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Miércoles, 5 de marzo de 2008

—¿Cuándo murió Gemma? —pregunto.

—La policía no me ha contado mucho, pero por las preguntas que me han hecho, debió de ocurrir el lunes por la noche —explica Mary—. Querían saber dónde había estado.

Se acerca a la ventana, la abre y tira la ceniza fuera. Los mugidos de las vacas que llegan desde el campo parecen lamentos.

Hace cuarenta y ocho horas, Gemma estaba viva.

—¿Por qué quería hablar contigo la policía?

Mary se coloca el pelo detrás de las orejas, aunque en seguida vuelve a caerse hacia delante, envolviendo su enjuto rostro como negras nubes de tormenta.

—Cuando Charlie Zailer me dijo que eras la novia de Aidan, no la creí. Me dije: no, es imposible. Cuando First Call me lo confirmó, casi se me paró el corazón. Cuando me calmé, me dirigí al taller de Aidan y esperé fuera, en el coche. Un poco después, apareció Zailer con otro policía al que reconocí…, el subinspector Waterhouse. Había ido a verme el sábado, también para preguntarme por Aidan. Los dos entraron en el taller.

—Yo estaba allí —le digo.

—Se quedaron un rato y luego salieron, aunque Waterhouse no se alejó demasiado. Permaneció dentro de su coche y esperó al final del camino. Unos minutos después, salió Aidan, se metió en su coche y se fue. Waterhouse lo siguió, y yo seguí a Waterhouse. Los tres llegamos a Londres al mismo tiempo, como un convoy, y fuimos hasta Muswell Hill. —Me mira fijamente, esperando mi reacción—. En aquel momento tuve la sensación de saber adónde se dirigía Aidan, aunque no tenía sentido.

—¿Adónde? —pregunto, casi sin aliento.

Todas las veces que Aidan estuvo fuera, cuando me decía que había ido a Manchester, a trabajar para Jeanette Golenya… Siempre mentiras.

—Yo sabía que Stephen Elton y Gemma Crowther habían salido en libertad condicional. El tipo de First Call es muy… concienzudo. Me dio su nueva dirección y detalles sobre sus nuevos trabajos.

—¿Nuevos trabajos?

Mary frunce el ceño.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí.

—Stephen Elton trabaja en un concesionario Ford de Kilburn; creo que es mecánico. Y Gemma Crowther trabaja… trabajaba en un centro de medicina alternativa de Swiss Cottage llamado The Healing Rooms. Mi amigo fue a verla allí; ella le dio un masaje con piedras calientes. —Se refiere al hombre de la gorra roja con borla y el perro. «Alguien a quien conocía; ya lo había contratado antes». Eso fue lo que dijo. Finalmente, asimilo por completo esas palabras—. Cuando me lo contó, estaba más feliz que unas pascuas. El muy caradura me cobró el importe del masaje; me dijo que era parte del trabajo.

—Piedras —repito, con voz inexpresiva.

Mary abre la boca, pero no dice nada. No había pensado en ello.

Gemma Crowther curando a gente.

—Stephen era farmacéutico —digo—. Y ella era maestra de primaria.

—Sí, bueno, es evidente que debieron tener problemas para conseguir trabajos parecidos a los que solían hacer. Aunque supongo que no les resultó tan difícil en un taller mecánico o en uno de esos dudosos centros de medicina alternativa. En algunos sitios son menos exigentes que en otros con los antecedentes de los empleados que contratan.

Mary tira la colilla del cigarrillo por la ventana y se frota la espalda con ambas manos.

—¿Su nueva dirección… estaba en Muswell Hill?

Asiente con la cabeza.

—El 23B de Ruskington Road. Ahí es donde fue Aidan el lunes.

—Pero él no sabía nada de…

—Sí, Ruth. Lo sabía.

Nunca seré capaz de creerlo. ¿Aidan viéndose a mis espaldas con Stephen y Gemma? No.

—Cuando Aidan giró por Ruskington Road, Waterhouse pasó de largo y siguió por la calle principal. Cuando se dio cuenta de su error y dio la vuelta, Aidan ya había aparcado su coche delante del número 23. Justo enfrente, como si el sitio le perteneciera. Waterhouse no me vio… Estaba demasiado concentrado en Aidan, que ya se dirigía hacia la calle principal. No me vio ninguno de los dos.

—¿Por qué? —le espeto—. ¿Por qué aparcó delante de la casa y luego se fue?

—No tengo ni idea —dice Mary, impaciente—. Solo sé que Waterhouse lo siguió.

—Y tú, ¿también fuiste tras ellos?

—No. A pie era muy arriesgado; mi pelo no pasa precisamente desapercibido. Una vez los perdí de vista, me acerqué a echar un vistazo. Junto al timbre del apartamento de Gemma y Stephen estaban sus nombres; bueno, en realidad solo sus apellidos: Crowther y Elton, tal y como se referían a ellos en los periódicos. «Dong. El timbre de Cherub Cottage se llamaba Dong».

El rostro de Mary se contrae en una expresión de disgusto.

—Debajo de los apellidos, en letra muy pequeña y entre comillas, habían escrito: «Woodmansterne». Me aclaro la garganta.

—Vivían en Woodmansterne Lane, en Lincolnshire. ¿Quieres decir que…?

—Si tuviera que hacer una hipótesis, diría que decidieron poner a su apartamento de alquiler el nombre de su antigua calle.

—Sí. Ellos hacían esas cosas. Bueno, ella.

—Llamé al timbre —continúa Mary—. Me pareció alucinante ser capaz de hacerlo. No me preguntes qué habría dicho si alguien me hubiese contestado. No tenía ni idea… Fue un impulso. Sin embargo, no había nadie. —Hurga en el bolsillo para sacar otro cigarrillo—. Junto a la puerta, a la derecha, había una ventana. Miré y vi una foto enmarcada de la feliz pareja, una de las que me describiste en tu carta: él besándola en la mejilla.

La bilis sube hasta mi garganta. Esa foto. «Yo, de pie en el inmaculado salón blanco de Cherub Cottage, mientras Stephen intenta besarme…».

—Sabía que eran ellos. First Call me había mandado recortes de prensa del juicio, fotos… Reconocí sus caras. Comprendo que te impusieras la misión de liberarlo de su cautividad, con aquel aire de niño perdido…

—Aún siguen juntos. Él testificó contra ella, y ella intentó hacerlo responsable de todo… Y aun así siguen juntos, con todas esas fotografías en las paredes.

Como si no hubiera pasado nada.

—Esas fotos de estudio tan horteras no era lo único que habían colgado en las paredes —dice Mary, con voz agriada—. También vi algo más.

—¿A qué te refieres?

Me obligó a escribirle la carta, reviviendo lo que me había ocurrido, cuando en realidad lo sabía todo. Ya lo sabía.

—Esperé en la calle; en el coche. Ya que había viajado hasta Londres, no estaba a dispuesta a rendirme tan fácilmente. Al cabo de un rato, apareció de nuevo Waterhouse.

—¿Te vio?

Mary niega con la cabeza.

—Solo le interesaba el apartamento de Crowther y Elton. Dio una vuelta y luego se metió en el coche, como yo. A eso de las nueve y media, Gemma Crowther y Aidan Seed aparecieron al final de la calle.

Hice un esfuerzo por no estremecerme.

—Aidan abrió el maletero de su coche, sacó algo y lo llevó hasta la casa. No pude ver qué era… No estaba demasiado cerca, y detrás del coche de Aidan había una enorme furgoneta blanca que me tapaba el campo visual. —Mary se enrolla el pelo en torno a su mano—. En el interior del apartamento se encendieron las luces. Gemma corrió las cortinas. Fue entonces cuando Waterhouse se fue.

Su sonrisa muestra el desprecio que siente por alguien que se rinde con tanta facilidad.

—¿Tú no te fuiste?

—No. Había una pequeña rendija en las cortinas, aunque suficiente para ver a través de ella.

Gemma Crowther y Aidan juntos en la misma habitación.

Mary espera a que yo le pregunte. Al ver que no lo hago —que no puedo—, dice:

—Oí unos golpes. Él tenía un martillo en la mano. Le estaba colgando un cuadro. ¿Adivinas cuál?

Me quedo paralizada. No puede ser otro; Mary me lo habría dicho. No me invitaría a adivinarlo.

—Tu cuadro —digo—. Abberton.

—Mi cuadro —dice Mary, con indiferencia—. Sí. En casa de unos extraños. En casa de esos extraños.

—Se lo di a Aidan para demostrarle que no podía haberte matado —dije, tratando de explicárselo—. Él insistía en que lo había hecho, nunca me escuchaba. Abberton tenía tu firma y una fecha: 2007. Me dijo que te había matado hacía varios años.

—¿Cómo sabías que lo había firmado y había puesto la fecha? —me pregunta Mary, volviéndose hacia mí—. En junio del año pasado, cuando lo llevé a la galería de Saul, no estaba firmado ni fechado.

Le cuento, de la forma más coherente posible, lo ocurrido en la feria de arte Access 2.

—¡Dios mío! —murmura Mary, mordiéndose el labio hasta que aparecen unas gotitas de sangre. A continuación, cuando da una bocanada al cigarrillo, la boquilla se tiñe de rojo, como si llevara los labios pintados.

—Después de entregarle el cuadro a Aidan, nunca volví a verlo. No quería decirme lo que había hecho con él. Mary, lo siento…

—Un regalo es un regalo —dice, con voz crispada—. Yo te lo di a ti y él se lo dio a ella.

—¿Qué hiciste? Cuando lo viste, quiero decir.

—¿Qué podía hacer? Me metí en el coche y volví a casa. Cuando me fui, Gemma Crowther seguía con vida y estaba con Aidan Seed. Eso debería decirte todo lo que necesitas saber sobre tu novio.

—¿Por qué fue a verte la policía?

¿Por qué no fueron a verme a mí? Puede que lo intentaran. Ayer no abrí a nadie la puerta del taller; puede que una de las veces que llamaron fuera la policía.

—Una maldita vecina entrometida me vio y se acercó para preguntarme quién era… Debería haberle mentido, pero no fui capaz de pensar con rapidez. Luego se demostró que había tenido la suerte de que me descubriera. Me vio alejarme de allí y oyó los disparos después de que yo me hubiera ido. Waterhouse también se había marchado… La única persona que se quedó con Gemma fue Aidan. Incluso la policía debería ser capaz de deducir qué ocurrió.

Siento que algo pesado y enorme se está hinchando dentro de mí. ¿Por qué me siento como si hubiese traicionado la confianza de Mary? Es absurdo. No le debo lealtad alguna. Aidan es la persona a la que quiero y de la que debo fiarme. Él, a diferencia de ella, nunca me ha hecho daño intencionadamente.

De pronto, lo veo claro: la he perdonado. Y si puedo perdonar a Mary, también puedo perdonar a Aidan, sea lo que sea lo que haya hecho. ¿Y después? ¿Cuándo voy a parar?

—¿Ruth? ¿Qué ocurre?

—Soy yo —le digo.

—¿Qué quieres decir?

—Todo este tiempo he tenido este… este miedo. Temía no ser capaz de perdonar a Aidan en cuanto descubriera la verdad…, o, mejor dicho, eso era lo que pensaba, pero estaba en un error. Es justo lo contrario: tengo miedo de perdonarlo con demasiada facilidad y hacer lo mismo con los demás. Aidan, tú…, incluso Stephen y Gemma. Cuando eres capaz de hacerte una idea del dolor y el terror que ha experimentado otra persona…

La voz se me quiebra. No puedo hablar.

—¿Cómo puedes dejar de perdonarlos? ¿Es eso lo que ibas a decir?

Me doy cuenta de que estoy llorando. Pero poco importa.

—Mis padres solían decir: «Somos cristianos, Ruth. Y los cristianos siempre perdonan», ¡pero yo no quiero perdonar a nadie!

—¿Por qué no? —pregunta Mary, con gravedad.

—Porque entonces solo sería yo quien… quien…

—Crees que a ti no se te puede perdonar. Y no quieres ser la única.

Su capacidad de comprensión me golpea como si fuera un pequeño milagro.

—Intenté lavarle el cerebro a Stephen para ponerlo en contra de Gemma. Hice todo lo que estaba en mi mano para separarlos, pensando siempre que yo era un dechado de virtud porque me negaba a acostarme con él. —Me seco los ojos con las palmas de las manos—. No era capaz de comprender que… el sexo es solo sexo. Y si no es eso, es amor. En cualquier caso, no es nada tóxico, como tratar de controlar la mente de otra persona. Empleé con Stephen las mismas tácticas que mis padres habían empleado conmigo. Sé que no hay nada que justifique lo que él y Gemma me hicieron…, pero eso no significa que no fuera culpa mía o que no me lo mereciera.

—Si empiezas a perdonar a todo el mundo, puede que al final acabes perdonando también a tus padres —dice Mary—. ¿Adónde te llevaría eso? Ellos no te han perdonado, ¿verdad? No lo han hecho, a pesar de su eslogan de que los cristianos siempre perdonan. Les mandaste una dirección postal y nunca la han utilizado. Qué poco tardaron en abandonarte… Y esa es la gente que ha consagrado su vida a predicar el perdón.

—No solo a predicarlo, sino también a practicarlo. Después de lo que me ocurrió, cuando fueron a verme al hospital, me dijeron que habían perdonado a Stephen y a Gemma, y que yo también debería perdonarlos. En toda su vida, yo soy la única persona a la que no han perdonado.

—Y eso te convierte en la única persona del mundo que no merece el perdón, ¿verdad? La peor persona del mundo.

—Sí.

Ahora que Mary lo ha dicho, me siento como desinflada. Como si eso que iba hinchándose dentro de mí hubiese reventado. ¿Era esto lo que tanto temía? ¿Esta sensación? Me siento aliviada ahora que el miedo se ha ido y no queda nada salvo un gris y deprimente agotamiento. Se me cierran los ojos.

Mary me da una palmadita en el hombro.

—Te equivocas —dice—. Si quieres un argumento válido, ¿qué me dices de esto? Eres la única persona que les atacó a nivel personal. Les gritaste a la cara cosas que les resultaba muy doloroso oír; seguramente no lo había hecho nadie antes que tú. Es fácil perdonar una agresión cuando no eres la víctima. «¿Stephen y Gemma? Ningún problema: lo único que han hecho ha sido estar a punto de matar a nuestra hija. ¿Alguien nos grita y nos dice que estamos equivocados? Imperdonable». ¿Entiendes lo que intento decirte?

Creo que sí. Si puedo llegar a perdonar a Stephen y a Gemma, seré mejor que mis padres, más cristiana que ellos, aunque no lo sea y no crea en Dios. Aidan, Mary, Stephen, Gemma Crowther, mamá, papá, yo. Tal vez sea capaz de perdonarlos a todos.

—Lo cierto es —prosigue Mary— que tus padres son dos grandes montañas de mierda. Que les jodan.

Trato de esbozar una tímida sonrisa.

—Háblame de Aidan y Martha —digo.

Al instante, el brillo de los ojos de Mary se desvanece, como si les faltara su fuente de energía.

—Con una condición —dice—. Esta es mi historia, por lo que voy a ser juez, jurado y el verdugo. Si tratas de exonerar a alguien, hazlo en silencio. Yo no soy tan inteligente como tú.

Asiento con la cabeza. Mary es más libre que yo. No le preocupa que la balanza de las culpas esté equilibrada. Ella coge su desdicha y hace con ella lo que le parece. ¿Podré ser también yo como ella a partir de ahora, o siempre me sentiré como una especie de árbitro moral que vigila todos mis movimientos, invisible e infalible?

Mary enciende un cigarrillo.

—Martha y Aidan se conocieron en una entrevista para conseguir un puesto de estudiante privilegiado en un curso de artes creativas en el Trinity College de Cambridge. Se lo dieron a Aidan. Ella se lo tomó bastante bien y acabó hartando a todo el mundo al repetir una y otra vez que no había conseguido el puesto porque ya era lo bastante privilegiada. —Mary sonríe—. En una ocasión, una profesora nos preguntó cuántos aparatos de televisión teníamos en casa; era una mujer algo retrógrada, de esas que piensan que tienes que cultivar tus propias hortalizas. Martha era la que más tenía: siete. La profesora le preguntó en qué habitaciones tenían tele, y ella dijo que en seis: en uno de los salones, la cocina, su habitación, el dormitorio de sus padres, su estudio y en la casa de verano. La profesora esperó a que Martha citara la séptima, pero ella debió pensar en cómo sonaría, y se calló. La profesora insistió y Martha se puso roja como un tomate cuando tuvo que admitir que la séptima tele estaba en el jet.

—¿Un jet privado?

—En aquella época, era la única alumna de Villiers cuyos padres tenían uno. Había muchas familias que tenían helicópteros, pero ¿un avión privado? Ahora es probable que todas lo tengan. En cualquier caso, el entorno privilegiado de Martha no tuvo nada que ver con que no le dieran el puesto en el Trinity. Aidan era muy bueno como pintor, mucho mejor de lo que Martha era como escritora, y ella lo sabía.

Tengo la sensación de que las paredes de la habitación van a caer sobre mí.

—¿Aidan era pintor?

—¿No te lo ha contado?

—No.

—¿Nunca le has visto pintando? ¿No has visto ninguna de sus obras?

—Él no… No pinta. —Estoy escuchando la historia de un desconocido, tratando de encontrar coincidencias con la de alguien a quien creía conocer—. Si pintara, lo sabría. Él… —No debería decírselo, pero lo hago. No hay ninguna razón para no hacerlo—. Cuando lo conocí, vivía en una habitación, en la parte trasera del taller. Había marcos vacíos colgados en todas las paredes, marcos que él había hecho… Aún siguen allí, pero no contienen nada.

—De modo que lo dejó —dice Mary quedamente, moviéndose hacia delante y hacia atrás—. Bien.

—¿Por qué haría algo así? ¿Por qué enmarcar la nada?

¿Por qué no me ha contado que conocía a Gemma y a Stephen? ¿Y cómo lo hizo para saberlo?

—¿Cuántos marcos vacíos hay?

—Yo… No lo sé. Nunca los he contado.

—¿Más de diez?

—Sí.

—¿Un centenar?

—No, no tantos. No lo sé… Puede que quince o veinte.

—Yo sé cuántos hay. Cuéntalos cuando tengas ocasión de hacerlo… y verás que tengo razón.

Todos, salvo yo, saben cosas que es imposible que sepan. Ni siquiera sé cosas que podría haber descubierto fácilmente. Cosas que debería saber. La familia de Aidan, ¿era pobre? ¿Pertenecía a una clase no privilegiada, como diría Mary? Trato de recopilar mentalmente todo lo que él me ha contado sobre su infancia: le encantaban los animales; le habría gustado tener un gato, pero no se lo permitieron. Nunca tuvo una habitación para él solo, y lo que más deseaba era eso: intimidad. Su hermano y su hermana eran mucho mayores que él, tan distantes como dos desconocidos.

—Son dieciocho —dice Mary—. Dieciocho marcos vacíos.