CAPÍTULO OCHO

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García Mouriños nos confirmó que recabar datos médicos bajo presión legal estaba muy difícil, en especial si las sospechas que pensábamos aclarar no representarían prueba definitiva de la comisión de algún delito.

—Hace poco… —dictaminó— el Supremo revocó una sentencia basada en los datos clínicos que un médico le había comentado a una amiga del inculpado.

Creo que solté un taco como toda contestación. El juez se inquietó al otro lado del hilo.

—Petra, ¿sigue ahí?

—Al pie del cañón, juez.

—Pues ya ve que este cañón es de los que sueltan buenos pepinazos. Legalmente hay poco que rascar. ¿Era muy importante esa gestión?

—Ni siquiera lo sé. Pero no se preocupe, ya nos las compondremos.

—Por cierto, Petra, no sé si sabrá que Concepción y yo hemos congeniado mucho.

—Lo celebro.

—Su hermana sale con el subinspector Garzón. ¡Qué pequeño es el mundo, ¿eh?! Aunque su compañero no parece demasiado feliz; creo que no le gusta el cine.

—¿Que no?, ¡al contrario, le encanta! Llévelo mucho al cine, juez, y si son películas de autor, tanto mejor, así se culturalizará.

¡Ah, jodido Garzón!, todos nos veíamos envueltos en una nueva situación inesperada por su culpa y él se dedicaba a boicotear el invento. ¡Habría merecido todo un ciclo de cine francés de los sesenta! Bueno, al menos yo podía dedicarme al caso sin preocuparme ya por sus conquistas y las consecuencias de éstas. Comprendía a los artistas cuando dicen que las pequeñas distracciones de la vida diaria son veneno para la creación. Si consideramos la investigación de un crimen como un pequeño acto no exento de inspiración, era obvio que yo no había contado con la mínima concentración necesaria en el caso Espinet. Teníamos demasiados frentes abiertos, los asesinos materiales sin confirmar ni atrapar, mucha gente descartada y vuelta a encartar, muchos pasos en falso. Excesivos componentes fallados como para cocinar un buen pastel. Encima, todas aquellas moscas molestas que lo habían sobrevolado: la visita del papa, el caso de los gitanos, los problemas amorosos de Garzón. No, debía hacer un poco de retiro mental y dedicarme a atar cabos, recapacitar sobre el aluvión de datos no concluyentes, buscar claves que explicaran el montón de sospechas sin fundamento claro que se abatían sobre el caso sin orden ni concierto.

Miré qué hora era. Debía comunicarle al subinspector el nuevo parón que nos amenazaba frente a la clínica Salute. Pero no tenía ganas de hablar. Salí a pasear por la plaza de la Catedral. El inmenso decorado papal estaba casi listo. Las estructuras metálicas y de madera le daban a la plaza un aire extraño. Era como si fuera a celebrarse un torneo medieval, un mercado renacentista.

El número de curiosos había aumentado. Algunos grupos escolares eran dirigidos por sus maestros. Debían de proponerse que los chavales presenciaran los preparativos de un hecho histórico. Sonó mi móvil. Era Garzón.

—Inspectora, ¿dónde coño se mete, no íbamos a despachar?, ¿qué ha dicho el juez?

—Venga a la plaza de la Catedral, despacharemos aquí tomando un café.

—No estará con el cura…

—No, venga tranquilo, estoy sola.

Me encontraba cansada, deprimida, llena de frustración. Cuando vi llegar a Garzón con su pinta de cocinero italiano me sentí peor aún. Me adelanté a su pregunta.

—El juez no puede darnos una orden.

—¡Joder, llevamos una racha! ¡Todas las pistas se abortan antes de que podamos empezar a investigarlas!

—Garzón, el café. Si no me tomo un café, caeré desvanecida.

—No será tanto.

—¿Por qué nunca me toma en serio?

—¡Al contrario! —dijo mientras entrábamos en un bar—. Lo que usted dice siempre me hace cavilar. ¿Recuerda la teoría del aprovechamiento integral vital?

Lo miré de través.

—Sí.

—Inspectora, aplicamos su teoría al caso de los gitanos y funcionó. ¿Por qué no lo hacemos otra vez?

—¿Quiere que el cardenal vaya a la clínica Salute?

—¡No! Quiero que nos ayuden las hermanas Enárquez. Ellas son accionistas de una clínica de lujo. ¡Seguro que conocen a la directora de Salute y pueden convencerla para que nos pase el dato de tapadillo!

La teoría del aprovechamiento integral vital, ¡menudo invento! Claro que lo que estaba diciendo Garzón no era completamente descabellado. Medité.

—Si descubriéramos algo, no podríamos esgrimirlo como prueba legal.

—Pero podríamos actuar en uno u otro sentido, forzarla a hablar… ¡saber la verdad!

—Lleva razón.

—¡Qué bonitas palabras viniendo de usted, inspectora! «Lleva razón.» ¡Nunca las olvidaré!

—Póngase manos a la obra y menos cachondeo. A lo mejor las hermanas no quieren ni oír hablar de algo así.

—Déjelo de mi cuenta.

Puso una ridícula cara de seductor. Lo odié. Se largó sin decir ni adiós. Pedí otra taza de café para hacer un poco de tiempo. Mis pensamientos volvieron al lugar justo donde tenían que estar. ¿Era posible que en la clínica mintieran sobre la permanencia de Rosa en sus instalaciones? Quizá no en la clínica, pero bien pudiera ser que la doctora Climent fuera su amiga personal y la cubriera como hizo Malena. ¿Qué ocurrió entonces durante esas seis horas? ¿Quedó de acuerdo Rosa con Lali y con Olivera para cargarse a Juan Luis? ¿Por qué? Las preguntas no hacían sino confundirme más, el trote ágil de las ideas se convertía rápidamente en un galope desbocado. Volví a comisaría y dediqué todo el tiempo a redactar esos informes necesarios que no informan de nada y cuya lectura es obligada para unos jefes que no los leen jamás.

A las siete acudí a la última reunión para la seguridad del papa. Después, sólo se realizaría un ensayo general antes de la puesta en práctica del dispositivo. El cardenal me saludó con una leve caída de párpados muy en la línea eclesial. Todo daba a entender que la reiteración y el aburrimiento también habían hecho mella en él. Debía de estar deseando volver a las intrigas vaticanas. El momento álgido de su protagonismo se lo había brindado la policía de Barcelona permitiéndole participar a su modo en una investigación. ¿También un cardenal sueña con ser detective alguna vez? No sé si era su caso; desde luego, el de las hermanas Enárquez, sí. Ellas sí formaban parte del colectivo ciudadano medio que ha deseado en alguna ocasión barajar pruebas, hacer hipótesis, vestir el hábito de investigador. Eso demostró su actitud cuando el subinspector les contó lo que esperábamos de ellas.

Lejos de esgrimir la prudencia, el negocio o la ética empresarial, aquellas dos locas deliciosas encontraron fascinante el proyecto. Veían en él un riesgo y una novedad que las entusiasmó. Supuse que el subinspector había contribuido a que hallaran el asunto tan fascinante. Con toda probabilidad lo adornó de unos ribetes románticos de los que en realidad carecía, de una trascendencia para la resolución del crimen de la que no estábamos ni pizca seguros. Como no me fiaba demasiado de las promesas que el subinspector pudiera haberles hecho puesto en el papel de reclutador de refuerzos, les conté la cruda realidad. Pero no se desanimaron. En su casa, frente a un whisky, se pergeñaron los detalles de la acción.

Lo primero que se les ocurrió fue dar testimonio de su ciudadanía de bien adhiriéndose a los principios del Cuerpo Nacional de Policía. Después de ese comienzo tan prometedor, Concepción Enárquez tomó tierra por fin en la realidad.

—Me pregunto cómo lo haremos —exclamó con ciertos síntomas de preocupación.

—¿No conocen a nadie en los puestos gerenciales de la clínica Salute?

—¡Por supuesto que sí! Hemos estado muchas veces con el gerente y la directora en reuniones del sector. Lo que ocurre es que… bueno, no sé si será eficaz recurrir a ese sistema. Ya saben qué pasa con las amistades cuando interviene el tema profesional, pueden negarse a cualquier petición esgrimiendo subterfugios de conciencia.

Emilia salió de su mutismo con la energía de una niña animosa.

—¡Podemos hablar con el gerente sin contarle toda la verdad!

—¿Y cómo justificamos que necesitamos datos tan confidenciales? —le replicó su hermana. De repente, su rostro se iluminó—. Oye, ¿Ramona aún trabajará allí?

—Debe de estar a punto de jubilarse, si es que no lo ha hecho ya.

Ambas se miraron con malicia y alegría en los ojos.

Ramona era una enfermera jefe de características como sacadas de un manual. Fuimos a visitarla. Era alta, rubicunda, soltera, dispuesta y servicial. Había empezado a trabajar muy jovencita con el padre de las Enárquez y profesaba a la familia una veneración sin límites. Convinimos con las hermanas en que era la persona ideal para pedirle un favor tan peliagudo. Tras muchos años de servicio se movía por la clínica Salute como pez en el agua y acceder a las historias clínicas de los pacientes no ofrecía dificultad para ella. Nos miraba con los ojos bien abiertos cuando le especificábamos qué era lo que queríamos exactamente.

—Es muy simple, Ramona. Mire si es verdad que Rosa Massens estuvo seis horas en la clínica y qué tratamiento se le dispensó. Nada más.

Asentía, muy seria, como si se dispusiera a formar parte de un comando suicida.

—En cuanto acabe el horario de oficina, iré a secretaría y consultaré el ordenador.

—Si alguien la descubriera…

—No se preocupen, yo sabría qué hacer.

Las hermanas sonrieron con orgullo. Habían seleccionado a la guerrillera idónea.

Quedamos de acuerdo en que la acción se ejecutaría al día siguiente. Yo estaba convencida de que saldría bien. Otra cosa era que sirviera para algo. Si todo lo que contó Rosa era verdad, no tendríamos ninguna base para sospechar de ella. Si por el contrario su estancia en la clínica se había debido a la creación de una falsa coartada, sería el momento de investigarla hasta el tuétano.

De vuelta en comisaría me dieron la agradabilísima noticia de que el comisario Coronas quería verme. No estaba enfadado conmigo. Me extrañó, últimamente siempre lo estaba.

—Petra, he decidido que en el dispositivo de seguridad del papa sea usted la guardaespaldas directa del cardenal Di Marteri.

—¿Puedo preguntar por qué ha tomado esa decisión?

—Muy sencillo, el propio cardenal me lo ha pedido.

—Creí que sería liberada de servicio ese día. Estamos en un momento muy delicado del caso Espinet. Necesito mucha concentración.

—Un policía debe acostumbrarse a hacer varias cosas a la vez. Ésa es la formación que ha recibido.

—Lo sé, señor, pero este caso requiere una sutileza especial.

—Petra, no se obsesione con el caso Espinet. Si las cosas siguen así, va a tener que archivarlo, o por lo menos dejarlo relegado a un segundo lugar.

—Sería una pena, porque vamos muy bien.

—A mí no me lo parece. En cualquier caso, ya sabe, su objetivo el día X será el cardenal y sólo él.

—Muy bien, señor.

Nunca comprendería por qué el cardenal me había escogido a mí como protección. Tendría escaso apego a la vida, o querría darse el gusto de verme trabajar para él. En fin, daba igual, tendría que tragarme la misa y participar en aquel sarao desde la primera fila. No tenía muchas esperanzas de que Di Marteri aceptara ir a tomar una copa mientras el papa se bañaba en multitudes. Llamé por teléfono a Garzón.

—¿Quiere acompañarme a comer?

—De mil amores.

Cruzamos a La Jarra de Oro y pedimos el menú. Garzón, tras mi crónica sintética, opinó que el cardenal sólo pretendía ligar conmigo. No le reí la gracia ni le di pie para que continuara bromeando. Estaba muy inquieta por lo que había dicho Coronas. Llevaba razón, el caso iba muy mal. Habíamos demostrado una total falta de iniciativa. Los acontecimientos habían tirado de nosotros como si fuéramos perros perezosos.

El subinspector daba cuenta de su filete sin que nada se interpusiera en el placer que siempre le proporcionaba la comida. Lo observé con envidia. Ojalá yo hubiera sido como él, tendente a la autoexculpación, feliz con las cosas sencillas.

—No estamos dando la talla, Fermín. Archivarán el caso.

—¡Bah, no se haga mala sangre! Hemos hecho lo que hemos sabido. Nadie está obligado a más. Además, ya verá, Ramona va a conseguirnos los datos que necesitamos.

—No se engañe, y luego ¿qué? Esos datos sólo son la confirmación de la coartada de una mujer que ni siquiera es sospechosa.

—Bueno, pero los datos saltarán a la palestra.

—La palestra está llena de saltos gratuitos.

—No sufra, mujer, todo irá bien.

Aquélla era justo la frase que estaba esperando oírle pronunciar. El «mujer» en tono bíblico y la falsa omnisciencia de un futuro halagüeño siempre me tranquilizaban un montón.

Me despedí de mi compañero sin ni siquiera esperar al postre. A pesar de sus consuelos no conseguía remontar.

—Me voy a descansar un rato. Cúbrame si alguien pregunta por mí.

—Esté tranquila, diré que ha ido al dentista.

—Diga mejor al psiquiatra, está más de acuerdo con la verdad.

Decidí ir a pie hasta mi casa de Poblenou. Una caminata me haría bien. Fui cruzándome con gente que se movía impetuosamente, como si todos supieran adónde se dirigían. Gente de diverso aspecto y pelaje que sin duda tendría un cometido profesional concreto en la vida, una ocupación que conllevaría una ecuación lógica entre esfuerzo y resultados. Los envidié. Envidiaba a todo el mundo aquel día, no deseaba estar en mi piel.

Llegué a casa en un estado semihipnótico. No miré el correo, pulcramente apilado en la mesa por mi asistenta, ni quién había dejado mensajes en el contestador. La única aspiración que me impulsaba era dormir. Derrumbé mi cuerpo sobre el sofá y oí caer los zapatos con dos golpes decadentes. Desaparecí en el sueño.

Desperté cuando estaba anocheciendo. Inmediatamente, la inquietud se apoderó de mí por completo. Había estado demasiado tiempo ausente en unos momentos en los que los demás seguían viviendo. Detesto esa sensación de pérdida. Cogí el teléfono de manera maquinal y marqué el número de Garzón.

—Inspectora, la vi tan cansada que no me he atrevido a llamarla. Y eso que tenía motivos importantes para hacerlo.

Agité la cabeza para despejarme.

—¿Qué quiere decir?

—Ha pasado algo gordo, inspectora. Ya tenemos los datos de la enfermera.

—¿Y…?

—La coartada de Rosa es cierta. Estuvo seis horas en la clínica. ¿Sabe qué tratamiento recibió?

—Fertilización.

—Ni hablar, todo lo contrario.

—Vamos, Garzón, ¿qué es todo lo contrario?

—Interrupción voluntaria de embarazo. Lo que se llama un aborto, para entendernos.

—¿Desde cuándo tiene esa información?

—Me la dio Emilia Enárquez al poco de irse usted de La Jarra de Oro.

—¿Y ha tenido la desfachatez de dejarme dormir con eso entre las manos?

—Petra, me pareció que no estaba usted en condiciones de…

—La próxima vez yo decidiré si estoy en condiciones o no. Voy para allá. Cite a la enfermera y no hable con nadie de esto, ¿entendido?

Nadie vela por nosotros cuando decidimos ausentarnos del mundo. Hay que estar siempre alerta, con los ojos abiertos, en perenne vigilancia. Resulta cansado, pero es así.

Al menos debería haberme lavado la cara pero no lo hice. Salí en estampida. Hasta respirar me parecía superfluo mientras no tuviera delante a Fermín Garzón.

—Interrupción voluntaria de embarazo practicada sobre un feto de tres semanas. Eso pone en su ficha.

La enfermera jefe no parecía conmovida en absoluto por el bombazo que acababa de lanzar.

—Creí que eso no era legal en este país.

—Todo es legal en una clínica privada, inspectora Delicado.

—Mientras se tenga dinero para pagar.

—Algo así. Practicamos abortos solicitados a muchas mujeres de toda edad, pero sobre todo a adolescentes que han sufrido un contratiempo. Por supuesto, con el consentimiento paterno. Es mejor que tener que volar a Londres, ¿no le parece?

—Supongo que sí. Siempre habíamos creído que Rosa Massens había pasado por tratamientos contra la infertilidad.

—Y así fue. Pero la causa de la infertilidad en el matrimonio procedía de su esposo. Nunca quisieron probar un tratamiento con un banco de semen. También esos datos figuran en su historia clínica.

—En ese caso…

—En ese caso, la paciente debía estar embarazada de otro sujeto que no era su marido. Puede ser una buena razón para decidir abortar, ¿no cree, inspectora?

—Por supuesto. ¿Se puede saber quién es el padre?, ¿conservan ustedes tejidos del feto o algo así?

—No, me temo que no. Un feto sólo es un feto, recabar su grupo sanguíneo o información genética no sería de ninguna utilidad.

—Comprendo.

—Hay algo más que debe comprender. Ya ha podido comprobar que mi fidelidad a la familia Enárquez es total. Mientras su padre mantuvo su clínica abierta trabajé siempre allí. Sin embargo, ya pueden imaginarse que negaré haberles dado ningún dato confidencial.

—Lo comprendo muy bien. De cualquier manera, tal y como se ha obtenido la información, no serviría como prueba criminal. Quédese tranquila, sólo la utilizaremos para funcionamiento interno.

—Si no es así, la dejaré en evidencia, inspectora, diré que no la he visto jamás.

Cuando se marchó me quedé pensando en la leyenda que atribuye a las enfermeras jefe un punto despiadado. Quizá era verdad. Garzón me miró, inquieto.

—¿Y ahora qué piensa hacer?

—Voy a hablar con Rosa en la intimidad.

—¿Sobre qué?

—Pienso acusarla de la muerte de Juan Luis Espinet, el padre de ese niño del que se desembarazó.

—Es arriesgado.

—No tenemos otra opción. No podemos usar esa prueba en sí, de modo que hay que utilizarla como abridor de la botella. Una vez sacado el tapón, espero que se derrame al exterior todo el líquido.

Sabía que a Garzón las metáforas lo ponían nervioso, de modo que no insistí.

—Quizá sea mejor que yo no esté presente dado el tema de la conversación.

—Ya lo he pensado, pero creo que debe darse cuenta de que su situación es comprometida y si está usted se sentirá más presionada.

—Petra, ¿de verdad cree que ella lo hizo matar?

—¡Despierte, Fermín! Eran amantes, ella quedó embarazada, pero Espinet no quiso ni oír hablar de abandonar a su familia. Tuvo que abortar, con el dolor añadido que debió de provocar eso en una mujer que no ha tenido hijos y a la que quizá le hacía ilusión. Su resentimiento fue terrible, y creció a lo largo de una semana, tanto que decidió hacerlo asesinar.

—Por medio de la banda de los dos. ¿Y qué les ofreció a cambio?

—Dinero, naturalmente, para que pudieran largarse y emprender una vida en común. Rosa maneja dinero. Aunque el inspector Sangüesa no encontrara ninguna irregularidad en sus cuentas, es fácil pensar que tuviera algún maletín negro perdido por ahí.

—¿Y cómo pudo saber que Lali era susceptible de aceptar un trato de ese tipo?, ¿cómo tomó contacto con ella de un modo más íntimo que siendo la simple criada de Espinet?

—No lo sé, Garzón, no lo sé. Confiemos en que ella nos lo diga.

Garzón cabeceaba pesadamente como un macrocéfalo en duda.

—¿Y si el bebé era de un compañero de trabajo, del cobrador del gas?

—No diga despropósitos, subinspector. Y aunque así fuera, qué sugiere que hagamos, presentarnos cortésmente ante ella y preguntarle: ¿de quién era el niño que abortó, querida? Habrá que forzar la máquina, ver por dónde sale el vapor.

—El marido se enterará.

—Supongo.

—¡Vaya palo, ¿no?!

—Vaya palo, sí.

Citamos a Rosa en comisaría a las siete de la tarde, cuando hubiera acabado de trabajar. Intentábamos sorprenderla con lo que sabíamos, por lo que no quise convocarla con precipitación ni de modo aparatoso.

Llegó con veinte minutos de retraso, lo que, tratándose de ella, era como llegar puntual. Llevaba un elegante traje de chaqueta gris y una preciosa blusa blanca. Estaba espléndida, no comprendo cómo hasta ese momento no me di cuenta de hasta qué punto era atractiva. ¿La amante secreta de Espinet? Desde luego, ¿por qué no? Una mujer con grandes virtudes, cansada de un marido frívolo, un hijo de papá que se la pegaba sin ninguna duda. En cuanto a Espinet… un seductor solapado, siempre junto a una esposa inmadura y dependiente. Encontró en Rosa algo mejor de lo que le ofrecían sus ligues eventuales. Ella se enamoró, él no, dejarlo todo por ella era demasiado pedir. Una amante despechada, un aborto… el drama estaba servido. Como en los mejores folletines de Hollywood, que le encantaban a García Mouriños.

Se plantó ante nosotros con toda tranquilidad, como si no ocultara ningún secreto.

—¿Qué pasa, señores, tengo que testificar lo mismo otra vez?

—Esperamos que no sea lo mismo, Rosa, porque ahora sus circunstancias han cambiado.

Guardé silencio para intensificar el efecto teatral de mis palabras. Puso cara de no comprender. Sonrió, titubeó.

—Bueno, ustedes dirán.

—Rosa, cuando estuvo ingresada durante seis horas en la clínica Salute le practicaron un aborto voluntario. Creemos que la paternidad de ese niño corresponde a Juan Luis Espinet.

Sus bellos ojos bien maquillados se entrecerraron con dolor. Luego los bajó, y de ellos empezaron a brotar pesadas lágrimas.

—¿Puede contarnos toda la verdad? —preguntó Garzón justificando su presencia en la sala.

Hizo un esfuerzo por hablar, pero en ningún momento levantó la mirada. Dijo en susurros:

—Malena. ¡Dios mío, ayer aún me juró que no se lo había contado todo!

—Y no lo hizo. Hemos sabido eso por otros conductos que no hacen al caso. Supongo que es consciente de hasta qué punto la compromete este descubrimiento.

Asintió tristemente.

—Lo sé, se enterará mi marido, también Inés…

—Si tiene un abogado, es mejor que lo llame ahora, antes de seguir contestando a nuestras preguntas.

Levantó la cabeza con un respingo súbito.

—¿Por qué?

—Vamos a pedirle al juez que la acuse oficialmente de la muerte de Juan Luis Espinet.

El dolor dio paso al pánico. Se incorporó y me agarró el brazo con fuerza.

—¡No, inspectora, por favor, no se equivoque, yo no lo maté!

—¿Quién lo hizo entonces?

—¡No lo sé! Quedé aterrada la noche del crimen, me enteré cuando los demás. No podía comprender qué había pasado. ¡Se lo juro!

Había perdido todo su aplomo de mujer segura de sí misma. Se aferraba a mi brazo con cara de loca.

—Llame a su abogado, Rosa, se lo digo por su propio bien.

—¡No quiero un abogado, no lo necesito! Yo no maté a Juan Luis. No pude hacerlo; además, ustedes saben que estaba con los demás en la fiesta.

—Contrató a Lali y a su novio para que lo mataran.

—¡Pero eso es absurdo, inspectora!

—Les pagó mucho dinero.

—¡No!

Estaba aterrada. Se echó a llorar abiertamente.

—¿Cómo pueden pensar una cosa así? ¡Es una atrocidad!

—Usted le quería. Pensó que su embarazo sería una buena ocasión para que abandonara a Inés, pero él se negó. Le propuso que abortara como única solución.

—No, inspectora, hablemos, le contaré. Parte de lo que dice es verdad. Me enamoré de Juan Luis. Hacía meses que nos veíamos a escondidas. Quedé embarazada, pero yo no lo busqué, aunque a decir verdad tampoco lo evité. En ningún caso fue un plan frío para ponerlo entre la espada y la pared. Yo sabía que no existía la más mínima posibilidad de que dejara a su familia, pero fui yo quien decidió abortar, él jamás me lo pidió.

—La dejó en la estacada y usted lo odió por eso.

—No. Yo sola me lo busqué. Él jamás me prometió nada. Su vida profesional contaba mucho para él, nunca se habría permitido un escándalo. El embarazo precipitó nuestra ruptura, pero nos habríamos separado igual. Yo…

No pudo seguir hablando. La voz se le quebró. Lloraba a tumba abierta, sin control, sin consuelo. Hizo un esfuerzo aún por articular una pregunta desesperada:

—Me cree, ¿verdad, inspectora?, ¿me cree?

—Lo siento, pero todo está en contra suya. Haga una llamada a su abogado, va a quedar retenida aquí hasta que hable con el juez.

Nos levantamos, preparados para salir. Entonces la oímos decir en tono más sereno:

—Inspectora Delicado, hágame un favor. Deje que sea yo quien se lo cuente a Mateo.

—Muy bien, así será.

En el pasillo comprobé que Garzón se encontraba conmovido. Las lágrimas femeninas le parecían un hueso duro de roer.

—Vaya papeleta para esa chica, ¿no, Petra?

—No quisiera estar en su piel, pero tampoco habría querido estar en la de Espinet.

—Parecía sincera en su reacción.

—Admitir un asesinato cuesta bastante, pero acabará haciéndolo, ya lo verá.

Le pedí al subinspector que pasara a redactar el informe de los últimos acontecimientos para pasárselo al juez. Yo, mientras tanto, iría a rematar un cabo suelto.

Puesto que, al parecer, Malena Puig sabía los detalles del embarazo de Rosa aunque decidiera no hablar claro, su testimonio podía servir como prueba en la acusación. No sería necesario preocuparnos por el modo poco ortodoxo en el que habíamos obtenido la información de la clínica.

A la mañana siguiente entré de nuevo en «El Paradís». Nada había cambiado tras varios días de no haberlo visitado. El paraíso se reciclaba a sí mismo; tenía capacidad de regeneración. Aparqué el coche en una zona autorizada y caminé hasta «Los Ibiscus». La casa se veía inusualmente silenciosa. Las ventanas, cerradas; las cortinas, corridas. Llamé al timbre y tardaron en acudir. Por fin abrió Malena, ataviada con su mono de pintora lleno de manchas frescas. En esta ocasión no sonrió al verme, sino que su rostro se ensombreció por completo.

—Inspectora, ¿cómo está?

—¿Puede invitarme a pasar?

Se hizo a un lado y entré.

—Venga conmigo al salón.

Nos sentamos la una frente a la otra. Me miró con expresión neutra e impenetrable. No me invitó a café, ni me había hecho pasar al reducto más íntimo de la cocina.

—¿Estaba pintando?

—Sí.

—¿Puedo ver lo que hacía?

Se encogió de hombros y se puso en pie.

—Venga si quiere, aunque no creo que valga la pena. Hoy no me ha visitado la inspiración.

La seguí y subimos en silencio la escalera. Al parecer se había acabado el tiempo de las bromas y la amistad.

En el estudio reinaba el relativo desorden que yo ya conocía. El lienzo sobre el que Malena trabajaba era uno de aquellos tétricos paisajes llenos de oscuridad. Sombra sobre sombra, un camino sinuoso se perdía entre nubes bajas hasta el horizonte borrascoso. Me quedé mirándolo largamente.

—En fin, Malena, si interpretamos este cuadro según un patrón convencional, no parece que vea usted el mundo bajo los efectos de un ataque de optimismo.

—Por una vez, eso es verdad.

Dio un suspiro profundo y se restregó los ojos con cansancio.

—Lo han averiguado, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabe?

—Rosa me llamó diciéndome que la habían citado en comisaría. —Se volvió bruscamente y me escrutó a conciencia—. ¿La han dejado marchar?

—Me temo que no. Va a ser acusada del asesinato de Espinet.

—¡¿Por qué?!

Saqué un cigarrillo de mal humor y lo encendí echando nubes de humo como una máquina.

—Malena, ¿qué quiere que le conteste a eso? Usted nos dio la pista inicial. ¿Por qué no me contó también que estaba embarazada de Espinet? ¿Se quedó su conciencia más tranquila así? A lo mejor también sabe que ella lo mató y ha decidido seguir callando.

Se revolvió con furia.

—¡No, es mentira! ¡Ella no lo mató! Lo mataron Lali y su novio; lo que pasa es que se les han escapado y necesitan cargar la culpabilidad sobre alguien.

—No tiene por qué ponerse así. Nadie la va a acusar de encubrimiento.

Bajó el tono de voz hasta llegar al susurro.

—Como si eso me importara algo. Si hubiera oído las cosas que me dijo Rosa cuando me llamó, el desprecio y el rencor que siente hacia mí…

Empezó a llorar silenciosamente. Comprendí la batalla interior que había librado en torno a hablar o no hablar. ¿Había hecho bien delatando a medias la confidencia de una amiga? ¿Y si ahora la acusábamos injustamente de un asesinato que no había cometido? La tragedia del falso culpable gravitaría siempre sobre su cabeza. El mito de la traición a la amistad, del colaboracionismo con la policía, todos aquellos clichés detestables caían ahora sobre sus hombros como un fardo pesado. Su modo de solucionar el dilema, diciendo sólo parte de la verdad que sabía, había sido claramente infantil. Pensé que era justo la reacción de alguien preservado de los avatares más duros de la vida. Me pregunté cuántas mujeres de un determinado nivel social pasaban años y años así, lejos del tráfico infame de la existencia, viendo sólo una parte de la realidad, la más agradable. ¿Era eso criticable? Probablemente, no. Todos nos hemos enternecido alguna vez ante la anciana inocente y un punto pueril que conserva la gracia que la hace encantadora. Mucho más que ante la imagen de la matrona traída y llevada por los acontecimientos, lacerada por todas las ofensas de la vulgaridad diaria. Me apiadé de aquella niña de aspecto falsamente resuelto a quien acababan de desmoronársele los cimientos. Le puse la mano en el hombro.

—Serénese, Malena.

Se zafó suavemente.

—Déjame, Petra, déjame —dijo tuteándome por primera vez.

Hice yo lo mismo con ella.

—Te llamarán a declarar. Procura ser completamente veraz en esta ocasión. Lo contrario no haría más que complicar las cosas, créeme.

—Ella no puede ser una asesina —musitó.

—Eso ya se verá. No creas que vamos a cargarle un crimen que no cometió. Se hará una instrucción completa basándose en las pruebas. Por eso no debes preocuparte.

Guardó silencio. Se limpió las lágrimas. Me despedí. Cuando ya casi había ganado la escalera la oí decir con voz exangüe:

—El vestido le sienta muy bien a Anita.

Me volví. Sonreía tristemente. Le devolví la sonrisa y la dejé allí, rodeada de sus paisajes tétricos, quizá justificados en aquella ocasión.

Caminando por los jardines impolutos, con los trinos de los pájaros como fondo, comprendí que aquella escena que acababa de vivir me había dejado un sabor ciertamente amargo. Un asesinato salpica sangre en todas direcciones. Nadie sale completamente limpio a su alrededor. Todo lo ensucia, todo lo contamina. ¿Por qué me había metido en una labor profesional como aquélla? ¿Qué extraña tendencia autopunitiva me había llevado hasta la frontera desde la que se divisa la sima negra del alma humana? Debería haberme encontrado en un pequeño lugar seguro adonde sólo llegaran las risas de mis propios hijos, ocho o diez.