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El juez García Mouriños vio suficientes indicios de delito en los últimos descubrimientos como para imputar a Rosa Massens. Fijó una fianza de diez millones de pesetas, ya que no advertía riesgo de fuga por parte de la presunta culpable. Mateo Salvia pagó sin problemas esa cantidad. Garzón había estado presente cuando éste fue a buscar a su mujer.
—¿Se le veía enfadado? —le pregunté.
—No, y me extrañó. Más bien se le veía cínico, como pasado de todo. Oiga, inspectora, ¿no estaremos metiendo la pata? A lo mejor el asesino es él.
—¿Eso cree?
—Podría serlo por los mismos motivos por los que creemos que ha sido ella. Se enteró del affaire de su esposa y…
—Pidió ser ella quien se lo contara.
—A lo mejor intenta protegerlo.
—No compliquemos las cosas. Las resoluciones del juez no van ni mucho menos por ahí.
—¿Qué ha ordenado?
—Una nueva investigación más exhaustiva de los asuntos económicos de Rosa. También ha determinado que sigamos interrogándola como sospechosa principal.
—¿Hasta que confiese?
—Hasta que confiese y, sobre todo, hasta que nos diga dónde se esconden Lali y Olivera, si es que lo sabe.
—O sea, que el caso está en pelotas aún.
—¡Hombre, tanto como en pelotas!… No está en absoluto cerrado. Digamos que los resultados de nuestra investigación no han dado lugar a una resolución inmediata.
—Pues el papa llega pasado mañana.
—¡Por mí como si toma la primera comunión! No sé qué tiene que ver el papa con esto.
—Petra, sí lo sabe. Si no conseguimos cerrar el caso en dos días, Coronas nos relevará, pasará a ser competencia de la policía judicial.
—Bueno, eso no sería ninguna tragedia.
—Suponiendo que Rosa sea de verdad la asesina, no; pero si nos equivocamos…
—Es usted persistente en sus dudas.
—Yo interrogaría al marido.
Debería haberme acostumbrado ya a las reticencias de mi compañero, a su tendencia natural a no aceptar por las buenas el consenso. Pero uno, de manera inconsciente, tiende a no creer que los demás son iguales a sí mismo hasta la muerte. Aceptar que es así es demostrarnos que tampoco cambiaremos jamás, lo cual resulta duro. Además, en aquella ocasión comprendía que Garzón fuera remiso a dejar las cosas como estaban. Aquel caso tenía pinta de ir a cerrarse en falso, no de modo concluyente y radical. Iba camino de convertirse en uno de esos detestables casos, tan frustrantes, en los que los acusados permanecen meses o años en calidad de presuntos culpables hasta que llega el juicio. Nunca, incluso cuando ya está dictada la sentencia, tiene uno la certeza de estar ante la completa verdad.
Accedí sin hacerme de rogar demasiado a un nuevo interrogatorio de Mateo Salvia. Lo cité en mi despacho. Como Garzón estaba muy inclinado subjetivamente en su contra, decidí que no estuviera presente para no influenciarme. Aceptó la orden sin rechistar.
Antes de que Mateo Salvia entrara, esperaba encontrarme con un hombre acabado, abatido por la enormidad de los acontecimientos. Al verlo comprendí que no era ni mucho menos así. Salvia se presentó elegante, ligero como siempre, con su sonrisa entre amarga e irónica exhibida al borde de la desfachatez. Sin embargo, un observador perspicaz podía advertir que un par de semicírculos oscuros se habían dibujado bajo sus ojos. Nada le ocurría por el contrario a su actitud calmada y su tono de voz. Seguía parsimonioso, con un deje cínico que se había incrementado si cabe.
Yo no tenía muy claro por dónde empezar, así que opté por abrir el campo en toda su amplitud esperando que surgieran a la conversación datos de interés.
—Y bien, Mateo, ¿qué me dice de todo este berenjenal?
—Pues que no me gustan las berenjenas y, aun así, voy a tener que tragármelas.
Sonrió con una ironía en la que adiviné una enorme tristeza, un gran cansancio. Luego añadió más serio:
—Rosa no lo mató, estoy seguro. Ella nunca habría contratado a ese par de desgraciados, no es su estilo. No los conocía apenas. Es una acusación absurda.
Garabateé falsas notas que me dieran tiempo para pensar.
—¿Y usted, los conocía?
—No. A la chacha de los Espinet la había visto, naturalmente, pero no sabía ni cómo se llamaba. Al guardia de día dudo haberlo visto nunca. ¿Qué pasa, cree que yo fui el asesino, el cómplice o algo así? No sé por qué habría tenido que meterme en semejante follón.
—Por los motivos clásicos: celos, despecho, honor mancillado…
Soltó una carcajada.
—¡Honor mancillado!, creí que eso no existía ya.
—Bueno, ahora se le llamará autoestima herida o algún otro término psiquiátrico, pero no deja de ser lo mismo.
Tamborileó sobre la mesa y me miró frente a frente.
—¿Quiere que le confiese una cosa, inspectora Delicado?
—Para eso estamos aquí.
—No habría tenido la fuerza moral para sentirme mancillado como usted dice si Rosa me hubiera contado que estaba embarazada de Espinet, cosa que no hizo.
—¿Puedo saber por qué?
—No sé qué idea se ha hecho de los habitantes de «El Paradís», pero le aseguro que nada es lo que parece. Inés y yo estuvimos liados durante un tiempo.
Toucheé. ¿Alguien da más? El juego sigue abierto, pensé, si es que podía pensar con propiedad.
—¿Habla en serio?
—Por completo. Ella estaba harta de un marido que no le hacía ni caso y yo pasaba por allí.
—¿Se enteró alguien?
—Nadie. Hicimos de la discreción una virtud, y no cometimos errores de bulto.
—Bien, no sé qué decir.
—Espero que comprenda que no soy el más indicado para tomar venganza por una infidelidad.
—¿Por qué finalizó lo suyo con Inés?
—Todo tiene un principio y un final. Lo pasamos bien y después continuamos siendo amigos. A eso se le llama tener clase, nada de embarazos ni abortos como en un folletín de tercera.
—¿Qué piensa hacer ahora?
—Separarme de Rosa, ¿qué voy a hacer? Ha estallado el escándalo y eso altera el delicado equilibrio general. No hay otra alternativa.
—No parece tener muchas ilusiones, Mateo.
—Nunca las tuve. Desencantarse siempre me ha parecido una horterada, algo así como reconocer en público una debilidad.
Volvió a sonreír con su actitud cansada. Me dio la impresión de estar más desgastado que derrotado. Le dejé marchar sin más preguntas que pudieran interesar al caso y pedí que no me pasaran llamadas. Tenía que pensar, intentar asimilar lo que acababa de saber. ¡La desconsolada Inés! La esposa aniñada y dependiente incapaz de superar la pérdida de su marido. A partir de aquel momento debía empezar a considerar la necesidad de matricularme en un cursillo de psicología aplicada a la vida diaria. Bien, hasta ahí llegaba mi reacción humana, llena de cotilleo y curiosidad. Ahora debía encajar el nuevo dato en el rompecabezas colectivo y ver cómo alteraba el cuadro final. Había muchas opciones. Por ejemplo: Inés y Mateo se entienden. Espinet se entera y, por despecho, se lía con Rosa. Inés se entera del ligue de Rosa y Espinet y, en un arranque, lo hace matar. Nadie como ella conoce el talante secreto de su propia doméstica. Claro que, frente a todo y ante todo, estaba aquel aborto, el único hecho palpable y real derivado de aquella madeja de infidelidades y camas cruzadas. ¡Dios Santo, me perdí entre piezas que coincidían con otras por dos o tres sitios a la vez!
Contarle las novedades y los líos de combinaciones que generaban al subinspector y ver cómo se sumía en un mal humor ciclópeo fue todo uno. Blasfemó en muchas más lenguas de las que conocía.
—Mire, inspectora, aquí no se pueden hacer conjeturas ni buscar móviles válidos. ¡Todo cristo follaba con el vecino! Resulta que, al final, tres personas habrían tenido motivos pasionales aceptables para cargarse a Espinet.
—Sí, pero sólo una de ellas tuvo que abortar por su causa.
—En efecto, tener que abortar es un paso más.
—El único computable.
—Movámonos por los hechos, Petra.
—Estamos en ello.
—¡Si atrapáramos a los dos fugitivos!, pero por lo visto a la policía española le falta eficacia.
—¡No me joda, Garzón! Usted sabe mejor que yo que pueden estar en cualquier parte. Es buscar una aguja en un pajar. ¡Somos nosotros los que hemos hecho algo mal!
—Nosotros también somos la policía española —sonrió como un niño que se apunta un pequeño tanto.
—Puede tomárselo a broma, pero tal y como están las cosas, el juez declarará inocente a Rosa por falta de pruebas. ¿Y sabe qué significa eso? Que la investigación no ha estado bien hecha, no hay más.
—Justamente ayer estuve con el juez. Fuimos a ver una película de Kurosawa.
—¡Subinspector!, maneja usted ya los grandes nombres con mucha soltura.
—Soy un experto: Buñuel, Godard, Jarmusch y las últimas películas del grupo Dogma.
—¡Qué barbaridad!
—¡Me trago cada coñazo! Cualquier día montaré un cine club en comisaría.
—¿Le dijo algo el juez sobre el caso Espinet?
—Él sigue teniendo mucha confianza en las investigaciones financieras del inspector Sangüesa.
—Sangüesa ya investigó en su día sin ningún resultado.
—Pero ahora está poniendo las cuentas de Rosa patas arriba. Por cierto, ¿cuántas veces la hemos interrogado ya?
—Varias, pero no parece dispuesta a confesar.
—Tengo que irme, inspectora. El comisario quiere verme.
—¿Y a mí no?
—Creo que la ha dejado por imposible.
—Ni hablar, está esperando que acabe la historia del papa para clavarme la puntilla.
—No sufra, cuando muera yo le rezaré.
—Espero que lo haga el papa, ya que estará por aquí…
Al menos con Garzón podía bromear. Desde que tenía una amistad estable con Emilia Enárquez su carácter se había estabilizado también. Sí, todo lo que habíamos abordado a base de la teoría del aprovechamiento integral vital había salido de maravilla, pero por desgracia la teoría pinchaba en el caso Espinet. Una botella cerrada, eso era el caso Espinet. Puede que hubiéramos conseguido vaciarla de líquido por medio de alguna fisura, pero el tapón seguía en su sitio. La posibilidad de que surgiera un último dato sorprendente y esclarecedor era cada vez más remota. Nos veríamos obligados a forzar a Rosa hasta lograr una confesión. El viejo sistema policial de arrinconar a un presunto culpable hasta arrancarle una confesión no me gustaba nada. Era como cazar un conejo e ir despellejándolo poco a poco, un día un jirón de piel, otro al siguiente… un modo detestable de trabajar. Minar la resistencia de un ser humano tenía algo de bajeza, nada que ver con sacar una paloma blanca e impoluta de la chistera. Pero no quedaba más remedio.
Decidí acudir a «El Paradís» en vez de hacerla comparecer en comisaría. Era un cambio de estrategia mínimo, pero quizá se revelara como eficaz. Entrar en la urbanización empezaba a causarme una tremenda sensación de desagrado. Lo que antes me provocaba ilusión de libertad: flores, pájaros y niños, había acabado por convertirse en claustrofobia. El aire se había enrarecido. Allí vivían aquellos jóvenes patricios con su felicidad de catálogo ideando las mil y una maneras de ser desgraciados. Bajo el verdor deslumbrante de los árboles había demasiados nidos vacíos.
El efecto negativo se incrementó a medida que me acercaba a casa de los Salvia. Sabía bien que ya no me esperaba el café humeante de Malena Puig ni el calorcillo del cuerpo de su hija, sino la tragedia soterrada de una mujer caída.
Rosa me abrió la puerta. Había envejecido de repente. Estaba vestida con una bata ligera bajo la que se veía el pijama. No se había peinado. Me miró como si no me reconociera.
—¿Puedo hablar con usted?
Me franqueó el paso con un gesto ausente. En el vestíbulo había varias maletas apiladas, y unos palos de golf.
—Mateo se va —dijo sin saludarme. Luego caminó con los hombros bajos y me llevó al salón. Se dejó caer en un sofá. Me senté frente a ella—. Dice que de momento va a alquilar un apartamento porque no puede ni debe quedarse más tiempo aquí. ¿Usted lo entiende, inspectora? Hace muchos años que estamos juntos. Nos hemos aguantado todo mutuamente: la indiferencia, el mal humor, las respectivas infidelidades… pero ahora no puede permanecer en esta casa ni un momento más.
Me encogí de hombros, y la dejé hablar.
—Y, sin embargo, nos llevábamos bien, habíamos llegado a un estado amistoso, de cariño y comprensión. Nos animábamos si algo iba mal, nos hacíamos compañía, íbamos juntos a fiestas, reíamos. Pero esta mañana no ha querido ni dirigirme la palabra.
—Han pasado cosas muy graves, Rosa.
Se volvió con un ímpetu inesperado.
—¿Qué es lo que ha sucedido, qué? ¿Que lo engañé con Juan Luis? Ayer mismo él me confesó que había estado liado con Inés. ¿Que estaba embarazada? ¡Aborté! Él ha sabido otras veces que he tenido amantes y nunca le importó.
—Está olvidando que se ha cometido un asesinato.
—¡No sea ridícula, inspectora, yo no lo maté! Puedo comprender que al principio tuvieran dudas sobre mí, pero es absurdo pensar que lo hice yo, ¡absurdo! ¿Usted lo piensa de verdad?
Había recobrado la energía y la resolución que la caracterizaban.
—Mi cometido no es pensar.
—¿Pues cuál es entonces?
—Averiguar la verdad. ¿Puede contarme su versión de los hechos?
—¿Cuántas veces espera que vuelva a repetir lo mismo?
—Las que sean necesarias.
—¡Lo sabe todo ya! Era amante de Juan Luis. Me quedé embarazada y decidí abortar. Eso precipitó nuestra ruptura. Es todo, no hay más.
—¿Tenía usted esperanza de que abandonara a su mujer?
—No.
—¿Quién inició la relación?
—Yo, pero él no se hizo de rogar.
—¿Se enfadó cuando le contó que estaba embarazada?
—No, sólo se sorprendió.
—¿Qué le dijo?
—No me acuerdo muy bien. Algo como que había sido un fallo impensable.
—¿Le pidió él que abortara?
Quedó callada un momento. Veía palpitar su pecho bajo la ropa fina.
—Quizá me lo sugirió.
Pegué un bote en mi asiento, me enervé.
—¡Vamos, Rosa, por Dios! Declaró usted que en ningún momento le habló de abortar y ahora resulta que se lo sugirió. ¿Cómo se desarrollaron las cosas, como en un consejo de administración? «Le sugiero amablemente que aborte por el bien de nuestra sociedad.» ¡Seamos realistas! Usted le pidió que abandonara a Inés y él se negó. Ambos montaron en cólera. Usted le dijo que no pensaba deshacerse del niño y él le exigió que lo hiciera. No estaba dispuesto a que se organizara un escándalo.
—¡No me lo exigió!, me rogó que lo hiciera por mi propio bien.
—¡Perfecto!, y usted le contestó con toda educación: «No te preocupes, querido, abortaré.»
—¡No, no fue así!
—¡Desde luego que no! Usted se resistió, lo amenazó. Ambos se pusieron violentos. Juan Luis la persiguió durante una semana intentando convencerla por todos los medios de que interrumpiera su embarazo, hasta que por fin no pudo resistir más su presión y lo hizo.
Se encaró conmigo, presa de una gran furia.
—¡Sí, ¿y qué, qué prueba eso?!
—Eso prueba que le guardó usted un rencor terrible. En primer lugar, su amante había demostrado no quererla en absoluto y, encima, la obligó a deshacerse de un hijo que siempre había querido tener.
Su cara demostró el daño terrible que le hicieron mis palabras. Continué, quizá estábamos llegando al final y confesaría.
—El resentimiento que sentía se convirtió en odio. Primero pensó en contar la historia a todo el mundo y organizar un gran escándalo. Más tarde se preguntó por qué tendría que salir usted también perjudicada de aquel affaire. Había un sistema más drástico, más definitivo, que en esos momentos le pareció más justo: matarlo.
—¡Yo estaba con los demás cuando mataron a Juan Luis!
—¡Vamos, Rosa, no me haga reír otra vez con eso! Usted sabía que Lali y Olivera estaban liados, que ambos tenían pocas luces y poco dinero, de modo que les propuso un arreglo ideal.
—¡No, yo no sabía nada de esos dos!, ¡qué iba yo a saber!, ¡tengo otras cosas de las que ocuparme!, ¡no suelo ir charlando con los criados con santa paciencia como hace Malena! ¿Cómo se me podría haber ocurrido acudir a una medio subnormal como Lali?
—No la creo, Rosa, no la creo, y lo siento de verdad.
—Y si nadie piensa creer en mis palabras, ¿por qué me hacen hablar y hablar? En realidad piensa que si una mujer aborta ya es capaz de cualquier cosa.
Se puso en pie dignamente.
—Márchese, inspectora. No voy a consentirle que juegue conmigo.
—Le aseguro que no se trata de un juego. Su situación es muy complicada.
—Salga de mi casa. Yo no lo maté. No soy el tipo de persona que anda matando gente por ahí.
Me levanté y fui hacia la salida.
—Se sorprendería si viera a algunos asesinos, Rosa, no tienen cara de delincuentes ni van con la navaja bajo el brazo. Si decide hablar, llámeme.
Supongo que se derrumbaría al salir yo, pero aparentemente mi visita la había confirmado en su dignidad. Las batallas les sientan bien a los guerreros.
Me preguntaba por qué aquella guerrera se había dejado liar en un asunto semejante. Las mujeres no tenemos remedio, pensé, al final caemos en los tópicos más mugrientos: la desdichada que se enamora del hombre casado al que nunca podrá tener. ¡Demonios, puede que hubiéramos conseguido la liberación, pero no habíamos avanzado nada en nuestra vida sentimental! Rosa había fundado una fábrica, la había hecho cotizar en Bolsa, ¿no podía complementar la decadencia de su matrimonio con algún que otro ligue intrascendente? Pues no, ahí se encontraba, empantanada en una tragedia del corazón que a nuestras tatarabuelas ya les habría resultado familiar. ¡Al carajo! Esperaba ser hombre en mi próxima reencarnación, o mejor serpiente o mandril, cualquier bicho antes que otra mala copia de la Regenta, Ana Karenina o Madame Bovary.
Bueno, no había logrado una confesión y me había cabreado. Allí la dejaba con su conciencia y el teléfono intervenido por si acaso. Esperaba que reflexionara un poco más sobre lo que le convenía.
Ni se me ocurrió acercarme a charlar con Malena. Estaría arrepentida de haberme ayudado y mi presencia le recordaría su traición a la amistad de Rosa. Enfilé el camino central tan absorta que tardé en darme cuenta de que una mujer me llamaba desde un coche.
—¡Inspectora, inspectora Delicado!
Me acerqué. Tardé unos segundos en reconocer a Ana Vidal, la vecina que vio a la señora Domènech la noche del crimen.
—¿Cómo está? Iba al supermercado cuando la he visto pasar. ¿Es cierto lo que se dice por aquí?
—¿Qué se dice?
—Que la esposa de Salvia está imputada en el asesinato de Espinet.
—Las noticias vuelan.
—Ya sabe lo que ocurre en lugares cerrados. Es terrible lo de Rosa, ¿verdad?
—Cuidado, no se confunda, Rosa no será culpable hasta que la juzguen y el juez la encuentre culpable.
—Opino lo mismo que usted. Acuérdese de la pobre señora Domènech. ¡Me habría muerto si llegan a acusarla sin motivo por culpa de mi declaración! De hecho, sólo se lo conté a ustedes porque Malena Puig insistió.
—¿Cómo?
—¡Oh, bueno, fue pura casualidad! Encontré a Malena en la zona infantil y le conté que había visto aquella noche a la señora Domènech. Yo no quería testificar porque me parecía que no tenía nada que ver con el crimen, pero Malena me recalcó mucho que se lo dijera a usted. Por eso me decidí.
—¿Por qué no me lo comentó?
—No sé, pensé que no tenía importancia. ¿La tiene?
—No, no en realidad.
—Bueno, inspectora, me voy a comprar. ¡Ojalá todo esto se acabe pronto!
—Sí, ojalá.
Puso el coche en marcha y se alejó. Yo me quedé quieta donde estaba, pensando. Malena. En cada recoveco de aquella investigación surgía su nombre. Se había tomado muy en serio su ayuda a la policía. En los primeros momentos nos había pasado datos sobre Lali, sobre el propio Espinet, sobre su viuda. Ahora acababa de saber que su intervención había sido crucial para que Ana declarara haber visto deambular por la urbanización a la señora Domènech la noche del crimen. Convenció a su propio marido para que nos contara las confidencias que Espinet pudiera haberle hecho. Como punto final, su testimonio había sido definitivo para llevar hasta la categoría de principal sospechosa a Rosa Salvia. ¿Demasiada casualidad? ¿Sabía ella desde el principio quién había sido el asesino? No me lo parecía. Malena vivía sin el montón de obligaciones profesionales que acuciaban al resto de los amigos de Espinet, era bastante normal que se hubiera implicado en el caso como no lo había hecho ninguno de ellos. Sin embargo, la conciencia me mordisqueó el lóbulo de la oreja y, como no olvidaba las acusaciones de debilidad que Garzón me había hecho, en cuanto encontré a éste en comisaría le señalé el reiterado concurso de Malena en la investigación para saber qué opinaba.
—Es curioso, sí. Claro que, según usted, fueron sus conversaciones y preguntas las que la movieron a hablar.
—Eso pienso, sí.
—De todos modos, habría que investigarla más a fondo.
—¿Qué motivos podría tener para ocultar al asesino de Juan Luis?
—Que fuera su propio marido.
—¡Oh, no, Garzón!
—¿Cómo que no? En un grupo en el que todo el mundo follaba con el de al lado, cualquier cosa es posible. Claro que si seguimos la estela de cada polvo oculto, al final nos podríamos encontrar con más sospechosos que muertos.
—Es una manera un tanto silvestre de expresarlo.
—En cualquier caso, ahora se nos impone una pequeña parada técnica. Pasado mañana llega el papa y esta noche tenemos un ensayo general del dispositivo de seguridad. ¿Lo recordaba?
Era como si no quisiera recordarlo. Durante un mes la policía de Barcelona había afilado sus armas para poder bailar un baile final perfecto. La vedette principal aterrizaba aquella misma noche en el aeropuerto de El Prat después de haber movilizado por completo la ciudad. Se alojaría en el palacio de Pedralbes. Mi único consuelo era pensar que mi participación en la magna organización se limitaría a la misa.
Con esa idea acudí al ensayo en la plaza de la Catedral. El cardenal Di Marteri ocupaba un lugar fijo en aquella coreografía y mi obligación era estar a su lado. Lo busqué. Nos saludamos con amabilidad. Desde que nos había ayudado no habíamos intercambiado ni una sola palabra más. Ambos permanecimos en silencio mientras aquello duró. Busqué al subinspector cuando se dio por terminada aquella absurda prueba.
—¿Qué hace usted esta noche, Fermín, tiene sesión de cine club?
—No, ni hablar.
—Entonces quiero proponerle un plan.
—¿Erótico?
—Sí, con el erotismo que da investigar. Lo invito a cenar en mi casa, y como materiales de la orgía le propongo que traiga todos los expedientes del caso Espinet.
—Ya me imaginaba algo así. ¿Qué vamos a hacer?
—Examen de conciencia, dolor de los pecados y propósito de enmienda.
—Eso es algo de la Biblia, ¿no?
—De la Biblia en verso.
—¿A qué hora quiere que vaya?
—A las diez.
—Allí estaré, aunque le advierto que mañana el papa nos hará madrugar.
—Si estamos un poco dormidos, nos comprenderá, Dios siempre comprende los motivos de los hombres.
—Está usted en vena sacra, ¿eh?
—Es lo que toca.
Puede que Garzón tuviera sus defectos, puede que nuestra relación estuviera ya algo viciada por la cotidianidad, pero no podía negarse que, cuando yo le pedía algún extraordinario, era capaz de pasarme por delante del papa de Roma hablando con toda propiedad.
Fui al supermercado de un drugstore, único abierto aún, y compré ensaladas preparadas y espaguetis. Me encaminé a mi casa con el tiempo justo para cocinar.
Cualquiera habría dicho que embarcarse a aquellas alturas en una recapitulación del caso cuando estaba virtualmente cerrado era una barbaridad. Pero debíamos intentarlo. Descartado el whisky después de cenar.
A las diez en punto llamó a la puerta el subinspector. Venía provisto de varios disquetes de ordenador y unas carpetas bastante abultadas. Lo descargó todo sobre la mesa del salón y siguió el rastro olfativo de la cena hasta la cocina. Cenamos allí, hablando de naderías. Rastrear los errores es mucho más difícil que empezar desde cero, de modo que ambos éramos conscientes de la necesidad de una distensión inicial, antes de entrar en la sesión intensiva de trabajo.
Llegados al postre, mi compañero buscó el cara a cara más confidencial.
—No se angustie, inspectora. En el caso Espinet hemos hecho lo que hemos podido.
—El espíritu con el que debemos afrontar este intento final es opuesto a lo que dice, Garzón. Hemos hecho algo mal. Hemos pasado por delante de alguna puerta sin llegar a abrirla, y por eso en el caso no siguen sino planteándose dudas. Hay que asumir que no hemos estado a la altura, revisarlo todo sin ninguna fe en nosotros mismos, ¿comprende?
Asintió mirándome a los ojos e hizo una pregunta que me animó:
—¿Tiene café preparado?
—Todo un cafetal.
Dejamos los restos de la cena sin recoger y pasamos al salón. El ordenador se encontraba en una mesa lateral, y allí nos instalamos.
Yo iba cantando preguntas y Garzón las contestaba consultando los expedientes.
—¿Análisis de huellas?
—Realizado con corrección.
—¿Autopsia?
—Resultados cerrados. Sólo se halló el arañazo como prueba adicional.
—Primer sospechoso: señora Domènech. «¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?»
—La hipótesis dice que el pajarito que vio fue Lali saliendo por la puerta de atrás, inquieta por su amante. La filipina se adelantó a contarnos la frase por si la señora Domènech la delataba. De paso hacía recaer las sospechas sobre ella. ¿Correcto?
—Presuntamente, sí.
—¿Se realizaron investigaciones e interrogatorios en torno a los Domènech?
—Sí, e incluso un registro. Se descartó su culpabilidad.
—¿Y los guardias de seguridad?
—Olivera, huido, se dio como presunto autor material. El otro no tenía nada que ver.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Y la empresa a la que ambos pertenecían? ¿Se ha investigado, hemos hurgado en sus cuentas?
—¡Hombre, inspectora, no había ningún indicio que lo justificara!
—Da igual, recuerde que estamos intentando rematar cosas sueltas. Haremos una inspección ocular de las oficinas y un nuevo interrogatorio al director. También podemos pedir una investigación de sus cuentas.
Garzón inició una lista sin mucho convencimiento. Adelante, pensé, vamos a organizar tal cristo reclamando investigaciones de última hora que Coronas nos suspenderá de empleo y sueldo.
Prueba a prueba, hora a hora, la lista de Garzón iba creciendo. A las tres de la madrugada, los trámites apuntados eran los siguientes: nueva inspección de las declaraciones a Hacienda de Mateo Salvia. Nueva inspección del expediente de inmigración de Lali Dizón. Nuevo interrogatorio a la viuda de Espinet, esta vez mencionando los pormenores de su relación con Mateo.
Con los ojos velados por el sueño, Garzón se levantó. Habíamos terminado. No había más datos que revisar. Se pasó las manos por la cara, dio una vueltecita por la estancia, y se volvió hacia mí.
—¿Y Malena Puig? —preguntó—. Si ha tenido usted este rebrote revisionista, es porque pensó en las coincidencias que presentaba su actuación.
—La he dejado a propósito para el final. Quiero que lo averigüe todo sobre ella, ¿me oye?, todo, su pasado, quiénes son sus padres… vaya hasta donde pueda llegar.
—Me alegra oír eso.
—Yo no sé si me alegra o no.
Observamos la lista final. Nada sonaba muy prometedor, pero al menos a partir de aquella noche tendríamos la convicción de haber explotado a conciencia hasta el último cartucho. Después… la justicia dictaría sentencia con lo que pudiéramos haber puesto en sus manos.
—Váyase a dormir, subinspector. ¿Quiere quedarse aquí para ganar tiempo?
—No, gracias, al oso siempre le gusta dormir en su madriguera.
—Intente descansar, no me gustaría que mañana confundiera al papa con otra persona.
Soltó una risotada.
—Puede apostar a que no.
Por la ventana de la cocina lo vi salir y caminar hacia su coche. ¡Pobre Garzón!, llevaba el peso del cansancio con dignidad. Pensé que, cuando se jubilara, la vida profesional perdería interés para mí. Sería como una primavera carente de flores, como un baile sin música, como un café con leche sin croissant.
Pasé por el salón. Todo estaba en desorden, pero cerré la puerta. Allí quedaron los restos de comida, de sospecha y de humo. Me acosté en seguida y dormí bien, con la placidez de un tronco a la deriva flotando sobre el mar.
Nunca podría haber imaginado que en Barcelona existieran tantas monjas. Los hábitos variopintos que llevaban ya no tenían nada que ver con las arquetípicas tocas voladoras que les daban un aire entre infantil y divino. Los atuendos actuales eran horribles: vestidos grises, marrones o beige que llegaban a media pierna, un trozo de tela sin forma en la cabeza y zapatones masculinos baratos. Cualquier relación con la mística quedaba descartada. Ni siquiera tenían el aire sobrio y recio que las habría identificado como militantes de Dios. Eran vulgares.
Acudieron a millares a la misa del papa. Iban en grupitos excitados y gritones, contentas porque se disponían a presenciar la actuación de su ídolo.
El resto de la gente no me pareció mucho más atractiva. Parecían salidos de una peña excursionista. Hablaban con franqueza evidente, se reían a carcajadas, se movían con gran seguridad. Estaban adornados con el imperceptible halo de las sectas. Con toda probabilidad dedicarían parte de su tiempo a acompañar a viejos solitarios o a cualquier otra obra social meritoria, pero a mí me provocaban una cierta aversión.
Algunos grupos se sentaban en el suelo para cantar a coro y rasguear las guitarras que llevaban. Formaban parte de un colectivo absolutamente demodé, tipos virtuosos, campechanos y joviales al servicio de las instituciones eclesiásticas.
La dotación de policías asignados a la plaza de la Catedral era ingente. Hasta que no apareciera la comitiva papal no teníamos otra misión que pasear entre la gente cumpliendo una vigilancia teórica. Todos llevábamos walkie-talkies conectados en red y a la central de operaciones. Mi zona era la sureste y me encontraba bastante alejada de Garzón.
Me sentía nerviosa, de un humor nefasto. Cada vez que pasaba junto a uno de aquellos grupos cantarines le lanzaba miradas furibundas. De buena gana los habría detenido por alterar el orden público de la ciudad. Nunca le perdonaría a Coronas que no me hubiera dejado fuera de aquel festejo.
A medida que se aproximaba el momento de la misa, iba acudiendo más gente. El tráfico se hallaba cortado en todo el barrio. Los asistentes llegaban en oleadas, procedentes de la zona de aparcamiento para autobuses. ¿Habían previsto las autoridades semejante desembarco de fieles? No me habría gustado nada morir aplastada por una avalancha católica.
Cerca de las once de la mañana la afluencia de público cesó. Todos se colocaban en los lugares donde iban a permanecer durante la ceremonia. Algunos de mis compañeros habían empezado a revisar mochilas demasiado voluminosas. Me sorprendió que obraran con tanta profesionalidad. Dudaba de que, entre aquellos grupos de fieles, hubiera algún magnicida ataviado con botas camperas dándole al canto celestial.
Vi que se acercaba Coronas y puse cara de estar obrando con auténtico celo policial. Vino directo a mí.
—¿Puede saberse a qué juega, Petra?
—¿A qué se refiere, comisario?
—¿Por qué ha pedido tantas revisiones en la investigación?
—¿Me habla del caso Espinet?
—Ya sabe que sí.
—Lo siento, señor, pero como estamos inmersos en esta operación me encontraba un poco despistada.
—¡Cojonudo! Llevo un mes intentando que le preste atención aunque sean cinco minutos a esta operación y usted no sacaba la nariz del caso Espinet, pero ahora se ha despistado. Supongo que lo único que quiere es llevarme la contraria.
—Nada de eso. Verá, he ordenado tantas revisiones en el caso Espinet porque estoy convencida de que pueden aparecer más pruebas.
—¿Tiene la menor idea del trabajo que hay acumulado para cuando se acabe este numerito del papa?
—Lo sé, pero…
—Petra, no voy a echarle atrás esas órdenes, pero cuando estemos más tranquilos quiero que pase por mi despacho y hablaremos del caso Espinet.
Bueno, la suerte estaba echada, y las horas, contadas. Coronas no iba a permitirme que campara a mis anchas intentando solventar el caso en revisiones sucesivas. No nos quedaban muchas oportunidades más.
A las doce del mediodía, la línea interna avisó que la comitiva papal acababa de abandonar el palacio de Pedralbes. Desfilarían a velocidad lenta por la avenida Diagonal, enfilarían el paseo de Gracia y llegarían a la plaza de Cataluña. Allí, los cardenales se apearían de sus vehículos y continuarían hasta la catedral a pie. Sólo el pontífice seguiría montado en el papamóvil, que lo dejaría a pie de altar.
Nos pusimos en alerta. Los geos apostados en las azoteas circundantes, más numerosos que las antenas de televisión, cargaron sus impresionantes armas de mira telescópica. El aspecto de los geos, contrariamente a lo que se cree, se caracteriza por su corta estatura, que les permite tanto encerrarse en el maletero de un coche, como deslizarse por una pequeña grieta o rendija hasta el interior de una casa. Al subinspector Garzón le encantaban. Admiraba su enorme fuerza física y el desarrollo atlético de sus músculos. Supuse que estaría disfrutando en el fondo de aquella operación. Yo, por mi parte, empecé a sentirme como un extra de película.
A la una menos cuarto el aire de la plaza cambió. La gente empezó a agitarse. Los que estaban desperdigados por el suelo se levantaron y un rumor se extendió: «¡El papa, llega el papa!» Recibí un par de empellones y fui a colocarme en el lugar que me correspondía, a la espera de la arribada de los cardenales. Varios de los compañeros en hábito de guardaespaldas hicieron lo mismo.
Diez minutos más tarde el público se galvanizó. Empezaron a vibrar como insectos al calor del verano. La formación de cardenales hizo su entrada solemne en la plaza. Descubrí a Di Marteri ataviado con una casulla verde y oro que le sentaba muy bien. Iba abstraído, como encerrado en sí mismo. El resto de los prelados guardaban idéntica compostura. Lo seguí a la distancia que estaba estipulada por si alguien saltaba sobre él con intenciones homicidas, cosa que, por supuesto, no ocurrió. Subió al altar y yo, junto con los demás inspectores, ocupé la primera fila de público, todos puestos en pie. Éramos como el servicio de orden en un concierto juvenil.
Si hasta aquel momento la multitud había vibrado, cuando apareció el papamóvil, exultó. Como nunca he ido al fútbol, aquel enfervorizamiento colectivo me cogió por sorpresa. Algunos lloraban, otros aplaudían o rezaban. Un montón de pancartas, hasta entonces ocultas, salió a la luz. «Los jóvenes, con el papa», «Amor al papa», «Dios es juventud». Miles de manos se agitaban al paso del extraño vehículo, mezcla de pecera y urna funeraria. El regocijo era auténtico, como si proviniera de una profunda emoción que a mí se me escapaba. Era algo para lo que no estaba dotada, entrenada o instruida. Tenía la misma sensación que cuando te enfrentas a una página escrita en un idioma que desconoces, o a un instrumento que no sabes tocar, o a un complejo problema matemático que no puedes resolver. Obviamente, aquel regocijo espiritual tenía sentido para quien fuera capaz de interpretarlo, pero no para mí.
El papamóvil dio una vuelta triunfal por todo el recinto, y al final llegó hasta el altar para que el pontífice descendiera. Lo hizo con gran dificultad, ayudado por sus vicarios. Lo rodeaba una nube de guardaespaldas privados y algunos de los nuestros. Fue a sentarse renqueando en un trono situado a la derecha del altar. Desde allí asistiría a la misa concelebrada por los cardenales en la que no participaría por motivos de edad y salud. Sólo al final estaba previsto que pronunciara una breve homilía en castellano y catalán, acabando con una bendición a los congregados.
Permaneció en su asiento, encorvado y con una expresión extraordinariamente adusta. De vez en cuando lanzaba miradas esquinadas hacia el vacío. El resto del tiempo se habría dicho que dormía. Parecía uno de esos ancianos desconfiados que guarda un dulce en el regazo con tesón y cicatería temiendo que alguien vaya a quitárselo.
La misa siguió su curso con toda pompa y esplendor, una coreografía incontablemente representada. Al final de la misma, el papa habló con la entonación monocorde de quien memoriza sonidos sin conocer su significado. Después impartió la bendición entre la unción de los asistentes. Garzón me había informado de que dicha bendición tenía muchísimo valor, te perdonaba todos los pecados cometidos en el pasado e incluso creo recordar que proporcionaba algunas ventajas de cara al futuro.
Bien, aquello se había acabado. Niños y niñas se acercaban al papa con ramos de flores. Ahora todo consistiría en esperar a que el pontífice se pirara y acompañar después a Di Marteri hasta su minibús. Y para esto se había bloqueado a un montón de policías durante un mes…
De pronto sucedió algo que no estaba en el programa. Di Marteri me miró e hizo un gesto como indicándome que iba a moverse por su cuenta. Sin esperar mi respuesta, se dirigió hacia la primera fila de público. Sorprendida y alarmada, lo seguí. Se volvió hacia mí y me dijo en voz baja:
—Espéreme aquí, por favor, no corro ningún peligro.
La zona hacia donde se dirigía, muy cercana al papa, estaba infestada de policías. Obedecí y observé con los ojos bien abiertos cómo el cardenal se acercaba a un grupo de entre el público y hablaba con sus integrantes. No tardé mucho en reconocer a Dolores Carmona entre un buen puñado de sus familiares. Junto a ellos estaban también miembros del clan Ortega. Tras parlamentar unos instantes, todos, acompañados de Di Marteri, se dirigieron hacia el papa, que bajaba en ese momento de su pedestal ayudándose con un estilizado crucifijo en forma de vara. Sin duda, todo aquello había sido convenientemente preparado. Ambas familias gitanas rodearon al pontífice e hicieron con él un breve conciliábulo. Los tomó por los hombros como en una mêlée de rugby e, instantes después, se distanció de ellos mínimamente y los bendijo con gesto trémulo. Un montón de fotógrafos de prensa registró el hecho. Los adláteres del papa se apresuraron a socorrerlo porque parecía desfallecer. Apoyándose en ellos, se encaminó hacia su vehículo exhibidor, en el que se embarcó de nuevo. Los Carmona y los Ortega se mezclaron entre la gente. Di Marteri vino a mi encuentro y me dijo suavemente:
—Ya puede acompañarme hasta el autobús.
Me puse a su lado y caminamos despacio y en silencio por detrás del altar. Al fin me decidí a preguntarle:
—¿Es eso lo que pactó con las familias gitanas, monseñor, que si entregaban a los culpables el papa los perdonaría personalmente?
Habíamos llegado al minibús. Di Marteri se volvió muy serio hacia mí.
—Yo sólo soy un humilde intermediario del Señor, y Dios no pacta, simplemente concede o niega.
Entonces sí sonrió, y me alargó una mano cubierta por un guante escarlata que yo estreché sintiendo que aquel gesto tan habitual se convertía en algo extraño y solemne.
—Inspectora Delicado, me ha gustado mucho conocerla. Lamento que no contemple usted el catolicismo con simpatía. Una mujer fuerte como usted podría hacer mucho por la Iglesia.
—Usted tampoco lo haría mal como policía.
Se recogió con la mano las aparatosas vestiduras y subió al microbús, donde ya estaban casi todos sus compañeros.
Me alejé intentando reorganizar mis ideas. El marco de la plaza se había convertido en un caos. Busqué inútilmente a Garzón. Los asistentes habían empezado a marcharse en medio de un gran desorden. Sonó mi móvil. A duras penas pude entender al subinspector diciéndome:
—Petra, la espero en el bar Castillo. Como está en un callejón, estaremos tranquilos hasta que se largue la marabunta.
Era una buena idea. Hacia el bar me dirigí entre aquellas tropas eufóricas por haber contemplado a su líder. Tras diez espantosos minutos de inmersión en la masa, llegué por fin al Castillo. No sé cómo se las había ingeniado Garzón, pero ya estaba allí, con el bigote perlado de espuma cervecera.
—¡Salud, inspectora, por el papa! Todo ha salido bien: ni una bomba, ni una granada, ni un mal cóctel molotov. Misión cumplida.
Pedí una cerveza helada y la degusté con placer. El subinspector insistió:
—Ha sido emocionante, ¿verdad?
—Más que una arenga de Winston Churchill en la segunda guerra mundial.
—Lo digo en serio, inspectora. Aunque nosotros no seamos creyentes, era hermoso ver la fe de los demás. ¡La fe mueve montañas!
—Y masas, igual que el rock, la política o el fútbol.
—Hombre, no es igual, yo nunca he salido de un partido limpio de pecados.
Nos echamos a reír.
—Me alegro de que esté tan animada.
—No lo estoy. Coronas ya nos ha dado el primer aviso serio.
—El caso Espinet sigue trabajándole las neuronas, ¿verdad?
—Y bien a fondo.
—Pues yo tengo la sensación de que no vamos a encontrar nada nuevo. No sé, me pasa como con la religión, no tengo fe.
—Esperemos que se produzca una revelación.
—¿En la religión o en el caso?
—Ya puestos… en los dos.
Si Coronas pensaba abalanzarse sobre nosotros y cerrar nuestro caso, no lo hizo a la primera ocasión. Siempre he estado convencida de que la semana de gracia que nos concedió se debió a la gran trascendencia periodística que tuvo la intervención del papa en el caso de los gitanos. La noticia se extendió y dio pie a incontables comentarios de prensa. Según la opinión general, el hecho repercutió en la buena imagen tanto de la policía catalana como de la Iglesia romana. Jugada perfecta.
Justo al final de esa semana empezaron a llegar los resultados de todas las revisiones de investigación que habíamos solicitado. Les pasé revista. La parte económica, en la que tanto habíamos confiado, resultó una completa decepción. Nada en absoluto.
Abrí el expediente de inmigración de Lali. Tampoco allí había ninguna inesperada revelación. Había sido legalizada en el año 95 y en esa misma fecha empezó a trabajar para los Espinet.
Faltaban los informes que Garzón debía reunir sobre Malena y el nuevo interrogatorio a Inés. Tomé el teléfono dispuesta a llevarlo a cabo inmediatamente. Si hubiera hecho caso de su reacción cuando le dije que quería hablarle, la habría acusado en seguida de la muerte de su marido. Titubeó, remoloneó, argumentó que no tenía tiempo libre, y sólo cuando insistí en tono oficial se avino a concertar una cita. Me rogó que no nos viéramos en casa de sus padres ni en comisaría, por lo que no tuve más remedio que quedar con ella en «El Paradís».
Ésta es la última vez que vengo aquí, pensé cuando aparcaba bajo los árboles, que empezaban a perder hojas. Y, probablemente, sea una visita inútil. No tenía esperanzas puestas en aquel interrogatorio.
Inés me abrió la puerta de «Las Margaritas» con cara de circunstancias. Me hizo pasar al salón y se sentó frente a mí con su expresión aniñada de siempre. Encendí un cigarrillo y la observé. Estaba incómoda, nerviosa. De pronto se arrancó:
—Inspectora, si mis padres pudieran quedar al margen de…
La interrumpí de mal humor:
—¿De verdad cree que va a poder mantener en secreto su historia con Mateo? ¡Despierte, Inés!, se va a celebrar un juicio en el que todo saldrá a relucir.
—Pero mi asunto con Mateo no atañe al asesinato.
Me enfurecí.
—Veamos, su marido ha sido asesinado y usted era amante del marido de la mujer acusada de haber cometido el crimen, ¿de verdad cree que no tiene nada que ver en este embrollo? Le recomendaría un poco de madurez.
De repente se puso tensa, su cara adoptó una mueca enfadada y explotó por donde menos lo esperaba.
—¡Vaya, ya salió el tema de la madurez! ¿Quién le ha dicho que soy inmadura, su íntima amiga doña Perfecta?
—¿Cómo?
—Sí, claro, Malena ha hablado con usted. Se cree una santa, ella está por encima del bien y del mal. Siempre se permitía darme consejos: «Deberías madurar un poco, cariño.» Ella es pura como una virgen y ahora es la única que está limpia en todo este follón.
Intenté interrumpir lo que me pareció una rabieta en toda regla:
—Inés, por favor, esto es absurdo.
—¡No, no lo es! La santa acusa a sus amigas de asesinato, la santa le cuenta a la poli que la pobre Inés es una niña inmadura. ¡Venga, pregúntele a ella si de verdad es mejor que las otras, pregúntele si no es adicta al café, si no se toma de vez en cuando una copa de más cuando está sola!
Me puse en pie.
—¡Basta, Inés, basta!
Se mordió el labio, y empezó a llorar. Podría haberla estrangulado allí mismo. ¿Cómo era posible que un hombre como Juan Luis Espinet se hubiera enamorado de aquella niña consentida e insustancial? Comprendí que tuviera una lista de amantes larga como un tren. Intenté serenarme un poco. Esperé un momento, saqué mi libreta, le hice cuatro preguntas rutinarias y me largué.
En cuatro zancadas me planté en mi coche. Aquél era un caso de mierda. Mediocridad, inmadurez y sexo, ésos eran los tres únicos componentes de la historia. Probablemente a Espinet se lo había cargado su amante, despechada por el abandono y por haber tenido que abortar. La cosa no daba para más sofisticaciones, habría que ir pensando en cerrar.
—¡Eh, Petra!, ¿qué hace otra vez por aquí? —Era Malena Puig—. ¿Ha ocurrido algo nuevo?
—Lo siento, Malena, pero no tengo ganas de hablar.
Se quedó sorprendida por mi tono, bajó la cabeza y dijo muy despacio:
—Ah, bueno, disculpe.
—Tengo que irme.
—¿No quiere ver a Anita? Está en casa, con Azucena.
—No, gracias, otra vez será.
Puse el coche en marcha y me alejé, dejándola de pie junto a un macizo de flores.
No comprendo cómo no sufrí un accidente de tráfico en mi camino de vuelta a Barcelona. Iba conduciendo con la mente puesta en otro lugar. Intenté analizar lo que había soltado Inés en su estúpida pataleta. Malena no era perfecta. De acuerdo, nadie lo es. ¿Adicta al café? Era una acusación absurda. ¿Bebía? La verdad, me costaba creerlo. El desarrollo perfecto de las actividades de su casa, el modo como educaba a sus hijos, su misma personalidad… nada desvelaba la posible tragedia, tan común, de una ama de casa frustrada que se emborracha en solitario. Pero la cuestión no residía en sus virtudes como administradora del hogar, ¿era cómplice Malena de Rosa Salvia? ¿Se habían cargado a Espinet de común acuerdo? ¿Había actuado Malena por solidaridad femenina ayudando a perpetrar una venganza?
Me fui a mi casa, necesitaba pensar. Entré en la cocina para preparar algo de comer. Como una autómata, puse a hervir las judías que había arreglado mi asistenta. Después me desplacé en plan zombi hasta el dormitorio y me cambié. Con un pantalón cómodo y una camisa masculina pensaría mejor.
Malena Puig. ¿Por qué entonces Rosa guardaba silencio sobre su culpabilidad compartida? Al fin y al cabo, si estaba acusada del crimen se debía a las declaraciones de su amiga.
Cerré los ojos. Malena Puig, tan cerca siempre de mí, tan dispuesta a colaborar. ¿Cómo armonizar su talante sereno y equilibrado con la posibilidad de ser cómplice de un crimen? Desde que la conocí me había parecido una mujer privilegiada, uno de esos seres fieles a una escala de valores sencilla: ver crecer a sus hijos, organizar una hermosa casa, disfrutar de cada pequeñez cotidiana, vivir la vida sin sobresaltos, sin aspiraciones elevadas ni frustraciones inesperadas. ¿Qué sentimiento podía haber sido tan rotundo como para apartarla de un planteamiento tan sosegado? ¿Eran amantes ella y Rosa?
Me sentí mareada. Si entrábamos en el mundo de los sentimientos, «el efecto cereza» complicaba las cosas al máximo. Tiras de una cereza y ésta arrastra a las otras hasta formar un informe montón. Quedan difuminadas las leyes y costumbres, la lógica, la moral. Todo es posible, hasta lo más absurdo y aberrante: Olivera enamorado de Espinet, la señora Domènech de Rosa… sólo la pequeña Anita estaba libre de sospechas aún, sólo por el momento. Quizá algún día ella también podría convertirse en una desesperada y sufriente mujer capaz de matar por despecho amoroso. Únicamente los animales, con sus apareamientos en busca de vida, están libres de los estragos de un sentimiento devorador.
Llamaron a mi teléfono móvil. Era el juez García Mouriños.
—Petra, el comisario Coronas y yo estamos pensando en cerrar el caso Espinet.
—Juez, ¿no puede esperar un día más?
—¿Qué quiere lograr en un día, una gran pirueta final? Esas cosas sólo pasan en el cine.
—Entonces debería concederme ese día, el cine es importante para usted.
—Pero estamos en la vida real.
—Juez, tengo motivos para pedirle ese día.
Quedó un momento en silencio. Luego, su voz de potente acento gallego se hizo audible de nuevo.
—Está bien, pero procure que la escena del desenlace merezca la pena. Ya sabe, algo espectacular, persecuciones en coche, acorralamiento del malvado y duelo al sol. ¡Ah, y al final que triunfe la justicia!
—Haré lo que pueda. Llevaré mi coche a engrasar y pediremos una ametralladora para Garzón.
Se echó a reír y colgó. Él tampoco tenía fe. Miré qué hora era. Pronto aún. Me eché cuan larga era sobre el sofá. Me dormí.
No sé cuánto tiempo permanecí en plena inconsciencia, pero la primera impresión que recibí al despertar fue de carácter olfativo. Un hedor espantoso se extendía por el aire. Corrí hacia la cocina. Sobre la encimera, la olla a presión al rojo vivo exhalaba los últimos negros suspiros de las judías que puse a hervir. Normal. ¿A quién se le ocurre pensar en comidas sanas y hogareñas cuando el ánimo anda soliviantado?
Como para impedirme que me regodeara en el desastre, sonó el teléfono. Era el subinspector.
—¿Dónde coño se mete, Petra?
—En mi casa, ya ve, pero aquí también me persigue el infortunio.
—Quizá ya no.
—¿Qué quiere decir?
—Tengo algo, me gustaría hablar con usted. ¿Por qué no me invita a cenar?
—Le espero. ¿No puedo saber nada de lo que tiene?
—Llegaré en cuanto el tráfico me lo permita. Ya se lo contaré.
Detestaba los misterios de Garzón. A lo mejor había encontrado algo lo suficientemente importante como para improvisar un final cinematográfico a gusto del juez. Dudaba, sin embargo, de que se presentara con algún remedio que dijera cómo despegar medio kilo de judías verdes del fondo de una olla a presión.
Tomé el teléfono y pedí un par de pizzas con mucho queso, tal y como le gustaban a mi compañero. La abundancia de queso era el único homenaje gastronómico que estaba en condiciones de rendirle.