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4/3/08

Simon comprendió que algo no iba bien en cuanto puso el pie en el despacho de Proust. De hecho, algo debía de ir muy mal, peor que de costumbre: la temperatura ya estaba bajo cero, y ni siquiera había abierto la boca. De pie, detrás del inspector jefe, apoyado contra la pared y con una carpeta marrón en la mano, había un hombre al que no conocía. Ni ese hombre ni Proust dijeron una palabra. Ambos parecían estar esperando que Simon tomara la iniciativa, cosa que le resultaba bastante difícil, ya que no tenía ni idea de por qué lo habían llamado. Decidió esperar.

A menos que Muñeco de Nieve hubiera renunciado a uno de los muchos principios que, como se jactaba a menudo, le habían inspirado durante más de cincuenta años de carrera —algo que a Simon le parecía bastante improbable—, entonces debía ser el otro hombre el que olía como si se hubiese sumergido en un barreño de loción para después del afeitado. Proust odiaba a los hombres que usaban perfumes y Simon pensó que no haría una excepción con uno que apestaba a algas marinas mezcladas con ácido.

El desconocido vestía un traje de color café con leche con una camisa blanca y una corbata verde que parecía de seda o de algún otro tejido brillante. Debía de rondar los cuarenta años y tenía la mirada hastiada de un crupier de Las Vegas. Con su rostro liso y rosado, parecía estar fuera de lugar. ¿Sería alguien de recursos humanos? Muñeco de Nieve no hizo las presentaciones.

—¿Dónde estuvo la tarde y la noche de ayer? —le preguntó a Simon.

«Es imposible que lo sepa».

—Fui a Newcastle. Me puse manos a la obra con el caso Beddoes…

—Se lo volveré a preguntar: ¿dónde estuvo?

El crupier parecía estar tan enfadado como Proust. Simon se puso tenso. ¿Se trataría de algo más importante que de costumbre? Era difícil decirlo; en presencia de Muñeco de Nieve, Simon siempre tenía la sensación de que iba a echarlo de inmediato. ¿Estaría a punto de cometer el mayor error de toda su carrera? ¿Lo habría cometido ya?

—Estuve siguiendo a Aidan Seed, señor.

El inspector jefe asintió con la cabeza.

—Continúe.

—Ayer por la tarde, la inspectora Zailer y yo hablamos con Seed y Ruth Bussey, señor. La conversación que mantuvimos con ellos nos dejó incluso más preocupados que antes…

—Ahórrese las explicaciones. Quiero que me refiera sus movimientos, desde que se metió en su coche para seguir a Seed hasta que llegó a su casa.

Deseando saber quién era el crupier y por qué estaba allí, Simon obedeció. Cuando llegó a la parte en la que había seguido a Seed hasta la Casa de los Amigos, Muñeco de Nieve y su anónimo invitado intercambiaron una mirada. Cuando les contó que había espiado la reunión de cuáqueros, el crupier le pidió que les repitiera exactamente todo lo que había oído. Tenía acento cockney. Simon estaba esperando que Proust dijera: «Las preguntas las hago yo», pero se quedó perplejo al ver que no lo hacía.

Les contó todo lo que recordaba: Olivia; el hombre calvo, gordo y sudoroso; Frank Zappa; el «inmenso Otro que está más allá»; la anécdota sobre las cuberterías que no eran eternas…

—¿A cuántos de los presentes en esa sala cree que sería capaz de describir con detalle? —preguntó el crupier.

—A los dos oradores, sin ningún problema —le contestó Simon. «¿Será un poli?»—. También había tres sin techo; creo que estaban allí por la comida gratis. Podría describirlos, aunque no con mucha precisión.

—¿Se fue de allí antes de que acabara la reunión? —preguntó Proust.

—Sí.

—¿Qué hora era?

—No lo sé… Serían las ocho.

—¿Y adónde fue?

—Volví a Ruskington Road. Había dejado el coche allí.

—¿Seguía allí el coche del señor Seed, delante del número 23?

—Sí.

—¿Se fue directamente a casa?

—No, señor. Me acerqué al número 23 y eché un vistazo a través de las ventanas del sótano y de la planta baja.

—¿Y qué vio?

—No mucho. Solo habitaciones vacías.

—¿Quiere decir que no había nadie en ellas o que estaban totalmente vacías?

—No, había muebles y algunas cosas.

—Confío en que será capaz de darle al subinspector Dunning una descripción completa de todas las habitaciones que vio y de todas las cosas que había en ellas.

El subinspector Dunning. ¿De Londres?

—Sí, señor. Haré lo que pueda.

El crupier dio algunos pasos al frente, abrió la carpeta que sostenía y colocó una fotografía en color encima del escritorio: la fachada del número 23 de Ruskington Road. Con un bolígrafo, señaló una ventana que había a la derecha.

—¿Miró a través de esta ventana?

—Sí.

—¿Y qué fue lo que vio?

—Una mesa de comedor y algunas sillas. La mesa estaba cubierta por un cristal. Y contra la pared había un aparador. —Aunque había estado allí la noche anterior, a Simon le costó recordarlo con absoluta certeza. Había echado un vistazo muy rápido y había decidido que no había nada digno de interés: ni estanterías repletas de libros sobre cuaquerismo ni ninguna otra que relacionara aquella casa con Seed—. Puede que hubiera una alfombra y… ¿una planta grande en una maceta? Sí, creo que había una planta.

Dunning y Proust intercambiaron una nueva mirada.

—¿Algo más? —preguntó Dunning.

—No, si mal no recuerdo.

—¿Y en las paredes?

—¿Qué quiere decir?

—¿Había algo colgado en las paredes?

Simon hizo un esfuerzo para hacer una fotografía mental de la habitación.

—No lo sé. No me fijé.

—¿Algún cuadro? ¿Fotos?

—El interior estaba oscuro. Si había algún cuadro, no lo vi… —Hizo una pausa. No era un buen momento para dar un paso en falso. «¡Piensa!»—. Debía de haber algo en las paredes… —dijo, finalmente.

—¿Por qué debía de haber algo? —preguntó Proust.

—Como he dicho, no me fijé. Pero me habría fijado más en unas paredes en las que no hubiera nada. Normalmente, la gente suele colgar algo en ellas, ¿no? Digamos que en aquella habitación no había nada que me resultara extraño. Era una habitación… en la que debía de vivir alguien. Una habitación normal.

—¿Vio algo apoyado contra una pared? —preguntó Dunning.

Simon no tenía ni idea de lo que estaba hablando.

—No —dijo—. ¿Algo como qué?

—Ha dicho que era una habitación en la que debía de vivir alguien.

—Exacto.

—Entonces, no vio nada que le hiciera suponer que alguien se acabara de mudar allí.

—No. ¿Por ejemplo?

—Cajas de embalaje, algún cuadro apoyado contra la pared para colgarlo… Ganchos, un martillo… Alguna caja en la que hubieran escrito «salón»…

—No. No vi nada de todo eso.

Dunning cogió la fotografía y volvió a guardarla en la carpeta.

—¿Qué hizo después?

El mal presentimiento que Simon tenía con respecto a aquel asunto empeoraba con cada nueva pregunta.

—Compré un kebab en un puesto de comida rápida que había visto al pasar, pero no me pregunten dónde estaba ni cómo se llamaba. En la esquina de Ruskington Road y Muswell Hill giré a la derecha y seguí caminando durante unos cuatrocientos metros. Cogí mi kebab, volví de nuevo al lugar donde había dejado el coche y me metí dentro para comérmelo mientras esperaba a que volviera Seed.

—Es decir, que estuvo vigilando el coche del señor Seed y el número 23 de Ruskington Road —dijo Proust.

—Así es.

—Dígame, ¿volvió el señor Seed?

—Sí, señor. Serían alrededor de las nueve y media. Llegó acompañado de la mujer que había visto en la reunión, la del pelo castaño recogido en la nuca. Iban juntos por la calle y se dirigían al número 23.

—¿Hablaban mientras iban andando? —preguntó Dunning.

—Ella sí.

—¿Pudo oír algo de lo que decía?

—No.

—¿Su tono de voz, al menos? ¿Podría definir su humor?

—Bueno… —dijo Simon, sin dudarlo un momento—. Hablaba sin parar, como suele hacerlo la gente cuando está contenta o excitada. Se pararon junto al coche de Seed. Él abrió el maletero y sacó algo de su interior…

—¿Qué? —preguntó Dunning de inmediato.

—No pude ver de qué se trataba… Una furgoneta me tapaba el campo visual. Sea lo que fuere, se lo llevó a la casa, al número 23. La mujer abrió la puerta y entraron juntos. Luego se encendió una luz en la ventana, la que me ha mostrado en la foto. Moví el coche de sitio, para colocarme frente a la casa y ver el interior, pero tuve que irme porque había coches detrás de mí. En Ruskington Road hay coches aparcados a ambos lados de la calle, o sea que no se puede adelantar. Lo único que vi antes de desplazarme fue a la mujer echando las cortinas; seguía hablando, y Seed estaba detrás de ella. —Simon miró a Dunning—. Después de eso, decidí que por aquella noche ya tenía bastante y me fui casa. —Simon se aclaró la garganta y se dio cuenta de que había mentido inadvertidamente—. En realidad… fui a casa de la inspectora Zailer.

—¿Le dice algo el nombre de Len Smith? —preguntó Dunning.

—No. —Simon decidió que ya era suficiente. Aquel hombre era subinspector, igual que él. La colaboración tenía que ser recíproca—. ¿Qué está ocurriendo? ¿Pasó algo en aquella casa después de que yo me fuera?

Dunning sacó otra fotografía de su carpeta y la sostuvo ante las narices de Simon.

—¿Había visto antes a esta persona?

Simon se quedó mirando la fotografía, en la que aparecía una mujer muy maquillada, con el pelo corto y ondulado, peinado hacia atrás. Aunque tenía un aspecto totalmente distinto, la reconoció.

—Sí. Es la mujer que habló en la reunión cuáquera.

Olivia.

—¿Es la mujer que vio entrar en el número 23 de Ruskington Road acompañada de Aidan Seed? —preguntó Dunning.

Simon asintió con la cabeza.

—Su nombre es Gemma Crowther. Fue asesinada anoche —dijo Dunning. Por su tono de voz, parecía estar informando de los resultados de fútbol—. De un disparo. En su salón, poco antes de medianoche… A esa hora llegó su pareja, Stephen Elton, y la encontró. Él también asistió a la reunión de cuáqueros, pero se quedó a limpiar cuando terminó.

—¿El gordo calvo? —preguntó Simon.

—No.

Dunning dejó la foto de Olivia sobre la mesa de Proust y sacó otra de un hombre joven —tendría unos veintipocos años, o se trataba de una foto antigua— de prominentes pómulos y con un pelo oscuro que le llegaba hasta los hombros. Solo le hacía falta un poco del maquillaje que usaba su novia para parecer el líder de un grupo de rock.

—¿Vio ayer a este hombre?

—No.

—¿Está seguro?

—Totalmente.

Sin soltar la fotografía, Dunning prosiguió:

—Entonces, vio a Gemma Crowther con vida a las nueve y media…

—La mató Seed —dijo Simon. Mientras lo decía, pensó que tendría que haber esperado a decirlo para no dar a Dunning la impresión de que sacaba conclusiones antes de tener claros todos los hechos. Demasiado tarde—. ¿Lo han detenido?

—No me está escuchando, subinspector Waterhouse. Tal como están las cosas, y según nos ha contado, usted fue la última persona que vio a Gemma con vida.

—¿Además de Aidan Seed, quiere decir?

Dunning siguió hablando, como si Simon no hubiese dicho nada.

—Tengo dos testigos que afirman haber visto que usted se comportaba de un modo sospechoso cerca de su casa…, mirando a través de las ventanas, desplazando el coche, vigilando el edificio. Tomaron nota de la matrícula de su coche porque pensaron que podría ser un ladrón esperando el momento oportuno para entrar en la casa.

—Ya he explicado qué estaba haciendo allí.

—Solo usted afirma que Aidan Seed asistió a la reunión de cuáqueros o que estuvo en el 23 de Ruskington Road ayer, y sé que no tiene problemas a la hora de mentir. Le he visto hacerlo cuando su superior le ha preguntado dónde estuvo ayer. Y también sé que, entre otras cosas, tiene un historial de arrebatos violentos y comportamiento obsesivo. Usted lleva más años que yo siendo subinspector… Junte todas las piezas y dígame qué ve.

A lo largo de todos esos años, Simon había llegado a considerar el autocontrol una prueba de fuerza. Dunning trataba de azuzarlo; tenía que emplear toda la rabia que sentía para resistir. Ahora ya sabía cómo convertirse en una roca y ser impermeable. Ya no consideraba un signo de flaqueza no lanzar a la gente al suelo de un puñetazo cuando lo provocaban.

—No comprendo por qué se molestó en seguir a Aidan Seed hasta Londres en vez de cumplir con lo que se le había ordenado; de ese modo no se hubiera complicado la vida ni nos la habría complicado a nosotros —dijo Dunning—. Eso es algo que tendrá que explicarme. Un hombre que no ha cometido ningún crimen…

—¿Ah, no? Si Gemma Crowther estaba muerta a medianoche y yo vi a Seed con ella a las nueve y media…

—A la reunión de la Casa de los Amigos asistieron treinta y siete personas —dijo Dunning—. A menos que todas ellas estén mintiendo, nadie ha oído hablar de Aidan Seed. Según ellos y Stephen Elton, el novio de Gemma, ella abandonó la reunión con Len Smith, un asistente social de Maida Vale con quien había trabado amistad.

—Dígame, ¿su descripción física se corresponde con la de Seed? —preguntó Simon—. ¿Un asistente social de Maida Vale? Apuesto a que no es capaz de dar con él.

—Me han dicho que Smith asiste regularmente a esas reuniones desde hace unas semanas.

—¡No existe ningún Len Smith! Era Seed… Él es su asesino. Lo vi entrando en esa casa con ella. A menos que uno de esos testigos lo viera irse en coche cuando esa mujer aún seguía con vida…

—Ninguno de ellos lo vio a usted irse en coche cuando afirma haberlo hecho —anunció Dunning con una sonrisa de satisfacción, la primera que mostraba—. Poco después de las nueve y media.

—¿No me fui a esa hora o es que en aquel momento no estaban mirando? —preguntó Simon, furioso—. Hay cierta diferencia. Pregunte a sus testigos si vieron el coche de Seed aparcado frente a la casa. Consiga una foto de Seed y enséñesela a los cuáqueros… Le dirán que es el hombre que ellos conocen como Len Smith.

Dunning le devolvió la misma mirada que Simon dedicaba a los cabrones que se negaban a hablar.

—¿No estará hablando en serio? —dijo Simon—. ¿Yo? Yo estoy en el mismo frente que usted. Soy el que encierra a los asesinos.

Proust estaba sentado sobre su escritorio como una estatua de mármol, sin decir nada.

—Formo parte de un equipo de doce personas —dijo Dunning—. Y en mi equipo cumplimos con el trabajo que nos han encomendado. Hay varios agentes investigando diferentes aspectos de la muerte de Gemma Crowther, ¿y sabe qué? Yo me ocupo de usted, querido. Lo cual significa que los dos tendremos que hacer un viajecito a Londres, donde hablaremos de la historia que acaba de contarme su inspector jefe sobre usted y la inspectora Zailer, que, según tengo entendido, es también su prometida.

A Simon lo enfureció el tono en el que lo había dicho, como si se tratara de algo cuestionable, como si el compromiso entre él y Charlie implicase que no pudiera confiarse en ninguno de los dos. ¿Querido? ¿Lo había llamado así Dunning o se lo habría imaginado?

—De su obsesión y la de la inspectora Zailer con Aidan Seed; su novia, Ruth Bussey, y una mujer llamada Mary Trelease.

—Todas las personas con las que debería hablar —le dijo Simon—. ¿Piensa hacerlo?

—Tendrá que explicarme por qué le interesa tanto toda esa gente, y espero que su historia tenga más sentido que la primera vez que la he escuchado. Por el momento, en mi opinión, he pillado a alguien in fraganti: un hombre que estaba en el lugar adecuado en el momento oportuno, comportándose de forma sospechosa e irracional… Y ese hombre es usted. —Sin darle a Simon la oportunidad de responder, Dunning preguntó—: ¿Dónde está la inspectora Zailer?

—No trabaja. Está enferma.

—¿Quiere decir que está en su casa?

—Por lo que sé, creo que sí.

—¿Estuvo ayer con usted en Londres?

—No.

—¿Dónde estaba?

—En casa de Ruth Bussey. —Simon lanzó un suspiro—. Oiga, no creemos un problema donde no lo hay. Le diré lo que sé y también lo que no sé pero sospecho. Y Charlie…, la inspectora Zailer hará lo mismo. Si quiere resolver este asesinato, la forma más rápida y eficaz de hacerlo es dejando que le echemos una mano.

Proust apoyó las manos en las rodillas y se puso en pie. Simon casi había olvidado que estaba allí.

—Si voy a perder al subinspector Waterhouse, necesito saber en qué punto están algunos asuntos a fin de poder organizar su sustitución. ¿Nos disculpa un momento, subinspector Dunning?

—¿Sustitución? —repitió Simon.

¿Cuánto tiempo calculaba Proust que estaría ausente?

—De acuerdo —dijo Dunning, dirigiéndose hacia la puerta—. Esperaré fuera.

Cuando se quedaron a solas, Proust dijo:

—El subinspector Dunning ha tratado de localizar a la inspectora Zailer en su casa varias veces, aunque sin éxito. Si sabe dónde está, le aconsejo encarecidamente que se lo diga.

El inspector jefe parecía distante. Cansado. Por una vez, a Simon no le habría disgustado una de sus habituales y sarcásticas diatribas. No tenía sentido disculparse por lo del día anterior; de hecho, no lo sentía. La única equivocación que había cometido fue irse de Londres cuando lo hizo; podría haberle salvado la vida a Gemma Crowther si se hubiera quedado una hora más.

En lo referente a Charlie, sabía qué le diría a Dunning: que le jodieran. Estaba histérica, y quería que lo supieran el menor número posible de personas. Proust, al menos, no le había pedido que hablara con él, sino solo que se lo contara todo a Dunning. «Sustitución».

—Señor, por muy contento que esté de no tener que ocuparme de Nancy Beddoes, no es necesario asignar el caso a otro… Seguramente estaré de vuelta hoy mismo.

—Subinspector Waterhouse, es muy improbable que vuelva a poner el pie en este edificio hoy, mañana o pasado mañana.

Simon se arrepintió de haber tratado de relajar el ambiente.

—Dunning nos está poniendo a prueba, señor, pero cambiará de opinión. Sabe que estoy diciendo la verdad y que puedo ayudarlo.

—No me quedó otra elección; tuve que explicarle su interés por Aidan Seed —dijo Proust—. Solo para dejar las cosas claras. En cuanto me enteré de que había estado en Londres, supe que se trataba de Seed. Expuse los hechos con toda la objetividad posible y le dije a Dunning que su intuición era buena y que tenía un buen historial. No pude ocultar que en estos años ha tenido sus altibajos, pero me encargué de situarlos en su contexto. Creo que no podría haber hecho nada más.

—Señor, por… —Simon sintió que estaba perdiendo el control—. Está hablando como si no fuéramos a vernos nunca más. Ambos sabemos que Seed será acusado del asesinato de Gemma Crowther…

—¿En serio?

El inspector jefe apartó los ojos de Simon y se quedó mirando el calendario de 2008 que había pegado con cola a la pared, detrás de su escritorio.

—Olvídese de Dunning por un segundo, señor. Usted está de acuerdo conmigo, ¿verdad? Seed mató a Gemma Crowther… Tuvo que ser él. Piense en lo que sabemos con seguridad: Ruth Bussey dijo que temía que algo horrible iba a ocurrir. Anoche le dijo a Charlie que él se ausentaba a menudo y que mentía sobre dónde había estado. Y ahora resulta que finge ser cuáquero para estar cerca de Crowther y planea su asesinato. A mí me dijo que solo creía en el mundo real, en los hechos y en la ciencia… Entonces, ¿qué estaba haciendo en una reunión cuáquera? Dunning me ha preguntado si podía describirle el humor de Gemma Crowther, pero no me ha preguntado por Seed. Mientras ella charlaba alegremente, él tenía una expresión sombría. —«La de un hombre que está a punto de matar a alguien en cuanto corran las cortinas». Simon decidió no compartir sus pensamientos, consciente de cómo habrían sido acogidos—. Ruth Bussey también le contó a Charlie que él había cambiado su versión de la historia: no había matado a Mary Trelease, pero era capaz de ver el futuro, un futuro en el que sí la mataría.

—Subinspector Waterhouse…

—Señor, debemos considerar eso como lo que es, una amenaza, y obrar en consecuencia. Dígame qué va a pasar aquí, esté o no esté yo. No podemos dejar que Dunning se ocupe de esto. ¿Confía en él, después de lo que acaba de oír? Yo no. El caso Mary Trelease es nuestro, no suyo. A Dunning no le importa que Seed esté de camino a Megson Crescent con una pistola mientras pierde el tiempo hojeando mi historial… A él le da igual, ¿no?

—Ya basta —dijo Proust, con mucha calma.

Simon estaba decidido a hacerlo reaccionar.

—Anoche, Ruth Bussey le dijo a Charlie que un hombre había estado rondado por los alrededores de su casa, demostrando un interés excesivo. Charlie pensó que seguramente eran imaginaciones suyas, hasta que le mostró las imágenes de su circuito cerrado de televisión.

—¿Un circuito cerrado de televisión?

Aunque no era fácil interpretar las reacciones de alguien mirando su espalda, Simon tuvo la sensación, por la repentina tensión de sus hombros, que Proust se arrepentía de haber hecho aquella pregunta y dejarse implicar en el asunto.

—Ruth Bussey vive en la casa del guarda que hay en la entrada de Blantyre Park. Al parecer, estaba tan asustada por la presencia de ese hombre que le preguntó a su casero si podía instalar cámaras de vigilancia. En cualquier caso, en cuanto Charlie vio su cara, lo reconoció en seguida. Se llama Kerry Gatti y trabaja para First Call. —Simon sabía que Proust habría oído hablar de la agencia y esperó a que le preguntara qué trabajo hacía allí o comentara lo cruel que le parecía que le pusieran a un hombre un nombre de mujer. Nada—. Es detective privado.

Ninguna respuesta.

—¿Ha oído lo que ha dicho Dunning sobre el novio de Gemma Crowther? Que regresó a medianoche. La reunión debió terminar alrededor de las nueve. ¿Cuánto se tarda en limpiar una sala? ¿Figura el novio entre los sospechosos? ¿Es posible que sea un cómplice de Seed? ¿Qué le ha contado Dunning que a mí no haya querido contarme? —Simon cogió la taza vacía que había sobre el escritorio de Proust e hizo el gesto de querer lanzársela a la cabeza. Volvió a dejarla en su sitio, dando un golpe, pero ni siquiera eso provocó una reacción—. Len Smith no puede ser otro que Seed.

—Dígale al subinspector Dunning que pase —dijo Proust—. Comente sus inquietudes con él, desde la coartada del novio de Crowther a lo mucho que lo desconcierta la metafísica de Seed. —Finalmente, Proust se dio la vuelta. Tenía la piel cubierta de venillas rosadas; su rostro parecía una bolsa de sangre a punto de estallar—. Aunque quisiera, no podría responder a sus preguntas sobre este caso, porque está demasiado implicado en él. Esto es lo que ha provocado cuando nos mintió a mí y al inspector Kombothekra y decidió ir a Londres con la lanza en ristre. Le guste o no, la situación es esta.

Simon se felicitó por haber sido capaz de arrancarle una respuesta.

—Mary Trelease dijo «A mí no» cuando Charlie le contó que Seed afirmaba haberla matado. Lo dijo dos veces… «A mí no».

Charlie pensó que quizá estaba insinuando que Seed había matado a otra persona.

Proust fijó la mirada en el cristal que separaba su despacho de la sala del departamento de investigación criminal. Al otro lado, viendo que el inspector jefe lo miraba, Dunning se acercó a la puerta. Muñeco de Nieve levantó una mano para detenerlo.

—¿Y qué dijo la señorita Trelease? —preguntó—. Me imagino que la inspectora Zailer le preguntaría si era eso lo que estaba insinuando.

—Lo negó, señor. Pero eso era lo que quería decir, ¿no? Si hubiera querido contarlo todo, lo habría hecho, pero si estaba asustada, puede que solo insinuara algo…, algo de lo que puedes retractarte si luego te falta valor.

—¿Dónde está ahora la inspectora Zailer? No estará enferma en la cama, ¿verdad?

A diferencia del repentino cambio en el comportamiento de Muñeco de Nieve, Simon tardó mucho en contestar. La mirada del inspector jefe se hizo vítrea y se heló; los músculos de su cara se aflojaron. «De modo que así es como se siente alguien cuando se libran de ti», pensó Simon, mientras Proust le hacía un gesto a Dunning para que entrara y sacara la basura.

Dominic Lund se rio entre dientes.

—Está perdiendo el tiempo —le dijo a Charlie, con la boca llena de espaguetis a la boloñesa. Un hilillo de aceitosa salsa de color naranja se deslizaba por su mentón—. Si pudiera presentarse una demanda, aceptaría encantado su dinero y lo haría, aun cuando estuviera casi seguro de que íbamos a perder. Me gustan esos casos, y normalmente suelo ganarlos. Pero este… Sabe que se trata de un chiste, ¿verdad?

Dio su opinión de experto sin ni siquiera mirar a Charlie y luego se rio otra vez, como para hacer hincapié en su punto de vista. Charlie se dio cuenta de que prefería no mirar a la gente a los ojos; había pedido la comida dirigiéndose a la carta y no al camarero que estaba a su lado, con el bloc de notas en la mano.

Lund, un abogado especializado en propiedad intelectual, era socio de Ellingham Sandler, un gabinete con sede en Londres. Era alto, de pelo negro y fuerte constitución, con algo de barriga, y parecía tener unos cincuenta y pocos años. Se lo había recomendado Olivia.

—No creo que puedas hacer nada al respecto —le había dicho por teléfono la noche anterior—, pero, en este caso, Dominic Lund es tu hombre: hace milagros. Es la persona que debes tener a tu lado.

Charlie había borrado deliberadamente de su memoria la primera parte de la frase, quedándose tan solo con que aquel hombre podría ayudarla, alguien capaz de obrar milagros. Según Liv, había ocupado el cuarto lugar en la lista de los profesionales del derecho más influyentes del Reino Unido. La directora de un periódico para el que solía escribir habitualmente había cobrado una gran indemnización después de que otro diario publicara una foto suya saliendo de la clínica en la que se había sometido a un tratamiento de desintoxicación. Al parecer, tanto el éxito en el juicio como la enorme suma de dinero habían sido mérito de Lund.

Ahora, Charlie se arrepentía de no haber preguntado a su hermana cuáles eran los tres primeros nombres de esa lista. Liv no le había dicho que Lund era un tipo tan grosero y carente de sensibilidad que era casi imposible hablar con él. Aquella mañana, cuando llamó por teléfono, el ayudante del abogado le había dicho que podría verla ese mismo día, aunque no en su despacho, sino en Signor Grilli, un restaurante italiano de Goodge Street. Ante el desconcertado silencio de Charlie, el ayudante dijo: «Allí es donde recibe a la gente. Le gusta ese sitio», como si pensara que Charlie tuviera que saberlo.

Lund llegó con retraso, rebuscando en los bolsillos y murmurando que se había olvidado la cartera. Dijo que podía volver a buscarla a su despacho, pero que, si lo hacía, él y Charlie perderían su «ventana». Charlie le dijo que daba igual, que ella pagaría la cuenta. «Siempre merece la pena gastar un poco de dinero a cambio de un milagro», se dijo. Lund le dedicó un mecánico gesto de agradecimiento sin molestarse en levantar la vista. Charlie se preguntó si no se trataría de una artimaña. ¿Tendrían que pagarle la comida todos los que le consultaban algo? ¿Y por qué en ese restaurante ruidoso y atestado de gente? Lund apenas parecía ser consciente de lo que engullía: centraba toda la atención en la blackberry que tenía encima de la mesa. Cada vez que emitía un pitido, la cogía con ambas manos y se pasaba un par de minutos jadeando y gruñendo ante la pantalla, como si se tratara de un videojuego de bolsillo que no pudiera dejar, de los que premian con puntos extra quien da lo mejor de sí en una partida.

Charlie no había probado la pizza que tenía en el plato. Quería pedirle a Lund que le repitiera todo lo que ella le había contado, para comprobar si la había escuchado antes de decidir que ese caso no era digno de su tiempo ni de su esfuerzo.

—Estoy hablando de un mural —dijo—. No de algo que esté guardado en un armario… Está a la vista. Lo ha pegado a la pared para que pueda verlo cualquiera que entre en esa habitación: una completa… base de datos sobre la experiencia más traumática de toda mi vida, mi pasado, y solo pude ver una pequeña parte. Quién sabe qué más habrá… archivado. Puede que esa pared solo sea una muestra. El viernes pasado me estaba esperando cuando llegué al trabajo…

La blackberry de Lund emitió un pitido. La cogió y se recostó en su silla para empezar a teclear frenéticamente mientras respiraba de forma entrecortada, murmurando de vez en cuando entre dientes e ignorando por completo a Charlie. Cuando hubo terminado, Lund levantó brevemente los ojos y dijo:

—Ella la esperaba por un motivo justificado, ¿no?

—Eso no lo sé. Me contó una historia absurda sobre su novio; me dijo que había matado a una mujer que ni siquiera está muerta y se negó a decirme por qué quería hablar concretamente conmigo. Cuando ayer le pregunté por qué tenía en el bolsillo un artículo que hablaba de mí, no me dio una respuesta clara.

—Señorita Zailer…

—Inspectora —le corrigió Charlie, irritada.

—Yo, en su caso, me relajaría.

Lund enrolló más espaguetis con el tenedor, sin darse cuenta de que su largo flequillo de pelo negro se bañaba en la salsa. Luego engulló la pasta con un ruido parecido al de una aspiradora, manchando el mantel y su camisa de salsa. Levantó la voz y dijo algo en italiano a nadie en particular, dirigiéndose al aire, y luego siguió hablando en inglés.

—Se trata de la pared de su dormitorio y tiene novio… ¿Cuánta gente puede ver eso? Ella, él y quizá algún amigo íntimo.

—¡Me da igual que no lo vea nadie! —saltó Charlie—. No tiene derecho a hacer eso, ¿no cree? ¿Está diciéndome que una perfecta desconocida, un bicho raro que está obsesionado conmigo, puede guardar un montón de información sobre mi vida y… convertirla en una exposición privada sin que se pueda hacer nada al respecto?

—Si me lo pregunta es que no ha escuchado lo que le he dicho.

—¡Quiero que destruya todo ese material sobre mí o que me lo entregue para que pueda hacerlo yo misma!

Charlie se dio cuenta de que casi estaba gritándole.

—El hecho de que usted quiera algo no significa que pueda conseguirlo legalmente —repuso Lund. Por su tono de voz, Charlie pensó que no había nada que pudiera importarle menos—. Como abogado, no puedo hacer nada. Cero. En primer lugar, no existe ninguna publicación o exposición no autorizada. Si esa mujer fuera por ahí colgando todo eso en vallas publicitarias, sería otra cosa, pero su casa es una propiedad privada. Cualquier información que pueda tener sobre usted es de dominio público…, esos artículos aparecieron en periódicos que ella misma debió de comprar. No se los robó de su casa, ¿verdad? ¿O es que usted no guarda periódicos y revistas antiguas? Vogue, Elle, The English Home

—No. —Charlie le escupió prácticamente la palabra en la cara. ¿Acaso parecía la clase de persona que no tenía nada mejor que hacer que leer artículos sobre bolsos y cojines?—. Guardar algunos periódicos y revistas no es lo mismo que coleccionar obsesivamente recortes sobre alguien. Yo no guardo nada que suponga una invasión de la intimidad de una persona.

Lund había desaparecido debajo de la mesa. Estaba rebuscando en su maletín. Cuando su cara volvió a aparecer, sostenía un ejemplar arrugado del Daily Telegraph. Lo dejó encima de la pizza que Charlie ni había probado. Mientras señalaba un breve artículo que había en la parte inferior de la página, un aceitoso hilillo de salsa se derramó sobre el papel.

—David Miliband —dijo—. El ministro de Asuntos Exteriores. No por mucho tiempo, espero. Si yo quiero recortar estos tres párrafos que hablan de él y pegarlos en el espejo de mi baño, es cosa mía: es una decisión que tengo todo el derecho a tomar. ¿Cree que ese muchacho, Miliband, podría impedírmelo? Ya se lo he dicho dos veces y vuelvo a repetírselo: la tesis de la invasión de la intimidad no se sostiene. Si esa mujer pregonara a los cuatros vientos su diario íntimo, o hubiera metido mano a uno de sus cajones para conseguir toda esa información, la situación sería muy distinta. Y también lo sería si utilizara la información que ha reunido sobre usted para perjudicarla, pero no lo ha hecho.

—¡Me está acosando, joder! —Charlie apartó el periódico de Lund de su plato y lo empujó hacia él—. ¿No le parece que eso es perjudicarme? La pared de su habitación… Todo forma parte de lo mismo, ¡y tengo que detenerla! Me estaba esperando en la puerta de mi trabajo y no quiso explicarme…

—Según lo que me ha contado, no se esforzó demasiado en arrancarle una explicación. —Lund apretó la mandíbula para disimular un bostezo, emitiendo un pequeño crujido—. Personalmente, le habría preguntado qué quería y no habría aceptado un no por respuesta. Ni siquiera le dijo que había visto esa pared… ¿Por qué?

—Porque estaba cagada de miedo, ¿vale? —dijo Charlie, entre dientes. La verdad resultaba embarazosa, pero como había decidido que no volvería a ver a Dominic Lund, le daba igual. ¿Y qué si el cuarto abogado más influyente del Reino Unido pensaba que era una cobarde y no tenía agallas?—. Ni siquiera usted puede negar que esa mujer está obsesionada conmigo. De momento se está controlando, porque cree que no sé nada, y por eso puede tomarse su tiempo. Si le hubiera contado lo que vi, tal vez hubiese sacado un cuchillo y me hubiera descuartizado… ¿Cómo podía saber cuál habría sido su reacción? Esa mujer no es normal. Tenía que salir de allí para poder pensar. —Charlie aspiró con fuerza por la nariz para secarse las lágrimas y así no tener que admitir que estaba llorando. Dos lágrimas no podían considerarse un llanto—. Quería alejarme de ella con todas mis fuerzas, pero no fui capaz de hacerlo; al menos, no inmediatamente. Me quedé sentada en su casa dos horas más, escuchando una enrevesada historia sobre una feria de arte. Me decía que me había quedado allí para tratar de comprender a esa mujer, pero no lo hice por eso. Lo hice por miedo. Aquella mujer me estaba vigilando desde sabe Dios cuánto tiempo; había estado jugando conmigo, manipulándome…, a mí y quién sabe a cuántos otros. No sabía qué había de cierto en aquella historia sobre una mujer asesinada pero que no estaba muerta… Podía ser perfectamente una trampa. Anoche quiso contarme una de sus historias, ¿y sabe qué? La escuché como una buena chica; esperaba que si hacía lo que ella quería, si podía convencerla de que era su amiga y que estaba de su parte, cambiara de opinión y no hiciera lo que tenía pensado hacerme.

Más que sorprendido por el arrebato de Charlie, Lund parecía divertido.

—Señorita… Inspectora Zailer… Usted ha perdido el sentido de la realidad. Por lo que me ha contado, no hay ningún motivo para pensar que esa mujer la esté acosando o que quiera causarle algún daño. Es evidente que le sonaba su nombre, y cuando tuvo una razón para acudir a la policía, pensó en usted. Eso no puede considerarse acoso. Y en cuanto al hecho de que no le explicara por qué tenía un artículo que hablaba de usted cuando fue a verla…, ¿qué? No querer dar una explicación no es un delito, ni tampoco recortar artículos del periódico y pegarlos en una pared. Si todos los habitantes del Reino Unido decidieran llenar su casa con artículos que hablan sobre usted, no podría hacer nada al respecto.

—Muy bien. —Charlie trató de respirar lenta y acompasadamente—. Realista. Puedo tratar de ser realista.

Lund enarcó las cejas, sin disimular que lo dudaba. Su blackberry volvió a emitir otro pitido, atrayendo toda su atención como si se tratara de un imán. En cuestión de un instante, Charlie se había hecho invisible. Más, incluso, que hasta ese momento. Cuando Lund terminó de manosear su aparatito, ella ya se había calmado.

—¿Y si fuéramos más listos que ella? —dijo—. ¿No podría mandarle usted una carta para asustarla un poco? Estaría dispuesta a pagarle generosamente.

Lund alzó los ojos y sonrió.

—Yo no soy un matón a sueldo. ¿Qué le contó su hermana sobre mí?

—No le estoy pidiendo que le dé una paliza. —Charlie trató de que su tono de voz sonara suplicante—. ¿Y si la amenazara con demandarla a menos que se deshiciera de toda esa información? Aunque no podamos emprender una acción legal, ella no tiene por qué saberlo. Es enmarcadora, no abogada. Se asustaría… Cualquiera lo haría.

Lund se encogió de hombros, secándose con la servilleta. No solo la boca, sino toda la cara. Ahora, además del mentón, también tenía las mejillas manchadas de salsa.

—¿Y cuando hable con un abogado y le explique que se trata de una broma? Mi reputación estaría en juego. Sería poco ético o la obra de un completo idiota. Y si esa mujer tuviera algo en su contra, acudiría a la prensa. Si estuviera en su lugar, yo lo haría.

—Por favor… Debe de haber algo que usted pueda hacer. No soporto la idea de que todo eso esté en su casa. No dejo de pensar en ello y en la gente que puede ver y leer todas esas cosas sobre mí. ¿Es que no puede entenderlo? ¿Me está diciendo en serio que eso no es una violación de mi intimidad?

—A la ley no le importa lo que usted sienta —repuso Lund—. Legalmente, es usted quien está tratando de violar su intimidad. Le aseguro que si yo fuera esa mujer, acudiría a la prensa. «He sido acosada por la exnovia de un psicópata», afirma una enmarcadora. Más titulares que añadir a su colección y más infamia para usted.

—Que le jodan.

—¿Cómo? —Lund frunció el ceño—. ¡Oh, vamos! Llamemos a las cosas por su nombre.

Se echó atrás en su silla y alzó la mirada hacia el techo. Charlie se clavó las uñas en la palma de la mano con todas sus fuerzas. «Concéntrate en el dolor físico».

—Yo no sabía que era un psicópata. Solo fui otra víctima de ese maldito violador. —Al ver la expresión de Lund, añadió—: No en ese sentido. Solo quiero decir que… no fue culpa mía. La justicia me dio la razón, por mucho que la prensa sensacionalista no lo hiciera.

—Lo sé perfectamente —dijo Lund, bostezando sin disimulo alguno—. Voy a decirle lo que diría la prensa en el caso de que esa mujer fuera lo bastante inteligente para acudir a ella.

—No se moleste —repuso Charlie—. Mándeme la factura por la hora que ha dedicado a dejar mi autoestima por los suelos. Pero la comida se la paga usted.

Lund liquidó la sugerencia con un gesto de la mano.

—Aquí me conocen mucho —dijo. ¿Qué demonios significaba aquella frase?—. No la tome conmigo… Estoy intentando ayudarla. Lo mejor que puede hacer es olvidarse de todo: el psicópata, la prensa sensacionalista, esa mujer… Olvídese de todo. ¿Por qué permite que todo eso la haga sentirse mal? Tiene que dejarlo atrás.

Charlie no conseguía respirar. Lund se había negado a ayudarla en todo lo que le había pedido y ahora trataba de engatusarla con trillados tópicos de andar por casa. Tenía ganas de matarlo.

Lund sonrió, como si acabara de recordar un chiste subido de tono.

—Olivia me contó que va a casarse.

Charlie se repitió mentalmente una y otra vez aquellas palabras. Liv no le había dicho que conociera a Lund personalmente.

—¿Ha visto a mi hermana hace poco?

—La semana pasada. Se llama Simon, ¿verdad? Su prometido. También es policía.

—Dígame, ¿hasta qué punto conoce a mi hermana?

Vogue, Elle, The English Home… Las revistas que Lund le había puesto como ejemplo eran las que compraba Liv. «No, por favor. No».

—¿Hasta qué punto se conoce la gente? Liv no puede comprender por qué sus padres no han intentado hacerla cambiar de opinión con respecto a esa boda —dijo Lund amablemente—. Ella dice que lo ha intentado, pero que usted no quiere escucharla.

Charlie sintió que sus entrañas se habían convertido en plomo. Abrió la boca para decir algo, pero descubrió que no podía hacerlo. Todas las palabras estaban fuera de su alcance.

—Tengo la sensación de que usted no escucha a nadie —añadió Lund, moviendo los ojos para echar un vistazo a su blackberry.

¿Sería un mensaje de Olivia?

Charlie cogió su bolso, que estaba colgado en la silla, y salió del restaurante. Fuera, caminando a toda prisa sin rumbo, se dio cuenta de que se le había roto la correa. Oyó un grito sofocado que debió dar ella misma. ¿Qué podía hacer? ¿Adónde podía ir? No, al apartamento de Olivia no. Si ahora viera a su hermana, la mataría. Era mejor tratar de calmarse antes. Sacó el móvil del bolso para comprobar que seguía apagado. Se moría de ganas de llamar a Simon, pero sabía que si hablaba con él en su estado acabarían peleándose. Simon, al igual que Dominic Lund, tampoco entendía por qué no se había enfrentado abiertamente a Ruth por el asunto de los artículos. Sí admitió que lo de la pared era algo muy extraño, pero no entendió por qué la había alterado hasta ese extremo. «Cree que mi reacción es exagerada».

Mientras trataba de encender un cigarrillo, le llamó la atención el nombre de una calle: «Charlotte Street». ¿Cuántas Charlotte Street podía haber en Londres? Charlie contestó a su propia pregunta: más de una, seguramente. Y aun así, era posible. Era una buena zona y no tardó mucho en descubrir, un poco más allá, lo que parecía ser una galería de arte.

Metió el cigarrillo aún apagado y el mechero en el bolso y echó a correr. Unos segundos más tarde, la posibilidad se hizo realidad. En el escaparate, escrito en letras naranjas y marrones, figuraba el nombre: TiqTaq. Aquella era la galería de la que le había hablado Ruth la noche anterior. Charlie respiró profundamente y entró.

¿Se podía considerar arte un papel recortado? Charlie no quiso preguntárselo a la mujer de mediana edad, vestida con una chaqueta de patchwork, que estaba sentada detrás de una vieja mesa de madera, al fondo de la galería. Estaba al teléfono, tratando de pedir hora para depilarse las piernas. Al principio su voz sonó jovial cuando dijo: «Lo entiendo perfectamente», pero luego se fue impacientando, al darse cuenta de que todos los días de la semana siguiente estaban completos. Charlie se preguntó si sería la mujer que Ruth había conocido en la feria, Jan o algo por el estilo, la dueña de la Galería TiqTaq.

Si lo era, se suponía que todas las obras que estaban expuestas habían merecido su aprobación. Charlie apreció el mérito de las largas hileras de muñecas de papel cogidas de la mano que colgaban de la pared. Cada una había sido recortada en un papel de diferente color y de distinto tamaño; una etiqueta revelaba su precio, que oscilaba entre las dos y las cinco mil libras. Charlie se dijo que habría sido capaz de hacer eso. Unas cuantas hojas de papel, unas tijeras… Vaya chollo.

—¿Puedo ayudarla en algo? —La mujer había colgado el auricular—. ¿Quiere que le hable un poco de la exposición? Soy Jan Garner, la dueña de TiqTaq.

Así pues, Ruth Bussey no le había mentido sobre eso. En realidad, Charlie se había creído su historia de principio a fin. A pesar de lo que sentía por Ruth en aquel momento, era capaz de saber cuándo alguien dejaba de mentir; la sensación de alivio era inconfundible. Simon no estaba de acuerdo; la noche anterior habían discutido sobre ello. «Nunca puedes fiarte de alguien que ha mentido una vez —había dicho él—. Los embusteros inteligentes admiten las mentiras que han contado para que no descubras las que te están contando en ese momento».

Charlie estrechó la mano que le tendía Jan Garner.

—Charlie Zailer —dijo—. La verdad es que espero que pueda ayudarme con otro asunto… que no tiene nada que ver con la exposición.

—Si puedo, estaré encantada de hacerlo —repuso Jan—. ¿Le apetece una taza de té?

Charlie se preguntó si funcionaría la charla amistosa. En caso afirmativo, tanto mejor, ya que no tenía ningún motivo oficial para estar allí.

—Sí, gracias.

Earl grey, lady grey, lapsang, verde a la menta, verde con jazmín, limón y jengibre…

—Un earl grey será perfecto —contestó Charlie.

La larga lista de tés aromáticos le recordó a Olivia, que era capaz de beberse una infusión de hinojo y ortigas, y no dudaría en tomarse unas malas hierbas con el agua sucia del baño siempre y cuando tuvieran su correspondiente etiqueta. Charlie trató de no seguir pensando en su hermana.

Mientras Jan preparaba las infusiones, Charlie cogió un folleto de una bandeja de plástico que había junto a la puerta y leyó lo que decía sobre la exposición de muñecas. Se titulaba «Bajo la piel». Las muñecas, contrariamente a lo que había imaginado, no estaban recortadas en papel, sino en páginas de mapas de carreteras que luego se pegaban y eran «tratadas con acuarela», de modo que cada hilera parecía una sola hoja de papel sin recortar. Charlie se preguntó cuánto tiempo habría llevado hacerlas y cuál era su sentido, aparte de demostrar que las apariencias, a veces, engañaban. Vaya idea. ¿Era realmente necesario demostrar algo tan obvio?

Jan se acercó desde el fondo de la galería con dos enormes tazas de porcelana.

—Bueno, ¿de qué se trata? —dijo, tendiéndole la infusión a Charlie.

—¿Conoce la obra de una pintora llamada Mary Trelease?

La sonrisa de Jan se tensó de inmediato.

—Ya no tengo contacto con ella —dijo.

—Me preguntaba… He visto alguno de los cuadros de Mary y…

—¿Ha visto la obra de Mary? ¿Dónde?

—En su casa.

Jan se echó a reír.

—¿La dejó entrar y le enseñó su obra? En tal caso, me imagino que será íntima amiga suya, si no la única.

—No, no, nada de eso. —Charlie sonrió y se refugió tras la taza de té—. Apenas la conozco. Solo la he visto una vez, eso es todo. La visité por otros motivos.

—Si ha dejado que una desconocida viera sus cuadros, no se parece en nada a la Mary Trelease que yo conozco. No los vende ni los expone; no quiere ningún tipo de promoción.

—¿Cómo la conoció? —preguntó Charlie.

—¿Por qué le interesa saberlo, si puedo preguntarlo? ¿Puede repetirme su nombre?

Charlie decidió que sería mejor ser franca. Le dijo a Jan cómo se llamaba y que trabajaba en la policía de Culver Valley.

—Lo siento —dijo—. Estoy tan acostumbrada a hacer preguntas que, cuando no llevo el uniforme, debo persuadir a la gente para que las conteste en vez de ordenárselo.

—Mary vive en Culver Valley —dijo Jan, con una mirada suspicaz—. ¿Su interés por ella es personal o profesional?

Charlie sorbió un poco de té y reflexionó a fondo antes de contestar.

—Hoy tengo el día libre —reconoció—. Se supone que debería decir que es personal, aunque oí por primera vez el nombre de Mary Trelease cuando alguien… —Charlie se interrumpió—. Me temo que no puedo decírselo. Hay una investigación de la policía en marcha o…, mejor dicho, podría haberla.

—Ha dicho que fue a visitar a Mary Trelease por otros motivos. —Viendo la expresión de Charlie, Jan hizo una pausa—. ¿Forma eso parte de lo que no puede contarme?

—Me temo que sí. Mire, como le decía, no he venido aquí como policía, sino como alguien interesado en el caso. No tiene ninguna obligación de hablar conmigo.

—No me importa contarle lo poco que sé de Mary. —Jan parecía estar más tranquila—. Así pues, está claro que no es usted su mejor amiga.

Charlie sonrió.

—Si está pensando en ahorrarse algún comentario violento, debe saber que no es necesario. A mí me da igual que Mary le caiga bien o mal. Solo quiero averiguar todo lo que pueda.

Jan asintió con la cabeza.

—Nunca había oído hablar de ella hasta el mes de octubre del año pasado, cuando se presentó aquí por sorpresa, sin cita previa ni nada. Usted la conoce, ¿no? Entonces ya sabe que tiene un aspecto muy particular, con ese pelo y esa forma de hablar tan esnob, como si fuera una reina que ha perdido su trono. La verdad es que me intimidó un poco.

«A ti y a mí», pensó Charlie.

—Se presentó aquí con un cuadro que quería enmarcar. Me dijo que vivía en Spilling y que se había peleado con la gente de la galería a la que solía ir, la que le enmarcaba todas las telas…

—¿Le contó el motivo de la ruptura?

—No, no se lo pregunté.

—Lo siento. Continúe.

—Me dijo, con cierta prepotencia, que iba a enmarcarle el cuadro e incluso me dijo lo que tenía que cobrarle…, que era lo mismo que le habría cobrado su antigua galería. Me habría echado a reír de no ser porque era evidente que estaba hablando en serio. Me dijo que a partir de ese momento yo me encargaría de enmarcar sus cuadros, pero entonces tuve que interrumpirla para decirle que yo no me dedicaba a enmarcar. Tuve que armarme de valor, déjeme que se lo diga. Llevaba aquí menos de cinco minutos y yo ya estaba aterrorizada ante la idea de decepcionarla.

Charlie sonrió. Estaba acostumbrada a gente que hablaba a trompicones o, con un poco de suerte, decía alguna incoherencia. Sin embargo, Jan Garner era una agradable excepción.

—Fue difícil decirle, sin que sonara pedante, que las galerías de Londres que venden arte contemporáneo, a diferencia de las de Spilling, no se dedican a enmarcar. Los artistas a los que yo represento me traen sus cuadros ya enmarcados.

—¿Cómo se lo tomó cuando se lo dijo? —preguntó Charlie.

—Oh, fatal. Mary se lo tomaba todo mal. Me ofrecí a recomendarle algunos enmarcadores, pero no me dejó hacerlo. Le pregunté por qué había venido a Londres. A ver, ya sé que el viaje en tren no es muy largo, pero aun así…, ¿no le habría sido más sencillo buscar un enmarcador en Spilling? Debe de haber otros aparte de la galería con la que se había peleado.

Aparte de Saul Hansard, Charlie solo conocía otro: Aidan Seed.

—¿Y qué le dijo ella?

—Que sus cuadros debía enmarcarlos yo. Salvo eso, no dijo nada más. A día de hoy aún ignoro el motivo de que me eligiera a mí y no a otro, o cómo llegó hasta aquí. Más adelante, cuando ya manteníamos una relación profesional y nos conocíamos mejor, volví a preguntárselo, pero siguió sin decírmelo. —Jan captó la expresión de perplejidad de Charlie y añadió—: ¡Oh, lo siento! Habría tenido que decir que acepté. Sí, al final acabé enmarcando los cuadros para Mary. Bueno, mejor dicho: lo hizo un amigo mío. Mary Trelease es una mujer que sabe cómo conseguir lo que se propone.

—Pero usted le dijo que no se dedicaba a enmarcar —repuso Charlie—. ¿Cómo logró convencerla?

—No lo hizo ella, sino su cuadro. Abberton. —Jan se quedó mirando al vacío y suspiró—. Era muy bueno, algo realmente especial.

Charlie se quedó mirando la hilera de muñecas que tenía más cerca.

—De una forma diferente a esto —dijo Jan, leyéndole el pensamiento—. Los cuadros de Mary… El primero que vi, y todos los que vi después… estaban vivos. Eran hermosos y feos al mismo tiempo, llenos de pasión.

—Así pues, aceptó porque le gustaba su obra —resumió Charlie.

Abberton: otro particular sobre el que Ruth Bussey no había mentido.

—De entrada no —repuso Jan—. Al principio traté de convencerla de que me dejara ser su marchante. Fue entonces cuando me dijo que no vendía ninguno de sus cuadros y nunca lo haría. Y fue también cuando tuve que aceptar sus reglas: no podía enseñar su obra ni mencionar su nombre a nadie… ¡Oh, era absurdo! Era incapaz de comprender a esa mujer, pero me di cuenta en seguida de que si quería mantener la relación con ella, tenía que aceptar todas sus condiciones, lo cual implicaba enmarcar sus cuadros. Yo esperaba que con el tiempo cambiara de opinión y expusiera su obra, pero nunca lo hizo. Al menos, no lo hizo mientras mantuvimos el contacto. Ahora no sé lo que hace; seguro que usted lo sabe mejor que yo.

Jan dedicó a Charlie una mirada interrogativa.

—Sigue igual. Aún es muy reservada en lo referente a su obra. ¿Tiene alguna idea de por qué es así?

—Podría aventurar alguna hipótesis —repuso Jan—. ¿Miedo al fracaso? ¿Miedo a que entren en juego consideraciones comerciales que podrían cambiar las cosas? Al prohibir la venta de una obra, no se puede saber si la gente querría comprarla o no. Si no se deja que el público vea un cuadro, no puede rechazarlo. Mary solía decir que era una cuestión de principios, que no se podía ni debía poner un precio al arte, aunque yo nunca me lo creí. El mundo del arte mastica a las personas y luego las escupe. Es despiadado.

Charlie no pudo evitar sonreír.

—Estamos hablando de gente que compra o no compra un cuadro. No se trata de algo que ponga en peligro la vida de alguien, ¿verdad?

—Puede tomárselo a risa, pero podría contarle algunas historias terribles. Hace poco, un artista muy joven vendió todos los cuadros que había pintado para su licenciatura a un coleccionista de fama mundial. Normalmente, cuando ocurre algo así significa que has triunfado, pero en ese caso no funcionó. Hubo una reacción muy violenta ante el hecho de que un único coleccionista pudiera disparar la cotización de un artista. Tanto el uno como el otro se convirtieron en el blanco de uno de los más despiadados de boca en boca que jamás haya visto. Lo irónico de este caso es que el artista es un chico de gran talento; su trabajo es excelente.

—¿Y a qué vino esa reacción despiadada? —preguntó Charlie.

—No era el momento oportuno, eso es todo. Ya había ocurrido antes en muchas ocasiones; nosotros lo llamamos «el efecto Charles Saatchi». Bastó con que unos cuantos artistas iniciaran así sus carreras y alcanzaran fama mundial para que de repente todo el mundo fuera sospechoso y se aseguraran de que nadie más pasara por los agujeros de la red.

Charlie apuró el resto del té y trató de parecer más compasiva de lo que se sentía en realidad. Si Charles Saatchi le hubiese lanzado unos cuantos millones, no le habría preocupado que mucha gente la criticara. Se habría comprado unos tapones para los oídos con incrustaciones de diamantes y se habría ido a una playa del Caribe para tumbarse en la arena, donde aquellos envidiosos cabrones no pudieran encontrarla.

Jan tenía los ojos abiertos de par en par y muy brillantes mientras recordaba otra triste historia de su repertorio.

—Hace unos años representé a un artista fantástico, alguien fuera de lo común: tenía talento, era ambicioso y tenía el éxito garantizado.

—¿Era mejor que Mary Trelease? —preguntó Charlie, sin poder evitarlo.

Jan se mordió el labio mientras lo pensaba.

—Era diferente. Pero no, no era mejor. Es difícil afirmar que alguien sea mejor que Mary. Mary es un genio.

—¿Y ese otro artista no lo era?

—Sí, creo que sí…, pero de un modo diferente de Mary, menos evidente. Hizo su primera exposición conmigo. Él no tenía grandes expectativas, y yo tampoco… El éxito suele llegar poco a poco, y eso cuando llega. Me esforcé por promocionarlo, pero no es fácil cuando se trata de una primera exposición. Al vernissage asistió bastante gente, aunque nada extraordinario; solo se vendieron tres cuadros. Pero, de algún modo, aunque la primera noche no había sido nada del otro mundo, se corrió la voz. Yo siempre digo que la calidad acaba imponiéndose. Al cabo de tres días, se habían vendido todos los cuadros de la exposición, del primero al último, y todos a gente ansiosa por comprar otros cuando estuvieran disponibles.

Jan se llevó la mano al cuello, que estaba un poco enrojecido.

—Fue el momento más emocionante de toda mi carrera, sin duda alguna —dijo—. Tenía que sacarme de encima a los coleccionistas. Y digo coleccionistas, en plural; no me estoy refiriendo a un único comprador que quisiera adquirir todo el lote solo para conseguir publicidad. —Jan exhaló un largo suspiro—. Me deprimo al recordar todo aquello.

—¿Qué fue lo que salió mal? —preguntó Charlie.

—Llamé al pintor para decirle que había vendido todos sus cuadros y que los compradores querían más. Como puede suponer, él estaba entusiasmado; aquello era mucho más de lo que podía soñar. Después de eso, esperé, esperé y esperé, pero no sabía nada de él. Lo llamé, pero no me devolvía las llamadas. Tardé un poco en darme cuenta de que me estaba evitando. En un ataque de paranoia, incluso llegué a pensar que había decidido prescindir de mí, acuciado por el éxito. ¿Por qué iba a pagar una comisión a una galería cuando podía quedarse con todo el dinero? Pero no era eso. Cuando al fin pude localizarlo, me dijo que había dejado de pintar.

—¿Qué?

Charlie se quedó atónita.

—Me dijo que no podía seguir pintando. Cada vez que cogía el pincel, se quedaba bloqueado. Traté de convencerlo de que buscara ayuda, pero no quiso. Lo único que quería era dejar atrás toda la historia. No podía obligarlo.

—Vaya idiota —dijo Charlie, sin poder evitarlo.

—El éxito conlleva expectativas y una gran presión. —Jan parecía triste—. Puede que la postura de Mary sea la más sensata. Aun así, es una tragedia que todos esos maravillosos cuadros no pueda verlos nadie, salvo ella. Pinta unos retratos increíbles. ¿Ha visto alguno?

—Sí —dijo Charlie—. Los de sus vecinos.

—Me parece improbable. —Jan se echó a reír—. A Mary no le interesa la gente que ha tenido una vida fácil. En una ocasión me dijo: «Solo quiero pintar a gente que haya sufrido de verdad». Ella solo pinta a los desamparados, a gente muy necesitada. Había un barrio… Ahora no recuerdo el nombre…

—¿Winstanley?

—Sí, exacto.

—Son sus vecinos —insistió Charlie—. Mary vive en el barrio de Winstanley, en una calle sin salida de una zona degradada en la que nadie se metería solo de noche, o ni siquiera de día. Vive rodeada de… —Charlie estuvo a punto de decir «la escoria de la escoria», pero decidió callarse. Tenía la sensación de que la idea que Jan tenía sobre los marginados era más optimista que la suya.

—Pero Mary… —Jan parecía confusa—. Ella… Siempre pensé que viviría en algún lugar…, bueno, ya sabe… Es decir, ¿qué hace una chica que fue educada en Villiers viviendo en un barrio marginal?

—¿Villiers?

Charlie había oído hablar de ese sitio.

—Es un internado femenino, en Surrey. Lo conozco porque me crie en un pueblo cercano —explicó Jan, en un tono de disculpa—. Mary fue a la escuela con ricas herederas y las hijas de las estrellas de cine. Se lo juro.

—¿Es de familia rica?

Charlie se acordó del número 15 de Megson Crescent, de sus paredes desconchadas y sus alfombras llenas de manchas.

Jan se rio.

—Eso me imagino, si la mandaron a Villiers. Me dijo que cuando ella estuvo allí, la matrícula costaba unas quince mil libras al año, y eso fue hace mucho tiempo. Muchos de sus amigas eran de la nobleza. Mary me dijo que la mayoría eran idiotas, aunque nunca parecía valorar en exceso la capacidad intelectual de nadie.

—¿Ha visto otros cuadros suyos aparte de los que le traía para enmarcar? Cuando estuve en su casa vi algunos que no tenían marcos, apoyados contra la pared. Creo que representaban a una familia que había vivido en el barrio.

Jan parecía desconcertada.

—Mary estaba obsesionada con enmarcar sus cuadros. No consideraba acabado un cuadro hasta que tenía su marco. Me torturaba sin piedad; quería que se los enmarcara lo antes posible. Era casi como si…

—¿Qué?

—No lo sé. Como si pensara que no estaban a salvo hasta que los protegía un cristal o algo por el estilo. O como si pensara que carecían de valor sin un marco. ¿Está segura de que esos cuadros sin enmarcar que vio eran suyos?

—Segurísima.

—Qué extraño… —Jan se rascó la clavícula, pensativa—. No estoy diciendo que esté equivocada, porque el estilo de Mary es inconfundible, pero no lo entiendo. No es propio de Mary dejar un cuadro sin enmarcar. —Se quedó mirando su taza, que estaba vacía—. ¿Le apetece un poco más de té?

—No, gracias —dijo Charlie—. Debo irme en seguida. —No sabía cómo preguntarle a Jan por la feria de arte Access 2 sin parecer que quería pillarla en falso: «Conozco a alguien que dice que le mintió»—. Entiendo que ya no enmarca los cuadros de Mary —dijo, al final—. ¿Qué pasó?

—Dos cosas, y en muy poco tiempo. Mary pintó un cuadro que me disgustó: el tema me pareció escabroso, y no traté de disimularlo. Ella se lo tomó muy mal. Aun así, lo mandé a enmarcar, pero eso no fue suficiente. Estaba acostumbrada a verme entusiasmada con todo lo que hacía, y lo último que esperaba es que desaprobara una obra suya, pero no pude evitarlo.

—¿Por qué?

—El tema del cuadro era una mujer joven que…, bueno, estaba muerta. —Jan empleó nuevamente un tono de disculpa—. Ahora no recuerdo su nombre, aunque en su momento sí, porque también era el título del cuadro. No se trataba de ningún vecino… Era una compañera de escuela de Mary, otra alumna de Villiers. Una escritora que solo había escrito una novela antes de ahorcarse. Una tragedia; era muy joven. Bueno, no quiero decir que el suicidio no sea algo trágico a cualquier edad… Ojalá recordara su nombre…

—Puede que Mary estuviera muy unida a esa chica —sugirió Charlie, recordando lo que Mary le había dicho con respecto a pintar a gente que le importaba. «Es como provocarte un shock emocional».

—Sí —repuso Jan—. Me dijo que eran inseparables, que aquella mujer que para mí no significaba nada lo había sido todo para ella. Como si eso le diera derecho a hacer lo que se le antojara, y yo tuve que callarme si sabía lo que me convenía. —Al ver que Charlie parecía perpleja, añadió—: Lo siento, debería haberme explicado mejor. Mary pintó a esa chica muerta, con una soga al cuello. —Jan se estremeció—. El cuadro representaba la escena del suicidio en toda su crudeza, con todos sus macabros detalles. Era un cuadro absolutamente grotesco. No creo que me hubiera impactado más la visión de un cadáver de verdad. Quiero decir…, aquella pobre chica… ¡Oh, tengo el nombre en la punta de la lengua! ¿Cómo se llamaba? Ya me acordaré. —Jan parecía enojada—. Ya sé que la mujer estaba muerta y que eso no podía afectarla, pero aun así, su familia… Aunque Mary nunca enseñe ese cuadro a nadie, aunque solo lo tenga en el desván…

Charlie volvió a pensar en la zona prohibida: Ruth Bussey y la pared llena de recortes de periódico. Jan habría entendido por qué quería destruirlos, aunque Dominic Lund no fuera capaz de comprenderlo. La idea de que estuvieran allí, de que existieran, era insoportable, independientemente de que alguien los viera o no. Charlie sintió que algo se le congelaba en la boca del estómago.

—Eso me instó a decirle sinceramente lo que opinaba del cuadro y luego me insultó por lo que le había dicho —dijo Jan—. Empezó a hablar de asesinato, como si yo la hubiera acusado de algo.

—¿Asesinato? Pensaba que había dicho que esa mujer se había suicidado.

—«Todos pensaron que la había asesinado». «Yo soy una artista, no una asesina… Yo no la maté, solo la pinté». Decía cosas así… Sí, esa mujer se suicidó… Cuando Mary empezó a hablar de asesinato, me quedé desconcertada, y por eso volví a preguntárselo, para aclarar el asunto.

—¿Y qué le dijo Mary?

—Me dijo: «Ella eligió morir», como si esa elección le diera derecho a Mary a pintar a esa pobre mujer desfigurada por la muerte. —Jan se encogió de hombros—. Yo no estaba de acuerdo. Decidir morir y decidir que pinten un retrato de tu cadáver son dos cosas muy distintas, ¿no le parece?

«Ella eligió morir». Eso no significaba necesariamente lo mismo que «se suicidó». Podría significar «eligió comportarse de una forma que me obligó a matarla». En su vida anterior, cuando era inspectora, Charlie había oído innumerables versiones de aquella justificación. Y siempre en boca de asesinos.

—Mary no tenía intención de perdonarme lo que consideraba una traición —dijo Jan—, sobre todo tratándose de aquel cuadro en particular. Esa obra era muy importante para ella; era evidente. Después de eso, nuestra relación era muy forzada, y luego, cuando se produjo el desastre de la feria, se rompió por completo.

—¿Qué ocurrió?

—La causa fue el cuadro que Mary trajo la primera vez que vino a la galería, Abberton. Aquella obra también significaba mucho para ella. Mary tenía sus favoritos, como la mayoría de los pintores, ahora que lo pienso. Hay cuadros que son imprescindibles y otros que no. Mandé a enmarcar Abberton, pero a Mary no le gustó el marco que escogí. Unas semanas después me trajo de nuevo el cuadro y me dijo que quería el marco de color verde, de modo que lo mandé pintar. Mary siempre consigue lo que quiere. El cuadro estaba aquí, esperando a que viniera a recogerlo… Me dijo que lo haría en cuanto terminara la obra en la que estaba trabajando; odia que la interrumpan cuando tiene algo entre manos.

La expresión de Jan se ensombreció y, cuando volvió a hablar, lo hizo entrecortadamente.

—La que por entonces era mi ayudante, Ciara, decidió llevarse Abberton con todo el material que pensaba poner a la venta en una feria de arte, aunque le había dicho expresamente que aquel cuadro no debía exponerse. Ella ignoró mis órdenes. Más adelante me dijo que no me había oído decírselo, pero yo sabía que estaba mintiendo. Creo que decidió, y con razón, que era lo mejor que teníamos y que atraería a la gente al estand si lo colocábamos bien a la vista.

Por su tono de voz, Charlie dedujo que aquel asunto aún le dolía. Todavía no lo había dejado atrás, como diría el idiota de Lund.

—Nunca debería haber dejado que fuera Ciara quien montara el estand. No fue capaz de prever las consecuencias, porque en seguida apareció una mujer que quería comprar Abberton. Ciara siguió cavando su propia fosa cuando mintió, diciéndole que el cuadro estaba vendido. Al parecer, la mujer reaccionó de forma muy extraña; no parecía creerla. Insistió en que si no podía comprar el cuadro, compraría otro de la misma autora. Creo que Ciara se asustó de verdad… Pensó que aquella mujer podría ser una espía que Mary había mandado para pillarnos in fraganti.

—Me parece muy improbable —repuso Charlie.

—Debería haber visto a esa mujer. Parecía un poco trastornada. Me enteré de todo cuando volví a la feria para relevar a Ciara. El cuadro de Mary había desaparecido; Ciara lo había escondido, y yo ni siquiera sabía que se lo había llevado a la feria. Yo creía que estaba en el taller, esperando que Mary viniera a por él.

—Y esa mujer, ¿volvió?

Charlie trató de fingir que no lo sabía.

—Sí, y lo hizo acompañada de un hombre. Una vez más, la escena fue absurda. Era como si él fingiera no estar con ella; estaba de espaldas a nosotras, aunque escuchaba todo lo que decíamos. No me di cuenta de que estaba con ella; ni siquiera lo había visto hasta que él se alejó y ella echó a correr tras él. La mujer me dijo a gritos que por la mañana había un cuadro de Mary Trelease en el estand y que Ciara le había mentido. Evidentemente, yo no sabía de qué me estaba hablando y le dije que se equivocaba. No tardé mucho en imaginarme qué había ocurrido: poco después encontré Abberton escondido entre un montón de grabados, debajo de la mesa, pero la mujer ya se había ido.

—¿Cómo se enteró Mary? —preguntó Charlie, dando por sentado que lo había descubierto.

Al recordar el episodio, Jan arrugó la frente.

—Yo se lo conté. Tenía que hacerlo. No creía que la mujer de la feria fuera una espía ni algo así de absurdo, pero era posible que conociera a Mary y se lo contara. Pensé que debía hacer lo correcto y admitir el error.

—Me imagino que no se lo tomaría demasiado bien.

—Mary me colgó violentamente el teléfono. Al día siguiente, cuando vino a recoger el cuadro, no me dirigió la palabra; ni siquiera me miró. Desde entonces no he sabido nada de ella. No ha contestado a mis llamadas ni ha respondido mis cartas. Al final, me rendí.

—¿Y Ciara?

Charlie sintió curiosidad.

—Dejó la galería a la semana siguiente, después de la feria —respondió Jan, lacónicamente.

Entre líneas, Charlie supuso que la había despedido.

—Me imagino que no tendrá fotos de los cuadros que enmarcó para Mary.

Charlie sentía cada vez más curiosidad por Abberton. Quería saber a qué venía tanto revuelo.

—Las tenía. —Jan bajó la voz, como si temiera admitirlo—. Fue lo primero que Mary me hizo prometer, que nunca sacaría ninguna foto de sus cuadros. Cuando le hice la promesa, tenía intención de mantenerla, pero… después de haber enmarcado Abberton, al pensar que Mary vendría a recogerlo, tomé algunas fotos. No pensaba enseñárselas a nadie; solo quería tener un recuerdo de algo que me había causado un gran impacto y me hizo plantear mi trabajo desde otra perspectiva. Después del fiasco de Ciara y de que Mary me colgara el teléfono, borré las fotos de Abberton que guardaba en mi cámara y en mi ordenador. Pensé que era lo justo: nunca debería haber sacado esas fotos. Había abusado de la confianza de Mary Estaba claro que nunca íbamos a tener la clase de relación que yo había esperado. —Cuando Jan se volvió hacia Charlie, su frente estaba arrugada por la angustia—. De modo que no, no tengo fotos de Abberton —dijo—. Y tampoco de ninguna otra obra de Mary. Todos los días me pregunto si tomé la decisión acertada. Le parecerá ridículo que diga esto, es evidente que he tenido una vida fácil, pero pulsar la tecla para borrar esas fotos ha sido una de las cosas más dolorosas que he hecho en toda mi vida.