5/3/08
—Es un detalle irrelevante —dijo el subinspector Gibbs, impaciente. Él y el subinspector Colin Sellers estaban en casa de Ruth Bussey. Kombothekra les había dicho que la registraran a conciencia. Ninguno de los dos sabía lo que andaban buscando—. O está para echarle un polvo o no, fin de la historia. Si tiene buenas piernas, buenas tetas, buen culo y es guapa…
—No he dicho que fuera algo excluyente —repuso Sellers.
—Para ti una joroba, una dentadura postiza y la lepra tampoco serían algo excluyente. Tú te lo montarías con cualquiera. —Gibbs echó un vistazo a la puerta principal, que estaba abierta; fuera, nervioso, estaba el casero de Blantyre Lodge, Malcolm Fenton, esperando para cerrarla. Entre dientes, Gibbs susurró su imitación preferida de Sellers—: «Muy bien, cariño, vístete; el taxi te está esperando. Son las cuatro de la madrugada; si no te importa, lo pagas tú, cielo».
—Si eres demasiado cortado para contestar a la pregunta, no pasa nada. —Sellers le dio una palmadita en la espalda—. Lo comprendo, tío.
—Ya te he contestado a la pregunta. ¡Me la trae floja! ¿Por qué no se lo preguntas a ese pobre memo?
Fenton —o «ese pobre memo», como lo llamaban Sellers y Gibbs, visto que era así como se autodefinía él mismo— apareció en el vestíbulo.
—Ya estoy harto de esto —dijo—. Ruth no está y no ha hecho nada malo. Si creen que voy a quedarme aquí escuchando las obscenidades que están diciendo mientras violan su privacidad, están…
—Lo siento, señor Fenton —dijo Sellers, amablemente—. Cuando volvamos a la comisaría, me aseguraré de que mi compañero meta un billete de cinco libras en la caja de las palabrotas.
—Te importa una mierda lo que yo piense —murmuró Gibbs cuando Fenton se hubo alejado—. Lo que quieres es que yo te pregunte. Adelante, entonces, oigamos lo que tienes que decir. ¿A qué vienen todas estas gilipolleces? —preguntó, cogiendo uno de los animalitos de alambre de Ruth Bussey; antes de volver a dejarlo en su sitio, hizo una mueca.
—No me gustan las medias tintas. A la brasileña está bien, es natural y también un poco salvaje…, cuanto más, mejor. Todo lo demás…
—¿Qué? ¿Dirías que no?
—Solo estoy diciendo que me gustan los extremos. O todo o nada.
—A mí las medias tintas me parecen bien, siempre que esté para echarle un polvo —dijo Gibbs—. En cualquier caso, el estilo brasileño no es nada…, es una pista de aterrizaje. Tú te refieres a un Hollywood.
—¿Un qué? No sabes de lo que estás hablando, amigo.
Gibbs sacudió la cabeza.
—Yo tengo una teoría —continuó Sellers—. Las mujeres que optan por las medias tintas, y que en mi opinión suelen ser la mayoría, solo piensan en sí mismas, en cómo estarán en biquini; no piensan en lo que puede gustarles a los hombres. A ver, tú dices que no te importa, pero en un mundo ideal… —Sellers se interrumpió cuando, al levantar los ojos del escritorio de Ruth Bussey, vio que Gibbs había salido de la habitación. Levantando la voz, dijo—: Voy a empezar a preguntar por ahí. Si resulta que la mayoría de los tíos está de acuerdo conmigo…, bueno, entonces habrá que decirlo alto y claro, para que el mensaje llegue a las mujeres.
—Cierra el pico y ven a ver esto.
—¿Dónde estás? —Sellers fue en busca de Gibbs. Lo encontró en el dormitorio; estaba a punto de hacer la clase de broma que le había hecho famoso entre sus colegas cuando vio la pared—. ¡Joder!
—Está obsesionada con Charlie —dijo Gibbs, mirando la colección de artículos.
Cuando se dio la vuelta, vio que Sellers mostraba una sonrisa de complacencia. Por un instante, Gibbs pensó que iba a retomar sus reflexiones sobre la depilación del vello púbico femenino.
—No está obsesionada; solo sigue instrucciones —repuso Sellers—. Mira. —Se dirigió de nuevo al salón y volvió con un libro abierto en una mano y un marcador en la otra—. Me alegro de no haberos hecho caso cuando tú y ese pobre memo tratabais de meterme prisa. Echa una ojeada a esto —añadió. Le pasó el libro a Gibbs y esperó a que leyera el párrafo que le había señalado.
—¿Y? Que lea esta mierda demuestra que no está bien de la cabeza. Igual que eso —dijo Gibbs, señalando la pared con un gesto de la cabeza—. Vale, lo dice un libro, ¿y qué?
—Puede que no esté bien de la cabeza, pero no representa ningún peligro para la inspectora…, y eso es lo que importa, ¿no? ¿Qué haces?
Gibbs tenía el móvil pegado a la oreja.
—Estoy llamando a Waterhouse. Si una chiflada tuviera un montón de fotos de mi chica en la pared, me gustaría saberlo.
—Se supone que no deberíamos…
—Eso lo dices tú —repuso Gibbs, volviéndose hacia él—. Tú y Muñeco de Nieve. Si quieres puedes seguir fingiendo que sois uña y carne, pero en este asunto yo estoy con Kombothekra. Waterhouse no ha hecho nada…, al menos nada que no suela hacer habitualmente.
—No estoy diciendo que lo haya hecho.
—Entonces, ¿de parte de quién estás?
—No somos nosotros quienes debemos decidirlo, ¿no te parece? Cuando Muñeco de Nieve descubra que Kombothekra y tú habéis estado pasando información a Waterhouse a sus espaldas, yo seguiré teniendo mi empleo. —Sellers le arrebató el teléfono a Gibbs y lo sostuvo en el aire—. Y tú también puedes conservar el tuyo si dejas de comportarte como un imbécil.
—Todo esto es por lo de Stacey, ¿verdad? Por lo que Charlie dijo de ella en la fiesta…, lo del vibrador y todo lo demás.
—No tiene nada que ver con eso.
—Por supuesto que sí. Contigo todo se reduce a un coño. ¿Recuerdas cómo empezó la conversación sobre la depilación brasileña? Estabas haciendo elucubraciones sobre la hija de Muñeco de Nieve. ¿Qué te parece si se lo cuento?
Sellers se apoyó contra la puerta. Sabía cuando le habían derrotado. Gibbs le dedicó una sonrisa.
—No pasa nada, estoy acostumbrado. Solo tienes que recordar que no tienes ningún motivo para pensar que eres mejor que los demás y que tú y yo somos uña y carne. Y ahora dame el maldito teléfono.
—¿Dónde está? —La inspectora Coral Milward golpeó la parte inferior de la mesa con los anillos—. Le he dejado dos mensajes y no me ha llamado.
—Ha dicho algo sobre una galería de arte —contestó Simon—. ¿Dónde está el subinspector Dunning?
Al oír el nombre, Milward bajó los ojos de golpe.
—Seguro que no se ha ido a dar una vuelta por White Cube.
—¿Qué es eso?
—¿Por qué no se lo pregunta a la inspectora Zailer? Por lo que parece, es una apasionada del arte.
—¿Y Dunning no?
—Y yo qué sé.
—¿Es culpa de la loción para después del afeitado? —preguntó Simon.
—¿Cómo dice?
—La aversión que siente por Dunning.
Milward sacó los brazos de debajo de la mesa y los cruzó. El ruido de los golpes cesó. Aquella mañana llevaba otra blusa, con unos gemelos de perlas.
—De modo que los rumores son ciertos —dijo—. He oído decir que su especialidad es pasarse de la raya.
—Estoy de su parte, por si le interesa saberlo. Usted sonríe más y huele mejor.
—No me vacile, Waterhouse. Dígame, ¿la visita de su novia esta tarde a una galería de arte tiene algo que ver con mi caso?
—Tendrá que preguntárselo a ella.
Milward se inclinó hacia delante.
—Sabemos que Aidan Seed era pintor. Era un joven brillante; hizo una exposición que tuvo mucho éxito y luego lo dejó. ¿Por qué? La mayoría de la gente no deja por las buenas una carrera prometedora, a excepción de uno de los presentes.
—No tengo ni la menor idea.
—El problema es que no le creo.
Simon se encogió de hombros.
—Es su problema.
—Saul Hansard tampoco lo sabía, pero a él sí lo creí.
—¿Y por qué Aidan Seed decidiría confiar en Hansard?
Milward le dio a entender que estaba pensando qué quería contarle y qué no. Le tuvo varios segundos esperando su respuesta.
—Seed trabajaba como ayudante de Hansard cuando hizo su primera y única exposición en Londres. Y también cuando decidió dejar de pintar y convertirse en enmarcador.
—¿Seed trabajó para Hansard? —Simon frunció el ceño—. Ruth Bussey también trabajó para Hansard antes de hacerlo para Seed.
Milward parecía estar esperando que continuara.
—Mary Trelease solía llevar sus cuadros a Hansard para que se los enmarcara.
—Pero no cuando Seed trabajaba allí; eso fue más adelante. Luego acudió a una galería de Londres, la misma que en el año 2000 acogió la exposición individual de Seed: TiqTaq, en Charlotte Street. Es ahí donde Zailer está en este momento, ¿verdad?
—¿Cree que habría llegado tan lejos sin nuestra ayuda? —le preguntó Simon.
—¿Llegado adónde? A dos tercios de un callejón sin salida, por si quiere saberlo.
—¿Le contó Hansard que Bussey y Trelease se conocieron en su galería y que tuvieron una discusión que acabó en una agresión física? Seed mató a Gemma Crowther para vengar lo que ella le hizo a Ruth Bussey. Y ahora va a matar a Mary Trelease por la misma razón. Y puede que también a Stephen Elton, a menos que el hecho de haberse declarado culpable y no haber participado activamente en el ataque a Ruth Bussey en Lincoln…
—Entonces, ¿lo sabe? —Milward sonrió—. Esta mañana no lo sabía.
—Usted no me lo dijo —repuso Simon, tratando de reprimir su rabia.
—Entonces, ¿quién se lo ha dicho? Mire, mi problema es que usted da la impresión de saber demasiado. Si me entero de que ha contactado con Bussey, Seed o Trelease y no me lo ha dicho…
—No lo he hecho. Y parece que usted tampoco. ¿Qué están haciendo para localizarlos?
—Debería estar contento de que no sea problema suyo —respondió Milward—. Mi problema es que el principal sospechoso…
—¿Se refiere a Seed?
—No, no me refiero a Seed.
—No hubo allanamiento de morada, ¿verdad? Eso reduce sus sospechosos a Seed o Elton.
—Tengo un sospechoso y un móvil —prosiguió Milward, como si Simon no hubiese dicho nada—. Aún no se trata de nada concreto, pero soy optimista. Mientras tanto, al margen de mi investigación, tengo su pequeño embrollo: Seed, Trelease, Bussey y Hansard.
—¿Al margen? —Simon no daba crédito—. Está en un error. No sé qué está ocurriendo, todavía no, pero estoy convencido de una cosa: mi «embrollo», como usted lo llama, es clave. Y no llegará a ninguna parte a menos que lo considere así.
—Es un gilipollas y un arrogante, Waterhouse.
—Eso dicen.
Milward lo miró como si tuviese ganas de pegarle.
—Tengo un móvil —repitió—. Y el móvil es mi punto de apoyo. ¿Qué tiene usted? Estrangulamientos fantasma, cuadros que desaparecen de una feria de arte y misteriosas predicciones: Seed enumerando una serie de nueve cuadros que Mary Trelease aún no ha pintado… ¿Espera que me tome en serio todo eso?
—No —repuso Simon—. Espero que lo ignore por completo porque la confunde. Y no son nueve, sino ocho los cuadros que Mary Trelease aún no ha pintado.
Milward frunció el ceño.
—Nueve —dijo, echando una ojeada a sus notas.
—El primero, Abberton, ya lo ha pintado.
Milward cerró la carpeta de golpe.
—No me gusta todo este… caos en torno a mi investigación. No me gusta nada. ¿Cómo se enteró Zailer de que desapareció un cuadro del apartamento de Gemma Crowther la noche en que la mataron? ¿Cómo sabía que se trata de ese cuadro?
—No lo sabía; solo estaba haciendo conjeturas.
Milward expulsó en varias breves bocanadas todo el aire contenido en sus pulmones.
—Lo encontramos en el maletero del coche de Seed —dijo—. El cuadro, Abberton. Demasiado raro para mi gusto, aunque tiene algo…, no como la mayor parte de la basura que hoy en día se vende como arte.
Simon sacudió la cabeza, tratando de asimilar el significado de lo que había dicho. Había algo que no encajaba. Puede que Seed dejara su coche abandonado —Simon le había explicado por la mañana por qué lo había hecho—, pero no habría abandonado el cuadro, no después de haberlo sacado de la casa tras asesinar a Gemma Crowther y haberle roto los dientes con un martillo, que luego sustituyó por unos ganchos. Abberton era un elemento crucial. Tenía que serlo. No era posible que Seed lo hubiera dejado en el maletero.
«Piensa». Seed le había regalado el cuadro a Crowther; seguro que fue así. Luego él la mató y lo recuperó. ¿Por qué? Esa parte nunca había tenido demasiado sentido. ¿Por qué se le había pasado por alto todo ese tiempo?
—Stephen Elton dice que es totalmente imposible que Len, alias Aidan Seed, matara a Gemma. —La voz de Milward parecía venir de muy lejos—. Según él, los tres eran amigos íntimos. A menudo, Seed se quedaba a dormir en su casa, en el sofá, en vez de volver a Spilling en coche a altas horas de la madrugada. Y no, él y Gemma no tenían ninguna aventura, antes de que me lo pregunte. Elton afirma categóricamente que Gemma nunca le habría sido infiel… Le parece un comportamiento inaceptable. Aunque, al parecer, torturar a una mujer hasta casi provocarle la muerte —añadió, lacónicamente—, no le causó demasiados problemas de conciencia. He visto a Elton mintiendo y diciendo la verdad, y cuando dijo eso no mentía.
—Nunca he pensado que Crowther y Seed tuvieran una aventura —repuso Simon.
Había visto la forma en que él la miraba mientras caminaban juntos por la calle, y su mirada no era la de un amante; Simon estaba convencido de ello, aunque nunca había tenido una amante. «¿Eres virgen, Simon?». Charlie se lo había preguntado unos años atrás. No le contestó, ni entonces ni ahora. En aquel momento sonó su móvil.
—Adelante —dijo Milward—. Si es Zailer…
—No es ella.
Simon se sintió aliviado al ver que el nombre que aparecía en la pantalla era el de Chris Gibbs y no el de Kombothekra. Y también sorprendido. Escuchó lo que Gibbs tenía que decirle, limitando sus respuestas a la mínima expresión, consciente de que Milward lo estaba observando.
—¿Va todo bien? —preguntó ella, viendo que volvía a meter el teléfono en el bolsillo.
A Simon siempre se le ocurrían las mejores ideas de sopetón, como una descarga de adrenalina en el cerebro. Y aquella no era una excepción.
—¿Qué fue primero? ¿La muerte de Crowther o su mutilación?
—Le arrancaron los dientes cuando ya estaba muerta. ¿Por qué? ¿Qué está pensando?
—¿Y qué me dice de las armas? La pistola, el martillo, el cuchillo con el que le cortaron los labios. ¿Las han encontrado?
Milward negó con la cabeza, tal y como se imaginaba Simon. El asesino se había quedado con ellas porque pensaba volver a utilizarlas. Un asesino que sabía cómo montar una escena porque le gustaba lo teatral y que posiblemente ya había matado antes…
—¿Le dice algo el nombre de Martha Wyers? —preguntó Simon.
—¿La escritora? —Milward frunció el ceño—. ¿Qué tiene que ver en todo esto?
—¿Ha oído hablar de ella?
—Hasta hace una hora, no. Ella y Seed fueron entrevistados en un suplemento que el Times y Vogue…
—Eso ya lo sé —la interrumpió Simon—. Mary Trelease pintó un retrato de Martha Wyers muerta, con una soga al cuello.
La mirada de Milward adquirió una expresión de incredulidad. Luego, dijo:
—No me estará tomando el pelo, ¿verdad?
—No. Kerry Gatti también apareció en ese suplemento…, era un actor cómico. No debía ser demasiado divertido, porque lo dejó y se hizo detective privado. Ha estado siguiendo a Ruth Bussey.
Milward entornó los ojos.
—¿Por cuenta de quién? —preguntó, finalmente.
—No tengo ni idea. Dígale a Proust que levante el veto y mañana mismo vuelvo a mi trabajo y lo averiguo.
—Nosotros podemos averiguarlo —dijo Milward, entre dientes—. Déjeme pensar un momento: ¿Mary Trelease pintó un retrato de Martha Wyers? ¿Cómo hicieron para…?
—¿La han interrogado?
—¿A Mary Trelease? Estamos en ello.
Simon interpretó su respuesta como la confirmación de que Mary Trelease no estaba en su casa de Megson Crescent.
Milward se inclinó hacia delante.
—Los testigos que lo vieron frente al domicilio de Elton y Crowther afirman haber visto también a una mujer mayor después de que se fuera. Desgraciadamente, estaban demasiado ocupados observándole a usted para prestarle atención, pero de algo están seguros…
—¿De que tenía una cara marcada y llena de arrugas? —dijo Simon de inmediato.
Milward asintió con la cabeza.
—Hemos hablado con unos cuantos vecinos de Mary Trelease en Megson Crescent y todos han coincidido en que parece mucho más vieja de lo que es en realidad.
De modo que Trelease estuvo en el apartamento de Gemma Crowther la noche que la mataron.
—No creo que el suicidio de Martha Wyers fuera realmente un suicidio —dijo Simon.
Milward dejó el bolígrafo encima de la mesa.
—No sé si ofrecerle un trabajo o hacer que lo linchen —dijo.
A Simon no lo atraía ninguna de las dos opciones. No quería trabajar para Coral Milward, sino para aquel traicionero hijo de puta de Giles Proust.
—Consiga que vuelva a mi puesto —dijo Simon—. Déjeme que la ayude siendo miembro de mi equipo, colaborando con su gente… La eficacia se multiplicaría por cuatro si me dejara trabajar con ellos. —Cuando abrió la boca no tenía intención de amenazarla, aunque el resultado lo parecía. Había llegado el momento de hablar claro—. Si desea algo más de mí, ya sabe lo que tiene que hacer.
Jan Garner no sonrió al ver entrar a Charlie en su galería.
—Me gustaba más cuando la policía no se dejaba caer por aquí cada cinco minutos —dijo—. Ustedes nunca compran nada.
Estaba al lado del escaparate, poniendo unas rosas artificiales —blancas, amarillas y rosas— en un jarrón de cristal. Tenían unas diminutas perlas adheridas a los pétalos y las hojas: falsas gotas de agua.
—Los otros policías que han estado aquí no tienen nada que ver conmigo —le dijo Charlie—. Serían de Londres.
—¿Puede decirme qué está pasando?
—Seguro que a mí me han contando menos cosas que a usted. —Charlie prosiguió de inmediato, para que Jan Garner no tuviera tiempo de reflexionar sobre lo desleal de su respuesta—. El artista del que me habló, ese que tenía tanto talento y que dejó de pintar después de vender todos los cuadros de su primera exposición… ¿Se llamaba Aidan Seed?
Jan asintió con la cabeza.
—Esa fue la razón por la que Mary Trelease la eligió a usted y a su galería —le dijo Charlie, aunque sabía que no tenía por qué hacerlo.
—¿Mary conocía a Aidan?
El estupor de Jan parecía sincero.
—Según ella, no. ¿Recuerda si Aidan mencionó alguna vez a Mary Trelease?
—Hace ocho años que no hablo con él —dijo Jan—. No, creo que no. Aunque… Le parecerá una tontería, pero el año pasado, cuando Mary se presentó aquí para pedirme que le enmarcara sus cuadros, su nombre me sonó vagamente familiar. Pensé que podía ser un déjà vu, pero puede que Aidan la mencionara. Después de tanto tiempo, es imposible recordarlo.
—¿Y qué me dice de Martha Wyers? —preguntó Charlie—. ¿Le habló de ella?
Jan parecía sorprendida.
—Ahora que lo dice, creo que es el nombre de la escritora muerta que Mary pintó, aunque no recuerdo que Aidan me hablara de ella, no. ¡Ay! Me he pinchado —dijo Jan, chupándose un dedo—. Aunque no son de verdad, pinchan igual. La gente pone cara de asco al ver una flor de seda, pero a mí me gustan. Siempre me ha parecido raro que la gente que compra un cuadro de flores para colgar en una pared no tenga espacio en su casa para rosas artificiales como estas.
Charlie se preguntó si había cierto nerviosismo en la locuacidad de Jan o solo eran imaginaciones suyas.
—Un par de meses antes de que Aidan montara su exposición apareció en el Times —dijo Charlie—. En un artículo titulado «Cinco promesas para el futuro».
Jan asintió con la cabeza.
—Fue un buen golpe publicitario.
—¿No le suena el nombre de Martha Wyers en ese artículo?
—No —dijo Jan, tras dudar un momento—. ¿Quiere decir que…?
—Martha era una de las cinco promesas.
Jan soltó la rosa que tenía en la mano y se pellizcó la piel del cuello con el índice y el pulgar.
—¿Está segura? —preguntó—. Sí, por supuesto. Ha sido una pregunta estúpida. Ahora mismo no sabría decirle ninguno de esos nombres, salvo el de Aidan. No guardé todo el artículo, solo las partes que hablaban de él y de TiqTaq. Archivo todo lo que se publica sobre las exposiciones de la galería.
—Ayer me habló del vernissage de Aidan —dijo Charlie—. Eso es una especie de fiesta privada para familiares y amigos del artista, ¿no?
—Y del galerista: coleccionistas, críticos, propietarios de otras galerías… Sí, a todos nos gusta impresionar… —Jan hizo una pausa—. Tiene razón.
A Charlie le dio la impresión de que la pregunta que se disponía a hacer no era necesaria.
—Al vernissage de Aidan acudieron un par de ellos, dos de esas cinco promesas. Recuerdo que él lo comentó, aunque no estoy muy segura de que le gustara.
—¿Por qué dice eso?
—Hubo algunos contratiempos cuando posaron juntos para la foto. No conozco todos los detalles, pero creo que fue porque uno o dos calificaron a Aidan de pretencioso. Cosa que no era —dijo Jan, a la defensiva—. A veces podía parecer un poco exaltado y que se tomaba demasiado en serio, pero no se daba aires.
—Entonces, Martha pudo haber estado en el vernissage de Aidan, ¿no?
Jan se encogió de hombros.
—¿Es posible que Mary Trelease también asistiera?
—Supongo que sí. Aquella noche fue un poco confusa…, los vernissages siempre suelen serlo. Yo no paré ni un momento y la galería estaba atestada de gente. No recuerdo a nadie en particular, solo a una multitud, tan numerosa que apenas podían moverse.
—¿Ocurrió algo fuera de lo normal, algo que le llamara la atención? —preguntó Charlie—. ¿Nada de nada?
—Creo que no. Hubo una discusión, bastante previsible, entre dos clientas que no sabían si comprar un cuadro o no. Si no recuerdo mal, eran madre e hija. Sí, seguro. Recuerdo que pensé que yo nunca me habría atrevido a decirle a mi madre, que en paz descanse, cómo gastar su dinero. Es increíble lo poco diplomática que puede ser la gente… Pelearse de esa manera delante del artista… «¡No vale dos mil libras!». «¡Bueno, pues yo creo que sí!». Normalmente me habría callado, pero en aquella ocasión metí baza y le dije a la hija que estaba loca.
A Charlie no le pareció que lo estuviera. ¿Dos mil libras? ¿Había alguna razón para que el arte resultara tan caro?
—Comprendo a la gente cuando no puede permitírselo —dijo Jan—. Pero en ese caso no era una cuestión de dinero. La hija dijo que los cuadros eran fríos e implacables, que tenían un «alma podrida»… Eso se me quedó grabado. Estaba diciendo tonterías y su madre parecía muy disgustada por ello, de modo que le dije a la cara lo que pensaba. Gracias a Dios, Aidan no la oyó.
—¿Le habló alguna vez Aidan de su vida privada?
—En realidad, no. Salvo en broma.
—¿Qué quiere decir?
—En una ocasión me dijo que había una chica que lo acosaba. Fue cuando estábamos colgando sus cuadros.
Charlie trató de no parecer demasiado ansiosa.
—Oh, no estaba preocupado ni nada por el estilo. Casi parecía halagado. No creo que hablara realmente en serio.
—¿Recuerda algo más que le contara?
Jan frunció el ceño, tratando de concentrarse.
—Bueno, que tuvo que darse por vencido porque aquella mujer no aceptaba un no por respuesta. Pero lo comentó medio en broma, creo. Dijo algo como: «La vida es muy dura cuando estás tan solicitado», y se echó a reír. También habló del destino…, el destino que se empeñaba en que volvieran a coincidir, algo así.
Charlie pensó que no habría mucha gente dispuesta a dejar que la persiguieran porque así lo había planeado el destino. «Es extraño».
—¿Es capaz de recordar las palabras exactas? —preguntó.
Jan parecía impaciente, aunque trató de disimularlo en seguida con una expresión de fingida desesperación.
—Fue hace ocho años. Es obvio que no las recuerdo.
—¿Y no le dijo cómo se llamaba esa mujer?
—No, lo siento.
—No tomaría fotos del vernissage, ¿verdad? Antes me dijo que archiva todo lo referente a la galería.
—Buena idea. Sí, siempre saco fotos. ¿Quiere que busque la carpeta?
—Se lo ruego.
No había que descartar que Mary Trelease o Martha Wyers, o tal vez las dos, aparecieran en una o más fotos. ¿Y si fuera así? Sería otra prueba de la relación entre los personajes clave, aunque nada que revelara a qué juego estaban jugando o cómo encajaban sus respectivas historias. ¿Es posible que Martha y Mary fueran algo más que compañeras en Villiers? ¿Habrían sido también amigas?
Charlie recordó la expresión de Mary cuando dijo: «A mí no». ¿Había matado Aidan a Martha Wyers? «Mata a una mujer y años después afirma haber estrangulado a su amiga. No, demasiado rebuscado. ¿Y por qué colgar a alguien del cuello para matarlo?», se dijo Charlie. Automáticamente, su mente encontró una explicación: «Para que parezca un suicidio».
—¿Es posible que fuera Martha Wyers la mujer que acosaba a Aidan? —preguntó, aunque no esperaba que Jan conociera la respuesta.
—No tengo ni idea. Supongo que sí. ¿Por qué?
Jan sacó una carpeta marrón de un cajón de su escritorio.
—Martha publicó una novela antes de morir, Hielo en el sol. Trata sobre una mujer que se enamora de un hombre al que conoce en una entrevista de trabajo y al que acosa…
—¡Oh, Dios mío! —Jan se quedó con la boca abierta—. Aidan me dijo que conoció a esa mujer en una entrevista de trabajo; me he acordado en cuanto lo ha mencionado. Sí, así fue. Recuerdo que le pregunté si no se habría obsesionado con él porque consiguió el trabajo al que ella aspiraba.
Charlie se dijo que no tenía que albergar demasiadas esperanzas. Había otra conexión, y más preguntas sin respuesta.
—En la novela de Martha, el hombre del que se enamora la protagonista se llama Adam Sands…, las mismas iniciales de Aidan Seed.
Jan estaba ojeando la carpeta.
—Me temo que aquí no hay nada. Mire.
Le pasó a Charlie varias fotografías. Ver a Aidan en aquel contexto era casi un shock, aunque Charlie no sabía decir por qué. En las fotos, llevaba un traje y estaba más delgado que cuando lo había visto. Miraba a la cámara, sonriente, pero era una sonrisa forzada, como si no estuviera seguro de poder aguantar su peso durante mucho tiempo.
—¿Diría que era un hombre feliz?
—Resulta difícil decirlo —contestó Jan—. A veces estaba contento y tenía muchas ganas de hablar; era el alma de la fiesta. Sin embargo, también podía ser reservado, casi taciturno. Me daba la impresión de que, para él, la vida siempre había sido una lucha continua.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Temía que me hiciera esta pregunta. —Jan sonrió sin ganas—. No lo sé. Déjeme que lo piense. —Guardó silencio durante tanto tiempo, que Charlie se preguntó si estaba esperando que le diera permiso para pensar—. Era su forma de hablar —dijo, finalmente—. Expresaba sus opiniones y perseguía sus objetivos de una forma tan… enérgica… Como si pensara que esa fuera la única forma de hacerse escuchar. Yo solía preguntarme cómo debía ser su familia. Sé que sus hermanos son mucho mayores que él. Ninguno de ellos vino al vernissage, lo cual me pareció muy raro; durante el mes que duró la exposición, no la visitó ningún familiar suyo. Es algo insólito.
En las fotos del vernissage de Aidan Seed no había nada digno de mención. Por lo que Charlie pudo ver, sus obras eran de interiores con personas, normalmente más de una. Se quedó mirando más tiempo del necesario un cuadro que representaba a una mujer de mediana edad que estaba en mitad de una escalera y se volvía para mirar a un joven —casi un niño— que miraba hacia otro lado.
—¿Se ha fijado en cómo emplea, de una forma casi agobiante, las técnicas de la pintura tradicional para crear escenas que son totalmente contemporáneas? —preguntó Jan.
El cuadro era meticulosamente realista; podría haber sido una fotografía. A Charlie le impresionó, aunque no lo habría colgado en su casa. La habría inquietado. Era evidente que la pareja que aparecía en él —si es que se trataba de una pareja— había tenido una discusión o estaba en medio de ella. No era un cuadro tranquilizador.
—¿Cómo se titula? —preguntó Charlie.
Puede que el título le diera alguna pista. Si lo hubiese pintado ella lo habría titulado «Esta pareja están hartos el uno del otro porque…», y luego el motivo. ¿Qué sentido tenía un cuadro que narraba una historia si nadie era capaz de descifrarla?
Jan sacó de la carpeta un folleto con la portada satinada.
—Esto es el catálogo —dijo, tendiéndoselo a Charlie.
En la fotografía, el cuadro de las escaleras estaba etiquetado con el número 12; según el catálogo, el número 12 se titulaba Oferta y demanda. Charlie se quedó igual que antes. El cuadro había sido reproducido en el catálogo junto a otro que representaba a un hombre gordo en una bañera, cuyo torso parecía una montaña.
—Todos los títulos son…
El resto de la frase quedó en el aire y las palabras murieron en la boca de Charlie mientras observaba el catálogo. Le temblaban las manos. Iba a decir que todos los títulos de los cuadros de Aidan eran enigmáticos. No revelaban nada sobre lo que aparecía en ellos.
Excepto uno.
El cuadro número 18 se titulaba El asesinato de Mary Trelease.