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Que Garzón guardaba algo importante en el macuto de las noticias era algo evidente. Sólo mirándolo a la cara se podía advertir. Traía la expresión satisfecha de quien no ha perdido el tiempo. En esas ocasiones sacarle la información llegaba a ser arduo, se tomaba un lapso de complacencia para que aumentara mi interés.
—Déjeme que huela el ambiente antes de entrar.
—¿A qué debería oler?
—A algún plato suculento hecho con sus propias manitas.
—Olvídelo. Hoy la cosa va de pizzas telefónicas.
—¡Vaya por Dios! Al menos me dará una cerveza fresca.
—Eso sí.
Nos adentramos en la cocina y el subinspector volvió a olfatear el aire como un perro cazador.
—Ahora que afino más juraría que huele a quemado.
—¿Por qué no reserva su buen olfato para la investigación?
—¿Y la cerveza?
Saqué un par de botellines del refrigerador y los puse sobre la mesa. Nos sentamos. Él metió su denso bigote en el vaso y bebió con delectación. Esperé pacientemente.
—¡Ah, una cervecita helada de vez en cuando es uno de los regalos que Dios nos hace! Es alemana, ¿verdad? Estoy seguro de que Dios creó Alemania pensando en la cerveza.
Mi paciencia se tambaleó.
—Oiga, Fermín, ¿piensa contarme qué ha encontrado o he de esperar una revelación de Dios?
Sus ojos de diplodocus disecado me miraron con seriedad.
—Petra, creo que hemos estado tratando a Malena con excesivo guante blanco.
—Eso ya me lo había dicho alguna vez.
—Pero es que ahora me ratifico y me gustaría que me diera la razón.
—Desembuche de una vez.
—Inspectora, ¿sabe dónde trabajó durante un tiempo Malena?
—Como abogada, trabajó como abogada.
—No siempre los abogados trabajan como abogados. Usted es ejemplo de eso.
—Adelante, ¿dónde trabajó?
—Como funcionaria de inmigración.
Llamaron al timbre. Era el repartidor de pizzas. Mientras le pagaba, mi cabeza no dejaba de hervir. Volví corriendo al salón.
—Estoy segura de que el expediente de Lali Dizón pasó por sus manos.
—Lo comprobaremos.
Me quedé callada. Vi cómo Garzón abría las pizzas y atacaba un pedazo de la suya masticando de modo maquinal.
—Prosiga —dijo entre bocado y bocado.
—¿Le parece excesivo pensar que Malena descubriera alguna irregularidad grave en el expediente de Lali y que la ayudara a ocultarlo por simple piedad?
—Sí, de acuerdo, pero eso…
—Eso pudo ser utilizado como extorsión pasado el tiempo. De hecho, frente a una mujer ignorante y enamorada como Lali, que se descubriera una trampa en su expediente y existiera la posibilidad de expulsarla del país debió de obrar como una razón muy contundente.
—¿Tan contundente como para ser moneda de cambio en un crimen?
—Sí. Malena no sólo aparece entonces como cómplice, sino que incluso cabe la posibilidad de que fuera la instigadora del asesinato de Espinet.
—Sigue fallando el móvil —exclamó Garzón—. ¿Por qué iba a hacer Malena algo parecido?
—Por solidaridad. Cuando Rosa habló con ella después del aborto estaba destrozada. Le dijo que quería vengarse y entre las dos…
—¿Y después nos la entrega?
—Es abogada. Sabe que tal y como están las cosas no pueden condenarla. Nos la entrega y provoca un cul-de-sac del que no podemos salir sin pruebas.
—Sí, es posible.
—Si todas estas deducciones son ciertas, entonces Malena ha estado jugando conmigo. Voy a tomar algo más fuerte, ¿me acompaña?
Saqué una botella de whisky de la alacena. Serví dos copas y me bebí la mía de un tirón.
—Petra, no me gustaría que ahora se sintiera culpable. Esa chica ha estado aprovechándose de su sensibilidad, metiéndole a su hermosa niña por los ojos, y usted, quizá llevada por…
Debía impedir que siguiera por aquel camino tan espinoso.
—Dejémoslo, Garzón, ahora necesitamos pruebas. No podemos cerrar la investigación en falso otra vez.
—Sí, inspectora. Mañana comprobaremos en la Delegación de Inmigración si Malena gestionó en su día el expediente de Lali. ¿Qué le parece?
Asentí. Mi subordinado se levantó, y me puso una mano en el hombro.
—Me voy, inspectora. La espero mañana temprano. Debería olvidarse de todo esto e irse a dormir.
—Sí, descuide, lo haré.
Intenté poner orden en la cocina concentrándome en lo que hacía, pero era inútil. Metí un vaso vacío en la nevera y me quemé con el agua caliente. Mi cabeza conducía a cien por hora en otra dirección. Lo dejé todo como estaba y salí.
En el salón probé a tranquilizarme leyendo un libro. Imposible. Un disco. Los Nocturnos de Chopin. Tampoco funcionó. Ni todas las artes juntas eran capaces aquella noche de librarme de la obsesión. Rosa y Malena, cómplices a fondo en el asesinato de Espinet. ¿Por qué, por qué Malena se había metido en un asunto tan grave? Ayudar a vengar las ofensas de su amiga no me parecía móvil suficiente. Quizá sólo le sugirió a Rosa que utilizara a Lali y Olivera y después se inhibió, aunque eso no la hacía menos cómplice.
Me levanté del sofá, di varias vueltas por la estancia comprendiendo muy bien lo que sienten los leones en el zoo. Me serví otro whisky y de repente mi mente recordó el dato que andaba buscando de modo casi inconsciente. Era una frase: «Tres años tiene mi hija y Lali la vio nacer al poco de llegar.» La había pronunciado Inés en mi presencia. Por supuesto, y el expediente de inmigración de la filipina la daba como contratada en casa de Espinet desde hacía cinco años. Ahí estaba la flagrante disarmonía de fechas. Recordaba que aquello me había llamado la atención en el mismo momento en que oí la frase, pero no le había concedido ni un minuto más de reflexión. Simplemente, la borré.
Me había implicado humanamente con Malena de modo lamentable, tanto como para no incluir en la perspectiva de observación concienzuda todo lo que estaba a su alrededor. Terrible, un fallo que ni siquiera hubiera sospechado que pudiera cometer. ¿No era yo fría y escéptica, difícil de cazar en la red de los sentimientos? Mi comportamiento había sido incalificable. Dedicada a cotillear, charlar, brujulear y cultivar impulsos amistosos, había frivolizado la labor de un policía hasta casi el límite. Y todo, ¿por qué? ¿Por frustración maternal como insinuaba el subinspector? ¿Por ver en Malena Puig lo que yo podría haber sido y nunca fui? Mi aversión hacia mí misma se hizo tan intensa que me detesté, y no existe sensación más desapacible que la de detestarse a sí mismo.
Cogí mi gabardina y salí a la calle. Como casi siempre en Barcelona, vivíamos un otoño cálido, pero aquella noche los primeros vientos del norte habían empezado a soplar. No estaba lo bastante abrigada, pero daba igual, el frío me hacía bien. Supongo que necesitaba castigarme de alguna manera, aunque fuera tan superficial.
Llegué a pie hasta comisaría. Apenas saludé a la gente de servicio. Entré en mi despacho y busqué en los expedientes del caso. Sí, la primera investigación sobre Lali lo decía muy claro: cinco años contratada por los Espinet. La revisión que acabábamos de solicitar lo ratificaba. Sólo con que, tiempo atrás, hubiera prestado atención al comentario casual de Inés y aclarado aquel desfase de años de servicio, el caso habría avanzado un trecho enorme, o quizá alcanzado su resolución definitiva. ¡Cojonudo, Petra, tómate algo! ¿Qué aconseja Freud ante una situación parecida: «Relájate, quiérete a ti mismo y olvida»? ¡Al carajo con Freud! Miré mi reloj. Eran más de las once, una hora inconveniente para telefonear a cualquier casa, y francamente impensable si se trataba de la casa de los padres de Inés. ¡Tanto peor!, bastantes miramientos habíamos tenido ya, a fin de cuentas habían matado a su marido, y no a su perro.
Marqué el número. Contestó una voz femenina. Pregunté por Inés.
—De parte de la inspectora de policía Petra Delicado.
Nunca me había autoanunciado con tanta pomposidad, pero quería poner los puntos sobre las íes desde el principio. Reconocí la voz de Inés, disminuida hasta el susurro.
—¿Pasa algo, inspectora?
—Quiero hacerle una pregunta.
—¿A estas horas?
—A estas horas, sí.
—Usted dirá.
—¿Recuerda si fueron tres años los que Lali trabajó para ustedes?
—Tres años, sí.
—¿Está segura?
—Por completo.
—¿Alguna vez le comentó dónde había estado contratada con anterioridad?
—Pues… no creo, no. Me contó que en Filipinas trabajaba en el campo, pero aparte de eso…
—¿No le pidió usted referencias de otros empleos en España?
—No. Me la recomendó Malena, y yo, claro, me fié.
—De acuerdo. Eso es todo.
—¿Los han encontrado?
—No, aún no.
Colgué. No había ninguna duda, Lali Dizón había sido obsequiada con dos años de contrato inexistente por alguna razón. Malena había tenido probablemente la capacidad de hacerlo. Sólo había que comprobarlo al día siguiente. Con gusto habría volado hasta «El Paradís» y le habría preguntado a Malena: ¿por qué, cómo, cuándo? Pero en esta ocasión había que andar con pies de plomo, ni un fallo más.
Salí a la calle. La Jarra de Oro estaba cerrando. No quería volver a casa aún, tenía la certeza de que, en cuanto traspasara el umbral de la puerta, los pensamientos autopunitivos volverían a mí. La solución era andar, una larga caminata a la luz de una luna que no se ve en la ciudad. Y así lo hice, caminé y caminé hasta que las piernas me dolieron y la espalda me crujió.
A las tres de la madrugada regresé. Entré en casa sigilosamente, como si mi intranquilidad durmiera en alguna parte y no quisiera despertarla. Fui hasta el dormitorio, colgué la ropa en el armario y me metí desnuda en la cama. La frialdad de las sábanas me sobresaltó. Adopté la postura fetal, acurrucándome como un polluelo en el nido, y probablemente alguna gallina amable y maternal me dio su calor, porque en seguida caí en el sueño.
La mañana siguiente amaneció lluviosa. Me sorprendió a mí misma comprobar hasta qué punto había dormido profundamente, de un tirón. Abrí los ojos y sin moverme de la cama observé cómo el agua corría por los cristales. No tenía ganas de levantarme, en la cama se estaba bien. La cama es una isla donde uno se refugia, a salvo del mundo exterior. Encendí la radio y escuché las noticias de actualidad mezclándose con el sonido de la lluvia, como si ambas cosas no me afectaran lo más mínimo. El reloj marcaba las nueve en punto. Sonó el teléfono. Lo dejé sonar. Después contesté. Era el subinspector. Ya tenía los datos de inmigración. Las sospechas se confirmaban, Malena había tramitado el expediente de Lali. Le di las gracias y colgué. Tomé la decisión que debía tomar. Volví a empuñar el teléfono y marqué el número de Malena Puig.
—¿Malena? Quiero hablar con usted.
—Supongo que se trata de algo profesional.
—Sí.
—De acuerdo, la espero. Haré café.
Tomé una ducha caliente. Me vestí muy despacio. Desayuné. No me permití ni una sola conjetura, ni un pensamiento, ni una cábala sobre el caso Espinet.
A las diez hice la que sería mi penúltima entrada en aquella maldita urbanización. Aparqué y me dirigí a pie hasta «Los Ibiscus». La lluvia había vaciado las avenidas y jardines. Se levantó un vientecillo helado que me estremeció.
Llamé al timbre de los Puig. Malena tardó un buen rato en abrir. Cuando lo hizo me sonrió, se apartó a un lado para dejarme paso, sin hablar. Miré mis pies, algo manchados de barro.
—No quisiera ensuciarle la casa.
—Da igual. Suba al estudio, inspectora, he preparado el desayuno allí.
—Malena, lo siento, pero creo que a estas alturas no deberíamos…
Me interrumpió con suavidad:
—Se lo ruego, será la última vez.
Pasó por delante de mí. Mientras subíamos pude ver que sus movimientos eran lentos, como trabados por alguna razón que no acertaba a comprender.
En el estudio había una bandeja con un termo, dos tazas y galletas, todo listo con el esmero con que Malena solía hacer las cosas.
—Siéntese, por favor.
Me miraba fijamente a los ojos. Saqué una grabadora. Noté que cada vez me resultaba más difícil respirar normalmente. Saqué un cigarrillo intentando que el pulso no me temblara.
—¿Me da uno a mí?
Lo extrajo de la cajetilla con mucho cuidado. Se lo encendí. Dio una chupada profunda y se echó hacia atrás en su asiento exhalando el humo con fuerza.
—Al final me lo ha puesto muy difícil, Malena. La investigación ha durado mucho más de lo que esperaba.
La sangre empezó a golpearme rítmicamente en las sienes.
—¿Qué quiere decir?
—No me haga montar un número final, Malena. Confiese ya, será más fácil para todos. Usted mandó matar a Juan Luis Espinet, usted sola. Rosa nada tiene que ver en esto.
Se puso en pie. Fue hacia la ventana y se quedó mirando la lluvia en silencio. Cuando se volvió tenía los ojos llenos de lágrimas.
—No siga más tiempo con esta locura. Confiese. Hemos encontrado el expediente de Lali Dizón que usted alteró.
Una lágrima le cayó por la cara, se la secó con un gesto torpe. Me miró.
—Estoy cansada, sí, no puedo más.
—Usted lo hizo.
—Sí.
—¿Dónde están Lali y Olivera?
—Pero, espere un momento, tengo que explicarle…
—¿Dónde están?
—En Castelldefels. Escondidos en un apartamento.
—Dígame dónde exactamente. En qué dirección.
—En el número 18 de la calle de la Floresta.
Llamé inmediatamente a Garzón.
—Subinspector, es urgente. Lleve una dotación y vayan inmediatamente al número 18 de la calle de la Floresta de Castelldefels. Lali Dizón y el guardia están escondidos allí. No, no, ahora no. Ya le contaré.
Miré a Malena. Se sentó, tranquila, con sus hermosos ojos pendientes de mis movimientos.
—Siéntese, no voy a escaparme, no voy a mentir. Voy a contárselo todo, de verdad. He tomado un sedante, estoy bien.
—Usted mandó a Lali y a su novio que mataran a Juan Luis.
—Sí.
—¿Por qué?
—¡Lo quería tanto, inspectora, tanto! ¿Ha querido usted a alguien mucho alguna vez? Pero mucho hasta el límite, hasta el fin.
La observé sin abrir la boca.
—Seguro que no. Querer así sólo nos pasa a unos pocos. Y a mí me pasó.
—Eran amantes.
—¿No se ha fijado en Anita? Es igual que Juan Luis. Su mismo porte elegante, los mismos cabellos rubios y fuertes.
—¿Es hija suya?
—Sí, pero Juan Luis no pensaba dejar a Inés, desde luego que no. Inés era su estatus, su prestigio social, profesional. Si la abandonaba, se quedaba expuesto al escándalo y eso no podía permitírselo. Lo comprendí, ¿qué demonios iba a hacer? Además, siempre queda la esperanza cuando se está enamorada. Quizá más adelante, cuando los niños crezcan… Creí que él lo pasaba tan mal como yo. ¡Y tenía a su hija! Una niña de los dos. Era una especie de garantía. Él sabía que era su hija, seguramente algún día decidiera mandarlo todo al garete, decir la verdad…
—Pero un día apareció Rosa y le confesó que estaba embarazada de Espinet y que había abortado.
—¡Exacto! —Dio una risotada amarga—. Fue un mazazo. Como si me hubieran descerrajado un tiro en la cara. ¡Adiós, mi querido amor! Imagínese, la doliente enamorada que guarda su secreto porque sabe que la aman también en silencio. Pues no, Juan Luis se estaba acostando con Rosa, y encima la deja preñada, ¡ah, era una especie de semental!
Su risa resultaba patética, helaba la sangre.
—Me pregunté qué número de amante era yo: ¿la veinticinco, la treinta y tres? ¿Nos tendría numeradas o nos pondría nombres en clave? La ejecutiva, el ama de casa… yo sería el ama de casa, por supuesto, eso soy nada más.
—¿Qué hizo entonces?
—Acepté la confidencia de Rosa, la consolé, la escuché. Lo primero que se me ocurrió entonces fue ir a pedirle cuentas a mi enamorado: ¡Oh, mal hombre, ¿por qué, si decías que me amabas?! Luego pensé en organizar un buen escándalo. Pero ¿para qué iba a salir perjudicada yo también? ¿Sabe lo que hice? Fui a ver a Juan Luis y sólo le dije: «Te mataré. Hagas lo que hagas no vas a salir vivo de ésta.» ¿Usted se lo habría tomado en serio?
—Supongo que no.
—Él tampoco lo hizo. Escurrió el bulto, se zafó, me ignoró. Yo ya formaba parte del pasado. Entonces fue cuando decidí matarlo de verdad.
Hizo una pausa y se puso a servir tranquilamente el café. Ahora sí parecía serena, como si aquello fuera una conversación intrascendente, el argumento de una película que estuviera contando.
—Lali me debía un cierto favor.
—Lo sé. ¿Por qué alteró las fechas de su expediente?
—Los dos primeros años que estuvo en el país ilegalmente ejerció la prostitución en un bar. Con esos antecedentes nunca habría logrado un trabajo normal. Es tan histérica y tan inculta que, sólo oír hablar de la posibilidad de verse expulsada del país, funcionó. ¡Y tenía su propia historia amorosa, además! Les prometí cinco millones de pesetas que yo tenía ahorrados. Dejaban pasar unos meses y se largaban a empezar en otro lugar, ¡juntos por fin! Funcionó, a ustedes no se les ocurrió que yo pudiera tener alguna cuenta con dinero propio.
—¿Cómo sabía que Juan Luis saldría de la casa después de cenar?
—Muy fácil, en un momento que estuvimos solos en la cocina le dije que le había dejado una carta debajo de la rueda de su coche. Por supuesto, temiendo que alguien la encontrara, fue a buscarla con la excusa de la botella.
—Fácil. Un robo y en paz. Pero la señora Domènech vio a Lali.
—Eso lo complicó todo. Salió estúpidamente para mirar por la puerta de atrás, inquieta por Olivera, y entonces la señora Domènech le soltó su frase: «¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?» Lali se asustó; mientras ustedes ya estaban por allí husmeando me lo contó, y yo, en una decisión errónea, le pedí que se lo contara a usted también. ¿Qué podíamos perder? En el caso de que la señora Domènech les dijera a ustedes que había visto a Lali, adelantarnos a la declaración de una mujer trastornada, encima con la frase ridícula del pajarito, alejaba toda sospecha.
—Y luego se encontró con Ana Vidal.
—Cuando me dijo que había visto a la señora Domènech pululando por el jardín la noche del crimen pensé… esos policías no acaban de largarse de aquí, ¿por qué no intentar inculpar a una mujer que nunca será condenada por la ley?
—Ahí empezó usted a jugar conmigo, ¿verdad, Malena?
—Me lo puso usted fácil, Petra. ¡Le gustaba tanto Anita…! Además, nos caemos bien, ¿verdad que nos caemos bien?
—No me joda con eso.
—Lo siento, además de la pastilla he tomado un poco de alcohol.
—El día que estaba aquí Inés y dijo delante de mí que Lali sólo llevaba tres años trabajando en su casa fue usted quien se asustó. Creyó que yo empezaría a atar cabos, que la interrogaría de nuevo, y los hizo huir a ambos.
—Sí, les pedí que alquilaran un apartamento en Castelldefels. Sabía que hay muchas urbanizaciones medio desiertas en invierno. Pasarían ahí un tiempo, hasta que ustedes dejaran de incordiar, y luego se fugarían a Filipinas o a cualquier otro lugar. Pero claro, la investigación se ha alargado demasiado y ahora me piden más dinero, dinero que no puedo darles. Y ya no aguanto más, Petra, estoy cansada, es demasiada tensión. Quiero que me encierren, que me dejen dormir.
—Ha llegado a encontrarse tan cercada que decidió entregarme a su amiga Rosa.
—Bueno, tenía que hacerlo con tiento, no soltando todo lo que sabía sino sólo una parte y confiar en que ustedes resolvieran el resto. Todo parecía que se había solucionado ya. Rosa, principal sospechosa, pero con pruebas tan poco definitivas que saldría libre. Dentro de los fallos no había quedado mal, pero… no, estaba usted como uno de esos perros cabezotas que no suelta la pieza jamás, que no abre la mandíbula, que prefiere destrozar el trofeo antes de librarlo.
—¿Cómo es posible que razone sobre todo esto con tanta frialdad?
—No sé, yo soy así. No maté personalmente a Juan Luis, ni siquiera lo vi muerto. Ha sido como un juego, un juego que ha salido mal.
—Lo va a perder todo, Malena, todo lo que tiene, su casa, sus niños… Anita. ¿Valía la pena?
Me miró con una fijeza que me desconcertó. Su voz se hizo grave, trascendental, seria:
—Todo, por una sola hora con Juan Luis lo habría dejado todo mil veces. Me da igual. Ahora se ha acabado el tormento, sé que mientras esté en la cárcel, él no está en ningún sitio, sólo en mi cabeza.
Se levantó y recogió las tazas con aire casual.
—Bueno, inspectora, supongo que tengo que irme con usted. Ya está todo organizado. Cuando los niños vengan, Azucena llamará a Jordi para decirle que regrese antes del despacho. Le ruego que, sobre las seis, le llame por teléfono usted y le cuente que estoy en comisaría, en los juzgados, en fin, dondequiera que esté, usted lo sabrá mejor. He telefoneado esta mañana a mi suegra, que vive en Burgos, y le he dicho que la necesitamos aquí. Tendrá que hacerse cargo de los niños hasta que Jordi sepa cómo va a montar su vida a partir de ahora.
—Todo perfectamente coordinado, ¿verdad, Malena?
—Ya lo ve, es mi rol. Siempre ha sido todo perfecto en mi casa, ¿por qué tendría que cambiar? ¿Puedo pedirle un favor? No le diga a Jordi que Anita no es hija suya. No hay ninguna necesidad de hacerlo sufrir más de lo que va a sufrir ya. ¡Es tan bueno! Me quedo tranquila, los niños estarán perfectamente con él.
Bajamos a la cocina. Dejó el servicio de café sobre una mesa y enjuagó las tazas. En el hall se puso el abrigo.
—¿Llueve aún? ¡Bah, no es necesario que cojamos paraguas!
Iba a cerrar la puerta, pero tuvo una vacilación.
—Espere un momento. Creo que voy a coger las pastillas de Trankimazin. No me gustaría que se me pasara el efecto y montar algún número en público. ¿Me las quitarán en comisaría?
—Supongo que, de momento… no.
Volvió atrás y reapareció tras un instante.
—Ya podemos irnos.
Llevaba uno de esos abrigos acolchados de aspecto deportivo, tejanos, botines de piel. Al ir a subir al coche mi teléfono sonó. Era el subinspector.
—¿Petra? Los tenemos.
—De acuerdo, Fermín.
—Ya vamos para comisaría. ¿Se puede saber dónde está usted y cómo ha sabido y…?
—Hablaremos después, Garzón. Estamos en camino.
—¿Estamos, quién va con usted?
—Después, subinspector, después.
No hablamos en todo el trayecto. Allí, en el coche las dos, mirando distraídamente el tráfico y la lluvia, parecíamos dos amas de casa que van de compras a la ciudad.
Le pedí a Garzón que se ocupara personalmente de los trámites con respecto a Lali Dizón y Pepe Olivera, no tenía muchas ganas de enfrentarme con ellos. Además, estaba convencida de que cuando el subinspector hubiera acabado con ellos, iba a hacerme una crónica pormenorizada de lo que sucediera, como en efecto así fue.
—Se abrazaron y no se apartaban el uno del otro, inspectora. ¡Eso sí que es amor! Comprendo que mataran si pensaban que los separarían. Y sin embargo, ya ve, ahora separados están.
—Parece que por amor el asesinato tenga justificación.
—No, pero dan un poco de pena. Son incultos, son pobres, están solos en el mundo, lo único que tenían era su amor.
—¿Quiere defenderlos en el juicio? Lo haría bien.
—No tienen nada que hacer, los condenarán a un montón de años. ¿Y sabe lo que pienso? Que la verdadera culpable, la única quizá, ha sido Malena. Ella sí sabía lo que hacía.
—También actuó por amor.
—Más bien por venganza. Y lo hizo con cálculo y premeditación.
—Tiene más recursos.
—¿La defendería usted en el juicio?
—No, yo no. Ya tendrá quien lo haga.
Vi a Malena una vez más. Iba a hacer una nueva declaración ante García Mouriños. Yo entregué mis últimos informes y nos encontramos en el despacho del juez. Me sonrió. Pidió permiso al juez para quedarse a solas conmigo un instante, y él se lo concedió. El magistrado me hizo salir al pasillo y me dijo:
—Dos minutos, Petra, ni uno más. Ya sé lo que esa chica quiere de usted, que le dé una carta a su marido. La he revisado y no hay inconveniente, pero ya sabe que cuando hablen no debe pasarle ninguna información.
—Lo sé, no se preocupe.
—Es increíble, está serena, razona… se autoinculpa como si matar a un amante fuera la cosa más normal del mundo.
—Es obvio que lo tenía muy meditado.
—Sí, no la cegó la pasión.
—Cuando la pasión se enfría, adopta formas monstruosas, juez.
Entré en el despacho, donde Malena esperaba sentada, relajada, mirando al suelo.
—¿Le ha dicho el juez cuál es el favor que pienso pedirle?
—Sí. ¿Por qué no le da la carta su abogado?
—Quiero que se la entregue usted. Es la última voluntad del condenado.
—No tengo inconveniente, lo haré.
—Le he pedido por teléfono a Jordi que no venga a verme, que no comparezca en el juicio si no lo llaman a declarar y, por supuesto, que no traiga a los niños. Nunca. Tampoco de visita cuando yo esté en la cárcel. No podría verlos, sería demasiado doloroso para mí. Resultará mejor para ellos que figure como muerta. Una madre muerta es algo fácil de aceptar.
—Muy bien, si es lo que ha decidido…
—En la carta que lleva me limito a pedirle perdón. Él no merece todo esto en absoluto, pero…
—Preferiría que no me contara ningún detalle, por favor.
—¿Me guarda rencor, Petra?
—Es una pregunta improcedente, un policía no le guarda rencor a un delincuente, no hay entre ellos nada personal. Y ahora disculpe, pero tengo que marcharme.
—¿Volveremos a vernos?
—No es probable.
—Entonces…
La interrumpí con una sonrisa forzada.
—Entonces… adiós.
Salí del despacho sin darle tiempo a reaccionar. Ya había existido demasiado «factor humano» entre ambas. Por regla general, siento cierta piedad por el culpable al que acabo de descubrir. Veo sus circunstancias, analizo sus motivos y suelo pensar que hay en su vida la suficiente miseria moral como para llevarlo a asesinar. Pero con Malena era diferente, no acababa de comprender en profundidad qué la había llevado a matar a Juan Luis Espinet. Sin duda, mi incapacidad para llegar hasta el fondo estaba relacionada con que yo nunca había experimentado la pasión con la misma intensidad que Malena. ¿Me había perdido algo o me había librado de una buena? No lo sé, y supongo que nunca llegaré a saberlo aunque viva cien años. A no ser… a no ser que algún día sienta la pasión con la locura con que Malena la sintió. Sólo espero entonces que el desenlace de una pasión tan devoradora no sea necesariamente destructivo, ni haga de mí una asesina, ni siembre el dolor entre los que estén a mi lado, porque sería muy duro admitir que todas las grandes pasiones acaban mal.
Aquélla sí fue la última ocasión en la que entré en «El Paradís». Tendría que haberme parecido especial, pero lo vi como siempre: casas y jardines, calma y gritos de niños jugando.
Frente a la verja de «Los Ibiscus» había un camión de mudanzas. Unos cuantos operarios sacaban y cargaban los muebles de los Puig. Como la puerta del jardín estaba abierta, entré y me dirigí hacia la casa. En ese momento salía Jordi Puig. Su cara carnosa e infantil no pudo evitar una ligera contracción de desagrado al verme. Pero su tono fue sereno y cortés.
—Hola, inspectora, ¿cómo está?
—Perdone, Jordi, ya veo que es muy mal momento, pero tengo algo para usted.
—Sí, ya lo sé.
Le alargué la carta y él la guardó en el bolsillo de su pantalón, sin mirarla siquiera.
—No puedo invitarla a pasar, está todo tan destartalado…
—¿Se van?
—He encontrado un buen piso en Barcelona, será más fácil para mí. Pondré la casa en venta y… veremos.
—Seguro que la venderá, es una casa espléndida.
—Le advierto que ahora hay muchas por vender. Los señores Domènech se han mudado, también los Salvia, e Inés.
Me miró con tristeza. Le tendí la mano y él la estrechó.
—¿Quiere despedirse de los niños? Están dentro, con mi madre. Ahora tendrá que echarme una mano más de una vez, aunque Azucena se queda con nosotros.
—No, dejemos las despedidas, está bien así. Adiós, Jordi.
—Adiós.
Le di la espalda y caminé despacio hacia el coche. Ignoraba si Malena me había hecho depositaria de la carta esperando que dijera algo en su descargo, pero no se me ocurrió. Cuando abrí la portezuela y fui a sentarme volví la vista hacia Jordi Puig. Entonces comprobé que estaba aún en el mismo sitio donde nos habíamos despedido, y que sus tres hijos se encontraban con él. Los dos niños lo flanqueaban y tenía a la niña entre las piernas. Me dijeron adiós con la mano y yo correspondí. La imagen de aquel hombre que había vivido entre el engaño sin engañar a nadie me sobrecogió. Era una de las cosas más tristes que había visto jamás.
Y bien, casi todos habían sido expulsados de aquel paraíso en el que abundaban las serpientes de la tentación. Era una comparación bíblica quizá demasiado facilona, pero lo suficientemente buena como para soltársela a Garzón cuando llegué a comisaría. Reconozco que le gustó y en seguida la metió en un contexto que le hizo exclamar:
—Por cierto, Petra, ha llegado una carta del Vaticano dirigida a usted.
—¿El papa me invita a merendar?
—Sin cachondeos, es cierto. Mire, aquí la tiene. Ha despertado la expectación de los muchachos que están de guardia.
Me tendió una carta con los hermosos sellos del pequeño estado pontificio. La abrí. Era del cardenal Di Marteri que, para mi sorpresa, escribía en un español perfecto y académico.
Respetada inspectora Delicado:
Le mando esta misiva breve porque creo deberle una explicación. En mi mediación con las familias Ortega y Carmona hubo un extremo que quedó sin aclaración y que nada pude hacer por solucionar. En realidad no tengo ninguna garantía de que los dos presuntos responsables de los crímenes cruzados que se hallan en prisión en espera de juicio sean los culpables de verdad. Ellos me prometieron que entregarían a un hombre por familia, pero fue humanamente imposible hacerles afirmar que esos hombres cometieran los asesinatos imputados. Sin embargo, ellos me juraron que esos hombres callarán por siempre y saldarán las deudas con la justicia en nombre de todo su clan familiar. Esperemos que Dios les conceda la fortaleza necesaria para llegar hasta el final. Sin embargo, es necesario que usted sepa la verdad por si algo llegara a ocurrir.
Le hago llegar mi bendición por la gracia de Dios.
Suyo afectísimo:
PIETRO DI MARTERI
La sorpresa y la rabia que sentí me dejó muda. Le pasé la carta al subinspector. La leyó. Me miró con el rostro impasible.
—¿Y todo esto qué quiere decir?
—Quiere decir que en cualquier momento los dos tipos que tenemos en chirona pueden contar que no son los asesinos y demostrar con coartadas que dicen la verdad. Por lo tanto, mi querido subinspector, la confesión que le hicieron a Di Marteri no tiene más valor que las otras tantas falsas confesiones que nos hicieron los gitanos a usted y a mí.
—¡Joder!, ¿y entonces por qué ese cura organizó todo aquel follón con el papa incluido?
—¡Coño, se apuntó los méritos, ganó tantos para el papa frente a los medios de comunicación y se quitó el problema de encima! ¿Le parece poco?
—¡Qué cabrón!
—Debería habérmelo imaginado. La Iglesia nos lleva muchos siglos de ventaja, Fermín.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Deberíamos decirlo.
—¡Ah, no, ni hablar, para que Coronas nos ponga a parir! ¿Sabe qué le digo, Petra?, que si Dios lo ha dispuesto así por algo será. Seguro que ninguno de los que están en la cárcel dirá ni mu. Tendrán miedo de que Dios los castigue.
—No sé yo si…
—Relájese y démonos una tregua, por favor, no soportaría tener que volver a empezar con el caso de los gitanos.
—Está bien, su caso es.
—¡Justo cuando iba a anunciarle la celebración tiene que pasar esto!
—¿Qué celebración?
—El juez García Mouriños nos invita mañana a cenar en su casa a los cuatro. Las hermanas Enárquez, usted y yo. Además, el comisario ha dicho que pase por su despacho porque quiere felicitarla.
¿Qué iba a hacer yo si las cosas se decidían a funcionar bien? ¿Comportarme como una aguafiestas y ponerme a contar la verdad? ¡Ah, no, allá cada cual con su conciencia! Dios escribe derecho en renglones torcidos, y por mí como si era analfabeto, me daba igual.
Coronas me felicitó. Reconoció que mi insistencia y cabezonería habían hecho culminar el caso Espinet con un éxito total. Se lo agradecí. Nunca anda mi ego sobrado de piropos. Echaría mano de ése cuando algún otro caso se empezara a torcer.
En cuanto a la cena en casa del juez, fue, ¿cómo expresarlo?, redonda y completa. Charlamos, comimos, bebimos, bromeamos, nos reímos y, como colofón, asistimos a una proyección de El acorazado Potemkín, que el gallego se marcó impertérrito en su vídeo. Mientras discurría en la pantalla aquella obra inmortal, vi a García Mouriños y a Concepción Enárquez lanzarse de vez en cuando miradas de arrobo, al subinspector dar cabezadas y a la hermosa Emilia tragarse con interés la película, relajada y en paz. Entonces comprendí que la teoría del aprovechamiento integral vital había dado origen a un pequeño club de funcionamiento impecable, y me alegré.
A las tres de la madrugada se encendieron las luces de la sala de estar. Nos levantamos y, todos un tanto amodorrados, recogimos nuestras ropas de abrigo. Ya dispuestos a marchar, el juez nos sorprendió diciendo:
—Y ahora, señores, ¡a bailar, que mañana es sábado! Conozco un salón donde la animación empieza a estas horas. ¡Les encantará!
Nadie se hizo de rogar en exceso, nadie excepto yo. Mi idea de una juerga no empezaba en Eisenstein y acababa en boleros cadenciosos. Así que, por mucho que me insistieron, decliné acompañarlos.
Los vi marchar calle abajo mientras iba en busca de mi coche. Cuando ya casi estaba a punto de partir me llegó la voz del subinspector, que llegaba corriendo.
—Petra, ¿seguro que va a estar bien si se marcha ahora a casa?
—Desde luego, seguro que sí.
—¿Ha pensado en aquello que le dije de adoptar a una niña china?
—Sí, lo pensé, y al final decidí que mejor adopto a un joven senegalés con un pene de veinte centímetros. ¿Lo aprueba?
La risa se le escapó entre el bigote que pugnaba por seguir serio.
—Desde luego, inspectora, ¡qué bruta es usted!
—Como diría Di Marteri, Dios me hizo así. Buenas noches, Fermín. Váyase, le están esperando.
Se unió corriendo a su pequeño grupo y desaparecieron en la noche. ¡Pobre Garzón! Se inquietaba por dejarme sola. No sabía que en aquel momento lo único que me faltaba para ser completamente feliz era ver pasar las bandadas de patos salvajes. Y eso, bien segura estaba de ello, no ocurriría aquel año. Quizá al siguiente, o al otro, o cualquier año en que lleguen a cumplirse al fin las eternas promesas de felicidad que todo el mundo guarda en su más escondido rincón.
Vinaroz, 15 de agosto de 2001