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Miércoles, 5 de marzo de 2008

—¿Te enamoraste de Aidan en cuanto lo viste? —me pregunta Mary de repente.

—Sí.

—Martha también. Es curioso que esa sea una forma de valorar el amor, ¿no? Cuando menos motivos existen, cuando menos base tiene, más efectivo resulta. «Fue amor a primera vista». Todos querríamos decir eso para demostrar lo apasionados que podemos ser. Y Martha era una loca romántica de la peor especie, porque era inteligente. Era muy buena con las palabras y las ideas; sabía cómo emplearlas para conseguir su objetivo, fuera el que fuera. En cuestión de pocos segundos convirtió su reacción al ver a Aidan, que seguramente no fue más que atracción sexual, en una irresistible historia de amor y de separación inevitable: las circunstancias del momento la obligaron a entrar en aquella sala de entrevistas cuando él salía, mientras el presidente de la comisión mantenía la puerta abierta para dejarla pasar. El tiempo justo para que sus miradas se cruzaran, pero nada más. Y también sus almas, según Martha. Era una idiota —concluye Mary con vehemencia, como si temiera que se me escapara el sentido de sus palabras.

Su forma de hablar no se parece a la de nadie que yo conozca. Quiero volver a preguntarle por los dieciocho marcos vacíos, pero ya ha ignorado la pregunta en tres ocasiones. Y sé que seguirá haciéndolo hasta que esté preparada, de modo que dejo que siga hablando.

—La muy estúpida hizo de la necesidad virtud. Si hubieran intercambiado aunque solo fuera una palabra, le decía a todo el mundo, se habría estropeado la perfección de aquel instante. Es imposible razonar con personas como Martha. Cuando la llamaron del Trinity para decirle que no había conseguido el puesto, ella dijo que sabía que se lo habían dado a él antes de que se lo comunicaran, y que se sentía más feliz que si lo hubiese conseguido ella. Entonces sabía dónde podía encontrarlo, al menos a partir del 1 de octubre de 1993: en el Trinity College, en Cambridge. Ni siquiera se molestó en abordarlo de una forma sutil: le escribió diciéndole que estaba enamorada de él. Tras leer esa carta, cualquier hombre medianamente decente se habría dado cuenta de lo vulnerable que era Martha, pero a Aidan le dio igual. Le mandó una carta y le dijo que también se había fijado en ella. ¡Que también se había fijado en ella! Ella le ofrece su amor incondicional y, en respuesta, ¡él le dice que sabía que existía! Entonces comprendí lo peligroso que era él para alguien como Martha.

—¿Peligroso?

—Él no le dijo: «Yo siento lo mismo que tú» o ni siquiera «Lo siento, pero no me interesas». Su carta dejaba claro que era uno de esos hombres a quienes les gusta que las mujeres se hagan ilusiones, aunque no haya nada detrás de ellas. —Mary habla muy deprisa, como si apenas fuera consciente de mi presencia—. Él la invitó a ir al Trinity. Temiendo llegar tarde, ella cogió un tren que salía antes y llegó a Cambridge con una hora de adelanto. Él le había dicho dónde se alojaba. Cuando Aidan abrió la puerta y la vio, le dijo: «Llegas antes de la hora», y le estrechó la mano. Ni siquiera la besó en la mejilla. Ella se disculpó y le preguntó si estaba ocupado. Él le dijo que estaba pintando. ¿Sabes lo que hizo a continuación? Se sentó frente a su caballete y siguió trabajando. «Puedo hablar mientras pinto», le dijo, sin ni siquiera mirarla. Martha había hecho el viaje hasta Cambridge para verlo, y él la hizo esperar mientras terminaba de pintar el fondo rojo de su cuadro con un pincel muy fino. Ella me dijo que fue una tortura.

Mary se agarra un mechón de pelo y se lo mete en la boca, masticándolo como si fuera una barra de regaliz.

—Cuando terminó de pintar, la llevó a comer. Al restaurante de la universidad, rodeados de un montón de gente. Él le dijo que se sentía muy halagado y que pensaba que ella era increíble, pero que no quería ninguna relación… Dijo que le parecía demasiado estresante. Podría habérselo dicho en la carta que le mandó y haberle ahorrado el viaje en lugar de dejar que pensara que tal vez lo había decepcionado porque Aidan la recordaba más guapa de lo que era. Después de comer, él la despidió. Durante un largo período de tiempo, ella le escribió todos los días, sus sentimientos no habían cambiado, pero él solo le contestaba en contadas ocasiones. Cuando lo hacía, sus cartas eran insustanciales y anodinas, y lo más cortas posible. Yo también le escribí en un par de ocasiones: cartas de odio.

Mary trata de esbozar una sonrisa.

—Tú ya sabes cómo soy cuando estoy furiosa. No podía tolerar lo que le estaba haciendo a Martha. Al final, ella dejó de escribirle y empezó una novela. Todo giraba en torno a Aidan y a la obsesión que tenía por él. Más que una novela era un derroche de autoindulgencia, aunque, al parecer, yo era la única en verlo así. La novela se publicó y, cuando salió, ella le mandó un ejemplar. Dos días después, ella recibió su respuesta: una tarjeta en la que le daba las gracias y con una cita de Gore Vidal. Supongo que la conoces; es muy famosa.

Pasan unos segundos antes de darme cuenta de que Mary espera que yo diga algo. Ni siquiera se me pasa por la cabeza no darle lo que me pide.

—No.

—«Cada vez que un amigo triunfa, algo muere en mi interior».

—Eso es horrible.

—Hay muchas cosas que son horribles —dice ella, con impaciencia—. Si son ciertas, no me importa, pero esa no lo era, al menos para mí. Yo solo quiero que alguien fracase si no me cae bien. Tú pensarías lo mismo, ¿verdad? —Mary no me deja responder—. Cualquier otra mujer habría roto la tarjeta de Aidan y lo habría borrado de su vida por ser un malnacido, pero Martha no. ¿Quieres saber cómo lo interpretó ella? —Cuando Mary se echa a reír, parece que se esté ahogando y trate de recuperar el aliento. Parece desencajada, como una muñeca de trapo a la que hubieran sacado el relleno—. Que al menos Aidan la consideraba una amiga.

—¿Qué?

—«Cada vez que un amigo triunfa, algo muere en mi interior». Martha decidió minimizar el dolor que sentía interpretando la frase como una declaración de amistad, algo que hasta entonces él no le había ofrecido.

Me estremezco. Son cosas demasiado personales. Siento como si estuviera invadiendo la intimidad de Martha Wyers, revolviendo la mente y el corazón de una infeliz que ya está muerta. Debería decirle a Mary que parara, pero no lo hago.

—Martha le escribió varias cartas más, a las que él no contestó —dice Mary, retomando el hilo de su monótono relato de los hechos. Así es como ella los ve. Me pregunto qué diría Aidan si pudiera oírla mientras cuenta la historia. ¿Sería diferente su versión?—. Todo el mundo le dijo que se olvidara de él, lo cual era lo peor que se le podía decir a alguien como Martha.

—Confirmaba la idea que ella se había hecho de los dos como amantes condenados, con el mundo en su contra —digo.

Cuando Mary me sonríe, siento algo que me cuesta distinguir del orgullo, y me da miedo. Mi deseo de complacer a los demás puede resultar peligroso. Deseaba complacer a Aidan a toda costa. Y a Stephen Elton. Y hubo un tiempo en que pensé que lo había conseguido en ambos casos.

—¿Qué pasa? —me pregunta Mary.

No quiero decirle lo que estoy pensando. Ya he cedido en demasiadas ocasiones.

—¿No me crees?

Le digo que sí con un gesto de la cabeza.

—No, no del todo. No estás convencida. No parece que estés oyendo hablar del Aidan que tú conoces, ese Aidan que es amable y afectuoso. Por otro lado, no te explicas su comportamiento reciente, y esperas que yo pueda hacerlo. Necesitas una explicación, y por eso una parte de ti quiere que te cuente la verdad. Una parte de ti sí me cree.

Tiene razón.

—Haces que parezca esquizofrénica —digo, para ocultar mi incomodidad.

—Todos estamos divididos por dentro, sobre todo los que estamos obligados a convivir con un dolor insoportable. Eso es lo que provocan los traumas… Te dividen por dentro: el instinto de supervivencia contra el deseo de dejar de existir.

«Una mitad muere. La otra mitad sigue con vida».

Creo que empiezo a comprender.

—¿Fue Aidan el motivo de que Martha se ahorcara? —pregunto—. ¿Porque él la rechazó?

—Sí, aunque eso ocurrió mucho más tarde, después de que se acostaran —dice Mary. Al parecer, no se le ha pasado por la cabeza que escuchar eso puede resultarme muy duro—. Volvieron a encontrarse en 1999. A alguien se le ocurrió reunir a varios jóvenes y prometedores artistas y escritores para que posaran para la prensa como si fueran monos amaestrados. Martha y Aidan fueron dos de los elegidos. Ya puedes imaginarte lo que eso supuso para ella.

—Pensó que el destino había vuelto a reunirlos.

—Y no se equivocaba. Martha estaba destinada a ser la condena de Aidan, y viceversa. ¿Por qué la gente da por sentado que el destino tiene en cuenta nuestros deseos?

—Yo no lo doy por sentado.

—En tal caso, eres más sensata que Martha. Trató de convertirse en la persona que, según ella, Aidan quería que fuera. Perdió peso, cambió su forma de vestir…

—¿Le dijo Aidan que no le gustaba físicamente?

—¡Él no le dijo nada! Todo eran imaginaciones de Martha. Durante todos esos años, ella no había podido acercarse al verdadero Aidan; Martha había construido una versión alternativa de él, con todas las preferencias y actitudes que según ella debía tener él. Y ese era el hombre al que trataba de complacer. Y si Aidan decía algo que no encajaba con la imagen mental que ella se había creado de él, en vez de admitir lo irreal de sus fantasías, Martha negaba sus sentimientos y los manipulaba para que coincidieran con lo que él pensaba. Como cuando fueron entrevistados para el Times y les preguntaron si les importaba más su trabajo o ser felices en la vida. Aidan, delante de Martha y sabiendo lo que ella sentía por él, dijo que nunca habría nada que le importara más que su trabajo. Para ganarse su aprobación, Martha dijo lo mismo, a pesar de que habría renunciado gustosamente no solo a su trabajo, sino también a su familia, a sus amigos, a lodo por tener a Aidan.

Y yo haría lo mismo, si pudiera tenerlo tal y como solía ser antes de Londres. Trato de no cambiar la expresión de mi cara para que Mary no pueda intuir lo que estoy pensando, pero ella está tan inmersa en sus propios pensamientos que ni siquiera me mira.

—Fue un error fatal por parte de Martha —dice—. Si no hubiese dicho esa estúpida mentira, aún seguiría con vida.