Lunes, 3 de marzo de 2008
La feria de arte Access 2, en el Alexandra Palace de Londres, fue la primera a la que asistí en mi vida. No sabía ni siquiera que existiera algo así hasta que Aidan me habló de ella. Uno de los artistas para los que trabaja iba a montar un estand allí y le mandó un par de invitaciones. Aidan abrió el sobre en el taller; debió de ser en octubre o noviembre del año pasado. Es raro; es el único detalle que no recuerdo. Todos los demás están grabados en mi memoria, como si alguien lo hubiera filmado todo de principio a fin y hubiera implantado esas imágenes en mi cerebro.
Vi sonreír a Aidan mientras estaba leyendo algo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Me tendió el sobre. Lo abrí y saqué de su interior dos tarjetas de cartón duro y un folleto doblado.
—¿Access 2? ¿Qué es eso?
Esperó a que leyera el folleto, sabiendo que toda la información importante estaba allí. Nunca hemos sido muy buenos respondiendo preguntas.
—Aquí dice que expondrán cientos de artistas —dije.
—¿Has estado alguna vez en un laberinto?
—¿Te refieres a uno como el que hay en Hampton Court?
—Sí, algo así —repuso Aidan—. Imagínate el laberinto de Hampton Court, solo que más grande. En lugar de setos, hay una interminable hilera de estands donde se venden cuadros, grabados, esculturas… Hay tantos que, una vez has entrado, crees que no vas a ser capaz de encontrar la salida. Empiezas a andar más deprisa, sin saber si ya has recorrido un pasillo diez veces o ninguna. Hay tantos cuadros que pierdes la capacidad de contemplarlos. Te sientes como si te hubieras comido una tonelada de pasteles, o su equivalente en imágenes. Llega un momento en que piensas que no serás capaz de volver a mirar un cuadro en toda tu vida…
—Nunca me sentiré así —le dije.
—… pero no te queda otra elección. Detrás de cada esquina descubres más cuadros: cientos de artistas y galerías ofreciendo su mercancía.
—¡Basta ya! —Me estaba tomando el pelo deliberadamente—. Será mejor que me digas la verdad.
Advertí un ligero cosquilleo en el estómago. Lo que Aidan había descrito era mi idea del paraíso. Ya estaba fantaseando con encontrar algo especial. Hacía meses que no experimentaba ninguna sensación fuerte ante un cuadro —no desde que vi Abberton, en el que trataba de no pensar con todas mis fuerzas—, aunque estaba acostumbrada a no ver más de nueve o diez al mismo tiempo, veinte, como mucho; no más de los que podían exhibirse en las paredes de una galería pequeña.
—No puedo perderme esto —dije, cogiendo las invitaciones como si alguien pudiese quitármelas.
—Empieza el jueves, 13 de diciembre. Lo único que tienes que hacer es ponerte de acuerdo con tu jefe para que te dé un día libre. ¡Ah, pero si soy yo! —Fingió pensar un poco en ello y luego añadió—: Puedes tomarte un día libre.
—No es necesario. Aquí dice que durará todo el fin de semana. Podríamos ir el domingo.
A veces, si había mucho que hacer, también trabajábamos el sábado, algo que ocurría a menudo.
—No, tómate el jueves libre —dijo—. Si vas a una feria de arte, es mejor estar allí el día de la inauguración.
—No es posible que se vendan todos los cuadros antes de que vayamos —protesté—. Además, lo que a mí me gusta nunca lo compra nadie… salvo yo.
—No lo decía por eso. Hay que ver todos los cuadros antes de que se vendan, o al menos cuando aún no se hayan vendido muchos. En cuanto empiezan a marcarlos con un puntito rojo, los ves con otros ojos: los éxitos y los fracasos; los que han gustado y los que el público ha rechazado.
—Pues vayamos todos los días —sugerí, apoyando el peso de mi cuerpo en un pie y luego en otro: estaba demasiado excitada para quedarme quieta—. De jueves a domingo. En cuatro días podremos verlo todo. Así no tendré que decidir con prisas y no me entrará el pánico pensando que se me ha escapado algo.
El rostro de Aidan perdió su expresión de alegría.
—Tienes razón —dijo—. Para hacerle justicia a la feria necesitaríamos todos esos días, pero…, Ruth, yo no puedo. No puedo cerrar el taller; ni siquiera un día. Hay mucha gente que confía en mí en función de los plazos de las exposiciones.
—¡Oh! —exclamé. Oí el ruido sordo de mi desilusión cruzando el aire, como el zumbido de una pelota después de un tiro fallido. No podía pensar en ir si él no me acompañaba. Apenas nos habíamos separado desde el día que nos conocimos, en agosto—. ¿No puedes…?
—¡Oh, al diablo! —dijo, cambiando tan repentinamente de opinión que al principio no lo entendí—. Que esperen. Que esperen todos.
—¿Eso significa que… irás?
—Iré, pero solo el jueves y el viernes. Volveré el viernes por la noche. Si es necesario, el sábado y el domingo trabajaré toda la noche para recuperar el tiempo perdido.
Sonreí.
—Entonces, no tendrán que esperar.
Aidan finge sentir desprecio por nuestros clientes, pero creo que los admira en secreto. Puede que incluso los envidie un poco. ¿Cómo no iba a sentir afinidad con los artistas cuando aborda su trabajo de un modo tan creativo? Cuando enmarca un cuadro para mí, nunca utiliza un marco prefabricado: parte de cero. Y lo mismo puede aplicarse a él: todos los marcos que cuelgan de la pared del taller, los que no tienen nada dentro, están totalmente hechos a mano. «Son las únicas obras de arte que tengo —me dijo en una ocasión—. En otros tiempos, los enmarcadores estaban considerados artistas, y los marcos obras de arte, antes de que empezaran a fabricarlos en serie. Hubo una época en que era normal que un marco costara más que el cuadro».
—Volveré contigo el viernes para echarte una mano —dije—. Con dos días será suficiente.
—Debemos empezar a entrenar ahora, como si fuéramos a correr un maratón —dijo Aidan—. Es la única forma de que podamos ver toda la feria. Nada de zapatos de tacón, o nunca lo conseguiremos.
Me eché a reír. Aidan me lanzó aquella mirada que me provocaba un vuelco en el corazón. Sabía que tenía ganas de abrazarme y besarme, pero no se atrevía a hacerlo. Y yo tampoco. En esa época, nos pasábamos horas y horas mirándonos, como si ambos estuviéramos atrapados detrás de un cristal. «Te quiero mucho», me decía, y yo le respondía lo mismo. Eso era lo que hacíamos en vez de acariciarnos. A ambos nos parecía normal. Yo sabía que la mayoría de las parejas se besaban o se cogían de la mano antes de declararse mutuamente su amor, pero me daba igual. Éramos Aidan y yo, y eso era lo único que importaba. Éramos perfectos, y eso bastaba. Eran los demás quienes vivían sus relaciones de una forma equivocada.
Aidan siguió trabajando con una hoja dorada.
—¿Qué te parece si reservamos un hotel en Londres? —me preguntó, en un tono de voz neutro. Yo sabía lo que eso significaba, y le dije que sí.
A partir de aquel día, solo pensaba en la feria. Aidan y yo hablábamos de ello a todas horas. Consultamos en la página web el nombre de todos los artistas que iban a exponer. Aidan había oído hablar de varios de ellos; ocasionalmente, habían sido clientes suyos, y algunos seguían siéndolo. Quiso que viera la página web de algunos artistas, pero yo le dije que no: prefería ver su obra por primera vez el 13 de diciembre, el día de la inauguración. A medida que se acercaba la fecha, empecé a preocuparme por cómo me sentiría cuando ya no pudiera volver a pensar en todo lo que me esperaba… Access 2, la noche en el hotel. No soportaba la idea de que las dos cosas que ansiaba con tanta avidez pertenecerían muy pronto al pasado.
Aquel jueves nos levantamos a las cuatro de la madrugada. Después de haber metido en mi bolsa negra todo lo que necesitábamos para pasar la noche, nos dirigimos en coche hasta Rawndesley, donde tomamos el tren de las seis para Londres, a fin de llegar a tiempo para la inauguración de la feria. En la estación de King’s Cross desayunamos en un bar donde un grupo de hombres tomaban pintas de cerveza y hablaban a gritos.
—Me cuesta creer que puedan beber así tan temprano —le comenté a Aidan, y por toda respuesta pidió una botella de champán.
—Hay formas y formas de beber —dijo—. Esta es la primera vez que viajamos juntos: hay que celebrarlo.
—Y también está la feria de arte —le recordé.
La sonrisa se borró de su cara.
—¿Aidan? ¿Qué pasa?
—Nada. Nada. —Lo repitió, y la segunda vez me sonó más convincente—. Si quieres pasarte dos días viendo arte, hazlo. Odio pensar que se acumula el trabajo, eso es todo.
—Trabajaremos el sábado y el domingo —le prometí—. Nos pondremos al día. Tampoco hay mucho que hacer. —Quería borrar de su cara esa expresión preocupada—. Debes aprender a ser tu mejor amigo —añadí.
Era un consejo que había leído en un libro titulado Cómo dirigir tu vida.
—¿Le dirías a tu mejor amigo que pasara todo su tiempo trabajando, o crees que merecería relajarse y distraerse de vez en cuando?
Eso lo hizo sonreír.
—Le diría que empezara a leer libros de verdad en vez de esas tonterías sobre crecimiento personal a las que parece tan aficionado —respondió, para fastidiarme—. Hay mejores formas de ayudarse a uno mismo que pasarse todo el día sentado, analizando tu propia psique, y trabajar duro es una de ellas…, eso es lo que le diría.
Le di un codazo en las costillas. No me importaba que se metiera conmigo. Era fantástico no estar de acuerdo con él y que eso no fuera un problema.
Llegamos al Alexandra Palace diez minutos antes de que abriera la feria de arte. Éramos los únicos que estaban esperando.
—Parecemos unos fanáticos —observó Aidan.
Le dije que me sentía orgullosa de serlo. Estábamos un poco achispados, soñolientos y llenos por culpa del bacón, los huevos y la morcilla que habíamos comido, pero sabía que me quitaría de encima el sopor en cuanto abrieran las puertas… Me pondría en marcha como si fuera un caballo de carreras.
En el amplio vestíbulo había dos mujeres sentadas detrás de una mesa, vendiendo entradas y programas. Estaba a punto de entrar en la sala a través de la doble puerta, pero Aidan me detuvo.
—Aguarda un momento —dijo—. Quiero enseñarte algo. —Compró un programa y lo abrió por la última página para que la viera—. Es la única forma de que veas lo que nos espera.
En la última página había un plano desplegable de la feria: en él estaban señalados todos los estands, unos cuadraditos blancos con un número negro. En total, eran cuatrocientos sesenta y ocho, dispuestos en dos enormes salas que se comunicaban. En el reverso del plano había una lista de todos los números con un nombre al lado: el artista o la galería correspondiente a cada estand.
—¡Aidan! —exclamé, agarrándolo del brazo—. Jane Fielder tiene un estand… El número 171.
No podía creer que no hubiera visto su nombre cuando Aidan y yo echamos un vistazo a la lista de artistas.
—¿Quién?
—Ya sabes… Algo maligno. Las huellas digitales rojas, el primer cuadro que compré.
—Tu artista favorita. —Fingió estar preocupado—. Quedarán pocos cuadros a la venta en su estand en cuanto hayas pasado por allí. Será mejor que alquile un camión y me busque un segundo trabajo… limpiando oficinas de madrugada.
—¿Crees que ella estará aquí?
—Hay veces que vienen los propios artistas y otras no. Bueno, ¿por dónde quieres empezar?
—Por Jane Fielder —dije, sin dudarlo.
Al principio seguimos el plano, pero el estand 171 estaba al final de la segunda sala y era imposible avanzar por los pasillos sin pararse a mirar. Me desvié una vez, y luego otra. La mayoría de los estands, si no eran de una galería, eran atendidos por los propios artistas y todos parecían dispuestos a hablar conmigo y a responder a mis preguntas sobre su obra. A la hora del almuerzo aún estábamos a mucha distancia del estand 171 y casi ni me acordaba de la lista que me había hecho mentalmente: los cuadros que podía estar interesada en comprar pero a los que quería echar un segundo vistazo.
—Tengo que apuntar el número de los estands que quiero volver a visitar —le dije a Aidan—. ¿Podríamos volver a la entrada y empezar otra vez, repitiendo el primer recorrido que hemos hecho?
Aidan se echó a reír.
—Ya te dije que esto era un laberinto. Podemos hacer lo que te apetezca, pero…
—¿Qué?
—¿Por qué no nos limitamos a dar un paseo? Mañana tendrás todo el tiempo que quieras para hacer listas. —Al ver que su respuesta me había puesto nerviosa, añadió—: Ya sé que has encontrado muchas cosas que te apetece volver a ver, y que has conocido a gente que te ha caído muy bien, pero creo que aún no lo has visto.
—¿Visto qué?
—El cuadro que harías cualquier cosa por que fuera tuyo, ese cuadro por el que pagarías el doble de su precio por poder llevártelo a casa.
Nos pasamos el resto del día curioseando y charlando con los artistas. O, mejor dicho, era yo quien charlaba con ellos; Aidan se quedaba en un segundo plano, escuchando, feliz de dejarme a mi aire. De vez en cuando, entre un estand y otro, me advertía que no fuera tan efusiva.
—Estás dando esperanzas a los artistas —me dijo.
—Pero me gusta su obra —repuse—. ¿Por qué debería ocultar mi entusiasmo? Seguro que a ellos les encantan los halagos, aunque vengan de gente que no acabe comprando sus cuadros.
Aidan negó con la cabeza.
—Halagos menos compra igual a mentira. Esa es la ecuación que esa gente tiene en su cabeza. Hasta que no pones el dinero encima de la mesa, no te creen por mucho que digas que su obra te gusta.
Después de comer —un bocadillo rápido en el vestíbulo— me dirigí a un estand que me había cautivado. La pintora se llamaba Gloria Stetbay, una mujer que vestía con una extraordinaria elegancia. No pude hablar con ella; estaba rodeada de un montón de gente que no parecía dispuesta a dejar espacio a nadie más. Su obra era en su mayor parte abstracta, y me hizo comprender que los cuadros abstractos que había visto hasta entonces no eran lo que andaba buscando. Las telas de Gloria Stetbay parecían dunas multicolores, encrespadas y con textura; era como contemplar el contorno de unos extraños planetas que irradiaban luz. Trabajaba de tal manera las superficies y el color que, en mi opinión, convertía todo lo que había visto hasta ese momento en algo anémico.
Aidan sacudió un folleto ante mi cara.
—Estás en buena compañía —dijo—. Hay algunos cuadros suyos en la colección privada de Charles Saatchi. —A mí me importaba un bledo Charles Saatchi—. ¿Está aquí? —me preguntó Aidan—. ¿Lo hemos encontrado?
—No puedo permitírmelo. El más barato cuesta dos mil libras y no es el que más me gusta. No pienso decirte el precio de mi favorito.
—Te compro el que quieras —dijo, sorprendido de que fuera necesario decírmelo—. ¿Cuál es tu favorito?
—No. Es demasiado caro.
—Nada es demasiado caro si es para ti —dijo él, solemnemente.
Aún estábamos en el estand de Gloria Stetbay. Junto a nosotros, dos americanas hablaban de otra feria a la que habían asistido y a la que el día de la inauguración había acudido mucho más público.
—Londres ya no es lo que era —dijo una de ellas—. Incluso la revista Frieze empieza a tener mala pinta. ¿Y qué me dices de las hojas de afeitar? De repente, todo el mundo cubre las telas con hojas de afeitar… ¿Se supone que eso es vanguardista?
—No sabía lo que era experimentar una sensación agradable hasta que te conocí —dijo Aidan, sin importarle que alguien lo oyera—. Me encanta tu forma de apreciar el arte y de comprar cuadros, de seguir comprándolos, y no porque pienses en ellos como una maldita inversión, por las posibles ganancias o por el prestigio, sino porque ejercen una influencia positiva en ti. Cuando te gusta un cuadro, quieres tenerlo cerca, como si fuera una especie de amuleto. Para ti es algo mágico, ¿verdad?
Asentí con la cabeza. Yo nunca lo hubiera expresado de esa manera, pero tenía razón.
—Tú para mí eres exactamente eso —dijo Aidan—. Tenía intención de esperar un poco a pedírtelo, pero no puedo. ¿Quieres casarte conmigo?
No reaccioné como se supone que deben hacerlo las mujeres. No mantuve la calma ni me comporté con elegancia, diciéndole que lo pensaría. Lancé un grito y agité los brazos como una idiota.
—¿Eso es un sí? —me preguntó Aidan, como si pudiera haber alguna duda. No había ninguna duda, al menos en mi cabeza. A pesar de todo, él parecía preocupado—. ¿Seguro que no quieres esperar hasta mañana antes de decir que sí?
Sabía por qué lo decía: entre otras cosas, habíamos viajado a Londres para acostarnos por primera vez, y aquel no era el primer indicio de nerviosismo que veía en él.
—Seguro —dije—. Nada me haría cambiar de opinión.
—No digas eso —respondió él, con una expresión si cabe más ansiosa.
En vez de un anillo de compromiso, me compró el cuadro de Gloria Stetbay que me gustaba. Nunca conseguíamos llegar al estand de Jane Fielder; vagábamos alegremente sin rumbo fijo, comentando las obras que veíamos, cuáles tenían sustancia y cuáles no. Cuando recuerdo aquel día —lo cual hago con frecuencia— mi mente reproduce una imagen totalmente separada de lo que ocurrió después, como si un mundo entero se hubiera acabado aquel jueves, 13 de diciembre, dando paso a otro, nuevo, un mundo horrible y aterrador del que yo no quería formar parte.
Me acuerdo exactamente de cuándo ocurrió: a las diez y media de la noche. Habíamos cenado en un restaurante hindú llamado Zamzana. Llevábamos con nosotros el cuadro de Gloria Stetbay; lo habíamos apoyado contra la pared, para poder admirarlo mientras comíamos. Luego volvimos al hotel, el Drummond. En la recepción, Aidan se quedó atrás, dejando que fuera yo quien entregara mi tarjeta de crédito y estampara dos firmas en el formulario que me entregó la recepcionista. Era totalmente consciente de su presencia a mi espalda, mientras escuchaba todo lo que yo decía, todos los matices de mi voz, aunque solo respondí a si debían despertarnos y si queríamos el periódico por la mañana.
—No, gracias. El Independent, por favor.
En cuanto me dieron la llave, di la espalda al mostrador y me quedé mirando a Aidan. Estaba serio. Preparado.
—¿Tomamos una copa antes de subir a la habitación? —le pregunté—. Seguro que el bar aún está abierto.
Él negó con la cabeza, y yo me sentí como una cobarde. Habíamos esperado demasiado, ese era el problema. Ahora muchas cosas dependían de que todo saliera bien.
En silencio, nos dirigimos hacia el ascensor y subimos a la cuarta planta. Gracias a Dios, estábamos solos; en caso contrario, no creo que lo hubiera soportado. Cuando sonó la señal acústica y se abrieron las puertas del ascensor, decidí tomar la delantera, siguiendo las flechas de las placas metálicas. Quería que Aidan viese que era tan audaz como él. Mantuve el tipo hasta que tuve que abrir la puerta de la habitación con una de esas absurdas tarjetas. La lucecita seguía estando en rojo, y me puse nerviosa. Después del tercer intento fallido, tenía los dedos tan resbaladizos y empapados en sudor que ni siquiera pude sacar la tarjeta de la ranura. Aidan se ocupó de ello y la luz se puso en verde. Entramos.
Nos quedamos de pie junto a la cama de matrimonio, mirándonos.
—Bueno, ¿y ahora qué? —dije.
Aidan se encogió de hombros.
—Supongo que deberíamos acariciarnos o algo por el estilo.
Tendría que haberme parecido absurdo —quizá una carcajada habría eliminado la tensión—, pero era la primera vez que afrontábamos aquellos cuatro meses de ansiosa y agónica castidad que habíamos aguantado. Las palabras de Aidan bastaron para salvar la invisible barrera que nos separaba. Me acerqué a él y me lancé en sus brazos, estrechándome con fuerza contra su pecho. Pasaron unos segundos —un vacío que parecía ensancharse cada vez más— antes de que sintiera cómo me rodeaban sus brazos y fuera capaz de seguir respirando. Nos besamos. Durante más de una hora solo nos besamos, de pie, junto a la cama de matrimonio, con la bolsa negra a nuestros pies.
Al final, con los labios hinchados y doloridos, tuvimos que parar.
—¿Cómo estás? —le pregunté a Aidan.
—Bien —dijo él—. Mejor. ¿Y tú?
—Aún tengo miedo. —Inspirada por su franqueza, opté también por ser directa—. No sé cómo podemos pasar… a la siguiente fase.
—Yo tampoco.
—¿Cómo se comportan las otras parejas?
«¿Cómo lo hacía con los demás?», me pregunté. Diecisiete hombres, antes de Aidan. En aquellos tiempos me parecía fácil. La primera vez que Aidan me llevó a cenar, hablamos de las relaciones que habíamos tenido. Él me dijo que nunca había habido nada serio, tan solo «un montón de absurdas historias de una sola noche…, historias que terminaban de la misma forma que habían empezado».
—No hay otras parejas como nosotros —dijo Aidan—. Nosotros entendimos lo que teníamos en común desde el primer día, ¿no es así? Lo vi en tus ojos cuando te encontré frente a mi puerta, el verano pasado. Y tú también lo viste en los míos.
Asentí con la cabeza, sin decir nada. Su inesperada sinceridad me hacía sentir incómoda.
—Los dos hemos vivido un infierno y conseguimos escapar de él. Me he pasado la mayor parte de mi vida deseando enterrar todo lo que he pasado…, y tú parecías querer lo mismo.
—Aidan, no puedo…
—No nos hemos hecho preguntas, no hemos forzado nada. Creo que hemos respetado demasiado nuestra respectiva intimidad.
Sus palabras me hicieron sentir cobarde otra vez, pero no me importaba.
—No me preguntes nada —susurré—. No puedo.
—No va a funcionar —dijo. Capté la desesperación en su voz, como si algo se hubiera roto en su interior. Eso me asustó—. Así no conseguiremos que funcione, no si decidimos ocultar cosas importantes.
—Nos queremos. —Me temblaba la voz—. Eso es lo más importante, y no lo hemos ocultado.
—Ya sabes a qué me refiero. Sé que tienes miedo. Yo tampoco estoy tranquilo, pero creo que deberíamos sincerarnos. —Aidan se aclaró la garganta—. Yo estoy dispuesto a hacerlo, si tú también lo estás.
«A partir de ahora todo será más sencillo». Eso fue lo que dijo en cuanto yo accedí a lo que me pedía. Si se refería al sexo, estaba en lo cierto. Fue algo natural desde el primer momento, y así ha sido desde entonces: apasionado, intenso, entregado. Se convirtió en nuestro refugio, un lugar oscuro y seguro al que podíamos huir cuando la deslumbrante claridad de las cosas que no iban bien entre nosotros amenazaba con dejarnos ciegos. Resultaba irónico que el único aspecto de nuestra relación que hasta entonces habíamos obviado fuera lo que nos mantenía unidos.
En la habitación de aquel hotel, Aidan me contó que hacía unos años había matado a una mujer. En cuando me dijo su nombre, Mary Trelease, sentí cómo una fría garra apretaba mi corazón, una sensación de desequilibrio, de algo que no estaba en su sitio.
Tuve la inmediata certeza de que ya había oído ese nombre antes, aunque estaba segura de que Aidan no lo había mencionado hasta entonces. Era imposible que hubiese nombrado casualmente a una mujer que había matado en una de nuestras conversaciones. Me pregunté si no me estaría imaginando que ya lo había oído anteriormente. Por un momento, consideré la posibilidad de la telepatía. Si Aidan había matado a una mujer llamada Mary Trelease, tal y como afirmaba, su nombre debía haber quedado grabado en su memoria para siempre. ¿Era posible que hubiera pasado de su memoria a la mía sin haberlo pronunciado? Deseché la idea de inmediato. ¿Sería famosa Mary Trelease? ¿Era esa la razón de que me sonara su nombre? Lo peor era no saber y no encontrar una explicación. No podía conocer ese nombre, y sin embargo lo conocía. Me senté en la cama y me quedé quieta, presa del pánico. Quería preguntarle a Aidan quién era Mary Trelease, pero habíamos acordado no hacer preguntas, y todas las que se me ocurrían, mientras pensaba en silencio, me parecían frívolas y absurdas.
Después de su confesión, Aidan estaba en un estado lamentable. Era incapaz de mirarlo, pero le oía. Parecía que se estuviera desintegrando, pero yo solo podía estar allí, con las manos en mi regazo, mirando el suelo. Aidan y la violencia extrema, una violencia tal que acaba con una vida humana, eran dos polos opuestos. «No», me dije. No. Me los imaginé a «él» y a «ella», me permití pensar en sus nombres por primera vez en muchos años, y algo estalló en mi cabeza como no lo había hecho hasta entonces, convirtiéndolos en algo real; fue como si estuviera en aquella habitación de hotel con ellos y no con Aidan. Las tres figuras parecían fundirse hasta el punto de que no conseguía distinguir una de otra, y por un instante, muy fugaz, los odié a los tres por igual.
Aidan no paraba de repetir mi nombre.
—¿Ruth? ¿Ruth? ¡Dime algo! ¡Dime que me amas, Ruth! ¡Por favor!
Sin embargo, era incapaz de responder. Él extendió un brazo para tocarme, pero yo aparté su mano. Seguía allí sentada, en el borde de la cama, inmóvil como una estatua, sin decir ni hacer nada, aunque tenía ganas de gritarle, golpearle y decirle que era un asesino. Al final renunció a arrancarme una respuesta y cayó sobre nosotros un silencio ensordecedor. Lo rechacé cuando él más necesitaba mi amor, y ambos lo sabíamos.
Siento un gran remordimiento. Poco importa lo que Aidan haya hecho o no: me odio al pensar que aquella noche lo defraudé.
Pero, evidentemente, él no ha hecho nada. Y no soy la única que está convencida de ello; la policía opina lo mismo que yo.
No sé cuánto tiempo duró aquel horrible silencio. Solo sé que, al cabo de un rato, la niebla de horror que había cubierto mi mente se disipó. Recordé quién era Aidan: un hombre al que conocía y amaba. Si había matado a alguien, no podía tratarse de un asesinato. Tenía que haber una explicación lógica. Me levanté, lo estreché entre mis brazos y le dije que no me importaba lo que hubiera hecho: yo seguía amándolo. Y siempre lo amaría. Me odié a mí misma por haber pronunciado aquellas palabras —que no me importaba— refiriéndome a la vida de una mujer; solo lo dije para compensar lo que consideraba mi propia traición. ¿Cómo había podido sentir odio hacia él? ¿Cómo había sido capaz de creerlo? Aidan no era una mala persona. Ni siquiera era capaz de imaginarme pensando en él como un asesino. «Debe tratarse de un error», pensé. Aun antes de saber que no era cierto, no me lo creí.
Hicimos el amor durante horas, retrasando el momento en que no quedara más remedio que volver a hablar. El cielo de la mañana estaba empezando a dejar atrás la oscuridad cuando por fin, al amanecer, nos quedamos dormidos. Me desperté al oír a Aidan pronunciando mi nombre. Abrí los ojos y vi que no estaba sonriendo.
—Ya son las doce —dijo—. Hemos perdido medio día.
Su mirada era fría y apagada. Nunca me había parecido tan lejano, y eso me asustó.
Nos vestimos en silencio. Aidan dejó claro con sus gestos que no le apetecía hablar. Llamó a recepción y les dijo que llamaran un taxi. Le oí decir «En seguida» y «Alexandra Palace».
—¿Vamos a volver a la feria? —pregunté.
—A eso hemos venido.
—No tenemos por qué hacerlo —le dije. Era lo último que deseaba hacer. Quería estar a solas con él y no en un sitio lleno de gente y ruido—. Podríamos regresar a casa. Vayamos a casa.
—Iremos al Alexandra Palace —dijo, sin ninguna inflexión en la voz, como si en su interior tuviera una máquina que hablara por él.
Comprendí que algo no iba bien. Quería preguntarle qué le ocurría, pero habría sonado ridículo. La noche antes me había confesado un asesinato. Aquello habría sido un trauma para cualquiera, y hoy tenía que sufrir las consecuencias. Ambos teníamos que sufrirlas. Quería preguntarle quién más sabía lo que había hecho. Solo lo conocía desde hacía cuatro meses; puede que antes hubiera estado en la cárcel. Pero sobre todo quería disculparme por haberme quedado helada y no estar con él cuando me lo contó. Sin embargo, tenía tanto miedo de que no me perdonara que no lo hice.
Cuando llamaron desde recepción para decirnos que había llegado el taxi, le pregunté a Aidan si creía que el cuadro de Gloria Stetbay estaría seguro en la habitación.
—No tengo ni idea —me contestó, como si no le importara nada. Fingió no darse cuenta de que me había echado a llorar.
Llegamos a la feria e hicimos lo que se suponía que debíamos hacer: recorrer los pasillos de un estand a otro. Yo miraba los cuadros, aunque no los veía. Aidan ni siquiera lo hacía. Miraba al frente, con los ojos carentes de expresión, caminando como si su objetivo fuera contar los pasos que daba.
Al final, agarrándolo por el brazo, le dije:
—No lo aguanto más. ¿Por qué estamos así? ¿Por qué no hablamos?
Vi cómo apretaba los dientes, como si no soportara que lo tocase. Hacía menos de doce horas habíamos hecho el amor apasionadamente. Aquello no tenía sentido.
—Yo ya he hablado demasiado —murmuró Aidan, sin mirarme a la cara—. No debería habértelo contado. Lo siento.
—¡Por supuesto que debías contármelo! —Y en aquel momento cometí un error—. ¿Fue un accidente? ¿Lo hiciste en defensa propia?
Soltó una carcajada fuerte y llena de desprecio.
—¿Qué prefieres? ¿Accidente o defensa propia?
—Yo… Yo no quería…
—¿Y si no fue ninguna de esas dos cosas? ¿Y si hubiese matado a una mujer indefensa a sangre fría?
Sentí que mi rostro se contraía de dolor. Indefensa.
—Tú no hiciste eso. No eres capaz de hacer algo así —dije, con un hilo de voz.
—La gente cambia, Ruth. Una persona se convierte en otra a lo largo de su vida. Si amaras a la persona que soy ahora, me perdonarías todo lo que hice en el pasado, por muy malo que fuera. Yo te lo perdonaría todo, absolutamente todo. No existe un crimen tan horrible que yo no pudiera perdonarte al instante. Pero está claro que el sentimiento no es mutuo.
Respiraba pesadamente, ante mi cara, esperando una respuesta, pero yo no dije nada. Aidan seguía empleando unas palabras que me paralizaban como si fueran uno de esos aparatos que provocan descargas eléctricas; unas palabras que, siete años atrás, no dejaban de repetir en un juicio: «una mujer indefensa, cinta adhesiva en la boca…».
Cuando me recuperé y me di cuenta de que no había dicho nada, que no había sido capaz de responder, Aidan ya se había ido.
—¡Espera! —grité, pero él había doblado una esquina.
Corrí tan deprisa como pude, tratando de mantener los ojos fijos en el lugar donde lo había perdido de vista. Sin embargo, estaba histérica y temblando, balbuceando incongruencias entre dientes, convencida de que lo había alejado de mí para siempre. Había demasiadas esquinas, demasiadas intersecciones entre las hileras de estands. Inspeccioné un pasillo, luego otro, y hasta un tercero, pero no había ni rastro de Aidan. Desesperada, pregunté a un pintor que estaba sentado en uno de los cubículos blancos decorado con sus cuadros.
—¿Ha visto a mi novio? Debía estar aquí hace un minuto. Es alto y lleva una chaqueta negra con parches brillantes en los hombros.
Nadie lo había visto.
Fui de un lado a otro, por los pasillos de las dos salas. Aidan no se habría ido sin mí. No haría algo así. Nunca me abandonaría allí. Por casualidad, vi que me encontraba frente al estand 171, el de Jane Fielder. No le pregunté a la mujer que estaba allí de pie si era Jane Fielder ni le dije lo mucho que me gustaba un cuadro suyo que había comprado en la Galería Spilling. En aquel momento solo pensaba en encontrar a Aidan. «Cualquier cosa —me dije—. Le perdonaría cualquier cosa».
—¿Ha visto por aquí a un hombre alto, de pelo negro, con una chaqueta negra con parches brillantes aquí? —pregunté, golpeándome los hombros.
La mujer negó con la cabeza.
—Yo lo he visto —gritó una voz desde el otro lado del pasillo—. Ha pasado por aquí hace un minuto. Llevaba una especie de impermeable, ¿verdad?
Me di la vuelta y vi a una mujer joven. Llevaba el pelo teñido de rubio, que ya empezaba a mostrar las raíces, y un pañuelo de cuadros rojos en torno a la cabeza. Tenía unas piernas muy delgadas, cubiertas por unas medias de rejilla de color cereza sobre unos pantis negros y unas pesadas botas, también negras, que le llegaban hasta la mitad de las pantorrillas. Estaba en el estand de enfrente, sentada junto a un enorme cartel apoyado en el suelo que rezaba: «Galería TiqTaq, Londres».
Me acerqué a ella tan deprisa que estuve a punto de chocar con su silla y tirarla al suelo, aunque fui capaz de parar a tiempo.
—¿En qué dirección se ha…?
Me interrumpí cuando vi algo. No. No. Di un paso atrás. Aquello debía ser una broma de muy mal gusto; no podía ser otra cosa.
—¿En qué dirección se ha ido? —dijo la chica, terminando la pregunta por mí al ver que yo no era capaz de hacerlo—. Por allí…, hacia aquella salida. ¿Está usted bien?
No, no lo estaba. Tenía que irme, pero me faltaban las fuerzas para moverme. Me apoyé contra la pared que separaba el estand de Jane Fielder del contiguo y me quedé mirando el espacio reservado a la Galería TiqTaq que había delante. Me froté la frente con la mano, apretando con fuerza la piel con los dedos.
—Cuidado, se está apoyando en un cuadro —me advirtió una voz detrás de mí.
No podía hablar ni moverme. No podía hacer nada salvo mirar un cuadro con un marco de madera verde, colgado detrás de la mujer teñida de rubio. Destacaba entre todos los demás. Me habría fijado en él aunque no lo hubiera visto antes; era muy superior al resto de las obras que exponía la Galería TiqTaq.
Abberton. Enmarcado, firmado y fechado en 2007. Me obligué a cerrar los ojos. Los abrí de nuevo y volví a mirar, para asegurarme de que no estaba soñando. Me acerqué al cuadro, incapaz de fijarme en nada más; habría podido ser el único objeto en una sala vacía. Por fin comprendí por qué el nombre de la mujer que Aidan aseguraba haber matado me resultaba familiar. Había tramitado mucho papeleo para Saul; probablemente le habría mandado una factura o un recibo, o habría leído su nombre en una de las listas de «trabajos pendientes» que Saul solía colgar por todas partes.
Aquel nombre estaba pintado en nítidas letras negras en el extremo inferior derecho del cuadro que tenía ante mí: Mary Trelease.
Tardé cuatro segundos en darme cuenta de que si Mary Trelease había pintado Abberton en 2007, era imposible que Aidan la hubiera matado unos años atrás. Él estaba en un error. Me sentí inundada por una sensación de alivio. Evidentemente, Aidan no era un asesino; eso era algo que siempre había sabido. Lo único que debía hacer era encontrarlo para que viera el cuadro, pero la chica de la Galería TiqTaq decía que lo había visto dirigirse hacia una salida. ¿Y si ya estaba en un taxi, camino de King’s Cross?
No quería moverme del estand de TiqTaq. Sabía que no podía perder de vista Abberton. Era la prueba, indiscutible, de que Aidan no había hecho lo que había confesado. Pensé que podía haber más de una Mary Trelease, pero deseché la idea de inmediato. Aunque hubiera decenas o cientos de mujeres con ese mismo nombre, la artista que me había atacado en la galería de Saul debía ser la que Aidan creía haber matado. Ella era pintora y él enmarcador. Ambos vivían en Spilling; no podía ser una coincidencia. Tal vez se habían peleado. Puede que ella lo atacara —una hipótesis bastante consistente, por lo que yo sabía de ella— y él se defendiera… Mi cabeza empezó a trabajar a toda velocidad, considerando posibilidades, pero era incapaz de concentrarme en algo durante mucho tiempo. Aún estaba en estado de shock y no podía pensar con coherencia.
—Quiero comprar un cuadro —le dije a la chica del pelo teñido—. Ese.
Se encogió de hombros. Si quería olvidarme del hombre que estaba buscando y quería hacer negocios con ella, no tenía ningún inconveniente.
—Estupendo —dijo, aunque ni su tono de voz ni su actitud demostraban demasiado entusiasmo. Ni siquiera se había molestado en mirar el cuadro que le había señalado—. Déjeme que saque los impresos.
Lánguidamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo, se inclinó para abrir un cajón de su mesa.
—¿Le importaría colgar primero el cartel de «vendido»? —le pregunté, tratando de disimular mi impaciencia—. No me gustaría que alguien lo viera y pensara que sigue en venta.
La chica se echó a reír.
—Puede que no se haya dado cuenta, pero no hay gente haciendo cola. Desde ayer por la mañana, casi nadie ha echado un vistazo al estand. —Quitando el capuchón de un bolígrafo con los dientes, añadió—: Bueno, ahora rellenaré mis casillas, y luego le paso el impreso para que rellene las suyas. Ya sabrá que hay que pagar al contado, ¿no? Esto es una feria; aquí no puede dejarse un depósito.
Asentí con la cabeza.
—Aceptamos dinero en metálico, cheques y casi todas las tarjetas de crédito. ¿Cuál es el cuadro que quiere comprar?
—Abberton —dije.
Era mentira. No quería el cuadro; de hecho, era lo último que quería en el mundo. Y Mary Trelease tampoco quería que fuera mío. Lo había dejado muy claro. No podría colgar un cuadro en una pared cuando sabía que su autora no quería que estuviese allí. En cuanto localizara a Aidan y le mostrara Abberton, me lo sacaría de encima… Decidí que se lo regalaría a Malcolm. A menudo comentaba admirado mi colección.
«Por favor, haz que Aidan esté todavía en Londres», pensé. No quería llevarme Abberton a Spilling. La idea de tener el cuadro en casa era absurda. A pesar de que aún no lo había tocado y ni siquiera era mío, me sentía extrañamente oprimida por aquel cuadro. Siempre había sabido que era una obra que poseía mucha fuerza —eso fue lo que me llamó la atención la primera vez que lo vi—, pero desde el momento en que su autora me humilló y me traumatizó, toda la fuerza del cuadro parecía tener una carga completamente negativa. Era ridículo, lo sabía, pero me daba miedo.
—Abberton —repitió la chica muy despacio, escribiendo el título en el impreso—. ¿Nombre del autor?
—Mary Trelease.
Me sorprendió que yo tuviera que decírselo. Saul Hansard no lo habría preguntado. ¿Cómo podría representar bien a sus artistas si no sabía sus nombres ni los títulos de sus obras? Toda su actitud derrochaba indiferencia. Me pregunté qué comisión se llevaría TiqTaq. Aidan me había dicho que la mayoría de las galerías se quedaban con el cincuenta por ciento, incluso las que no se molestaban en promocionar la obra de un artista.
—¿Mary Trelease?
La chica levantó los ojos hacia mí. De repente, parecía estar nerviosa. Por un momento temí que me dijera algo que sabía que no era posible. «Debe de estar confundida. Mary Trelease murió hace unos años, asesinada».
La chica se acercó a Abberton y golpeó la superficie del cuadro con el bolígrafo.
—¿Este es el cuadro que quiere?
La incredulidad y la irritación de su voz me dieron a entender que le estaba complicando la vida.
—Sí.
Saqué la tarjeta de crédito de la cartera para demostrarle que no pensaba echarme atrás, esperando que me dijera que no podía comprar Abberton: Mary Trelease le había dicho que podía vender aquel cuadro a cualquier persona excepto a mí. Pero si yo no le había dado mi nombre a la chica, ¿cómo podía saber quién era?
—Lo siento, ha sido un error —dijo, con una sonrisa compungida—. Ya está vendido.
—¿Qué? Pero… No puede ser. El cuadro no tiene el puntito rojo.
Me di cuenta de que tampoco figuraba el precio: debajo del título y del nombre de la autora no había nada escrito. El resto de los cuadros del estand de TiqTaq tenían los precios, salvo uno o dos señalados con la etiqueta «NEV» —no está en venta—, en letras de imprenta. ¿Por qué la de Abberton estaba escrita a mano? ¿Habrían añadido el cuadro en el último momento?
—Ya se lo he dicho…, ha sido un error. Alguien trajo este cuadro ayer. —La chica seguía sonriendo, aunque no sin esfuerzo—. Quería pegarle la etiqueta de «vendido», pero no me dio tiempo. Tenía mucho que hacer.
—Me acaba de decir que apenas ha venido gente —le espeté—. No creo que el cuadro esté vendido. ¿Por qué no quiere vendérmelo?
Tenía que llevarme Abberton conmigo. A toda costa. Aidan tenía que verlo; el cuadro arreglaría las cosas entre nosotros, borrando de un plumazo su confesión y su rabia.
La chica entrecerró los ojos para observarme mejor, para examinar aquel extraño ejemplar que tenía ante ella.
—¿Cree que no quiero ganar dinero? Se lo vendería encantada si estuviera en venta.
La confusión y la desesperación consiguieron armarme de valor y le hablé a una perfecta desconocida como nunca lo habría hecho de no haber estado en juego algo tan importante.
—Enséñeme el contrato de venta —dije—. Enséñeme su copia, la de color amarillo.
Le señalé el impreso que había estado rellenando para mí. Todos los artistas y las galerías presentes en la feria utilizaban el mismo impreso con tres copias: una blanca, otra amarilla y otra verde. Aidan y yo vimos cómo la ayudante de Gloria Stetbay había rellenado uno el día anterior, guardándose la copia amarilla para ella.
—Esto es absurdo.
La chica del pelo teñido esbozó una risa, pero sonó poco convincente.
Me acerqué. Ella dio un paso para colocarse delante de Abberton, como si temiese que yo fuera a descolgarlo de la pared.
—Usted representa a Mary Trelease, ¿verdad? Si en el estand se expone un cuadro suyo, eso significa que la representa. —Aidan me había explicado a grandes rasgos cómo funcionaba el mundo del arte—. Si ese cuadro está vendido, me gustaría comprar otra obra de la misma autora. ¿Tiene más cuadros a la venta?
—No sabría decírselo. Tendría que pasarse por nuestra galería, en Charlotte Street, y…
—¿Hay alguien allí en este momento, algún compañero suyo? —Estaba decidida a insistir. Me estaba mintiendo, y quería obligarla a admitirlo—. Podría llamar y preguntárselo. Dígales que hay alguien que quiere comprar un cuadro de Mary Trelease, con la condición de que esté firmado, fechado y sea reciente.
—No hay nadie que… Mire, yo no… —Se estaba poniendo nerviosa. Extendió las manos hacia delante y luego las bajó, en un gesto conciliatorio—. Para ser sincera, no creo que tengamos más cuadros suyos, ¿de acuerdo?
—¿Usted la representa o no?
—No pienso discutir con usted los detalles de la relación que la galería tiene con una pintora en particular…
—Una pintora que se niega a vender su obra —dije, bruscamente—. No me equivoco, ¿verdad? Mary Trelease no vende sus cuadros a nadie. ¿Por qué?
Estaba segura de que mi intuición no me fallaba. Mary llevaba a menudo sus cuadros para que Saul se los enmarcara, ignorándome una y otra vez cuando pasaba junto a mí, aunque nunca exhibió su obra en la galería. Saul siempre exponía a artistas cuyos cuadros enmarcaba; siempre me decía que era la mejor manera de promocionar el trabajo de ambos. Entonces, ¿por qué no mostrar también el de Mary?
—No sé de qué me está hablando —respondió la chica—. Lo único que sé es que hemos vendido un cuadro suyo. Ese —dijo, señalando Abberton con el pulgar—. No puedo hacer nada; no puedo anular la venta. Con mucho gusto le venderé cualquier otro cuadro de los que tenemos aquí. Todos están en venta.
Negué con la cabeza.
—Si Abberton está vendido, supongo que quien lo haya comprado vendrá a recogerlo, ¿no? ¿Le dijeron cuándo?
Aidan me había dicho que una feria de arte no es como una exposición en una galería. No había que esperar hasta que terminara para recoger lo que se había adquirido; podías llevarte los cuadros cuando quisieras, antes del día de la clausura.
Al ver que la chica no me contestaba, seguí insistiendo.
—¿Van a venir a recogerlo o han pagado un suplemento para que se lo entreguen a domicilio? ¿Podría comprobar ese detalle en la copia del contrato?
—No, no puedo. Y aunque lo supiera, no podría… Mire, no sé qué más puedo hacer por usted. Espero no tener que avisar a seguridad…
La idea de que alguien pudiera sentirse amenazado por mí me dejó anonadada.
—Ya me voy —dije—. Solo… ¿Podría hacerme un favor?
Me miró con suspicacia, temiéndose lo peor.
—¿Podría encargarse de que el cuadro no se mueva de aquí hasta que vuelva? Me da igual que no pueda comprarlo… En realidad no lo quiero, pero necesito que mi novio lo vea…, y no sé dónde se ha metido.
—¿El tipo alto de la chaqueta al que estaba buscando?
Asentí con la cabeza.
La chica lanzó un suspiro y pareció calmarse.
—Haré lo que pueda —dijo—, pero si el comprador viene a recogerlo, no podré hacer gran cosa.
Me fui sin despedirme ni darle las gracias. Ya había perdido demasiado tiempo. La chica tenía razón. Si no me había mentido y era verdad que Abberton se había vendido, la persona que lo había comprado podía presentarse en cualquier momento para recogerlo. Salí a la calle y levanté el brazo para parar un taxi, pero me di cuenta de que no había ninguno; solo vi a un grupo de personas que parecían estar esperando. Una de ellas echó un vistazo a su reloj, suspiró y se alejó andando por la calle.
«¡Vamos!», exclamé, entre dientes. Tenía que pasar algún taxi. Tenía que volver al hotel… Seguro que Aidan estaba allí. No le quedaba otro remedio que pasar por allí para dejar la habitación y recoger la bolsa y el cuadro de Gloria Stetbay. Entonces apareció un taxi, pero una mujer con un traje pantalón gris que estaba hablando por el móvil se movió para hacerle una señal y abrió la puerta trasera. Salí corriendo hacia ella con la cartera en la mano y le ofrecí veinte libras si dejaba que lo tomara yo. Le dije que era una emergencia. Me observó, con expresión poco convencida, pero aceptó el dinero y, dando un paso atrás, me cedió el taxi.
Cuando llegamos al hotel Drummond, le dije al taxista que me esperara. No tuve paciencia para esperar el ascensor, de modo que subí a pie los cuatro pisos y me dirigí a la habitación 436. Aporreé la puerta y llamé a Aidan.
—Por favor, que esté dentro —susurré entre dientes—. Por favor.
La puerta se abrió, aunque solo un poco. Oí unos pasos que se alejaban. La abrí del todo y golpeó la pared. Aidan estaba en el centro de la habitación, de espaldas a mí. No podía haberme recibido peor, pero me daba igual. Sabía que aquel mal momento acabaría en cuanto escuchara lo que tenía que decirle.
—Mary Trelease —dije, jadeando.
Se dio la vuelta de inmediato.
—¿Qué aspecto tiene?
—No lo sé. Eso depende de lo que un cadáver tarde en descomponerse. Tendría que preguntárselo a un forense.
—Delgada, una exuberante mata de pelo negro en la que empiezan a verse algunas canas, un acento elegante, un cutis estropeado…, con arrugas, más propio de una mujer mayor. Un lunar marrón claro debajo del labio inferior… cuya forma recuerda a una llave inglesa doble… o a un hueso para perros tal y como lo dibujarías en un cómic…
Aidan soltó un gruñido y se acercó a mí, agarrándome los brazos con las manos. Grité, asustada por su violenta reacción.
—¿Qué estás diciendo? —me preguntó—. ¿De dónde has sacado esa descripción?
—La conocí. Escúchame, Aidan. Tú no la has matado; no está muerta. Es pintora, ¿verdad? ¿Recuerdas a la mujer de la que te hablé, aquella con la que me peleé en la galería de Saul? ¡Era ella! El cuadro que trajo, el que yo quería comprar…, pues acabo de verlo en la feria, en el estand de una galería. Se llama TiqTaq. El título del cuadro es Abberton. En él aparece una figura, aunque no tiene cara…
Aidan me soltó y retrocedió, tambaleándose, como propulsado por alguna fuerza.
—No —dijo. En la comisura de sus labios aparecieron unas manchitas blancas que se limpió con el dorso de la mano. Había empezado a sudar—. Cállate. ¡Cállate! Estás mintiendo. ¿Qué es lo que intentas hacer?
—¡Estás en un error! —exclamé, en tono triunfal—. Tú no mataste a esa mujer, ni hace unos años ni nunca. No está muerta. El cuadro que he visto, Abberton, está fechado en 2007. Hace seis meses, cuando la conocí, no estaba enmarcado, pero ahora sí. Ella está viva, Aidan.
No tuve que preguntarle si la descripción que le había dado de esa mujer era correcta; su rostro, lívido, mostraba una expresión de puro terror.
—Yo maté a Mary Trelease —dijo—. Pero tal vez tú siempre lo hayas sabido. Quizá por eso te presentaste en mi taller pidiendo trabajo y ahora me cuentas todo esto. —Su mirada ardía de rabia—. ¿Quién eres realmente, Ruth Zinta Bussey? —Su sarcasmo me partió el corazón—. ¿Cuál era el plan? —Se acercó a mí, muy despacio—. ¿Conseguir que me enamorara de ti para luego dejarme tirado? ¿Volverme loco? ¿Es este mi castigo o aún me espera algo más? ¿Piensas ir a la policía?
—¡No sé de qué me estás hablando! —dije, entre sollozos—. No hay ningún plan. ¡Yo te quiero! Y no estoy tratando de castigarte, solo te estoy diciendo que no has hecho nada malo. Vuelve al Alexandra Palace conmigo y te enseñaré ese cuadro, Abberton. Tengo un taxi esperándome.
Se quedó mirando, penetrándome con los ojos.
—Abberton —dijo, con voz apagada—. ¿Me estás diciendo que encontraré un cuadro titulado Abberton, pintado por Mary Trelease, en Access 2? ¿En la feria de arte?
—¡Sí! Fechado en 2007. Pero tenemos que ir ahora mismo… La chica del estand me dijo que lo había vendido. Creo que me ha mentido, aunque no estoy segura, y si alguien pasa a recogerlo…
Aidan cogió su cartera y la bolsa negra y pasó junto a mí, dirigiéndose al pasillo. Dejó el cuadro de Gloria Stetbay —el sustituto de mi alianza— apoyado contra la pared. Al verlo salir de aquel modo, cerrando de un portazo, supe cuál era la respuesta a la pregunta que tanto temía hacer. Nuestro compromiso estaba roto. Aidan no volvió a hablar de ello.
Cuando salí a la calle, lo encontré sentado en el taxi, como si llevara horas allí. Tenía la espalda encorvada y su rostro era una sombría máscara.
—Sube —me dijo. No entendía nada. Se comportaba como si me obligara a acompañarle, cuando era yo quien se lo había propuesto—. Al Alexandra Palace —le dijo al taxista—. Lo más rápido que pueda.
—Por favor, dime algo, Aidan —le supliqué—. ¿Qué ocurrió entre Mary Trelease y tú? ¿Por qué pensabas que la habías matado? ¿Por qué piensas que quiero volverte loco? ¿Por qué iba a hacer algo así?
Estaba convencida de que aquella pesadilla acabaría en cuanto le hablara de Abberton, pero me había equivocado y no podía soportar mi decepción. Me cubrí la cara con las manos y me eché a llorar.
—No llores —dijo Aidan—. No sirve de nada.
—¡Por favor, dime qué está pasando!
—No debería haberte contado nada. Ni siquiera tendría que haberte hablado de ella.
—¿Por qué no confías en mí? No me importa lo que hayas hecho… Te quiero. Debería habértelo dicho anoche, en cuanto me lo confesaste, pero estaba muy confusa. Sabía que no era verdad… ¡Sabía que tú serías incapaz de matar a nadie!
—Baja la voz.
—Si no dije nada no fue porque lo que me contaste cambiara lo que siento por ti, sino porque no podía creer que fuera cierto. Y el nombre de Mary Trelease… Sabía que lo había oído antes, aunque no era capaz de recordar dónde. Debí de leerlo cuando trabajaba para Saul, en una factura o algo así.
Hice una pausa. Me estaba quedando sin aliento.
Aidan no me miraba, pero me agarró la mano y la apretó. Miraba por la ventanilla, absorto en sus pensamientos, concentrado en algo que yo no podía saber ni compartir, algo perteneciente a su pasado. Casi en un susurro, le pregunté:
—Dime, ¿tuviste una pelea… física con Mary Trelease?
Me imaginé a Aidan empujándola y a ella cayendo al suelo, golpeándose la cabeza contra algo. Luego, él, presa del pánico, huyó, pensando que la había matado…
—¡Chis! —exclamó, mientras soltaba el aire muy despacio. Como si yo fuera una niña, capaz de aceptar consuelo sin ninguna explicación. Entonces comprendí que no tenía sentido seguir preguntándole.
Llegamos al Alexandra Palace y yo pagué al taxista.
—¿Te acuerdas del número del estand? —me preguntó Aidan.
—Está delante del de Jane Fielder… Es el número…, número…
Mi estado había anulado mi capacidad para recordarlo.
—El número 171 —dijo él.
Le seguí mientras se abría paso a empujones entre la gente que caminaba por los pasillos sin rumbo fijo, como Aidan y yo el día anterior. Tuve la sensación de que había pasado mucho tiempo.
—Allí está —dije, cuando vi desde lejos el cartel de TiqTaq.
Eché un vistazo a mi reloj: eran las tres en punto. Había salido de la feria para volver al hotel a la una y media. Sentí un nudo en la garganta y la sangre retumbando en mis oídos.
La chica teñida de rubio no estaba. En su lugar había una mujer mayor con un peinado de estilo prerrafaelita: una larga trenza enrollada en un moño en la nuca. Llevaba un traje blanco de lino, una camiseta de cuello redondo y unas sandalias marrones decoradas con perlas multicolores. La cara, las manos y los pies estaban bronceados. Cuando nos acercamos, Aidan dijo:
—Aquí no hay nada que se corresponda con tu descripción.
Se dio la vuelta, disgustado.
El cuadro de Mary había desaparecido. En su lugar habían colgado otro de idéntico tamaño en el que se veía a una mujer muy fea, desnuda, que estaba de pie junto a un pollo. Llevaba el pelo desgreñado y tenía unas pantorrillas tan macizas como las de un jugador de rugby. La odié, quienquiera que fuese. No tenía ningún derecho a ocupar el sitio de Abberton. Sabía que ocurriría eso. Lo sabía. Durante todo el trayecto hasta el Alexandra Place había tenido más sensación de miedo que de esperanza: estaba convencida de que Abberton ya no estaría allí, por mucho que tratara de convencerme de lo contrario. Había leído que las expectativas negativas tenían resultados negativos, y ahora me culpaba de la desaparición del cuadro.
—Debe de habérselo llevado la persona que lo ha comprado —le dije a Aidan—. Estaba aquí, te lo juro.
Le agarré por el brazo, intentando que me mirase, pero se soltó.
—Perdone —le dije a la mujer de la trenza, alzando la voz para que Aidan pudiera oírme desde el otro lado del pasillo—. Estuve aquí a la hora del almuerzo y hablé con su compañera, una chica rubia.
—Ciara —repuso la mujer, con una sonrisa—. Me temo que se ha ido. Soy Jan Garner, la dueña de TiqTaq. ¿Puedo ayudarla en algo?
—Tenían un cuadro titulado Abberton, de una pintora que se llama Mary Trelease. Estaba ahí —añadí, señalando a la mujer desnuda con el pollo.
Jan Garner negó con la cabeza.
—No —dijo—. No teníamos ese cuadro, y no estaba ahí. Me temo que se equivoca.
No fui capaz de decir nada. Aunque estaba muy acostumbrada a temerme siempre lo peor, no estaba preparada para eso. ¿Por qué aquella mujer tan elegante, sofisticada y educada mentía tan descaradamente? Debía saber que yo sabía que estaba mintiendo.
—Ese cuadro estaba ahí a la una y media —insistí—. La chica…, Ciara, me dijo que estaba vendido; al parecer, alguien lo compró ayer. Quienquiera que fuese, debe de haber venido a recogerlo.
—Nunca me ha gustado decir a nadie que se equivoca, pero me temo que está usted en un error. —Jan Garner sacó una hoja de papel de una carpeta—. Mire, esta es la lista de todo el material que nos llevamos de la galería: el título del cuadro y el nombre de su autor.
Abberton no figuraba en la lista. Y tampoco Mary Trelease.
—Pero… ¡estaba aquí!
Me volví para mirar a Aidan, que mientras tanto se había alejado un poco más. Por la postura de su espalda, supe que estaba escuchando todo lo que yo decía, aunque fingía mirar hacia otro lado.
Jan Garner negó con la cabeza.
—Lo siento —dijo—. Cuando llegué para relevar a Ciara, ella me dijo que hasta ahora no habíamos vendido nada. Lo cual significa que seguimos teniendo los mismos cuadros que ayer… Todo está igual. ¿Usted es…?
No escuché el resto de la frase. Aidan había empezado a andar, y salí corriendo para alcanzarlo. Me aterrorizaba la idea de volver a perderlo de vista.
—¡Espera! —le grité—. ¡Está mintiendo! ¡Te lo juro por mi vida! ¡Vuelve y te lo demostraré! Podemos preguntárselo a la gente de los otros estands. Tienen que haber visto el cuadro.
—¡Cállate! —Me cogió por el brazo y me arrastró hasta el vestíbulo—. Ahora vas a contármelo todo. Todo, Ruth, hasta el último detalle.
—Ya te he dicho que…
—Repítemelo. Ese cuadro, Abberton… ¿Qué representa? ¿Qué te dijo la otra mujer…, Ciara? ¿Qué ocurrió en la galería de Hansard entre tú y la mujer que crees que es Mary Trelease? ¿De qué hablasteis?
—No soy capaz de recordarlo palabra por palabra… Fue hace seis meses.
—¡Me da igual el tiempo que haga! —gritó Aidan. La gente que teníamos alrededor se volvió para observarnos. Él bajó la voz—. Tengo que saberlo. Habla.
Hablé. Le describí el cuadro: el fondo de la calle, pintado de verde, violeta y marrón; el perfil de la figura humana, en cuyo interior había una especie de relleno hecho de trozos de un material rígido que parecía gasa, algunos pintados y todos semejantes a joyas retorcidas. Aidan jadeaba entre dientes mientras me escuchaba, como si cada palabra que yo pronunciaba le causara un dolor terrible. Sin embargo, cada vez que yo me interrumpía, preocupada por el efecto que provocaba en él lo que le estaba contando, él me decía que continuase.
Le referí la conversación que había mantenido con Ciara. Aidan quería saber hasta la mínima expresión que había cruzado por su rostro, cada uno de sus movimientos, las inflexiones de su voz. Luego le conté, hasta donde fui capaz, lo que había ocurrido en la galería de Saul, aunque no le mencioné el bote de pintura roja.
Ya me daba igual no entender nada de toda aquella historia. Y a Aidan tampoco; lo vi claramente por las arrugas que aparecieron en su frente mientras hablaba, cada vez más profundas. «Cuando le quede todo claro, me lo dirá», pensé. Al menos, ahora parecía creerme. Me consoló tener la certeza de que Mary Trelease seguía con vida.
Durante el trayecto en taxi hasta King’s Cross, Aidan no dijo nada. Ninguno de los dos mencionó el cuadro de Gloria Stetbay Había costado cuatro mil libras. Probablemente, la mujer de la limpieza lo tiraría a la basura cuando lo encontrara. Luego comprendí que debería haber vuelto a por él. No hacerlo fue un crimen, pero en aquel momento no me sentía con derecho a reclamar su propiedad. No después de que Aidan lo hubiera dejado en el hotel.
En el tren, después de cuarenta minutos de viaje, Aidan abrió finalmente la boca.
—Cuando lleguemos, antes de ir a tu casa, pasaremos por la mía para recoger algunas cosas —dijo—. Me mudo a tu casa; de ahora en adelante no quiero perderte de vista.
Lo dijo como si estuviera dictando sentencia, como si anunciara algo que no fuera a gustarme —un castigo— y no lo que yo estaba esperando desde que lo conocí.
—Muy bien.
Escruté su rostro, buscando algún indicio de sus intenciones. ¿Estaba preocupado por mí y quería estar a mi lado para protegerme? ¿Pensaba que Mary Trelease podría suponer un peligro para ambos? ¿O era su desconfianza lo que le llevaba a querer vigilar todos mis movimientos?
¿Se arrepentía de no haber matado a Mary, ahora que sabía que no lo había hecho?
No sabía cómo responder a todas esas preguntas.
—Me encantará que vengas a vivir conmigo —dije.
Sin embargo, mi castigo aún no había terminado.
—Necesito la prueba que me has prometido —dijo—. Si ese cuadro del que hablas existe de verdad, si no es algo que te has inventado, encuéntralo. Encuéntralo y tráemelo.