3/3/08
—¿Ha estado acosando al inspector Kombothekra, Waterhouse?
—No, señor.
—¿No le ha llenado el depósito de gasolina con copos de avena ni ha echado un laxante en su café?
Proust cruzó las manos, con los índices apuntando hacia arriba.
—No.
—Entonces, ¿por qué no se atreve a darle ni una simple orden? Sería mejor que me lo contara todo, subinspector, teniendo en cuenta que estoy aquí para defenderle.
Sam Kombothekra estaba junto a Simon, apoyando alternativamente el peso de su cuerpo en uno de sus pies. Por su expresión, se diría que hubiera preferido estar en un matadero o en un contenedor lleno de escombros antes que en el despacho de Muñeco de Nieve.
—Te asigno las declaraciones del caso Beddoes —murmuró Sam.
—¿Qué? —Por un momento, Simon olvidó que Proust estaba presente—. Me dijo que se lo había asignado a Sellers y a Gibbs.
—El inspector Kombothekra ha cambiado de opinión —repuso Proust—. Ha decidido que sería mejor que se encargara de él un pedante que se fija hasta en el más mínimo detalle. O sea, usted, Waterhouse. Y da la casualidad de que estoy de acuerdo con él.
Simon sabía lo que significaban esas palabras. Aquello no había sido idea de Kombothekra.
—No me importa cumplir con mi parte si todos trabajan en el caso —respondió Simon, calculando mentalmente mientras hablaba. Kombothekra también tendría que colaborar, si lo obligaba a hacerlo; no se atrevería a no hacerlo.
—Estupendo. —Proust sonrió—. Dígale en qué consiste su parte, inspector.
Por la expresión de su rostro, Kombothekra parecía tener un atizador incandescente clavado en alguna parte de su cuerpo cuando dijo:
—Te asigno todas las declaraciones.
—¿Todas? Pero debe de haber al menos doscientas…
—Doscientas setenta y seis —precisó Proust—. De esto se ocupará usted solo, Waterhouse. Puede hacerlo. Sé lo importante que es para usted; no habrá interferencias de ninguna clase, no tendrá que negociar ni convencer a nadie. A partir de ahora, Nancy Beddoes es toda suya. Puede plantar una bandera en su terreno; le aseguro que nadie la va a quitar.
—Está bromeando, ¿verdad señor? ¿Doscientas setenta y seis personas? ¿Todas viviendo en lugares distintos, repartidos por todo el país? ¡Me llevará semanas!
Muñeco de Nieve asintió con la cabeza.
—Sabe muy bien que no soy de los que se regodea en las desgracias ajenas, Waterhouse, ni de los que abusa de su ventaja, en el caso de que la tuviera, pero pecaría de negligente si no le hiciera ver que, si fuese inspector, como a estas alturas ya debería ser y como sin duda será dentro de unos meses si prepara los exámenes…
—Entonces, ¿se trata de eso?
—No me interrumpa. Si fuera inspector, sería el jefe del equipo, el que da las órdenes.
—¡A otro equipo, puede que a cientos de kilómetros de aquí!
Simon trató de serenarse. Charlie estaba en Spilling, y sus padres también. Allí estaba su mundo. Proust no podía obligarlo a trasladarse ni imponerle un ascenso que él no deseaba.
—Tiene que ampliar sus horizontes, Waterhouse: otra buena razón para asignarle el caso Nancy Beddoes. Como ha dicho antes, ocuparse de todas esas declaraciones requerirá un montón de viajes. ¿Es que no siente un poco de curiosidad por su tierra natal? ¿No ha salido de Culver Valley durante un largo período de tiempo?
Simon tenía ganas de matarlo, sobre todo porque estaba montando aquella escena delante de Kombothekra, que sabía que había estudiado en la Universidad de Rawndesley pero no que había vivido con sus padres durante los tres años de carrera. En cambio, Proust, desgraciadamente, lo sabía todo, todos los pequeños y tristes detalles de la vida que había llevado hasta entonces. ¿Cuál de ellos iba a mencionar a continuación? ¿La edad a la que se fue de casa de sus padres? ¿Los domingos que había ido a misa con su madre para no contrariarla en vez de, como hacían sus compañeros, quedarse durmiendo por culpa de la resaca?
—No puedo creer que esté hablando en serio, señor —dijo Simon, finalmente.
Proust sonrió. A diferencia de otros momentos en los que estaba de buen humor, aquel no parecía ser algo provisional, condenado a extinguirse de inmediato. Parecía haber echado raíces, y puede que durara un día entero.
—Dígame una cosa, Waterhouse. ¿Por qué reacciona con todos estos aspavientos, si es que pueden llamarse así, cuando lo único que le pido es que haga su trabajo? —Sin darle oportunidad de responder, Proust continuó—: No le estoy pidiendo que se disfrace de gorila y reparta plátanos gratis en un autobús. Le estoy pidiendo que tome declaración a las personas a las que Nancy Beddoes vendió en eBay prendas de ropa que había robado en tiendas de alta costura. ¿Acaso es culpa mía que fueran muchas? ¿Fui yo quien le dijo a la señora Beddoes que se dedicara con tanto afán a sus actividades delictivas? Esa mujer está muy motivada y es muy diligente a la hora de infringir la ley: ella no se queja por tener que enfrentarse a doscientas setenta y seis personas. Piénselo de este modo, Waterhouse: ella lo hizo por dinero, y usted lo hace por la misma razón, porque es su trabajo. —Proust sonrió de nuevo, satisfecho por la lógica de su explicación—. Confío en que, cuando haya terminado, esté harto de declaraciones y no quiera tomarle una a alguien que no tiene nada mejor que hacer que hablar de un asesinato que nunca se cometió.
—O sea que todo esto es por lo de Aidan Seed —contestó Simon, furioso.
Tendría que habérselo imaginado. Se quedó mirando a Kombothekra, que hacía apenas una hora estaba de acuerdo con él sobre la necesidad de tomar declaración a Seed y considerar todos los elementos del caso. ¿Acaso el inspector le había mencionado el asunto a Muñeco de Nieve? Seguro que sí. Ahora todo tenía sentido: Nancy Beddoes era su castigo, y Kombothekra había sido obligado a presenciar el suplicio.
—En cierto modo, es una lástima —continuó Proust—. Me habría encantado leer la declaración del señor Seed. Es una pena que no podamos tomársela por el mero placer de hacerlo. «No tengo intención de explicar por qué maté a Mary Trelease. No tengo intención de informar a la policía de cuándo lo hice. No tengo intención de entrar en detalles sobre cuál era mi relación con la señorita Trelease antes de matarla…».
—Señor, Simon y yo creemos que…
—No tengo NADA —bramó Proust, alzando la voz hasta ahogar la de Sam Kombothekra— que decir sobre los informes de los subinspectores Christopher Gibbs y Simon Waterhouse, según los cuales, el 29 de febrero y el 1 de marzo de 2008, respectivamente, la señorita Mary Trelease estaba sana y salva en su casa del número 15 de Megson Crescent, situada en Spilling, RY27 3BH, donde ella misma les mostró varios documentos que confirmaban que era Mary Bernadette Trelease, de cuarenta y…
—Señor, si una situación poco habitual nos impidiera tomar una declaración, sería mejor que nos rindiéramos —dijo Simon. «¡Qué zorro es el maldito cabrón!». Proust tenía que demostrar que se sabía los hechos de memoria antes de archivar el caso.
—A ver, ¿por qué no hemos acusado al señor Seed de habernos hecho perder el tiempo? —preguntó el inspector jefe.
Después de todo, su buen humor se había esfumado. Y aun así, Simon estaba convencido de que Proust había batido su propio récord: normalmente, la tormenta de nieve solía empezar mucho antes.
—Trelease le dijo a Gibbs que no conocía a Seed, pero él cree que estaba mintiendo —dijo Kombothekra—. ¿Y si Seed la golpeó, pensando que la había matado, y ella está demasiado asustada para hablar, temiendo que vuelva a hacerlo?
A la pregunta le faltaba cierta convicción, quizá porque Kombothekra estaba citando a Simon, en un intento por hacerse perdonar lo del caso Beddoes.
—Dígame, ¿la señorita Trelease tenía aspecto de haber sido atacada recientemente? ¿Alguna cicatriz? ¿Algún corte? ¿Alguna herida? ¿Tenía problemas de movilidad o algún informe médico en la casa? ¿Una silla de ruedas en el jardín?
—No, señor —respondió Simon.
—No hallamos ninguna prueba, sustancial o circunstancial, que confirmara que Aidan Seed había cometido un crimen —le dijo Kombothekra a Proust—. Nada, aparte del testimonio verbal…
—¿Testimonio verbal? —repitió Muñeco de Nieve, de manera inexpresiva—. Querrá decir mentiras, ¿no?
—Ayer dediqué buena parte de la noche a repasar casos sin resolver, tratando de encontrar algo que me sonara a los relatos de Seed y Bussey.
—¿Que le sonara? ¿Es usted músico, inspector?
Kombothekra sonrió en deferencia al chiste de Proust.
—No encontré nada que encajara, aunque me concedí un amplio margen para las coincidencias: ninguna muerte sospechosa en la que el nombre, el aspecto o el domicilio de la víctima pudiera relacionarse con Mary Trelease. Nada. Introdujimos los tres apellidos, Seed, Bussey y Trelease, en las bases de datos Visor, Sleuth, PNC y NFLMS, pero sin ningún resultado.
—Sí, sí, inspector… —contestó Proust, haciendo un gesto con la mano para zanjar el asunto—. Y me imagino que tampoco los encontró en el reparto de la versión de West Side Story que se presentó en el Teatro de la Ópera de Rawndesley.
—Simon y yo creemos que, a pesar de todo, deberíamos tomar declaración a Aidan Seed —dijo Kombothekra.
Su tono de voz era más fuerte de lo habitual. Debía de estar nervioso por lo que debía considerar una opinión muy atrevida.
—No solo a Seed —añadió Simon—. A Bussey y a Trelease también.
—Oh, me encantaría que pudiéramos divertirnos un poco siguiendo su propuesta —repuso Proust, fingiendo una expresión de nostalgia—. Si tuviéramos la forma y el tiempo de hacerlo… Me imagino la declaración de Mary Trelease: «Declaro que, en una fecha que un tal Aidan Seed, a quien no conozco, se niega a determinar, el susodicho no me asesinó». —Proust dio un puñetazo en su escritorio—. ¿Qué les ocurre a los dos? ¿Acaso compartieron una hamburguesa de ternera de dudosa procedencia a mediados de los ochenta?
—No, señor.
Kombothekra dio un paso hacia atrás. Por lo visto, su valiente toma de posición terminaba allí.
—Ya he oído bastante acerca de Aidan Seed y ya estoy harto de esas dos caras patéticamente esperanzadas. Lamento mucho que Papá Noel no les trajera lo que querían, pero hay cosas que no caben por una chimenea de un ancho razonable. ¿Está claro? —concluyó Proust, rojo como un tomate.
¿Una chimenea de un ancho razonable? ¿Se refería a sí mismo? Muñeco de Nieve tenía problemas para reconocer sus propias opiniones como lo que eran, meras opiniones, y siempre los había tenido, al menos desde que Simon lo conocía. Se consideraba la encarnación de la verdad absoluta. Al elaborar su metáfora, seguro que ni siquiera pensó que estaba mucho más cerca de ser una chimenea que de ser razonable.
—Sí, señor —contestó Kombothekra, quien, de no haber estado presente Simon, seguro que habría hecho una reverencia.
—Perfecto. Y ahora, lárguense de aquí y hagan su trabajo.
Kombothekra salió a toda prisa del despacho, pensando sin duda que Simon lo seguiría. Sin embargo, Simon cerró la puerta después de que el inspector hubiese salido.
—¿Aún sigue aquí, Waterhouse?
—Sí, señor.
—Puesto que se ha tomado la molestia de reservarse un momento a solas conmigo, ¿puedo pedirle un favor? ¿Le importaría decirle al inspector Kombothekra que se dirija a usted como subinspector Waterhouse y no como Simon? Se lo he comentado en varias ocasiones, pero él insiste en usar el nombre de pila. El otro día me dijo que preferiría que le llamara Sam. —Proust apretó sus finos labios—. Yo le dije: «Cuando dos personas son tan íntimas como nosotros dos, Sam, se suelen llamar con un apodo, y el apodo que he elegido para usted es “inspector Kombothekra”».
—Está equivocado con respecto a Aidan Seed —le dijo Simon—. Sé que aún no se ha cometido ningún crimen, pero la inspectora Zailer y yo creemos que algo va a suceder. Por eso debemos tomar esas declaraciones ahora. Es cuestión de prevenir; no podemos ignorar nuestros temores. Ya ha leído el informe de Gibbs: decía que Mary Trelease parecía asustada cuando él le mencionó a Seed. Y la inspectora Zailer no tiene ninguna duda de que Ruth Bussey estaba aterrorizada, aunque no quiso decir por qué.
—Y aun así decidió no iniciar ninguna investigación —repuso Proust, impaciente.
—Bussey se olvidó el abrigo. La inspectora Zailer encontró un recorte de periódico sobre ella en el bolsillo. Era un artículo de 2006, publicado en un diario local. Hablaba de… cuando ella…
—Dígalo sin tapujos: del catastrófico error que cometió la inspectora Zailer aquel año. No confundir con otro que ha cometido más recientemente: aceptar casarse con usted, Waterhouse. Continúe.
—Ruth Bussey tenía en el bolsillo de su abrigo un artículo sobre ella. Cuando la inspectora lo vio y lo relacionó con la increíble historia que le contó, llena de incongruencias…, bueno, pensó que todo el asunto era una especie de ardid.
Simon sabía que aquel comentario no lo ayudaría en su causa.
—¿Qué?
Proust frunció con tal fuerza el entrecejo que su frente parecía un acordeón.
—Por ahora solo se siente avergonzada, señor, pero si oye hablar de la historia se altera mucho y acaba poniéndose paranoica. Pensó que Ruth Bussey era una periodista que iba de incógnito…, una reportera de esos programas en los que van detrás de alguien y le tienden trampas porque creen que debería dejar su trabajo… Pensó que acabaría en uno de esos espacios que emiten por televisión…
—Aún no se ha cometido ningún crimen —repitió Proust muy despacio—. ¿Cómo se titulaba aquella película?
—¿Disculpe, señor?
—Ya sabe…, esa en la que salía aquel actor que pertenece a la iglesia de la cienciología, el que se ha casado varias veces. ¿Cómo se llama?
—No lo sé, señor.
Simon no iba al cine. No era capaz de permanecer sentado durante tanto tiempo.
—La edad, Waterhouse…, es algo terrible. Recuerdo que el trabajo del protagonista consistía en prever y evitar crímenes que aún no se habían cometido. El filme transcurría en el futuro. Dígame, ¿por qué cree que no lo ambientaron en la actualidad?
Simon tuvo que reprimir un gemido. «¿Podríamos ahorrarnos esto?».
—¿Será porque a día de hoy no existe ninguna tecnología que nos permita investigar crímenes que aún no se han cometido? Sin embargo, ambientando la película en el futuro podemos creernos que existen todos los aparatitos necesarios para hacerlo, con lo que nuestro héroe puede ver perfectamente los tráileres de los asesinatos que se van a cometer.
—He entendido a qué se refiere, señor.
—Bien.
—Pero ¿por qué Mary Trelease no dejó que Gibbs entrara en su casa? —Simon estaba a un paso de la desesperación—. ¿Por qué lo dejó esperando en la puerta y fue a buscar su documento de identidad? En cuanto a mí, me dejó pasar, pero de muy mala gana. Cuando le pedí que me dejara ver el dormitorio que da a la calle, la habitación donde Seed sostiene que la mató y abandonó su cadáver, me dejó muy claro que no pensaba dejarme entrar. ¿Qué es lo que ocultaba?
—Pero luego, aunque a regañadientes, dejó que la viera, ¿no es así? ¿Y qué encontró? Muchos cuadros y poco más.
—Sí, pero…
—A la mayoría de la gente no le gusta que un desconocido entre en su casa, sobre todo para echar un vistazo a sus insustituibles obras de arte. No tiene nada de extraño.
«Un último intento», pensó Simon. Tras respirar profundamente, dijo:
—¿Por qué Ruth Bussey ha tardado más de dos meses en venir a contarnos esa historia si fue el pasado 13 de diciembre cuando Seed le dijo que había matado a Mary Trelease? ¿Por qué guardaba ese artículo sobre Charl…, sobre la inspectora Zailer? ¿Por qué ella y Seed se presentaron aquí por iniciativa propia, por separado aunque el mismo día, dándonos algo de información pero reservándose para ellos una buena parte de los hechos? Y dígame, ¿por qué sus versiones no coinciden? Según Bussey, Seed le dijo que cometió ese asesinato hace unos años; sin embargo, a Gibbs le dio la sensación de que si hubiera ido al 15 de Megson Crescent se habría encontrado con un cadáver fresco.
—El cadáver de una persona muerta recientemente, pero no un cadáver fresco —le corrigió Proust—. No hable de un cadáver como si se tratara de una macedonia.
—Sabe muy bien a lo que me refiero, señor. Ya leyó lo que Trelease le dijo a Gibbs: «¿Por qué no para de preguntarme si estoy segura de que nadie me ha hecho daño? ¿Quién? ¿Aidan Seed, el hombre que no se cansa de mencionarme? Si lo que está buscando es una víctima, se ha equivocado de sitio». Eso da a entender que existe un lugar correcto donde buscar a las víctimas de Seed.
—Piense, Waterhouse. —La voz de Proust casi parecía amable—. Es normal que la señorita Trelease piense que, en alguna otra parte, Seed le haya hecho daño a alguien. En su casa aparece un subinspector que muestra un interés desmedido por ese hombre, le pregunta si lo conoce y quiere comprobar si ella está sana y salva.
—A lo mejor conoce a otra víctima de Seed, alguien que fue atacado o asesinado, aunque a ella no le hiciera ningún daño. —Simon se secó la nuca con la palma de la mano. Estaba empapado en sudor—. ¿Y qué me dice de lo que me preguntó Seed? «La mujer que vio en el 15 de Megson Crescent…, ¿le contó a usted lo que yo afirmo haber hecho?». ¿No leyó esa parte?
—Leí el informe entero, de cabo a rabo. Sé leer.
—Según Seed, Mary Trelease está muerta; él la mató. En cuyo caso, ¿qué le importa a él lo que yo le dije o no a una mujer que supuestamente está muerta? Señor, si usted lo conociera… Parece que esté poseído. Se comportó de forma hiperracional, como si quisiera convencerme usando la lógica. No paraba de decir: «Si parto del único hecho del que estoy completamente seguro, esto es, de que maté a Mary Trelease, entonces debo deducir que cuando me dice que ella está viva está mintiéndome». ¡Léalo!
Simon cogió los papeles que había encima de la mesa de Proust y volvió a soltarlos en seguida, buscando las notas que había traído consigo. No las encontró, pero recordaba de memoria las palabras de Seed.
—«La única explicación posible es que matara a alguien que luego resucitó y que es la mujer que usted vio; sin embargo, teniendo en cuenta que no creo en los fenómenos sobrenaturales, tengo que descartarla». Dígame, ¿algo de esto le parece normal o natural? —preguntó Simon—. Alguien va a sufrir algún daño, si es que no lo ha sufrido ya. Tengo un mal presentimiento.
Muñeco de Nieve lanzó un suspiro.
—De acuerdo, Waterhouse. Ha tratado de vencerme por agotamiento y lo ha conseguido. Tome declaración a toda la pandilla si eso le hace feliz.
Simon se preguntó si no estaría soñando. ¿Era posible que le hubiera resultado tan sencillo? Proust refunfuñó entre dientes y ordenó los papeles que tenía sobre su mesa. Observarlo tras haber reconsiderado su posición con respecto a algo, por pequeño que fuera, era como ver maniobrar a un petrolero para cambiar de rumbo.
—Gracias, señor.
—Pero el caso Nancy Beddoes tiene prioridad. —Siempre había un escollo—. Por muy fastidioso que resulte, lo primero son los delitos que sabemos que se han cometido. —El inspector jefe levantó los ojos—. Lo cual significa que Aidan Seed y compañía tendrán que esperar hasta que usted haya completado su gira por todo el Reino Unido y vuelva con esas doscientas setenta y seis declaraciones.
—Pero, señor…
—Pero, señor, nada. ¿Tiene un mapa de carreteras? —Proust rebuscó en uno de los bolsillos de la chaqueta que tenía colgada en su silla y sacó un billete de diez libras—. Pues cómprese uno —dijo, lanzándole el dinero a Simon—. Ya es hora de que aprenda que los mapas también existen en versión impresa.
La puerta de la casa de Ruth Bussey estaba abierta de par en par. El volkswagen passat negro —el que conducía el viernes, cuando salió huyendo— no estaba allí; solo había un daewoo verde, aparcado en una zona ajardinada, o sea que en la casa debía de haber alguien. ¿Aidan Seed?
Charlie se apartó para dejar paso a dos mujeres que hacían footing y charlaban mientras sorteaban los bolardos que señalizaban los aparcamientos. Con el abrigo de Ruth colgado del brazo, Charlie se dirigió hacia la casa. Esperaba poder mantener una nueva conversación con Ruth, aunque puede que fuera mejor así, ya que Charlie también tenía curiosidad por conocer a Aidan y ver qué clase de individuo era un hombre que confesaba un crimen que ni él ni nadie había cometido.
Había llegado a la altura del pequeño porche cuando un hombre alto y flaco, vestido con un chaleco amarillo fluorescente sobre un traje gris salió corriendo de la casa y estuvo a punto de chocar con ella. Llevaba una barba rala y unas gafas de cristales muy grandes. Charlie pensó que su rostro era idéntico al de una cabra, si de rostro podía hablarse refiriéndose a los animales. Al verla, una expresión de reconocimiento iluminó su mirada.
—¡Eh! —exclamó.
—¿Sabe quién soy?
Era una pregunta estúpida. ¿Quién no lo sabía, en Spilling? Era una ciudad pequeña y allí Charlie era una maldita celebridad.
—Reconozco ese abrigo —dijo el hombre, mirando la prenda para no cruzar la mirada con Charlie—. Ruth escogió un mal momento para perderlo: la caldera no funciona. Suele averiarse cada tres meses, y el pobre tonto, es decir, yo, tiene que pasarse un día de brazos cruzados esperando a los técnicos. Lo que yo le diga: nunca alquile una casa a nadie.
—Entonces, usted no es Aidan.
La cabra le tendió la mano.
—Malcolm Fenton, responsable de parques y jardines. Si quiere, puede darme el abrigo a mí.
Charlie dudó. Si le entregaba el abrigo, perdería la oportunidad de volver a hablar con Ruth. Básicamente, quería preguntarle por el artículo del periódico. ¿Por qué se interesaba por ella? Estaba a punto de decirle a Fenton que ya localizaría a Ruth en su trabajo cuando se dio cuenta de que él estaba pendiente de otra cosa.
—Vaya, por una vez son puntuales —dijo, mirando por encima del hombro—. Con permiso.
Charlie se dio la vuelta y lo vio trotar por los escalones del porche. Frente a las puertas del parque, cuya entrada bloqueaban dos bolardos negros, había una furgoneta; en uno de los lados, escrita con letras azules, figuraba la inscripción «Winchelsea Combi Boilers».
Fenton sacó del bolsillo un enorme manojo de llaves, desbloqueó un mecanismo de uno de los bolardos y lo hizo bajar hasta el suelo. Detrás del grasiento parabrisas de la furgoneta, uno de los técnicos de Winchelsea Combi Boilers masticaba un chicle con tanto ahínco que Charlie se preguntó si en vez de un chicle no sería un órgano extirpado del cuerpo de su legítimo propietario.
Tras echar un vistazo a la puerta abierta de la casa, decidió acercarse hasta la entrada.
—Disculpe —gritó Fenton a sus espaldas—. Preferiría que no entrase. Ya sé que es una mujer policía, pero aun así prefiero que no lo haga —añadió, como si quisiera pedirle perdón. Mujer policía: ¿aún había gente que empleaba esa expresión?—. Si me deja el abrigo, me ocuparé de devolvérselo a Ruth.
—La puerta está abierta de par en par —observó Charlie—. Supongo que los técnicos de la caldera tendrán que entrar.
—Prácticamente viven aquí —repuso Fenton, irritado—. No quisiera parecer descortés, pero Ruth es una persona muy reservada. Sé a ciencia cierta que no le gustaría que dejara entrar a una desconocida en su casa. —Tras lanzar un suspiro, añadió—: No me he expresado muy bien. Quería decir que es evidente que Ruth la conoce, puesto que usted tiene su abrigo, pero… —Apartó la mirada, furioso consigo mismo por haber hablado demasiado—. No me ha dicho que hubiera quedado con usted o que esperara su visita, por lo que me temo que no puedo dejarla entrar.
La forma de hablar de Fenton inquietó un poco a Charlie. ¿Le habría contado Ruth a ese hombre la extraña confesión de Aidan? No, no le cuadraba. «Es evidente que Ruth la conoce». Eso implicaba que Ruth era alguien a quien la policía tal vez podía controlar o necesitar, que ya existía previamente un vínculo entre ellos. Charlie no lograba entenderlo.
—¿Conoce usted a una mujer llamada Mary Trelease? —preguntó Charlie.
Fenton no reaccionó al escuchar el nombre. Tras reflexionar un segundo, negó con la cabeza.
—¿Eso es una cámara de un circuito cerrado de televisión? —preguntó Charlie, contemplando el tejado de la casa. Había visto otra cámara en la otra punta del porche, en el alféizar de una ventana. ¿Era ese el motivo de que toda la casa estuviera cubierta de hojas? ¿El camuflaje?—. ¿Cuándo instalaron esas cámaras?
—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó Fenton.
Charlie eludió la respuesta y se limitó a sonreír.
—Hace tiempo, el parque estaba infestado de pandillas de jóvenes. Ruth sugirió instalar las cámaras y al ayuntamiento le pareció una buena idea —repuso Fenton, a la defensiva.
—¿Cuando ha dicho que Ruth es una persona muy reservada…? —empezó Charlie.
—No me gusta el tono de sus preguntas. Ruth es una mujer normal y corriente y una excelente inquilina. Se toma muy en serio sus responsabilidades, eso es todo. Tiene un contrato de alquiler que le supone ciertas obligaciones. —Fenton suspiró, como si le hubieran engatusado para hablar más de la cuenta—. Se supone que, a cambio de un alquiler muy bajo, el inquilino de esta casa debe echar una mano en el parque en caso de necesidad, sobre todo si hay una emergencia o durante las horas en que no funciona el servicio municipal. Si alguien se cayera en el camino y se rompiera una pierna, Ruth debería intervenir. Tiene una lista de teléfonos de emergencia, pero ella sería el primer contacto.
—La mayoría de la gente reservada que yo conozco no viviría en un parque público —dijo Charlie, intuyendo, por la cautelosa reacción ante su pregunta, que a Fenton le había sorprendido la sugerencia de Ruth de instalar las cámaras. ¿Habría sido una sugerencia o más bien una petición, una súplica? ¿Qué era lo que, movido por un sentido de fidelidad, ocultaba Fenton sobre su inquilina modelo?
Para Charlie, su resistencia era como un fuelle para el fuego. Estuvo tentada de subir corriendo las escaleras y seguir a los hombres de Winchelsea Combi Boilers hasta el interior de Blantyre Lodge. ¿Qué conseguiría ver de la casa de Ruth Bussey antes de que Fenton la sacara a rastas? Las casas de los locos tenían un aspecto muy particular; se intuían a simple vista. Charlie suspiró. Aquella opción conducía directamente a una reclamación oficial, y era lo único que le faltaba. Sacó del bolsillo del abrigo el artículo del Rawndesley and Spilling Telegraph y lo guardó en el bolso.
—Vuelva a dejar eso donde estaba —dijo Fenton, con brusquedad.
¡Vaya! Aquel tipo estaba al corriente de toda la historia de Charlie, y ella conocía a tipos como aquel. En circunstancias normales, no se habría atrevido a usar aquel tono con la policía. Solo con una agente que sabía que había caído en desgracia y casi había sido expulsada del cuerpo.
Charlie cambió de parecer y decidió no entregarle el abrigo.
—No me apetece dejar el abrigo a un desconocido —dijo—. Dígale a Ruth que se ponga en contacto conmigo si quiere recuperarlo.
Después de pasar por Blantyre Park, Charlie se dijo que iría directamente a la oficina para despachar unos asuntos que llevaban quince días esperando sobre su mesa: redactar el cuestionario del concejal Vesey y la carta adjunta. Se lo repitió mentalmente una y otra vez, pero su cerebro desobedecía sistemáticamente la orden y al final acabó conduciendo en dirección al barrio de Winstanley. Estaba harta de escuchar la versión de terceros: quería conocer a la rediviva Mary Trelease y comprobar si, como había dicho Gibbs, estaba asustada o si había algo en ella capaz de asustar a otros. A Aidan Seed, por ejemplo. Charlie frunció el entrecejo al considerar la posibilidad. Fingir haber matado a alguien era una extraña reacción al miedo. «A menos que, incapaz de soportar la idea de su existencia, alguien finja que esa persona ha dejado de existir y se atribuya el papel de su asesino, porque eso le hace sentirse fuerte y no su víctima…». Charlie se sonrió tras haber formulado aquella absurda teoría. Era imposible hacer conjeturas, y eso era lo que distinguía aquella historia de todas las que había tenido que afrontar desde que había ingresado en la policía. Era diferente, y era más difícil dejar de pensar en ella. Normalmente podía elaborar alguna hipótesis que utilizar como punto de partida, por muy fallida que luego se revelara. Sin embargo, en esta ocasión no era así; no conseguía pensar en literalmente nada que explicara la conducta de Ruth Bussey y Aidan Seed… Las piezas no encajaban, ni siquiera en el supuesto de que ambos estuvieran locos. Al final del callejón sin salida de Megson Crescent había tres jóvenes con la cabeza rapada que hacían equilibrios con sus bicis. Cuando Charlie salió del coche y los chicos vieron su uniforme, se esfumaron tan deprisa que no pudo sino evocar esa escena de la película E.T. en la que los niños pedalean con tanto ahínco que salen volando.
Charlie cerró el coche. Una música alta y estridente se oía en una de las últimas casas de la calle, cerca del sitio por donde habían desaparecido los tres muchachos. En principio, debería seguirles la pista hasta el portal donde se habían escondido para instarlos a ir a la escuela, aunque seguramente sus profesores no le dieran las gracias por ello.
Mientras caminaba por el callejón sin salida, examinó los números impares: el 5 y el 7 tenían las ventanas tapiadas. En el primer piso del número 9 entrevió unas caritas detrás de unas cortinas que se cerraron de golpe. Sabía que, por mucho que llamara al timbre, nadie le contestaría.
Antes que ocuparse de los tres chicos, tenía que obligar a que bajaran el volumen de aquella música. A medida que se acercaba a la casa de la que provenía, notó que el pavimento vibraba bajo sus pies. Al ver el número de la puerta, se quedó de piedra: era el 15. El ruido ensordecedor venía de la casa de Mary Trelease. Ruth Bussey le había dicho que aquella mujer rondaba los cuarenta años. ¿Cómo era capaz de escuchar…? Charlie ahuyentó aquella ridícula idea, avergonzada. ¿Qué música se suponía que escuchaba la gente de cuarenta y tantos? ¿James Galway, con el volumen muy bajo para no despertar al gato?
«Es imposible que oiga el timbre», pensó Charlie, pero aun así lo pulsó. Dio un paso atrás y se quedó mirando la casa. Al igual que el resto de las que había en la calle, era un adosado muy feo de ladrillo rojo de fachada completamente lisa, sin ningún saliente que le diera algo de personalidad. Las malas hierbas crecían entre las baldosas rotas que conducían hasta la puerta principal. En un lado de la casa, junto a un sumidero, había un tiesto de metal festoneado con un pequeño árbol muerto. Cuando Charlie tocó una de sus ramas, esta se quebró entre sus dedos.
Volvió sobre sus pasos y observó las ventanas del piso superior. Todas las cortinas estaban corridas. Vio que eran finas como un pañuelo y que estaban mal colgadas, porque no eran simétricas. Algunas de ellas tenían agujeros en los puntos donde la tela se había deshilachado, roto o quemado. Ciertamente, aquella no era la casa en la que Charlie esperaba encontrarse a un artista. Trató de pensar en las pocas cosas que sabía sobre arte y pintores. Recordó que Vincent Van Gogh había sido extremadamente pobre. En una ocasión, Olivia la había obligado a ver un documental sobre el pintor. Efectivamente, a un tipo como él no le habría importado el estado de sus cortinas.
—No es posible que la hayan avisado. Solo he estado fuera cinco minutos.
Surgida de la nada, a su lado apareció una mujer muy flaca y de expresión iracunda, con unas profundas arrugas en torno a los ojos, la nariz y la boca; las líneas eran tan pronunciadas que parecía que le hubiesen cortado la piel de la cara con un cuchillo. Tenía una marca de nacimiento de color caramelo, la misma que Aidan Seed había descrito a Simon, y vestía una trenca oscura, pantalones negros, unas zapatillas de deporte blancas y un gorro de lana morado que parecía cubrir un montón de pelo. Charlie vio que sus orejas eran muy finas y que apenas tenían lóbulos…, otro detalle que Aidan Seed había mencionado. En sus manos, cubiertas por unos guantes, la mujer —Mary Trelease— sostenía un paquete de marlboro, un encendedor rojo y lo que parecía ser una cajita verde.
—¿Quién? —preguntó Charlie.
A primera vista, no había nada siniestro en Mary Trelease. Se vestía como alguien a quien no le importara su aspecto. Charlie también había tenido etapas así.
—Los vecinos. Ya la bajo, ¿vale? Deme un segundo.
Salió corriendo hacia la casa. Charlie la siguió. Era difícil no oír la canción a todo volumen, cuya letra repetía constantemente la palabra superviviente. Era una variante más insistente e histérica del clásico tema «él-me-ha-destrozado pero-sigo-siendo-fuerte», la clase de canción que Charlie escribiría si fuera capaz de hacerlo, un compendio de poses y bravuconerías.
Al cabo de unos segundos, la música cesó, aunque seguía resonando en la cabeza de Charlie. Interpretando la puerta abierta de la cocina como una invitación a pasar, estaba a punto de entrar cuando Mary le dio un susto al bajar de repente por la escalera que había en uno de los laterales de la casa.
—Ya está —dijo—. ¿Contenta?
Miró a Charlie con desdén, dejando que el escaso peso de su cuerpo descansara primero en un pie y luego en otro. Seguía sosteniendo el paquete de cigarrillos, el encendedor y la cajita verde, que, según pudo ver Charlie, resultó ser un paquete de té a la menta twinings.
—¿Es usted Mary Trelease?
—Sí.
—¿Qué canción era esa?
—¿Cómo dice?
—La canción que estaba sonando. ¿Cómo se llama?
Había gente dispuesta a responder preguntas inofensivas; otras, no. Charlie quería averiguar a qué categoría pertenecía Mary Trelease antes de preguntarle por Aidan Seed y Ruth Bussey.
—¿Se trata de una broma? Mire, si esos cretinos del número 12 han…
—No estoy aquí por la música —contestó Charlie—. Aunque, ya que ha sacado el tema, ese volumen es intolerable a cualquier hora del día. ¿Por qué la pone tan alta si no está en casa?
Mary abrió el paquete de cigarrillos, se llevó uno a los labios y lo encendió sin invitar a Charlie.
—Si no está aquí por la música, ya me imagino por qué ha venido.
Su voz contrastaba con el ambiente que la rodeaba. Charlie no había podido oírla bien mientras aún sonaba la música. ¿Qué estaba haciendo en el barrio de Winstanley alguien que hablaba como un miembro de la familia real? ¿Por qué Simon no le había mencionado su acento?
—Soy la inspectora Zailer, Charlie Zailer. Colaboro con los servicios sociales que se ocupan de esta zona.
—¿Zailer? ¿La misma inspectora Zailer que salió en la prensa hace un par de años?
Los ojos castaños de Mary, ávidos, se abrieron como platos.
Charlie asintió con la cabeza, haciendo un esfuerzo por disimular su incomodidad. La mayoría de la gente no abordaba el tema tan abiertamente, sino que parecía avergonzada y miraba hacia otro lado, como había hecho Malcolm Fenton, y el hecho de encontrarse en esa embarazosa situación hacía que ella olvidara, por un instante, su propia amargura y humillación. «Debería haber dimitido hace dos años», pensó. Sus allegados, la gente que en su momento le dijo que no había hecho nada malo y le aconsejó que afrontara la situación con la cabeza bien alta, le había hecho un flaco favor. Durante esos dos años, Charlie había tenido la sensación de esconderse en público; no era capaz de imaginarse una situación profesional más delicada que la suya.
—Trabaja con los servicios sociales —dijo Mary, con una vaga sonrisa—. ¿Eso significa que la han degradado?
—Me trasladaron. A petición propia.
—Salió en los periódicos justo después de que yo me mudara a Spilling —explicó Mary—. Me pregunté a qué clase de sitio había venido a vivir, pero creo que desde entonces no ha habido ningún otro escándalo en la policía, ¿verdad? —Sonrió—. Usted es un bicho raro. —Al ver que Charlie se estaba poniendo nerviosa, añadió—: No se preocupe, a mí me da lo mismo. Sin duda, usted tendría sus razones.
—Sin duda —repuso Charlie con brusquedad—, y evidentemente no estoy aquí para hablar de ellas.
—Bueno, si su visita está relacionada con la vida social de este barrio, ha llamado a la puerta equivocada. Aquí no existe mucha vida comunitaria, y yo no participo en la poca que hay. Soy una intrusa que toma tés raros. —Mary agitó la cajita de té ante las narices de Charlie—. Debería de haber visto la cara que pusieron en la tienda de la esquina cuando les pedí esto. ¡Ni que les hubiera dicho que bebía sangre de recién nacidos! —exclamó, llevándose el cigarrillo a sus finos labios. En los dedos índice y medio tenía unas manchas de color amarillo oscuro, casi marrón.
—No, es con usted con quien quiero hablar —le dijo Charlie.
—Entonces ya sé la razón. —La respuesta de Mary fue tranquila e inmediata—. Ha venido a preguntarme por un hombre al que no conozco, un tal Aidan Seed. El subinspector Christopher Gibbs vino el viernes por el mismo motivo, y luego, el sábado, se presentó el subinspector Simon Waterhouse. Pero a diferencia de usted, ellos no le arrancaron ninguna rama a mi árbol.
—Yo no… Ese árbol está muerto —dijo Charlie.
—¿Estaba comprobando su pulso? Si las flores secas pueden ser hermosas, ¿por qué no pueden serlo también los árboles? Me encanta mi jardín. Y me encanta mi árbol muerto y su maceta. Fíjese en esto. —Condujo a Charlie hasta la pared que separaba su casa de la de al lado. De una de las grietas sobresalía lo que parecía una rosa de color verde, aunque sus pétalos eran extrañamente gomosos, parecidos a los de los cactus, y de puntas rosadas—. ¿No es preciosa? —dijo Mary—. Es una siempreviva. No crece ahí por accidente o por descuido. Alguien la plantó con la intención de que sobresaliera de la pared, aunque podría confundirse fácilmente con una mala hierba. Estoy seguro de que usted lo ha hecho.
—¿Podría entrar en su casa cinco minutos? —preguntó Charlie, sintiendo que había perdido toda la ventaja potencial que podía haber tenido hasta ese momento.
Deseó estar en su despacho, «ayudando» al concejal Geoff Vesey a redactar su carta y su cuestionario; dicho de otro modo: a escribirlos en su lugar. Vesey era el presidente de la Autoridad Policial de Culver Valley, una organización que supervisaba, entre otras cosas, el grado de confianza que la población tenía en la policía. La confianza que Charlie tenía en el concejal era cero; aquel hombre ni siquiera era capaz de elaborar por sí mismo una lista de preguntas.
—Puede pasar, pero solo porque ahora no estoy trabajando —contestó Mary—. Si estuviera ocupada, le pediría que se fuera. Soy pintora —dijo, entornando los ojos—. Pero eso ya lo sabe. Estoy segura de que lo sabe todo sobre mí.
A pesar de lo que acababa de decir, seguía bloqueando la entrada de la casa con su escuálido cuerpo.
—A Chris Gibbs no lo dejó entrar —repuso Charlie—. Y a Simon Waterhouse estuvo a punto de impedírselo.
—Porque estaba trabajando en un cuadro y estuve toda la noche levantada para terminarlo. En cuanto me haya librado de usted, me voy a meter en la cama. Si le interesa saberlo, esa era la razón de que tuviera la música tan alta: lo estaba celebrando. ¿Tiene alguna canción favorita?
Negarse a responder era ridículo.
—«Trespass», de Limited Sympathy.
—La mía es la canción que sonaba antes…
Charlie no tenía intención de preguntarle el título. «Si le interesa saberlo…». No le interesaba.
—«Survivor», de Destiny’s Child —dijo Mary, con voz quebradiza, como una colegiala obligada a entregar a su maestra un preciado objeto secreto. Cuando hablaba, las arrugas de su cara cambiaban de forma y disposición, cerrándose en torno a su boca. Charlie había oído decir que la gente extremadamente delgada envejecía de un modo más evidente que la más rellenita, pero aun así…— Podría decirle por qué me gusta, pero me imagino que no le interesa. Supongo que usted es de esas personas que solo pone un CD si tiene gente a cenar, con el volumen muy bajo, para que nadie pueda oírlo.
—En realidad, no es así —respondió Charlie—. Y tampoco les rompo los tímpanos a mis vecinos.
—Ya se lo he dicho: estoy de celebración. Terminar un trabajo del que una se siente orgullosa te da un subidón. Es como si pudieras volar. Quería darme un homenaje, por eso puse mi canción favorita y fui a la tienda a comprar té a la menta y tabaco. He puesto el volumen muy alto para poder oír la canción mientras estaba allí.
Mary esbozó una sonrisa; tenía la mirada absorta, como si estuviera recordando algo que había ocurrido unos años atrás.
Charlie notó un picor en la piel. Sentía cierta aprensión. Pensó en lo que había dicho Ruth Bussey: «Me preocupa que pase algo».
—¿Podría ver el cuadro? —preguntó—. El que acaba de terminar.
—No. —Lo dijo sin pensarlo dos veces. Una reacción producto de la rabia—. ¿Por qué? A usted no le interesa mi trabajo, y a sus compañeros tampoco. Solo quiere comprobar que soy quien afirmo ser. —Mary tiró el cigarrillo al suelo, sin molestarse en apagarlo. La colilla se quedó allí, consumiéndose—. Será mejor que pase —continuó—. Iré a buscar otra vez el pasaporte y el permiso de conducir. Esta vez no me molestaré en guardarlos de nuevo en el cajón, porque seguro que alguno de ustedes volverá a aparecer mañana.
Charlie la siguió hasta una diminuta cocina marrón en la que había un fogón eléctrico lleno de restos incrustados, un fregadero de acero inoxidable y una hilera de armarios cuyas puertas no cerraban bien y quedaban suspendidas en el aire. El linóleo jaspeado que cubría el suelo estaba lleno de quemaduras de cigarrillo. «Nadie ha tocado esto en treinta años —pensó Charlie—. Está incluso peor que mi casa, y eso es mucho decir».
—No quiero ver ningún documento de identidad —dijo—. Mis colegas están de acuerdo en que usted es quien dice ser, y con eso me basta.
Mary se desabrochó los botones de la trenca y dejó que se deslizara por sus brazos. Cuando cayó al suelo, la apartó con un pie y la dejó allí.
—Así me sirve de burlete —le explicó a Charlie.
Su refinado acento estaba totalmente fuera de lugar en aquella lúgubre y exigua cocina. Charlie se preguntó si Mary no sería alguien de buena familia que, a costa del dinero de los suyos, jugaba a ser pobre y se codeaba con gente que realmente lo era en un intento de que su arte pareciera más auténtico, sabiendo que podía volver en cualquier momento a la mansión que papá tenía en Berkshire.
Mary se quitó el gorro, que dejó al descubierto una cascada de pelo canoso y encrespado que cayó sobre su espalda.
—Aidan Seed es enmarcador —dijo Charlie, en un tono neutro—. ¿Se lo comentaron Chris Gibbs o Simon Waterhouse?
—Sí. Ya veo la relación: yo soy pintora, él es enmarcador, pero eso no significa que lo conozca.
—¿Nunca había oído su nombre? Aunque no lo conozca personalmente, puede que se lo mencionaran otros artistas. Pensé que, teniendo en cuenta que Spilling no es una ciudad demasiado grande…
—No conozco a ningún otro artista —repuso Mary—. No crea que por el hecho de ser pintora formo parte del mundo artístico. Odio todas esas estupideces. Te unes a un grupo y antes de que te des cuenta descubres que eres parte de un comité que organiza concursos y sorteos. En una pequeña ciudad como esta nuestro ambiente se reduce a eso, y en cuanto a los círculos londinenses…, toda esa basura de Charles Saatchi no tiene nada que ver con el arte. Es puro marketing…, un montaje para promocionar su propia marca y nada más. Sirve para crear apetitos artificiales, aunque en realidad no hay hambre alguna. No tiene nada de auténtico.
—¿Conoce a Ruth Bussey? —preguntó Charlie.
La sorpresa de Mary era inequívoca.
—Sí. Bueno… —Con el ceño fruncido, añadió—: No puedo decir exactamente que la conozca. La he visto en dos ocasiones. Espero poder convencerla de que pose para mí. ¿Por qué?
—¿Cómo la conoció?
—Dígame, ¿por qué la policía se interesa por Ruth?
—Si pudiera responder a mi…
—Es alguien que estuvo en mi casa —dijo Mary, levantando la voz. «Está asustada», pensó Charlie—. ¿Por qué me pregunta por ella? ¿Tiene alguna relación con ese tal Aidan Seed?
—¿Qué tal si hacemos un intercambio? —propuso Charlie—. Usted me enseña alguno de sus cuadros y yo contesto a su pregunta. Quiero verlos, aunque de arte no sé nada, salvo que todas las obras que merecen la pena parecen ser de gente que ya está muerta.
El rostro de Mary se puso rígido. Mirando fijamente a Charlie, dijo:
—¿Me está tomando el pelo?
—No. —«De todas las tonterías que podía decir…». Charlie sintió frío en todo el cuerpo—. Me refería a Picasso, Rembrandt… Quería decir que el arte actual parece reducirse a la representación de los restos de una vaca muerta y boñigas de elefante.
—Yo no estoy muerta —repuso Mary, recalcando las palabras, como si quisiera que Charlie le prestara toda su atención.
Charlie pensó que a la gente que creía en fantasmas deberían confiscarle indefinidamente el cerebro. No alcanzaba a comprender por qué le causaba una sensación tan desagradable estar en la cocina de una destartalada casa escuchando a una mujer que, con expresión muy seria, insistía en que no estaba muerta.
—Estoy viva y mi trabajo es muy bueno —continuó Mary, en voz más baja—. Lamento haberle saltado a la yugular, pero resulta deprimente oír lo que piensa la gente de la calle: que quien tiene talento tiene que ser famoso automáticamente, además de estar muerto, por supuesto… Todos los genios están muertos; y si murieron jóvenes, pobres y en trágicas circunstancias, mucho mejor.
Charlie suspiró lentamente. Simon no le había contado a Mary lo que Aidan Seed había dicho sobre ella, y Gibbs tampoco. ¿Qué significaba? ¿Qué sentido tenía toda aquella historia?
—¿Cree que hay que sufrir…, sufrir intensamente, quiero decir, para ser un artista de verdad? —preguntó Mary, entornando los ojos y colocándose su salvaje mata de pelo detrás de las orejas con las dos manos.
¿Había un deje de desprecio en su voz, o era otra cosa?
—Yo no diría que lo segundo sea una consecuencia directa de lo primero —repuso Charlie—. Se puede sufrir lo que no está escrito y aun así no ser capaz de dibujar o pintar.
A Mary pareció gustarle aquella respuesta.
—Es cierto —dijo—. La grandeza de una obra no puede explicarse en unos términos tan simples. Le hice la misma pregunta al subinspector Waterhouse y me dijo que no lo sabía.
Otra cosa que Simon no había mencionado. Charlie pensó que sin duda tendría alguna opinión al respecto, aunque no había querido compartirla con aquella mujer tan singular.
—He cambiado de opinión —dijo Mary—. Le enseñaré mi obra; quiero que la vea. Pero con una condición: que quede claro que nada de lo que voy a mostrarle está en venta. Aunque un cuadro le parezca perfecto para…
—No tiene por qué preocuparse —le respondió Charlie—. No tengo dinero para comprar ningún original. ¿Por cuánto suele vender sus cuadros? ¿La cifra varía en función del tamaño o…?
—No los vendo. —El rostro de Mary perdió su expresión. «Es como si estuviera esperando problemas y ahora estuvieran aquí»—. Jamás vendo mis obras. Jamás.
—Pero… ¿entonces…?
—Quiere saber por qué. Si quiere preguntármelo, adelante, hágalo.
—En realidad, estaba pensando más en… Entonces, ¿toda su obra está aquí, en esta casa?
Tras una larga pausa, Mary dijo:
—Más o menos.
—¡Vaya! ¿Y desde cuándo pinta?
—Empecé en el año 2000.
—Me refiero a nivel profesional. ¿Y cuando era pequeña?
—No. De niña no dibujaba ni pintaba, salvo cuando me obligaban a hacerlo en la escuela.
«A nivel profesional, no, por supuesto; los pintores que no venden ninguno de sus cuadros no pueden considerarse profesionales». Charlie pensó que debería hacerle otra clase de preguntas. Debería preguntarle por Aidan Seed y Ruth Bussey, y luego debería volver al trabajo. Pero ¿por qué no lo hacía?
Conocía la respuesta, aunque tardó varios segundos en admitirlo: en aquel momento ella también estaba… Decir asustada sería exagerar un poco, pero había algo en el número 15 de Megson Crescent y en su inquilina que la inquietaban. Puede que solo fuera el ambiente enrarecido de la casa, resultado de muchos años de descuido. Fuera lo que fuese, Charlie no era capaz de ceder a la tentación de largarse de allí lo antes posible.
—He dicho que podía ver mis cuadros, pero no que podía someterme a un tercer grado —dijo Mary—. Si no se calma un poco, cambiaré de opinión. Normalmente no suelo enseñar mi obra a nadie.
—Entonces, ¿por qué a mí sí?
Mary asintió con la cabeza.
—Buena pregunta. —Sonrió, como si conociera la respuesta pero prefiriese guardársela para ella—. Venga. La mayoría de los cuadros están arriba.
Charlie la siguió a través de un reducido vestíbulo que era tan poco acogedor como la cocina. En ambas paredes, la moqueta se había desprendido del zócalo; el estampado tenía unos dibujos de espirales marrones, salvo la parte que estaba junto a la puerta de entrada, que era negra. El papel pintado, medio despegado, era de color beige oscuro con unas rayas y algo que, en otros tiempos, puede que fueran magnolias. Un radiador pequeño y bajo había perdido casi todo el barniz, de un color gris sucio. Charlie se detuvo para contemplar el cuadro colgado encima, que representaba a un hombre gordo, una mujer y un muchacho de unos catorce o quince años sentados alrededor de una mesita; de los tres, el único que iba completamente vestido era el chico, mientras que la pareja iba en bata. La mujer era baja y delgada y de rasgos muy marcados; por su postura, con las manos frente a los ojos y la cabeza gacha, se diría que tenía jaqueca. O mejor dicho, resaca, porque encima de la mesa había un montón de botellas vacías. «La escena de una mañana después de una noche movida», pensó Charlie.
Al pie de las escaleras había otro cuadro en el que aparecía la misma pareja, aunque esta vez sin el muchacho. La mujer se cepillaba el pelo delante de un espejo, vestida con un camisón de tirantes blanco; detrás de ella, el hombre estaba tumbado en una cama, leyendo el periódico.
Charlie estaba impresionada. Los cuadros eran demasiado sórdidos para ser calificados de bellos, pero estaban tan llenos de vida que parecían difundir más luz en el pasillo que la bombilla que Mary había encendido. Los colores eran extraordinarios: vividos, sin tener, sin embargo, ni vivacidad ni calidez; el efecto que producían era el de una profunda tristeza expuesta al foco de un reflector.
—¿Son suyos? —preguntó Charlie, imaginando que sí lo eran.
Mary estaba a mitad de las escaleras. Emitió un sonido que era difícil de interpretar.
—No los he robado, si es eso lo que quiere saber.
—No, decía si…
—No, no son míos.
Así pues, había entendido lo que le había dicho. Solo estaba perdiendo el tiempo.
En lo alto de las escaleras había otro cuadro, y otros dos en el descansillo: la mujer y el chico sentados, sin mirarse, en los dos extremos de un sofá amarillo lleno de protuberancias, cubierto por una tela rota; el hombre, junto a una puerta cerrada, con la boca abierta y la mano levantada con la intención de llamar. El tercer cuadro mostraba a dos personas distintas: un hombre y una mujer jóvenes de pelo negro, cejas muy pobladas y frente despejada, ambos con sobrepeso, jugando a las cartas en la misma mesa que aparecía en el cuadro que había en la planta baja.
Mary abrió una de las tres puertas que había en el descansillo; dando un paso atrás, le indicó a Charlie que entrara primero. «El dormitorio que daba a la calle». Aidan Seed le había dicho a Simon que allí era donde había matado a Mary y había dejado su cadáver, en el centro de la cama. Al entrar, Charlie sintió un nudo en la garganta. «Esto es ridículo», pensó. ¿Acaso Mary le abriría la puerta si allí dentro hubiera un cadáver?
La habitación estaba llena de cuadros; había tantos que, tras dar unos pocos pasos, Charlie tuvo que detenerse. Muchos de ellos no podían verse, ya fuera porque otros los ocultaban o porque estaban mal colocados. Charlie intentó asimilar todo cuanto pudo. Había una tela que representaba un impresionante edificio con una torre cuadrada y otras eran retratos de bustos, la mayoría de mujeres de aspecto abatido y derrotado. Apoyados contra la pared había cuatro o cinco lienzos abstractos en los que dominaba un color rosa pálido y que parecían primeros planos de carne humana llena de heridas y de líneas que se cruzaban y de extrañas arrugas: parecían primeros planos de carne humana lacerada. Al igual que los cuadros de la planta baja y del descansillo, ninguno de ellos era bello en el sentido convencional de la expresión, pero estaban llenos de una innegable fuerza. Charlie se dio cuenta de que no podía apartar los ojos de ellos.
«Al igual que los cuadros de la planta baja…». Otra cosa también era innegable, y aun así Mary lo había negado.
—Si estos son suyos, entonces también ha pintado los otros —dijo Charlie, señalando hacia la puerta—. Incluso yo soy capaz de ver que son obra del mismo artista.
Mary parecía molesta. Al cabo de unos segundos, contestó:
—Sí, los he pintado yo. Todos.
A Charlie le habría parecido pedante preguntarle por qué, hacía tan solo un momento, le había dicho lo contrario. ¿Le avergonzaba tener sus propios cuadros colgados en las paredes? No aparentaba ser la clase de persona a quien le importara lo más mínimo parecer vanidosa. En aquella habitación, todos los cuadros tenían marco, mientras que los que había en las paredes estaban sin enmarcar, cuando, de hecho, debería haber sido al revés.
—¿Quiénes son? —preguntó Charlie.
—¿La gente que aparece en los cuadros? La mayoría son vecinos, o personas que vivían por aquí. Un muestrario de los habitantes de Winstanley. —La sonrisa era desdeñosa, como si se la dirigiera a sí misma. Con un gesto de la cabeza, indicó los cuadros que estaban apoyados contra la pared de enfrente—. Ahora sería incapaz de recordar los nombres de la mayoría de esas personas… Les pagué para que posaran para mí; eso es todo.
Charlie observó de nuevo los rostros para ver si reconocía a alguien a quien hubiera detenido.
—Se estará preguntando por qué decidí pintar a desconocidos que no significaban nada para mí —dijo Mary, aunque Charlie no se lo había preguntado—. Pintar a alguien que te importa es como provocarte un shock emocional. Si está en mi mano, trato de evitarlo, aunque no siempre es posible. A veces te entra un deseo compulsivo y debes sufrir las consecuencias.
Charlie se dio cuenta de lo tensa que estaba al hablar, la forma de encorvarse, como si quisiera encerrarse en su propio cuerpo.
—Si tuviera que pintar un retrato, ¿a quién elegiría? ¿A su prometido? —Mary estaba observando la mano de Charlie—. He visto el anillo.
—La verdad es que no lo sé.
Charlie se sintió acalorada. Nunca habría podido pintar un retrato de Simon; sería algo demasiado íntimo, demasiado personal. Él nunca dejaría que lo hiciera. Finalmente, la noche del sábado, se había quedado en su casa; durmieron juntos, aunque sin besarse ni acariciarse. El único contacto físico entre los dos fue el abrazo que Simon le dio en la planta baja. Aun así, Charlie se puso contenta. Hasta entonces, nunca había conseguido que pasara la noche con ella. Era un paso adelante.
—Decididamente, no pintaría a su prometido —dijo Mary—. Entonces es que, o bien no le importa lo suficiente para tomarse la molestia, en cuyo caso, en su lugar, yo rompería el compromiso, o sabe perfectamente de qué le estoy hablando: es como someterse a un shock emocional.
—Me dijo que la mayoría de sus cuadros estaban aquí —dijo Charlie, cambiando de tema—. ¿Dónde está el resto, si nunca vende ninguno?
—Ruth Bussey tiene uno. Se lo regalé. —Una sonrisa cruzó el rostro de Mary—. ¿Recuerda la siempreviva que le he enseñado antes?
Charlie no se acordaba. Luego se dio cuenta de que Mary se refería a la rosa verde y gomosa que crecía en la pared.
—Fue Ruth quien me dijo cómo se llamaba esa planta; yo no lo sabía. No conozco los nombres de las plantas; mi experiencia en el campo de la jardinería es muy limitada. Decidí no dedicarme a ella después de haber destrozado un jardín. Cuando le regalé el cuadro a Ruth, llevaba mucho tiempo sin hacer ningún regalo, y me produjo una sensación extraña, y pensé que ella también me había hecho un regalo. Ese nombre: siempreviva. Viva para siempre, viva eternamente: eso es lo que significa.
—¿No acostumbra a hacer regalos? —preguntó Charlie, con delicadeza.
Detrás de aquello había alguna historia y Charlie descubrió que quería conocerla. ¿Dónde estaría el jardín que Mary había mencionado? ¿Dónde había vivido antes de venir a Megson Crescent?
—Nada de regalos —dijo Mary—. No tengo ninguna intención de regalarle un cuadro ni tampoco de vendérselo. Solo le regalé uno a Ruth para pedirle disculpas. ¿Por qué?
—Por mi culpa perdió su trabajo. Es una larga historia, y no pienso contársela. No nos deja muy bien paradas a ninguna de las dos.
—¿Se refiere a su trabajo en la Galería Spilling?
—¿Y qué importa eso? —preguntó Mary, con cautela.
«Una mujer con muchos límites —pensó Charlie—. Demasiados para tener una vida fácil».
—Era mera curiosidad. Ruth trabajaba allí antes de hacerlo para Aidan Seed.
Hasta entonces, Charlie nunca había visto temblar el rostro de nadie, pero el de Mary lo hizo. Fue como si hubiera sufrido un electrochoque interno.
—Rum… ¿Ruth trabaja para Aidan Seed?
Se colocó el pelo detrás de las orejas, repitiendo la acción hasta cuatro veces.
—Y también viven juntos —dijo Charlie—. Son pareja.
Mary se puso lívida.
—Eso no es verdad. Ruth vive sola, en la casa del guarda de Blantyre Park. ¿Por qué me miente?
—No le estoy mintiendo. No lo entiendo. ¿Qué importancia tiene eso? Usted dice que no conoce a Aidan.
—Mi cuadro. Y yo le di mi cuadro a Ruth… —Mary se mordió el labio—. ¿Dónde está mi paquete de tabaco? Necesito un cigarrillo. —Ni siquiera trató de encontrarlo. Tenía la mirada vacía y movía los ojos de un lado a otro, sin posarlos en nada durante más de un segundo—. ¿Qué ha hecho Aidan Seed? Tengo que saberlo. ¿Por qué va tras él la policía?
Ignorando si su respuesta resultaría ser la clave de toda aquella historia o una tremenda equivocación, Charlie dijo:
—Por lo que sabemos, Aidan no ha hecho daño a nadie. Sin embargo, él afirma lo contrario. Dice que le hizo mucho daño a una persona, y que esa persona es usted.
Mary apretó la mandíbula. Charlie pensó que, tras su breve momento de flaqueza, había decidido no dejar que afloraran sus emociones. Entonces, se trataba de otro shock.
Charlie dio un paso hacia ella.
—Créame, Mary, sé que suena muy extraño. Aidan Seed vino a vernos por voluntad propia con la intención de confesar un crimen y la describió a usted… Su aspecto, el lugar donde vivía, a qué se dedicaba…
Mary rodeó su cuerpo con los brazos, estrechándose con fuerza.
«De perdidos, al río», se dijo Charlie.
—Está totalmente convencido de haberla matado, Mary —dijo.
—A mí no. —Mary echó la cabeza hacia atrás y acto seguido volvió a enderezarla, con la mirada fija en la de Charlie—. A mí no.