1/3/08
«Alguien tiene que decir algo», pensó Charlie. Un discurso. ¡Oh, Dios mío! Ya era demasiado tarde. Se le acababa de ocurrir en aquel mismo instante. No se había preparado nada y dudada mucho que Simon lo hubiera hecho. A menos que tuviera la intención de sorprenderla. «Por supuesto que no, tonta… No tiene ni idea del protocolo que hay que seguir en una fiesta de compromiso». Charlie se rio por dentro imaginándose a Simon golpeando su copa con un tenedor y diciendo: «Como no estoy acostumbrado a…». Qué mejor manera de empezar su supuesto discurso, teniendo en cuenta que la expresión «no estar acostumbrado a» podría haberla inventado Simon Waterhouse.
«Lo obligaré a hacerlo», se dijo Charlie, elaborando mentalmente una lista de posibles peligros. La fiesta había sido idea de Simon. «Lo obligaré a ponerse en pie delante de casi cien personas y a declarar su amor eterno por mí». Charlie dio la espalda al salón atestado de gente, al baile y a los gritos mezclados con las risas. ¿Qué derecho tenían los invitados a ser más felices que ella?
Llenó de champán las últimas copas que quedaban, levantó el mantel amarillo y se agachó para quitar de en medio las botellas vacías. Mientras estaba en cuclillas, junto a la pata de la mesa, deseó quedarse ahí para siempre o al menos hasta que la fiesta hubiese terminado. No quería volver a levantarse para atender a todo el mundo con una sonrisa de esta-es-mi-noche-especial.
Toda aquella gente no eran sus invitados ni los de Simon… En parte, aquel era el problema. Ninguno de ellos había ofrecido su casa para celebrar la fiesta de modo que todos, ellos dos, sus amigos, familiares y colegas —pagando, por supuesto— se habían reunido en el Malt Shovel de Hamblesford para la velada: era un pub que, por lo que Charlie sabía, no frecuentaba ni conocía ninguno de los presentes. Había sido el primero en contestar que sí cuando Charlie llamó por teléfono y preguntó: «¿Tienen un salón privado?». Demasiado ocupada para seguir buscando, decidió que serviría. Hamblesford era un bonito pueblo en cuyo centro había un parque, un monumento a los caídos y una iglesia. El Malt Shovel tenía unas ventanas llenas de tiestos con flores rojas y amarillas, la fachada de piedra blanca y el techo de paja. Estaba muy bien ubicado: con sus vistas sobre un arroyo y un puentecito, venía que ni pintado para la ocasión.
Porque aquella noche se trataba de aparentar. Simon no lo sabía, pero Charlie sí. No entendía por qué había insistido en celebrar una fiesta de compromiso; no era propio de él. ¿De veras quería que su relación fuera el centro de toda la atención? Al parecer, así era, y él no dijo nada cuando ella le preguntó por qué. «¿Es lo normal, no?». Eso fue todo lo que dijo.
No podía ser un intento de complacer a su madre. Kathleen Waterhouse apenas salía de casa, salvo para ir a la iglesia y a la residencia de ancianos donde trabajaba media jornada. Simon había tardado semanas en convencerla de que asistiera a aquella fiesta, y, cuando lo hizo, fue con la condición de quedarse solo una hora. ¿Sería cierto que se iría a las nueve en punto? Había llegado a las ocho, como Simon había dicho, del brazo de su marido, Michael, muy pálida, diciendo: «¡Oh, querido! No seremos los primeros, ¿verdad?». Simon y Charlie les demostraron efusivamente lo mucho que se alegraban de verlos, aunque ellos no reaccionaron con tanto entusiasmo. Ni siquiera les habían traído un regalo. Charlie esperaba al menos su enhorabuena, pero Kathleen, encogiéndose contra su marido como si quisiera fundirse con él, lo único que dijo fue: «Ya sabes que solo nos quedaremos una hora, ¿verdad, querida? ¿Te lo ha dicho Simon? No me gusta estar en un sitio donde la gente bebe y arma jaleo». Abrió unos ojos como platos al ver el montón de botellas y latas que había sobre la mesa, junto a la entrada. «De momento —pensó Charlie—, no estoy unida por el matrimonio a un abstemio convencido, pero dentro de poco eso va a cambiar».
Mientras hurgaba bajo la mesa, se dio cuenta de que había algo brillante junto a su brazo. Volvió la cabeza y vio un zapato dorado con un tacón tan alto que obligaba al pie que lo calzaba a doblarse en ángulo recto; el tobillo estaba cubierto de espray autobronceador.
—¿Te estás escondiendo? —Stacey, la mujer del subinspector Colin Sellers, golpeó con la pierna la espalda de Charlie y estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio—. ¡Mmm! —exclamó—. ¡Qué agradables son las burbujas! El regalo que te hemos traído Colin y yo te va encantar, ya lo verás.
Charlie lo dudaba. En su coche, Stacey había pegado un adhesivo que decía: «Pita si estás cachondo». En casi todo, sus gustos eran discutibles. Especialmente en cuestión de maridos: Colin Sellers se acostaba con Suki Kitson, una cantante, desde que Charlie lo conocía. Todo el mundo lo sabía, excepto la boba de su mujer.
Charlie esperó a que Stacey se fuera antes de levantarse. Echó un vistazo al reloj: las nueve menos cuarto. Faltaban quince minutos para que se cumpliera la hora que les había concedido Kathleen. Si los padres de Simon eran puntuales, tal y como habían prometido, podrían volver a subir el volumen de la música. Hasta entonces, apenas había conseguido escuchar el CD de Limited Sympathy que estaba sonando. Kathleen había pedido que bajaran el volumen, porque la música muy alta le provocaba migraña.
Charlie echó un vistazo al salón a través de los espacios que había entre los diversos grupos de cuerpos sudorosos, buscando a su futura suegra. «Puaj, ¡vaya idea!». El siguiente, aún peor, le llenó los ojos de lágrimas. «No es verdad. En realidad, Simon no quiere casarse conmigo. Se echará atrás en el último momento, justo antes de que sea demasiado tarde».
Y ella —se preguntaba, y no por primera vez—, ¿quería que fuese demasiado tarde? ¿Quería ver a Simon atrapado por su propia insensatez y porque no se conocía muy bien a sí mismo en un matrimonio que ella deseaba pero él no? Se clavó las uñas en la palma de la mano para poner fin a todas aquellas absurdas elucubraciones. Eran absurdas; por supuesto que lo eran. En lo que se refería a Simon, lo único que estaba más allá de toda duda era su inteligencia. Las personas inteligentes no proponían matrimonio una y otra vez si no tenían intención de casarse. ¿O sí?
«¿Acaso soy tan estúpida como Stacey?», se preguntó Charlie.
El salón privado parecía una sauna: era sórdido, con dos niveles y un papel pintado de color mostaza con un dibujo geométrico en forma de diamantes superpuestos y unas ventanas de guillotina de cristales grasientos y tan viejas que los marcos se estaban pudriendo. Todo el dinero que se habían gastado en el Malt Shovel en los últimos años se había invertido en la fachada. «¡Vivan las falsas apariencias!», pensó Charlie, levantando su copa en un brindis privado. Echó un vistazo para ver si localizaba a algún camarero del pub, alguien que pudiera apagar la calefacción.
Simon estaba junto a ventana, charlando con el subinspector Chris Gibbs y su esposa, Debbie. Charlie no conseguía cruzarse con su mirada. Trató de transmitirle telepáticamente la palabra discurso. Al ver que eso no funcionaba, lo intentó con la palabra padres. ¿Dónde se habían metido Kathleen y Michael? Estaba enfadada, convencida de que se preocupaba más por ellos que Simon. «Por favor, haz que estén enzarzados en una agradable conversación con alguien respetable». El inspector jefe Proust y su mujer, Lizzie, por ejemplo: en ese caso, el desastre no sería total. Sin embargo, era casi seguro que, en cualquier conversación, Proust, aunque no bebiera, haría algún comentario capaz de ofender a su interlocutor. Pero, cuando estaba con Lizzie, dejaba que fuera su esposa quien hablara, de modo que todo iba bien.
A Charlie le caía muy bien la mujer del inspector jefe. Lizzie era una mujer bajita, de pelo blanco y muy corto y rostro sorprendentemente lozano para alguien que dentro de poco cumpliría los sesenta. Era una mujer con los pies en el suelo, se relacionaba muy bien en sociedad y era más amante de la tranquilidad que del bullicio. Charlie se sentía un poco culpable por referirse a ella a sus espaldas como «la mujer de Muñeco de Nieve»; no le parecía justo hacer extensivo el alias de Proust a su esposa, cuya calidez era una de las pocas cosas capaces de descongelar el frío comportamiento de su marido.
Charlie vio a Giles y Lizzie Proust hablando con Colin Sellers junto a la mesa del bufé. Sellers estaba bastante borracho: tenía la cara roja y el rostro empapado en sudor. Proust se mostraba impasible, aunque eso no era nada inusual en Muñeco de Nieve. Las más de las veces tenía esa expresión en el rostro, incluso cuando no estaba delante de un hombre ebrio. Charlie estaba inquieta: algo, aunque no sabía qué, turbaba sus pensamientos. ¿Qué sería? Tenía que ver con Sellers… La mujer con la que había hablado el día antes, la que dijo llamarse Ruth Bussey. Charlie le había preguntado si había sido idea de Sellers que le contara aquella ridícula historia sobre su novio, el asesino de una mujer que no estaba muerta, una broma que sería revelada durante la fiesta. Y si…
Charlie no quería pensar en ella, fuera cual fuese su nombre. Tenía, de pies a cabeza, el aspecto de una chica inocente: pelo rubio y ondulado hasta la cintura, vaqueros desteñidos, camiseta con cuello de flores bordadas, unos zapatos terriblemente femeninos atados en torno al tobillo con una cinta. «No llevaba medias ni calcetines… No me extraña que no parara de temblar. A menos que eso también formara parte del numerito». Su mirada suplicante, aquel modo implorante de encoger los hombros… Charlie casi se había convencido de su sinceridad. Y además, en el bolsillo del abrigo que se había olvidado, había encontrado el recorte de un artículo sobre ella. Tuvo que sentarse y permanecer un rato con los ojos cerrados para ahuyentar el pánico. La noche anterior, entre preguntas y temores, apenas había pegado ojo.
Al oír la risa de su madre, se volvió. ¡Oh, no! Los padres de Simon estaban hablando con los suyos. Mejor dicho: los estaban escuchando. Kathleen y Michael Waterhouse, encogidos contra una pared de color verde bilis, se habían estrechado como si estuvieran haciendo frente a un ataque. El padre de Charlie, Howard Zailer, les estaba contando una de sus batallitas, y Linda, su madre, soltaba una de sus agudas y exageradas risitas cuando era conveniente. Los padres de Simon no se permitían ni un amago de sonrisa.
Charlie no podía mirar. Agarrada a su copa de champán, se abrió paso entre la multitud hacia la puerta que conducía a las escaleras. La vía de escape. Antes de abandonar el salón, se dio la vuelta y vio que Simon tenía la mirada fija en ella, aunque la apartó en seguida para asentir a algo que estaba diciendo Debbie Gibbs. Debbie iba muy elegante: llevaba un vestido largo negro de cuello alto que, a pesar de ser muy ajustado, no dejaba ver nada, y el pelo recogido en un moño. «Muchas gracias, un montón de malditas gracias», dijo Charlie entre dientes mientras bajaba a toda prisa las escaleras, derramando champán sobre su vestido. Sabía que Simon y ella eran los anfitriones; bueno, era un decir, ya que el dueño del Malt Shovel no lo era. Tenían que hablar un poco con todo el mundo, prestar más atención a sus amigos que el uno al otro, pero ¿le habría costado mucho dedicarle una sonrisa?
Salió a la calle. La noche era fría. Encontró un banco de piedra donde sentarse y empezó a sentirse muy bien tomando el fresco, aunque sabía que no tardaría mucho en helar. Acababa de encender un cigarrillo cuando oyó unos pasos que se acercaban. Era Kate Kombothekra, la mujer de Sam, el complaciente sustituto de Charlie en el departamento de investigación criminal, el nuevo jefe de Simon. Al igual que Debbie Gibbs y Stacey Sellers, Kate se había puesto de tiros largos para la más especial de las ocasiones especiales. Su brillante vestido verde era del mismo color que el mar Mediterráneo bajo un cálido sol estival y se oía un suave frufrú a cada paso que daba. Un chal y unos zapatos dorados otorgaban a su atuendo el perfecto toque final.
¿Acaso las mujeres de los miembros del departamento de investigación criminal se habían puesto de acuerdo para echarse unas risas a espaldas de Charlie, a costa de su patética fiesta de compromiso, y habían decidido vestirse con sus mejores galas para demostrar que solo se trataba de una farsa? Charlie deseaba haberse puesto el único vestido que tenía en vez de un top con cuello de pico de color cereza y pantalones y zapatos negros. La fina cinta de terciopelo que rodeaba el cuello de pico era la única nota elegante de su ropa, una pequeña concesión a lo que se suponía que debía ser una celebración; sin ella, habría parecido que se hubiese vestido para asistir a una reunión cualquiera.
—El calor es insoportable… —dijo Kate, secándose la frente—. Si me hubiese quedado ahí dentro, tendría que haberme echado encima uno de tus cubos de hielo.
—No son míos; son del pub.
Kate lanzó a Charlie una mirada de extrañeza y luego le dedicó una sonrisa de complicidad.
—He conocido a tus futuros suegros. Comprendo que tengas esa expresión cadavérica.
—Muchas gracias.
Charlie dio una larga calada al cigarrillo, aspirando a fondo para que su rostro tuviera el aspecto de una calavera.
—He dicho cadavérica refiriéndome al humor, no por tu aspecto.
El pelo rubio de Kate y su luminosa piel siempre parecían recién salidos de un tratamiento estético realizado por manos expertas.
—Es curioso el efecto que produce conocer a los parientes cercanos de alguien. Salen a relucir todos sus aspectos negativos —observó Charlie. Kate la había ofendido; ser puesta al corriente de uno de sus pensamientos más deplorables era su castigo—. Sospechas que hay algo que falla en una persona, y entonces conoces a sus padres y piensas: «Ahora lo entiendo». Me pregunto si Simon, ahora que ha conocido a los míos, es capaz de ver claramente mis defectos, que sin duda empeorarán a medida que envejezca.
Kate se rio entre dientes.
—A veces se puede desafiar a la naturaleza y al entorno familiar —dijo—. Piensa en Sam: es el hombre más amable y considerado del mundo, y sin embargo sus padres son un par de holgazanes egoístas a los que no les importa nadie. Y sus hermanos y hermanas también: todo el clan Kombothekra es igual. Cuando vienen a casa, se sientan en el sofá, como si fueran el equivalente humano de un círculo de piedras druídicas, mientras Sam y yo nos ocupamos de servirlos. No son capaces de levantar ni un dedo. Son peores que mis hijos, incluso cuando eran solo unos críos.
Charlie no pudo evitar sonreír. Era un consuelo saber que incluso las mujeres de sedoso pelo rubio tenían problemas.
—Tendrán lo que se merecen —dijo Kate, entrecerrando los ojos—. Este año no pienso invitarlos a la cena de Nochebuena. Aún no lo saben, pero yo sí, y tengo nueve meses para regodearme en mi secreto.
—Solo estamos a primeros de marzo. Por favor, no me hagas pensar en la Navidad.
¿Qué harían Charlie y Simon el día de Navidad? ¿Querría pasarlo con ella? ¿O habría una reunión de las familias Zailer y Waterhouse? Charlie sintió que se le helaba la sangre en las venas.
Charlie pensó que, si no tenía intención de invitarlos, la relación de Kate con los familiares de Sam debía de ser terrible. Kate era de esa clase de personas que siempre estaban dispuestas a invitar a cualquiera a su casa, prepararle una buena cena y luego insistir para que se quedara a pasar la noche. Charlie era prácticamente una desconocida cuando Kate empezó a invitarla a comer a su casa; ahora, después de muchos encuentros, pensaba que debía considerar a Kate una amiga. ¿Qué había de malo en tener una amiga que preparaba deliciosas tartas de manzana y arándanos? Kate siempre decía que el ingrediente fundamental era el whisky, aunque desde el punto de vista de Charlie había algo incluso más básico y que consistía en ser alguien cuyo concepto de algo dulce iba más allá de sacar de su envoltorio una barrita de chocolate de Cadbury.
—Dime, ¿Sam y tú celebrasteis una fiesta de compromiso? Sí, por supuesto que sí —dijo Charlie, respondiendo a su propia pregunta—. Apuesto a que la organizasteis en casa de uno de los dos.
Kate abandonó la fantasía de venganza a la que se había abandonado por unos instantes.
—En casa de mis padres. ¡Oh! Los padres de Sam no habrían… —Kate se interrumpió—. Pero dijiste que no querías celebrarla en tu casa. Y Simon tampoco quiso hacerlo en la suya.
—Exacto —dijo Charlie en un tono de voz pausado—. ¿Qué nos pasa?
Kate se encogió de hombros.
—Simon no habría podido relajarse con la casa llena de gente, ¿verdad? Y tú estás en medio de tus reformas. —Kate sonrió—. Aunque no sé si es adecuado decir «en medio de» cuando parece algo que nunca va a acabar.
—No empieces.
—Intenté hacerte entender que una casa en obras habría sido el sitio ideal para dar una fiesta. ¡Nadie podría vomitar sobre una costosa tapicería!
—Y tenías razón —repuso Charlie—. Pero no te hice caso y reservé un sórdido salón en un pub porque yo no soy como Sam y tú. Y Simon tampoco. Somos incapaces de hacer que la gente se sienta bien acogida. Si tenemos que fingir que estamos a gusto con la gente a la que conocemos, preferimos hacerlo en territorio neutral. —Por algún motivo, Charlie disfrutaba siendo despiadada consigo misma; era una manera de compensar las ocasiones en que lo era con los demás—. Dime, ¿alguien pronunció un discurso?
—¿En nuestra fiesta de compromiso? Sí, Sam. Muy sentido y muy largo. ¿Por qué? ¿Vas a pronunciar uno tú? ¿O lo hará Simon?
—Por supuesto que no. No hacemos nada como es debido.
Kate estaba perpleja.
—Si te apetece, puedes pronunciar un discurso. Da igual que sea improvisado. A veces la espontaneidad…
—Antes preferiría rociarme la cara con ácido —la interrumpió Charlie—. Y Simon haría lo mismo.
Kate lanzó un suspiro, envolviéndose los hombros con el chal.
—Apuesto a que Simon no lo haría aun cuando estuviera seguro de que iba a dar un buen discurso. Confianza, eso es lo que le falta. Para él es un terreno desconocido.
—Al parecer, lo conoces mejor tú que yo.
—Lo que sé es que te adora. Y antes de que digas: «¿Y por qué no lo demuestra?», te aseguro que es verdad. Si no te das cuenta de ello es porque estás ciega.
—Antes me has dicho que tenía un aspecto cadavérico y ahora que estoy ciega —dijo Charlie, entre dientes.
—Simon hace las cosas a su manera. Necesita tiempo, eso es todo… Tiempo para acostumbrarse a estar en pareja. Una vez estéis casados, tendréis mucho tiempo, ¿no? —Daba la impresión de que Kate le estuviera proponiendo algo indeciblemente sano: un bonito paseo al aire libre—. Deja de preocuparte por lo que debe rías hacer y de compararte con el resto de la gente. ¿Cuándo vais a fijar la fecha?
Charlie se echó a reír.
—Espero que tengas claro que eres una voz en el desierto —dijo—. Eres la única persona que no cree que el hecho de que Simon y yo nos casemos es el mayor error desde que el mundo es mundo. Incluidos Simon y yo, evidentemente.
Kate le quitó el cigarrillo de los labios, lo tiró al suelo y lo pisó con su zapato dorado.
—Tendrías que dejarlo —dijo—. Piensa en los hijos que tendréis y en cómo se sentirán al ver morir a su madre.
—No pienso tener hijos.
—Pues claro que los tendrás —repuso Kate en tono autoritario—. Mira, ya que te gusta tanto compadecerte, déjame que al menos te dé un motivo para hacerlo. ¿Sabes lo que dicen todos ahí dentro? —preguntó, señalando el pub—. En casi todas las conversaciones que he mantenido esta noche se preguntaban si Simon y tú ya lo habíais hecho. He oído pronosticar a dos personas que dentro de un año estaréis divorciados y cinco o seis más dudaban que llegara a celebrarse la boda. ¿Sabes lo que te ha comprado Stacey Sellers como regalo de compromiso?
Charlie tuvo la desagradable sensación de que estaba a punto de descubrirlo.
—Un vibrador. La he oído reírse mientras les decía a Robbie Meakin y a Jack Zlosnik que seguramente Simon no sabría lo que es. «Cuando lo descubra, echará a correr como alma que lleva el diablo», ha dicho.
—No me cuentes más.
Charlie se levantó, empezó a andar hacia el puente y encendió otro cigarrillo. Morir no era una perspectiva tan mala, sobre todo teniendo en cuenta que sus hijos no natos no podrían verla. Kate la siguió.
—Y luego dijo: «Bueno…, al menos Charlie podrá tener un orgasmo después de que Simon haya huido aterrorizado».
—Esa mujer es una cucaracha.
—Más bien una babosa, diría yo —la corrigió Kate—. Se arrastra por el fango y no cruje. Y la vas a hacer muy feliz si te vas de tu fiesta de compromiso y no vuelves. ¿Quieres que piense que te avergüenzas de tu relación con Simon?
—Yo no me avergüenzo. —Charlie hizo una pausa—. Me da igual lo que piensen los demás.
Kate la agarró por los brazos y arrugó la nariz cuando el humo del cigarrillo alcanzó su cara.
—Lo amas más de lo que la mayoría de la gente quiere a la persona con la que se ha casado. Darías tu vida por él sin dudarlo ni un segundo.
—¿De veras?
—Confía en mí.
Charlie asintió con la cabeza a pesar de que tenía la sensación de que debía discutir con Kate. ¿Por qué debería fiarse de ella? ¿Era posible calcular el nivel de amor de los invitados mientras se servía una tarta?
Kate soltó a Charlie.
—Escucha —dijo—. A menos que todos los chismorreos que sigo escuchando carezcan de fundamento, y la experiencia me dice que raramente los chismorreos son infundados, entonces es que Simon y tú tenéis algún problema en vuestra vida sexual. —Antes de que Charlie pudiera decirle que se ocupara de sus asuntos, Kate continuó—. No sé de qué se trata y tampoco quiero saberlo, pero de algo estoy segura: la vida y el amor son algo más que sexo. Y la única forma de conseguir que todo el mundo cierre la boca es volver a la fiesta y atajar cualquier conversación. Habla a tus invitados; no dejes que hablen entre ellos: lo que dicen no es creíble. Ya que no llevas zapatos de tacón, súbete a una silla y pronuncia un discurso.
Charlie se sorprendió al escuchar su propia risa. «Ya que no llevas zapatos de tacón…». ¿De verdad Kate había dicho eso?
—¡Espérame, Char!
La voz provenía de unos árboles que había junto al puente. Charlie cerró los ojos. ¿Qué es lo que habría oído Olivia de aquella conversación?
—Es mi hermana —dijo, respondiendo a las cejas enarcadas de Kate.
—Te veo ahí dentro en menos de tres minutos —dijo Kate.
—¿Quién era esa? —preguntó Olivia.
—La mujer de Sam Kombothekra. Llegas tarde.
—Esto no es un concierto —replicó Olivia.
Era una expresión que había aprendido de su padre. Howard Zailer la usaba siempre que llegaba tarde a algún sitio. Nunca la empleaba cuando iba a jugar al golf, algo que hacía al menos cinco días a la semana. La pasión de Howard por el golf se había extendido a su mujer, aunque ambos fingían que el repentino entusiasmo de Linda por aquel deporte tenía un origen totalmente independiente, provocado por un extraordinario golpe de suerte.
—Entonces, ¿vas a pronunciar un discurso? —preguntó Olivia.
—Eso parece.
Olivia había decidido ponerse una falda tan ajustada que apenas le permitía mover las piernas, obligándola a caminar hacia al pub con pasitos muy cortos. Charlie tuvo que hacer un esfuerzo por no gritarle: «¡Muévete!». Ahora volvería a entrar en el salón y machacaría a cualquiera que diera la impresión de haber pronosticado el miserable fin de su compromiso con Simon. «¿Cómo se atreven? ¿Cómo se atreven a beberse el champán que hemos pagado los dos y destriparnos a nuestras espaldas?». Su discurso —que iba cobrando forma mentalmente mientras caminaba con fingida paciencia detrás de su hermana, que iba arrastrando los pies— sería una flagelación verbal para todos aquellos que la merecieran. No se trataba exactamente de un espíritu festivo en el sentido tradicional, pensó Charlie, pero al menos enardecía sus ánimos.
Una vez en el salón, se subió a una silla. No tuvo que golpear una copa ni alzar la voz para reclamar la atención. Todos los ojos se posaron en ella y la gente empezó a pedir silencio.
—¿Podría alguien bajar el volumen de la música? —dijo.
Un hombre que llevaba una camisa blanca con una pajarita negra asintió con la cabeza y abandonó el salón. Charlie no sabía quién era. Se preguntó si él la conocería y si los rumores sobre su insatisfactoria vida sexual habrían llegado a oídos del personal del Malt Shovel que les habían echado una mano en la fiesta.
Un rápido vistazo al salón le confirmó a Charlie que Kathleen y Michael Waterhouse ya se habían ido. Simon, que estaba al fondo, en un rincón, parecía alarmado. Sin duda alguna, habría preferido que Charlie se lo hubiese consultado antes de hacer el ridículo delante de todo el mundo.
La música se interrumpió a mitad de una canción. Charlie abrió la boca. Dos segundos antes sabía lo que iba a decir —no habría dejado títere con cabeza—, pero seguía mirando a las personas equivocadas. Lizzie Proust le dedicaba una enorme sonrisa de ánimo; Kate Kombothekra, con los labios, le enviaba un «¡Adelante!» desde el fondo de la sala, y Simon escogió ese preciso instante para sonreírle.
«No puedo hacerlo —se dijo Charlie—. No puedo fustigarlos a todos; no se lo merecen. Posiblemente solo lo merezcan menos de la mitad». Es posible que Kate hubiese exagerado. Pensó que necesitaba hechos más concretos para arremeter contra alguien.
«Te has subido a una silla en medio de una sala. Tienes que decir algo».
—Hay una historia que jamás he contado a nadie —dijo, pensando: ¿Qué coño estoy haciendo? Tenía un buen motivo para no haber contado esa historia: la hacía parecer una perfecta imbécil. Vio que Olivia fruncía el ceño. Liv pensaba que lo sabía todo sobre su hermana mayor, y era prácticamente cierto. Solo había un par de historias que ignoraba, y una de ellas era esta—. Cuando aún era una agente de policía novata, fui a una escuela de primaria a dar una charla sobre seguridad vial.
—¡Está claro que el director nunca te había visto conducir! —exclamó Colin Sellers.
Todo el mundo se echó a reír. Charlie tenía ganas de darle un beso: era el perfecto espectador poco exigente.
—En la clase, aparte de mí y de una treintena de críos, estaban la maestra y su ayudante, una chica joven…
—¡Una mujer! —gritó una voz femenina.
—Perdón, una mujer joven que trabajaba tanto como la maestra: sonaba narices, ayudaba a dibujar los símbolos de las señales de tráfico y acompañaba a los niños al baño. Al comenzar la clase, la mujer se había presentado y les había pedido a todos los niños que me dijeran su nombre, aunque no presentó a la ayudante, lo cual me pareció de mala educación. En fin, cuando yo hube acabado la charla y estaba a punto de sonar la campana, la maestra se puso en pie y dijo: «A ver, chicos, ¿qué os parece si dedicamos un gran aplauso a la agente Zailer por haber venido y habernos ofrecido una charla tan interesante?». Todo el mundo se puso a aplaudir. Y luego añadió: «Y ahora, juntemos las manos por Gloria».
Al evocar el recuerdo, Charlie se encogió, a pesar de los años que habían transcurrido. Vio a Sam Kombothekra riéndose, junto a Kate, la única persona que parecía haber intuido lo que venía a continuación.
—Gracias a Dios, me dije: al fin alguien reconoce el trabajo de la pobre ayudante, Gloria. Empecé a aplaudir con entusiasmo, pero nadie más lo hizo. Todos los niños se quedaron mirándome como si estuviera loca. Y entonces me di cuenta de que todos habían juntado las manos para rezar…
Una ola de carcajadas invadió el salón. Charlie oyó la ronca risotada de su padre. Su madre y Olivia estaban a su lado, observándole para decidir hasta qué punto le había hecho gracia la historia y ver hasta qué punto ellas también se podían permitir unas risas.
«Piensa en positivo».
Desde el fondo de la sala, Charlie vio que Kate Kombothekra alzaba el pulgar. Stacey Sellers tenía un poco de guacamole en la comisura de los labios.
—Pues sí —continuó Charlie—. Entonces recordé que estaba en una escuela católica y que Gloria, además del nombre de la ayudante, también era el de una oración. Lo cierto es que no sabía nada sobre el catolicismo, ya que había sido educada por una pareja de hippies ateos cuyo dios era Bob Dylan. —Linda y Olivia Zailer parecían momentáneamente inquietas; cuando Howard se echó a reír, ambas sonrieron, aunque volvieron los ojos hacia Charlie—. Sabían más bien poco sobre los católicos, y me los imaginaba como unos bichos raros reprimidos, convencidos de que siempre tenían la razón en todo. —Charlie esperó unos segundos antes de proseguir—. Y entonces conocí a Simon.
Otro estallido de carcajadas. La risa histérica de Stacey Sellers se oía más que cualquier otra. «Demasiado tarde para echarse atrás», pensó Charlie.
—Simon, como el buen chico católico que es, debía de tener ideas preconcebidas sobre los hijos de los hippies ateos: son deslenguados, disolutos, promiscuos y con tendencia a destruirse a sí mismos y a quienes los rodean. —«Uno, dos tres, cuatro»—. Y entonces él me conoció a mí. —Esta vez, las risas fueron ensordecedoras. Charlie intentó no tomárselo a mal—. Y, en realidad, ahora me está mirando como si yo tuviera cuernos, de modo que puede que rompa el compromiso. Espero que no…, pero, si así fuera, se devolverán todos los regalos. —Y, como si acabara de ocurrírsele, Charlie añadió—: Lo cual significa, Stacey, que tendrás que llevarte el vibrador a casa, aunque dudo que te sirva de algo, dado que has dado a luz a dos hijos de forma natural… Bueno, para no extenderme… Muchísimas gracias a todos por venir. Quedan un montón de botellas… ¡Disfrutad de la fiesta!
Mientras se bajaba de la silla, Charlie vio que Simon se dirigía hacia ella.
—¿Qué coño…? —empezó, pero lo que iba a decir lo interrumpió Lizzie Proust, que apareció entre Simon y ella, arrastrando a Muñeco de Nieve.
—¡Ha sido el mejor discurso que he oído en toda mi vida! —exclamó Lizzie—. ¿No es verdad, Giles?
—No —dijo Proust.
—Que sí. ¡Has estado increíble!
Lizzie estrechó a Charlie con un brazo, mientras con el otro seguía agarrando a su marido. Cuando Charlie consiguió soltarse, Simon había desaparecido.
—No creo que haya sido el mejor discurso que has oído en tu vida —observó Proust, lanzándole una gélida mirada a su esposa.
—Parece que a la mayoría de la gente le ha gustado, señor —repuso Charlie, sonriendo con convicción.
No iba a permitir que malograra su buen humor ahora que había mejorado tanto. Había sido un buen discurso. Pero ¿dónde se había metido Simon? N o se habría enfadado de verdad, ¿no?
La música volvió a sonar, más alta que antes. Habían cambiado el CD: Carnival II, de Wyclef Jean. Charlie percibió de inmediato el disgusto de Proust y se preguntó si, en algún momento de su vida, en su juventud, el inspector jefe habría tenido una mentalidad abierta. Charlie sintió que alguien la agarraba del brazo: Debbie Gibbs.
—Ojalá supiera reírme de mí misma como tú lo has hecho —dijo Debbie, con los ojos humedecidos.
—Si quieres puedo reírme de ti —bromeó Charlie. Debbie sacudió la cabeza; no había pillado el chiste. «Eres policía, no humorista», se recordó.
Cuando Debbie se hubo ido, Olivia se llevó a Charlie a un rincón.
—Mamá y papá nunca fueron hippies.
—Bueno, pues si quieres llámalos… socialistas que toman champán, gente con una lujosa casa que iba a manifestaciones y que comía mucha pasta…, pero eso me habría llevado mucho tiempo explicarlo. Ahora es mucho más fácil de resumir diciendo que papá es un adicto al golf.
—No empieces, Char.
—¿No me dirás que te interesan sus historias sobre golf?
Cuando Olivia se sometió al tratamiento contra el cáncer, Howard Zailer había estado ahí, tanto como Linda y Charlie. Sus horizontes empezaron a estrecharse cuando se retiró. En 2006, cuando el nombre de Charlie apareció en toda la prensa, solo había intercambiado un par de palabras sobre todo lo que ella estaba sufriendo; después de todo, no era una cuestión de vida o muerte. Howard no podía llegar tarde a su partido de golf, y si Charlie llamaba por la noche, tampoco podía dejar de ir a tomarse una copa con sus amigos. «Te paso a tu madre —le decía siempre que llamaba—. Luego me lo cuenta».
—Tendrás que disculpar mi empeño en llevarme bien con la familia a pesar de todos sus defectos —dijo Liv, enfurruñada y mirando a Charlie de arriba abajo—. No hay mucho donde elegir, ¿no le parece? No tengo ningún pariente que no sea un pesado. Supongo que a ti te gustaría que cortara todos los vínculos, me fuera a una perrera y me metiera en una jaula a esperar a que me adoptara la familia perfecta.
Charlie pensó que seguir discutiendo no era una decisión inteligente, pero Olivia no era de su misma opinión.
—¿Podemos decir exactamente lo que pensamos, o esa prerrogativa es solo tuya? No pensaba decir ni una palabra sobre lo ridícula que es toda esta farsa, tu absurdo compromiso…
—¿Me equivoco si digo que has cambiado de opinión? —le espetó Charlie.
Liv no tuvo oportunidad de contestar. Del salón, junto a la mesa donde habían dejado los regalos, les llegaron unos gritos. La voz de Simon. Los invitados que la habían oído se volvieron en esa dirección: no querían perderse la escena.
Stacey Sellers estaba llorando. Simon tenía en la mano un enorme vibrador y lo agitaba como si se tratara de una porra.
—Creías que esto era lo que necesitábamos, ¿verdad? —gritó, lanzando el vibrador al suelo. Fue a parar sobre un trozo de papel, junto a lo que quedaba de la caja de plástico que lo contenía.
—Los juguetes eróticos no tienen nada de malo. No son ninguna perversión —le respondió Stacey a gritos—. ¿Es que nunca has visto Sexo en Nueva York? ¿Acaso no sabes nada?
—No le falta razón —susurró Olivia al oído de Charlie—. Puede que la libido no sea esencial, pero el sentido del humor sí.
—Liv dice que se lo quedará si nosotros no lo queremos —gritó Charlie desde lo alto de las escaleras.
Simon se quedó mirándola.
—Recoge tus cosas —dijo—. Nos vamos.
—¿Que nos vamos? Simon, solo son las nueve y diez. No podemos irnos; es nuestra fiesta.
—Yo hago lo que me sale de los cojones. Dame las llaves. Nos vemos luego.
¿Las llaves? ¿Significaba eso que pensaba pasar la noche en su casa? A eso se refería… No había otra interpretación posible. Charlie miró a su alrededor para comprobar si alguien se reía, pero la mayoría de la gente parecía estar más interesada en el lloriqueo de Stacey. Era imposible que alguien supiera que Simon y ella nunca habían pasado una noche juntos en sus respectivas casas o en cualquier otro lugar, ni que ella temía que eso nunca llegara ocurrir, incluso después de haberse casado.
—Voy contigo —dijo Charlie, cogiendo el abrigo y el bolso de la percha que había junto a la escalera.
Olivia estaba a punto de explotar.
—Acabo de llegar. ¿No puede esperar un poco Simon?
«Claro que puede. Que nadie diga que Simon no puede esperar», pensó Charlie. Era capaz de esperar tanto que el corazón de Charlie corría el peligro de fosilizarse. Era ella la que no podía esperar ni un minuto.
Entonces, ¿vas a contármelo?
Simon estaba sentado en el suelo del salón de Charlie, con las rodillas apoyadas en el mentón y una lata de cerveza sin abrir en la mano. Su piel tenía un aspecto cetrino y granuloso. Charlie vio que tenía unas motas de polvo en la raya del pelo. ¿Es que no se había duchado antes de salir?
Ella estaba en medio del salón, que aún no había decorado ni amueblado, haciendo esfuerzos por no ponerse a gritar. Se estaban perdiendo su fiesta de compromiso por estar allí, en aquel ambiente tétrico, manteniendo aquella forzada conversación.
—Da igual, Simon. ¡Por el amor de Dios!
—Entonces no vas a contármelo.
Charlie lanzó un gemido.
—Es una serie de televisión sobre cuatro mujeres que viven en Nueva York, ¿vale? Son amigas y folian con muchos hombres…, fin de la historia.
—Todos la han visto. Todos menos yo.
—¡No! Seguramente hay un montón de gente que nunca ha oído hablar de ella.
—Los bichos raros reprimidos, citando tu brillante discurso.
—Ha sido brillante. —Charlie intentó sacar fuerzas de su infelicidad, convirtiéndola en rabia—. Ya he explicado por qué lo he hecho. Kate Kombothekra me dijo que todos se reían de nosotros y se me ha ocurrido utilizar sus armas para hacer lo mismo.
Simon se puso en pie de repente.
—Me voy a casa.
Charlie se colocó entre él y la puerta.
—¿Has venido aquí para preguntarme por Sexo en Nueva York y luego marcharte? ¿Por qué estás aquí, Simon? ¿Es que en la fiesta has oído a alguien hablar de nuestra vida sexual… o de la ausencia de ella? Kate me ha dicho que estaba en boca de todo el mundo. A lo mejor querías que todos nos vieran irnos juntos para que sacaran una conclusión equivocada.
—¡El problema es lo que te he oído decir a ti! —le gritó Simon a la cara—. Son deslenguados, disolutos, promiscuos y con tendencia a destruirse a sí mismos… Por suerte, mis padres ya no estaban allí.
—¿Tienes miedo de que mamá y papá descubran cómo son las cosas? ¿Que descubran cómo soy de verdad?
—Lo habrías hecho de todas formas, ¿no? Aunque hubieran estado presentes.
—¡Pero no estaban! Eres ridículo. Todo esto es por culpa de tu vanidad.
—No, es por culpa de tus distorsiones y tu… ¡exhibicionismo! Esa historia sobre la escuela de primaria…, ¿era cierta? Teniendo en cuenta que todo el resto era un montón de mierda, tengo mis dudas.
—¿Crees que era solo una excusa, un pretexto para burlarme de los católicos?
—Oh, tú no discriminas a nadie…, tú pones de vuelta y media a todo lo que se mueve. ¡Cuanto más indefenso, mejor!
Charlie dio un paso atrás para alejarse de su rabia. «Stacey Sellers se ha librado de lo peor», pensó.
—¿Quién es indefenso, Simon?
—Entonces, ¿es verdad? ¿La maestra dijo: «Juntemos las manos por Gloria» y tú no sabías a qué se refería? Lo siento, pero…
La voz se le quebró. Se dio la vuelta y se frotó la cara con las manos.
—¿Lo siento pero qué?
—Dime, ¿tenemos algo en común? ¿Vivimos en el mismo planeta?
«Esto no puede estar pasando».
—Haz lo que creas conveniente —dijo Charlie—. No tengo ninguna intención de disuadirte.
Charlie salió del salón y fue al piso de arriba. Entró en su habitación, pero decidió no cerrar dando un portazo; cerró la puerta con mucho cuidado. No era ninguna niña; no quería que la trataran como tal ni comportarse como si lo fuera. A Lizzie Proust le había gustado su discurso. Y a Debbie Gibbs también. Su horrible discurso. ¿Qué le había dado? «Son deslenguados, disolutos, promiscuos…». Simon había olvidado la parte final: «Y con tendencia a destruirse a sí mismos y a quienes los rodean». «¡Uy!», exclamó Charlie en voz alta. Su voz retumbó en el silencio. Se preguntó qué pensaría Kate Kombothekra sobre lo que había dicho; ¿levantaría o bajaría el pulgar la persona que la había instigado a convertirse en el hazmerreír de todos?
La puerta se abrió.
—¿Disuadirme de qué? —preguntó Simon.
No tenía aspecto de ser feliz. Nunca lo tenía.
—De dejarme. Aquí tienes tu anillo. —Charlie se lo sacó del dedo—. No voy a discutir por el diamante más pequeño del mundo.
—Yo no… Esto no es lo que quería. Mira, lo siento. Estaba muy enfadado.
—¿En serio? Pues no debo de haberlo entendido.
Charlie habría preferido morir antes que dejarle ver lo aliviada que se sentía. Estaba furiosa consigo misma por sentir aquel alivio. ¿A cuántos hombres, con los que podría haber estado comprometida en aquel momento, les habría parecido hilarante la historia de la escuela? A millones. A una docena, como mínimo. Y la mayoría habría deseado acostarse con ella.
—He tenido un mal día en el trabajo —dijo Simon—. He tenido que decirle a un hombre que…
—¡Oh, pobrecito! ¿Es que en el bar se han quedado sin filete y pastel de carne antes de que fuera tu turno?
—Cierra la maldita boca y vuelve a ponerte el anillo.
—Pues yo ayer también tuve un mal día —contraatacó Charlie—. Y me ha arruinado por completo el día libre que tenía hoy, pero, a pesar de ello, parece que soy capaz de comportarme como una persona civilizada. O, mejor dicho, parecía capaz de hacerlo… ¡hasta que tú decidiste tomarla conmigo! —Charlie parpadeó para que no se le cayeran las lágrimas mientras volvía a ponerse el anillo. «El diamante más pequeño del mundo». No debería haber dicho eso. No era verdad y era algo imperdonable—. Lo siento. Me encanta este anillo, y tú lo sabes.
«Si nos casamos y nuestro matrimonio funciona, Simon me preguntará por mi mal día antes de hablarme del suyo», pensó Charlie.
—Me he pasado toda la tarde con un hombre que ha confesado un asesinato —dijo Simon—. El problema es que la mujer a la que afirma haber matado no está muerta.
La mente de Charlie se quedó en blanco, concentrándose en una sola idea.
—¿Cómo has dicho?
—Lo sé, es muy extraño. A decir verdad, me ha puesto la carne de gallina… No me apetecía nada estar encerrado en una habitación con un tipo como ese. —Simon abrió la lata de cerveza—. ¿Quieres beber algo, o esta es la última lata que queda?
—Cuéntamelo todo —dijo Charlie, y se sorprendió al decirlo.
Era como si la fiesta nunca se hubiese celebrado y no hubieran discutido; estaba de nuevo en la recepción de la comisaría, tratando de no mirar las cintas que Ruth Bussey llevaba en torno a sus tobillos. Ruth Bussey, con su cojera, su voz delicada y aguda, que estaba asustada porque algo iba a ocurrir, aunque no sabía de qué se trataba…
«No, no. No puedo haberlo malinterpretado todo, otra vez no».
—No he seguido el caso desde el principio —dijo Simon—. Me lo han pasado hoy. Ayer, cuando se presentó, el tipo habló con Gibbs.
—¿Ayer? ¿A qué hora? ¿Cómo se llama ese hombre?
—Aidan Seed.
—No me lo puedo creer.
—¿Lo conoces?
—No exactamente. Dime, ¿a qué hora fue eso?
Simon hizo una mueca mientras lo pensaba.
—Creo que entre la una y las dos.
Charlie soltó todo el aire que tenía en los pulmones.
—A las doce menos diez, su novia me estaba esperando cuando llegué.
—¿Su novia?
—Dijo que se llamaba Ruth Bussey.
Simon asintió con la cabeza.
—Sí, la mencionó. No me dijo cuál era su apellido, solo Ruth. ¿Y qué quería?
—Al parecer, lo mismo que él. Me dijo que su novio aseguraba haber matado a una mujer llamada Mary Trelease…
—Sí —repuso Simon, asintiendo con la cabeza.
—… pero que no podía ser cierto, porque esa tal Trelease estaba viva. Al principio pensé que estaba desquiciada y le hice algunas preguntas rutinarias. Y cuanto más hablaba…
—Más te convenciste de que no estaba loca —la interrumpió Simon—. Estaba preocupada y alterada, pero cuerda.
—Preocupada es poco. He tratado con mucha gente que estaba trastornada, pero esa mujer estaba fatal. Temblaba de miedo; de pronto se echaba llorar, y un segundo después parecía perdida, como si hubiese visto un fantasma, y empezaba a decir unas mentiras que no tenían ningún sentido. Se había hecho daño en el pie. Primero me dijo que se había hecho un esguince en el tobillo, y cuando le dije que no estaba hinchado, cambió la versión y me dijo que tenía una ampolla.
Simon empezó a pasear por la habitación; se mordía el pulgar, algo que solía hacer a menudo cuando estaba muy concentrado.
—Seed era todo lo contrario… No se inmutaba. Estaba muy tranquilo. Al principio pensé que tal vez había estado en un psiquiátrico, pero… no daba esa impresión, aunque insistía en algo que era imposible y no escuchaba nada de lo que le decía. Me repitió veintiocho veces algo que no podía ser cierto; incluso intentó usar la lógica para que lo creyera.
—¿A qué te refieres? —preguntó Charlie.
—Le pedí que me describiera a la mujer que había matado, y lo hizo hasta el más mínimo detalle. Su descripción coincidía punto por punto con la mujer a la que he visto y con la que he hablado esta mañana.
—¿Has visto a Mary Trelease?
La idea causó en Charlie una extraña sensación que no era capaz de explicarse.
—Sí, y Gibbs también. Ambos hemos visto su pasaporte y su permiso de conducir. Me ha enseñado la escritura de la casa que ha comprado, que está a su nombre, la correspondencia que mantuvo con su abogado cuando se mudó, los extractos del banco…
—¿Y por qué toda esa documentación? —preguntó Charlie—. Habría bastado con el pasaporte y el permiso de conducir.
—Creo que temía que la obligáramos a presentarse todos los días para que probara una y otra vez que era quien dice ser. Por eso reunió todos esos papeles, para demostrarme lo absurda que era la historia. Se comportaba como si… como si tuviera miedo de que yo le robara su identidad o algo por el estilo.
—¿Miedo en sentido literal?
Simon lo pensó un momento.
—Sí, bajo una aparente disponibilidad, he percibido cierto miedo.
Dos mujeres asustadas. A Charlie no le gustaba nada aquel asunto.
—¿Y por qué te han asignado el caso? ¿Has dicho que Seed vio primero a Gibbs?
Esperaba que le dijera que, en algún momento, Seed había solicitado expresamente la intervención de Simon. Aún no estaba dispuesta a creer que aquello no era una broma de mal gusto que le habían preparado. Si Ruth Bussey y Aidan Seed sabían que ella y Simon estaban prometidos…
—Kombothekra dijo que necesitaban a Gibbs para otra cosa —repuso Simon—. Pero, leyendo entre líneas, está claro que no se fiaba de él.
—¿No cree que Gibbs sea capaz de comprobar si alguien está vivo o muerto?
—Mary Trelease no lo dejó entrar —explicó Simon—. No vio la casa y, lo que es más importante, no vio la habitación de matrimonio, la que da a la calle. Según lo que Seed le contó ayer a Gibbs, ahí fue donde habría dejado el cuerpo sin vida de Mary Trelease, sobre la cama de ese dormitorio…
—Espera un momento. ¿Cuándo dijo que la había matado?
—No lo especificó. Tampoco dijo por qué lo hizo, aunque sí cómo: la estranguló.
—Ruth Bussey afirmó que Seed le había dicho que había matado a Mary Trelease hacía unos años.
Simon parpadeó un par de veces.
—¿Seguro?
—¿Te refieres a mí o a ella? Yo estoy segura de lo que dijo, y ella parecía convencida de que eso era lo que él le había dicho. Creo que repitió textualmente sus palabras: «Hace unos años maté a una mujer que se llamaba Mary Trelease».
—No tiene ningún sentido —murmuró Simon, volviéndose hacia la ventana.
«Por eso Sam Kombothekra no quería que Gibbs se ocupara del caso», pensó Charlie. Normalmente, los miembros del equipo del departamento de investigación criminal eran requeridos para indagar hechos que tenían una base lógica. Gente que se peleaba o se mataba por asuntos de dinero, drogas, o a menudo por ambas cosas a la vez. Robaban en tiendas, alteraban el orden público o aterrorizaban a sus vecinos porque pensaban que era la única forma de escapar de una vida sin futuro… Era triste, pero tenía una explicación racional.
Charlie estaba a punto de preguntar a Simon qué había querido decir con eso de que Seed había tratado de usar la lógica para convencerlo de que Mary Trelease estaba muerta, pero él le tomó la delantera.
—¿La mató hace unos años, dejó el cadáver en la habitación de matrimonio del número 15 de Megson Crescent y espera que todavía siga allí, tal y como lo abandonó, para que nosotros lo descubramos años más tarde, cuando decide confesar? No. —Charlie lo observaba mientras descartaba la hipótesis—. Hace unos años, Mary Trelease no vivía en esa casa; la compró en 2006 a una familia, los Mills.
—Eso fue hace dos años —señaló Charlie, sabiendo de antemano cuál sería la respuesta. ¿Sería capaz algún día de escuchar a alguien decir «2006» sin sentir un terremoto en la boca del estómago?
—La expresión «hace unos años» implica un lapso de tiempo más largo —observó Simon en el momento justo—. Y tú lo sabes.
Charlie no podía discutir. Ruth Bussey le dijo que Seed le había hecho su confesión en diciembre, y entonces 2006 supondría solo «el año pasado».
—¿Qué más te contó, aparte de que el cadáver de Trelease estaba sobre la cama de la habitación de matrimonio y que la había estrangulado?
—En la cama, no sobre ella. Me dijo que estaba desnuda cuando la mató y que su cuerpo estaba en medio de la cama, no en un lado o en el otro… Insistió mucho en ese punto. Salvo repetirme en varias ocasiones que no la había violado, no añadió nada más.
—Ruth Bussey no me contó nada de todo esto. —Charlie sacó un cigarrillo de un paquete que había sobre el alféizar de la ventana. No tenía el encendedor a mano—. ¿Estaba en esa habitación cuando ella se desnudó? ¿Se acostaron?
—No lo dijo.
—Y él, ¿iba vestido cuando la estranguló?
—Tampoco lo dijo.
Charlie dudaba que fuera capaz de plantear alguna pregunta que Simon no le hubiese hecho ya a Seed. Seguro que le había planteado varias veces todo lo que Gibbs había olvidado preguntarle.
—A algunas preguntas respondió de buen grado y con todo lujo de detalles… Sobre otras, en cambio, no dijo ni una sola palabra.
—Su novia hizo exactamente lo mismo —repuso Charlie.
—Hasta ahora, nunca me había encontrado con nada parecido. —Simon sacudió la cabeza—. Ya sabes lo que suele ocurrir normalmente: la gente habla o no habla. Unas veces, al principio, no consigues sacarles nada, pero luego los aprietas un poco y lo largan todo; otras no paran de hablar hasta que les haces caer en la cuenta que ellos solitos se han metido en un callejón sin salida, y a partir de entonces no dicen ni pío. Pues bien: con Aidan Seed no ocurrió nada de todo esto. Era como si tuviera una… una lista perfectamente controlada en su cabeza. Mejor dicho, dos listas: una con las preguntas que podía responder y otra con las que no. Cuando le planteé las preguntas de la primera lista, me dio toda la información posible; como ya te he dicho, me describió a Mary Trelease hasta el más mínimo detalle, desde una pequeña marca de nacimiento de color caramelo claro que tenía debajo del labio superior (sí, dijo «de color caramelo»), hasta los diminutos lóbulos de las orejas y su pelo hirsuto y rizado, negro, con algunas canas.
—¿Es una mujer atractiva? —preguntó Charlie—. No me mires así. No te estoy preguntando si te gusta. Era mera curiosidad.
—No es guapa —repuso Simon, después de haberlo pensado un momento.
—Pero ¿es llamativa? ¿Es sexy?
Simon se encogió de hombros.
—No lo sé.
«Aidan Seed no es el único que tiene en su cabeza una lista de las preguntas que no está dispuesto a responder», pensó Charlie.
—¿Especificó si la había matado en la cama o trasladó allí el cadáver después de haberlo hecho? —dijo, sabiendo que aquella pregunta figuraría en la lista de las que Simon consideraba aceptables.
«¿Hay algo que no haría por complacerlo? ¿Estaría dispuesta a retirarme antes de tiempo para ir de ciudad en ciudad vestida con jerséis horrorosos y el equipo de golf a cuestas?».
—Me dijo que ella estaba en la cama cuando la mató. Pero… a ver, pensemos. —Simon tomó un sorbo de cerveza—. «¿Trasladó el cadáver?». Si Seed y su novia están locos, nosotros estamos a punto de acabar igual que ellos. ¿Qué cadáver? Mary Trelease está viva.
—Has dicho «las preguntas que estaba dispuesto a contestar» —dijo Charlie—. ¿Quién le ha dado permiso para hacerlo? ¿Ruth Bussey? Ella también parecía ansiosa por hablar, pero solo ante determinadas preguntas. Cuando seguía interrogándola, la mayoría de las veces con la pregunta que era lógico plantear tras una respuesta, se cerraba en banda. Ni una palabra, ni siquiera un: «Lo siento, pero no puedo contestar a eso».
—¿Es posible que esté implicada una tercera persona, alguien que les diga lo que pueden o no pueden contar?
—¿Mary Trelease? —sugirió Charlie.
Simon desestimó la idea con un gesto de la mano.
—¿Por qué motivo les habría dicho que acudieran a la policía para fingir que Seed la había matado? ¿Y por qué motivo habrían accedido ambos a hacerlo? —Simon no esperó una respuesta, porque sabía que Charlie no tenía ninguna—. Gibbs le preguntó a Mary Trelease si conocía a un hombre llamado Aidan Seed. Ella le dijo que no, pero Gibbs piensa que estaba mintiendo. Hoy se lo he vuelto a preguntar, y le he dicho la edad que tenía y que era dueño de un taller de marcos… Y me ha dicho que no. Me pareció bastante sincera. Sin embargo, en cuanto al resto de la historia, tuvo un día entero para prepararla. Lo que está claro es que él se siente culpable de algo. Sea lo que sea lo que tiene en su cabeza, no lo quiero en la mía. No paraba de repetir: «Soy un asesino». Dijo que tuvo la sensación de ser él quien moría cuando rodeó su cuello con las manos y la uña del dedo pulgar de la izquierda se le clavaba en el de la derecha…
—¿Eso dijo?
Simon asintió con la cabeza.
—Pero él no la estranguló. Ni a ella ni a nadie. —Charlie se estremeció—. Esto está empezando a desquiciarme. He oído a un montón de gente confesar crímenes que no habían cometido, pero siempre eran crímenes que había cometido otro. ¿Por qué confesaría alguien haber matado a una mujer que está viva? Según Ruth Bussey, Seed no le habló de la cama ni le dijo que la había estrangulado… ¿Por qué?
—Pues porque nadie querría que una imagen así quedara grabada en la memoria de su novia —aventuró Simon.
—¿Qué te contó Seed de su relación con Mary Trelease? ¿Cómo la conoció? —Por la expresión de Simon, Charlie se imaginó cuál era la respuesta—. No lo dijo. —Pensó en algo más que preguntarle, como si el hecho de elegir bien las palabras pudiera arrojar algo de luz sobre el asunto. Sin embargo, no se le ocurrió nada—. Deberíamos detenerlos a los dos por haber hecho perder el tiempo a la policía —dijo.
—No depende de mí. Por una vez, me alegro. Seed no se parece a ninguno de esos malditos artistas que he conocido hasta ahora. Había algo que lo preocupaba, algo muy concreto.
Charlie había pensado lo mismo de Ruth Bussey hasta que encontró el artículo.
—Es Kombothekra quien debe decidir qué hacer con el caso —dijo Simon—. Si dependiera de mí, no me arriesgaría y tomaría declaración a todos los implicados. Al menos a Seed. Claro que no sabría muy bien qué hacer con su declaración una vez la tuviera en mis manos. —Simon frunció el ceño mientras discurría una nueva idea—. ¿Qué decidiste hacer después de haber hablado con Ruth Bussey?
Charlie se sentía acalorada.
—Pecar de negligencia, ese es mi lema —dijo, con amargura—. No pensaba investigar, aunque ella me dijo que temía que algo grave ocurriera. Incluso un tonto se habría dado cuenta de que estaba muy jodida. A diferencia de ti y de Gibbs, ni siquiera he comprobado si Mary Trelease seguía viva.
Charlie se llevó a la boca el cigarrillo que tenía en la mano: su comida favorita.
—No lo entiendo —dijo Simon.
Charlie salió de la habitación y empezó a bajar las escaleras.
—¿Qué pasa? —Simon fue tras ella—. ¿Qué he dicho?
—Nada. Voy a buscar un encendedor.
En el salón, sobre la repisa de la chimenea, había un montón entre los que escoger, todos de plástico y desechables.
—¿Qué es lo que me estás ocultando? —preguntó Simon.
—Lo siento, esa pregunta pertenece a la lista prohibida.
Charlie intentó reírse mientras encendía el cigarrillo. El maravilloso poder relajante de la nicotina empezó a surtir efecto.
—Antes has dicho que Ruth Bussey te estaba esperando ayer cuando llegaste al trabajo.
—¿Eso he dicho?
«Demasiado inteligente, por su propio bien y el de todos».
—¿Por qué te quería ver a ti?
Charlie fue a buscar el bolso, que había dejado colgado en el pomo de la puerta, y sacó el artículo del periódico.
—Se olvidó el abrigo. Esto estaba en un bolsillo.
¿Era consciente Simon de lo mucho que le costaba enseñarle aquello? Cabía la posibilidad de que en su momento no lo hubiera visto; Simon no leía la prensa local.
Lo dejó solo en el salón y se fue con su cigarrillo a la cocina y luego salió al patio trasero, a pesar de que hacía frío y no llevaba nada de abrigo ni zapatos. Se quedó mirando lo que Olivia llamaba su «instalación»: un montón de muebles rotos, objetos que Charlie había desechado hacía dos años para tirarlos. «¿Qué te costaría alquilar un contenedor para que se llevara todo esto?», se quejaba Liv cada vez que iba a verla. No lo sabía y no tenía tiempo ni ganas de averiguarlo. «Mis vecinos deben rezar todas las noches para que me mude», pensó Charlie. Sobre todo los que, justo después de instalarse, habían cambiado el patio pavimentado y habían plantado hierba y varios lechos de flores. Ahora, los bordes del césped eran de colores: flores rojas, blancas y azules, siguiendo un modelo excesivamente regular. «¡Vaya pérdida de tiempo, teniendo en cuenta que el jardín tiene el tamaño de una uña!».
Charlie notó que algo la rozaba y lanzó un grito antes de ver que se trataba de Simon. Él rodeó su cintura con los brazos.
—¿Y bien? ¿Lo has leído?
—Calumnias —dijo Simon—. Como las de tu discurso de esta noche.
—¿No crees que haya cometido una negligencia al no hacer nada con respecto a Ruth Bussey?
Charlie sabía que él se refería a la fiesta, pero prefirió fingir que no lo había entendido.
—No estoy seguro —repuso Simon—. Como ya hemos dicho una y otra vez, no se ha cometido ningún crimen. Ruth Bussey te dijo que Mary Trelease estaba viva y…, en fin, al parecer es cierto.
—Entonces, Sam Kombothekra te dirá que te olvides del asunto porque no es algo que incumba a la policía. Solo tres chiflados que se comportan de una forma extraña, nada que nos importe.
Simon lanzó un suspiro.
—¿Te quedas satisfecha con esta explicación? Seed y Bussey se presentan el mismo día, por separado, y cuentan dos versiones distintas de la misma historia. ¿Lo dejarías correr?
—Ruth Bussey dijo que temía que ocurriera algo grave.
Aquello era lo que reconcomía a Charlie ahora que sabía que no había sido una broma que le habían preparado.
—Tendrá que ocurrir algo si queremos ir más allá —dijo Simon.
—¿Qué?
«Aún sigue tocándome. No tenía por qué hacerlo, pero lo ha hecho y aún sigue haciéndolo».
—«Si quieres», no «si queremos» —dijo Charlie.
Simon empezó a tararear una canción de Aled Jones, «Walking in the Air».
Una de las ventajas de haber dejado el departamento de investigación criminal —la única— era no tener que negociar con Muñeco de Nieve. Trató de no parecer demasiado arrogante cuando dijo:
—Yo ya no trabajo para él.