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Domingo, 2 de marzo de 2008

Un ruido me sobresalta: mi casa rompe su largo silencio con el agudo sonido de un timbre. La sensación de pesadez en la cabeza se va y la adrenalina me obliga a ponerme en movimiento. Me arrastro de rodillas por el salón, apoyando las manos en el suelo, para no tener que apoyar el peso de mi cuerpo en mi dolorido pie. Consigo descolgar después del tercer timbrazo, sin soltar la manta que me he echado sobre los hombros. No soy capaz de decir «¿diga?». No puedo permitirme esperar.

—Soy yo.

Aidan. Me siento invadida por una sensación de alivio. Cojo con fuerza el teléfono; necesito alguna cosa sólida a la que agarrarme.

—¿Vas a volver? —digo.

Tengo muchas preguntas que hacerle, pero esta es la más importante.

—Sí —responde él.

Espero lo que viene a continuación: «Siempre volveré, Ruth. ¿Lo sabes, verdad?». Por una vez, no lo dice. Los latidos de mi corazón llenan el silencio.

—¿Dónde has estado? —pregunto.

Ha estado fuera más tiempo del habitual. Dos noches.

—Trabajando.

—No estabas en el taller.

Hay una pausa. ¿Se arrepiente de haberme dado una copia de la llave? Temo que me pida que se la devuelva. Me la dio cuando empecé a trabajar para él, la llave de Seed Art Services y de su casa. Una prueba de que confiaba en mí.

El viernes y el sábado pasé buena parte de la noche en medio del desorden de la habitación que tiene detrás del taller, llorando mientras esperaba su regreso. Me quedé dormida varias veces, vacía y agotada; luego, de repente, me despertaba, convencida de que si Aidan volvía, habría ido a mi casa. No sé en cuántas ocasiones recorrí la ciudad de un extremo a otro, con la sensación de que, fuera a donde fuera, llegaría demasiado tarde y no me encontraría con él por una décima de segundo.

—Tenemos que hablar, Ruth.

Me echo a llorar ante la evidencia.

—Entonces, ven.

—Estoy de camino. Tú quédate ahí.

Cuelga antes de que yo pueda contestar. «Pues claro que voy a quedarme aquí. No tengo adónde ir».

Me arrastro de nuevo hasta el salón. Estaba ahí antes de que Aidan me llamara, sentada, con las piernas cruzadas, desde las seis de la mañana, mirando fijamente el pequeño monitor que hay sobre una repisa, junto a la entrada. Siento el cuerpo rígido y dolorido por haber estado demasiado tiempo en la misma postura. La herida que tengo en la planta del pie parece una masa de hojaldre podrida. No tengo fuerzas para ponerme a ordenar la casa tras dos días de caos, pero debo hacerlo.

El mando a distancia: si Aidan lo ve en el suelo sabrá que he estado viendo las cintas y se enfadará. Miro la pantalla, temiendo perderme algo si dejo de hacerlo. La imagen cambia un segundo más tarde: un plano en blanco y negro, con mucho grano, del jardín de mi casa, con un seto de tejas esculpido en redondeadas formas abstractas que bordea el césped en uno de los lados, da paso a otro de los álamos que hay en la otra parte de la casa y en la entrada del parque. No hay nadie que entre o salga. Nadie.

Cojo el mando a distancia mientras trato de levantarme y acabo tirando el apestoso cenicero, lleno hasta arriba, que me ha acompañado en las últimas horas. «¡Mierda!», murmuro, lamentando no haber preguntado a Aidan si estaba muy lejos de aquí. ¿Cuánto tardará en llegar? ¿Cinco minutos o dos horas? Junto al cenicero que he volcado hay una botella de vino vacía y un paquete, también vacío, de silk cut. Apoyado en uno de los lados, junto a la entrada, está mi zapato, manchado de sangre; lo dejé allí el viernes, antes de ir al baño para limpiarme.

Si le hubiese dicho a Charlie Zailer que se me había metido algo en el zapato me habría contestado: «Pues quíteselo». ¿Cómo hacerle entender que era mucho más fácil fingir que no había nada dentro?

En el baño aún hay un poco de sangre. El viernes al mediodía debería haberlo limpiado a conciencia, pero no pude. Ya resultó bastante penoso arrastrarme por el pasillo, cojeando, abrir el grifo y poner el pie bajo el agua. Cuando llegué a casa, la caldera volvía a estar apagada. La casa estaba tan fría como el parque, y el agua estaba helada. Cerré los ojos mientras me frotaba con la mano la piel en carne viva de la herida, tratando de quitarme lo que fuera que me había producido el corte. Mi pie latía mientras se iba empapando de agua. Sentí náuseas cuando noté que algo duro golpeaba el esmalte de la bañera.

Apoyándome en los talones, voy a tirar los zapatos y la botella de vino y el paquete de tabaco vacíos al cubo que hay fuera. El movimiento me calienta ligeramente los miembros entumecidos. Recojo la ceniza y las colillas y también los tiro a la basura. Doy un buen repaso al baño, parando de vez en cuando para recobrar el aliento cuando me siento mareada y a punto de desplomarme. Hoy apenas he comido nada, solo una barra de cereales y una bolsa de patatas fritas.

«Tenemos que hablar, Ruth».

Debo seguir moviéndome o empezaré a pensar en las cosas horribles que Aidan puede decirme y me entrará el pánico.

Estoy a punto de coger el mando a distancia para dejarlo en la repisa, junto al monitor, cuando oigo un ruido en el exterior, un movimiento entre los árboles, junto a las ventanas del salón. Me paro a escuchar. Al cabo de aproximadamente un minuto, oigo otro ruido, más fuerte que el primero: unas ramas que se mueven. Alguien está junto a mi casa. Pero no es Aidan; él se habría dirigido directamente hacia la puerta. Me pongo de rodillas en el vestíbulo y me arrastro hasta al salón para esconderme detrás de una butaca.

«Charlie Zailer. Me olvidé el abrigo en la comisaría. Seguro que ha venido a devolvérmelo».

Rezo por que sea ella —alguien que no quiera hacerme daño—, aunque el viernes no viera el momento de alejarme de su presencia.

Ahora oigo unas risas, dos voces que no reconozco. Extiendo ligeramente el cuello y veo a un muchacho al otro lado de la ventana. Se está desabrochando la bragueta, mirando hacia la calle para gritarle a su amigo que lo espere mientras mea. La piel del cuello y el mentón está roja a causa del afeitado; los vaqueros que lleva dejan ver unos diez centímetros de sus calzoncillos. Cierro los ojos y me apoyo en el respaldo del sillón. «No es nadie, nadie que sepa nada o a quien yo le importe». Oigo una voz lejana, la de su amigo, gritándole que es un animal.

Mientras se aleja, compruebo que no vuelva la cabeza. Se ajusta los vaqueros y se rasca la nuca, sin ser consciente de que lo estoy observando. Si ahora se diera la vuelta, me vería perfectamente.

Una de las cosas que más me gustaron de esta casita es la forma en que el salón se asoma al parque, como si fuera un escaparate, gracias a las enormes ventanas que hay en tres de sus paredes. Malcolm me dijo que le costaba encontrar un inquilino después de que se hubiera ido el último. «No hay intimidad, como puedes ver». Mientras nos acercábamos señaló con el dedo la entrada del parque, ansioso por enumerar los defectos de Blantyre Lodge antes, incluso, de cruzar el umbral de la puerta: había unos postes que debería subir y bajar cada vez que entrara o saliera del parque con el coche. El salón y el dormitorio no tenían una forma regular; a ambos les faltaba un ángulo, como si hubieran recortado el espacio con un triángulo.

—Prefiero ser honesto —dijo Malcolm—. Puedes verlo por ti misma.

—Lo que busco es justamente lo contrario a la intimidad —repuse yo—. Me parece perfecto que la gente pueda verme y yo pueda verlos a ellos.

Me sorprendí ante mis propias palabras; no sabía si era verdad o lo contrario de lo que realmente sentía. Recuerdo haber pensado que, si era invisible, nadie podría ayudarme en caso de necesidad.

—Puedes poner unas bonitas cortinas semitransparentes —dijo Malcolm.

Me estremecí, imaginándome caras ocultas tras una gruesa tela blanca. La cara de «él» y la de «ella».

—No —dije, muy convencida, asegurándome de que Malcolm me oyera. Dudo que a él le importara, pero necesitaba imponer mi punto de vista—. Quiero ver el parque, ya que va a ser mi jardín.

Me gustaba compartirlo con los niños, la gente que salía a correr y los paseantes. Un jardín del que no tendría que ocuparme pero que siempre estaría bien cuidado porque era un parque público; una hermosa zona verde que no estaba apartada ni cerrada. Era ideal.

—El último inquilino puso unos enormes biombos japoneses —explicó Malcolm, que al parecer no había oído lo que le acababa de decir—. Ya sabes, de esos que la gente suele usar para desnudarse y vestirse. Colocó uno delante de cada ventana.

—No pienso tapar las ventanas con nada —insistí, pensando que debería quitar las cortinas en el caso de que las hubiera. Había visto dos grandes lámparas cuadradas en el lado de la casa que daba al ancho camino que dividía el parque por la mitad—. ¿Se encienden automáticamente cuando empieza a oscurecer? —pregunté.

«Entonces, incluso cuando no haya luz natural, se verán los colores». De noche, todas las ventanas de la casa se convertirían en una naturaleza muerta de árboles, plantas y flores: un derroche de intensos rojos, verdes y violetas bañados por una luz dorada. Quienquiera que se ocupara del parque, sabía lo que se hacía, pensé, admirando los cardos y las astilbes que rodeaban un enorme formio rosa.

—¿Cuándo podría mudarme? —pregunté.

—Veo que te gusta. ¿No quieres echar un vistazo al interior? —dijo Malcolm, echándose a reír.

Yo negué con la cabeza.

—Es la casa que estaba buscando —contesté, parándome para sacar una fotografía mental de la pequeña construcción que tenía frente a mí, con el techo cubierto por completo por las hojas de parra virgen, ligeras como una pluma.

Podría haberme quedado ahí contemplando la casa durante horas. En mi imaginación, relacionaba su acogedor aspecto con la sensación de estar mejor. Había sido la visión de algo hermoso —un cuadro— lo que había removido algo en mi interior, haciéndome comprender que, si yo lo deseaba, podría reconciliarme con el mundo. Blantyre Lodge no era ninguna obra de arte; era un sitio donde vivir: una casa funcional, que era lo que yo necesitaba. Aunque, en mi opinión, también era un lugar hermoso, y en aquel momento sentía que todas las cosas bonitas que veía y con las que sentía afinidad —en cuanto parte de mi espíritu, aunque suene muy pretencioso— suponían un paso más hacia mi recuperación.

Esa fue la razón de que me quedase quieta y siguiera mirando, a pesar de que Malcolm ya había empezado a alejarse sin esperarme: siempre que experimentaba esa sensación de dar un paso adelante pensaba, de una forma perversa, que no había ninguna prisa. Podía permitirme dedicar unos segundos a disfrutar de aquel momento.

No me he sentido así desde aquel día en Londres. Los cuadros que hay en las paredes, que he tardado tanto tiempo en reunir; todas las pequeñas esculturas de alambre y de madera tallada; los objetos de cerámica, y las formas abstractas de metal con las que he llenado la casa, ya no me bastan. Hasta que no sepa qué le ocurre a Aidan, hasta que no resuelva ese problema, nada marchará bien.

Cuando me agacho para coger el mando a distancia, se abre la puerta de la calle. Es él. Lleva los zapatos que tardaron dos años en confeccionarle —una de las primeras anécdotas que me contó— y la chaqueta negra, la única que tiene, con dos parches brillantes en los hombros: le da el aspecto de alguien que se gana la vida vaciando cubos de basura o que lo hacía antes de que todo el mundo llevara chalecos fosforescentes para hacer cualquier tipo de servicio público.

Estoy a punto de decir algo cuando me percato de que ha visto lo que tengo en la mano. Se acerca y me quita el mando a distancia.

—Ya basta —dice, y parece que esté hablando del futuro: no me dejará volver a ver nada. Pulsa un botón y la pantalla se vuelve negra.

La gente no vería el monitor y el vídeo VHS que hay encima de la puerta si entraran en casa y se dirigieran hacia alguna de las habitaciones sin darse la vuelta; bueno, puede que los vieran al salir. En cualquier caso, aquí no entra nadie, salvo Aidan, Malcolm y yo. Es una idea extraña: el responsable de parques y jardines de Culver Valley podría dibujar mi casa de memoria, mientras que mis padres nunca la han visto y nunca la verán.

—Ha vuelto —le digo a Aidan—. Esta mañana. Se paseaba por el camino y observaba la casa, como de costumbre.

—Pues claro que ha vuelto. Saca a pasear al perro por el parque. Déjalo ya.

Tiene una expresión de dolor en el rostro. No es de esto de lo que quiere hablar conmigo.

—¿Dónde has estado? —pregunto.

—En Manchester —responde, mientras se quita la chaqueta—. Jeanette tenía algunas piezas que había que volver a enmarcar. Era un trabajo que debía hacer allí.

«Se ha quitado la chaqueta. Eso significa que se queda».

—Esto parece el polo norte —dice—. ¿Se ha vuelto a estropear la caldera?

Me quedo mirándolo, deseando creerme su historia. Jeanette Golenya es la directora de la galería de arte Manchester City. Aidan ya ha ido a verla en otras ocasiones, algunas solo y otras conmigo. De Spilling a Manchester hay unas tres horas de trayecto, pero Jeanette no tiene ningún problema en hacerse cargo del viaje y el alojamiento. Aidan es el único restaurador de marcos que conoce que se toma en serio su trabajo. Es el mejor en su especialidad. Me lo dijo el mismo día que nos conocimos.

—Puedes preguntárselo a ella si no me crees —sugiere.

—¿Por qué no me has llamado? Me estaba volviendo loca.

—Lo siento —dice, estrechándome entre sus brazos—. Antes de salir para Manchester fui a la policía —me susurra al oído, con voz temblorosa.

Es como si me hubiera dado contra una pared, tal es el shock.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

Me suelto y, mirándole a los ojos, veo que algo ha cambiado en él. Parece… No sabría cómo decirlo. Tranquilo. La guerra silenciosa que ha librado interiormente desde aquel día en Londres ha terminado. Me preparo mentalmente para lo que va a decir a continuación. No quiero que cambie nada.

«Entonces, ¿por qué estuviste esperando a Charlie Zailer frente a la comisaría de policía?».

—Tarde o temprano habrían dado conmigo. Siempre lo hacen. No podía soportar la espera, por eso fui a verlos.

—Y yo también —le espeto.

No puede enfadarse. Él ha hecho lo mismo.

—¿Fuiste a la policía?

Podría contarle que estuve esperando a Charlie Zailer, pero decido no hacerlo. Sería como confesar una relación ilícita.

Aidan sonríe. Le brillan los ojos, como siempre cuando la rabia o cualquier otra emoción se apodera de él.

—Entonces me crees —dice—. Por fin. Crees que la maté.

—¡No!

—Sí, de lo contrario no habrías acudido a la policía.

—No. ¡No! ¿Qué está ocurriendo, Aidan? —digo, entre lágrimas—. ¿Cómo puedo creer que la mataste si la he visto con mis propios ojos, sana y salva?

No contesta.

—¿Qué te dijo la policía? —pregunto.

—Lo mismo que a ti. Ayer vino a verme un subinspector, Simon Waterhouse…

—¿Ayer? ¿Aquí, estás diciendo que vino aquí? —Debió de ser cuando yo estaba en el taller, tratando de hacer el trabajo de dos personas, buscando una foto de Mary Trelease hasta en el último rincón—. Pensaba que ayer estabas en Manchester.

Tras una pausa muy larga, Aidan dice:

—No trates de pillarme, Ruth.

Ni siquiera intenta conciliar lo que me está diciendo con la mentira que me ha contado hace un momento.

Sé que no debería insistir, pero no puedo evitarlo.

—¿Dónde está el cuadro? ¿Qué has hecho con él? ¿Dónde estuviste anoche? ¿En casa de Mary?

Aidan se queda lívido, el rostro inmóvil.

—¿Crees que podría ir allí aunque quisiera? Si pudiera, borraría ese tugurio de la faz de la tierra.

Yo tampoco podría ir. Anoche estuve esperando a Aidan en el taller, pero al ver que no regresaba, decidí volver a Megson Crescent. A las dos y media de la madrugada cogí el coche, pisando el embrague con el talón del pie dolorido, y me dije que tenía que ir a casa de Mary. Ya lo había hecho antes, y cuando haces algo una vez, puedes volver a hacerlo. Pero no pude. Cuando doblé por Seeber Street y vi la verja destrozada del parque de Winstanley delante de mí, con los columpios, el tiovivo y el tobogán que llevaban años sin pintar, pisé a fondo el freno con el pie que no me dolía. Tuve que dar la vuelta y volver a casa. Aunque las posibilidades eran infinitesimales, no podía arriesgarme a encontrar a Aidan en casa de Mary. No lo habría soportado.

—¿Por qué iba a volver al lugar donde la maté? —me pregunta, con el rostro contraído por el dolor—. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Pero… ¿ese policía no te dijo que ella no estaba muerta? ¿Que la ha visto y ha hablado con ella? —pregunto, consciente de que estoy empezando a perder el control de la situación. Últimamente he tenido la misma sensación tan a menudo que casi he olvidado que se puede sentir de otro modo.

—Sí, me lo dijo. —Aidan empieza a pasear por el salón—. La persona a la que vio, sea quien sea, dijo que no me conocía, que nunca había oído hablar de mí.

—¿Qué significa «sea quien sea»? —Me siento invadida por una fría oleada de pánico—. ¿Es que no comprobó si…?

—Ella le enseñó el pasaporte y el permiso de conducir. La mujer con la que habló ese policía era Mary Trelease. La descripción que me dio coincide con la yo le hice, punto por punto.

—Aidan, yo…

—En fin, eso es todo. —Habla en un tono de voz forzado, demasiado alto—. No me creen. En lo que a ellos respecta, el asunto está zanjado. —Suelta una risa que también suena forzada, como burlándose de sí mismo—. Nadie vendrá a detenerme en plena noche ni me meterá en la cárcel. Deberíamos celebrarlo.

—Aidan…

—Un triple brindis a mi salud. —Se inclina sobre mí, y una gota de su saliva me cae en la cara—. ¿Por qué no descorchas una botella de champán? No todos los días tu novio sale impune de un asesinato.

No conocí a Aidan por casualidad. Lo planeé, aunque para poner en marcha el plan tuve que hacer acopio de toda mi autodisciplina. El 2 de agosto del año pasado me levanté y, después de ponerme una camiseta, unos vaqueros y las chanclas que calzaba todos los días desde hacía dos meses, cogí el coche sin darme tiempo para cambiar de opinión.

Guardaba sus señas en el bolsillo de los pantalones, escritas en el dorso de un recibo. Sabía dónde estaba Seed Art Services, no necesitaba leer la dirección, pero el hecho de llevarla escrita, negro sobre blanco, en un papel, hacía más difícil resistirme a lo que debía hacer. Mis libros lo llamaban «prescripción positiva». Había puesto en práctica la técnica en un par de ocasiones y parecía funcionar.

Tras aparcar el coche al final de Demesne Avenue, donde empieza el camino de tierra que discurre junto al río, avancé bajo los árboles, contando mis pasos para no pensar en lo que estaba a punto de hacer. Había llegado a cuarenta cuando me encontré frente al pequeño edificio de techo plano y ladrillo gris con un gran portón cuya madera, combada en la parte inferior, tenía el aspecto de una falda de volantes. El portón estaba ligeramente entreabierto; dentro había dos enormes goznes metálicos y dos cerrojos aún más grandes y oxidados; la herrumbre que los cubría les daba el aspecto de una especie exótica de musgo de color castaño. Si hubiese estado cerrado, no sé si me habría atrevido a llamar.

Saul Hansard, mi jefe en la Galería Spilling hasta dos meses atrás, me había asegurado que a Aidan le encantaría conocerme. Me lo habría podido repetir miles de veces, pero yo no lo habría creído. Allá donde iba, me sentía rechazada. Me quedé mirando el portón abierto mientras escuchaba la música que provenía del taller: «Madame George», de Van Morrison. Llamé y esperé, sintiendo el corazón en la garganta. Eché un vistazo al interior a través del largo cristal rectangular montado sobre una estructura de PVC que había a mi derecha, la única ventana, por lo que podía ver. Ocupaba por completo uno de los lados del edificio. A través de ella vi algunas luces de neón, un suelo de cemento y docenas de tablas de madera, algunas sin pintar y otras barnizadas, apoyadas contra la pared. También había dos mesas enormes, una de ellas cubierta con lo que parecían telas de terciopelo de distintos colores y una radio pequeña con la antena manchada de pintura. En la segunda mesa había un gran rollo de papel marrón, tijeras, un par de pinzas, un cuchillo, un montón de catálogos apilados, unos cuantos botes de cola y pintura.

Pero no había ni rastro de Aidan Seed.

A pesar del calor que hacía, me estremecí; estaba agitada, sentía náuseas y tenía los nervios de punta. ¿Por qué no ocurría nada? ¿Dónde estaba él? Con un espasmódico deseo de salir corriendo, me dije que tenía la excusa perfecta. Si llamaba y no aparecía nadie, ¿qué se supone que debía hacer? No podía entrar sin que me hubieran invitado a hacerlo. Cerré la mano con fuerza en torno a las llaves del coche. Moví los dedos de los pies, dispuesta a irme a toda prisa en cuanto me diera permiso para hacerlo. «Venga, vete». No volvería a poner el pie en un taller de marcos en toda mi vida. Podría irme y nadie se enteraría. Aidan Seed, fuera quien fuese y estuviera donde estuviese, nunca sabría que había estado allí.

«Pero Saul Hansard lo sabía».

Me quedé donde estaba y llamé de nuevo, más fuerte y con más insistencia. Saul no se olvidaría del asunto y yo no quería que me mandara más mensajes; estaba harta de esa preocupación propia de un padre. Me avergonzaba el mero hecho de pensar en él. Tenía que convencerlo de que yo estaba bien y solo había una forma de hacerlo.

«Esa es una razón negativa. Piensa en otra más positiva».

«Si llego al fondo de esto —me dije—, si me armo de valor y le pido trabajo a Aidan Seed, volveré a ganar dinero. Podré quedarme en Blantyre Lodge y comprar más cuadros para colgar en las paredes». Necesitaba poder hacer esas cosas. El libro que en aquel momento tenía en la mesita de noche se titulaba ¿Y si todo marcha bien? La publicidad prometía que me ayudaría a tomar decisiones basadas en la esperanza, no en el miedo.

Volví a llamar. Esta vez, una voz masculina, grave e impaciente, gritó: «Ya voy», como si fuera la enésima vez que lo repitiera a un cliente poco razonable. Aidan apareció en el umbral de la puerta, sosteniendo una raída toalla azul. Sus ásperas manos estaban rojas y húmedas; seguramente acababa de lavárselas, frotándolas enérgicamente.

—¿Sí? —dijo, mirándome de arriba abajo.

El recuerdo más vivido de aquel día es la sorpresa que sentí al verlo. No se debía a su atractivo, aunque me pareció muy guapo. «Es él», pensé. Nunca lo había visto hasta entonces, pero me di cuenta de que era el hombre adecuado, aunque no habría sabido decir exactamente para qué. Lo único que sabía es que quería que se quedara allí, y que yo quería estar allí con él todo el tiempo posible.

—Estoy ocupado —dijo Aidan—. ¿Quería algo?

El shock que experimenté al verlo casi me había hecho olvidar el motivo de mi visita.

—Esto… Saul Hansard, de la Galeria Spilling, me dijo que estaba buscando a alguien para trabajar con usted —murmuré.

Me fijé en los parches brillantes que tenía en los hombros de la chaqueta negra y en la barba que le crecía en el mentón y encima del labio. Tenía el pelo tan oscuro que casi parecía negro. Una cicatriz formaba una pequeña cruz asimétrica con la línea de su labio superior, cortando en diagonal por la mitad la barba de tres días. Cuando se acercó, vi que tenía los ojos de color azul oscuro, con vetas grises en torno a las pupilas. Supuse que tendría cuarenta y pocos años.

Él también me examinaba con atención.

—No estoy buscando a nadie —dijo.

Fue un golpe bajo.

—¡Oh! —dije, apenas sin voz.

—Eso no significa que no necesite a alguien. Lo que pasa es que no he tenido tiempo de buscar. He estado muy ocupado.

—Entonces…, es posible que le interese…

Me señaló el taller.

—No puedo arreglármelas solo —dijo, como si yo le hubiese dicho que pudiera hacerlo—. ¿Está buscando trabajo?

—Sí. Podría incorporarme de inmediato.

—¿Sabe enmarcar?

—Yo…

La pregunta me había dejado anonadada, pero hice todo lo posible por no demostrarlo. No sabía enmarcar —mientras estuve trabajando con Saul no había enmarcado ni un solo cuadro—, pero tenía la sensación de que decir «no» sería una respuesta incorrecta. Estaba tan ansiosa por seguir hablando con Aidan como hacía unos instantes lo había estado por salir de allí. No podía dejar que me invitara a irme. Me asustaba sentir aquel irracional deseo de estar con un extraño que no me debía nada.

—Ahora mismo no tengo trabajo —dije—. Trabajaba con Saul en la Galería Spilling, pero no me dedicaba a…

—¿Cuánto tiempo estuvo allí?

—Casi dos años.

—Bien —repuso él.

¿Me estaba sonriendo de verdad o era una sonrisa irónica?

—¿Qué opina del trabajo de Hansard? ¿Cree que es bueno enmarcando?

—Yo… No lo sé. Yo…

«Seguramente los métodos de trabajo de un enmarcador serán muy parecidos a los de cualquier otro», pensé. Una vez más, me dije que aquella no era la respuesta correcta, de modo que me quedé callada.

—¿Le enseñó el oficio? —preguntó Aidan.

—No. A decir verdad, nunca enmarqué un cuadro. —Mejor reconocerlo de entrada a que lo descubriera por sí mismo, pensé—. Era Saul quien lo hacía. Yo me ocupaba de la parte administrativa: contestaba el teléfono, me encargaba de las ventas…

—¿Nunca enmarcó un cuadro en dos años?

Negué con la cabeza. Aidan volvió la suya hacia el taller.

—Si le digo que pase ahí dentro y que se ponga manos a la obra, ¿sabría lo que tiene que hacer?

—No.

Se apartó el pelo de los ojos con el brazo derecho, manchado de pintura.

—En tal caso, no creo que me pueda resultar útil. Yo me dedico a enmarcar y lo que necesito es una persona que también sepa hacerlo. Para enmarcar más cuadros —dijo, muy despacio, como si yo fuera tonta.

—Puedo aprender —le dije—. Aprendo deprisa.

—Usted es recepcionista, y no es eso lo que necesito. Hansard no escucha cuando le hablan. No me sorprende, teniendo en cuenta que siempre tiene mil cosas en la cabeza. Usted ya debe de saberlo, puesto que ha trabajado con él.

¿Me estaba poniendo a prueba? No tenía ninguna intención de ser desleal a Saul; siempre me había tratado muy bien.

—No se pueden enmarcar cuadros y dirigir una galería de arte al mismo tiempo —dijo Aidan—. Hansard siempre mete mucha carne en el asador y acaba arruinándolo todo. Por eso le he preguntado qué opinaba de él como enmarcador. He visto su trabajo… Es una chapuza. No usa el adhesivo sin ácido ni papel de pergamino.

Debió de ver mi expresión desorientada, porque lanzó un largo suspiro y dijo:

—La esencia de la restauración de marcos consiste en que cualquier intervención sea reversible. Tienes que poder deshacer todo lo que haces para, al final, conseguir que el cuadro esté tal y como estaba antes de ser enmarcado, por mucho tiempo que haya transcurrido. Eso es lo primero que hay que aprender.

—¿Quiere decir que…?

Parecía que me estuviera ofreciendo un empleo, a menos que le hubiese malinterpretado por completo.

—¿Usted es Ruth, verdad?

Sentí desvanecerse mi confianza, como si tuviera un agujero en la boca del estómago, y recordé el último mensaje que me había dejado Saul en el buzón de voz. «He hablado maravillas sobre ti. Aidan no te dejará escapar si sabe lo que le conviene».

—¿Por qué quiere trabajar aquí?

¿Me estaba haciendo una entrevista de trabajo?

—Ya sé que suena cursi, pero me encanta el arte. —Hablé a toda prisa para disimular los nervios—. No hay nada que sea más…

—Por lo que he oído, es usted un peligro —objetó Aidan, con voz dura y fría—. Sacó de sus casillas a un cliente de Hansard y le hizo perder un negocio muy lucrativo.

Traté de calmarme.

—¿Quién le ha contado eso?

—Hansard, ¿quién si no?

No tenía ninguna razón para mentirme. Me sentí invadida por una rabia que no sabía de dónde había surgido y que me aplastó con todo su peso. Saul me había animado a presentarme allí sin contarme que me había dejado mal, saboteando mis posibilidades. Bajé los ojos y me quedé mirando el sucio suelo de cemento, humillada, intentando contener mi rabia. Aquel incidente no era algo aislado: en mi cabeza era como un imán que atraía, como si fueran archivos metálicos, los recuerdos de todos los momentos horribles que había vivido hasta entonces. El mismo horror en distintas encarnaciones. Después de todo lo que había pasado, no había ninguna sensación desagradable que me resultara ajena. Ya las había experimentado todas, las identificaba como si fueran parientes cada vez que me hacían una visita.

—Discúlpeme si le he hecho perder el tiempo —dije, haciendo ademán de irme.

—No encaja muy bien las críticas, ¿verdad?

Su tono sarcástico hizo que tuviera ganas de matarlo. Si no hubiera estado furiosa con Saul, no me habría atrevido a hacer lo que hice a continuación. La mayor parte de la palabra valor proviene de la rabia. ¿En qué libro había leído eso? Me di la vuelta y me dirigí hacia Aidan, contando mis pasos.

—La esencia de pedir un trabajo a alguien que se dedica a restaurar marcos es su reversibilidad —dije, en un tono de voz deliberadamente pomposo—. Debes poder deshacer todo aquello que haces. En lo que a mí respecta, deshago mi solicitud de trabajo y el hecho de haber venido aquí. Adiós.

Volví corriendo hasta el coche, pero esta vez Aidan no me llamó. Me senté en el asiento del conductor y, sin dejar de jadear, cerré la puerta. Traté de hacerme un lavado de cerebro: me había equivocado con Aidan. No había visto nada en él, nada en absoluto. Y también me había equivocado con Saul: había creído que se preocupaba por mí, pero me había echado a las fieras.

¿Adónde más podía ir? ¿Qué podía hacer? Nada que tuviera que ver con cuadros y artistas, o con una galería. El círculo artístico de Spilling era muy reducido; aquella última humillación me había abierto los ojos de la manera más dolorosa. Si Saul se lo había contado a Aidan, ¿a cuántos más se lo habría dicho? Podría irme a Londres, pero entonces tendría que renunciar a esa casita que tanto me gustaba. Algo me decía que, si perdía eso, lo perdería todo.

Podría conseguir esa clase de trabajos que consigue cualquiera: de camarera en un restaurante de comida rápida o limpiando baños. Aunque me planteé la posibilidad, sabía que no podría hacerlo. Por mucho que necesitara el dinero —y lo necesitaba urgentemente—, no era de esa clase de personas que harían cualquier cosa para ganarlo. No veía el motivo para seguir viviendo solo por el placer de hacerlo; si no era capaz de hacer algo que me importara, prefería no hacer nada en absoluto.

Puse en marcha el motor, pero volví a apagarlo. Asfixia por monóxido de carbono. Seguramente sería la forma más fácil, pensé. Después de todo, tenía coche, y ahora estaba dentro. Si tuviera un tubo de goma, podría hacerlo allí mismo y acabar de una vez por todas.

Mi mente empezó a vagar sin rumbo fijo. Pensé en «él» y en «ella», pero por una vez sin roces. Ociosamente, me pregunté si, poniendo fin a mi vida, alteraría el equilibrio de la culpa entre nosotros. Estaba harta del sentimiento de culpa, de acumularla por completo para luego distribuirla entre todos. Alguien habría podido hacer mediciones precisas y minuciosos cálculos para su equitativa distribución.

Un golpe que sonó cerca de mi cabeza me hizo dar un brinco. Tenía la visión borrosa. Me sentía mareada, y de entrada no pude ver qué había fuera. Entonces reconocí a Aidan: estaba golpeando la ventanilla. «Qué raro», pensé. Me había olvidado casi por completo de él en pocos segundos; se había esfumado, junto con el resto del mundo que me disponía a abandonar. No presté atención a sus golpecitos.

Entonces, Aidan abrió la puerta del coche.

—¿Qué le pasa? —preguntó—. Tiene un aspecto horrible.

—Déjeme en paz.

—¿Se encuentra bien? ¿Necesita ayuda?

Lo que necesitaba era tomar algo. No había comido ni bebido nada en todo el día; estaba demasiado nerviosa. Pensé en una taza de té caliente, en una burbujeante coca-cola, o incluso sin burbujas. Me eché a llorar. ¿Cómo podía desear morir y al mismo tiempo tomarme una coca-cola sin burbujas?

—Soy una imbécil que solo comete estupideces —dije.

—Ya me hablará más tarde de su currículum —repuso él—. Oiga… No tiene que tomarla con tipos como yo. Mis técnicas de entrevistas de trabajo son un poco anticuadas. Nunca he tenido a nadie trabajando conmigo; siempre me las he arreglado solo. —Se encogió de hombros—. Si aún quiere el trabajo, es suyo.

—No lo quiero —susurré, tratando de secarme las lágrimas.

Aidan se puso en cuclillas junto al coche.

—Ruth. Hansard no me ha hablado mal de usted. Todo lo contrario. Lo único que dijo es que, sin querer, ofendió a un cliente habitual, pero era un cliente que él se alegró mucho de quitarse de encima. Si alguien tan bondadoso como Saul Hansard dice algo así… Mire, todos tenemos clientes que son una auténtica pesadilla. Hansard, yo… Cualquier enmarcador se lo diría. Hay algunos que no son capaces de decidirse y dejan que lo hagas tú en su lugar, pero después, una vez has terminado el trabajo, te dicen que no les gusta. Los que más odio son los neuróticos que ven motitas de polvo detrás del cristal y te obligan a desmontarlo para limpiarlo; tienes que volver a enmarcar el cuadro, pero no te pagan el trabajo extra.

Sentía que me faltaban las fuerzas; las manos, agarradas al volante, estaban húmedas, y la cabeza me daba vueltas. Aidan se dio cuenta.

—¿Qué le ocurre? ¿Necesita que la lleve a un hospital?

—Estoy bien —repuse, tratando de animarme—. Solo estoy cansada, hambrienta y muy sedienta. Voy a volver a casa y…

—De eso nada. No está en condiciones de conducir. Usted se viene conmigo.

Me ayudó a salir del coche, sosteniéndome con ambos brazos. Cuando me tocó, sentí un estremecimiento, como una descarga eléctrica. Me dio la vuelta y, después de colocarme en la dirección correcta, avancé tambaleándome hacia el taller, apoyándome en él.

—¿Tiene coca-cola sin burbujas? —murmuré entre los cabellos que me tapaban la cara. Me eché a reír como una histérica—. Mi técnica para las entrevistas de trabajo es aún peor que la suya. Mire cómo me presento a pedir un empleo.

—Ya se lo he dicho: el trabajo es suyo.

—No lo quiero.

—Pues claro que lo quiere —repuso él amablemente. Cuando llegamos a la entrada del taller, se detuvo y me miró—. Lo quiere y lo necesita. Y no estoy hablando solo de dinero.

—Yo no…

—Soy el mejor en mi campo. Le conviene trabajar conmigo. Y también soy obstinado. ¿Ve estos zapatos? —Bajé los ojos hacia sus pies—. He esperado dos años para tenerlos. Alguien me recomendó a un tipo de Hamblesford que los hace a medida; un auténtico artesano. Cuando fui a verlo, me dijo que tenía una lista de espera de dos años. Le di mi nombre y esperé. Habría podido ir a cualquier zapatería y comprar una porquería fabricada en serie, pero no lo hice. Esperé dos años porque sabía que iba a tener lo mejor. En los zapatos que llevaba se filtraban el agua de la lluvia, la nieve y el barro, pero aun así esperé. —Por un instante, Aidan pareció avergonzado, pero luego prosiguió—: Hansard me dijo que usted era la mejor. Como enmarcador es un asco, pero en lo que respecta a la gente, me fío de él.

En aquel momento hice el comentario más tonto que se me podía ocurrir:

—Lástima que su zapatero no tuviera algún duende que le echara una mano.

Aidan ignoró por completo mi observación. Puede que de niño nunca leyera Los duendes y el zapatero.

—¿Qué me estaba diciendo antes sobre el arte? —preguntó.

—Nada.

—Había empezado a decir: «No hay nada que sea más…».

—Le parecerá una estupidez.

—¿Y? —repuso él, impaciente—. Quiero saberlo.

—Soy una… especie de obsesa del arte —le dije, sonrojándome—. Por eso empecé a trabajar con Saul.

Aidan entornó los ojos.

—¿Es usted pintora?

—No, en absoluto. No tendría nada que hacer.

Él asintió con la cabeza.

—Muy bien, porque lo que necesito es alguien que sepa enmarcar.

Cruzamos el taller, que era un auténtico caos, hasta una habitación que había en la parte de atrás, más caótica si cabe. Inspeccioné rápidamente la cama sin hacer y los montones de ropa, libros, CD y vasos y platos sin lavar. Tuve que silenciar la voz que, dentro de mi cabeza, decía: «Lo comprendería si tuviera veinte años, pero ya tiene más de cuarenta». Era la clase de comentario que habría hecho mi padre, y yo no quería compartir nada con él, ni siquiera una opinión sobre algo trivial.

Me llegó un olor de jabón o de gel afrutado. Eché un vistazo a la habitación, buscando un cuarto de baño, pero no vi ninguno.

Puede que estuviera en la otra parte del taller. Estaba a punto de preguntárselo a Aidan cuando me quedé mirando las paredes, y en cuanto lo hice no podía creer que hubiese tardado tanto en fijarme en la única cosa realmente extraña que tenía aquella habitación. En tres de las cuatro paredes estaban colgados lo que imaginé que serían algunos trabajos de Aidan: unos marcos muy extravagantes —uno de ellos tenía labrada una corona en uno de sus extremos— junto a otros más vulgares de madera clara y oscura, planos o ligeramente curvados.

Una cosa sí resultaba realmente sorprendente: en ninguno de los marcos había nada.

Aidan estaba agachado frente a una pequeña nevera.

—¿Te apetece un bocadillo de queso? —me preguntó—. Me temo que no te queda otra elección. Ah, también tengo zumo de naranja —dijo, como si eso lo asombrara. Cuando se levantó, se dio cuenta de que estaba observando los marcos—. Ya te dije que soy el mejor. —Cruzó la habitación y empezó a señalar los marcos—. Este es de estilo palatiano, con los ángulos hacia fuera —dijo—. Está inspirado en la forma de un templo griego. Y este es de un estilo que llamamos óvolo-y-pinza. ¿Ves el diseño?

—¿Por qué no hay nada en los marcos? —pregunté, sin pensarlo—. ¿Por qué has enmarcado… el vacío?

Sus rasgos se endurecieron.

—Estos tienen un gran valor para los coleccionistas —me explicó—. No es «el vacío»; es una cartulina negra. Es una provocación; el artista quiere hacerte reflexionar. —Torció los labios y acto seguido soltó una carcajada—. Te estoy tomando el pelo; solo son fondos de cartón.

No me gusta que se burlen de mí. Una vez acabada la broma, no se molestó en darme una explicación. No supe por qué colgaba marcos en la pared sin nada en su interior, aunque, a decir verdad, tampoco me importaba demasiado. Estaba tan hambrienta que me costaba pensar con coherencia. Y también me preocupaba que mi aliento apestara. No recordaba si me había lavado los dientes.

Allí, en aquella habitación que era donde Aidan vivía, la evidencia de haberme abandonado hasta ese punto durante los dos últimos meses me golpeó como un puñetazo en el estómago. ¿Qué me estaba pasando para permitir que ocurriese? Habría podido reaccionar de otro modo. Mejor.

—¿En qué estás pensando? —me preguntó Aidan, cortando un poco de queso con un cuchillo manchado de pintura.

—En nada —me apresuré a responder.

—No es verdad.

Puesto que no había contestado a mi pregunta sobre los marcos, no tenía por qué responder a la suya. Y él lo sabía tan bien como yo.

Me tendió el bocadillo y el zumo de naranja. Me senté en el suelo, con las piernas cruzadas, y di un bocado. Sabía a gloria.

—¿Quieres otro? —preguntó Aidan, viéndome devorar el bocadillo como si nunca hubiese comido en mi vida.

Asentí con la cabeza.

—¿Te apetece contarme por qué dejaste el trabajo con Hansard?

—No hay nada que contar. Una pintora trajo uno de sus cuadros para enmarcarlo; le pregunté si podía comprárselo, pero ella me dijo que no, que no estaba en venta —dije, en un tono de voz neutro—. Le pregunté si podría comprar algún otro cuadro suyo, pero me dijo que ninguna de sus obras estaba en venta.

—Eso es absurdo —dijo Aidan, dándome la espalda, mientras rebuscaba nuevamente en la nevera—. ¿Un artista que no quiere vender sus cuadros? Es la primera vez que lo oigo.

Sentí un escalofrío. Era absurdo. Como tener marcos vacíos colgados en la pared, sin ningún cuadro en ellos.

—¿Y bien? ¿Qué pasó? —preguntó Aidan.

—Dijo que la había acosado.

Tomé un sorbo de zumo de naranja, esperando que Aidan se olvidara del asunto.

—Parece algo que puede ocurrir todos los días en el trabajo —comentó—. ¿Por qué te fuiste? Hansard te echó la culpa, ¿verdad?

Parecía estar suponiendo lo que ocurrió. «Saul no se lo ha contado».

Aidan me pasó otro bocadillo de queso. El pan tenía las marcas de sus dedos, el índice y el pulgar. Me miró de arriba abajo, con el ceño fruncido.

—Tienes que aprender a ser fuerte —dijo—. No irás a presentarme tu dimisión en cuanto se presente un artista que sea un capullo, ¿verdad?

Seguí comiendo para no tener que responder.

—Hay algo que no me has contado —dijo Aidan, mirándome fijamente—. Tengo razón, ¿verdad?

Asentí con la cabeza. Por un instante me pareció que estaba a la defensiva, incluso alarmado.

—Tú eres como yo —dijo—. Lo supe en cuanto te vi. Por eso te he hecho pasar un mal rato. —Posó una mano sobre mi hombro—. Tranquila, no voy a volver a preguntártelo.

Se quedó mirando los marcos vacíos de la pared, como si estuviera haciendo un pacto de silencio con ellos.

Cuando se volvió, yo le estaba sonriendo. Me devolvió la sonrisa. Ahora que habíamos establecido las normas básicas, ya podíamos relajarnos. A partir de aquel momento, hablamos de arte, de marcos…, de cosas de las que nos apetecía hablar. Aidan empezó a desvelarme inmediatamente, mientras yo aún estaba comiendo, los secretos de su oficio, todo lo que, según él, yo debía saber. Me explicó que todos los principios y las reglas del arte de enmarcar estaban basados en la arquitectura clásica. Sacó libros cubiertos de polvo de debajo de un montón de camisetas y vaqueros desteñidos y me mostró fotografías de marcos en forma de tabernáculo, trompe-l’oeil y cajas, explicándome las particularidades de cada uno de ellos. Criticó a la gente como Saul, que no estudiaba la historia del arte de enmarcar, cuyas bibliotecas sobre el tema eran mucho menos extensas que la suya, y contra todos los libros de arte con fotografías de cuadros sin enmarcar, como si flotaran sobre un fondo negro y el marco no fuera algo fundamental para la pintura.

Recuerdo que me impactó mucho su vehemencia, la evidente determinación de convertir mi cerebro en una réplica del suyo, de llenarlo con sus mismas ideas. Salvo las que omitió, evidentemente. No me contó, ni aquel día ni nunca, por qué tenía marcos vacíos colgados en la pared. Y yo tampoco le conté con detalle por qué había dejado mi trabajo en la galería de Saul. Le había contado la historia de modo que pareciera sencilla, aunque en realidad no lo era: mi reacción ante aquel cuadro, la convicción de que tenía que conseguirlo a cualquier precio, las estratagemas que empleé para convencer a su autora de que me vendiera alguna de sus obras, acosándola de tal forma que no le quedó otro remedio que arremeter contra mí…

Fue culpa mía. Una vez más, fue culpa mía.

Y, por supuesto, no le conté a Aidan lo más importante. En aquel momento no lo sabía, aunque lo descubrí unos meses después. La artista se llamaba Mary Trelease.