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Martes, 4 de marzo de 2008

Son las cuatro. Por fin estoy lista.

Me he pasado el día revisando todos los archivos y papeles de Seed Art Services. Empecé a las seis de la mañana; cerré la puerta con llave, corrí los dos pestillos y me senté en la entrada con las luces apagadas. Utilicé una linterna que me había traído de casa, para que los transeúntes pensaran que en el taller no había nadie. Llamaron varias veces a la puerta, gritando mi nombre y el de Aidan, pero apenas lo oí.

Aidan es muy ordenado, y en cuanto tuve una lista completa de nombres, empecé a llamar a sus contactos profesionales para averiguar si estaba con ellos, si lo habían visto el día anterior o si había pasado la noche con ellos. Todos me dijeron que no.

Aidan tiene dos amigos de los que tengo noticia. Uno de ellos, Jim Mair, vive en Nottingham; Aidan me dijo que trabaja en la oficina de atención al ciudadano. El otro es David Booth, su mejor amigo de la infancia y de la escuela; lo he visto en varias ocasiones. Trabaja en una fábrica de cerveza de Rawndesley. Cuando me dijo que no había visto a Aidan desde las navidades del año pasado, le creí.

Me costó un poco más dar con Jim Nair. Cuando por fin lo localicé, parecía desconcertado por el hecho de que hubiera pensado en él. Me dijo que no veía a Aidan desde hacía diez años.

Los padres de Aidan están muertos y hace mucho tiempo que perdió el contacto con su padrastro. Tiene un hermano y una hermana, siete y nueve años mayores que él, respectivamente; todos los años se mandan tarjetas navideñas, aunque no se habla con ninguno de los dos. Encontré sus teléfonos en su agenda y los llamé para preguntarles si Aidan estaba en su casa. Ambos me dijeron que no y parecieron alarmados ante la idea de que yo pensara que podía estar con ellos.

No estoy desanimada. Sabía que no lo localizaría en ninguno de esos sitios, que no estaría con esa gente, y estoy dispuesta a dar el siguiente paso.

Por segunda vez, estoy a punto de ir al número 15 de Megson Crescent. Ya no tengo miedo, ni de Mary ni de encontrar a Aidan allí. Ver confirmadas mis peores sospechas, algo que sé que va a ocurrir, supondría casi un alivio. Una conspiración: lo más difícil de perdonar; a los conspiradores les trae sin cuidado que no los perdones, porque tú nunca les has importado.

Porque solo hay una posible explicación: Aidan y Mary están compinchados para volverme loca.

Cierro el taller. Cuando saco las llaves del coche del bolso, cae al suelo un trocito de papel: el número del móvil de Charlie Zailer. Se lo pedí anoche. Al principio parecía que no quería dármelo. Lo recojo, y me siento culpable por no seguir su consejo: «No vaya a casa de Mary».

Avanzo por Silsford Road, bajo los árboles que se curvan sobre la calle, entrecruzando sus ramas hasta formar un túnel de hojas. Es muy bonito, pero un poco más adelante los árboles serán más escasos, la calzada estará en mal estado y ante mí aparecerán casas pequeñas y mugrientas; en comparación, la mía parece una mansión. Un poco más adelante pasaré junto a la escuela primaria, un edificio de cemento gris que parece el pabellón de una cárcel, y la tienda de artículos de segunda mano de Bob, situada en la esquina de la calle que lleva hasta el barrio de Winstanley.

La última vez debieron de tomarme por un conductor en busca de una prostituta: iba muy despacio, tratando de retrasar el encuentro. Hoy piso a fondo el acelerador. Quiero acabar de una vez por todas con esta historia.

Su casa está igual. El coche de Aidan no está aparcado delante ni en los alrededores de Megson Crescent. Aporreo la puerta.

—¡Abre!

Mary tiene un aspecto mucho peor que la última vez que la vi. La piel llena de arrugas, y ese horrible pelo encrespado que recuerda a una muñeca de trapo a la que alguien, a modo de cabellos, hubiera pegado en la cabeza un par de ovillos de lana. Me gustaría arrancarle uno por uno esos horribles rizos de su cuero cabelludo.

—Ruth —dice, agarrando con fuerza el quicio de la puerta, con las dos manos, mientras me invita a entrar—. Has vuelto.

Parece sorprendida. ¿Acaso esperaba que le tendría miedo toda mi vida?

—¿Dónde está él? —le pregunto.

—¿Él?

Paso junto a ella, empujándola, y abro las puertas. En las habitaciones de la planta baja no hay nadie. Solo ella y yo, en el vestíbulo. Y la gente que aparece en los cuadros de las paredes, la mujer bajita de piel pastosa y rostro anguloso, las facciones concentradas en el centro de la cara. En uno de los cuadros se está mirando en un espejo, y su reflejo me observa fijamente. Tiene una expresión mezquina, como si quisiera acusarme de algo.

—¿Ruth? —Mary me toca un brazo—. ¿Qué ocurre? ¿A quién estás buscando?

—A Aidan. ¿Dónde está?

Empiezo a subir las escaleras.

—¿Aidan Seed? ¿El hombre por el que la policía no deja de preguntarme? —Mary me sigue—. No lo conozco.

—¡Estás mintiendo! Estuvo aquí anoche. Y también el fin de semana.

—Cálmate.

En el rellano, se acerca a mí y trata de detenerme.

—¡Aléjate de mí!

—De acuerdo. No te preocupes, no voy a tocarte. ¿Podemos sentarnos y hablar de ello? No sé qué ha ocurrido ni de qué me estás acusando, pero te aseguro que Aidan no está aquí.

Dándole la espalda, empujo una puerta, que golpea la pared. Es el baño. Es muy pequeño. Ni rastro de Aidan. Sobre el inodoro hay un armario para secar la ropa. Empiezo a sacar toallas, sábanas, fundas de almohada. Poco después, está vacío.

Nada.

—¿Dónde está? —vuelvo a preguntar.

—No está aquí, Ruth. Vamos abajo y hablaremos. Esperaba que me hubieras traído algo —dice, imitando con la mano el gesto de escribir.

Me quedo mirando otra puerta, la que ella está bloqueando con su cuerpo.

—Apártate. Está ahí dentro, ¿verdad? Con todos los cuadros.

Su sonrisa desaparece de golpe; sus labios son una línea muy fina.

—Tu Aidan Seed no está aquí, pero está claro que no me creerás hasta que no lo compruebes por ti misma. Adelante, como si estuvieras en tu casa. Cuando quieras hablar, me encontrarás abajo.

Una vez se ha ido, empiezo a registrar las habitaciones. En su dormitorio, vacío los cajones y el armario, sin molestarme en volver a guardar nada. Miro debajo de la cama y detrás de unas cortinas llenas de moho. Aidan no está. Y tampoco su ropa ni sus cosas.

En mi cabeza, una voz me susurra: «¿Y si te has equivocado?».

La segunda puerta no se abre del todo. Su interior está atestado de cuadros de Mary. Con cuidado, entro. De la planta baja me llega un sonido palpitante: música. Alguien grita la palabra «superviviente» una vez, y luego otra. Huelo a humo. Sé que está en la cocina, con un cigarrillo en la mano, esperando que yo admita mi derrota.

Si alguien quisiera esconderse en esta casa, sin duda elegiría este lugar. Uno a uno, llevo los cuadros hasta la otra habitación, el dormitorio de Mary. Seguro que oye lo que estoy haciendo, pero no trata de impedírmelo. Pocos minutos después, su habitación está llena. Hay un montón de cuadros encima de la cama y apoyados en todas las paredes. Aunque no he dejado libre ni un centímetro, el dormitorio está hasta arriba. Tendré que meter algunos cuadros en el baño.

Me duelen los brazos, pero no puedo rendirme, aunque ahora ya sé que Aidan no está en la casa.

Me paro de repente al ver una palabra que me suena. Está escrita en rotulador negro en la parte de atrás de un cuadro sin enmarcar: Blandford.

Abberton, Blandford, Darville, Elstow, Goundry

No me atrevo a tocarlo. Haciendo un gran esfuerzo, le doy la vuelta. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Está inacabado, pero Mary ha trabajado lo suficiente en él para que me parezca familiar de inmediato. El perfil de una persona… De nuevo, es imposible decir si es un hombre o una mujer. Esta vez solo se aprecian la cabeza y la espalda; dentro del perfil no hay nada, al menos de momento. Detrás de la figura puede verse parte del fondo: una habitación. Es esta habitación, el taller de Mary. Las cortinas y el papel pintado son los mismos, aunque en la tela no se ven cuadros apilados. En su lugar, hay una cama de matrimonio, con una silla al lado. Sobre la silla puede verse un cenicero de cristal y una mano sosteniendo un cigarrillo: la ceniza está a punto de caer.

Heathcote, Margerison, Rodwell, Winduss.

Aidan estaba en lo cierto. Abberton era el primer cuadro de una serie. Aunque no está terminado, Blandford es el segundo. Quito trastos de en medio para ver si hay otros cuadros parecidos, tal vez uno que Mary acaba de empezar. Pero no encuentro nada. Hasta ahora solo está trabajando en el segundo de un total de nueve.

Respiro entrecortadamente; la cabeza me da vueltas. Me digo que no hay nada que temer: un misterio solo es un misterio hasta que encuentras la respuesta. El hecho de que Aidan conociera los títulos debe tener una explicación. ¿Quiénes serán esas nueve personas?

Estoy a punto de salir de la habitación cuando veo un pomo metálico junto a un cuadro que representa un gran edificio de piedra con el techo acabado en punta y una torre cuadrada a su lado. Si no tuviera ventanas, parecería un cohete a punto de despegar.

Aparto el cuadro y descubro una puertecilla de madera con la parte superior inclinada. La abro y veo que se trata de un pequeño armario, demasiado para que un hombre de la envergadura de Aidan pueda caber en él. Estoy a punto de cerrar la puerta cuando veo algo en el suelo. Es un cuadro enmarcado que está boca abajo; en la parte de atrás tiene una etiqueta.

Lo cojo y estoy a punto de echarme a reír, tanto es el alivio que siento al ver que la palabra que han escrito no es «Darville». Es el nombre de una mujer: Martha Wyers. Cuando estoy a punto de volver a meter el cuadro en el armario, algo me lo impide. Le doy la vuelta y lo suelto en seguida, como si me quemara en los dedos. Cae a mis pies boca arriba y me quedo mirándolo fijamente, horrorizada. Lanzo un grito ahogado. Tengo la sensación de haber perdido el control de mi vida, como si me hubieran arrojado en la pesadilla de otro, una pesadilla perfectamente orquestada, y me empujaran poco a poco hacia su interior.

Estoy contemplando el retrato de una mujer con una soga al cuello. Es la cosa más horrible que he visto jamás. No es un cadáver, es tan solo la imagen de un cadáver, pero da igual. Mary es demasiado buena pintando. Estoy ante Martha Wyers, quienquiera que sea. Que fuera.

Puedo distinguir cada detalle: la trama de la soga, las partes donde está raída, la forma en que ha desgarrado la piel de esa mujer. Los ojos fuera de sus órbitas, las ojeras de color violáceo, la gruesa lengua hacia fuera, los lívidos moretones en torno a la boca, la línea blanca que recorre el labio inferior…

Huelo a humo, más cerca que antes. Mary.

—Veo que has encontrado a Martha —dice.

La prueba más dura a la que he tenido que enfrentarme fue el juicio, con «ella» mirándome como si quisiera atravesar la sala para arrancarme los ojos y «él» con la mirada fija en su regazo para no verme la cara. Obligarme a ir a la casa de Mary Trelease por primera vez fue la segunda más difícil.

Todo puede afrontarse, incluso la cosa más ardua, si no eres capaz de imaginar cómo sería tu vida sin haberla afrontado. Aidan me había dicho: «Tráeme ese cuadro», de modo que no me quedaba otra elección. Después de regresar de Londres, apenas me dirigía la palabra, salvo para repetirme que me amaba, siempre con los ojos sombríos. Empecé a sospechar que recurría al sexo para evitar hablar conmigo. El consuelo que eso me suponía acabó muy pronto, y me di cuenta de que así no podíamos seguir. Cada vez que le imploraba que se abriera a mí, él me repetía lo que ya me había dicho en el Alexandra Palace: «Tráeme ese cuadro. Tráeme Abberton».

Pensaba que si pudiese colocar ese cuadro ante sus ojos, con la firma de Mary Trelease y la fecha, comprendería que no la había matado, a pesar de lo que hubiera ocurrido entre ellos. No me importaba no saber qué había pasado; lo único que quería era volver a ser feliz, ver de nuevo feliz a Aidan. Tal como me prometió, después de asistir a la feria de arte, en cuanto regresamos a Spilling, se mudó a mi casa, y yo me esforcé por no interpretar ese gesto como una forma de cumplir con su amenaza. Deseaba a toda costa que volviese a confiar en mí, como había hecho antes del viaje a Londres, y sabía que conseguirlo solo dependía de mí.

El 2 de enero, después de unas navidades muy tristes, me armé de valor y llamé a Saul Hansard.

—Ruth —dijo él, como si estuviera muy contento de oírme.

Me sentía culpable por haberle borrado de mi vida, pero sabía que volvería a hacerlo en cuanto consiguiera la información que podía proporcionarme. Al oír su voz me estremecí, tal era la vergüenza que sentía.

—Mary Trelease —dije—. Necesito su dirección.

Debí imaginarme que aquello le preocuparía, pero a duras penas era capaz de ver más allá de mis angustias y mis miedos, míos y de Aidan.

—¿Por qué? —me preguntó Saul, con voz tranquila—. No sé lo que tienes en mente, pero, sea lo que sea, estoy seguro de que no es una buena idea.

—No quiero problemas —dije—. Quiero hablar con ella, eso es todo.

Saul me contó que, justo después de que yo me fuera corriendo de la galería, le dijo a Mary que no iba a enmarcarle ningún cuadro más. Ya me lo había dicho, en uno de los muchos mensajes que me había dejado en mi buzón de voz desde aquel día de junio, pero le pareció que era importante repetírmelo.

—Lo sé —repuse—. Y te doy las gracias por ello.

—Esa mujer da miedo, Ruth. No es necesario que te lo diga.

Sentí una sensación de pánico dentro de mí. Aquella conversación me hacía regresar al pasado, el último sitio al que deseaba ir.

—No le contaré a Mary que tú me has dado su dirección —dije—. Por favor, Saul. Es importante.

Al final, accedió a dármela, como yo esperaba. Me dijo que en aquel momento no la encontraba y que me llamaría más tarde. Esa noche, cuando me llamó, Aidan estaba conmigo, observándome mientras la apuntaba.

—¿Y bien? —dijo.

Habría podido explicarle que había llamado a Saul para pedirle la dirección, pero no lo hice. Habíamos adquirido la costumbre de hablar lo mínimo imprescindible: menos palabras significaban menos dolor.

—Número 15 de Megson Crescent —respondí—. Spilling.

El shock convirtió el rostro de Aidan en una rígida máscara.

—La misma casa —murmuró.

Algo había estallado dentro de su cabeza; un nuevo horror se había apoderado de él. Salió del salón hecho una furia. Le oí llorar en el vestíbulo, como si se hubiese desmoronado allí, incapaz de dar un paso más. Me tapé los oídos con las manos, con una sensación de impotencia total, y pensé: «¿La misma casa en qué sentido? ¿La misma casa donde había matado a Mary?».

Los muertos no cambian de domicilio… ¿Vivía Mary en el número 15 de Megson Crescent cuando Aidan la conoció? ¿Donde la habría matado? Pero ella no estaba muerta. Por mucho que pensara en ello, por muchas vueltas que le diera, aquella historia carecía de sentido.

Al día siguiente no fue necesario decirle a Aidan por qué iba a faltar al trabajo. Eché un vistazo al trayecto en el plano y me dirigí hacia el barrio de Winstanley. Aunque no pueda verse el futuro, en ocasiones percibimos su oscura y viscosa presencia ante nosotros, dispuesto a engullirnos. Mientras conducía empezó a picarme la cara; la piel estaba tirante, igual que cuando Mary me roció con la pintura roja. Moví el espejo retrovisor para comprobar que no tenía nada en la cara, aunque, de una forma racional, sabía que su aspecto sería completamente normal. La pintura roja no podía reaparecer después de quitarla; era difícil que se filtrara por los poros y se extendiera por mi rostro después de tantos meses.

Estaba allí, en el descuidado jardín que Mary tenía en la entrada de su casa, hecha un manojo de nervios. Llamé a la puerta. Cuando abrió y me vio, dejó escapar un ruidoso suspiro y me miró con una expresión que no supe definir.

—Ruth Bussey —dijo, muy despacio—. Has venido a inspeccionar mi tugurio para sentirte superior.

No sabía de qué me estaba hablando. La idea de sentirme superior a alguien era tan irrisoria que no fui capaz de encontrar una respuesta.

—Saul Hansard no se lo pensó dos veces y me echó a la calle después de la pelea en la galería. Debe de ser agradable tener a un aguerrido caballero que salga en tu defensa.

Mi mente se llenó de ecuaciones extrañas: sarcasmo igual a agresividad igual a ataque. Apreté los puños, me volví y salí corriendo.

—Espera, no te vayas —gritó Mary.

Estaba demasiado asustada para pensar hacia dónde iba y me di contra una pared. Sentí que me había clavado algo afilado a través de la camiseta. Bajé los ojos y vi una manchita roja en la tela.

—Te traeré una tirita —dijo Mary—. Si no se han desintegrado, debería haber alguna en el armario del baño. Están ahí desde que me mudé. Creo que te ha atacado esa hierba asesina —dijo, indicándome con la mano que me acercara.

No podía creer que me estuviera invitando a entrar. Para disimular mi perplejidad, murmuré:

—No es una hierba.

—¿Cómo dices?

—Nada.

Mary se acercó a mí y acarició la planta con la que me había pinchado.

—¿Sabes qué es?

Asentí con la cabeza, sin mirarla a la cara. Había visto cientos de plantas como esa, aunque nunca ninguna lo suficientemente puntiaguda para pinchar. Estaba temblando, incapaz de permanecer quieta.

—Dímelo.

Parecía más fácil hablar de esa planta que de lo que estaba haciendo en su casa.

—Se llama siempreviva. La plantaron ahí a propósito, para que creciera en la pared.

Me sentí idiota por haberme hecho una herida de una forma tan tonta y había esperado que ella se echara a reír a carcajadas.

—En ese caso, será mejor que no la arranque —dijo ella, a regañadientes—. Bueno, entremos, ya que has venido. —Dio por sentado que la seguiría. Y lo hice, rodeando la casa hasta la parte de atrás, hasta la cocina, que era horrible y se estaba cayendo a trozos—. No puedes creer en qué estado está esto —dijo.

—No.

—No he hecho nada desde que me mudé.

Añadió unas palabras sobre lo fascinante que resultaba descubrir algo, pero no le prestaba demasiada atención. ¿Cómo me las arreglaría para llevarme Abberton? ¿Por qué no había previsto que sería una empresa imposible? Me planteé la posibilidad de decirle la verdad, pero desestimé la idea de inmediato. «Mi novio cree que te mató hace unos años… ¿Te importaría darme el cuadro que te negaste a venderme el pasado mes de junio para que pueda demostrarle que sigues viva?».

Mary me dijo que esperara en la cocina mientras iba a buscar la tirita. No me hacía falta —la herida era tan solo un pinchazo que apenas se veía—, pero no quería arriesgarme a llevarle la contraria. En cuanto desapareció de mi vista, me sentí atrapada en la habitación, aunque la puerta estaba abierta. Enumeré frenéticamente todos los objetos que veía: una cafetera, un microondas, un trapo de cocina con la palabra Villiers estampada junto al dibujo de lo que parecía un imponente castillo de piedra, cuatro cajas de té a la menta twinings, uno encima de otro…

No podía concentrarme ni permanecer quieta. Salí al vestíbulo; era pequeño y estrecho y olía a una mezcla de sustancias tóxicas: humo de cigarrillo, gas y grasa. A mi derecha había otra puerta abierta a través de la cual vi —por encima de una estufa de gas con unas barras metálicas llenas de motas de polvo que parecían oropeles que hubiesen perdido su brillo— un cuadro que representaba a un muchacho con una pluma en la mano. Había escrito las palabras Joy Division en la pared y estaba pegado a ella para examinar su trabajo. No se veía su rostro, solo su nuca. Reconocí al instante el estilo de Mary. Algo en la postura del chico hacía pensar que podía volverse en cualquier momento y descubrir que lo estaban observando. El cuadro me pareció desconcertante; me dieron ganar de bajar la mirada. ¿Cómo lo conseguía Mary? ¿Cómo podía coger un pincel y unos colores y alumbrar algo tan extraordinario?

Mary bajó las escaleras de dos en dos y se colocó a mi lado; lancé un grito, alarmada.

—Aquí está. Lo siento, no quería asustarte.

Tenía una tirita en la mano. No entendía por qué no seguía enfadada conmigo, por qué se preocupaba por mi herida.

Extendí la mano para coger la tirita, pero Mary ya la estaba despegando del envoltorio de papel. Una vez lo hubo hecho, la sujetó con los dientes y me levantó la blusa. Como no me lo esperaba, retrocedí y apoyé la espalda contra la pared. Demasiado tarde. Había visto la cicatriz, una gruesa línea rosada que divide mi estómago en dos. Al levantarme la blusa más de lo necesario, Mary también debió de haber visto mi sujetador.

Sin embargo, no estaba interesada en él. Me di cuenta de que había fijado los ojos en mi piel lastimada. Después de la operación, oí decir a una enfermera, pensando que yo estaba dormida: «Esperemos que nunca se le ocurra meter ningún kilo ahí. Si ese estómago engorda, parecerá un culo». Un compañero suyo se echó a reír y la llamó zorra.

Mary estaba fascinada con mi cicatriz. Se quedó mirándola sin disimulo. Me vinieron ganas de arrancarle la blusa de la mano y taparme, pero temía adelantarme a sus intenciones. Ella quería mirar, y yo ya sabía lo que sucedía si me atrevía a contrariarla.

Se humedeció el dedo con saliva, me limpió una mancha de sangre y colocó la tirita encima, apretándola con los nudillos. «Está loca», me dije, mientras ella me sonreía. Pensé que su «ayuda» tal vez fuera, en realidad, una sutil forma de agresión. Si lo que quería era humillarme, había vuelto a conseguirlo.

—¿Qué te parece? —me preguntó, señalándome con la cabeza el cuadro de Joy Division a través de la puerta entreabierta—. ¿Te gusta?

—Sí.

Parecía perpleja.

—¿Eso es todo? Pensé que te gustaba tanto mi trabajo que no verías el momento de lanzarte encima.

—Es… Es bueno. Muy bueno.

En el vestíbulo había otros dos cuatros suyos: uno de un hombre, una mujer y un niño sentados en torno a una mesa; en el otro aparecían el mismo hombre y la misma mujer: ella se miraba en un espejo y el hombre estaba detrás, tumbado en la cama. Su rostro solo se veía reflejado en el espejo; su mirada parecía burlarse de mí, y aparté los ojos del cuadro. Colgados en la pared desconchada, los cuadros de Mary brillaban, hipnóticos, como si fueran diamantes exhibidos en un lecho de barro. El contraste era evidente: aquellas telas no deberían estar allí, desentonaban, aunque sin ellas, aquella casa habría estado vacía. Tuve la extraña sensación —una de las más extrañas que jamás había tenido— de que el número 15 de Megson Crescent necesitaba aquellos cuadros.

—Lo sé… Tú no colgarías estos cuadros en las paredes de tu casa —dijo Mary, confundiendo mi admiración con la repugnancia—. Mirándolo bien, es un desastre de familia, pero así es la vida en el barrio de Winstanley. Has sido muy valiente al venir. Esa gente ya no vive aquí, pero hay muchas familias parecidas, e incluso peores.

—No soy valiente —le dije.

¿Acaso no se daba cuenta de que me había quedado petrificada? ¿Me estaba tomando el pelo?

—Me alegro de que hayas venido —dijo—. Te debo una disculpa por lo que ocurrió en junio. No pretendía asustarte.

«Háblame de otra cosa. Cambia de tema, te lo ruego». Había cerrado la boca porque había empezado a dolerme la mandíbula.

—Era yo la que estaba asustada. Egoístamente, no pensé que… —Dejó la frase en el aire—. Aún estás molesta, ¿verdad? Por lo que pasó en la galería.

¿Cómo se atrevía a pedirme que se lo confirmara? La rabia empezaba a apoderarse de mí, pero traté de asentir con la cabeza como si no pasara nada. Mi reacción natural frente a la rabia: enterrarla antes de que puedan usarla en mi contra. No dejar que estalle. Puede que fuera una de las primeras cosas que aprendiera de pequeña, en casa de mis padres: no tenía derecho a tener reacciones espontáneas, sobre todo si eran «poco cristianas». Solo podía expresar las emociones que complacían a mi madre y a mi padre, las que los hacían sentirse orgullosos de mí. La rabia, sobre todo la que iba dirigida a ellos, no entraba en esa categoría.

—¿Por qué sigues molesta? —Mary estaba esperando una respuesta que no tenía ninguna intención de darle—. Te culpas a ti misma, ¿es eso? ¿Por qué lo hacemos? Me refiero a los seres humanos. ¿Por qué damos la vuelta a cualquier percance hasta convertirlo en algo casual, en una enorme flecha negra que apunta hacia nosotros, poniendo en evidencia nuestra flaqueza?

Sus inesperadas palabras me calaron hondo. Sabía que me costaría mucho tiempo olvidarlas.

—Aquel día, cuando perdí los papeles contigo, te vino a la memoria otra situación, ¿verdad? Ya te habían atacado antes. Es así, ¿no? En la galería tuviste una reacción muy extrema… No podía creer que todo fuera culpa mía. Si no quieres, no me lo cuentes.

Me quedé allí, incapaz de moverme, con los ojos fijos en la mancha de sangre de mi blusa.

—La forma en que me comporté aquel día no tenía nada que ver contigo, con lo que hiciste o dijiste —continuó Mary—. Ningún ataque va dirigido realmente hacia la víctima. Da igual que se trate de un hombre o de una mujer: el agresor la emprende con una parte de sí mismo que odia.

«Intenta explicarle eso a la víctima», pensé.

—Yo no vendo mis cuadros; nunca lo hago. Ni siquiera me gusta que la gente los vea, a menos que se trate de personas que merecen mi confianza, y no me fío de nadie. Soy una cobarde. Tú eras una desconocida que quería comprar un cuadro mío… y me sentí amenazada. Desprotegida.

Mary encendió un cigarrillo.

—¿Por qué? —pregunté.

Ahora era yo quien esperaba una respuesta.

A Mary no parecía incomodarle aquel largo silencio. Pasó un buen rato hasta que dijo:

—¿Hay algo en tu vida…, me refiero a tu pasado…, algo de lo que te resulte demasiado doloroso hablar?

¿Cómo podía saberlo? Me dije que era imposible que lo supiera.

—Yo creo que sí —dijo, señalando mi estómago con el dedo—. Esa cicatriz, la historia que está detrás de ella. Da igual, no pretendo que me lo cuentes.

Había llegado el momento de negarlo, pero lo dejé escapar. Fue como admitir que estaba en lo cierto.

—¿Has pensado alguna vez en escribirla? Me refiero a tu historia. Durante años estuve viendo a una terapeuta. Dejé de ir cuando me di cuenta de que no era posible pegar las piezas rotas. No pasa nada…, puedo vivir con ello, siempre que la vida de mierda que llevo en este agujero pueda llamarse «vivir». Porque así es como son las cosas, ¿no? Sé que lo sabes, Ruth. Cuando tu mundo se viene abajo, cuando todo va mal, pierdes una parte de ti misma. No todo, desgraciadamente. Una parte de ti, la mejor, se muere. La otra mitad sigue con vida.

Traté de disimular el efecto que me habían producido sus palabras.

—Aquella terapeuta… decía que no sería capaz de seguir adelante mientras no dejara de culpabilizarme. Me recomendó que escribiera mi historia en tercera persona, describiendo no solo mis sensaciones, sino también las del resto de personajes. Es una forma de demostrar que todos los implicados tienen su punto de vista, o una tontería por el estilo. —Mary apagó el cigarrillo en la pared y encendió otro—. No lo hice. No quería ver las cosas desde el punto de vista de otro, ¿sabes?

Vi el dolor asomando a su rostro mientras hablaba y me pregunté si el mío, a veces, también tendría esa expresión. Mary soltó una risita.

—Estoy divagando —dijo—. Es lo que pasa cuando te ocurre varias semanas sin hablar con nadie. ¿Me dejarías que pintara tu retrato?

—No —dije, horrorizada con solo pensarlo, sin saber si lo había dicho en serio.

—¿Por qué no? Tienes un rostro perfecto… Parece el de un hada o el de un ángel…, aunque nunca he visto ninguno. —Su cara adquirió una expresión maliciosa—. No olvidaré tu cara. No podrás impedirme que la pinte si me lo propongo.

—No lo hagas, por favor.

—Hay gente que no puede hacer nada al respecto —dijo, señalando los cuadros de las paredes.

—No quiero que me pinten —le dije—. Pero si lo deseara, te elegiría a ti para que lo hicieras.

Estaba orgullosa de mi respuesta: firme pero generosa. No podía enfadarse conmigo.

—Entonces, ¿por qué no? —preguntó.

—De todos los artistas que conozco, tú eres la mejor.

Enumeró a unos cuantos con voz cansina.

—Rembrandt, Picasso, Klimt, Kandinsky, Hockney, Hirst…

—Nunca he visto su obra —dije—. Solo en fotos.

En sus ojos vi brillar una emoción. ¿Sería de triunfo? Cuando volvió a hablar, su voz sonó ronca.

—Ruth —dijo. Levanté los ojos y la vi mover la boca: repetía mi nombre, aunque sin pronunciarlo en voz alta—. Espera —añadió, poniéndose en pie.

Yo ya estaba esperando: quería saber qué iba a decir a continuación. Al parecer, había dicho mi nombre por el placer de decirlo y no porque pensara añadir algo. Cuando volvió, tenía Abberton en la mano. Al verlo, mi corazón empezó a latir apresuradamente. Durante todo aquel tiempo, en mi imaginación, había revivido aquel horrible día en la galería de Saul; trataba de no pensar en ello, pero en cuanto lo conseguía me sentía desorientada, fuera de control. Ahora que me había enfrentado a Mary y me había pedido disculpas, era distinto. Algo había cambiado.

—Si aún lo quieres, es tuyo —dijo Mary—. Gratis.

—¿Qué? Pero…

—Antes no me fiaba de ti, pero ahora sí. —Parecía avergonzada: esbozó una sonrisa—. Todo aquel que admite no haber visto un cuadro hasta que no ha estado ante el original merece mi confianza. Te sorprendería saber cuánta gente cuelga un póster de El nacimiento de Venus de Botticelli en la pared y se convence de que tiene el cuadro original en su casa.

Me sentí muy mal, como si la estuviera engañando. Había ido hasta allí para llevarle Abberton a Aidan, pero no para quedármelo yo. Era su prueba: la firma de Mary y la fecha en la parte inferior de la tela. Ella ignoraba mis verdaderos motivos. Traté de convencerme de que no estaba haciendo nada malo y me imaginé abriendo la boca para pronunciar el nombre de Aidan y comprobar su reacción. «Imposible».

No quería que ella supiera su nombre y mucho menos que era mi novio. No quería que supiera nada sobre nosotros. Me sentí despreciable, consciente de que, independientemente de lo que hiciera Mary, nunca confiaría en ella.

Levantó las manos y, con el índice y el pulgar, improvisó un marco ante mi cara.

—¿Cuál es tu historia Ruth Bussey? Antes de pintar a alguien debo conocer su historia. ¿Qué te ocurrió? ¿Cómo te hiciste esa cicatriz? —Esta vez no me dijo que no tenía por qué responder si no quería, pero yo sí me lo dije—. ¿Crees que te hace fuerte sufrir en silencio, cargar con todo el peso? ¿Y si así fuera? ¿Qué ventaja supone ser fuerte? ¿Sabes qué les ocurre a los fuertes? Yo sí. Los débiles los atacan. ¿Por qué crees que aquel día en la galería la tomé contigo?

Mi cuerpo se puso rígido. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera escapar?

—Tú parecías ser tan fuerte y yo me sentía tan débil… Los débiles siempre atacan a los fuertes…, es más seguro. Son los débiles quienes son peligrosos, la gente que tiene reacciones violentas, la gente que no se controla y te hace daño. Los fuertes pueden huir… Si atacas a una persona que es fuerte no hay ninguna repercusión, ¿sabes? ¿Quieres saber por qué me he convertido en una persona tan débil?

—No, yo… No. —Cogí Abberton, temiendo que cambiara de opinión y se lo llevara—. Tengo que irme.

Mary me agarró la mano.

—Si me cuentas tu historia, yo te contaré la mía.

Traté de no dejarme llevar por el pánico y le repetí que tenía que irme. Abrí la puerta y ya estaba casi en la calle, con Abberton bajo el brazo.

—Un día me la contarás —dijo, soltándome.

Salí corriendo hacia el coche, aspirando aire fresco, como si hubiese estado sumergida bajo el agua. No me volví para mirar la casa. Sabía que ahí estaría Mary, en el umbral, observando y esperando. Mientras me alejaba, aunque no sabía casi nada con certeza, sí me convencí de algo: la absurda obsesión de Aidan giraba en torno a una mujer que estaba tan loca como las cosas que él contaba sobre ella.

No sabía qué significaba aquello, pero debía significar algo.