3/3/08
Simon estaba hablando por teléfono con Sam Kombothekra cuando vio el coche de Aidan Seed doblando la esquina de Demesne Avenue con Rawndesley Road. Conducía él, y al parecer iba solo.
—Tengo que colgar —dijo Simon escuetamente, lanzando el móvil en el asiento del acompañante.
No sabía si Aidan iría andando o en el volvo familiar negro y cubierto de polvo que había permanecido aparcado, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados, frente a su taller.
—No estarás pensando en esperar, ¿verdad? —había dicho Charlie—. No va a ir a ninguna parte. Mintió para librarse de nosotros.
—Ya veremos —repuso Simon—. Yo no lo creo.
—No, ya verás —lo corrigió ella—. Tengo que volver a mi fascinante cuestionario. Dame un toque si hay alguna novedad.
Simon agradeció que Seed hubiera decidido coger el coche para dirigirse a donde pensaba ir. Así era más fácil seguir a alguien. Tras el volante, recluido en su espacio privado, era difícil que Seed mirara algo salvo la calle que se extendía ante él.
Mientras seguía el volvo por Rawndesley Road, Simon pensó en las mentiras que le había contado a Kombothekra y se sintió orgulloso de sí mismo, una sensación que no solía experimentar muy a menudo. Su historia había sido una mezcla de todas las cosas que el inspector quería oír: doscientas setenta y seis direcciones divididas en grupos por regiones, un programa de viaje y un mapa de carreteras nuevo, cortesía de Muñeco de Nieve. Nada de eso era verdad. Simon había tirado el billete de diez libras de Proust a la papelera… y puede que con él, también su trabajo, aunque de momento no le importaba.
Seed conducía a ochenta kilómetros por hora por High Street, cuando el límite era de cincuenta. Muy pronto, Simon tuvo que superar los ciento cincuenta en la autovía para no perderlo. ¿Por qué iba tan deprisa? ¿Estaría relacionado su viaje —cuyo anuncio había sido una evidente sorpresa para Ruth Bussey— con el hecho de que él y Charlie le hubieran hecho una visita sin previo aviso? Adondequiera que fuese, era evidente que no se dirigía a Megson Crescent, porque estaba justo en dirección contraria. Puede que se dirigiese a Rawndesley.
En ausencia de Proust y sin la necesidad de defender lo que le sugería la intuición, Simon se negaba a escuchar lo que le decía una voz que resonaba en su cabeza. ¿De dónde procedía aquella convicción de que si no hubiese actuado rápidamente algo terrible habría ocurrido? ¿Aquella sensación de que Seed, Bussey y Mary Trelease estaban al borde de algo horrible, de algo que solo él era capaz de evitar? Charlie le habría dicho que era un gilipollas arrogante.
En la rotonda de Ruffers Well, Seed no se dirigió hacia Rawndesley, tal y como Simon había imaginado, sino que giró a la derecha. Simon dejó que un coche se situara entre los dos y continuó. ¿Se dirigiría hacia la A1? ¿Hacia el norte o hacia el sur? Hacia el norte, supuso.
Pero no: finalmente tomó dirección sur. Vaya intuición la suya. Mientras seguía a Seed, que dejaba atrás una salida tras otra, le pareció cada vez más evidente que se dirigía a Londres. «¡Mierda!», exclamó Simon entre dientes. Era un excelente conductor en cualquier pueblo o ciudad —en cualquier zona del país—, excepto en la capital. Londres era distinta; el resto de los conductores seguían normas muy extrañas, si es que podían llamarse así. Desde que se había sacado el permiso de conducir, a los diecisiete años, Simon había estado implicado en dos accidentes, y ambos habían tenido lugar en el centro de Londres. Fue mientras estaba siguiendo a los dos sospechosos, y en ambos casos acabó chocando con su coche y perdiéndolos. Aquella ciudad tenía algo que afectaba a su sangre fría. «Pero hoy no», se dijo. Hoy no iba a perder de vista a Aidan Seed.
Menos de una hora y media después vio las señales que indicaban «Highgate Wood» y «West End». Eran las cinco de la tarde y empezaba a oscurecer. Estupendo. El centro de Londres en hora punta. El tráfico no podía estar peor. Simon estaba tan resignado con su situación que no se dio cuenta de que Seed, un poco más adelante, giraba a la izquierda. Tenía que cambiar de sentido, porque lo había dejado atrás. Seed había tomado una calle lateral en Muswell Hill Road; una calle que empezaba por «R». Simon se dirigió de nuevo hacia la entrada de Highgate Wood. Ruskington Road, seguro que esa era la calle. Giró a la derecha y, cuando llegó a la mitad de la calle, vio a Seed caminando hacia él. Se preparó para ser descubierto —y para el inevitable enfrentamiento que se produciría—, pero Seed, que avanzaba cabizbajo, no lo vio. Cuando pasó junto a su coche, Simon se encogió y observó a Seed por el espejo retrovisor. Al final de la calle vio que giraba a la izquierda.
Simon se preguntó por qué habría escogido Ruskington Road. Olivia, la hermana de Charlie, vivía cerca de allí. Había decidido mudarse cuando su vecina de abajo —y, por consiguiente, la casa que ambas compartían— apareció en un programa de televisión de pésimo gusto sobre casas. Simon vio el coche de Seed aparcado a pocos metros, al otro lado de la calle, frente al número 23, un edificio de cuatro pisos de fachada blanca dividido en apartamentos. Simon vio una luz encendida detrás de las cortinas de la ventana de la planta baja y otra en la de la buhardilla.
¿Conocía Seed a alguien que vivía en uno de aquellos apartamentos o cerca de allí?
Simon salió del coche y, después de cerrarlo, se dirigió hacia Muswell Hill Road. Temía haber llegado demasiado tarde, pero en cuanto dobló la esquina vio el perfil de las anchas espaldas de Seed, andando a cierta distancia, cuesta abajo. Simon corrió para alcanzarlo. No le llevó mucho tiempo y decidió no acercarse demasiado. Cada vez que Seed pasaba por debajo de una farola, los parches que llevaba en los hombros de su chaqueta brillaban bajo la luz artificial. ¡Maldita sea! Calculó que Charlie lo llamaría en media hora. Era capaz de saber cuándo iba a hacerlo. Y eso le gustaba: adivinar qué es lo que iba a hacer.
Seed se desvió por un callejón lateral, también cuesta abajo. No era el único: la mayoría de las veintitantas personas que había entre él y Seed tomaron la misma dirección, que resultó ser un atajo hasta la estación de metro de Highgate.
Seed se puso en la cola para comprar el billete. Simon se escondió detrás de una furgoneta que vendía café, batidos y zumos. En cuanto Seed cruzó la barrera metálica, Simon mostró la placa a la mujer vestida con un chaleco fluorescente que estaba detrás de la taquilla y dijo: «Policía, rápido». Ella lo dejó pasar, con los ojos abiertos como platos. Seguramente se temía que hubieran colocado una bomba en el metro, pensó Simon, pero no podía perder tiempo tranquilizándola.
Por la estación solo circulaba la línea Northern, en dirección norte o sur. Simon pensó que Seed tomaría dirección sur; en caso contrario, habría ido en coche hasta su destino. Seguramente era tan fácil aparcar en High Barnet o en Finchley que en la zona de Highgate o Muswell Hill. Simon esperaba que su suposición fuese correcta, porque había perdido de vista a Seed. En vez de dirigirse al andén sur, esperó a que llegase un tren. Cuando oyó que se acercaba uno, se metió rápidamente en el andén.
Vio a Seed en medio de un grupo de gente, delante de una de las puertas del vagón. Era consciente del riesgo que corría: Seed podía volverse y descubrirlo en cualquier momento. ¿Y qué? No había ninguna ley que prohibiera viajar a Londres. Seed no tenía por qué decirle qué estaba haciendo allí y viceversa.
En cada parada, Simon se asomaba para ver quién se apeaba. Seed no se bajó en Archway, ni en Tufnell Park ni en Kentish Town, o al menos eso creía Simon, porque la masa de cuerpos moviéndose de un lado a otro le impedían estar seguro de ello. Camden Town: no. Mornington Crescent: no. «Puede que se baje en Leicester Square», pensó Simon. Normalmente, la gente que viajaba a Londres por la noche solía ir al West End. ¿Qué se creía Proust, que él era un paleto que empezaba a hiperventilar cuando dejaba atrás la señal que anunciaba «Bienvenidos a Spilling», delante del Queen’s Hall? «¡Vaya gilipollas!».
Simon tuvo que darse prisa cuando, en Euston, asomó la cabeza y vio a Seed caminando por el andén, dirigiéndose hacia la salida de la estación. Saltó del vagón y fue tras él. Euston. ¿Qué había en Euston? Maldijo en silencio, harto de hacer conjeturas que se revelaban erróneas.
Siguió a Seed por las escaleras mecánicas que conducían hasta la estación de ferrocarril de Euston. Aquello era un hervidero. En medio del enorme vestíbulo, una multitud inmóvil miraba hacia arriba, consultando los paneles. En torno a esa estática masa de gente se movía otra muchedumbre que ya sabía cuál era su andén o que entraba y salía de las tiendas. Simon no perdía de vista los brillantes parches de los hombros de la chaqueta de Seed, asegurándose de no estar dentro de su campo visual.
Seed entró en VHSmith y compró algo. Desde su privilegiada posición, Simon vio que se trataba de un periódico, aunque no pudo distinguir cuál. «¿Y ahora qué?», se preguntó. Seed cruzó el vestíbulo a toda velocidad, como sabiendo muy bien adonde se dirigía. No iba despacio, entrando y saliendo de las tiendas, como la mayoría de la gente. Seed parecía tener algún propósito. «Ya lo ha hecho antes». Sin embargo, Simon no fue capaz de decir de qué se trataba.
Lo siguió con la mirada mientras entraba en la zona de restaurantes de la estación y se acercaba a una de las barras. Tras mantener una breve conversación con una mujer que llevaba un uniforme y una gorra rojos, Seed se dirigió hacia la caja para pagar —aunque, según parecía, no se había llevado nada— y luego se sentó a una mesa que estaba libre, de espaldas a Simon. Cuando extendió el periódico, Simon se acercó un poco y vio que era el Independent. Cinco minutos después, la camarera de rojo le llevó un plato a la mesa.
Simon lamentó haberse olvidado de coger el teléfono. Podría haber llamado a Charlie. Pero ¿qué le habría dicho? ¿Que Aidan Seed estaba en la estación de Euston tomando el té? Se habría reído a mandíbula batiente.
Seed tenía que dirigirse a alguna parte. Nadie hacía el trayecto Spilling-Londres para comer algo en el restaurante de una estación de ferrocarril. «Ya, y tampoco nadie confesaba haber matado a una mujer que no estaba muerta», le diría Charlie.
Simon había olvidado el abrigo en el coche y estaba muerto de frío. Y cada vez más hambriento. Cuando Seed se levantó para ir en busca de más comida —dos donuts y un café—, soltó un gemido. ¡Maldito glotón! Seed volvió a sentarse. Al parecer, no tenía ninguna prisa.
Al final, a las seis y veinticinco, se levantó y se desperezó. Salió del restaurante sin el periódico y se dirigió hacia la salida de la estación. Simon lo siguió por Euston Road hasta un cruce. Mantuvo cierta distancia, aunque no era necesario. Había tanta gente en la calle, caminando en ambas direcciones, que a Seed le habría costado mucho verlo aunque hubiese estado buscándolo.
Simon cruzó la calle y mantuvo los ojos fijos en los parches de la chaqueta. Una mujer que se acercaba en dirección contraria chocó contra su brazo. Simon murmuró «Lo siento»; aunque había sido culpa suya, la mujer no le contestó. Simon no podía creer lo maleducada que podía llegar a ser la gente. Sin embargo, dejó de pensar en ello: no quería distraerse.
Había perdido de vista la chaqueta negra. ¿Cómo se las había arreglado Seed para desaparecer por las buenas? La acera estaba llena de gente, pero no hasta ese punto. No era posible que Simon lo hubiese perdido en la fracción de segundo que había pensado en la mujer que había chocado con él.
Dos personas que caminaban delante de él, un hombre y una mujer, giraron a la derecha y rodearon un lado de un enorme edificio de grandes ventanas, dispuestas simétricamente a lo largo de la fachada. Simon se quedó mirándolo porque era la única alternativa posible. Si Seed no estaba en la calle, ni delante, ni detrás ni al otro lado…
Allí estaba Seed, entrando en el edificio por una puerta lateral situada en lo alto de una rampa de cemento. Se detuvo al ver acercarse a la pareja y los saludó a ambos, aunque no de la forma en que lo harían unos amigos. Se conocían, aunque no demasiado, pensó Simon.
Una vez entraron en el edificio, Simon se acercó a la puerta, que permanecía abierta gracias a una cuña. Se asomó al interior, y vio un espacioso vestíbulo, vacío, en el que había un mostrador para la recepción, con una caja registradora en un extremo. Al final del vestíbulo había un pasillo que conducía a otra puerta. Cerrada. En ella había un cartel que Simon no pudo leer, y a la derecha, una mesa llena de folletos, libros y panfletos de color pastel.
Tres ancianos de pelo largo y desgreñado y enmarañada barba pasaron junto a Simon, dejando tras ellos un rancio olor a sudor mezclado con alcohol. Simon pensó que serían tres sin techo. En cuanto franquearon la puerta, Simon se movió. El cartel que había en el acceso del fondo rezaba: «Reunión Cuáquera». Inmediatamente, Simon pensó en las dos lamentables experiencias que tuvo a principios de los años noventa con dos «Reuniones Láser», unas fiestas de cumpleaños a las que no pudo dejar de asistir, organizadas por amigos de la universidad que iban de excéntricos. Se imaginó a aquellos tres viejos vagabundos que acababa de ver moviéndose por una habitación oscuras, blandiendo espadas fluorescentes.
«Un camino espiritual para nuestro tiempo», decía el póster. «Todos los lunes en la Casa de los Amigos, Euston, 18.30, entrada libre». Al final figuraba la dirección de la página web: www.quakerquest.com. Simon cogió un folleto de la mesa, una versión reducida del cartel, pero con más texto. «¿Estás tratando de encontrar un camino espiritual que sea sencillo, radical y contemporáneo? La experiencia cuáquera podría ser lo que estás buscando. Te proponemos una serie de seis sesiones de libre acceso para discutir sobre temas como la igualdad, la paz, Dios, la práctica espiritual y la aplicación de la fe. Compartiremos nuestras ideas, individuales y colectivas, a través de conferencias, debates, preguntas y la experiencia de la oración cuáquera».
Simon leyó por encima los títulos de los libros: Una luz que brilla, La maravillosa experiencia de la oración cuáquera, Dios es silencio… Lanzó una ojeada a la puerta cerrada. Por el ruido, pensó que dentro habría unas veinte o treinta personas que estaban hablando. De vez en cuando, le llegaba un olor a huevo. ¿Servirían bocadillos? ¿Era esa la razón de que los tres vagabundos hubieran entrado allí, la comida gratis?
Simon cogió un panfleto titulado «Consejos y preguntas: Encuentro Anual de la Sociedad Religiosa de los Amigos (Cuáqueros) de Gran Bretaña». En el folleto había varios extractos que hablaban de sabiduría espiritual, numerados del uno al cuarenta y dos. Debajo del último aparecía una cita de un tal George Fox, fechada en 1656, que recomendaba ser un buen ejemplo para el prójimo y seguir con alegría el camino del Señor. Simon fue pasando las páginas, leyendo algunos de los pasajes más breves. El número once le hizo enfurecer: «Sé sincero contigo mismo. ¿Qué desagradable verdad podrías eludir? No te desanimes cuando admitas tus defectos. Unidos en la oración, descubriremos la certeza del amor de Dios y la fuerza para seguir adelante con renovado fervor».
¿No te desanimes cuando admitas tus defectos? ¿Y ni una palabra sobre cómo abordar esos defectos, para erradicarlos o sustituirlos por otros rasgos más nobles? Por primera vez en su vida de adulto, Simon sintió nostalgia del catolicismo de su juventud.
Se quedó en el pasillo, sin moverse, hasta que cesó el rumor de voces y una mujer empezó a hablar. La bienvenida de rigor y el orden del día: afortunadamente, podía oírlo casi todo y con bastante claridad. Frunció el ceño cuando oyó mencionar a Frank Zappa a la mujer, y pensó que no lo había oído bien. Pero no, porque repitió de nuevo el nombre: preguntaba si alguno de los presentes había escuchado a Frank Zappa. ¡Qué raro! Por lo que Simon alcanzó a entender, nadie respondió que no, pero aun así la mujer les explicó quién era.
—Por lo que parece, en una ocasión el señor Zappa dijo: «Si buscáis a Dios, dirigíos directamente a Él» —les dijo a los presentes.
Algunos asistentes se echaron a reír. Acto seguido, se oyó una voz masculina.
—Nosotros, los Amigos, estamos de acuerdo con el señor Zappa. Dios no necesita la ayuda de ningún hombre vestido con un traje de seda que os pida vuestro dinero. La fe de los cuáqueros está basada en la experiencia: nosotros solo creemos en lo que vivimos en primera persona. Los cuáqueros tenemos una experiencia no mediatizada con Dios… Dicho de otro modo: acudimos directamente a Él. No hay ningún libro sagrado, ni iglesias, ni sacerdotes ni un credo oficial. Y no utilizamos siempre las mismas palabras. Nosotros definimos nuestra experiencia de ese inmenso «Otro que está más allá» de muchas maneras. Una es «el Divino», otra es «Dios», «la luz»…
—Puede entrar, si quiere. —Simon se volvió y vio a un guardia de seguridad detrás de él, un hombre mayor de pecho hundido—. Hay mucha gente que siempre llega tarde.
—Estoy bien aquí.
—Como quiera. Le aseguro que no muerden —dijo el hombre, alejándose.
—¿Hay otros actos programados para esta noche? —le gritó Simon—. Aquí, en este edificio.
—No, solo la reunión de cuáqueros.
Simon le dio las gracias. Entonces, no había duda: Aidan Seed estaba allí dentro, un hombre que, mirando a los ojos a Simon, había afirmado creer tan solo en el mundo real, los hechos y la ciencia.
Cerciorándose de que el guardia de seguridad no lo estuviera observando, Simon giró el pomo de la puerta, la entreabrió y dejó una rendija por la que podía ver el interior. Vio sillas dispuestas en semicírculo y las espaldas de los asistentes, algunas erguidas, otras encorvadas. En el centro de la primera fila descubrió a Seed, aunque Simon no pudo verle la cara. Frente a las sillas entrevió el busto de la mujer que había mencionado a Frank Zappa. En aquel momento estaba hablando de algo que ella llamaba «dar el ministerio». Era joven, más que Simon, y tenía un hermoso rostro de muñeca que lo sorprendió. Simon frunció el ceño. ¿Acaso había imaginado que se encontraría con una mujer de cara porcina en la reunión de cuáqueros? Su pelo era lustroso, castaño oscuro, con raya en el medio y recogido hacia atrás, como Olivia, la novia de Popeye, solo que aquella chica era mucho más atractiva. Vestía una sudadera azul y, colgada del cuello, llevaba una placa, también azul, con una enorme «Q» estampada.
El otro orador, el hombre, llevaba el mismo uniforme. Era calvo, con sobrepeso y estaba empapado en sudor. Cuando la chica dejó de hablar, él tomó la palabra, definiendo qué significaba para él la oración.
—Es, en todos los sentidos, el origen, la base de todo —dijo—. Es lo que me permite vivir en este mundo.
Cuando concluyó su intervención, dio un paso atrás, sonriendo.
—Cuando todos los centros inmóviles de todos los presentes se encuentran en el medio, lo llamamos una «reunión en recogimiento» —dijo Olivia—. Cuando una reunión alcanza ese estado, tenemos la oportunidad de conocer al otro en el plano de lo eterno. En realidad…
La chica se interrumpió y dejó escapar una risita, como si acabara de recordar un chiste subido de tono. Simon se imaginó lo que diría Colin Sellers si estuviera allí. «Me encantaría estar contigo en el medio, cariño». Etcétera.
—Volviendo al tema del ministerio, querría compartir con vosotros una divertida experiencia que tuve, aunque resulta algo embarazosa —dijo la chica—. A veces, en medio de la paz y el silencio, se reciben lo que podríamos definir como pequeños mensajes. Algunos son para compartir con el grupo, y otros son personales. Con el tiempo, se aprende a distinguir entre unos y otros. A veces te llegan mensajes que parecen una broma.
La risita nerviosa que siguió a la última observación daba a entender que la gente tenía experiencia en ese tipo de mensajes; era evidente que en la sala había quien sabía todo lo referente a recibir mensajes de…, ¿cómo lo había llamado el tipo sudoroso? Sí, ese inmenso «Otro que está más allá». «¡Gilipollas!», pensó Simon, sin poder evitarlo. Decidió ser más abierto y tolerante en cuanto saliera de aquella maldita Casa de los Amigos.
—Un día, de camino a una reunión, me sentí inquieta y acalorada. Por la mañana había tenido una estúpida pelea con mi novio —prosiguió Olivia—. Le había pillado lavando los cubiertos y metiéndolos en el cajón aún mojados. Cuando me dijo que secarlos no tenía ningún sentido, porque el calor del cajón ya se encargaría de hacerlo, me puse hecha una furia. A lo que íbamos: aquella misma mañana, más tarde, en la reunión, empecé a oír una voz en mi cabeza: «Los cubiertos no son eternos». —La chica se echó a reír, y los asistentes se unieron a ella—. Sabía que ese mensaje no era para compartir… Era una broma privada, solo para mí. Estaba muy agradecida por haberlo recibido. Y no es casual que gratitud y gratificación sean dos palabras que suenen de forma muy parecida.
Simon sintió náuseas al ver la radiante expresión de su cara. El público aplaudió. Pensó que ya había visto y oído bastante. Estaba a punto de alejarse de la puerta cuando vio que Aidan Seed se daba la vuelta en su silla. A diferencia del resto de asistentes, no estaba aplaudiendo. Por lo que pudo ver, era el único que no lo hacía.
Seed parecía asqueado. Incluso desde lejos y de perfil, a través de la rendija de la puerta, su indignación era evidente. «Tú no eres uno de ellos —murmuró Simon entre dientes—. Nunca serás uno de ellos. Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?». Puesto que no esperaba ninguna respuesta, ni de Seed, porque no podía oírlo, ni de un ser supremo dispuesto a comunicarse con él en la intimidad, no se sorprendió al no recibirla.
Salió a la calle, paró el primer taxi libre que vio y le dijo al conductor que lo llevara a Muswell Hill, en Ruskington Road.
Charlie vio que la puerta de Seed Art Services se abría muy despacio, con un crujido. Unos segundos después, Ruth Bussey salió de golpe de la oscuridad del local, como si alguien le hubiese dado un empujón. Calzaba unas chanclas. Charlie se dio cuenta de que aquella noche tampoco llevaba medias ni calcetines y que aún cojeaba. Se volvió a preguntar por qué alguien que no se había hecho un esguince en el tobillo fingía que así había sido.
Salió corriendo para alcanzar a Ruth antes de que se metiera en el coche, sin importarle que resultara evidente que había salido de entre los árboles que había a orillas del río, donde no tenía ningún motivo para estar a menos que se hubiera dedicado a vigilar el taller.
—¡Ruth!
Ruth se volvió, lanzando un grito y se apoyó en el passat, llevándose una mano al pecho.
—No he parado de golpear la puerta desde las cinco y media —le dijo Charlie—. Pero usted ya lo sabe, ¿verdad? Ha estado ahí dentro todo el tiempo, sentada en la oscuridad, con la puerta cerrada.
—He estado pensando —contestó Ruth. Su voz se perdió entre las ráfagas de viento que agitaban su pelo. Algunos mechones cubrían su cara—. Tratando de decidir qué debo hacer.
—¿Y lo ha decidido?
—Sí. —Los párpados hinchados y la piel agrietada entre la nariz y el labio superior dejaban claro que las lágrimas habían desempeñado un importante papel en su toma de decisión—. La primera vez que hablamos no fui totalmente sincera con usted. Pensé que si le contaba toda la historia me echaría de la comisaría.
—¿Dónde está Aidan? —preguntó Charlie, con voz cortante.
¿Qué esperaba aquella estúpida? ¿Una nota que dijera: «Enhorabuena, ha dejado de mentir»?
—No lo sé. Y no sé cuándo va a volver. No sé gran cosa, pero estoy dispuesta a contarle todo lo que sé si me ayuda. Tiene que ayudarme. —Ruth agarró a Charlie por el brazo—. Ha dicho que iba a matarla.
—¿Qué? —Una información así no podía pasarse por alto, aun cuando viniera de la persona menos fiable del planeta, y Ruth Bussey podía ser perfectamente esa persona, se dijo Charlie—. ¿Quién dijo que iba a matar a quién?
—Aidan. Mary. La llamó «esa zorra». No está en Manchester… He llamado a Jeanette a la Galería City Art. El pasado fin de semana tampoco estuvo allí…
Despacio, no entiendo nada de lo que dice.
Ruth no paraba de temblar bajo la arrugada camiseta blanca que llevaba. Charlie tenía su abrigo en el maletero del audi.
—Deje su coche aquí —dijo—. La llevaré a casa; allí podremos hablar.
Charlie se dijo que conseguiría entrar en aquella maldita casa a cualquier precio. Durante todo el día la había fastidiado el recuerdo de Malcom «Cara de Cabra» Fenton tratando de impedírselo.
—Un hombre me ha estado siguiendo —dijo Ruth, mientras caminaban por Demesne Avenue hasta el coche de Charlie—. No, no es cierto. No me ha estado siguiendo… No ha ido detrás de mí cuando salía de casa ni nada parecido, pero sí se ha paseado por delante. Con un labrador negro. —En cuanto empezó a hablar, parecía incapaz de parar. Las palabras salían de su boca a borbotones, sin entonación alguna, como si Ruth no viera el momento de sacarse un peso de encima—. Lo vi por primera vez en junio. Hubo un tiempo en que estaba ahí todos los días. Luego, durante unos meses, desapareció. Pensé que se habría cansado, pero… ayer domingo, apareció de nuevo. Puedo enseñárselo; lo tengo grabado en una cinta. Y esta mañana ha vuelto. Aidan dice que solo saca a pasear el perro por el parque. Cuando le menciono el asunto, se pone nervioso; pero él no lo ha visto, no sabe de qué forma se queda mirando la casa.
Charlie se había detenido. A fin de no perderse nada, había tenido que reducir la marcha. Ruth apenas se movía y había dejado de temblar. No parecía ser consciente del frío.
—¿La ha amenazado alguna vez? ¿Se ha acercado a usted o a la casa?
—No.
—¿No es normal que la gente que pasea por el parque eche un vistazo a su casa? Es una construcción muy peculiar. Yo me he quedado mirándola muchas veces y me he preguntado quién viviría allí.
—Me parece estar oyendo a Aidan. Según él, toda la gente que entra y sale del parque se queda mirando la casa al pasar. Y tiene razón, casi todo el mundo lo hace. Sin embargo, ese hombre se queda mirándola de otra manera.
«Aidan Seed, la voz de la cordura», pensó Charlie. Salvo por el pequeño detalle de que creía haber matado a una mujer que seguía con vida.
—Lleva una gorra roja con una borla, incluso en verano. Eso no es normal.
—No estoy muy segura de que la normalidad exista —repuso Charlie.
«Ciertamente, no a tu alrededor», habría querido añadir.
Ruth se quedó mirando a lo lejos, con la mirada vacía.
—La lleva porque una gorra así le da un aspecto absurdo, cómico. Nadie que lleve una gorra así puede ser peligroso…, eso es lo que quiere que crea.
—Ruth, ¿no le parece que hoy hace mucho frío? Y lleva chanclas; sin nada, ni medias ni calcetines. Ahí lo tiene: ¡la prueba de que alguien puede vestir de forma estrafalaria y no seguir a nadie!
Charlie no estaba enfadada, aunque pudiera parecerlo, pero hacía falta cierta energía para rebatir lo irracional. ¿Estaría loca Ruth? ¿Lo estaría Aidan Seed? Si en ambos casos la respuesta fuese afirmativa, eso lo explicaría todo.
«Salvo el comportamiento de Mary Trelease». «A mí no», había dicho cuando Charlie le contó que Aidan afirmaba haberla matado. Obviamente, Charlie le preguntó acto seguido si estaba dando a entender que Aidan había matado a otra persona, pero Mary lo había negado. «Solo quería decir que es evidente que no estoy muerta», pero Charlie no se quedó satisfecha con la respuesta. Aquella mirada de Mary…
«Ese hombre mira de otra manera».
Charlie habría mentido si le hubiera dicho a Ruth que una mirada, por sí sola, nunca podía ser motivo de sospecha, pero dudaba que hubiese que preocuparse por el hombre de la borla roja.
—Nunca llevo calcetines —dijo Ruth—. Mis padres me obligaban a ponérmelos todos los días, y también un chaleco. Estaban obsesionados con eso de que el calor no se escapara del cuerpo. Nuestra casa era como un horno: la calefacción y las estufas de gas estaban encendidas todo el año.
Sus dientes empezaron a castañetear. Charlie tuvo que pulsar dos veces el control remoto de las llaves antes de que las luces parpadearan: abierto. La batería se estaba descargando. Se había prometido comprar una de recambio y meterla en la guantera, pero no había tenido tiempo de hacerlo. Abrió el maletero y le tendió el abrigo a Ruth.
—A lo mejor los padres de su hombre le prohibían llevar gorras de lana, aun cuando cayera granizo —bromeó Charlie, sin conseguir arrancar una sonrisa a Ruth.
Una vez en el coche, Charlie dijo:
—¿Piensa contarme por qué tenía en el bolsillo ese artículo que habla de mí?
—Estuvo revolviendo en mis bolsillos. Estaba convencida de que lo haría. —Ruth se encogió en el asiento—. Siento… lo que le ocurrió. Debió de ser horrible para usted. En la foto parece destrozada.
—No vamos a hablar de mí —dijo Charlie, con firmeza.
—Por eso estuve esperándola el viernes. En mi estado, no podría haber hablado con nadie más. Después de lo que usted había vivido, pensé que me comprendería.
—Lamento haberla decepcionado.
Charlie estuvo pensando en la secuencia de los acontecimientos: el artículo fue publicado en 2006, como los otros cientos que aparecieron en todos los periódicos del país y que repasaban alegremente todos los detalles del incidente que, en aquella época, Charlie había vivido como un golpe de gracia. Aidan Seed le contó a Ruth que había matado a Mary Trelease en diciembre de 2007. ¿Acaso pensaba que iba a creerse que había recortado el artículo del Rawndesley and Spilling Telegraph más de un año antes de que ella tuviera algún motivo para acudir a la policía, guardándolo solo por si en un futuro necesitaba hablar con una agente de policía que tuviera un poco de sensibilidad? Charlie no podía hacer ninguna pregunta, no sin demostrar lo enojada que estaba. Sintió la imperiosa necesidad de llevar la conversación a un terreno que no girara en torno a ella, aun cuando eso significara no averiguar nada.
—Yo soy comprensiva con las cosas que entiendo —dijo, con brusquedad—. Siento ser la portavoz de un «feedback desafiante», como solemos decir en la policía, pero, hasta ahora, su comportamiento y el de Aidan carecen totalmente de sentido. Si existiera una escala Richter de la racionalidad, ambos tendrían un signo negativo.
Ruth apoyó las manos en el regazo y no dijo nada. Cruzaron el centro de la ciudad. Unos elaborados huevos de Pascua llenaban los escaparates de las tiendas de High Street.
—¿Ha cambiado la historia? —preguntó Charlie—. ¿A qué se refería antes, cuando ha dicho que Aidan iba a matar a Mary Trelease? Pensé que, según él, ya la había matado.
—No era una amenaza —repuso Ruth—. Me preguntó si creía que se podía prever el futuro. Cuando le respondí que estaba convencida de que no, me dijo que era la única explicación: todo el mundo le dice que Mary está viva, pero el recuerdo de haberla matado es muy claro. Y si no se trata de un recuerdo, debe de ser…
—¿Una premonición? —dijo Charlie, con cautela—. La hipótesis no le va a gustar, pero ¿podría ser que Aidan diga todas estas tonterías para asustarla? ¿Para quitársela de encima? Premoniciones, asesinatos que nunca se han cometido…
—No lo sé, pero no lo creo. No lo creo capaz de fingir el miedo que he visto en su cara. Estaba asustado por lo que podía llegar a hacer. Me pidió que fuera a ver a Mary para convencerla de que se fuera a algún sitio donde él no pudiera encontrarla. —Charlie sintió los ojos de Ruth fijos en ella, esperando y deseando que le diera una explicación que era incapaz de ofrecerle. «A no ser que sea Ruth y no Aidan quien finja estar asustada»—. Al menos, eso significa que Aidan no puede estar allí con ella.
—¿Cómo dice?
—Antes pensaba que usted estaba en lo cierto. Cada vez que Aidan pasaba la noche fuera, me preguntaba si estaría con ella, si los dos no estarían planeando volverme loca o algo así. Yo sabía dónde vivía Mary; podría haber ido a su casa, pero nunca lo hice. Tenía miedo de encontrar a Aidan allí. Pero él no me hubiera pedido que fuera a esa casa si estuviera allí, ¿verdad?
Charlie cerró los ojos pero volvió a abrirlos de inmediato: recordó que estaba conduciendo. ¿Cuánto le costaría conseguir que un par de agentes vigilaran los alrededores del número 15 de Megson Crescent? Aunque lo lograra, una vigilancia así debería justificarse hora por hora. Pensó que, como mucho, conseguiría cobertura por un día. No estaba segura de que mereciera la pena. ¿Y si Aidan Seed escogía el día siguiente para cumplir su promesa, predicción o lo que fuera?
A su lado, Ruth se había echado a llorar.
—Aún tengo miedo —dijo—. Miedo de que algo vaya a ocurrir, aunque no sé qué. No se trata de nada concreto… No tengo miedo de que Aidan haya matado a alguien o que piense hacerlo, o de que vaya a la cárcel. Podría vivir con eso.
—Me está hablando de lo que no le da miedo —señaló Charlie—. Pero lo que a mí me sería útil es saber de qué tiene miedo.
Ruth se arrancó la piel que tenía alrededor de las uñas.
—Algo tan horrible que ni siquiera soy capaz de imaginar. Y no hablo de la muerte. Hay un montón de cosas mucho peores.
Charlie pensó que «un montón» era algo exagerado.
—Solo sé que existe un peligro y que… se está acercando.
—Escúcheme, Ruth. No vaya a ver a Mary. ¿Hay algún sitio al que pueda ir que sea…?
—Cuando me contó que tenía visiones de cosas que aún no habían sucedido, Aidan me dijo algo más. El cuadro que me regaló Mary, el que según él llevó a una tienda de segunda mano, se titula Abberton. Aidan me dijo que era el primero de una serie de nueve, aunque Mary aún no los había pintado. Incluso me dijo sus títulos: Blandford, Darville, Elstow, Goundry, Heathcote, Margerison, Rodwell, Winduss… Según él, con eso me demostraba que era capaz de ver el futuro.
Charlie no sabía qué responder a eso. Al oír a Ruth citando los títulos así, por orden alfabético, se sintió inquieta. ¿Ocho títulos de unos cuadros que aún no habían sido pintados? ¿Qué significaba? Eso no hacía más que complicar las cosas, haciendo que fueran algo más que una simple amenaza: «Dile que voy a matarla».
—El hombre con el que está comprometida… —dijo Ruth—. ¿Lo ama incondicionalmente? ¿Le perdonaría cualquier cosa?
Charlie se sintió acosada. ¿Por qué todo el mundo estaba ansioso por saber cosas sobre Simon? Primero Mary, y ahora Ruth.
—No tiene idea de hasta qué punto amo a Aidan. Si ese amor muriera, no me quedaría nada. Sin embargo, eso no significa que sea un amor incondicional. —Ruth se volvió hacia Charlie, respirando pesadamente ante su cara—. Cuando me dijo que había matado a Mary, yo… no reaccioné bien.
—¿Y quién lo haría? —le espetó Charlie. ¿Amor incondicional? Sí. ¿Perdonarlo? Ni hablar, si se trataba de un delito, por pequeño que fuera—. Amar a alguien no implica que haya que perdonárselo todo —añadió, satisfecha de su postura.
—Sí lo implica —dijo Ruth, con vehemencia—. Es así, aunque yo no creo que fuera capaz de hacerlo. Me da miedo la verdad, pero sin la verdad no haré más que atormentarme, imaginando lo peor. ¿Qué pasaría si descubriera algo tan horrible que matara el amor que siento por Aidan? Si eso ocurriera, tendría la certeza de que no valgo nada, de que no hay bastante amor en mí para perdonar o ayudar a alguien. Todo habría acabado.
Charlie estuvo a punto de sonreír. Si pasara un poco más de tiempo con aquella mujer, acabaría por considerarse una incorregible optimista, aunque solo fuera por comparación.
Ruth cerró los ojos y se frotó la nuca.
—Usted me ha preguntado —dijo, con voz apenas audible—. Ahí lo tiene. Eso es lo que me da miedo.
La casa de Blantyre Lodge no era pequeña, aunque lo parecía, porque estaba atestada de cosas. Mientras Ruth preparaba té en la cocina, Charlie empezó a elaborar un inventario. Se preguntó lo grande que debía de ser la casa que Ruth tuvo en Lincoln si cabía todo aquello: libros, lámparas, espejos, candelabros, revistas de jardinería, seis alfombras persas pequeñas y plantas más exóticas que las que podían encontrarse en el invernadero de un jardín botánico. También vio una tabla de planchar, escaleras plegables y un tendedero. En el respaldo de un pequeño sofá había tres cubrecamas, y en el asiento se amontonaban ocho cojines; uno de ellos, dorado, tenía un dibujo de dos zapatos verdes del que sobresalían dos tobillos, hechos con un trozo de tela rosa. A Charlie le pareció curioso: con todo el trabajo que habría costado hacer el bordado, y el resultado era un par de piernas cortadas a la altura del tobillo.
Encajado entre otro sofá y la ventana había un escritorio antiguo de madera oscura, con un ordenador; inopinadamente, al lado había una mesa de picnic de las que suele haber en las terrazas de los pubs, con una mitad de madera tosca y la otra mitad pintada de verde oscuro. Por si eso fuera poco, en el salón también había un enorme sillón con brazos. Una de las paredes estaba totalmente cubierta de estanterías de madera que servían de improvisado expositor de objetos de cerámica; figuritas de piedra; varios juegos de muñecas rusas; extraños objetos de madera; cabezas de ciervo, de león y de águila hechas con alambre, algunos plateados y otros dorados, y un montón de objetos de plástico de colores, la mayoría de ellos reconocibles —cuadrados, círculos, triángulos—, aunque en uno de los extremos presentaban formas más abstractas, como si hubieran renunciado a ser formas propiamente dichas y hubiesen preferido no representar nada. En el caso de que Ruth Bussey hubiera decidido colocar allí una cabeza de conejo metálica, no había ni un centímetro de espacio libre. Era como si alguien que antes tuviera una casa de ocho habitaciones hubiese decidido remodelar el sitio donde vivía, aunque sin prescindir de nada.
En las paredes había no menos de treinta cuadros. La mayoría eran de pequeño tamaño, aunque uno o dos eran muy grandes. Charlie pensó que merecerían estar colgados en un salón de baile, encima de una chimenea. El más grande de los dos era muy impactante, ya fuera por sus dimensiones o por la desagradable impresión que producía. Tenía un marco en imitación de oro, de cuyos extremos sobresalían cuatro rectángulos más pequeños, Representaba a una mujer vestida de blanco, de pelo negro, muy largo, y un rostro de expresión serena. En el centro del vestido había un agujero del que sobresalía una cara deformada, con la boca abierta en una mueca.
Charlie sintió un escalofrío y centró su atención en un cuadro menos inquietante en el que podía verse un enorme toro parado ante un campanario de piedra rosada. Ruth apareció con dos tazas de té, aunque Charlie habría preferido un vodka doble.
—Aidan me explicó que ese marco está basado en el símbolo romano del poder. ¿Ve el dibujo? Unas cañas sujetas con un lazo. Por separado, son débiles, pero juntas se hacen fuertes. Dijo que le recordaba a él y a mí, juntos.
—¿Ha sido Aidan quien le ha comprado todos estos cuadros? —preguntó Charlie.
—No, los he comprado yo, aunque Aidan los ha enmarcado o, en algunos casos, ha restaurado el marco. Según él, la mayoría de los cuadros no están bien enmarcados.
Ruth se apoyó en el brazo de uno de los sofás.
Charlie no quería sentarse. El fervor de Ruth la estaba poniendo nerviosa, y también pensar que en algún momento tendría que volver a preguntarle por el artículo. Sabía que, si la obligaba a hablar, lo haría, y temía la respuesta. Cuanto más se atormentaba con aquella idea, más evidente le parecía que una razón inocente explicaría la presencia de aquel recorte de periódico en el bolsillo de su abrigo.
—Cuénteme cómo perdió su trabajo en la Galería Spilling.
—¿Mary no se lo contó?
—No exactamente. Solo me dio a entender que ella había tenido la culpa.
Ruth negó con la cabeza.
—La culpa fue mía —dijo, con tristeza—. Si hubiese… —Se interrumpió—. ¿No ha pensado nunca que le habría gustado hacer todas las cosas que ha hecho de otra manera?
A otra persona, Charlie le habría dicho que sí sin dudarlo ni un instante, pero Ruth ya tenía demasiada información acerca de ella.
—Cuénteme lo que pasó —dijo, bruscamente—. Si quiere que la ayude, será mejor que me cuente todo lo que no me contó el viernes.
Ruth bajó la mirada. Por un segundo, Charlie pensó que se negaría a hacerlo. Pero luego dijo:
—Mary fue un día a la galería. Entonces no sabía cómo se llamaba; eso no lo descubrí hasta mucho después.
—Ya.
Era un comienzo.
—Llevaba un cuadro, uno que había pintado ella, y quería que Saul se lo enmarcara. Por detrás, en letras mayúsculas, habían escrito «Abberton». En el cuadro aparecía una… una especie de persona, el perfil de una figura sin rostro. Era imposible decir si se trataba de un hombre o de una mujer. Era solo un contorno: una cabeza, dos brazos…
—Estoy familiarizada con la anatomía humana —dijo Charlie.
Dedujo que en la tela no aparecía ningún pene.
—Le pregunté quién era Abberton, pero Mary no quiso decírmelo. Ella… se puso furiosa. Yo quería comprarle el cuadro, pero ella no quería venderlo, y cuando le pregunté… —Ruth soltó la taza y se cubrió la boca con las manos. Unos segundos después, continuó—: Lo siento. Cuando le pregunté si podría comprar algún otro cuadro suyo, me dijo que no.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—En junio del año pasado. Me agredió; físicamente. Salí huyendo de la galería y jamás volví… Luego encontré el otro trabajo y…
—Espere un momento. Ha vuelto a ver a Mary desde entonces, ¿verdad? Ha ido a su casa. ¿Ha vuelto a preguntarle quién es Abberton?
¿Cuál era la relación entre Abberton y los otros ocho títulos que Aidan le había mencionado a Ruth? ¿Nueve personas a las que Aidan y Mary conocían?
—No.
Ruth estaba temblando.
—¿Por qué no? Al parecer, ahora tienen una buena relación. Mary me dijo que estaba tratando de convencerla para que posara para ella.
—Eso no me interesa. ¿Qué sentido tiene titular un cuadro con el nombre de una persona si luego esta queda reducida a un perfil? —Charlie tenía la impresión de que Ruth se había planteado muchas veces esa pregunta—. Seguro que significa que se asocia esa persona a algo problemático o doloroso, algo que se prefiere olvidar.
—Esta mañana, cuando he echado un vistazo a sus cuadros, no he visto ningún perfil —le dijo Charlie—. He visto gente con caras y fisonomías muy claras.
—¿Se refiere a los cuadros que están colgados en la pared? ¿Los de la familia?
—¿La familia de Mary?
—No. Creo que es una familia que vivía en su barrio.
Charlie se preguntó por qué Mary decidiría pintarlos tantas veces. Le habló del impulso de pintar a gente que para ella era importante. Como provocarte un shock emocional.
—Son muy buenos, ¿verdad? —dijo Ruth—. ¿Vio el del niño escribiendo con un lápiz en la pared?
—No. ¿Dónde estaba?
Ruth frunció el ceño, como si tratara de recordarlo.
—En una de las habitaciones de la planta baja.
Charlie solo había visto la cocina y el vestíbulo antes de ir al piso de arriba.
—¿Qué escribía en la pared?
—«Joy Division». No sé qué significa.
—«Love Will Tear Us Apart» —dijo Charlie automáticamente.
—¿Cómo? —Ruth parecía asustada—. ¿Por qué ha dicho eso?
—Es el título de la canción más famosa de Joy Division. No me pida que se la cante.
Ruth no dijo nada. La expresión de su cara era de desconcierto.
—Joy Division es un grupo —le explicó Charlie, tratando de no parecer desdeñosa—. ¿No ha oído hablar de ellos?
—Cuando era adolescente no escuchaba música pop. Mis compañeros de escuela veían el programa Top of the Pops, pero en mi casa estaba prohibido verlo, por supuesto.
—¿A qué se refiere cuando dice «por supuesto»?
Ruth lanzó un suspiro.
—En realidad, mis padres nunca me dijeron que no pudiera hacer algo. Su forma de controlarme era bastante más sutil que eso. No sé cómo, pero yo debía fingir que no quería hacer las cosas que ellos no aprobaban. —Ruth levantó los ojos hacia Charlie—. Dígame, ¿sus padres eran muy estrictos?
—En su momento pensaba que sí. Intentaban disuadirme de mis aficiones: fumar, pelearme, llevar a mi habitación a chicos a los que apenas conocía…
Charlie no tenía ganas de hablar de su adolescencia, pero en los ojos de Ruth había ansias de saber.
—Discutíamos sin parar. Mi hermana era la buena; no bebía, no fumaba, no salía a ligar. Nunca cuestionaba la autoridad; es más, la legitimaba, y yo sufría las consecuencias. Sin embargo, ha conseguido su mayor triunfo en el campo médico, enfrentándose ella solita a un cáncer de ovarios. Yo ni siquiera soy capaz de dejar de fumar.
Ruth asentía con la cabeza. «Mantén la boca cerrada», se ordenó Charlie a sí misma. Sentía la imperiosa necesidad de volver a engullir parte del veneno que había soltado.
—Es horrible tener que reconocer que posiblemente tus padres tenían razón —dijo—. Sin las intromisiones de mamá y papá, habría seguido bebiendo sidra barata y organizando orgías en casa cada noche, sobre todo los días de clase.
—En mi casa no discutíamos —dijo Ruth—. Solo había una opinión, y siempre era la misma. Nunca vi a mi madre y a mi padre peleándose por nada.
—Bueno…
Charlie pensó en algo que decir; se sentía incómoda, y se preguntaba cómo habían acabado hablando de aquel tema. Ella y Ruth no eran dos amigas que se hacían confidencias. ¿Qué esperaba Ruth a cambio de las historias de su desdichada infancia? No, aquella no era la forma de plantear las cosas. ¿Qué podía ofrecerle Ruth si ella se avenía a actuar como caja de resonancia? Aún le quedaban un montón de preguntas por hacer, y era mejor que Ruth se mostrara dispuesta a responderlas.
—Cuando veo por casualidad algún programa del estilo de Supernanny, el consejo siempre es el mismo —dijo Charlie—. Los padres deben apoyarse mutuamente en vez de enfrentarse.
—Eso es totalmente falso —dijo Ruth en un tono vehemente—. Si un niño nunca ve a sus padres discutiendo sobre algo, ¿cómo se supone que aprenderá a tener su propia opinión? Yo me crie pensando que si alguna vez decía: «No estoy de acuerdo contigo», el mundo se vendría abajo. Mis padres solo leían la Biblia o biografías, sobre todo de mártires cristianos, de modo que yo debía fingir que hacía lo mismo. Escondía los libros que leía donde nunca pudieran encontrarlos. Me moría de envidia cuando oía que mis amigos les gritaban a sus padres que los odiaban y cuando estos les respondían: «Mientras vivas bajo este techo, tendrás que obedecer nuestras reglas». Al menos mis amigos podían ser sinceros con respecto a lo que querían hacer.
«¡Cristianos! Pura maldad», pensó Charlie. Los romanos sabían lo que se hacían cuando los echaron a los leones. Ahora se arrepentía de no haber incluido aquella idea en el discurso que dio en la fiesta de compromiso. Apenas había entrado en materia, y Simon había reaccionado de forma totalmente desorbitada.
—El viernes le mentí por necesidad —dijo Ruth. Cogió su taza de té y tomó un sorbo—. No tengo nada contra las mentiras. No creo que haya nada de malo en ellas si en tu vida estás sometida a una presión tan irracional que te impide ser quien realmente eres.
—¿Qué tal se lleva ahora con sus padres? —preguntó Charlie.
—Ya no los veo. No hemos hablado desde que me fui de Lincoln. Me pasé muchos años con miedo a romperles el corazón, pero al final lo hice. No —se corrigió—. No fue eso lo que hice. Simplemente me hice a un lado para que no me hicieran daño, eso es todo. Si creen que les he roto el corazón, es cosa suya. Hay gente que decide no mirarse en los espejos que pones ante ellos —prosiguió Ruth—. Pero esa es su elección. Tengo un apartado de correos… Figuraba en la carta que les mandé cuando me mudé a Spilling. Nunca lo han utilizado.
—¿Viven en Lincoln? —preguntó Charlie.
No le extrañaba que Ruth hubiese salido corriendo como alma que lleva el diablo.
—Muy cerca, en Gainsborough.
—Renunció a muchas cosas cuando decidió trasladarse aquí. Esta tarde he buscado «Green Haven Gardens» en Google. Por lo que he leído, tenía un negocio muy próspero.
El cuerpo de Ruth se agitó, como si le hubiesen pegado un tiro. Charlie no se sorprendió. Sabía perfectamente lo que era sentirse invadida y descubrir que alguien tenía más interés del debido en su persona. «El suficiente interés para llevar tu historia en el bolsillo de su abrigo». Ahuyentó el pensamiento de su mente.
—Jardines con abonos orgánicos y sin sustancias químicas antes de que se pusieran de moda —dijo—. Y ganó tres premios BALI de paisajismo.
—Gané el más importante de esos premios tres años consecutivos —la corrigió Ruth, con una mirada suspicaz.
—Lo he leído por encima —repuso Charlie—. Tenía dos segundos entre una reunión y otra. Seguro que me perdí los detalles.
—¿Por qué le interesa Green Haven? Ese capítulo de mi vida ya terminó.
—¿Por qué lo dejó?
—No quería seguir con eso.
Charlie asintió con la cabeza. Era una respuesta, y al mismo tiempo no lo era. Esperaba que Ruth no se arrepintiera de haber hablado tanto de sí misma.
—Déjeme que le enseñe la cinta —dijo Ruth, poniéndose en pie.
De entrada, Charlie no sabía a qué se refería, pero luego se acordó: el hombre de la gorra roja con la borla. Alzó los ojos al cielo cuando Ruth no la estaba mirando, sin armarse del valor necesario para decirle que la grabación de un hombre que se paseaba por delante de una casa y que se quedaba mirándola no la llevaría a ninguna parte. Siguió a Ruth hasta el vestíbulo y vio algo que se le había pasado por alto al llegar. Encima de la puerta de entrada, con un curioso panel de vidrio con el dibujo de una hoja, había un estante con un monitor, un vídeo y una fila de cintas numeradas del uno al treinta y uno. ¿Una para cada día del mes?
Mientras Ruth extendía el brazo para introducir la cinta en el vídeo, Charlie echó una ojeada al vestíbulo. Aparte de la puerta del salón, había otras tres: la de la cocina, la del baño y, probablemente, la del dormitorio. Solo una estaba entreabierta, y a través de ella Charlie alcanzó a ver una brillante tela de color marrón y un cojín rosa. Debía ser el dormitorio. Cerciorándose de que Ruth seguía ocupada con el vídeo y el mando a distancia, Charlie empujó la puerta para abrirla un poco más.
En efecto, era la habitación de Ruth —la de Ruth y Aidan—, aunque la única prueba de una presencia masculina era un enorme reloj de pulsera con una correa de piel que estaba en el suelo. El resto de cosas eran rigurosamente femeninas: frascos de perfume alineados en el alféizar de la ventana; un pañuelo de gasa rosa extendido sobre la cama; unas cortinas de seda, también de color rosa; lencería de encaje por todas partes, y una botella de agua caliente rosa en forma de corazón. Incluso los libros, con los lomos ajadas, apilados en desiguales montones, tenían títulos muy femeninos, como Mujeres hambrientas y Sonrisas públicas, lágrimas privadas.
Ruth estaba ocupada rebobinando la cinta.
—Lo siento —dijo—. El mando a distancia no funciona. Tengo que pulsar el botón para que funcione; tarda una eternidad.
—No pasa nada —repuso Charlie.
Se asomó al dormitorio para ver qué había detrás de la puerta. Estuvo a punto de gritar por el shock y se tambaleó hacia atrás; volvió al vestíbulo. ¿Qué coño…? Su mente se negaba a creerlo. Era absurdo, una de esas cosas que solo aparecen en las peores pesadillas…, demasiado extraña y demasiado ridícula para que suceda en la vida real. Pero era real: Charlie sabía lo que había visto.
Casi una pared entera de la habitación de Ruth estaba cubierta con recortes de periódico que hablaban de ella. Charlie Zailer.
Empujó la puerta, con el corazón desbocado y todos aquellos titulares retumbando en su cabeza, frases que la habían perseguido durante dos años y en las que todos los días trataba de no pensar: agresiones a su persona, redactadas en un colorista lenguaje, con palabras escogidas en función de su impacto emotivo o la eficacia de ciertas aliteraciones.
Unos titulares que Ruth había coleccionado y pegado a la pared, junto a la cama. ¿Por qué? También había artículos más recientes —Charlie estaba segura de ello, aunque no tenía ninguna intención de volver a mirar para comprobarlo— sobre su reincorporación al trabajo y el foro que había creado para abordar la delincuencia en la ciudad. No, no lo había soñado. Además de las numerosas fotos en las que aparecía llorando en la rueda de prensa que ofreció en 2006, había una o dos vestida de uniforme, después de que dejara el departamento de investigación criminal, con su estudiada sonrisa de estoy-muy-orgullosa-de-lo-que-he-hecho-por-la-comunidad. Sintió náuseas.
—Ya está —dijo Ruth.
Charlie sabía que no disponía de mucho tiempo para recuperarse si lo que quería era disimular, y su instinto la empujaba a aparentar que no pasaba nada, a batirse en retirada y a esconderse en cualquier parte. Pedirle allí mismo una explicación a Ruth habría supuesto un enfrentamiento que, en el estado de shock en el que se encontraba, no podía permitirse. No, tenía que evitar un enfrentamiento a toda costa, o de lo contrario provocaría un desastre: acabaría agrediendo físicamente a Ruth o tendría un ataque de histeria. «Más adelante. Ya me ocuparé de ello más adelante».
Parpadeó con fuerza para secarse unas lágrimas que habían surgido de la nada y trató de concentrarse en la estantería blanca que había en la pared de enfrente, ligeramente cóncava, y que reducía considerablemente el espacio del vestíbulo. Era evidente que Ruth era una coleccionista de libros de autoayuda así como una aplicada activista de la ignominia de Charlie. Si hubiese estado de mejor humor, le habrían parecido divertidos los títulos de todos aquellos libros: ¿Y si todo marcha bien?, El poder del ahora, Lo que pienses de mí no es asunto mío.
Charlie ya no sabía qué pensar. Lo único que sabía era que sus entrañas se habían licuado, que estaba a punto de vomitar y que ansiaba desesperadamente marcharse de aquella casa.
—Le pedí a mi casero que me dejara instalar un circuito cerrado de televisión cuando me di cuenta de que ese hombre rondaba por aquí —explicó Ruth—. Él pensó que estaba haciendo una montaña de un grano de arena, pero al final accedió. De noche había pandillas de golfos que se adueñaban del parque, y me las arreglé para convencer a Malcolm de que mataríamos dos pájaros de un tiro. Cuando instalé las cámaras, el hombre desapareció. Hasta ayer no pude grabarlo.
Charlie se preguntó si Ruth guardaría grabaciones suyas realizadas dos años atrás: noticias del telediario, imágenes de la rueda de prensa que había ofrecido, una extensa entrevista que aceptó ante la insistencia del gabinete de prensa, cuando la opinión pública aún estaba en su contra tres meses después de que estallara el escándalo.
«Más adelante. Ahora no». Había otras cosas en las que pensar, como contraatacar: descubrir todo lo posible sobre Ruth Bussey y emplearlo para acabar con su deprimente y mezquina existencia. «Por ahora, juego con ventaja. Ruth no sabe que conozco su secreto», se dijo Charlie.
Vio cambiar la granulosa imagen que apareció en el monitor, que dio paso a la de un hombre con una gorra roja que se acercaba a la entrada del parque con un perro.
—Dígame, ¿Aidan ha visto esto? —preguntó Charlie.
Si, por casualidad, Borla Roja estaba vigilando a Ruth, ¿lo sabría Aidan? ¿Sabría quién era ese hombre? «Espiar a alguien que espía a otros, que irrumpe en su dolor íntimo…».
—No —respondió Ruth—. Además de mí, solo lo ha visto Malcolm, y ahora usted. Hace meses que Aidan y yo no hablamos como es debido. —Parecía abatida—. Pensé que si Malcolm sabía qué aspecto tenía ese hombre, podría tratar de encontrarlo. Él pasa a menudo por aquí cuando no estoy; es una especie de ángel de la guarda. Viene a echar un vistazo a mis cosas. Mire, ahí se le ve la cara.
Malcolm. Aquel hombre debía de haber visto la pared-exposición del dormitorio. A Charlie no le extrañaba que hubiera reaccionado de una forma extraña cuando se presentó en la casa. «Es evidente que Ruth la conoce… No me ha dicho que había quedado con usted o que esperara su visita…». ¿Sabía Malcolm Fenton por qué Ruth estaba obsesionada con ella? ¿Y Aidan Seed? Seguro que sí, puesto que dormía en la misma cama que Ruth. ¿Cuál sería la razón? ¿Quién más había visto aquella pared? ¿Los técnicos de Winchelsea Combi Boilers? ¿También la habían reconocido aquella mañana?
Charlie fijó los ojos en el monitor, aunque en realidad no lo estaba mirando. La voz de Ruth interrumpió el hilo de sus pensamientos y se dio cuenta de que se había perdido gran parte del espectáculo.
—Mire, ahora se puede apreciar claramente su cara. ¿Ve cómo mira hacia la ventana?
No. No era posible.
Pero sí lo era. Con o sin la gorra con borla, era él. ¡Y con un labrador negro, por el amor de Dios! Ahora Charlie sabía dos cosas que Ruth no sabía que supiera.
—Puede que solo sea un cabrón entrometido —dijo.
En el caso de que Ruth se hubiera dado cuenta de que su tono de voz o su actitud habían cambiado, lo disimuló. Charlie no era capaz de recordar la última vez que se había fiado menos de una persona de lo que se fiaba de aquella extraña mujer que la estaba mirando con unos ojos como platos, esperando, al parecer, alguna clase de ayuda.
—¿Por qué fue a ver a Mary? —le preguntó Charlie de repente.
—¿Perdone?
Ruth paró la cinta de vídeo.
—Ha dicho que ella la atacó, que abandonó la galería y jamás volvió. Debió ser algo espantoso. Y, sin embargo, más adelante fue a verla a su casa. ¿Por qué?
«Voy a meter el dedo en cada fallo de tu historia, zorra. Voy a hurgar una y otra vez hasta que la trama se caiga por sí sola y entonces me quedaré mirando cómo te vienes abajo».
—Por el cuadro —dijo Ruth—. Y por Aidan. Aidan lo quería. Pero esto ocurrió después, mucho después.
—De acuerdo. ¿Y qué pasó luego? Después del incidente con Mary en la galería, el pasado mes de junio, cuando usted dejó su empleo. Eso fue seis meses antes de que Aidan le contara que la había matado, ¿no?
—No puedo contarle todo lo que quiere saber. —Charlie captó el pánico en la voz de Ruth—. Puedo contarle todo lo que yo sé, todo lo que ocurrió, pero no por qué ni qué sentido tiene.
—Me conformo con cualquier cosa que no sea una mentira.
—Se acabaron las mentiras —prometió Ruth—. Después de eso, Aidan y yo fuimos a ver una feria de arte a Londres.