Lunes, 3 de marzo de 2008
Estoy cortando vidrio cuando oigo unos pasos en el camino. Alzo los ojos y veo el rostro de un hombre detrás de la ventana. No lo conozco. Aidan interrumpe su trabajo. Tiene el pie apoyado en el pedal de la máquina que utiliza para cortar los listones, pero no lo aprieta. Normalmente solo deja lo que está haciendo cuando no queda otro remedio, porque tiene un cliente delante, y fingir que no lo ha visto, aunque solo sea un segundo, sería demasiado descortés incluso para alguien como él. A mucha gente para la que trabajamos, Aidan no le cae bien, pero aun así siguen viniendo. Cuando empecé a trabajar para él, me dijo: «Si quieres, puedes ser amable con los clientes, pero la amabilidad requiere su tiempo. Tu trabajo…, nuestro trabajo, consiste en proteger las obras de arte que nos traen aquí. Recuérdalo. Piensa que, hasta que no se enmarca, un cuadro está en peligro. La protección es la esencia de la enmarcación. Eso es lo que hacemos aquí; el objetivo no es la decoración».
La puerta de madera se abre, rozando el suelo.
—¿Hola? —dice una voz grave.
Cuando estoy a punto de contestar, veo otro rostro a través de la ventana y la respiración se bloquea en mis pulmones: Charlie Zailer. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Viene con ese hombre?
—Usted debe ser Ruth Bussey. Soy el subinspector Simon Waterhouse, del departamento de investigación criminal de Culver Valley.
Abre una pequeña cartera y me muestra la placa policial. Es un hombre robusto, de rostro duro y manos grandes. Lleva unos pantalones demasiado cortos; apenas si cubren la punta de sus zapatos.
La inspectora Zailer me sonríe. No menciona nada sobre mi abrigo y yo tampoco le pregunto por él. No lo ha traído. Cuando se presenta a Aidan, suplico que él no me mire y disimule su sorpresa.
—¿Les parece bien que charlemos un rato? —pregunta ella.
—Tengo cosas que hacer.
Aidan no parece sorprendido; solo contrariado.
—No nos llevará mucho tiempo.
—Ya hablé el sábado con él —dice Aidan, señalando con la cabeza en dirección a Waterhouse—. No tengo nada que añadir a lo que dije entonces.
—¿Quieren saber dónde he estado esta mañana?
El tono de voz de Charlie Zailer es tranquilizador y burlón al mismo tiempo.
—No, gracias.
—En el número 15 de Megson Crescent.
Se crea un largo silencio. El subinspector Waterhouse y yo intercambiamos una mirada, preguntándonos si alguno de los dos debería romperlo; al menos, eso es lo que yo me estoy preguntando.
—Ahí es donde vive Mary Trelease. Y he pasado la mañana con ella.
Aidan dedica una fría mirada a la inspectora.
—¿Cómo es posible que una mujer que está muerta viva en ningún sitio? —dice—. Yo la maté.
La inspectora Zailer asiente con la cabeza.
—Simon, es decir, el subinspector Waterhouse, me dijo que usted está convencido de eso. Pero yo puedo asegurarle que se equivoca. He conocido a Mary Trelease, he hablado con ella, y la he visto vivita y coleando.
Aidan acerca la grapadora hacia él, coge dos listones ya cortados y los introduce en la máquina. De vuelta al trabajo.
—¿Cree que estoy mintiendo?
No puedo soportar por más tiempo la tensión que flota en el ambiente.
—¡Respóndele, Aidan!
—Si se sube a mi coche, lo llevaré hasta su casa para que vea por sí mismo que se encuentra bien.
—No.
—¿Cómo conoció a Mary? —La voz de la inspectora Zailer es amable pero insistente—. No le contó a Simon toda la historia, ¿verdad? ¿Me la quiere contar a mí?
—No.
—Mary dice que no lo conoce, lo cual, si es cierto, significa que usted tampoco la conoce.
Aidan levanta los ojos, molesto por no poder concentrarse en lo que está haciendo.
—Si la maté, supongo que debía conocerla. Es pura lógica.
¿Cómo puede estar furioso? ¿Cómo espera que reaccione la policía?
—Muy bien —dice la inspectora Zailer—. Entonces, cuénteme cómo conoció a Mary.
Silencio. Lo miro fijamente, suplicándole en silencio que conteste, aunque sé que no lo hará. Mi última esperanza se está desintegrando, y no hay nada que yo pueda hacer. Si no habla, nadie puede ayudar a Aidan, ni siquiera la policía.
—¿Aidan? Dígame, ¿cuántas veces se vieron usted y Mary antes de que la matara?
—Él no ha matado a nadie —digo, echándome a llorar.
Ahora, la inspectora Zailer centra su atención en mí.
—¿Le ha contado Aidan que estranguló a Mary mientras ella estaba desnuda? ¿Qué dejó su cuerpo en el centro de la cama, en…?
—Cállese —le espeta Aidan.
Me siento invadida por una violenta sensación de náuseas que me provoca un grito ahogado. Estrangulada. Desnuda.
—No creo que se lo haya contado —interviene Waterhouse—. Hay algo que no entiendo: usted le dijo a Ruth que había matado a Mary Trelease hace unos años. Y a mí me dijo que, si iba al número 15 de Megson Crescent, encontraría el cadáver en la cama. ¿De verdad cree que un cadáver puede permanecer en una casa durante varios años sin que nadie lo descubra?
Como si nadie hubiera abierto la boca, Aidan mide un trozo de hilo de nailon y luego lo corta. No es que ignore a Waterhouse, sino que finge que está solo en el taller, excluyéndonos a todos.
—¡Di algo, Aidan!
—¿Por qué no habla usted, ya que Aidan no quiere hacerlo? —me pregunta Charlie Zailer—. Usted me mintió. Me dijo que no conocía a Mary Trelease, pero ella sí la conoce a usted. Me dijo que le hizo perder su trabajo y que luego, como se sentía culpable, le regaló un cuadro. ¿Es verdad?
Asiento con la cabeza, haciendo un esfuerzo por no mirar a Aidan. No hay modo de saber lo que Mary le reveló sobre esa historia.
—Entonces, ¿cuándo la conoció?
—En junio del año pasado.
—En junio. Así pues, en diciembre, cuando Aidan le contó que la había matado hacía unos años, hacía seis meses que la había conocido. Supongo que le diría que estaba equivocado. ¿Ruth? ¿Se lo dijo?
—Yo…
—Sí, así fue —dice Aidan—. Y le contesté que estaba en un error, exactamente igual que a los subinspectores Gibbs y Waterhouse.
—Mary Trelease es pintora. —Waterhouse toma las riendas de la situación. Por fin puedo respirar. No le interesa la Galería Spilling ni mi encuentro con Mary. Nadie puede obligarme a hablar de ello si yo no quiero—. Su trabajo debe ponerlo en contacto con muchos artistas. ¿Qué opina de ellos?
—La mayoría son buenas personas.
—¿Y los que no lo son…? ¿Qué pasa con ellos?
Aidan lanza un suspiro.
—Me tratan como si fuera su criado —dice. Y, levantando las manos, añade—: Trabajo artesanal. Algunos piensan que no haces un trabajo cualificado si con él te ensucias las manos. Cuando coincides en un restaurante, se quedan mirándote fijamente sin entender nada… Si vas elegante, no te reconocen. Cuando los saludas y atan cabos, ves por su cara que están en estado de shock: un simple artesano en un buen restaurante…, ¿quién lo habría dicho? Luego están los que pintan el mismo cuadro una y otra vez, pensando que tienen un estilo único y no una única idea. Y también los hay que solo pintan con sus colores favoritos, los mismos de la ropa que se compran y de la alfombra que cubre el suelo de su salón.
—Está claro que no le caen bien los artistas —dice la inspectora Zailer.
—Dejemos clara una cosa: no maté a Mary Trelease por ser pintora. Ni siquiera sabía que lo fuera hasta que Ruth me lo dijo.
—¿Dónde está el cuadro que le regaló? —me pregunta el subinspector Waterhouse—. ¿Podríamos verlo?
Siento aumentar la presión en mi cabeza.
—Ya no está en mi poder.
—¿Y eso?
—Yo… —Miro a Aidan, pero él vuelve la cabeza para alinear dos listones encolados. ¿Por qué debería mentir para protegerlo cuando él no me cuenta de qué lo estoy protegiendo?—. Le di ese cuadro a Aidan —le digo a Waterhouse—. Desde entonces no lo he visto.
Aidan empuja la grapadora.
—Mary Trelease está muerta —dice, apretando los dientes—. La gente que está muerta no pinta cuadros. Ruth se presentó en casa con un cuadro de alguien… Era horrible, de modo que lo llevé a una tienda de objetos de segunda mano.
Está mintiendo.
Charlie Zailer da un paso al frente.
—El dormitorio del número 15 de Megson Crescent que da a la calle está lleno de cuadros de Mary; tan lleno que apenas pude entrar. Usted dice que no sabía que ella fuera pintora. ¿Estaban allí los cuadros cuando la mató?
—¡Él no la mató!
La respuesta de Aidan me sorprende.
—No. No había ningún cuadro en toda la casa.
Capto las miradas que intercambian la inspectora Zailer y el subinspector Waterhouse. Están a punto de darse por vencidos.
—Tengo que irme —dice Aidan.
—¿Adónde? —pregunto.
Exactamente en el mismo momento, el subinspector Waterhouse dice:
—¿Cree usted en fantasmas, Aidan?
—No. Yo creo en el mundo real: hechos y ciencia. No creo que una mujer que está muerta pueda volver a la vida —dice, muy tranquilo.
—Entonces, en su opinión, ¿quién es la mujer que la inspectora Zailer, el subinspector Gibbs y yo hemos visto en el número 15 de Megson Crescent? Si está tan seguro de haber matado a Mary Trelease, entonces la mujer que tiene su mismo aspecto y que es propietaria de su casa, sus cuadros y otros documentos… debe ser sin duda alguna un fantasma, y muy bien equipado, además.
—Ya se lo he dicho: no creo en fantasmas. —Aidan se dirige hacia el pequeño lavamanos que hay en un rincón y abre al máximo los dos grifos. Las cañerías del taller son viejas y hacen mucho ruido cuando corre el agua—. La próxima vez que vengan a buscarme, háganlo con alguna acusación concreta, o me negaré a hablar con ustedes —dice, mientras se lava las manos y luego se las seca.
—No ha contestado a la pregunta de Ruth —observa Waterhouse—. Le ha confesado por voluntad propia que mató a alguien hace unos años, pero no le dice adónde va esta tarde.
—Lárguense.
—Parece que ya no somos bienvenidos aquí, Simon —dice Charlie Zailer.
—No lo fueron en cuanto entraron por esa puerta —le contesta Aidan. Al salir, ella le dedica una mirada de desdén. Waterhouse insiste:
—Fue usted quien vino a vernos, ¿recuerda? ¿O es que su memoria borra cosas que han sucedido, además de inventarse otras que nunca ocurrieron?
El subinspector se va. Los dos se han ido. Aidan cierra la puerta de golpe y apoya la cabeza en ella. En cuanto vuelve a respirar con normalidad, dice:
—Me dijiste que fuiste a la policía, pero no que hablaste con Charlotte Zailer.
No tengo fuerzas para fingir que la implicación de Charlie Zailer es mera coincidencia. Dejo que piense lo que quiera.
—Ella no está de tu parte, Ruth. Puede que para ti signifique algo, pero tú para ella no eres nada.
—¿Dónde está el cuadro? Abberton… ¿Qué has hecho con él? Dime qué está pasando.
—¿Crees lo que ha dicho Waterhouse? ¿Que mi memoria se inventa cosas que nunca han ocurrido? —pregunta, acercándose a mí—. Si algo no ha ocurrido, no puede ser un recuerdo. ¿Crees que es posible ver el futuro?
—No. ¿Qué quieres decir?
—Una imagen nítida, como una foto o una película, de algo que no ha ocurrido pero que va a ocurrir.
—¡No! ¡Basta ya! Me estás asustando.
—Yo estrangulando a esa zorra de Trelease…, rodeando su cuello con las manos y apretando…
—¡No!
Me alejo de él. Aidan tiene una expresión resuelta y, al mismo tiempo, tremendamente asustada. Como un hombre a punto de lanzarse al fuego.
—Ellos dicen que está viva. Tú dices que está viva. Puede que estéis en lo cierto. Si es así, la imagen que tengo en mi cabeza no puede ser un recuerdo del pasado. ¿Y si no la hubiese matado pero fuera a hacerlo?
—Aidan, no digas eso —le suplico, rodeándolo con los brazos. Está rígido como una piedra—. Lo que dices no tiene sentido.
—Abberton —murmura—. Forma parte de una serie. Aún no la ha terminado; quizá solo haya pintado ese, el primero. Pero pintará otros. Puedo decirte cuántos: nueve. Y también puedo decirte sus títulos. —Me empuja hacia un lado, le quita el capuchón a un rotulador azul y empieza a escribir en uno de esos tubos de cartón que sirven para guardar pósteres—. Abberton, Blandford, Darville, Elstow, Goundry, Heathcote, Margerison, Rodwell, Winduss.
Le miro a los ojos, preguntándome quién es ese hombre, en qué se está convirtiendo. Está cuerdo. Se lo dije a Charlie Zailer, y así lo creía.
—Aidan, estás diciendo cosas que no tienen sentido —digo, con voz quebradiza.
Me agarra el brazo.
—Vuelve a Megson Crescent —susurra, su rostro junto al mío—. Si se trata del futuro, aún puede cambiar. Tiene que cambiar. Dile que no pinte más cuadros, haz que lo deje. Dile que se vaya de Spilling, que busque un sitio donde yo no pueda encontrarla…
—¡Para ya! —grito—. ¡Suéltame! No es verdad. ¡No se puede ver el futuro! ¿Por qué no me cuentas la verdad?
—¿Por qué no me la cuentas tú a mí? ¿Qué ocurrió en la galería de Hansard que te obligó a dejarla? ¿Qué ocurrió entre Mary y tú? Nunca me lo has dicho; no del todo. ¿Quieres saber qué he hecho con Abberton? ¿Quieres saber adónde iré cuando salga de aquí? ¡Pues cuéntamelo todo!
—¡No hay nada que contar! —exclamo, entre sollozos. Nada de preguntas; eso fue lo que acordamos. ¿Se acuerda de cómo éramos entonces, de lo bien que nos entendíamos el uno al otro?
Me empuja como si fuera incapaz de seguir tocándome y se dirige hacia la puerta, cogiendo su chaqueta antes de salir. Al quedarme sola en el taller, echo la llave y apago las luces. Me acurruco en un rincón, junto a la estufa eléctrica y, en un susurro, me digo a mí misma: «No hay nada que contar», como si bastase decirlo para que fuera verdad.
Descubrí la Galería Spilling porque me fijé en un cuadro que estaba expuesto en el escaparate. En aquella época, solo llevaba once días viviendo en Culver Valley, aunque lo consideraba mi hogar porque no tenía planes de ir a ninguna otra parte. El día que me fui de Lincoln abrí un mapa de carreteras por la página que ilustraba toda Gran Bretaña, cerré los ojos y señalé con el dedo a ciegas. La localidad elegida resultó ser Combingham, un pueblo anónimo, situado a quince kilómetros al oeste de Spilling, lleno de centros comerciales y rotondas. Conduje hasta allí y odié el sitio en cuanto lo vi, por lo que me metí de nuevo en el coche y me alejé, sin saber adónde me dirigía.
En vez de deshacer el camino que había hecho, escogí una ruta al azar, conduciendo durante un rato para luego desviarme de nuevo. Además de mi sucio Volkswagen passat, lo único que llevaba conmigo era una bolsa de viaje con un cepillo de dientes y otros objetos de primera necesidad; el resto de mis cosas las había dejado en un guardamuebles y estaba preparada para no volver a verlo nunca más.
Giré a la izquierda, luego a la derecha y a continuación seguí en línea recta durante un par de kilómetros. Al final, consciente de que en algún momento tenía que parar, me marqué un límite: conduciría en la dirección que me apeteciera y me detendría definitivamente en la ciudad en la que me encontrase al cabo de media hora. Me conformaba con que no fuera ni Lincoln ni Combingham.
Acabé en la calle principal de Spilling y aparqué sobre una doble línea amarilla, a pocos metros de la galería y el taller de enmarcación de Saul Hansard, aunque en aquel momento no me fijé en el sitio. No sé si había cuadros diferentes en el escaparate, o si mi cuadro estaba expuesto, pero no le presté atención. Sea como fuera, mientras paseaba arriba y abajo por la calle de mi nueva ciudad, no me fijé en absoluto en la Galería Spilling. Hasta aquel momento, no había dedicado a la pintura o al arte más de veinte minutos en toda mi vida, casi siempre por imposición de la radio o la televisión, instándome inmediatamente a cambiar de canal.
Vi una tienda de lanas llamada Country Yarns, y muchas boutiques muy caras que vendían ropa: las había para señoras, caballeros y niños, perfectamente separadas unas de otras. La mayoría de las que vendían ropa femenina tenían unos nombres muy largos y elegantes, como si pertenecieran a alguna princesa. No me detuve a mirar la pequeña tienda de ropa premamá, con la fachada pintada de color verde pistacho, porque sabía que nunca iba a poner el pie en ella. Era bastante improbable que alguna vez fuera a tener un bebé; en cualquier caso, no me merecía un hijo. Había tres o cuatro pubs que, ni aun proponiéndoselo, habrían podido ser más tradicionalmente ingleses, a cual con un cartel más elaborado que el anterior que promocionaba a su dueño como «proveedor de cerveza de calidad superior». Me llamó la atención una librería, y decidí que la visitaría en cuanto hubiera encontrado un lugar donde alojarme. Puesto que no conocía a nadie en Spilling y tenía intención de evitar cualquier ocasión de socializar, pensaba leer mucho, y los cuatro libros que había metido en la bolsa de viaje no iban a durarme demasiado.
En la medida en que algo era capaz de proporcionarme algún placer, disfruté de la vista de la plaza del mercado, con una iglesia en un extremo; en el otro había una tienda de partituras e instrumentos musicales, una quesería y una tienda de artículos de regalo llamada Sorpresas y Secretos. La iglesia era muy bonita y, a condición de no tener que entrar en ella, estaba dispuesta a vivir en sus alrededores y a admirar su contribución al paisaje. Aun así, no pude evitar preguntarme cuántos fieles, de todos los que asistían a los oficios, lo harían por voluntad propia.
Entré en el primer pub que había visto, el Brown Cow, porque en la puerta había un cartel en el que leí que tenían habitaciones. Su dueño pareció encantado de alquilarme una. Cuando me preguntó cuántas noches iba a quedarme, abrí la boca para contestarle, pero me di cuenta de que no tenía una respuesta. No tenía planes.
—¿Dos semanas? —dije, preparada para recibir un chasco.
Su mirada se iluminó.
—Estupendo —dijo—. Y si desea quedarse más tiempo, no hay ningún problema.
Se me humedecieron los ojos y tuve que dejar de mirarlo. Estaba siendo muy amable conmigo. Aquel hombre no me conocía, y no sabía que yo no merecía su cortesía. «Podría quedarme aquí hasta que se me acabara el dinero —pensé—, y luego podría lanzarme a un río». Todos los libros que había leído en los últimos cuatro años —desde la época de «él» y «ella»— no habían logrado convencerme de que esa no era, probablemente, la mejor decisión. Había sacado una buena suma de dinero vendiendo la casa que tenía en Lincoln; tardaría uno o dos años en gastármelo, entre el guardamuebles de Lincoln y el dueño del Brown Cow. Me dije que sería un experimento interesante: saber hasta qué punto quería sobrevivir. Si me quedaba sin un céntimo y quería seguir viviendo, me vería obligada a hacer algo al respecto. En caso contrario, podría dejar de vivir. Cinco o seis años después de lo ocurrido, nadie podría decir que no había dejado pasar un período de tiempo decente. Hasta entonces, habría tenido más de un lustro para reflexionar sobre lo que había hecho.
Los primeros once días que pasé en Spilling no tuvieron nada de especial. Dormía mucho y salía a dar cortos paseos por la ciudad. Todos los días iba a la librería, Word on the Street. Tras mi primera visita, pensé que nunca había visto una tienda que tuviera un nombre menos apropiado. Lejos de ser moderna y contemporánea, Word on the Street —o simplemente Word, como solía llamarla todo el mundo en Spilling— se correspondía exactamente con mi idea de la librería de segunda mano, salvo por el hecho de que los libros que vendían en ella no era usados sino nuevos: techos bajos; crujientes suelos de madera; varias plantas, todas de formas diferentes, con pasillos no demasiado rectos que iban de la sección de libros infantiles a la de poesía y de la de ficción a la de historia militar.
En una sola semana compré la sección entera de «Mente, cuerpo y espíritu» de Word, y el dueño me prometió que pediría nuevos títulos. Casi estuve por comprar un libro que narraba las memorias de una mujer que consiguió escapar al matrimonio que sus padres habían arreglado para ella sin su consentimiento. Lo cogí, pero, al levantar los ojos, vi que en lo alto del estante habían pegado una etiqueta que rezaba BIOGRAFÍA. La palabra me hizo pensar en mi padre, y, a pesar de que me apetecía leerlo, tuve que devolver el libro a su sitio.
La undécima mañana como residente en Spilling, entré en la quesería, Spilling Cheeses —en al menos la mitad de establecimientos de la ciudad figuraba la palabra Spilling en su nombre—, y su dueña, en vez de preguntarme si quería algo, se enfrascó en un monólogo.
—La he visto paseando arriba y abajo por la calle —dijo—. Da muchos paseos, ¿verdad? Se para en todas las tiendas, pero normalmente no suele entrar en ellas. Me pregunto cuándo llegó a la ciudad.
Lo que dijo bastaba para hacerme abandonar la tienda, y sin duda me quitó las ganas de comprar ningún queso, pero no quise parecer grosera. Puede que la gente que no ha cometido grandes errores en su vida no lo entienda, pero cuando te has equivocado y has sufrido las consecuencias, comportarse bien se convierte en algo sumamente importante. Había decidido no volver a portarme mal nunca más, a mis ojos o a los del mundo. Sabía que había gente que nunca había sido condenada por nadie, por un gesto o una palabra: gente que no creaba problemas, gente corriente. Y esa era la clase de persona que yo necesitaba ser.
—Si le gusta dar buenos paseos, es absurdo ir arriba y abajo por la calle, con tanto humo y tanto ruido —dijo la dueña de Spilling Cheeses—. A menos de cinco minutos en coche hay unos sitios preciosos y muy tranquilos. Uno parece que está en medio de la nada; no encontrará ni un alma. Si quiere le explico cómo llegar.
Le dediqué una sonrisa y, tras decirle «No, gracias», salí corriendo, con el corazón desbocado. Yo no quería estar en medio de la nada, ni siquiera cerca. Quería otras almas, un montón de ellas. No quería hablar ni trabar amistad con ellas, pero quería que estuvieran ahí por si un día las necesitaba. Pensé que tal vez me había equivocado de sitio. Quizá debería haber ido a Birmingham, a Manchester o a Londres. Caminé a toda prisa por la calle, sin volverme hacia la tienda de quesos. Luego empecé a sentirme mareada, como si fuera a desmayarme. Me detuve y me apoyé contra la primera ventana que encontré, esperando que el cristal estuviera frío.
Estaba frío. Tenía la frente ardiendo; la presioné contra el vidrio, imaginándome que aquel frío era como una ola que entraba y salía de mi cabeza. Unos segundos después me sentí mejor y me aparté de la ventana, avergonzada, esperando que nadie me hubiera visto. En el cristal, en el punto donde mi aliento lo había empañado, quedó un halo opaco y, dentro del halo, apareció un cuadro. El marco era negro, pero el cuadro, de forma alargada, era rojo. En un primer momento pensé que el rojo era su único color, pero luego vi unas pequeñas e irregulares líneas doradas detrás de las manchas rojas. Dando un paso atrás, me di cuenta de que no eran manchas, sino círculos y óvalos en relieve, parecidos a una huella digital. Todas eran de tonos y formas diferentes: algunas eran más anaranjadas y otras parecían tener un fondo azul.
La imagen no la componía un único color, sino docenas de ellos. Al mirar con más atención, vi que tenía todos los colores y que, según la distancia desde la que la contemplaba, las fascinantes relaciones entre las diversas formas cambiaban. De cerca, parecía que una esfera naranja, ligeramente difuminada, sobresaliera, pero al echarme hacia atrás, las formas ovaladas, más alargadas, parecían adquirir mayor relieve.
Sentí que algo se removía en mi interior, empujando capas y capas de miedo, culpa, vergüenza y rabia que se habían acumulado en mi corazón, sofocando el recuerdo de una pasada felicidad y, con ella, cualquier esperanza de una futura felicidad, porque si eres incapaz de recordar lo que sentiste en otros tiempos, no consigues creer que hayan existido o puedan existir de nuevo.
No era solo el hecho de que el cuadro fuera bello, o que al mirarlo sintiera que una parte de esa belleza me pertenecía; me sentía como si alguien estuviera intentando comunicarse conmigo. Se había creado un vínculo, un vínculo positivo con otra persona: el artista, alguien que no me resultaba amenazador en absoluto porque nunca lo había conocido ni deseaba conocerlo.
Tenía que hacerme con aquel cuadro. Empujé la puerta de la Galería Spilling y le dije al hombre que estaba dentro —Saul Hansard— que quería el cuadro que estaba expuesto en el escaparate y que pagaría lo que fuera por él.
—¿De veras? —El hombre se echó a reír—. ¿Y si le digo que cuesta setenta y cinco mil libras?
—No tengo setenta y cinco mil libras. ¿Cuánto cuesta?
—Entonces tiene suerte. Su precio es de doscientas cincuenta.
Sonreí. «Tiene suerte». Por primera vez en cuatro años, tal vez fuera cierto.
—¿Quién es su autor? ¿Qué representa el cuadro? ¿Sabe algo sobre él?
—Su autora se llama Jane Fielder y vive en Yorkshire. Es el único cuadro suyo que tengo; de no ser así, trataría de vendérselo más caro. Su título es Algo maligno. —Mientras hablaba, lo sacó del escaparate—. ¿Ve esas letras doradas, casi imperceptibles, que hay detrás de las huellas digitales rojas?
—Huellas digitales —murmuré.
Así pues, no me había equivocado mucho.
—Bueno, no exactamente, aunque se supone que es lo que son. Las letras doradas llegan hasta el fondo, ¿lo ve? Dos frases, repetidas: «Por el cosquilleo de mis pulgares, siento que algo maligno viene hacia mí». Es de Agatha Christie, que lo sacó de William Shakespeare.
Saul Hansard me sonrió y se presentó. No me importó decirle mi nombre, porque era evidente que se trataba de un hombre inofensivo. Era bajito y supuse que tendría sesenta y tantos años; tenía el pelo lacio, de color rubio rojizo, y llevaba unas gafas bifocales y unos pantalones sujetos con unos tirantes rojos. Por entonces no sabía que los usaba todos los días. Estaba delgado, y su cuerpo era huesudo, como el de un niño de diez años que fuera más bien alto para su edad.
Me llevé Algo maligno a mi habitación del Brown Cow y lo apoyé contra la pared. Contemplarlo se convirtió en mi principal actividad cotidiana. Y, a partir de entonces, también fui todos los días a la Galería Spilling. Al principio, Saul no paraba de repetirme, en tono de disculpa, que no iba a recibir obra nueva durante un tiempo. Pero a mí no me importaba; me sentía feliz mirando todos los cuadros que colgaban de las paredes, por mucho que ya los hubiera visto antes y no tuviera intención de comprarlos. No es que no me gustasen; la mayoría de ellos me parecían buenos, pero no me provocaban la misma sensación que Algo maligno.
Cuando descubrí que, además de exponer cuadros, Saul también los enmarcaba, empecé a pasar muchas tardes en el taller que tenía en la parte trasera de la galería, porque era una forma de seguir viendo más arte. Saul siempre estaba allí, trabajando, y mientras él escuchaba siempre la misma emisora de radio de música clásica, yo examinaba las pilas de cuadros que esperaban para ser enmarcados, buscando alguno que para mí fuera tan significativo como Algo maligno.
Después de un mes, aproximadamente, Saul me dijo:
—Perdóname si me meto donde no me llaman, Ruth, pero… es evidente que no tienes trabajo.
Le dije que así era. En lo que a mí se refería, mirar cuadros era mi trabajo, y me daba igual que nadie me pagara por ello.
—Dime, ¿por casualidad no te gustaría trabajar aquí? —me preguntó—. Estoy seguro de que, como estoy solo, pierdo muchos clientes…, gente que entra y que, al ver que no hay nadie, porque siempre estoy metido en el taller, se da la vuelta y se va. Estaba pensando que una forma de solucionar el problema sería un rostro sonriente que les diera la bienvenida…
—Sí —lo interrumpí—. Me encantaría.
Saul estaba radiante.
—¡Vaya golpe de suerte! —exclamó. Saul empleaba muy a menudo esa expresión; fue una de las cosas que me gustó de él—. Ya que siempre estás aquí, sería mucho mejor que te pagaran por ello. Además, serías la primera en ver todos los cuadros que lleguen.
Después de aquello, mi vida cambió rápidamente. Sabía que no podía quedarme en el Brown Cow; necesitaría algo más grande, un lugar donde pudiera guardar todos los cuadros que iba a comprar. Alquilé Blantyre Lodge, saqué todas mis cosas del guardamuebles, asalté la sección de arte de Word on the Street y leí todo lo que pude sobre la obra de los grandes artistas.
Me tomaba algún día libre para ir a Silsford, donde había otra galería que vendía arte contemporáneo, y encontré otro cuadro del que me enamoré: El árbol de la vida, obra de una pintora llamada Lynda Thomas. Era la imagen estilizada de un árbol, con ramas negras y retorcidas que crecían hacia arriba, como si fueran unos rizos de pelo muy tupidos. Si lo mirabas fijamente y te movías por la habitación, se veían unos puntos de luz metálicos de color rojo, dorado y plateado emergiendo de entre las hojas. El fondo era azul oscuro, y el árbol, a pesar de que era de noche, brillaba, lleno de una oculta y misteriosa fuerza, aunque sin resultar inquietante ni amenazador. No era un cuadro romántico, aunque habría podido serlo si lo hubiera pintado un artista con menos talento.
Le conté todo esto a Saul sin pudor alguno. Me había pasado la mayor parte de mi vida sin saber absolutamente nada de arte, pero mi repentina pasión por él me había otorgado confianza. Sabía que no me equivocaba, porque era algo que sentía en mi interior; no me importaba lo que decían los críticos o los expertos, ni si estaban de acuerdo conmigo.
Poco a poco fui empezando mi propia colección. Luego diversifiqué, y pasé de la pintura a la escultura. Decidí ser menos estricta y seguir comprando, aun cuando los cuadros no me gustaran tanto como Algo maligno o El árbol de la vida. En una colección de arte, me dije, no todos los cuadros tienen por qué despertar el mismo interés en su propietario. También descubrí que el interés de algunas obras crecía con el paso del tiempo. Le conté a Saul mi cambio de actitud, y le expliqué que, además de un alma gemela, una persona también necesita amigos y conocidos. Él se mostró de acuerdo.
—¿Has hecho amistades, Ruth? —me preguntó, con expresión preocupada.
En general, no me hacía preguntas personales, aunque aquella no podía evitar contestarla.
—Te tengo a ti —repuse, sin apartar los ojos de la revista de arte que estaba leyendo.
—Sí, pero… ¿y aparte de mí? ¿Hay alguna otra persona a la que… veas?
—Te veo a ti —repliqué, resuelta, empezando a sentirme incómoda—. ¿Por qué lo preguntas? No estarás pensando dejarme plantada, cerrar la galería y largarte a algún sitio sin decirme nada, ¿verdad?
—¡Santo Dios! —exclamó Saul—. Con un poco de suerte, pienso seguir aquí mucho tiempo.
Me quedé sorprendida al escuchar su respuesta, porque no era propia de Saul. Lo miré para ver la expresión de su cara, pero no pude leer nada en ella. En aquel momento, llevaba dos años trabajando para él. ¿Estaría preocupado por lo que pudiera ocurrirme después de su muerte? Seguro que no. No sabía exactamente cuántos años tenía, pero sin duda alguna debía de rondar los setenta. No me gustaba pensar en la muerte de Saul, de modo que seguí hablando de arte. Era el único tema de conversación que me interesaba, y él parecía encantado con ello.
Al final, fui yo quien dejé a Saul, aunque era la última cosa que habría deseado hacer; era el único amigo que tenía, y había aprendido a quererlo.
El 18 de junio de 2007 —hay fechas que se han quedado grabadas en mi memoria, y esa es una de ellas— estaba sentada detrás del mostrador, leyendo un libro sobre arte de Zbigniew Herbert titulado Naturaleza muerta con brida, cuando una mujer entró en la galería. La reconocí, porque la había visto en un par de ocasiones, aunque no sabía cómo se llamaba. Pertenecía a la categoría de clientes habituales a los que Saul y yo nos referíamos como «los groseros», gente que, cuando me veía en la galería, me ignoraba y se iba directamente al taller para hablar con Saul.
Como siempre que entraba un grosero, esbocé una sonrisa, pero no obtuve ninguna respuesta. La mujer, vestida con una falda con borlas de estilo gitano y zapatillas de deporte blancas, tenía una enorme mata de pelo rizado negro, con algunas canas, y cargaba una tela bajo el brazo. Cuando pasó por mi lado sin saludarme, solo pude ver la parte trasera del cuadro.
Sacudiendo la cabeza ante su falta de educación, retomé la lectura del libro. Unos segundos después, la mujer apareció de nuevo; aún llevaba el lienzo.
—¿Dónde está? —preguntó—. Tengo un cuadro que quiero que me enmarque… Hoy, si es posible.
—¿No está en el taller?
—No, a menos que sea invisible.
—Hum… Pues no lo sé. Debe de haberse marchado.
—¿No lo ha visto salir? —me preguntó, con impaciencia.
—No, pero…
—¿Cuándo volverá?
—No creo que tarde. —Sonreí—. Seguramente ha salido por la puerta trasera para ir a la oficina de correos. ¿Puedo ayudarla en algo?
Me miró de arriba abajo, como si fuese un montón de basura que contaminara su espacio.
—Hasta ahora me ha ayudado más bien poco —contestó—. Esperaré cinco minutos. Si para entonces Saul no ha vuelto, tendré que irme. No pienso estar todo el día aquí perdiendo el tiempo… Tengo cosas que hacer.
Apoyó contra mi mesa la tela que cargaba y empezó a pasearse por la galería, observando los cuadros que Saul y yo habíamos colgado unos días antes.
—Poco convincente —dijo, en voz alta, refiriéndose al primer cuadro que estuvo mirando. Luego pasó a toda prisa por delante del resto, dedicando un adjetivo a cada uno de ellos—: Penoso. Poco convincente. Pretencioso. Superficial. Horroroso. Veo que por aquí todo sigue igual.
El lienzo que había traído era alto y lo había apoyado contra la parte del mostrador frente a la cual me sentaba yo, puede que deliberadamente, para fastidiarme tapándome el campo visual. En la parte trasera de la tela, alguien había garabateado, en letras mayúsculas, la palabra ABBERTON. Me pregunté si sería el apellido de aquella mujer.
Su rotunda descalificación de todos y cada uno de los cuadros que vio despertó mi curiosidad por el que había traído para que Saul lo enmarcara. Tanto si lo había pintado ella como si era obra de otro, era evidente que pensaba que merecía la pena gastarse un dinero en él. Nadie enmarca un cuadro al que no conceda cierto valor. Me levanté y giré en torno a la mesa para poder ver la pintura. Ella debió de advertir mi movimiento, porque se dio la vuelta de repente y su falda de borlas dibujó un círculo en el aire. Me di cuenta de que la tela tenía un agujero. Su rostro era una máscara de sospecha.
—¿Qué está haciendo? —preguntó.
¿Acaso pensaba que yo estaba pegada a mi silla? ¿Es que no podía moverme libremente por la galería, igual que ella? Después de todo, trabajaba allí.
Cuando contemplé el cuadro, tuve la misma sensación que cuando vi Algo maligno por primera vez, solo que más intensa. Fue como una hipnosis instantánea, una atracción magnética. No estaba segura de lo que estaba viendo. El fondo —verdes, marrones, violetas y grises muy oscuros, de modo que apenas se distinguían las formas, como si todo estuviera en penumbra— representaba una calle con casas a ambos lados que terminaba en una curva enormemente exagerada; parecía casi un nudo, mientras que el resto de la calle sería la cuerda. Era un callejón sin salida: Megson Crescent, aunque en aquel momento lo ignoraba.
La mujer grosera debió darse cuenta de mi reacción, porque dijo:
No es necesario que me diga que es bueno; sé que lo es.
Estaba demasiado impactada por la fuerza del cuadro y fui incapaz de decir nada. En el centro de la tela habían dibujado la silueta de una persona. No sabía decir si se trataba de un hombre o de una mujer. Salvo su forma, la figura no tenía nada de humano; en el interior de las sutiles líneas que la separaban del resto de la escena había un amasijo de lo que parecían ser plumas de pájaro y jirones de tela —puede que gasa—, algunos blancos y otros coloreados. Un ángel agitando las alas: eso fue lo que me vino a la mente. Habría tenido que resultar grotesco, pero era lo más hermoso que había visto en toda mi vida.
—¿Lo ha pintado usted? —le pregunté.
Me dijo que sí.
—Es fascinante.
Normalmente, los halagos solían funcionar, incluso con el más grosero de los groseros, pero en ella no surtieron ningún efecto. Cada pocos segundos fruncía el ceño, mirando hacia la puerta, ansiosa por ver entrar a Saul. Le tendí la mano y le dije:
—Soy Ruth Bussey Creo que no nos han presentado, aunque ya la había visto antes.
—No, en efecto —convino ella.
—Abberton… ¿Es su apellido? He visto que…
—No. Abberton es la persona que aparece en el cuadro —respondió, sin decirme cuál era su apellido. Cuando vio que no dejaba de mirarla, enarcó las cejas, como diciendo: «¿Qué es lo que quieres de mí?».
Me volví para contemplar de nuevo el cuadro.
—¿Está en…?
—No, no está en venta.
—¡Oh!
Me quedé terriblemente decepcionada y no se me ocurrió qué podía hacer. No podía contradecirla —después de todo, el cuadro era suyo—, pero tenía que conseguirlo para poder llevármelo conmigo.
—Me voy —dijo la mujer—. Dígale a Saul que necesita un nuevo plan, uno que establezca la diferencia entre tener abierto y cerrado.
Estaba a punto de preguntarle su nombre cuando vi que se movía para coger de nuevo el lienzo con la intención de llevárselo.
—¡Espere! —dije, casi gritando—. Aunque no esté en venta, dígame… ¿Podría contarme algo sobre el cuadro? ¿Qué la impulsó a pintarlo? ¿Quién es Abberton?
Ella lanzó un largo suspiro.
—Él no es nadie, ¿de acuerdo? Nadie en absoluto.
Él. Así pues, Abberton era un hombre.
—¿Nunca hace copias de sus originales? —pregunté—. Algunos artistas…
—Yo no —dijo, sin pensárselo dos veces—. No podrá comprar este cuadro, Ruth Bussey. —Su piel tenía el aspecto de un papel que alguien hubiese arrugado, para luego alisarlo, dejando marcados todos los pliegues. No me gustó la forma en que había pronunciado mi nombre, sobre todo teniendo en cuenta que ella no me había dicho el suyo—. Olvídelo. Cómprese otro cuadro.
Pensé que me estaba dando esperanzas.
—¿Tiene otros cuadros que pueda mostrarme y que estén en venta?
La parte inferior de su mandíbula bajó repentinamente, dejando al descubierto una hilera de dientes blancos y ligeramente torcidos.
—No me refiero a que compre otro cuadro mío —dijo, alzando la voz.
Debería haber dejado de insistir en aquel mismo instante, pero su comportamiento carecía de sentido para mí. «No es posible que esté enfadada porque crea que es brillante», me dije. Debía de haberle hecho las preguntas inadecuadas en un tono inadecuado. «Ningún artista se irrita cuando alguien se muestra interesado por comprar una de sus obras, esas cosas no ocurren —pensé—. Si pudiera hacerle entender a esta mujer que hablo en serio, que soy algo más que una recepcionista con la cabeza hueca…».
Después de coger el cuadro, volvió a meterse en el taller. Decidí hacer un último intento y la seguí. Al ver lo que estaba haciendo, solté un grito ahogado. Encima de la mesa había un cuadro de otro pintor y ella se había apoyado encima… Se había apoyado encima de una acuarela que representaba un paisaje y en la que su autor seguramente habría estado trabajando semanas o meses; estaba escribiendo una nota para Saul. Lo hacía con un bolígrafo, con mucha rabia, como si eso la ayudara a enfatizar sus palabras.
—No se apoye ahí —le dije, sin dar crédito.
Ella dejó de escribir.
—¿Cómo dice?
—¡Eso es un cuadro de otra persona!
—Es un cuadro espantoso de otra persona. Y después de que quede impreso en él lo que estoy escribiendo resultará cien veces más interesante.
Lo había hecho adrede. Leí la nota que había escrito para Saul. Casi todo lo que decía eran obscenidades. Si después de leer el mensaje no se negaba a volver a enmarcarle un cuadro a aquella horrible mujer, es que no estaba bien de la cabeza. Miré la parte inferior del papel, buscando su firma, pero no estaba… La había interrumpido antes de que pudiera firmar la nota.
Después de todo, decidí que no quería comprar Abberton. El hecho de saber que a quien lo había pintado no le importaba nada estropear el trabajo de otro artista, me habría arruinado el placer de poseerlo.
Estaba más disgustada de lo que era capaz de explicarme de una forma racional. El cuadro del que me había enamorado, aunque lo había visto por primera vez hacía tan solo cinco minutos, se había echado a perder. No, era más que eso, era como si el arte se hubiese echado a perder, la única cosa que había empezado a curar mi maltrecho espíritu. De pronto, me sentí poseída.
—¿Por qué quiere destruir la obra de otras personas? —pregunté, incapaz de reprimirme—. ¿Es que no soporta la idea de que, además de usted, haya otra gente con talento?
Me di la vuelta y entré de nuevo en la galería, temblando. Unos segundos después sentí que me tiraban del pelo, como si mi cola de caballo se hubiese enganchado con algo. Lancé un grito de dolor. Era ella. Me hizo girar sobre mis talones y me empujó contra la pared. Me golpeé contra un cuadro, que cayó al suelo; los trozos de cristal roto aterrizaron sobre mis pies. Pensé que iba a destrozar la galería…, todos los cuadros, y sería culpa mía. Siempre es culpa mía. ¿Qué iba a decirle a Saul?
Ella tenía una mano apoyada en mi pecho y la otra detrás de su espalda. Entonces fue cuando empecé a asustarme de verdad. ¿Qué era lo que escondía? Había estado en el taller de Saul, y allí había cuchillos. Y sierras.
—Por favor… —dije—. Por favor, no me haga daño.
—¿Quién eres tú? —me preguntó—. ¿Qué quieres de mí?
—Nada. Solo… Lo siento. No me haga daño. ¡Suélteme!
En mi cabeza estalló una tormenta. «Otra vez las mismas palabras, las mismas que le había dicho infinitas veces a “ella” cuando me quitó la cinta adhesiva de la boca: no me hagas daño, por favor, suéltame». Ya no era consciente de la presencia de la mujer de pelo canoso ni de estar en la galería. El presente se fundía con el pasado; «él» y «ella» siempre estarían ahí; aquella agresión sería eterna, solo cambiaría su forma.
La mano de la mujer de los cabellos desgreñados salió disparada de su espalda. Vi que sostenía un bote. Era pintura. Roja. Mi cuerpo estaba descoyuntado, como si fuera a romperse en pedazos. Sostuvo su arma frente a mi cara y empezó a echarme la pintura encima. Solté un grito. La pintura me cayó en los ojos y en la boca; cuando decidí cerrarlos, ella siguió lanzándome más. Mi cara y mi cuello estaban totalmente empapados; noté un picor, y luego una quemazón. Traté de moverme, pero no pude.
—¿Qué diablos…?
Era la voz de Saul.
Oí el ruido de una salpicadura y luego el de algo metálico rodando por el suelo. Intenté abrir los ojos y vi unos finísimos hilos rojos allí donde mis pestañas se habían pegado. Cuando la mujer me soltó, yo murmuré:
—Lo siento, lo siento…
Saul y ella se estaban gritando, diciéndose cosas que yo no quería oír. Tenía que llegar hasta la puerta. Tenía que salir de allí. No cogí el bolso ni la chaqueta. Podía moverme, de modo que eché a correr.
No dejé de correr hasta que llegué a casa. No llevaba las llaves —estaban en mi bolso—, así que me quedé sentada en la hierba, delante de Blantyre Lodge, bajo la lluvia, durante lo que me parecieron horas. Me podía haber sentado en el porche, pero quería quedarme empapada, quitarme la pintura de encima. En algún momento apareció Saul. Me traía mis cosas. Quiso hablar conmigo, pero yo no se lo permití. Me tapé los oídos con las manos, histérica; aún tenía la cara cubierta de aquella pintura roja que me endurecía la piel, como si fuese una máscara. El aguacero no me la había quitado del todo. La pintura que usan los enmarcadores es muy espesa y pegajosa; no se limpia fácilmente. La gente que salía del parque, tratando de resguardarse de aquella repentina lluvia, se quedaba mirándome fijamente y luego se daba la vuelta, alejándose a toda prisa. Un niño me señaló con el dedo y se echó a reír, hasta que su madre le mandó callar. A mí me daba igual. Allí nadie podría hacerme daño, ni la pintora loca, ni «él» ni «ella». No en medio de un parque público.
Al final, Saul se marchó. No he vuelto a hablar con él desde entonces, aunque luego, después de aquel día horrible y durante varias semanas, me dejaba regularmente mensajes telefónicos. Decía que entendía que no quisiera volver a la galería y por qué no quería hablar con él sobre lo ocurrido, pero necesitaba llamarme de vez en cuando, aunque yo no le contestara. Quería que supiera que no se había olvidado de mí y que seguía importándole.
El último mensaje que me dejó, a principios de agosto, era distinto. Me di cuenta de que su voz había cambiado; ya no parecía triste, sino resuelto. Me dio el nombre y la dirección de Aidan, que estaba buscando a alguien que trabajara para él. «Él ganará lo que yo he perdido —me decía—. Y espero que tú también salgas ganando. Por favor, Ruth: hazlo por mí y por tu bien. No sé qué fue lo que te ocurrió en el pasado… No soy tonto; sé que algo debió ocurrir. Tal vez debería habértelo preguntado… En cualquier caso, no permitiré que arruines tu vida. Ve a ver a Aidan. Él cuidará de ti».
Recuerdo que me eché a reír al oír la última frase, sentada a oscuras en mi casa, fumándome el enésimo cigarrillo. ¿Cuidar de mí, con tanta gente empeñada en hacerme daño? «Él», «ella» y la pintora loca de pelo canoso, cuyo nombre ignoraba, con su bote de pintura roja… Todo el mundo sabía que yo no merecía que cuidaran de mí, porque era demasiado patética e incapaz de cuidar de mí misma. Y Aidan Seed, estaba convencida de ello, no sería ninguna excepción.