10

4/3/08

—No es una relación —dijo Olivia, indignada—. Puede que no te hayas dado cuenta, pero yo no tengo relaciones. Esto te viene de maravilla, ¿verdad? Que no tenga a nadie y siempre esté ahí cuando me necesitas.

—¡No tergiverses las cosas! Yo no quiero que estés sola o que…

—¿Me aterroriza tener que decirle a un hombre de quien me enamoro que me han extirpado el útero y los ovarios por culpa de un cáncer y que no podré tener hijos?

—¡Siempre la misma canción! Siempre me sales con la palabra que empieza por «C» para despertar mi compasión, esperando que me calle.

Charlie habría querido que su hermana discutiera de pie. Olivia estaba acurrucada en el sofá, en su minúsculo apartamento de diseño de Fulham. Aunque ya era media tarde, aún llevaba el pijama de satén de color crema. No era muy aficionada a hacer ejercicio, salvo, según parecía, cuando mantenía relaciones con Dominic Lund.

Charlie se sintió prepotente al gritarle así, aunque sabía que no tenía ninguna intención de parar.

—¿Cómo crees que me siento después de haberle abierto mi corazón, suplicándole que me ayudara, allí sentada, mientras él me decía lo patética que era, disfrutando mientras hurgaba en mi desgracia y presumía de lo listo que era ante mi impotencia? ¿Sabes cómo me llamó? Me dijo que era la exnovia de un psicópata. ¡Vaya caballero te has agenciado! Cuando lo mandé a la mierda, me lanzó una bomba: «Por cierto, no solo no voy a mover un dedo para ayudarte, sino que me estoy follando a tu hermana y nos hartamos de reír a tus espaldas». ¿No se te pasó por la cabeza que puede que me hubiera gustado estar al corriente de esa información?

—Tu egocentrismo no tiene límites —dijo Olivia, con el rostro rojo de vergüenza—. Dentro de un minuto te lanzaré otra palabra que empiece por «C». ¡Escúchate, por favor!

Charlie no estaba dispuesta a escuchar.

—¿Por qué no me lo contaste?

—No veo cuál es el problema. Necesitabas asesoramiento legal y te recomendé a Dommie. No es que…

—¿Dommie? Esto es una pesadilla —murmuró Charlie—. Voy a despertarme dentro de un minuto.

—No te lo conté porque siempre piensas que todas las decisiones que tomo son…

—¿No puedes conseguir nada mejor? Ese tío es un roñoso casi autista que ni siquiera te mira cuando te habla y que se olvida la cartera a propósito cuando sale a comer. Juega compulsivamente con su blackberry, como si fuera un muchacho jugando con su polla, con esa cara de buitre…

—¿Buitre?

—Parece un enorme pájaro de presa… ¡No me digas que no te has dado cuenta! Y se comporta como si lo fuera.

—¡De acuerdo! —exclamó Olivia, levantando las manos—. Sí, es lo mejor que he podido conseguir. ¿Es eso lo que querías oír? Es evidente que te puso furiosa y ahora has venido aquí para hacerme rabiar, y lo has conseguido. ¡Buen trabajo! ¿Estás contenta?

—Continúa —la provocó Charlie—. Suelta esa palabra con la que me has amenazado antes.

—Es solo algo pasajero, Char. No hace mucho que dura. Quería…

—¿Cuánto tiempo significa «no hace mucho que dura»?

—No lo sé, unos seis meses.

—¡Seis meses! Joder, ¡yo te conté que Simon y yo estábamos prometidos tres segundos después de haberlo sabido! Y tú que ibas por ahí con aires de mojigata, exudando desaprobación y pronosticando que lo nuestro sería un desastre siempre que se presentaba la ocasión.

—¿Aires? Yo no me doy aires de nada.

—Solo estoy intentando ser feliz, para variar. Y tú sigues diciendo que ya has dicho lo que pensabas y que mantendrás la boca cerrada, pero nunca es así, ¿verdad? No puedes evitar decir que Simon es un bicho raro, frígido y socialmente inepto, que nunca me ha dicho que me quiere…

Charlie tuvo que hacer una pausa al sentirse invadida por una oleada de rabia que le impedía pensar con coherencia. Finalmente, fue capaz de seguir hablando.

—Socialmente inepto —repitió, tranquilamente—. ¿Y durante todo este tiempo te has estado acostando con Dominic Lund? Cobarde… Ahí tienes otra palabra que empieza por «C». Maldita hipócrita… Esta empieza por «H». Actúas en secreto para protegerte y al mismo tiempo me echas en cara tus críticas. Todas las veces que la has tomado con Simon…

—¡Yo no tengo nada contra Simon! Me cae bien. Vale, es verdad, creo que estás loca si…

—Y yo creo que la que está loca eres tú. Estás como una cabra. ¡Eres una desequilibrada!

—Dominic tiene una mente brillante. Es un tipo brillante…

—Por favor, llámale Dommie si ese es su apodo; no permitas que yo te lo impida. —Charlie empezaba a divertirse. A veces, la única manera de superar el dolor era causándoselo a otro—. Ahora ya sabes lo que se siente cuando alguien hace trizas al hombre al que amas.

—No estoy segura de quererlo. Es complicado…

—¿Sabes qué más me dijo? Que yo nunca escuchaba a nadie. Ese hombre me caló a la primera.

—Es muy intuitivo —repuso Olivia.

—¡Te estaba citando a ti!

—Tiene una memoria prodigiosa. Es más inteligente que Simon.

—¡Vamos, madura de una vez!

—No quería decirlo en ese sentido. Solo quería decir que…, tú, más que nadie, deberías comprender la fascinación que provoca un hombre inteligente.

La parte de Charlie capaz de sentir las emociones normales de un ser humano se había cerrado en banda. En momentos así, hacía lo posible por empeorar las cosas, consciente como era de que podía hacerlo y hacerlo bien.

—Hagamos un trato, ¿vale? Tú no asistes a mi boda y yo no iré a la tuya. En cuanto a papá y mamá, que decidan ellos. Pueden ir a la que quieran; que vayan a la que crean que ha elegido al marido menos penoso. Te elegirían a ti, por supuesto, porque tú te pasas la vida dorándoles la píldora y yo no. Aunque, pensándolo bien, no creo que papá se vaya a perder una partida de golf para asistir a ninguna de las dos bodas.

—Si eso te supone un problema, ¡díselo a la cara! Pero nunca te atreverías a hacerlo, ¿verdad? Tratas de ponerme en su contra, esperando que empiece a tener problemas con ellos. Y, en el caso de que eso ocurriera, tú te harías a un lado y pondrías cara de inocente… ¡Tú eres la cobarde, no yo! Y yo no les doro la píldora. Yo respeto sus sentimientos, que no es lo mismo.

Olivia se secó los ojos con una mano y lanzó un suspiro. Con la palma de la otra mano, cerró el ordenador portátil que había sobre el brazo del sofá.

—Supongo que por hoy ya he trabajado bastante —dijo, pronunciando las sílabas de cada palabra con un gran esfuerzo.

—¿Trabajar? ¿Te refieres a las tonterías que escribes para los periódicos que la gente tira a la basura? Son las seis de la tarde y aún vas en pijama… ¿A eso lo llamas tú trabajar?

Olivia no se levantó; estiró las piernas y se recostó en el sofá.

—Soy periodista —dijo, con voz cortante—. Y escribo sobre libros. Los libros no son tonterías. Mi trabajo es tan respetable como el tuyo.

«Y un cuerno».

—Vale, es verdad que en un par de ocasiones he escrito artículos sobre moda y compras, y tú te lo grabaste en la memoria para utilizarlos en tu campaña contra mí, para demostrar que todo lo que escribo es un montón de estúpidas frivolidades —dijo Olivia, secándose una lágrima.

—Tácticas de diversión —dijo Charlie, sin inflexión en la voz—. No creas que no las reconozco cuando las veo. Las veo a montones.

Siempre había pensado que Liv estaba orgullosa de ser frívola y que creía que la frivolidad era algo positivo y por lo que merecía la pena luchar.

—¿Sabes una cosa? Me da igual que pienses que el trabajo de mi vida es una enorme pérdida de tiempo. Puede que si hiciera lo que tú haces también pensaría lo mismo de la gente que no tiene que enfrentarse a cadáveres y psicópatas todos los días. Sí, estoy segura de ello.

—Ya no estoy en el departamento de investigación criminal, aunque parece que nadie se haya dado cuenta de ello. —Charlie suspiró—. Ahora solo me ocupo de cuestionarios y formularios de evaluación.

—¡Lo peor de todo es que ni siquiera te tomas la molestia de fingir! —Liv estaba decidida a dar su opinión—. Siempre sacas a relucir esa visión del mundo en la que tú eres alguien indispensable, mientras que yo soy una inútil que no sirve para nada… ¡Y encima esperas que esté de acuerdo!

—¡Oh, por favor! ¿Cuándo he sacado a relucir…?

—¡A todas horas! Con todo lo que dices y lo que haces, con cada expresión de tu cara. ¿Sabías que estoy escribiendo un libro?

—Sí, sí. Yo también.

—¡Es cierto!

—Solías decir lo mismo cuando éramos adolescentes, y nunca escribiste más de un párrafo.

—¡Sí, de acuerdo, es verdad! —Finalmente, Olivia se puso en pie—. Pero lo que dice Dom también es verdad. ¿Por qué tú puedes hablar sin pelos en la lengua cuando te viene en gana y los demás no? Te explicó que no había caso y tú la has tomado con él porque no te dijo lo que querías oír.

—«Que no había caso» —repitió Charlie, sarcástica—. Veo que te las apañas muy bien con la maldita jerga legal.

—¡Dom te dijo que eras la exnovia de un psicópata porque eso es lo que eres! Y siempre lo serás. Debes aceptarlo. Sin embargo, no significa que seas solo eso. No lo dijo con maldad, no se estaba regodeando en tu miseria ni pensando que le estabas diciendo estupideces. Lo que ocurre es que él es… demasiado claro. Tú no lo conoces como yo.

—No, tendría que abrir un poco más las piernas para conocerlo mejor, ¿verdad?

Charlie no estaba dispuesta a ser madura ni razonable con respecto a nada. Todavía no. Y ver que podría llegar a serlo la enfurecía, alentando en ella la necesidad de seguir causando daño.

—No debería resultarte demasiado difícil —contraatacó Liv—. Piensa en cómo eras antes de prometerte con Simon. Siempre estabas abierta de piernas; no sé cómo te las arreglabas para mantenerte en pie.

Charlie trató de disimular su shock. ¿Era una idea que se le había ocurrido a Liv sobre la marcha o había elaborado aquel insulto hacía mucho tiempo, esperando el momento oportuno para soltárselo? ¿Lo habría compartido con Lund? ¿Se habrían reído juntos de ello?

—A cualquiera que estuviera colado por ti le bastaba apuntar desde lejos y siempre acertaba el hoyo —añadió Liv, para poner la guinda.

—Jerga de golf —repuso Charlie—. Mamá y papá se sentirían muy orgullosos. Dommie me dijo que habías intentado ponerles en contra mía y de Simon.

—Eso son tonterías. Él no puede haber dicho eso… No es cierto, y no miente nunca.

—¡Dommie, el santo!

—Puede que te dijera que me sorprendió mucho que no expresaran ninguna preocupación por tus planes de matrimonio. Porque a mí sí me sorprende.

—Y tuve que oír decir eso, y mucho más, a alguien a quien acudí en busca de ayuda, un abogado que, por lo que yo sabía, ¡no tenía ninguna relación conmigo! De haber sabido que tú y él formabais un todo, ¿crees que habría dejado que…?

La pregunta quedó colgada en el aire.

—¿Haber dejado qué?

«Que viera mi desesperación». Charlie no podía decirlo. Le había hablado a Olivia de la pared de Ruth Bussey, pero había tratado de disimular lo preocupada que estaba. Había hecho chistes absurdos —«Esa zorra debe de estar loca. ¿Crees que estará colada por mí o algo por el estilo?»— para ocultar lo angustiada que estaba, y le soltó la historia de Ruth-Aidan-Mary Trelease para distraerla y evitar que la atención se centrara en ella. Ahora que se había rebajado ante Dominic Lund, él estaba en disposición de contarle a Liv lo desgraciada que era y lo mal que se sentía, si es que no lo había hecho ya, con lo cual no podría hacer nada al respecto.

—¿Por qué estás tan preocupada por esa tal Ruth Bussey, Char? No lo entiendo. Vale, es un poco rara, en eso estoy de acuerdo, pero seguramente es inofensiva.

—Empapelar una pared entera con artículos y fotos de alguien es un síntoma de acoso —dijo Charlie, sin inflexión en la voz—. La gente que se dedica a acosar puede perder la cabeza y volverse agresiva. A veces incluso puede llegar a matar. No me digas que esa mujer es inofensiva… Tú no tienes ni idea.

—Tienes razón —le espetó Liv—. Seguramente está esperándote ahí fuera, con un kalashnikov apuntando a la puerta. —Al ver la mirada asesina de Charlie, se encogió de hombros y añadió—: ¿Lo ves? Diga lo que diga, nunca acierto. Estoy harta de ser tu saco de boxeo. Esto no es por mí… ni por Dominic. Estás furiosa con Simon, es él quien te hace infeliz…

—¡Ya estamos otra vez!

—Estás celosa porque yo folio y tú no, porque, aunque estás prometida, ¡estás a dos velas!

El campo visual de Charlie se redujo a una estrecha rendija. Un brillante túnel rojo se abrió ante sus ojos, y ella dejó que la absorbiera. Se lanzó sobre el ordenador portátil de Olivia, lo levantó por encima de su cabeza y lo arrojó contra la pared. El estruendo que se oyó cuando golpeó contra ella fue tremendo: el sonido de un daño irreparable. Charlie cerró los ojos y recordó, cuando ya era demasiado tarde, la otra razón por la que había ido a ver a Olivia.

—Mierda —susurró—. Necesitaba ese portátil. ¿Podrías intentar encenderlo mientras me sirvo una copa? ¿Qué tienes por ahí con mucho alcohol?

—No había hecho una copia seguridad de lo que había escrito —dijo Olivia, con voz temblorosa—. Lo cual significa tres días de…

—Lo siento —repuso Charlie, interrumpiendo su discurso de mártir—. Tú eres una santa, Dominic Lund es un santo y yo soy una mierda, ¿vale? Y te lo digo de corazón. —Mientras se daba la vuelta para ir a la cocina, en busca de un poco de vodka, añadió—: Tú haz que funcione ese maldito cacharro.

No había vodka. Charlie tendría que contentarse con absenta. Se sirvió el líquido de color verde claro en un vaso y tomó dos tragos, esperando que surtiera efecto de inmediato. Pero no fue así. Apuró lo que quedaba en el vaso, y luego se sirvió otro. Sacó el móvil del bolsillo y lo conectó. Cinco llamadas perdidas de números sin identificar. Era extraño. Y un mensaje de Simon. «¿Dónde coño te has metido? Llámame en cuanto oigas esto». Charlie volvió a escuchar el mensaje; la angustia le provocó un nudo en el estómago. Simon sabía dónde estaba; le había dicho que iba a Londres para hablar con Lund.

Lo llamó y le salió el buzón de voz; le dejó un mensaje diciéndole que estaba preocupada, que estaba en casa de su hermana y que la llamara lo antes posible. Luego se tomó otro trago de absenta, llamó a información y pidió el número del internado femenino Villiers en Wrecclesham, Surrey. Podría llamar de inmediato, retrasando unos minutos el enfrentamiento con Liv.

La voz que le contestó sonaba como la de una mujer que había venido al mundo para no hacer otra cosa que responder llamadas telefónicas con una exquisita amabilidad. Aunque todo lo que dijo fue «Villiers, buenas tardes», conseguía transmitir la agradable sensación de ser capaz de ayudar a alguien con cualquier cosa. Eso hizo que a Charlie le resultara más fácil plantear su petición.

—Puede que lo que voy a decirle le parezca extraño —empezó.

—Ningún problema. También me ocupo de cosas extrañas. Y muy a menudo —dijo la mujer. Charlie pensó que debía ser una secretaria—. Tendría que oír algunas de las llamadas que atiendo.

—Estoy tratando de averiguar el nombre de una exalumna de su escuela que acabó siendo escritora. ¿Le parece que puede haber alguien que encaje con esa descripción?

—Pues sí, más de una —repuso la mujer, orgullosa—. Algún día debería venir para ver nuestra galería de alumnas ilustres.

—Pero ¿podría darme algún nombre?

Charlie cogió el cuaderno y el bolígrafo que Olivia tenía junto al teléfono, aunque no lo bastante cerca para no tener que inclinarse para cogerlos sin arriesgarse a arrastrar con ellos la base del teléfono. En cuanto la mujer empezó a nombrar a las escritoras, Charlie hizo una lista. Solo le sonaba una de las seis de las que la secretaria mencionó, y puso una cruz junto a su nombre. No se había suicidado: la había visto la semana pasada en el programa Question Time.

¿Cómo preguntarle a aquella mujer si alguna de ellas había muerto sin parecer insensible o sin instarla a guardar silencio?

—¿Sabe… si todas ellas siguen escribiendo?

Charlie oyó un jadeo de estupor a sus espaldas, seguido del ruido de la botella de absenta y de su vaso que su hermana colocó sobre la encimera, fuera de su alcance. Se volvió y vio a Olivia mirándola con reprobación y demostrándole con un gesto de sorpresa que no podía creer que casi se hubiera terminado la botella. Agitó ante las narices de su hermana la lista de escritoras.

—Lo siento, no sé si podré ayudarla con eso. Tratamos de estar al corriente de la carrera de nuestras exalumnas, pero son muchas. Déjeme que piense…

—Lo plantearé de otro modo —dijo Charlie—. ¿Cree que alguna de esas mujeres ha dejado definitivamente de escribir?

Olivia le arrebató el bolígrafo de la mano. Escribió algo junto a cada uno de los nombres; puso los ojos en blanco, como si Charlie tuviera que saberlo: «Sigue escribiendo poesía sobre charcos embarrados que no compra nadie». «Depende de lo que quieras decir con “sigue escribiendo”». «Firma cuatro libros al año, pero todos ellos tienen “coautor”, es decir, que los escribe un negro que nadie sabe quién es». «Sí, es buena… Te quise prestar uno de sus libros, pero me dijiste que no porque estaba ambientado en el extranjero y en otra época».

—¿Puedo saber a qué obedece su interés?

En aquella voz impecable despuntó un tono de sospecha, suficiente para que Charlie se convenciera de que ella y la mujer que estaba al otro lado del teléfono estaban pensando, en aquel mismo instante, en la misma persona: la mujer que Mary Trelease había pintado con una soga al cuello. Charlie cerró los ojos. La absenta estaba empezando a surtir efecto; la sangre le hervía en las venas.

—Es un asunto… digamos que personal —dijo—. Le prometo que no pienso revelar nada de lo que me diga. —Luego, con imprudencia, añadió—: Creo que usted sabe a cuál de esas mujeres me refiero, ¿verdad?

—Creo que no puedo ayudarla —dijo la secretaria, con voz estridente y a la defensiva.

«¿Será por algo que yo haya dicho?».

Junto al nombre de la mujer que Charlie había visto recientemente en televisión, Liv había escrito: «Sus ideas están por encima de su capacidad… Cree que escribir novelas de intriga a la manera tradicional la autoriza a opinar sobre política». Todos los nombres de la lista tenían un miniensayo de Liv, excepto uno: Martha Wyers. Charlie se lo señaló. Liv se encogió de hombros y luego, por si no quedaba lo bastante claro, dibujó un enorme interrogante junto a él.

—Martha Wyers —dijo Charlie—. Ha dejado de escribir, ¿verdad?

—No puedo ayudarla —repitió la mujer, con firmeza—. Si tiene un mínimo de consideración por Martha o por esta escuela, no insista, se lo ruego. Ya hemos sufrido bastante, y no hay ninguna necesidad de que la prensa venga a hurgar en el fango para provocar más dolor.

—No soy periodista. Le aseguro que no voy a…

—No debería haberle dado su nombre.

Las palabras casi se confundieron con su respiración, como si apenas hubiera abierto la boca para pronunciarlas. Acto seguido, colgó el teléfono.

—¿Ha habido suerte con el ordenador? —le preguntó Charlie a Liv.

—Estás arrastrando las palabras. Por supuesto que no. Me debes novecientas libras, más un artículo de dos mil palabras sobre por qué en los relatos de ficción el final es tan importante como el principio.

—¿Te puedo pagar en pequeños plazos? ¿Dónde está el ciber-café más cercano?

Charlie ya había empezado a alejarse hacia la puerta.

—Aquí —respondió secamente Olivia—. He encendido mi otro portátil. Puedes usarlo, pero con una condición: ¿te importaría no lanzarlo contra la pared?

—¿Tienes dos portátiles?

—Es práctico; nunca sabes cuándo un vándalo va a machacar el otro contra la pared.

—Ya he dicho que lo siento…

—Sarcásticamente, sí. Supongo que no te interesa saberlo, pero me he comprado otro para escribir mi libro; solo lo he utilizado para eso. No quería emplearlo para otra cosa.

Charlie se detuvo en la entrada del salón.

—Puedo ir a un cibercafé —dijo—. Tú decides. ¿Quieres ayudarme o no? Prometo ser buena.

—Puedes usarlo. Ya lo he encendido —dijo Liv, con voz cansada—. ¿Qué te pasa, Char? ¿Hay alguna posibilidad de que me lo cuentes?

Charlie clicó el icono de Internet Explorer. Cuando apareció la pantalla de Google, escribió «Martha Wyers, Villiers, suicidio» en la casilla de búsqueda. No apareció nada que mereciera la pena. La primera página de resultados era una selección de artículos científicos de una tal doctora Martha Wyers, de la Universidad de Yale.

—No me vengas con esta mierda —murmuró Charlie, dirigiéndose al ordenador.

—¿Estás segura de que no se trata de la misma persona? —preguntó Liv, inclinándose sobre su espalda.

—Lo dudo.

—Compruébalo —le aconsejó Liv.

—Gracias por tu ayuda. Por supuesto que voy a comprobarlo —dijo la parte de Charlie que, cuando estaba en presencia de su hermana, siempre parecía tener catorce años.

Google estaba rebosante de éxitos y noticias sobre la doctora Wyers. No tardó mucho en aparecer su currículum.

—Nacida en Búfalo, en 1947. Nunca ha vivido en el Reino Unido ni ha estudiado en Villiers…

—No es ella —dijo Liv.

—No.

Charlie probó con «Martha Wyers, escritora británica, suicidio» y «Martha Wyers, escritora británica, Villiers, homicidio», pero sin resultados. La doctora Wyers de Yale acaparaba todo el espacio.

—¿No podrías localizarla tú? —le preguntó Charlie a Liv—. Martha Wyers era escritora, y tú lo sabes todo sobre libros…

—¿Esa tal Martha Wyers fue asesinada por un acosador?

—¿Qué?

Viendo a su hermana tan concentrada, entusiasmada y contenta de poder echarle una mano, pero tan desencaminada, Charlie tuvo ganas de emprenderla a golpes con ella. Tendría que llamar otra vez a Simon. ¿Por qué estaría tan enfadado? Era con él con quien debía hablar. ¿Aceptaría Simon seguir la pista de Martha Wyers?

«Te diría que estás loca, eso es lo que haría. Aidan Seed afirmaba haber matado a Mary Trelease. Mary Trelease había pintado a Martha Wyers, que se había suicidado. Nada hacía suponer que Martha Wyers hubiera muerto asesinada a manos de Seed o de otra persona». Salvo que Jan Garner había hablado de asesinato y Mary Trelease, de homicidio en relación con la escritora fallecida.

—No, Martha Wyers no fue asesinada por un acosador —contestó Charlie, impaciente—. Al menos, que yo sepa.

—Si no sabes si fue asesinada o si se suicidó, ¿por qué no buscas «Martha Wyers, escritora» y punto?

No era una mala idea, salvo que Charlie no quería que su hermana viera que seguía sus instrucciones y pensara que había dado en el clavo. Por suerte, en ese momento sonó el teléfono y Liv salió corriendo hacia la cocina para responder. Pulsó la tecla «entrar» cuando Olivia reapareció; tenía el rostro rojo y agitado.

—Era Simon.

Automáticamente, Charlie se puso en pie y le cogió la mano para quitarle el teléfono. ¿Por qué no la había llamado al móvil? Cuando vio la expresión de Liv, dejó caer el brazo.

—¿Qué? —susurró.

—Lo siento, Char —dijo su hermana—. Malas noticias.