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Los días posteriores a la fuga de los dos presuntos culpables fueron de una paralización exasperante. Ni una sola de las comisarías de Barcelona se puso en contacto con nosotros para dar noticias de la extraña pareja. Coronas autorizó que extendiéramos la orden a toda España, pero yo tenía muchas y justificadas dudas de que esa medida diera algún resultado.
Si los amantes habían abandonado el país, posibilidad que no se revelaba como descabellada, el caso Espinet entraría en un callejón sin salida. Sólo pensarlo me espantaba, me soliviantaba, hacía que una inmensa rabia se apoderara de mí. No podía consentirlo. Alguna vez me había jurado a mí misma que nunca me sucedería algo así. Llegué a creer que me libraría de esa soberana frustración del policía. Y sin embargo, ahí estaba, a punto de convertirse en realidad. De hecho, sólo que el comisario se encontrara tan embebido en los pormenores de la visita papal, ya inminente, nos había librado de ser diferidos hacia otros casos, quedando el de Espinet en lugar secundario.
Como siempre que no se consigue resolver un crimen en un tiempo razonable, tenía la sensación de haber pasado veinte veces por delante de la solución sin percatarme. Pero no podíamos darnos por vencidos. Hasta que el papa apareciera por Barcelona, Coronas nos dejaría tranquilos.
Las reuniones para la seguridad papal se encontraban también en un período de recapitulación. Reincidíamos en la organización general como si fuera el paso a paso de un atraco. Desde que Di Marteri había resuelto la mediación en el caso de los gitanos, cuando me cruzaba con él creía ver en sus labios una sonrisa entre irónica y suficiente. Algo así como «uno a cero, muñeca», una actitud muy poco eclesial, si bien podían tratarse de simples figuraciones mías. Aun así, le di las gracias y lo hice de corazón. Desbloquear un caso de dos asesinatos concatenados que amenazaban con ir a más no era moco de pavo. Nunca supe qué les dijo o les prometió, pero el resultado de su intervención se resumía en dos hombres autoinculpándose de sendas muertes. Vi por última vez a Dolores Carmona acompañada de dos de sus hermanos. Lloraba, pero incluso entre lágrimas me dedicó una sonrisa. A pesar de nuestros mundos enfrentados, ambas reconocíamos en la otra a una mujer batalladora, y eso siempre genera una corriente de solidaridad.
Por muy batalladora que yo fuera, había tenido serias tentaciones de darme por vencida en el caso Espinet. Era una opción cómoda. Se daba a los culpables por huidos de la justicia y se cerraba el caso en falso. No se trata de una práctica desconocida en la policía. La cuestión residía en saber cuánto tiempo permanecerían en mi mente las preguntas, torturándome con su inoportunidad. De momento su presencia era incesante: ¿qué habían sacado en claro los asesinos con su acción criminal? ¿Era el chantaje lo que los unía a Espinet?
En aquellas circunstancias, la proximidad de un fin de semana me espantaba. Dos largos días cruzada de brazos era más de lo que podía tolerar. Pero sin planes, ni sospechas ni puntos tangibles sobre los que investigar, ¿de qué me habría servido organizar unas jornadas de trabajo extra en mi casa? Tampoco Garzón estaba demasiado por la labor. Cuando le insinué que podíamos reunirnos en una sesión extraoficial, me contestó que tenía otras cosas que hacer. Sería preferible dejarlo descansar. Aunque poco hubiéramos aclarado por el momento, era verdad que habíamos trabajado como bestias en el caso.
Dediqué la mañana del sábado a ir de compras. A las demás mujeres es un sistema que les funciona bien cuando intentan combatir el estrés. Tomé un taxi que me llevó hasta L’Illa Diagonal, el llamado rascacielos horizontal de Barcelona, una zona lujosa pero asequible, llena de todo lo que la frivolidad puede desear. El mundo fácil, adquirible con dinero, se extendió frente a mí: tiendas de ropa, cafeterías, joyerías, artículos deportivos y zona de mercado, con frutas exóticas y quesos de importación.
Me compré unos zapatos, sofisticados y caros, con la seguridad de que no llegaría a usarlos más que un par de veces, pero ya que se trataba de combatir el estrés… Luego pasé frente a una boutique de ropa infantil y miré el escaparate: minúsculos jerséis, cazadoras con dibujos, pantalones de colores vivos… De entre todas las prendas destacaba un vestido de cuadros con el cuello blanco y un gran bolsillo frontal. Lo contemplé largamente y me descubrí a mí misma pensando que Anita Puig estaría preciosa con él. ¿Por qué no entrar y comprárselo? Sentía auténticos deseos de hacerlo, de modo que sin volver a pensarlo realicé aquella pequeña transacción comercial que, cosa extraña, me llenó de placer.
Las dudas surgieron más tarde, cuando regresé a casa. ¿Cómo se me había ocurrido llevar a cabo una acción tan impetuosa? ¿Con qué excusa le daría el vestidito a Malena Puig? No teníamos una relación de amistad que justificara el regalo. La joven madre me vería como a una de esas mujeres sin hijos que se pirran por los niños de los demás. Luego pensé que quizá se trataba de un detalle muy normal. Malena había sido extraordinariamente colaboradora y amable con nosotros en el curso de las pesquisas. Habíamos abusado de su cortesía y sus tazas de café. Le daría el vestido en nombre del Cuerpo de Policía. Sería una magnífica ocasión para demostrar que la bofia de Barcelona tiene maneras y educación.
Me tumbé en el sofá a leer. En condiciones normales habría sido un rato delicioso, pero como suele suceder cuando la mente no está en calma, las líneas del libro bailaban a un ritmo infernal y los ojos oblicuos de Lali se me aparecían entre letra y letra. Intenté recordar cómo eran los rasgos faciales de Olivera. No lo tenía catalogado como un galán. ¿De verdad estaban Lali y él enamorados? No me cabía la menor duda de eso. La soledad crea el caldo de cultivo necesario para que surja el amor. Imaginé a Olivera acechando a Lali en algún rincón del jardín, a ésta mirándolo desde lejos con un niño Espinet en cada mano. Sí, podía ser un gran amor condenado al fracaso en sus circunstancias económicas y de trabajo. La filipina no habría encontrado otro tipo de empleo con facilidad, y con el sueldo de Olivera no tenían para vivir. Necesitaban dinero si querían estar juntos. Pero llegar a algo tan extremo como la muerte…
El teléfono me sobresaltó y el libro se me cayó de las manos. Contesté imbuida de una inquietud teñida de esperanza. Era Concepción Enárquez. En seguida temí algún nuevo desmán amoroso del subinspector, pero sólo llamaba para saber de mí.
—¿Todo va bien? —pregunté aún con desconfianza.
—Muy bien, Petra, todo va muy bien. Lo que ocurre es que estaba sola en casa y se me ocurrió que podríamos salir a tomar un café.
Mi desconfianza creció, pero ¿qué podía hacer? De cualquier modo, quizá salir con ella atemperara mis obsesiones. Le dije que sí y quedamos para merendar.
Encontré a la viuda más delgada. Vestida con un sobrio traje de chaqueta azul marino me recordó a una dama de película antigua, segura de sí misma y de su dignidad. Pedimos un surtido de pastas que ataqué sin remilgos. Después de sorber un par de veces su taza de té, comentó como casualmente:
—Todo funciona muy bien entre mi hermana y su compañero, en plan de amistad, quiero decir. Salen los fines de semana, van al cine, a cenar…
Guardaba algún «pero» en la manga, algún inconveniente que yo debería resolver. Me puse en guardia.
—Garzón no me cuenta mucho, la verdad.
—Lo sé, tampoco a mí Emilia me cuenta nada. Entra, sale, se ven los sábados, los domingos… Al principio yo los acompañaba, pero he ido dejando de hacerlo. Hay que comprender la naturaleza de su amistad.
Ahí estaba el reproche, la parte del plan con la que no se había contado. Concepción Enárquez se había quedado sola. Esperaba que se diera cuenta de que yo no iba a hacer nada al respecto, que no me correspondía, que no jugaba ya en aquel partido.
—Los hombres son extraños, ¿verdad? —dijo de pronto.
—¿Usted cree?
—Defienden su libertad de manera exagerada.
—Todos defendemos nuestra libertad.
—Pero ellos tienen mucho interés en que quede patente, en subrayar ante todo el mundo que son libres, aunque luego se comporten con bastante dependencia. ¿Volverá usted a casarse alguna vez, Petra?
—No le digo que no. El matrimonio no está tan mal. Hay cosas peores.
—¿Por ejemplo la soledad?
—¡Ah, no, ni hablar! Desdichado el que se case para no estar solo. Solo se está muy bien.
Asintió sin mucho convencimiento, y mordisqueó una galleta con su boca pintada de rojo sangre.
—Tendré que volcarme más en los asuntos de la clínica.
—Hará usted muy bien, ¡hay que luchar!
—Yo no he luchado nunca, Petra, por nada ni por nadie. No he tenido necesidad. ¿Cree que eso es una desgracia?
—Ni mucho menos.
—Pues yo creo que sí. Envidio a las mujeres que han salido adelante por sí mismas, que se han esforzado, que han ido a contracorriente.
Sus ojos revelaban angustia y frustración. ¿Qué pintaba yo escuchando las quejas vitales de una señora madura? Dirigí la vista en todas direcciones buscando una salida. Tenía que huir, largarme de allí inmediatamente, coger el portante, desaparecer. ¿Cómo me había dejado atrapar en aquella trampa? Yo, que tengo a bien no aguantar confidencias de nadie, que odio lo sentimental hasta extremos difíciles de creer, estaba convirtiéndome en un paño de lágrimas de uso indiscriminado. Llevada por un impulso mecánico, me levanté. La viuda se quedó de una pieza.
—¿Qué pasa, inspectora?
—Acabo de recordar que tengo que marcharme. Un asunto urgente de servicio.
—¡Oh! —exclamó con auténtica pena—. La he entretenido con tonterías mientras usted tiene cosas importantes que hacer.
—No se preocupe. Permítame que la invite yo.
Pagué al camarero y salí a uña de caballo dejándola bastante descolocada. Mientras caminaba por la calle iba cargándome de razones. ¡Basta de reblandecimientos, Petra!, me dije, ¿adónde pretendía llegar, a mi beatificación? Estaba sufriendo un lamentable proceso de licuación de las meninges, de gasificación de la inteligencia. Nada me obligaba a quedarme escuchando los lamentos de una niña bien entrada en años. Yo era policía, no psiquiatra, ni directora de una ONG, ni una mujer solidaria con mis compañeras de sexo.
Aquella noche me preparé una cena a base de quesos y vino de Rioja. Bebí una copa de oporto como postre y escuché una selección de mi música de jazz preferida. Pues bueno, aun a pesar de todos aquellos detalles maravillosos, me sentía fatal. Había demostrado una insensibilidad total hacia la pobre Concepción, que sólo pretendía que pasáramos un buen rato juntas. ¿Qué me habría costado escuchar a aquella mujer, prestarle una mínima atención y después largarme normalmente? Pues no, había tenido que dejarla plantada como si me persiguiera el diablo. ¡Joder, ya que no resolvía los casos, por lo menos podía ser mínimamente útil a alguien! Un desastre, un cúmulo de contradicciones, así era yo.
A las siete llamaron por teléfono. Era el juez García Mouriños.
—Petra, estoy ordenando los informes del caso Espinet y no me coinciden con las fechas de algunas órdenes de intervención que me han pedido. ¿Podemos cotejarlas?
—Espere, encenderé el ordenador.
Deshicimos sus entuertos en apenas diez minutos.
—¿Trabaja también los sábados, juez?
—¡Bah!, vengo un rato al juzgado para quitarme papeles de en medio, pero en seguida me voy. Hay una película gore de cine independiente que quiero ver. No es un género que me entusiasme, pero…, oiga, ¿por qué no se viene conmigo?
—No sé, había pensado quedarme descansando.
—¡Oh, vamos, anímese, así no me sentiré tan solo! Piénselo y la llamo cuando haya terminado con el trabajo. ¿De acuerdo?
La soledad. La soledad le pesaba más a la gente mayor. ¿Me ocurriría lo mismo a mí al cabo de los años? Descolgué de nuevo el teléfono y marqué el número móvil del juez.
—Juez, soy Petra Delicado. Ya lo he pensado y me apetece ir al cine, sí. ¿Puedo llevar a una amiga conmigo?
—¡Estupendo!, será un placer. Las espero a las nueve en la puerta del cine Verdi. No se preocupen por las entradas, ya las sacaré yo.
Cuando hice las presentaciones entre Concepción Enárquez y el juez García Mouriños me sentí fantásticamente. Aquél era un ejemplo perfecto de la teoría del «aprovechamiento integral vital» que yo misma había creado para impresionar a Garzón. Dos viudos de edad parecida a los que la soledad les comía la moral. Si luego resultaba que se detestaban y decidían no volver a encontrarse, ése ya no sería asunto mío.
A decir verdad, después de haber visto la película a la que el juez nos llevó no me habría extrañado nada que Concepción lo detestara. Pero no fue así, era la primera película gore que veía y le dio por reír. El argumento era simple, una pareja de recién casados deciden hacerse socios de un club de campo cercano a Nueva York. El director de ese club resulta ser un asesino en serie que pasa sus ratos libres matando socios. La gracia, naturalmente, residía en la orgía de vísceras y sangre que organizaba el director cada vez que se le ponía a tiro una de sus víctimas. Salí del cine con dolor de estómago. García Mouriños ya empezaba a disculparse por su elección cuando Concepción soltó la primera carcajada.
—¡Ha sido tan divertida! ¿Qué me dicen de la chica a quien le corta la yugular? ¡Los chorritos de sangre parecían de una fuente, sólo le faltaba la luz y el sonido!
El juez la miró con sorpresa y simpatía.
—Sí, y además el ritmo de la narración no estaba nada mal.
Nunca comprenderé la razón por la que la mayor de las Enárquez reaccionó de aquella manera, pero el caso fue que sus risas rompieron cualquier hielo que pudiera haberse formado. Acabamos los tres tomando caipiriñas en un bar brasileño. Un trío imposible pero que funcionaba, algo parecido al misterio de la Santísima Trinidad. El juez nos contó anécdotas de su vida profesional expurgándolas de nombres propios y Concepción parecía divertirse como una loca.
A las dos de la madrugada me despedí, pero ellos no hicieron indicación de levantar el campo. Seguían charlando cuando yo enfilé la puerta del bar. Perfecto, pensé, dos seres solitarios se habían encontrado gracias a mí. No pensaba que de aquella feliz circunstancia fuera a surgir una loca pasión, pero a poco listos que fueran aprovecharían sus ventajas. Yo tranquilizaba mi conciencia y me aseguraba de que no me dieran la lata nunca más. Siempre he pensado que, si propicié aquel encuentro, fue para aligerar la sensación de fracaso que sentía por el caso Espinet. Algo parecido me sucedió con la idea de recurrir a Di Marteri como mediador. Necesitaba éxitos personales. No me hago ilusiones con respecto a mi sentido de la ayuda al prójimo.
El lunes siguiente, cuando me levanté para ir a trabajar, la sensación de fracaso había cedido terreno en favor de una gran inquietud. ¿Qué iba a encontrar sobre la mesa de mi despacho al llegar? Nada, ése era el problema, un montón de gestiones abortadas por la confusión más absoluta. Me espantaba sentarme frente a papeles vacíos de información, hacer un tête-à-tête con el subinspector sin ningún dato concreto que intercambiar.
Todas las funestas imágenes que mi depresión había anticipado se cumplieron al entrar en comisaría. Encendí el ordenador y pinché el caso Espinet. Coronas debía de haberlo consultado ya desde su despacho porque alguien había añadido varios signos de interrogación al final. Era un aviso para navegantes: «Llegad a puerto a todo trapo o empezad a arriar. No tenéis todo el tiempo del mundo, muchachos.»
Me puse a repasar el caso sobre la pantalla por enésima vez. En ese momento me llamó Malena Puig. Era la primera vez que lo hacía. Quería verme, no podía hablar por teléfono. Se me aceleró el corazón. ¿Era posible que hubiera recordado algo nuevo a aquellas alturas? No, no tenía sentido. Sin embargo, su tono de voz no parecía el habitual. Además, al final de su parlamento añadió:
—Sería mejor que nos viéramos a solas, sin el subinspector Garzón.
—¿Se trata de algo importante? —pregunté, incapaz de controlar mi ansiedad.
—No lo sé, quizá no. Supongo que sería preferible que yo me desplazara a comisaría, pero no me tienta en absoluto.
—Se me ocurre una idea, Malena, ¿por qué no viene a mi casa? El café no me sale tan bien como a usted, pero puedo intentarlo.
—¿A las doce le va bien?
—¡Perfecto!
—Deme su dirección.
Esperaba que a aquella hora mi asistenta hubiera terminado ya. Pasaría primero por una panadería y compraría algo dulce. Tenía el deber de tratarla bien, al menos tan bien como ella me había tratado a mí. Por desgracia no podía improvisar un ambiente hogareño en mi casa de Poblenou. Pasé revista mental a la decoración. Hacía tiempo que debería haber contratado a un pintor. Las paredes se veían deslucidas y estaban pintadas de blanco, mientras que las tendencias actuales se inclinan por los colores vivos. Pero para ser la vivienda de una policía divorciada no estaba mal. Al menos no caía en el tópico de la nevera con tres yogures caducados y los ceniceros rebosantes de colillas. De pronto caí en la cuenta de qué tipo de inquietudes estaba despertándome la anunciada visita de Malena. ¿Me encontraba galopando hacia la absoluta idiocia? Dicho de otra manera, ¿estaba volviéndome subnormal? Malena había pensado, recordado o conjeturado algo sobre el caso Espinet, algo lo suficientemente importante como para querer entrevistarse conmigo y yo reaccionaba cuestionando la pintura del salón y organizando un té de las cinco. Aquello era insólito y desesperante. La vida en «El Paradís», la visión de aquellos jóvenes matrimonios bien instalados, me habían despertado un curioso deseo de normalidad social, justamente el tipo de normalidad que durante toda mi vida siempre desprecié, aquel del que hice incontables esfuerzos por huir. La mente es jodida, tarde o temprano acabas añorando la opción que dejaste atrás.
Recompuse la situación. Malena Puig no era mi amiga. No pertenecíamos al mismo mundo ni teníamos la misma edad. Yo no iba a entrar en una dinámica de jóvenes mujeres que se reúnen para charlar de sus cosas. Nuestro único vínculo era estrictamente policial, y así seguiríamos por muy bien que nos cayéramos las dos.
A pesar de aquellas coreadas autoconsignas, compré croissants y preparé café. La asistenta ya se había largado y la casa se encontraba en perfecto orden general. Me senté a esperar a mi invitada.
Era inútil hacer suposiciones sobre lo que Malena fuera a decirme. Sin duda sería algún detalle. Ella permanecía todo el tiempo en el lugar del crimen mientras los demás entraban y salían de «El Paradís». Allí debía de seguir oyendo comentarios de los vecinos, de las chachas.
A las doce, con toda puntualidad, un pequeño Volkswagen amarillo aparcó cerca de mi casa. Vi descender a Malena. Llevaba un sencillo traje beige. Me sonrió al abrirle.
—Nunca se me habría ocurrido pensar que vivía usted en una casa individual, aquí, en medio de la ciudad.
—Bueno, no es «El Paradís», pero tampoco está mal.
—¿Me deja curiosear un poco?
Le enseñé habitación por habitación. Cuando llegamos al pequeño patio trasero su sorpresa creció.
—¡Pero si tiene un jardín!
—Eso es demasiado decir. En realidad, el cuidado de las plantas no es mi pasión. La asistenta planta y arranca lo que le da la gana. Yo no he de preocuparme de nada. Además, tengo riego automático. Hay que reconocer que este patio queda bien, me gusta ver un poco de verde antes de irme a la cama.
—Tiene una casa preciosa, Petra, de verdad.
—¿Creía que todos los policías vivíamos en pisos cutres llenos de periódicos atrasados?
—No, pero… —Se echó a reír—. Bueno, sí, algo por el estilo. Es por culpa de la televisión y de las novelas de intriga. Además, como usted siempre lleva una gabardina bastante arrugada…
—Es mi fetiche. Le tengo gran afecto.
Nos reímos las dos.
—Si se encuentra decepcionada, puedo desordenar un poco la cocina, sembrar unas cuantas colillas por el suelo.
—Será más sencillo que yo cambie mis ideas preconcebidas. De todas formas, me resulta apasionante visitar la casa de una mujer que vive sola.
—Vivir sola no tiene nada de apasionante.
—Yo creo que sí. Organizar tus propios horarios, moverte a tu antojo. Yo nunca he vivido sola, ni siquiera cuando era estudiante. Pasé de casa de mis padres a la rutina de casada.
—Hay mucha gente que vive sola sin desearlo.
—¿Usted también?
—No, yo no. A mí me gusta la soledad.
—A mí también.
—Su caso es diferente. Con esos niños tan preciosos que tiene… Por cierto, yo…
Recordé el vestido infantil que había comprado, y disipé mis últimas dudas en cuanto a entregárselo. Lo saqué de mi armario y se lo di. La cara de Malena registró primero sorpresa, después agradecimiento.
—¡Pero Petra, es precioso! ¿Cómo se le ha ocurrido…?
Tomó la pequeña prenda en las manos y la elevó en el aire.
—Anita estará guapísima con él. Oiga, ¿sabe que la quiere a usted?
—¿A mí?, ¡pero si apenas me ha visto!
—Los niños saben perfectamente quién es quién.
Comprendí que aquella situación podía parecerle ridícula a cualquiera. Aun a riesgo de quedar como descortés, me permití abortarla.
—Malena, usted ha venido hasta aquí para hablarme de algo, ¿no es cierto?
Se ensombreció rápidamente.
—Sí, así es. Pero, en fin, no sé por dónde empezar.
—¿Ha recordado algo sobre el caso Espinet?
—Me resulta muy difícil hablar.
—¿Se trata de algo que implica a alguno de sus amigos?
—Implicar es demasiado fuerte. Ni siquiera sé si tiene la menor importancia. En realidad no sé si debo decírselo.
—Yo misma le pedí que me hiciera llegar cualquier detalle.
—Tengo la sensación de estar dando un chivatazo, y encima sobre algo que debe de ser una tontería.
—Ya me imagino cómo se siente. Es normal. A lo mejor lo que ha recordado no tiene ninguna trascendencia, pero es mejor que me lo diga, podría llevarnos a alguna deducción.
Estaba compungida y nerviosa. Le temblaba la voz cuando empezó a hablar de nuevo.
—Verá, inspectora, se trata de Rosa. No sé, es absurdo, pero una semana antes de morir Juan Luis me pidió que le cubriera las espaldas.
—No entiendo qué quiere decir.
—Me rogó que pasara seis horas fuera de la urbanización, y que si alguien me lo preguntaba, dijera que habíamos estado juntas en Barcelona, de compras o en el cine. Yo lo hice así. Estuve seis horas dando vueltas por la ciudad, desde las dos hasta las ocho de la tarde.
—¿Le dijo para qué necesitaba ese tiempo?
—No. Yo no quise preguntárselo. Pensé que tenía un amante, que estaba engañando a Mateo y que éste debía de sospechar.
—¿Le había pedido antes un favor así?
—Nunca. Ella se mueve libremente sin dar explicaciones a nadie, aunque supongo que seis horas es mucho tiempo, y si Mateo sospechaba algo…
—¿Le preguntó Mateo si había estado con Rosa en ese tiempo?
—No, nadie me preguntó.
—Apuntaré la fecha e investigaré.
—No, Petra, por favor…
La miré a los ojos. Estaba angustiada.
—No haga nada, se lo ruego. Lo más probable es que no tenga nada que ver con la muerte del pobre Juan Luis. Si empieza usted a investigar y hacer preguntas, Rosa en seguida sabrá que yo se lo he contado y eso me costará su amistad.
—¿Por eso no me lo había dicho antes?
Se echó a llorar, me cogió el brazo y lo apretó.
—Petra, se lo suplico, no envenene lo que queda de este grupo. Somos amigos desde hace muchos años y ahora todo se está desmoronando. Busque un modo de hacer las averiguaciones que no me señale. O mejor, no investigue en absoluto, ¿para qué? Si Rosa tiene un amante, ¿cómo puede eso relacionarse con el crimen? Sólo que yo he estado dándole vueltas y no podía callar, no podía…
Había librado una dura batalla en su interior y ahora se arrepentía de su delación. Era lo típico. Si no conseguía tranquilizarla, entraba dentro de lo probable que acudiera a Rosa para confesarle que había hablado conmigo. Intenté aligerar su conciencia.
—Vamos a ver, Malena, le prometo que lo haré con discreción. No la delataré. Volveremos a interrogarlos a todos de manera que la conversación con Rosa quede disimulada.
—Se dará cuenta y me odiará. Total, para nada.
Por primera vez la traté con cierta rudeza.
—Malena, esto no es un juego infantil. Estamos tratando del asesinato de un hombre. Tiene mi palabra de que intentaré ser discreta. ¿De acuerdo?
Tenía mi palabra sobre el intento, no sobre el éxito del mismo, y ella lo sabía perfectamente. Está descrito en los libros de psicología policial, todos los que cuentan detalles quizá sospechosos sobre un amigo se arrepienten inmediatamente. De pronto, la importancia de los datos revelados se les presenta como más que dudosa y sólo desearían dar marcha atrás en el tiempo para poder deshacer su acción. De una cosa estaba segura, desde aquel momento Malena dejaría de mirarme con tan buenos ojos. Se enterara o no Rosa de nuestra conversación, ella empezaría a percibirme como una enemiga de su clan. A lo mejor si había sido tan amable conmigo en los primeros tiempos de la investigación, era debido a la culpabilidad que le acarreaba el estar ocultándome hechos. Pero la cuestión era otra, y simple además. ¿Tenían esos hechos alguna importancia en el caso Espinet? Era imposible aventurar nada por el momento. Una primera ojeada a la situación no mostraba ningún camino abierto con claridad. Rosa Salvia podía tener un amante. Muy bien, ¿y qué? Como había dicho Malena, podíamos organizar un gran escándalo para nada. Sería preferible obrar con cautela.
Cuando le comuniqué todo el asunto a Garzón se quedó callado un momento. Reflexionaba. Por fin soltó:
—No sé a qué estamos esperando para interrogar a Rosa. Puede existir alguna relación.
—De acuerdo, pero si no existe quizá organicemos un buen escándalo. Hay que obrar con precaución.
—¿Desde cuándo anda con tantos miramientos, inspectora?
—¿Le parecen excesivos?
—¿Me da permiso para que le hable con sinceridad?
—Se lo ruego.
—Espero que no lo tome como una falta de respeto, pero el caso es que, desde el principio, vengo observando que se ha dejado influenciar por la elevada clase social de los habitantes de «El Paradís».
—Eso no es cierto.
—Yo creo que sí lo es. Usted misma reconoció que era posible que alguno de los amigos de Espinet, incluso quizá su propia viuda, pudieran estar relacionados de algún modo con su muerte. ¿Y qué hemos hecho al respecto? ¡Ir con pies de plomo y tratarlos a cuerpo de rey como si temiéramos molestarlos!
—¡Se les ha interrogado, hemos ido veinte veces a «El Paradís»!
—¡Muchos de esos interrogatorios han sido como una especie de vida social para usted! Se ha limitado a charlar con la tal Malena y hacerle cucamonas a su niña.
—¡Le he sacado un montón de información! ¡Y gracias a Mateo Salvia y a Jordi Puig supimos que Espinet tenía amantes! Otra cosa es que esos datos no nos hayan llevado a ninguna parte.
—Hemos actuado entre algodones, Petra. Eso es lo que pienso y eso es lo que le digo con la mano en el corazón.
—¡Es usted injusto, Fermín, muy injusto! ¿Cómo habría sido preferible actuar según usted?, ¿obligando a la viuda a que viniera a declarar aun con un ataque de nervios?, ¿dándole dos hostias a Puig por no saber el nombre de la amante de Espinet? Supongo que ésa habría sido su manera de resolverlo.
Bajó la mirada. Se contuvo. Logró componer una figura digna.
—Inspectora Delicado, usted sabe que estoy a sus órdenes y que siempre haré lo que me mande sin rechistar. Dígame cómo debemos llevar el interrogatorio de Rosa Salvia y así se hará. ¿Me da permiso para retirarme?
—Sí, retírese.
—Estaré en mi despacho.
¡Se divertía el muy cabrito, se lo pasaba bomba haciéndose el mártir y el ofendido! ¡Ah, Garzón, me conocía demasiado bien! Sabía que mi talón de Aquiles era de tipo social y ahí había clavado el dardo con siniestra puntería. ¡Me había dejado influenciar por el elevado ambiente social! ¡Casi nada, toda una acusación, y de las más injuriosas! Porque naturalmente no llevaba razón, en ningún momento yo… Pero ¡basta!, me negué a sentirme como quien declara ante un tribunal. Haríamos exactamente lo que yo había pensado hacer. Le pediríamos a todos los amigos de Espinet que nos enseñaran su agenda de la semana anterior al crimen. De este modo quedaría más disimulado nuestro súbito interés por Rosa. Y Garzón que pensara lo que quisiera. Me negaba a comportarme como una mula que entra dando coces antes de saludar. Y si eso hería la fina sensibilidad clasista de mi ayudante, tanto peor para él.
Fui a buscarlo a su cubículo, donde lo encontré sentado mansamente en actitud monacal. Le ordené que empezara inmediatamente a pedir agendas a todo el grupo de «El Paradís».
—¡A la orden, inspectora! —aulló poniéndose en pie.
—¡No hace falta que pegue berridos como un maldito sargento chusquero! Mientras usted hace su parte yo iré a hablar con Rosa Salvia, ¿entendido?
—A la orden, inspectora —repitió en tono más bajo.
Lo odiaba cuando él decidía hacerse odiar. Y yo caía siempre en sus burdas trampas para sacarme de quicio, pero no me veía capaz de ignorarlo.
Pensé que sería mejor presentarme en el despacho de Rosa sin aviso previo. Llegué pasadas las diez. No pude calibrar si se sorprendía por mi visita, ya que una secretaria me hizo esperar.
Me senté en una pequeña sala. Había un montón de revistas de información económica. Las hojeé. Martes, 20 de agosto, ése era el día que había que investigar. ¿Rosa Salvia, la asesina de Espinet? ¿Era ella la amante misteriosa, la instigadora que pagó a Lali y Olivera? Intenté frenar la cascada de suposiciones que se me venía a la mente. Era lo último que debía hacer, embarcarme en filigranas sin base. Empecé a dormitar. Estaba cansada aunque no me diera cuenta. Adopté una postura en la que pudiera disimular el sueño cuando entrara la secretaria. Caí en un duermevela confortable. La entrada de la secretaria me sobresaltó. Había pasado casi una hora.
Rosa me pidió excusas por tan larga espera. Estaba amable y natural.
—¡Vaya, inspectora! ¿Es que hay noticias de la muerte de Juan Luis?
—Nada definitivo.
—¿Han encontrado a Lali y al guardia?
—Aún no. En realidad empezamos un período de recapitulación. Por eso estamos preguntándoles a todos ustedes qué hicieron la semana anterior al asesinato.
—¿A estas alturas somos sospechosos?
—Quitémosle trascendencia. Como le he dicho, sólo se trata de una recapitulación. Usted tiene una agenda, ¿verdad?
—Por supuesto. La agenda es una prolongación de mi vida.
—¿Lo recoge todo en ella?
—Todo lo profesional.
—¿Y lo personal?
—Algunas cosas sí, y otras no.
En el caso de una mujer de mundo como Rosa, acostumbrada a llevar negocios adelante quizá bajo presión, no era significativo que estuviera reaccionando tan bien. Sin embargo, cuando había mencionado su vida personal, estaba segura de haber percibido en ella una mínima mueca de inquietud, quizá una aceleración de las palabras.
—¿Podemos revisar juntas su agenda, por favor?
—¿Ahora mismo?
—Sé que tiene muchas cosas que hacer, pero creo que ahora mismo sería el momento ideal.
Mi ligera vuelta de tuerca, suave pero firme, la cogió bastante desprevenida.
—¡Caramba, inspectora, no creí que la cosa fuera tan grave!
Se había puesto rígida. Por primera vez tuve la seguridad de que habíamos dado con algo importante.
—¿Puede decirle a su secretaria que no le pase llamadas mientras esté yo aquí?
—Desde luego.
Sacó su agenda de un cajón. La abrió y empezó a hojearla buscando la semana que yo le había solicitado.
—¿Me permite?
La cogí de sus manos y busqué yo misma la fecha que me interesaba. En efecto, la tarde del martes aparecía misteriosamente vacía en contraposición a la gran cantidad de citas y anotaciones de otros días. También la mañana del miércoles se veía en blanco.
—¿No trabajó estos dos días, Rosa?
—Déjeme ver…
Alargó el cuello hacia los espacios que yo le mostraba en lo que me pareció una mala representación teatral.
—No, cierto, no trabajé.
—¿Puede decirme el motivo?
—El martes por la tarde fui al ginecólogo y el miércoles por la mañana no me sentía bien y me quedé en casa descansando hasta mediodía.
—Comprendo. ¿A qué fue al ginecólogo, Rosa, se encontraba enferma?
Por primera vez perdió la compostura y elevó la voz.
—No creo que los problemas médicos de los ciudadanos sean asunto de la policía.
—Lo siento, Rosa, pero en este caso sí lo son. ¿Cuánto tiempo permaneció en la consulta del ginecólogo?
—No sé, no me acuerdo. ¿Adónde quiere ir a parar?
Lo lamentaba de verdad. Había sido discreta hasta donde me habían permitido las circunstancias, pero si seguía callando perjudicaría la investigación.
—Rosa, usted le pidió a Malena que cubriera su ausencia de este despacho durante seis horas y quiero saber por qué. No se va de tapadillo a un médico ni se permanecen seis horas en su consulta.
—¿Malena le ha dicho eso?
—No tuvo otro remedio. Es imprescindible que me cuente la verdad. En condiciones normales, poco me importaría dónde hubiera ido usted, pero habiéndose cometido un asesinato sólo una semana después, cualquier ocultación es sospechosa.
Se quedó en silencio. Me miraba como si me viera por primera vez. No reaccionaba. Al fin dijo con toda naturalidad:
—Estuve en el ginecólogo, ya se lo he dicho.
Me cabreé.
—¡Por todos los demonios, no se está seis horas en una visita médica, ni tiene eso nada de clandestino como para pedirle coartada a una amiga!
—Mi ginecóloga pertenece a la clínica Salute. Pregunte allí, ella corroborará que estuve en su consulta.
—¡Sí, pero Malena ha corroborado que usted deseaba desaparecer oficialmente durante ese tiempo! ¿Por qué?
Bajó la cara para que no pudiera ver sus ojos llenos de inquietud. Habló muy bajo.
—Mi marido y yo no podemos tener hijos.
—Eso ya lo sabía.
—Hemos hecho algunos intentos médicos para quedarme embarazada, pero no dieron resultado. Mateo se niega a probar nada más. Pero yo quiero que me hagan unas últimas pruebas. El plan era que no se enterara.
—¿Por qué no se lo contó así a Malena?
—No quería que nadie lo supiera. He dado ante todos la imagen de que la maternidad no me importaba en absoluto.
Montada la coartada, desmantelada la sospecha. Adiós muy buenas. Había desenmascarado a Malena sin ninguna necesidad. Pero allá se las compusieran. Como habría señalado Garzón: «Aquél era un asunto pequeñoburgués que no nos atañía para nada.»
Al salir del despacho de Rosa me percaté de que me dolían las cervicales. Había pasado un mal rato interrogándola. Lo que había contado tenía aspecto verosímil. Bajo la apariencia férrea de una mujer de negocios llena de sentido práctico palpitaban los más primarios instintos de la maternidad. El marido, frívolo y contento con su suerte, no quiere ni oír hablar de más pruebas de fertilidad. Entonces ella acude sola al hospital, pero no quiere que nadie sepa de su debilidad, ni siquiera Malena, a la que pide ayuda como procuradora de coartada. Sí, todo encajaba bastante bien. Sin embargo, cuando se lo conté al subinspector, la versión no le pareció demasiado fiable. Aquella historia de ansias maternales contra viento y marea le parecía de dudosa fiabilidad. Insistió en que corroboráramos la coartada en la clínica Salute. Él, por su parte, había llevado a cabo la comedia que le ordené, tan inútil, sin que por supuesto ningún hallazgo se reflejara en las agendas de los amigos de Espinet. Lo miré a los ojos buscando una reconciliación.
—¿Qué me dice, Fermín, caminamos hacia alguna parte?
—Por lo menos ya tenemos algo que hacer. Proporciona otra sensación, estar parado es terrible.
—Sin embargo, a estas alturas ya no podemos conformarnos con una sensación. Necesitamos hechos palpables.
—No desespere, inspectora. Los hechos aparecerán a nuestra vista en algún recodo impensado, como setas jugosas.
—Muy poético.
—Aunque le advierto que a mí todo eso de las pruebas de embarazo me suena raro. Toda esa coña de la maternidad para que las mujeres se sientan realizadas es un engañabobos.
—¿Y qué me dice de las gatas, las chimpancés, las coyotes del desierto? Todas cuidan hasta la muerte de sus camadas.
—Sí, joder, pero nunca he visto a ninguna coyote que se haga inseminar artificialmente.
—Porque los humanos hemos llegado a un alto nivel de sofisticación que también se traduce en las cosas naturales.
—Pues si tan sofisticados somos, los instintos ya no deberían tener ninguna importancia.
—Seguimos haciendo el amor.
—Pero tener un bebé es otra cuestión. Ya me dirá para qué quiere un bebé una mujer como Rosa, con todos los follones que un bebé implica. Ella lo tiene todo, dinero, poder, belleza… a usted misma le confesó que con hijos no habría llegado profesionalmente hasta donde está.
—Tendrá una de esas contradicciones en las que todos caemos.
—De contradicciones sabe más usted que yo.
—¿Eso cree?
—Me lo ha demostrado. Detesta a los curas y pacta con un cardenal. Es una mujer independiente y pone los ojos en blanco cada vez que ve a la niña de Malena Puig. Por no hablar de…
—¿De qué?
—Es reticente con el matrimonio y el amor, pero hace de casamentera.
—¿Qué quiere decir?
—¡Buena me la ha jugado presentando a Concepción y al juez! Ahora salimos en parejas todos los sábados por la noche, y me chupo cada sesión de cine… Antes, Emilia y yo siempre íbamos a cenar, pero desde que apareció García Mouriños comemos algo ligerito y, ¡hala, al cine! Después hay que comentar la película. ¡Con lo pelmazo que siempre me había parecido el juez!
No pude evitar que me acometiera un ataque de risa. Garzón me miraba con cara de reproche.
—Sí, sí, ríase. Si sigue con esas tendencias, lo mejor será que inaugure una agencia matrimonial.
—No se enfade, Fermín, ése no es sino otro ejemplo de la teoría del aprovechamiento integral vital. Con este nuevo planteamiento me libro de Concepción y el juez ya no me dará más la tabarra para que vaya a ver películas con él.
—¡Cojonudo, y me los enchufa a mí!
No podía parar de reírme, y Garzón estaba contento. Le gustaba que lo encontrara gracioso. Volvíamos a ser buenos amigos.
—En fin, subinspector, dejemos las cosas de índole personal. Dígame cuál es el siguiente paso en la investigación. Ya estoy cansada de decidir cosas hoy.
—Obviamente hay que ir a comprobar la coartada de la maternidad. Espero que en esa clínica nos reciban bien.
Estábamos de buen humor. Quizá atisbábamos una pequeña luz al final del túnel. Garzón canturreaba al volante. No le iba tan mal como decía. Acabaría siendo cinéfilo, incluso devoto de algún director en particular. Mi estratagema había dado resultado. Me sorprendió mi propia capacidad para el apaño de situaciones. De la manera más inopinada había propiciado una pequeña pandilla que parecía funcionar a pleno rendimiento. ¿No sería ésa la tarea futura de todo policía? Nadie podía asegurar que cuando la sociedad se perfeccionara y el delito fuera erradicado de la práctica común, la tan denostada bofia no pasara a hacer servicios de tipo social. Imaginé a Coronas adjudicándonos casos de ancianos aislados, de enfermos crónicos necesitados de intendencia o compañía. Ni se me ocurrió mencionarle la utopía al subinspector, no la habría aceptado ni como tema de discusión teórica.
La clínica Salute tenía como característica principal no parecer una clínica en absoluto. Moderna, fría y minimalista, construida en su totalidad con granito y madera, podría haber pasado por un gimnasio de lujo o un palacio de congresos. Dos recepcionistas vestidas con trajes de inspiración espacial atendían al público con una sonrisa invariable. Cualquier vestigio de relación con la enfermedad había sido borrado de la vista. Nada de médicos con bata y chanclos paseando por los pasillos, ni de fornidos camilleros hablando de fútbol en un rincón. Asepsia total. Se habría dicho que sólo admitían a pacientes pletóricos de salud.
La recepcionista que nos tocó en suerte creía que nos habíamos equivocado al decirle que éramos policías. Anunció sin la menor mala fe:
—Esto es una clínica.
—Sí, y seguramente tiene un director, ¿a que sí? —dijo Garzón con retranca malhumorada—. Pues es al director a quien queremos ver.
La muchacha, asustada, tomó una decisión de urgencia.
—Avisaré a la relaciones públicas y ella los atenderá.
Nos apartamos un poco del mostrador. El subinspector bufaba por lo bajo. Intenté reconducir la situación.
—Fermín, por favor, le ruego que sea cortés por el método más convencional. No quiero complicaciones innecesarias.
—Nuestro tiempo cuesta dinero a los contribuyentes.
—Ya se lo recordaré cuando proponga tomar una cerveza en horas de trabajo.
Por fortuna, la relaciones públicas llegó en seguida. Nos observó con la misma sonrisa profesional que exhibían las otras chicas. Era una cuarentona elegante y muy maquillada. Le hicimos saber que necesitábamos datos de una de sus pacientes.
—¡Pero señores, eso es imposible! Esto es un establecimiento privado. No podemos traicionar la confidencialidad médica.
Intervine antes de que lo hiciera mi compañero.
—Lo sabemos, todo el mundo es privado. Cada una de las personas de este país es absolutamente privada. Pero las leyes que la policía hace cumplir afectan a todos por igual. ¿Sería tan amable de dejarnos hablar con el director?
La sonrisa congelada en el rostro ni siquiera se alteró.
—Lo que quiero decir es que nuestros clientes no tienen tratos con la justicia. Aquí no traen a nadie con un navajazo de una reyerta.
Garzón no pudo aguantar más.
—Oye, encanto, o avisas al director o te traigo una dotación especial de policía y te montamos un número de la hostia en la mismísima puerta.
Por fin dejó de sonreír y desapareció con cara tensa sin añadir ni una sola palabra. Me volví hacia mi compañero con la expresión bañada de ironía.
—Tiene usted un concepto muy amplio de lo que es la cortesía convencional.
—Es que ya me estaba tocando los cojones con su sonrisita.
No habían pasado ni cinco minutos cuando una especie de azafata nos condujo al despacho del director, que resultó ser una directora. Sobria, concisa, con sesenta años bien llevados, nos atendió de modo ecléctico e indiferente.
—De manera que sólo quieren comprobar una coartada. Está bien. Nunca hemos hecho nada parecido, pero supongo que es nuestra obligación. Miraremos el ordenador y veremos qué médico atiende habitualmente a esa señora.
Se puso manos a la obra. Garzón y yo intercambiamos una rápida mirada de alivio y complicidad.
—Sí, aquí está. Rosa Massens, señora de Salvia. La trata la doctora Climent. Si quieren, podemos consultar también por ordenador su agenda de visitas de aquel día.
—No. Preferiríamos hablar con ella.
—De acuerdo, veré lo que puedo hacer.
Se ausentó del despacho con los pasos cortos pero firmes de una mujer china. Garzón se puso inmediatamente de pie y curioseó la habitación.
—¿Ha visto? Esta señora no es médica. Aquí tiene colgado su título de economista.
—Normal. Lleva sólo la gestión de la clínica.
—No sé si es tan normal. Esta clínica no parece una clínica.
—Lo hacen así para que el paciente no se deprima en ambientes médicos.
—A mí me deprimiría más estar en un sitio que parece una sucursal de banco.
—Pero usted es especial, Fermín, en realidad estoy pensando en hacer un cursillo sobre su personalidad, incluso un máster, fíjese bien.
La entrada de la directora no nos permitió culminar nuestro escarceo verbal. Venía acompañada de una joven médica de aspecto impoluto. No parecía nerviosa ni sorprendida. Hablaba en tono monótono y parsimonioso.
—Sí, a la señora Salvia la visité yo ese día.
Nos alargó un papelito con el que venía pertrechada. En él constaba la afirmación que acababa de hacernos.
—Doctora, ¿el tratamiento que le hizo a la señora Salvia duró seis horas?
—Sí, más o menos.
—¿Cómo es posible que fuera tan largo?
—Permaneció un tiempo en observación.
—¿Puede decirme qué tipo de tratamiento recibió?
—No, lo siento, no puedo decirlo.
—¿Fue un tratamiento de fertilización?
Los ojos de la médica acusaron una ligera sorpresa. Los desvió inmediatamente hacia la directora, que tomó la palabra.
—No, señores, la doctora Climent no está autorizada a informarles sobre ese punto. Se trata de un dato completamente confidencial.
—Pero la propia Rosa Massens nos lo dijo así, sólo se trata de confirmar.
—Lo siento, no podemos confirmar ni negar.
—¿Ni siquiera con un requerimiento judicial?
—Lamento que esté tan mal informada, inspectora. Ahí nos asiste la ley. Ningún juez ni jurado pueden hacer que rompamos la confidencialidad del tratamiento médico. Es un derecho inalienable. Pero si tienen alguna duda, llamaré al abogado de nuestra institución para que les dé más detalles.
—¿Saben ustedes que el motivo de que estemos aquí tiene relación con un asesinato?
—Ni aunque fuera con una masacre, inspectora, daría igual. Además, me cuesta mucho creer que ninguna de nuestras pacientes ande por ahí matando a la gente.
El desprecio que le inspirábamos se dejó reflejar claramente en su mirada. Les di las gracias con toda frialdad y salimos de allí. Garzón estaba que trinaba.
—¿Se ha fijado? «Ninguna de nuestras pacientes.» No se refería a que Rosa fuera una buena chica, sino a que el delito no le corresponde a esta clase social. ¡Es la hostia!
—¡Qué pesado está con la lucha proletaria, Fermín!
—¡Es que me jode!
—Más debería joderle haberse quedado sin saber la verdad.
—Sabemos que Rosa sí estuvo ahí durante seis horas.
—Sí, pero ¿por qué no han querido confirmar su tratamiento?, y ¿por qué necesitó cubrirse las espaldas con Malena? Me quedaría más tranquila sabiendo qué pasó en realidad.
—Pues ya ve que la cosa pinta mal. Si los asiste el derecho a callar…
—Se lo preguntaremos a García Mouriños. A lo mejor se le ocurre alguna triquiñuela legal.
—Lo dudo.
—¡Coño, Garzón!, comprendo que le pueda caer mal, pero es un excelente juez con muchos años de experiencia.
—No, si no me cae mal —dijo sin convicción y se puso a mirar hacia otra parte.
Garzón defendía su territorio de la presencia de otros machos, en un comportamiento muy animal. No era censurable. En realidad todo el mundo defiende su pequeña parcela, como la clínica que acabábamos de visitar lo hacía con sus pacientes.
Me pregunté qué cosas había en mi pequeña parcela que debía defender, qué formaba el núcleo sagrado por el que pelearía llegado el caso. Por mi independencia. No se me ocurrió nada más, y ese pensamiento me entristeció.