4 de marzo de 2008

Querida Mary:

Esto es algo que nunca pensé que haría. Al igual que tú, estuve viendo a una terapeuta durante un tiempo y, al igual que tú, también descubrí que no me sería de gran ayuda. A diferencia de la tuya, mi terapeuta me recomendó que escribiera cartas, pero supongo que más o menos es lo mismo. Querías mi historia, y aquí la tienes.

En mi antigua vida, era diseñadora de jardines; antes de mudarme a Spilling, no tenía ninguna relación con el mundo del arte ni con los artistas. Tenía un negocio muy próspero y gané varios premios por mi trabajo. En 1999 obtuve el más importante de los premios BALI —otorgado por la Asociación Británica de Empresas Paisajísticas— por tercer año consecutivo. La revista Good Housekeeping publicó un artículo de seis páginas sobre mí con fotografías de los jardines que habían sido galardonados y entrevistas con la gente para quien los había diseñado. A consecuencia de esa publicidad, recibí muchísimos encargos. Hubo una repentina afluencia de nuevos clientes y tenía una lista de espera de tres años. Algunos tenían prisa y decidieron acudir a otros profesionales, pero otros se resignaron a esperar su turno. Sin embargo, apareció una mujer que no entraba en ninguna de esas dos categorías.

Me llamó y me dejó un mensaje; decía que tenía que hablar urgentemente conmigo. Cuando le devolví la llamada, me contó que estaba enferma y me preguntó si había alguna posibilidad de que pudiera atenderla pronto. No concretó qué le ocurría; solo dijo que no sabía cuánto tiempo le quedaba para poder disfrutar de su jardín y que, tal como estaban las cosas, «había muy poco de lo que disfrutar». Pensé en decirle que ya había contraído compromisos con otras personas y que no quería dejarlas plantadas, pero al final decidí que, al ser un caso tan inusual, era mejor ser flexible. Ninguno de mis clientes o futuros clientes padecía una enfermedad terminal.

Era maestra de una escuela primaria y tendría treinta y pocos años, casada y sin hijos. Vivía en un pueblo, cerca de los límites entre Leicestershire y Lincolnshire, en Woodmansterne Lane, un camino estrecho flanqueado de casas de campo de piedra, modernas pero con una pátina de antiguas, ocultas tras unos setos compactos como paredes de cemento y rodeadas de árboles de gruesos troncos que parecían montar guardia a ambos lados. Cuando me dijo el nombre del camino, me pareció insólito y hasta un poco siniestro. La impresión que me causó fue demasiado vaga para definirla como una premonición: lo único que puedo decir es que fue una sensación que no solía tener cuando apuntaba la dirección de un cliente.

Vivir en Woodmansterne Lane era ideal para quien quería intimidad, me dijo ella la primera vez que fui a su casa. Estaba obsesionada con la intimidad; no hacía más que mencionarla siempre que nos reuníamos. En la fachada, sobre la puerta principal, había una placa ovalada en la que habían pintado el nombre de la casa: «Cherub Cottage». El nombre había sido idea suya. En nuestra primera reunión, ella llevaba un elegante traje gris —de esos que ninguna maestra se pondría para ir a trabajar—, medias de nailon negras y unas enormes pantuflas con forma de cabeza de perro que le daban un aspecto ridículo. Me acuerdo perfectamente de esas cabezas de perro; es como si las tuviera delante. Ambas tenían una lengua de trapo roja que colgaba de la boca en diagonal.

En mi primera visita a Cherub Cottage también conocí a su pareja. Era farmacéutico y apenas dijo nada; sin embargo, cuando ella hablaba —cosa que hacía sin cesar—, me di cuenta de que él trataba de interpretar mis reacciones. Era más guapo y más joven que ella, y también vestía mucho mejor. Cuando lo conocí, tenía veintiséis años. No parecía un tipo excéntrico, aunque soportaba las rarezas de su mujer sin lamentarse. Y, a medida que iba conociéndola, me di cuenta de lo mucho que tenía que aguantar: no quería que entrara en la casa ningún producto de alimentación que no viniera de Marks & Spencer; todos los años, lo obligaba a redecorar la casa de cabo a rabo, y, cada tres, a cambiar las cortinas y la moqueta. Por Navidad, mandaba una tarjeta idéntica a todos sus conocidos, una especie de circular llena de autobombo y signos de exclamación. Cuando leí la que me mandó, pensé que se trataba de una broma. En la casa había algunos electrodomésticos que tenían nombre; así, el microondas se llamaba «Ding», y el timbre de la puerta «Dong».

Durante la primera reunión que mantuvimos los tres, traté de no excluir a su pareja para entender cómo quería que fuera el jardín de Cherub Cottage; sin embargo, cada vez que conseguía sonsacarle una opinión, ella decía «No» y lo corregía. Por lo que pude entender a partir de los numerosos vetos que ponía ella, deduje que a él le gustaban las cosas tal como estaban. Tanto en la parte delantera como en la trasera de la vivienda, los jardines que heredaron de los anteriores propietarios de la casa —o del número 8, como era conocida en esa época— no podían ser más tradicionales: enormes parterres de césped, enteramente rodeados de lechos de flores. Él comentó que no le disgustaría que yo tapara los agujeros que había entre los lechos; pensaba que debían estar más «llenos» —fue el único adjetivo que se le ocurrió para explicar lo que quería—, pero cuando empecé a diseñar un proyecto que incluía un montón de plantas exuberantes, él asintió, entusiasmado. «Una casa de campo debería tener un jardín natural», dijo, antes de que ella soltara una de sus negativas.

«No quiero un jardín desordenado —objetó ella—. Quiero que las flores tengan colores combinados y que no crezcan de forma caótica, sino que estén dispuestas en hileras. ¿Podría diseñar una composición a base de rosa y violeta? ¿Rosas de color rosa y pizarra de color violeta en los lechos en vez de polvo? Lo he visto en una revista». Ella siempre decía «polvo» cuando quería decir «tierra».

Estaba acostumbrada a trabajar con clientes que valoraban mi opinión y que se dejaban orientar, y me habría sentido como una ladrona si aceptaba su dinero a cambio de diseñar un jardín más feo que el que tenía. Con el mayor tacto posible, le dije que no creía que la pizarra de color violeta fuera una buena idea. «Eso es más adecuado para casas de estilo más moderno. Ya sé que su casa no es vieja, pero su diseño es el de una casa de campo. No creo que debamos apartarnos mucho de algo tradicional…».

«¡No se trata de lo que usted quiera, sino de lo que quiero yo! —exclamó, poniéndome en mi sitio—. Voy a pagar el jardín con la herencia de mi tía Eileen, y lo que cuenta es mi opinión». Aun sabiendo que estaba enferma, tuve que hacer un esfuerzo por ser comprensiva. Le sugerí que tal vez debería contactar con otro diseñador de jardines; yo me sentía orgullosa de mi trabajo, y me daba cuenta de que iba a avergonzarme del jardín que ella quería obligarme a crear. No recibiría ningún premio BALI por el nuevo jardín de Cherub Cottage, eso estaba claro, no si hacía lo que ella me pedía: algo pretencioso que no se correspondía con el entorno.

«La escogí a usted porque había ganado ese premio —dijo. Luego, con intención, añadió—: No me queda tiempo para elegir a otro diseñador. No quiero ir de un lado a otro como una pelota».

Capté la expresión de su pareja y vi un amago de guiño que daba a entender que era capaz de sobrellevar la situación.

«¿Qué me dice de las virutas de corteza? —propuso él, mirándome fijamente—. En la tele oí decir a alguien que eran una buena alternativa a la pizarra para los lechos. El resultado es igual de pulcro, aunque menos llamativo». Creo que esa fue la frase más larga que le oí pronunciar.

Asentí con la cabeza. «La corteza podría estar bien», dije, aunque para los lechos de flores seguía prefiriendo la tierra. Sin embargo, le dije que sí porque ella nunca lo hacía. Quería compensarlo.

«Pizarra violeta —dijo ella, sin inflexión en la voz, como si ni él ni yo hubiéramos opinado—. Y uno de esos bordes de plástico alrededor del césped, porque así no tendremos que cortarlo a todas horas. Y en la parte de atrás quiero caminitos de grava entrecruzados… Tengo una foto que recorté de una revista; ya se la enseñaré… Con una fuente o algo en el centro; tal vez una estatua, algo de estilo oriental para darle un toque multiétnico».

La foto en cuestión resultó ser del jardín del príncipe de Gales en Highgrove, que era lo bastante grande para que los «caminitos de grava entrecruzados» no resultaran ridículos. Si le daba lo que ella me pedía, el jardín de atrás quedaría reducido a cuatro minúsculos cuadrados de césped. El resultado sería absurdo.

Estaba a punto de decírselo cuando vi que él negaba con la cabeza, como si quisiera advertirme que sería inútil. Debería haber renunciado entonces y no volver nunca más, y no solo por lo que ocurrió después. Estaba claro que, como clienta, ella sería una auténtica pesadilla. Sin embargo, me recordé a mí misma que estaba enferma y que yo no estaba allí por ella, sino también por él. Tenía la sensación de que me quería cerca. A día de hoy no sabría decir si eso era lo que él quería o no, si en realidad yo le resultaba indiferente o fui yo la que, irracionalmente, me empeñé en creer lo contrario, pero en aquel momento pensé que él me suplicaba en silencio que no lo dejara solo para enfrentarse a ella y a sus ridículos y frustrados deseos.

Supongo que me sentía unida a él porque yo sabía lo que era no poder expresarte libremente en tu propia casa y me recordaba cómo me sentía cuando aún vivía con mis padres. Mi padre y mi madre son cristianos evangélicos, unos obsesos del control, dos expertos en chantaje emocional; me pasé toda mi infancia y mi adolescencia fingiendo ser quien ellos querían que fuera, reprimiendo mi verdadera personalidad porque durante toda mi vida había tenido, suspendida sobre mi cabeza, una espada de Damocles que nunca fue verbalizada aunque era totalmente real: rebelarse ante cualquier cosa, por pequeña que fuera, significaba causar a toda la familia un daño irreparable.

Sin duda alguna, aquel día, en Cherub Cottage, él y yo nos unimos en una conspiración: nosotros contra ella. Sí, le daríamos lo que quería, aunque ambos sabíamos que el resultado sería horrible, que nosotros estábamos en lo cierto mientras que ella era una estúpida. No solo éramos conscientes de ello, sino que disfrutábamos sabiéndolo. A pesar de lo que ocurrió después, sé que no fueron imaginaciones mías: él era tan consciente como yo de nuestro secreto y de nuestra superioridad.

Acepté el encargo de rediseñar su jardín y les entregué uno de mis cuestionarios para que lo rellenaran. Se lo entregaba a todos mis clientes, por mucho que pareciera una formalidad, ya que la mayoría de ellos me habían descrito exactamente lo que querían. Con el tiempo había descubierto que el hecho de tener que responder a una serie de preguntas ayudaba a la gente a tener una idea más clara de lo que deseaba, y, además, a mí me facilitaba mucho las cosas.

Ella le pasó el cuestionario a él sin echarle siquiera un vistazo. Concerté una nueva reunión para unos días después y les dije que aprovecharía para tomar medidas. Cuando faltaba poco para el día de la reunión, me di cuenta de que tenía ganas de volver a verlo. Cuando llegué a la casa, ella no estaba. Él estaba solo; parecía sentirse culpable y más cohibido que la última vez que lo había visto. Era como si tuviera miedo de hablar en su ausencia, sin que ella lo controlara todo. Cuando le pregunté dónde estaba, él se encogió de hombros. «Pero puede tomar las medidas», me dijo. No me devolvió el cuestionario, sino unas cuantas hojas arrugadas que no me decían nada, llenas de una caligrafía inclinada hacia la izquierda.

Me sorprendí al ver que él había transcrito todas mis preguntas y había escrito las respuestas a mano. «¿Por qué no ha contestado en el formulario que les di?», le pregunté. Él se encogió de hombros. Sus respuestas —porque estaba claro que no las había escrito ella, sino él— eran cortas. Debajo de la pregunta «¿Quién va a utilizar su jardín?», había escrito: «Nosotros». A la pregunta «¿Para qué van a utilizarlo?», había respondido: «Para sentarnos». Estuve a punto de echarme a reír cuando vi que había respondido con una sola palabra a la pregunta más larga: «¿Quieren remodelar su jardín de una vez o prefieren hacerlo de forma gradual, año tras año? ¿Quieren un jardín “instantáneo” o están dispuestos a esperar para verlo crecer?». Bajo mi pregunta, escrita mano, solo había una palabra: «Rápido».

Tomé medidas, tal como les había anunciado, y cuando entré de nuevo en la casa, me estaba esperando con una copa de vino tinto. Él también se sirvió otra. No me atreví a decirle que tenía que conducir y me pareció raro que hubiese decidido, sin preguntármelo antes, que me apetecería tomar una copa de vino.

Me hizo pasar al salón, que hasta entonces no había visto. Era horrible y artificial, con aspecto de «tenemos todo lo mejor de». La moqueta era de color mostaza y las paredes de un blanco brillante, al igual que los tres sofás de piel, que formaban un cuadrado frente a un televisor de dimensiones obscenas que parecía devorar todo el espacio y la energía del salón. Junto a uno de los sofás había una mesita de té en forma de cubo, recubierta de espejos; junto a otro, perfectamente colocadas, estaban las pantuflas con cabeza de perro y sus lenguas rojas que le había visto llevar a ella. En las paredes había tres fotografías casi tan grandes como el televisor; eran lo único que decoraba el salón. «No son mías», me dijo, al ver que las estaba observando. Traté de disimular mi disgusto, aunque creo que no lo conseguí. En las tres fotografías aparecían los dos. Iban descalzos, y parecían idílicamente felices, posando ante un inmaculado fondo blanco. Habían sido ampliadas, a fin de que cada una ocupara casi una pared entera. En una de ellas daba la impresión de que el fotógrafo les hubiera dicho que corrieran hacia la cámara y se dejaran caer en el suelo: los dos se reían, con las piernas entrecruzadas. En otra, ella tenía un aspecto solemne, con la cabeza ladeada y una expresión avergonzada; él, de perfil, le rozaba la mejilla con los labios… Supuestamente, se trataba de un momento muy íntimo, inmortalizado para siempre, que, después de haber sido ampliado y colgado en la pared, parecía decir a los invitados: «Mirad lo felices que somos».

Estaba tan absorta mirando las fotos que no me di cuenta de que él se había colocado a mi lado. Cuando intentó besarme, di un brinco, apartándome y derramando el vino en la moqueta. Él salió corriendo a buscar un quitamanchas. Esas prisas me resultaron familiares. Era yo, trece años antes, cuando oía el coche de mis padres una hora antes de lo previsto; salía corriendo hacia mi habitación para esconder el libro que estaba leyendo: Jinetes, de Jilly Cooper. Era una experta. Cuando mi padre entraba en el salón, yo estaba sentada de nuevo en el sillón, leyendo la biografía del arzobispo Thomas Crammer, con el corazón desbocado.

El quitamanchas funcionó. Al cabo de unos segundos, las gotas de vino tinto habían desaparecido, pero él siguió echando espuma sobre la moqueta. Debió de usar todo el bote. Aunque no estaba junto a él, sabía cómo latía su corazón.

Llevó las copas de vino a la cocina…, un lugar seguro: el suelo no era de moqueta, sino de linóleo. De repente, su expresión se volvió cautelosa. Puede que finalmente se hubiera dado cuenta de lo que su estado de alerta le había impedido ver: había intentado besarme y yo lo había rechazado.

—¿Por qué estás con ella? —le pregunté.

Sabía que era una pregunta indiscreta, pero el ambiente era tan tenso que creí que podía saltarme el protocolo.

—Las fotografías no son tan malas —dijo, como si le hubiese preguntado por ellas.

—¿Es porque está enferma?

—¿Enferma?

Sentí que un nudo apretaba mi garganta.

—Ella me dijo que se estaba muriendo.

Él asintió con la cabeza.

—A veces dice esas cosas.

Eso me decidió.

—No puedo trabajar para vosotros —dije—. Para ella.

Habría querido que intentara besarme de nuevo.

—Ahora no puedes echarte atrás. Ella te quiere a ti.

—Me da igual… —empecé.

—Yo te quiero a ti. Quiero enseñarte algo.

En una especie de trance, lo seguí hasta el piso de arriba, pensando que, después de ver lo que tenía que ver, me iría. Me llevó a un cuarto que tenía un tragaluz; el espacio era tan reducido que ni siquiera habría cabido una cama. En el centro de la habitación, en el suelo, había una maqueta de un tren con tres vagones, pintada de azul y rojo. A su lado había una silla alrededor de la cual se amontonaban lo que parecían cómics de superhéroes: Spiderman, El increíble Hulk… Alineados junto a la pared había varios pares de botas de hombre, negras y marrones, en el alféizar de la ventana, un lector de CD portátil, rodeado de torres para los discos.

—Esta habitación es mi guarida —dijo—. Esto es mío.

Señaló un cuadro que colgaba de la pared. Era un rectángulo bastante largo, de la misma medida que un espejo de armario; me hizo pensar en los carteles de propaganda soviética, aunque las palabras estaban en francés —État en la parte superior y Exactitude en la parte inferior—, escritas en letras muy gruesas sobre la imagen en rojo, negro y gris de un enorme tren saliendo a toda velocidad de un túnel.

—Es bonito —dije, sin saber si él esperaba alguna reacción por mi parte.

Sin embargo, cuando dije eso, él sonrió, y me alegré de haber mentido. El cuadro me parecía horroroso, violento, casi fascista.

Me fui poco después, cumpliendo lo que me había prometido a mí misma, aunque ambos sabíamos que iba a encargarme del jardín, tal y como habíamos acordado. Cuando volví a la cocina para recoger el bolso, descubrí mi cuestionario —la versión impresa que les había entregado en nuestra primera reunión— debajo de un montón de revistas de decoración y jardinería. Vi que habían escrito en él; la letra no era grande ni inclinada hacia la izquierda, sino pequeña y redondeada. Él se dio cuenta de que lo había visto; se metió las manos en los bolsillos al ver que lo cogía para leerlo. No era muy difícil adivinar qué había ocurrido: él, consternado, y con razón, al ver lo que ella había respondido, había escrito las preguntas para entregarme unas respuestas menos ofensivas. Su consideración me llegó al alma. Creo que me enamoré de él en aquel momento, cuando leí lo que ella había escrito y me di cuenta de lo mucho que se había esforzado por no herir mis sentimientos.

Debajo de la pregunta «¿Cuánto tiempo piensan vivir en esta casa? ¿Debo hacer un proyecto a cinco, diez o veinte años vista?», ella había escrito: «No soy vidente». A la pregunta «¿Desean intimidad? ¿En alguna parte específica del jardín?», había contestado: «Ya tenemos intimidad. No hay ninguna parte de nuestro jardín que esté a la vista. ¿Está segura de que este cuestionario genérico no es malo para su negocio? ¿Por qué no adapta sus preguntas a las necesidades de cada cliente?».

En persona había sido grosera, pero aquello era mucho peor. Había podido reflexionar sobre aquellas palabras antes de ponerlas por escrito. Sin embargo, se había guardado la respuesta más hiriente para la pregunta final. En ella planteaba cuestiones como el pH y la composición del terreno, qué microclimas debería tener el jardín, zonas heladas y abrigadas, temas relacionados con los vientos. La mayoría de mis clientes no sabían nada sobre estas cosas y solían escribir «No estamos seguros» o «No lo sabemos», pero aun así creía que merecía la pena plantear la pregunta, porque a veces la gente sabía más de lo que yo creía, y me resultaba de gran ayuda contar con esa información.

Debajo de la última pregunta, ella había escrito: «¡Búscate la vida!».

—Lo siento —se disculpó él—. No lo dice en serio.

—¿Siempre es así? —le pregunté.

Dadas las circunstancias, me pareció pertinente.

—Volverás, ¿verdad?

—No estoy segura.

—Por favor… Yo… Prometo que no volveré a tocarte —dijo, ruborizándose.

Pensé en su «guarida», el gueto en el que ella lo había confinado dentro de la casa que consideraba suya, y en mi habitación de la casa de mis padres, en los tapices con frases bordadas por mi madre que colgaban de la pared: «Jesús escucha en silencio todas las conversaciones»; «Siete días sin oración te hacen ser débil»… Supongo que buscaba a alguien cuyo dolor se pudiera igualar el mío. Y lo mismo buscaba unos años después, cuando conocí a Aidan, cuando el dolor del otro tenía que ser muy grande para poder compararse con el mío.

Desafiando la razón, acabé aceptándolos como clientes. En mis sucesivas visitas a Cherub Cottage, ella estuvo allí, y él se comportó como la primera vez que lo vi: no paró de dedicarme elocuentes sonrisas a su costa. Traté de no cruzarme con su mirada, pero me resultaba muy difícil. Me costaba creer que fuera el mismo hombre que, el día que ella estuvo ausente, se había comportado como un muchacho torpe. Empecé a tener fantasías sexuales con él, aunque en ellas había algo más que sexo. En mi idealizada versión de nuestra historia, el destino me había adjudicado una misión muy clara: yo era la única persona que podía salvarlo de ella. Si lo abandonaba a su suerte, él nunca podría escapar de sus garras ni de la triste y angustiosa vida que llevaba a su lado.

Durante las semanas siguientes, trabajé en el proyecto de su jardín. En la primera reunión, ella había dicho que quería «algo oriental», que luego resultó ser un pedestal con un enorme Buda de granito que había visto en un catálogo. No intenté disuadirla. Si quería que el elemento central de su pequeño jardín en Lincolnshire fuera un hombre de piedra gordo sobre un pilar, peor para ella.

Las obras empezaron en marzo del año 2000 y duraron un mes. Contraté a varios jardineros para que me echaran una mano, algo de lo que ella se quejó. «Pensé que lo haría usted», dijo. Tuve que recordarle que le advertí que solo me ocuparía del proyecto y de colocar las plantas. No le pedí explicaciones sobre su mentira, y ella no volvió a hablarme de su falsa enfermedad terminal.

Cuando me quedaba a solas con él, lo pinchaba para que la dejara. Le dije que habría querido corresponderle cuanto intentó besarme, pero no pude hacerlo porque ya estaba comprometido. A veces me decía que lo entendía, pero otras se echaba encima de mí, diciéndome: «Ven aquí». Trataba de abrazarme, pero yo no dejaba que me tocara. Le decía que si se quedaba con ella sería un prisionero el resto de su vida, mientras que si la abandonaba, podría tenerme a mí. Me decía que no podía dejarla, lo cual no hacía sino aumentar mi determinación. Estaba convencida de que solo yo sería capaz de liberarlo; tenía que seguir insistiendo. Empecé a vestirme con ropa provocativa para ir a trabajar, asegurándome de que viera mi escote. Me ponía faldas muy cortas y me inclinaba cuando sabía que estaba detrás de mí, para que pudiera ver mi ropa interior. Quería que supiera lo que se estaba perdiendo.

En aquel momento estaba demasiado implicada para poder diferenciar el amor de lo que era una obsesión malsana. Para mí, se trataba de una batalla entre el bien y el mal: yo era el bien y ella el mal, y yo debía vencer si quería salvarlo. Sin pensarlo dos veces, decidí jugar sucio: traté de sobornarlo, habiéndole de dinero. Le dije lo que ganaba —mucho más que una maestra de una escuela primaria— y que, económicamente, él estaría mucho mejor conmigo que con ella, siempre congratulándome por mi virtuosa negativa a acostarme con él. Intuyendo que ella no podía tener hijos o que no quería tenerlos para que no estropearan su inmaculado salón blanco, le dije que quería tener hijos con él. Eso no lo animó a dejarla, pero le hizo llorar. «No puedo —decía, una y otra vez—. Simplemente no puedo».

El día que el jardín estuvo terminado, los dos estaban trabajando. Era espantoso, pero era exactamente lo que ella había ordenado: flores rosas, pizarra violeta, caminos de grava y una divinidad oriental. Me debían más de veintitrés mil libras. Ella fue la primera en llegar del trabajo y, al ver el jardín, se echó a llorar: «Lo odio —dijo—. Es horrible».

Eso no me lo esperaba. Cuando le pregunté cuál era el problema, me respondió: «No lo sé. No es como me lo había imaginado. ¡Espero que no crea que voy a pagarle por esto!». Empezó a sollozar, subió de nuevo al coche y se fue. No me quedaba otra opción que esperarlo a él. Cuando le conté lo ocurrido, enarcó las cejas, como si se tratara de algo sin importancia, y dijo:

—Volverá. No te preocupes, tendrás tu dinero.

—¡Por supuesto que lo tendré! —exclamé—. Firmasteis un contrato.

—¿Y qué haré yo cuando te vayas? —me preguntó.

Me cogió las manos y me besó en los labios. Echándome hacia atrás, dije:

—Tenemos que hablar. En serio.

Por fin, pensé, se había dado cuenta de que tenía que dejarla.

Se había convertido otra vez en un muchacho torpe. Hasta entonces, nunca le había hablado de mi educación religiosa, pero ahora iba a utilizarla a mi favor. Ya que la había padecido durante dieciocho años, al menos ahora iba a servirme de algo, pensé. Le dije que era cristiana y que me hubiera gustado acostarme con él, pero que no me parecía justo hacerlo con un hombre que ya tenía pareja. Le solté un bonito discurso sobre la santidad del matrimonio y sobre el imperdonable pecado del adulterio, la clase de cosas que solían decir mis padres. Aunque no estaba casado con ella, vivían juntos como marido y mujer; desde mi punto de vista, le dije, era lo mismo.

Yo no creía ni una sola palabra de lo que le dije. Estaba utilizando el sexo, o la promesa de hacerlo, como un estímulo para que la dejara por mí.

—¿Me estás diciendo que quieres casarte conmigo? —me preguntó, como si la idea lo hubiese golpeado y le taladrara el cerebro.

En realidad, no era mi intención, pero solo porque no se me había ocurrido. Leí la verdad en su mirada y supe que no me equivocaba: él se lo había propuesto, puede que en varias ocasiones, y ella le había dicho que no.

—Sí —dije—. Quiero casarme contigo.

Él apretó los dientes, se agarró el pelo con las manos y cerró los ojos.

—No puedo dejarla —dijo.

Volví a casa, derrotada. Tres días más tarde me llegó un cheque por la cantidad que me debían. Dos semanas después, él me llamó. «¿Diga?», contesté, pero solo oí el silencio, aunque sabía que era él. Dije su nombre; era un nombre común, muy popular, un nombre que me sobresalta cada vez que lo escucho, incluso después de todos estos años.

Me pidió que fuera a su casa.

—Ahora —dijo—. Por favor.

—¿La has dejado? ¿Vas a dejarla? —le pregunté.

Me dijo que sí.

No le creí, pero me metí en el coche y me dirigí a Cherub Cottage porque quería que fuera verdad. Cuando llegué, estaba solo. Me sirvió una copa de vino. Sabía raro, pero me lo tomé. Me dijo que ella se había ido y que no volvería; trató de convencerme de que lo acompañara arriba. Me negué. Sus cosas seguían allí: las pantuflas con cabeza de perro, sus revistas, su diario. Sabía que él me estaba mintiendo.

—Entonces, abrázame —dijo.

Me pareció algo inofensivo, y mis deseos de acariciarlo, después de dos semanas sin verlo, eran más fuertes que nunca. Nos tumbamos en uno de los sofás del salón. Mientras me quedaba dormida entre sus brazos, pensé que no me importaba que no me hubiera dicho la verdad. El hecho de que fingiera me parecía comprensible, y di por sentado que ella tardaría en volver. Puede que se hubiera ido a casa de una amiga. Ingenuamente, seguía pensando que iba a dejarla, que había descubierto que no podía vivir sin mí, y que por eso me había llamado con tanta urgencia.

No luché contra el sueño cuando me venció. Seguro que pensé que era a causa del vino, o porque me sentía feliz y relajada a su lado. Fue después cuando descubrí que me había drogado: había disuelto cuatro comprimidos de dos miligramos de clonazepam en el vino.

Cuando me desperté, o, mejor dicho, cuando recuperé la conciencia, estaba atada a la columna de piedra, en el jardín trasero. No podía mover los brazos, sujetos a los flancos, y me habían tapado la boca con cinta adhesiva; tenía algo dentro. Creo que se trataba de una esponja de baño rosa. Hay muchas cosas de las que me enteré luego, por la policía y en el juicio.

No podía gritar ni moverme. Y tampoco era capaz de comprender qué me había ocurrido ni por qué, y eso era lo peor de todo. Al principio estaba sola en el jardín, sola con mi terror. Luego, ella salió de la casa. Al verme, se echó a reír y me dijo que me sacaría lo que tenía en la boca si le prometía que no iba a ponerme a gritar o a chillar. Asentí, porque había llorado y me costaba respirar por la nariz: tenía miedo de ahogarme. Entonces, ella me quitó la esponja de la boca.

—Te has estado follando a mi hombre, pensando que te saldrías con la tuya.

Le dije que no era verdad.

—Sí, claro que sí. No mientas.

Le juré que no lo había hecho y le supliqué que me desatara.

—Le dijiste que me dejara, ¿verdad?

Eso no podía negarlo. Volvió a meterme la esponja en la boca, me la tapó de nuevo y se metió otra vez en la casa.

Cuando volvió a salir, era casi de noche. Se agachó y cogió un puñado de piedras de uno de los caminos recién hechos. Me lanzó una desde un metro de distancia y me dio en la mejilla. Me dolió mucho más de lo que creía, a pesar de que la piedra era pequeña.

—En algunos países te lapidan hasta morir por follarte al hombre de otra mujer —dijo.

Entonces fue cuando la situación empeoró. No podía hablar para defenderme. Siguió tirándome piedras, a veces desde lejos y otras situándose delante de mí: a la cabeza, al pecho, a los brazos y a las piernas. Y así durante horas. Al cabo de un rato, el dolor era insoportable.

Sacó una mesa y una silla al jardín y luego apareció con una botella de vino, un sacacorchos y una copa. Estuvo bebiendo durante toda la noche —después de la primera, otras dos botellas— y lanzándome piedras, las piedras que yo había encargado para ella. Le había traído dos muestras de distinto tamaño para que eligiera; gracias a Dios, se había decidido por las más pequeñas. Si hubieran sido más grandes, habría muerto, según me dijeron después. No me las tiraba de forma continuada; a veces paraba y se sentaba, tomaba vino y me sermoneaba. Me dijo que tenía la suerte de vivir en Inglaterra y no en otros países, porque aquello no era nada comparado con lo que me habrían hecho en algunos de ellos.

A la mañana siguiente, las cosas se pusieron más feas. Me sacó la esponja de la boca y me metió en ella un puñado de grava, ordenándome que me la tragara. La escupí, pero ella me metió otro puñado y trató de que la engullera. Al final me la tragué y ella siguió metiendo un puñado tras otro. Tras haberme obligado a comer las piedras, lo prefirió a lanzármelas.

Después de eso, mis recuerdos son borrosos. Entre un desvanecimiento y otro, perdí la noción del tiempo; no sabía si era la primera noche o la del día siguiente. Luego supe que había pasado setenta y dos horas atada al pedestal. En algún momento, ella me arrancó la cinta de la boca y le vomité sangre encima. Eso la puso furiosa y me abofeteó.

Al cabo de un rato, en el pecho y el estómago, sentí un dolor muy intenso que parecía irradiar por toda mi espalda. Estaba muerta de sed. A veces, cuando me quitaba la cinta de la boca, le pedía agua, y ella se echaba a reír. Pensé que, si no moría antes por asfixia, moriría de sed. Empecé a vomitar un líquido claro que se filtraba por debajo de la cinta adhesiva. Con una sonrisa sarcástica, me dijo:

—Dices que tienes sed, pero estás vomitando agua. Trágatela y se te pasará la sed.

Perdí la lucidez. No era capaz de razonar, y cuando ella me dejaba hablar, decía incoherencias. Entendía lo que me decía, pero no podía pensar con claridad. Todo me parecía muy lejano, salvo el dolor: me invadía a oleadas, con fuertes e incontrolables espasmos en el estómago que eran incluso peores que la sed. Luego empecé a escupir las piedras que me había tragado. Fue algo agónico.

Más tarde, los médicos me informaron de todas las lesiones que había sufrido: graves perforaciones en la laringe y el esófago, que provocaron algo llamado mediastinitis. Tuvieron que intervenirme para suturar los cortes y me practicaron una endoscopia para inyectarme adrenalina en aquellos que no podían suturarse. Tenía fisuras anales, el intestino perforado, peritonitis y el íleo paralítico. Son términos que la mayoría de la gente nunca oirá decir, aunque tuve que escucharlas repetidamente en el hospital y en el juicio. No paraban de sonar dentro de mi cabeza: eran todas las cosas que ella me había hecho. Me tuvieron que hacer una laparotomía, que fue lo que me dejó la cicatriz.

Estuve tres semanas en el hospital. Me resulta más fácil contar esta parte, cuando me rescataron y cuidaron de mí con el mismo empeño con el que ella me había torturado. Lo más extraño de todo fue que, en un momento dado, ella decidió soltarme. Podría haberme matado —lo único que debía hacer era dejarme allí—, pero llamó a la policía, llorando, y les dijo que se presentaran en la casa. En el juicio pusieron la grabación de la llamada, en la que ella decía: «Vengan en seguida; hay una mujer que está malherida, creo que se está muriendo». Cuando llegó la policía, ella estaba borracha y tenía un ataque de histeria; afirmaba no saber por qué había una mujer medio muerta en su jardín, atada a la columna.

Él fue declarado culpable de detención ilegal y lesiones. Confesó haberme drogado con clonazepam y atado, aunque no explicó las razones por las que había hecho tales cosas. Aunque había sido ella quien me había provocado las lesiones, él también fue declarado culpable de ese cargo porque, legalmente, se le consideró «más que corresponsable» de la agresión a la que me había sometido ella. Él reconoció saber de antemano lo que ella tenía planeado, aunque en principio solo pensaba tirarme las piedras, conforme al castigo por adulterio basado en la sharia: la idea de hacer que me las tragara la había improvisado sobre la marcha.

Después de aquel aislado momento de flaqueza en el que había llamado a la policía, salvándome la vida, ella volvió a ser la de antes. Desoyendo el consejo de sus abogados, se declaró inocente; dijo que él había sido el responsable de todo, que ella no tenía nada que ver con lo ocurrido y que ni siquiera estaba al corriente del plan.

Una vez que estuve recuperada y salí del hospital, lo único que quería era, en la medida de lo posible, olvidar todo lo ocurrido. No recuerdo cuándo me di cuenta de que la gente que supuestamente estaba de mi parte intentaba someterme a un nuevo suplicio, algo que no me veía capaz de resistir: un juicio, con la publicidad que eso conlleva. Me dijeron que no podía impedir que los periódicos publicaran mi nombre, ya que la agresión no había sido de carácter sexual. Me negué a hablar con la prensa, y publicaron su versión de los hechos como si fuera la verdad: yo me había acostado con su novio y ella me había lapidado para castigarme. En el juicio, durante el interrogatorio, ella afirmó en más de una ocasión que yo era una adúltera y que me lo merecía, aunque mantuvo que había sido él quien me había lapidado. El jurado no la creyó. Todo el mundo se dio cuenta de que se sentía orgullosa de lo que había hecho.

No sé lo que él le habría contado. No veo por qué tendría que decirle que habíamos mantenido relaciones sexuales, cuando no era así… ¿Qué beneficio suponía eso para él? En mi opinión, creo que él le dijo la verdad, aunque ella no lo creyó, o bien le creyó pero fingió no haberlo hecho. Después de todo, cuanto más grave fuera mi ofensa, más justificada era su reacción. Naturalmente, no puedo demostrarlo, pero no creo que ella me castigara por haberme acostado con su novio, por mucho que lo afirmara en el juicio. Me castigó por el miedo que sintió al descubrir que yo estaba librando una batalla para que se separaran. Tal vez tuvieron una pelea y él le dijo que iba a dejarla por mí y, al verse ante un abismo de horror y desesperación, se daría cuenta de que sin él no era nada. En un momento así, alguien puede perder todo lo que le hace ser quien es.

El hecho de que mi nombre apareciera constantemente en la prensa, ligado a una versión tergiversada de la historia, me condenó a vivir un infierno. Sabía que todos lo sabían, o al menos creían saberlo, y que nunca podría escapar de los rumores de la gente. Una noche, en una emisora de radio local, un oyente dijo que yo «seguramente me lo merecía» y que «las mujeres deberían mantener las manos lejos de lo que era de otras mujeres». Entonces sufrí otro golpe: la policía me dijo que tendría que comparecer en el juicio para declarar contra ella. Cuando me lo comunicaron, me vine abajo; sí, de forma literal: me vine abajo físicamente. Evidentemente, no quería que ella saliera impune. Sin embargo, tampoco quería volver a estar cerca de ella, por mucha protección que tuviera. No quería sentarme en la sala y escuchar al agente de policía James Escritt describir el estado en el que estaba cuando me encontró en el jardín de Cherub Cottage.

Para conseguir una condena, eran necesarios mis informes médicos; yo tenía que autorizar al hospital a presentar una declaración sobre las condiciones en que me encontraba cuando ingresé. Supliqué que me eximieran de comparecer en el juicio a cambio de autorizar la declaración médica, pero era imposible. Me dijeron que si no testificaba, la fiscalía desestimaría el caso, porque las probabilidades de conseguir un veredicto de culpabilidad serían inferiores a un cincuenta por ciento. James Escritt, que había sido mi principal contacto incluso después de la intervención del departamento de investigación criminal, hizo todo lo posible por conseguir que yo testificara protegida por una pantalla o desde otra sala de los juzgados, a través de videoconferencia, pero el juez no lo aceptó. Había tenido mala suerte —todavía más—, ya que, al parecer, me habían asignado un juez que era famoso por su inflexibilidad.

En la sala, yo estaba hundida: temblaba, babeaba; era incapaz de moverme con normalidad. Era como si todas las partes de mi cuerpo estuvieran descoyuntadas y fueran a romperse en cualquier momento. Durante mi interrogatorio, hubo que suspender la vista en dos ocasiones a causa de un desmayo. Mis padres querían estar a mi lado durante el juicio, pero conseguí convencerles de que no asistieran. Desde niña, su presencia no me hacía sentir mejor cuando tenía problemas, sino mucho peor. Afortunadamente, los disuadí sin tener que decir nada desagradable o demasiado sincero. No me fiaba de los amigos que insistían en asistir para darme «apoyo moral»; sospechaba que lo que querían, en realidad, era presenciar en directo una historia morbosa de la que hablarían durante años.

Él testificó contra ella, ratificando mi versión de los hechos. Puesto que se había declarado culpable, no hubo que juzgarlo. Ella fue declarada culpable; cuando anunciaron el veredicto, se echó a llorar. «¡No es justo! —exclamó—. ¿Por qué el sistema siempre castiga a la víctima?». Él también lloró al escuchar el veredicto, aunque había contribuido a condenarla. Sin pronunciar las palabras, solo moviendo los labios, vi que decía: «Lo siento». Pero se lo decía a ella, no a mí.

Aquella fue la última vez que los vi. No asistí a la lectura de las sentencias, aunque me informaron de sus condenas: siete años para él y diez para ella, porque se había declarado inocente. A través del oficial de enlace que me habían asignado, dejé claro que no quería que la fiscalía me enviara ninguna clase de información sobre ellos. Me ponía enferma solo de pensar que un día podría llegarme una carta informándome de que uno de los dos había sido puesto en libertad por buena conducta. Prefería no saberlo.

Después del juicio me quedé en Lincoln tres años más; tenía la sensación de que también estaba en la cárcel. Toda la gente que me encontraba me hacía preguntas indiscretas o parecía mortificada por tener que hablar conmigo. Nadie quería que diseñara su jardín, y aunque alguien lo hubiera querido, no habría podido, me parecía algo implanteable. Aun así, no decidí mudarme y empezar una nueva vida hasta cierto día de 2004.

Fui a cenar a casa de mis padres, y, por una vez, decidí ser un poco sincera cuando me preguntaron cómo estaba. «Mal —les contesté—. Creo que siempre me sentiré mal».

Como ya me imaginaba, empezaron a decirme que rezara y que pidiera ayuda a Jesús. Entonces, mi madre me dijo: «Ya sabes que Él te perdonará. Nosotros ya te hemos perdonado; lo hicimos en cuanto nos enteramos de lo ocurrido. Jesús es bueno y misericordioso…».

La interrumpí y le pregunté: «¿Perdonarme qué?», porque sabía a qué se referían. Solo podían referirse a una cosa. Hasta ese momento no se me había ocurrido que mis padres no se hubieran creído mi historia. Creían las mentiras que había contado ella, las que publicaron los periódicos y las que se escuchaban de noche por la radio; estaban convencidos de que me había acostado con él. Después de todos aquellos años esforzándome y fingiendo para no contrariarlos, no me creían a mí, sino a la mujer que había estado a punto de matarme.

«No creo en Dios —le dije—. Pero, en el caso de que exista, espero que no os perdone. Espero que prenda fuego a vuestras almas». Tras todos esos años intentando no decepcionarlos, descubrí de repente que me moría de ganas de destruir su pequeño y mezquino mundo lleno de fantasías, de decirles cosas que los atormentaran y que nunca serían capaces de perdonar. No me retracté. Les infligí todo el dolor que pude solo con palabras y luego salí de su casa, dejándolos devastados y llorando.

Poco después me mudé a Spilling. Allí, todo iba mejor. Nadie parecía saber nada sobre mí; podía decir mi nombre sin que la gente me dedicara esas miradas que tanto me angustiaban en Lincoln. Mandé a mis padres el número de mi apartado de correos, pero nunca lo han utilizado. Seguramente debería sentirme muy mal, pero no es así. Me siento libre. He alquilado una casa en Blantyre Park, que es todo lo contrario a un jardín privado. No hay ningún sitio donde puedan atarme y torturarme. Me indigna pensar que eso fue lo primero que me llamó la atención del lugar, pero la vida es un asco. Y me indignó que tú, Mary, aparecieras en la galería en la que tanto me gustaba trabajar con Saul para arruinar de nuevo mi vida. Me indignó cuando fui a ver a Charlie Zailer a la comisaría y se me metió una piedra en el zapato; me hizo un corte tan profundo que apenas podía andar. No era capaz de quitármela, no podía soportar la idea de ver o tocar una piedra que se clavaba en mi piel. Ni siquiera puedo pronunciar la palabra piedra. Me sorprende que sea capaz de escribirla. El viernes pasado fui a ver a Charlie Zailer. ¿Te lo ha contado? Sé que ha estado en tu casa y que habéis hablado de Aidan. Acudí a ella porque Aidan me dijo que te había matado; estaba asustada y no sabía qué hacer. Él cree que te estranguló, o al menos eso dice. Le contó a la policía que tú estabas desnuda cuando ocurrió, en la cama de matrimonio de tu habitación. Poco después de que él hiciera su «confesión» descubrí quién eras tú: la mujer que me había atacado en la galería de Saul. ¿Por qué mi novio diría que había matado a alguien que seguía con vida? Sé que tú sabes algo al respecto, Mary. Tienes que saberlo. Y no me importa lo dura que sea la verdad. Lo único que quiero es entenderla.

Ruth