salir del hotel a primera hora para ir a la National Portrait Gallery, donde era artista residente. Después de despedirse de Martha con un beso, le dijo: «Yo te llamo. En seguida». —Mary se echa a reír—. Martha era escritora; para ella, las palabras eran muy importantes. Si él le había dicho eso, eso sería lo que haría.
—Pero no la llamó.
Aunque pretendo que suene como una pregunta, pronuncio la frase como si fuera una afirmación. La historia, aunque para mí es nueva, me resulta dolorosamente familiar. Aidan hizo lo mismo conmigo: me dijo que me quería, me propuso matrimonio, me estrechó entre sus brazos durante toda la noche en aquella habitación del hotel Drummond y luego se alejó de mí, cada vez más frío y distante. Incluso cuando llevó sus cosas a mi casa, estaba saliendo de mi vida.
—No la llamó de entrada —prosigue Mary—. Martha le escribió y le llamó…, sin ningún resultado. Al final, cuando ya no sabía qué hacer, lo esperó delante de la National Portrait Gallery. Todos los días, durante una semana; sin embargo, Aidan no apareció. Martha entró y preguntó por él; le dijeron que su residencia había terminado una semana antes. Aidan se había trasladado, pero no le había dado su nueva dirección. Entonces fue cuando ella empezó a contar la historia a todo aquel que quisiera escucharla: camareros, barmans, taxistas… Pasaba mucha vergüenza, pero le daba igual. Quería saber cómo había podido suceder: cómo era posible que un hombre le dijera que la amaba y un minuto después hubiera desaparecido de su vida.
A pesar de que la ventana está abierta y Mary acaba de apagar su último cigarrillo, el humo que llena la habitación está empezando a molestarme. Le respondo lo que me parece obvio.
—Los hombres suelen decir esas cosas para llevarse a una mujer a la cama.
—¡No! —exclama Mary—. Martha ya se había acostado con él cuando le dijo todo eso. Habría hecho todo lo que él quisiera, aunque no le hubiese dicho nada romántico, y él lo sabía. Aidan fingió haberse enamorado de ella solo por una cuestión de orgullo.
Él es un perfeccionista; tiene que ser el mejor en todo lo que hace. Cuando, estando aún dentro de ella perdió la erección y no pudo hacer nada en el plano físico, se dio cuenta de que tenía que empezar a hablar en seguida para impresionarla. —La mirada de Mary es dura; sus ojos parecen dos piedras grises. Todas sus palabras están llenas de amargura—. Todo lo que le dijo sobre el amor eterno solo era una cortina de humo, nada más. No se creía ni una sola palabra de lo que estaba diciendo. Lo único que le importaba era que Martha creyera que estaría mejor con él que con cualquier otro. Y Martha cayó en la trampa. Como ya he dicho, daba mucha importancia a las palabras. No le importaba que el sexo no hubiese funcionado… Con lo que le había dicho, había hecho realidad sus fantasías. Aquella fue la mejor noche de su vida, una noche que pasó junto a un hombre mentiroso e impotente…
—¡Basta ya! —No puedo seguir escuchándola—. ¿Dónde ocurrió? ¿Dónde se ahorcó? ¿Aquí?
Trato de no pensar en lo relajada que me sentí cuando crucé el umbral de Garstead Cottage… Fue como si acabara de llegar al lugar que siempre había sido mi destino. Un lugar al que pertenezco.
—Abajo —dice Mary—. Ven, te lo enseñaré.
—¡No! ¿Por eso me has traído aquí? ¡No quiero verlo!
—¿Qué crees que hay ahí abajo? ¿El cadáver de Martha? Nada de eso. Es una exposición, eso es todo. A ti te gusta el arte, ¿no? —Antes de tener la oportunidad de responder, con una voz cantarina que me deja helada, añade—: Aidan hizo una exposición. Le mandó una invitación a Martha.
—¿Quieres decir… antes de que se acostaran?
Si consigo que siga hablando, no tendré que ver lo que pretende mostrarme.
—Después. Un par de semanas después, cuando Martha trataba de resignarse ante el hecho de que él no la hubiese llamado «en seguida», tal y como le había prometido. Cuando estaba preparándose para renunciar de nuevo a él, le llegó una invitación a través de su editorial para asistir al vernissage de Aidan. No estaba personalizada ni iba acompañada de ninguna nota; solo la invitación de la galería. Y la muy estúpida volvió a albergar esperanzas. Estaba tan cansada de ser infeliz que se habría agarrado a un clavo ardiendo.
—¿Y acudió?
—¿Tú qué crees? La acompañó su madre, en teoría para darle apoyo moral, aunque en realidad había un plan secreto: jugar la carta de la fortuna de los Wyers para que Aidan hiciera lo que debía hacer, al menos según su madre: conseguir que su hija fuera feliz.
—¿Te refieres a que quería sobornarlo?
—Básicamente, sí, aunque de la forma más sutil posible. —Al ver mi sorpresa, Mary sonríe con satisfacción—. Las familias de Villiers lo hacen constantemente: una caja de botellas de champán a nombre de la directora para ganarse su apoyo con las matrículas…, esa clase de cosas. Martha sabía muy bien lo que Cecily tenía en mente, y estaba lo bastante desesperada para mirar hacia otro lado. Ella quería a Aidan, y le daba igual cómo conseguirlo. En el vernissage, él apenas la miró. Cuando ella lo acorraló y le preguntó por qué la había invitado, él le dijo: «Te interesa mi obra, ¿no? Siempre creí que te interesaba; pensé que te gustaría estar aquí».
Tras recuperar mi voz, digo:
—No me creo que pudiera ser tan insensible.
«Nadie lo sería».
—Sí que lo crees —dice Mary—. Lo crees porque es la verdad. Cuando Martha se enfadó, él se burló de ella y le dijo que era una hipócrita, que esperaba que siguiera apoyándolo aunque las cosas no hubiesen funcionado entre ellos. Eso fue lo que me dijo, que «no habían funcionado», como si él hubiera hecho todo lo posible para que salieran bien. Entonces, Martha perdió la cabeza y le dijo que había mentido cuando había dicho que para ella era más importante el trabajo que ser feliz. Le dijo que los demás tenían razón al pensar que era un gilipollas engreído. Fue un poco embarazoso, teniendo en cuenta que algunos de «los demás» también estaban en el vernissage. Aunque no tan embarazoso como el comportamiento de Cecily.
Mary sacude la cabeza, disgustada.
—Finalmente, Martha se dio cuenta de que todo había terminado… La fantasía que había acariciado durante años murió aquella noche. Aidan la invitó sabiendo lo que ella sentía por él, y sabiendo que él no sentía lo mismo, pero con la esperanza de que, aun así, comprara uno de sus tristes cuadros. Después de eso, Martha no pudo seguir fingiendo. Sin embargo, su madre no sabía que el juego había terminado, de modo que empezó su campaña: desplegó todo su encanto con Aidan, le dijo que era la madre de Martha, hizo insinuaciones sobre la fortuna de la familia y dijo estar indecisa sobre qué cuadro comprar, tan indecisa que tal vez acabaría comprando más de uno. Martha se la llevó a un rincón y le suplicó que no comprara ninguno, pero Cecily no atendía a razones. Accedió a comprar solo un cuadro en vez de dos… Hizo esa concesión, pero no se tomó en serio a Martha cuando le dijo que esperaba que la exposición de Aidan fuera un fracaso. A menudo, Martha solía decir cosas que en realidad no pensaba cuando estaba enfadada, y Cecily estaba acostumbrada a que acto seguido se echara a llorar y se arrepintiera de todo. No se dio cuenta de que aquella vez era distinto.
Mary se sume en un absorto silencio.
—¿Distinto porque Martha había renunciado finalmente a él? —aventuro, consciente de que yo nunca renunciaré a Aidan, aunque puede que él haya renunciado a mí hace tiempo. Le amo, independientemente de lo que haya hecho.
—Distinto porque entonces Martha lo odiaba —dijo Mary, irritada, como si me costara entenderla—. Decidió destruirse a sí misma y a él con un solo gesto: su suicidio. A Martha le encantaban los grandes gestos. Invitó a Aidan aquí con la excusa de que quería encargarle un cuadro. Al principio, él le dijo que no… Trabajaba basándose en la inspiración y no aceptaba encargos: todas las tonterías que ella esperaba oír, aunque fueron acalladas en seguida cuando le prometió pagarle cincuenta mil libras. Al parecer, el artista incorruptible estaba dispuesto a dejarse sobornar, siempre y cuando la suma de dinero fuera importante. Al día siguiente. Martha le mandó un cheque de cincuenta mil libras y las señas de este lugar, el pequeño refugio donde se retiraba para escribir.
Soy incapaz de disimular mi asombro.
—¿Cincuenta mil libras? ¿Podía disponer de esa suma de dinero?
—No tienes ni idea, ¿verdad? Para gente como Martha y como yo, para la clase de chica que estudiaba en Villiers, cincuenta mil libras no es «esa suma de dinero». Es lo mismo que para ti…, no sé…, puede que representen quinientas libras. —Mary enarca las cejas—. Disculpa, no quería que sonara tan ofensivo.
—Puedo imaginarme el resto —digo, deseando poner fin a aquella historia—. Aidan vino aquí y ella se ahorcó delante de él.
—Lo había preparado todo. Estaba de pie, encima de la mesa. Dejó la puerta abierta, puso música…
—«Survivor» —murmuro.
—Exacto. Cuando llegó, él pensó que estaba en casa y entró. La encontró en el salón, sobre la mesa, con una soga alrededor del cuello y el otro extremo atado a la lámpara del techo. Cuando la vio, él no dijo nada, y Martha solo le dijo una cosa: «Puedes quedarte con las cincuenta mil libras. No voy a necesitarlas». Y luego saltó.
Mary y yo lanzamos un respingo cuando ella pronuncia la última palabra, consciente de cómo debe sentirse alguien al dar ese salto, una caída abortada por un tirón que te sujeta el cuello.
—¿Por qué estabas aquí? —le pregunto, tratando de ahuyentar la sensación de vacío que me ha dejado el relato de Mary.
—Martha y yo éramos inseparables —dice, con una voz y unos ojos carentes de expresión.
—¿Hasta que conoció a Aidan?
—Y después también.
—Entonces…
Trato desesperadamente de comprender algo que no encaja. ¿Estaba Mary en el salón cuando Martha se puso la soga alrededor del cuello? ¿La incitó a hacerlo? ¿Se quedó allí, mirando, sin decir nada? Aidan y Mary, las dos personas más cercanas a Martha, ambos pintores.
—¿Sabía Aidan que tú también pintabas? —le pregunto.
—En aquella época no pintaba. Antes de que Martha muriera, no había pintado nada en toda mi vida, salvo los fruteros que me ponían delante en la escuela.
Es imposible, quiero decirle.
—Pero…
Eres demasiado buena para que eso sea cierto.
—Es cierto —dice Mary. Se inclina para mirarse en el espejo del tocador, levanta la barbilla y se acaricia el cuello—. Fue Aidan quien me empujó a pintar. Ambos… estábamos aquí cuando ella murió. Y ninguno de los dos la salvó. Después, nos quedamos destrozados. Solo nos teníamos el uno al otro para hablar de lo ocurrido. Nadie más lo habría entendido. Aidan me dijo que pintar siempre había sido su manera de enfrentarse al dolor. No dijo «dolor», sino «toda la mierda que tengo en mi cabeza». En mi cabeza también había mierda, mucha, de modo que decidí seguir su consejo. Aidan me ayudó; me dijo que era buena, buena de verdad. Decía incluso que era mejor que él.
Mary hace una pausa.
—No hay excusas por la forma en que yo… le perdoné todo lo que le había hecho a Martha. Me contó cómo había vivido él la historia, y parecía muy distinta. No se parecía en nada a la versión de Martha. Aun sabiendo cómo la había tratado… Ya te he dicho que no hay excusas.
—Tú y Aidan…
Mary resopla.
—Nos hicimos amigos, pero nada más. O, mejor dicho, yo pensé que éramos amigos. —Vuelve la cabeza y se queda mirando su arrugada imagen en el espejo—. Ahora ya sabes lo egoísta que soy. No odio a Aidan por lo que le hizo a Martha. Me gusta decirme que es así, porque eso hace que me sienta mejor, pero no es verdad. Lo odio por lo que me hizo a mí.
No me atrevo a preguntarle de qué se trata. Mary se pone en pie.
—Ven —dice—. Te lo voy a enseñar.
La sigo cuando sale del dormitorio. En el rellano hay menos humo, aunque el olor del cigarrillo llega hasta aquí. Bajamos las escaleras hasta la cocina y luego cruzamos un espacio abierto, sin paredes y con vigas en el techo, situado junto a un estudio, y finalmente llegamos a un pasillo estrecho al final del cual hay una puerta cerrada. Mary coge la llave que cuelga en lo alto del marco.
—La cierro con llave —dice—. Lo que hay dentro es muy valioso para mí. Nadie lo ha visto, aparte de Cecily, Aidan y la policía.
—¿La policía?
—Los pobres agentes de Farnham que vienen aquí periódicamente, cuando me pongo paranoica, para echar un vistazo a la casa y comprobar que Aidan no se ha escondido dentro con un hacha. Salvo el que vino ayer, que no quiso inspeccionar el interior. Están tan hartos de mí que ya no registran la casa como Dios manda.
Mary abre la puerta de par en par, haciéndose a un lado para dejarme ver. El hedor a pintura que sale de la habitación es casi insoportable. De entrada no sé lo que estoy viendo. Un enorme montón de algo: basura. Como si hubieran vaciado en el suelo un contenedor lleno de escombros. En algunas partes, la pila de restos tiene un aspecto esponjoso, pero también veo madera y tela de todos los colores imaginables, y trozos de… ¿lienzos?
Abberton. Esto es lo que pegó Mary dentro del perfil de una persona: trozos de este montón de restos.
De repente, veo decenas de pequeños fragmentos: una sonrisa pintada, una uña, un trozo de cielo azul, un trozo de algo de color carne. Una silla muy pequeña, de pocos centímetros de ancho, partida por la mitad.
—Cuadros —susurro—. Esto son cuadros, telas. Y marcos, hechos pedazos. ¿Cuántos…?
El montón es casi tan alto como yo. En la parte superior, alguien ha vertido varios botes de pintura, puede que docenas de ellos, lo que le da el aspecto de estar envuelto con una cuerda multicolor. El suelo está lleno de charcos de pintura seca. Como si alguien se hubiese colocado junto a la pila con un bote de pintura y, rodeándola, lo hubiese ido vertiendo formando un círculo. El papel pintado beige y dorado de las paredes había sido manchado con los mismos colores: amarillo, azul, rojo, blanco, verde, negro. En el fondo de la habitación hay una mesa de comedor, apoyada contra una gran ventana de guillotina, encima de la cual hay más botes de pintura, así como un teléfono inalámbrico, un cenicero, tres latas de raviolis heinz sin abrir y un abrelatas oxidado.
—Cuadros —confirma Mary—. Marcos. Y bastidores, los listones de madera que sirven para fijar las telas. «Bastidor»: no sé por qué, pero es una palabra que me suena a médicos, me hace pensar en una urgencia. Me parece muy adecuada. Si no hubiese sido por una urgencia, nunca habría cogido un pincel.
Me deja estupefacta el tamaño del montón de madera rota y telas cortadas a tiras, los fragmentos de paisajes e interiores, los atisbos de los rostros y la ropa de las personas: el lóbulo de una oreja, un collar, el bolsillo de una chaqueta. Da la impresión de que, de forma deliberada, algunos fragmentos hubiesen sido recortados en un tamaño mayor que el resto, para permitir que sobreviviera una parte de algo. Entorno los ojos y, con la visión desenfocada, me parece estar contemplando una montaña de piedras preciosas multicolores. La pila ocupa casi todo el largo de la habitación, y deja tan solo un espacio muy estrecho a ambos lados.
—¿De quién son…, eran estos cuadros? —pregunto.
—Míos —dice Mary—. Ahora son todos míos. Los he recuperado. —Se vuelve hacia mí y me sonríe—. Bienvenida a mi exposición.