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Miércoles, 5 de marzo de 2008

Cuando me despierto, tengo la mente despejada. Recuerdo inmediatamente dónde estoy. Todos los detalles de esta habitación me resultan familiares, aunque fue anoche cuando los vi por primera vez: colcha y fundas de almohada azules y blancas, una moqueta beige de tela tan basta que recuerda a una alfombrilla de baño. Una diminuta mesita de noche cuadrada a ambos lados de la cama, un tocador de madera con un espejo dividido en tres partes en un rincón y una cómoda en el otro. Las cortinas son de color amarillo, con lazos rojos y dorados con una borla en las puntas. De la planta baja me llega un ruido de platos y el sonido de una radio.

Estoy en Garstead Cottage, en los terrenos de Villiers, en la casita alquilada por los padres de Martha Wyers y que dejan que Mary utilice para pintar. «Allí estaremos seguras…». Eso fue lo que ella dijo. He salido de mi vida para entrar en la suya.

Quito la colcha. Llevo el pijama que Mary me dio anoche sin decir nada; estaba demasiado agotada para hablar: es rosa, con la palabra Minxxx estampada en la parte delantera. Fuera se oyen ruidos de animales; me acerco a la ventana. Descorro las cortinas y contemplo el paisaje a la luz del día: campos llenos de vacas, un muro que separa el terreno de la casa, de la escuela. En lo alto de un empinado camino se alza el enorme edificio de piedra que constituye la parte central de la escuela, coronado por una torre cuadrada. Es el edificio que pintó Mary en uno de los cuadros que vi en su casa.

Garstead Cottage se encuentra en una zona más baja, a pocos metros de distancia de la puerta principal de Villiers. Su situación le da un aire de lugar secreto y escondido. Anoche, Mary me dijo que no era necesario correr las cortinas:

—Nadie mira nunca adentro. Es como estar en medio de la nada.

La puerta se abre y ella entra en la habitación.

—El desayuno, con retraso —dice—. En realidad, es casi la comida.

Viste una camiseta gris y unos pantalones de pijama azules y lleva un libro muy grande de tapas duras de color azul. Lo sostiene horizontalmente, con ambas manos; encima hay una tetera de la que cuelga una etiqueta verde, una taza y un sándwich que sobresale de un platito demasiado pequeño.

—Supongo que no todos los días te sirven un té a la menta y un sándwich en una bandeja. Bueno, en un libro —se corrige.

En el bolsillo de sus pantalones de pijama puedo ver el perfil de su paquete de tabaco.

Algo ha cambiado. Mary ya no me da miedo.

Empiezo a recordar parte de lo que ocurrió anoche: la insistencia de Mary en que no podía explicármelo, sino que tenía que verlo yo con mis propios ojos. Mientras conducía, no quiso hablar, y estuvimos escuchando la radio durante un rato. Luego puso un CD y empezaron a sonar los acordes de «Survivor».

—Martha estaba escuchando esta canción cuando se ahorcó —dijo, sin inflexión en la voz—. Una elección curiosa, ¿no te parece? Si vas a suicidarte, ¿qué sentido tiene escuchar una canción que habla de superar los problemas, de cómo ser más sabio, inteligente y fuerte?

—Quizá…

Eso fue todo lo que pude decir. No me sentía cómoda haciendo conjeturas.

—¿Crees que fue una cuestión de sarcasmo? Yo no lo creo. En mi opinión, fue por arrogancia.

Le pregunté qué quería decir, pero ella solo frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Esta noche no —dijo—. No si quieres que conduzca hasta allí sin percances.

Luego sacó el móvil de la guantera y me dijo que tenía que llamar a Villiers. Preguntó por una mujer llamada Claire. La escuché mientras le decía que se pusiera en contacto con la policía local para que pudiéramos encontrarnos todos dentro de dos horas en Garstead Cottage.

—¿Por qué la policía? —pregunté.

—Es mi rutina —repuso Mary, poniendo el volumen de la música tan alto que no pude decir nada más.

Cuando cruzamos las altas puertas de hierro forjado de la escuela, el coche de la policía estaba delante de nosotras. Claire Draisey, que resultó ser la directora del internado de Villiers, nos estaba esperando junto a la puerta de Garstead Cottage, protegiéndose de la llovizna bajo un cobertizo con techo de madera adosado a la casa. En su interior había dos bicicletas, una regadera y un enorme cartón recortado en forma de vaca; el animal llevaba un pendiente amarillo. No pensé en lo raro que era hasta más tarde; cuando lo vi, me pareció uno de los detalles menos extraños de toda la situación.

Claire Draisey tenía unos ademanes rápidos, enérgicos, impacientes.

—Esta es la última vez, Mary —dijo.

Vestía una bata roja y zapatillas de andar por casa; parecía exhausta. Le dije a Mary que en la escuela todo el mundo estaría durmiendo, pero ella hizo caso omiso de mi preocupación.

—Se despiertan a todas horas —me dijo—. Es un internado… Son gajes del oficio. El personal demasiado blando, la gente que necesita descansar, no vive aquí. A cambio de un sueño reparador, están mal vistos y nunca consiguen un ascenso.

Lo más extraño fue lo que Claire Draisey no dijo: no le preguntó a Mary por qué o por quién estaba tan preocupada ni por qué quería que la policía registrara la casa. El agente que se presentó tampoco hizo preguntas. Entre él y Draisey se percibía cierta confianza, como si ya hubieran hecho lo mismo en muchas ocasiones. Él se aseguró de que todas las puertas y ventanas estuvieran cerradas y entró con Mary en la casa para comprobar que no había ningún intruso. Mary le preguntó si podía esperar fuera, en el coche, hasta que amaneciera, pero Claire Draisey dijo:

—No seas tonta, Mary. Es obvio que no puede quedarse.

—Esta vez ha habido una verdadera amenaza —le dijo Mary—. Y no estoy preocupada únicamente por mí —añadió, señalándome con un gesto.

Eso me inquietó. Del mismo modo que ahora me inquieta el desayuno servido en la bandeja. No quiero que Mary me caiga bien, no después de lo que me hizo en la galería de Saul. Si es capaz de atacarme y aun así ser una buena persona, ¿en qué posición me deja eso a mí?

«¿En qué posición deja a Stephen Elton y a Gemma Crowther?».

—No puedo pronunciar sus nombres —le digo, mientras me tiende el sándwich—. La pareja que vivía en Cherub Cottage. Los he llamado «él» y «ella» durante años. En la carta que te mandé no fui capaz de escribir sus nombres. Pero ahora que ya conoces la historia, puedo pronunciarlos. Él se llamaba Stephen Elton y ella, Gemma Crowther.

—¿Se llamaba?

—Se llama.

Mary asiente con la cabeza.

—Lo sé.

—¿Cómo?

El aire que me rodea se vuelve pesado. Me siento mareada, como si me faltara oxígeno.

—Hay muchas cosas que debo contarte.

—No puedes saber sus nombres. Es imposible.

—Será mejor que te sientes —dice, inclinándose para recoger algo. El sándwich. No me había dado cuenta de que se me había caído. Me quedo de pie.

—Después de aquel día en la galería de Saul Hansard, cuando querías obligarme a venderte mi cuadro, estaba asustada. Tu interés me pareció excesivo y no me fiaba de ti. Pensé que tú… —Se interrumpe, chasqueando la lengua ante su incapacidad de decir lo que debe decirme—. Estaba convencida de que querías hacerme daño. Yo… Tenía que descubrir quién eras, quién te había mandado. Por lo que yo sabía, solo podía tratarse de una persona.

—¿Aidan? —aventuro.

—Aidan.

—Pero…

—No lo puedes entender, al menos de momento. No hasta que te enseñe lo que me hizo. —Mary se sienta en la cama y saca el paquete de cigarrillos y el encendedor de su bolsillo—. Le dije a Saul que quería escribirte para pedirte disculpas. No quiso darme tu dirección, pero me dijo cómo te llamabas y que podía escribirte a la galería. Sentía lo ocurrido, o, mejor dicho, estaba preparada para sentirlo, si resultaba que…

—¿Qué?

—Tenía que saber por qué querías aquel cuadro a toda costa. Tu insistencia no era normal, era como si tuvieras que conseguir ese cuadro como fuera. ¿Has oído hablar de First Call?

—No.

Mary enciende un cigarrillo y da una bocanada.

—Es una agencia de detectives privados de Rawndesley. Allí trabaja alguien a quien conozco. Le pagué para que averiguara quién eras: tu pasado…, quería saber todo lo que pudiera descubrir sobre ti.

—El hombre de la gorra roja con una borla y el perro.

—¿Lo viste?

—Se paseaba continuamente por delante de mi casa y miraba por la ventana.

—¿Sospechaste de él? ¿Incluso con la gorra y el perro? —A su rostro asoma un amago de sonrisa—. Tengo que decirle que se equivoca cuando piensa que ese aspecto le hace parecer inofensivo. Es un poco teatral, pero hizo su trabajo y me proporcionó la información que yo quería. Gracias a él, me enteré de que habías recibido una educación religiosa y que habías ganado premios como diseñadora de jardines. —Hace una pausa, como si no quisiera mencionar lo que era obvio—. Y de lo que te ocurrió en abril de 2000, Gemma Crowther y Stephen Elton, el juicio.

Tengo la sensación de que un ejército de minúsculos insectos caminan por cada centímetro de mi piel. «Un desconocido que me vigila por cuenta de Mary…».

—Ya lo había contratado antes, con buenos resultados. Sabía que sería capaz de desenterrar cualquier información de interés. Normalmente, First Call trabaja para compañías de seguros y bancos, en casos de fraude, pero tienen a un par de detectives especializados en lo que ellos llaman «asuntos que requieren la máxima discreción». Ese hombre es uno de ellos.

Mary se encoge de hombros.

—¿Qué puedo decir? Lo siento. Te estuvo siguiendo durante algunas semanas, durante las cuales, según me dijo, apenas salías de casa. Me sentí muy mal. Nunca fue mi intención que perdieras tu trabajo ni convertirte en una reclusa. No podía saber lo que te había ocurrido en Lincoln. —Mary se muerde el labio—. Estoy segura de que mi vehemente discurso de autojustificación es lo último que deseas oír. En cualquier caso… Le seguí pagando para que me confirmara que no tenías ninguna relación, pasada o presente, con Aidan Seed, y luego le dije que lo dejara.

—Lo vi el domingo. Y el lunes —le digo.

Su expresión se endurece.

—Cuando el viernes se presentó un policía preguntando por Aidan, me entró el pánico. Pensaba que las cosas se habían calmado, pero era evidente que no. Tenía que saber qué había cambiado. Y entonces, el lunes por la mañana apareció Charlie Zailer y me dijo que tú eras la novia de Aidan. Un cuarto de hora después de que ella se fuera, me llamaron de First Call para informarme de lo mismo.

—En junio aún no había conocido a Aidan —digo, consciente de que no soy la que debe disculparse—. Lo conocí más tarde, en agosto. Buscaba un empleo, y Saul me llamó. Aidan necesitaba a alguien que le echara una mano.

—Es el colmo de la ironía —dice Mary—. Lo conociste por culpa mía. Otra cosa más que me hace sentir mal.

Quisiera decirle que conocer a Aidan ha sido lo mejor que me ha pasado, pero no puedo hacerlo con convicción sin saber qué ha hecho él. No incondicionalmente.

—¿Sabías que Aidan trabajaba para Saul antes de abrir su taller? —me pregunta Mary.

Niego con la cabeza.

—Por eso pensaba también que él te estaba manipulando…, por el vínculo con Saul. Me parecía demasiada coincidencia. —Veo una expresión de angustia en sus ojos—. Pensaba que querías el cuadro para dárselo a él.

Aparto la mirada. No tengo valor para decir que eso fue exactamente lo que pasó, solo que más adelante. No en junio del año pasado, sino después de Navidad, cuando fui a Megson Crescent con esa intención: conseguir Abberton porque Aidan lo quería. Porque lo necesitaba.

Mary da una larga bocanada al cigarrillo.

—Cuando le conté a Saul que fue tu excesiva insistencia lo que me desconcertó, él me dijo que siempre te comportabas así cuando te enamorabas de un cuadro. Así fue como conociste a Saul, ¿no? Él me contó la historia: querías un cuadro que estaba expuesto en el escaparate y le dijiste que pagarías lo que fuera por él, por muy caro que fuera. Entonces comprendí que no querías manipularme…, que realmente te habías enamorado de Abberton.

—Ayer, en tu casa, encontré otro cuadro. No estaba terminado, pero se parecía un poco a Abberton. En la parte de atrás había otro nombre: Blandford.

—¿Y?

Mary deja caer la ceniza en la moqueta y la limpia con el pie descalzo.

—¿Es…? ¿Los dos cuadros son parte de una serie?

—¿Por qué quieres saberlo? Sí, son parte de una serie —dice, sin pensarlo dos veces—. ¿Por qué?

—¿Una serie de cuántos?

Mary levanta el mentón: un gesto defensivo, para mantenerme a raya.

—Aún no lo sé. Veré cuántos soy capaz de pintar antes de que se me acabe la inspiración.

No tengo elección; no si quiero descubrir la verdad.

—Nueve —digo—. Abberton, Blandford, Darville, Elstow, Goundry, Heathcote, Margerison, Rodwell, Winduss.

Mary lanza un grito, como si le hubiese clavado una aguja en el corazón. Su cuerpo se encoge.

—¿Qué pasa, Mary? ¿Por qué te asustan tanto esos nombres?

—Él te lo ha contado, ¿verdad?

—¿Contarme qué? ¿Quiénes son esas personas?

Sus ojos se vuelven vidriosos.

—No sé quiénes eran —dice, en un susurro—. Nunca nos lo dijeron. Qué curioso, ¿verdad?

—¿Eran? —La palabra cruza mi cerebro muy lentamente—. ¿Están muertas?

Mary hace un esfuerzo por calmarse.

—Gemma Crowther está muerta —dice.

—¿Qué?

—¿Sabías que había salido de la cárcel?

«No quería saber nada. Les pedí que no me informaran. Lo escribí en la carta…».

—¿Ruth?

—No. No.

«En algunos países te lapidan hasta morir por follarte al hombre de otra mujer».

Muerta. ¿Mary ha dicho que Gemma Crowther está muerta?

—No quería decírtelo así. —Las palabras salen de su boca con brusquedad—. Ayer, cuando te presentaste en casa, estabas tan alterada que no podía decírtelo. No parabas de despotricar, diciendo que Aidan estaba escondido allí. No me habrías escuchado. Me pasé buena parte del día hablando con un policía de Londres. Gemma Crowther ha sido asesinada, de un disparo. Bueno, en realidad, de dos: uno en la cabeza y otro en el corazón.

Gemma Crowther asesinada. Sí, tiene sentido. Es fácil que la gente que se comporta como ella lo hizo acabe asesinada. En la cabeza y en el corazón.

Aún estoy intentando asimilar lo que acabo de oír cuando Mary añade:

—Si aún estás convencida de querer descubrir la verdad, pregúntame quién la ha matado.