CAPÍTULO SEIS

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Ciertamente, como adelanto no estaba mal. Representaba una muestra del desconcierto posterior que nos invadió. Lali Dizón había desaparecido. ¿Por qué?

En tránsito hacia «El Paradís», Garzón me puso en antecedentes de lo poco que sabía. Malena Puig me había llamado a comisaría y al no poder hablar conmigo pidió hacerlo con el subinspector. Azucena, su doméstica ecuatoriana, le había soplado la novedad: Lali Dizón no estaba en «Las Margaritas», no había acudido a los puntos de reunión y nadie le había visto el pelo, excepción hecha de un niño de doce años que aseguraba haberla descubierto saliendo de la casa con una maleta aquella madrugada mientras se había levantado para ir al baño. Todas las chachas estaban revolucionadas. Lali no había comunicado a nadie que tuviera intención de marcharse. Jamás había hecho ningún comentario en ese sentido.

El guardia de noche estaba muy seguro de no haber dejado entrar de madrugada ningún coche particular ni taxi en la urbanización. En ese caso debíamos suponer que Lali había caminado hasta la verja y salido subrepticiamente. Su destino sólo podía haber tomado dos bifurcaciones: la estación de ferrocarril o el centro de Sant Cugat, desde donde quizá cogió un taxi a Barcelona. La primera posibilidad resultaba más factible, la estación estaba cerca y, cargada como iba, eso tenía su importancia. Si había sucedido de esta manera, sería fácil encontrar un testimonio. No se ven muchas filipinas con equipaje a primera hora de la mañana.

Así fue. El mismo jefe de estación la recordaba perfectamente. Había tomado el primer tren a Barcelona. No le había parecido que estuviera nerviosa ni que se ocultara de nadie. Compró un billete, esperó en el andén y se fue. Tampoco le pareció extraña su presencia, y para remarcarlo utilizó una frase muy al gusto español: «Cosas más raras he visto.»

Yo no. Que Lali se fugara de madrugada con su maleta era raro de verdad; un hecho que no encajaba con nada ni aportaba luz sobre el caso, ni siquiera la más mínima sombra. ¿Por qué? A no ser que la huida se debiera a la extraña personalidad de la chica no tenía ninguna explicación. ¿Quizá había ido en busca de su señora a casa de los padres de Inés?

Malena Puig, convertida una vez más en nuestra intermediaria debido a las circunstancias, negó tajantemente.

—Es lo primero que pensé cuando me lo dijo Azucena. Llamé a casa de Inés y no saben nada. No se ha puesto en contacto con ellos ni mucho menos ha aparecido por allí.

—¡Joder! —masculló Garzón, empezando a ponerse nervioso—. ¿Pido que la busquen?

Hice un llamamiento a la calma. No podíamos poner a una dotación de hombres tras su pista sin tener las ideas más claras.

—Puede huir del país —me recordó Garzón.

—Está bien, que pongan en alerta al aeropuerto y nada más de momento.

Detesto ordenar cosas antes de ponerme a pensar, pero en esa oportunidad ni siquiera sabía por dónde empezar los razonamientos.

Bien, Lali se había largado, la pregunta era ¿por qué? Los ojos muy abiertos de Malena Puig me miraban sedientos. Se sentía implicada sin ninguna duda en la investigación a un nivel superior que el de simple amiga del muerto. Burbujeaba de curiosidad. Yo misma la había metido en todo aquel embrollo solicitando su ayuda repetidamente. Ahora no podía largarla sin más, e intuía que seguiría haciéndome falta. La observé fijamente.

—Dígame, Malena, ¿adónde ha ido esa chica, según su opinión?

Sorbió el placer que le proporcionaba verse interrogada como experta. Dijo en estado casi hipnótico:

—Ha ido a reunirse con alguien.

—De acuerdo, ¿con quién?

—Con el asesino de Juan Luis.

Nuestra mutua mirada de pupila a pupila se intensificó hasta hacernos daño como una luz demasiado potente. Nos interrumpió el subinspector.

—¡Un momento, un momento! ¿Está insinuando que fue Lali quien planeó esa muerte?

—A lo mejor fue utilizada por alguien que quería matarlo… —dijo Malena, cada vez más enfrascada en su papel de detective.

Garzón, a quien molestaban mucho las intromisiones de aficionados, objetó con síntomas de mal humor:

—¿Para qué querrían matarlo si ni siquiera le robaron?

—Robarle podía ser el objetivo, pero la maniobra se frustró por su salida hacia el coche en mitad de la fiesta —repliqué.

—Inspectora, Lali sabía que esa noche sus señores daban una fiesta. ¿Cree que lo habría escogido como el mejor momento para robar?

—No en casa de los Espinet, pero sí en las de los invitados que quedaban vacías.

Garzón se calló, meditó, se debatió entre ideas contrapuestas buscando alguna objeción lógica.

—En su casa, Malena, estaba su chica ecuatoriana. ¿Quedaba vacía la de los Salvia?

—Sí, pero tienen alarma.

—¿La conectan siempre al salir?

—No lo sé, pero puedo preguntárselo.

—Ya lo haré yo —afirmó el subinspector con firmeza, nada dispuesto a que Malena continuara invadiendo terreno.

—Ahora encontrará a su asistenta.

—Voy para allá.

—Yo inspeccionaré el cuarto de Lali, quizá ha dejado algún indicio —dije yo.

Nos pusimos en movimiento. Advertí que Malena tuvo el impulso de seguirme, pero una vez iniciado, lo atajó. Dudé si dejarla venir conmigo, aunque era demasiado. Por mucho que fuera capaz de ayudarme con sus comentarios, no podía estar presente en un registro. Noté su frustración al despedirla. Debía de aburrirse mucho semana tras semana y mes tras mes en aquella urbanización. Viéndola retirarse con su pinta de teenager sentí, como de costumbre, una corriente de simpatía hacia ella. Me habría gustado tenerla como subinspectora o como amiga personal, pero tanto una cosa como la otra resultaban inviables. Pensé que, si en algún momento de mi vida, no sabía exactamente cuál, las cosas hubieran sido distintas, podría haberme parecido mucho a ella.

La puerta de «Las Margaritas» estaba abierta. Otro dato a favor de que la filipina se había largado para no volver. En su habitación, la cama se encontraba deshecha, el armario de par en par, aún con faldas y chaquetas colgadas. Había seleccionado sólo lo necesario para una retirada de urgencia. Su mesa, un pequeño escritorio, estaba llena de cartas, revistas, papeles. Faltaba su documentación. Me senté para revisarlo todo cuidadosamente.

Los papeles eran dispares y carecían de interés: noticias de moda recortadas, fotografías de cantantes, resguardos de la tintorería, listas de compra. Las cartas venían de Filipinas y estaban escritas en tagalo e inglés. Probablemente eran de amigos y familiares, me pregunté por la conveniencia de traducirlas. Lo descarté. De pronto vi un sobre que no tenía dirección alguna. En el remite se veía un simple corazón dibujado de manera esquemática y torpe. Un montón de ideas me vino a la mente sin el tiempo necesario para seleccionarlas. ¿Espinet se acostaba con Lali? No, aquello no era la España de posguerra con el señorito beneficiándose a la criada, sino la España democrática del diseño y los negocios. En cuanto abrí el sobre comprendí que Juan Luis Espinet nunca habría escrito una horterada semejante. Para empezar, la caligrafía era inculta y tosca. La carta contenía faltas de ortografía e imprecisiones de construcción sintáctica. Todo eso, sin embargo, podría haberlo afectado Juan Luis Espinet para guardar el anonimato. Ya le habría resultado más difícil recrear el infecto estilo de la misiva y su contenido amoroso.

Lali, mi amor:

Cuento los minutos que me faltan para verte y no me puedo aguantar porque tengo el corazón lleno de amor. Son como flechas que se me clavan en el alma. Te veo y no puedo hablarte y la vida me parece una condena. Espero el día de tenerte entre mis brazos y musitarte palabras de amor. Te llevo dentro clavada como espina que no me puedo arrancar. Tú y yo somos dos, pero somos uno en realidad y nadie nos podrá separar nunca. Te quiero con todo el cariño del mundo.

Tu amor único y verdadero.

Supongo que a alguien aquello podría haberle parecido incluso entrañable, una comunicación desesperada de un amante sincero y sencillo que no sabe expresarse mejor. A mí me pareció una repugnante bazofia cocinada con refritos de boleros y lemas de postales kitsch. Aportaba, sin embargo, varios datos interesantes sobre su autor. Primero: ya que el amante doliente veía a su amada pero no podía hablarle, había que deducir que era alguien de su entorno habitual que no podía dirigirse a ella por prudencia y disimulo. Si se trataba de alguien de «El Paradís», no sería difícil dar con él. El nivel en el que Lali se movía era un reino eminentemente femenino. Quedaba una muestra variada pero abarcable de caballeros: jardineros, personal de mantenimiento, guardias de seguridad… No debíamos descartar repartidores de supermercado o incluso vendedores de tiendas a las que Lali acudiera. Quizá se trataba de alguien a quien Lali veía los días festivos. Esa posibilidad abría peligrosamente el campo de cara a una localización.

Segundo: aquella carta indicaba que su autor era un hombre de una cierta edad. Todas aquellas frases de literatura amorosa no eran sino retazos de canciones considerablemente pasadas de moda, boleros de Machín, baladas de Nat King Cole. La Sociedad de Autores no tendría nada que reclamar, los responsables de aquellas letras estaban bajo tierra desde hacía mucho tiempo. A ningún hombre menor de cuarenta años se le habría ocurrido escribir una cosa así.

De repente, el hallazgo de aquella nota se me antojó crucial. Como había dicho la intuitiva Malena, era muy probable que Lali huyera para reunirse con alguien. Que ese alguien fuera el asesino de Espinet constituía una afirmación aventurada, pero que no se podía descartar. ¿Había llegado el momento, íbamos al fin tras algo tangible? ¿Sería aquella alma atormentada de corazón espinoso un simple gilipollas enamorado con ganas de sentirse Gustavo Adolfo Bécquer? Si aquel novio fantasma era cómplice en un crimen, me inclinaba por la posibilidad del chantaje. La dulce y llorona Lali había pescado a su señorito en un renuncio adúltero y se lo había comentado a su enamorado el fusilador de boleros. Éste, tan apto para hacer collages de baladas como para oler el dinero fácil, había visto un filón en el tema.

Sí, aquella composición de lugar tenía cuerpo y coherencia. Existían dos piezas clave en dos rompecabezas amorosos distintos: la amante oculta de Espinet y el amante sin nombre de Lali, un presunto instigador, quizá ejecutor, quizá culpable. Garzón y yo íbamos a estar muy ocupados desbrozando el pequeño bosque que aquella epístola cursi nos ponía delante.

El subinspector no se mostró en desacuerdo con mi hipótesis después de haber leído la carta. A él también le encajaba. Espinet se había retrasado en el pago del chantaje, o se había negado a continuar pagando. Discutió con el reventador de baladas y éste lo mató.

—¿Por qué lo llevó hasta la piscina? —preguntó aún remiso a darme al ciento por ciento la razón.

—Por lo que siempre hemos barajado. No tiene pistola, y tampoco se trata de un asesino despiadado y cruel, de modo que lo lleva hasta allí, le propina un golpe y sabe que morirá ahogado. Un trabajo limpio.

La efervescencia de nuestras neuronas se notaba en el aire provocando un petardeo de fuego fatuo. Conocía ese momento en el que el deseo de avanzar espolea la mente hasta la ansiedad.

—Calma y tino, Garzón, lo conseguiremos.

—Lo sé. Ya empiezo a tocar algo con las manos.

—Primero, comprender, después, tocar.

—¿Por dónde empezamos?

—Interrogatorios a todas las chicas de servicio de la urbanización, en especial a las filipinas. A alguien le confesaría Lali que estaba enamorada y quizá también de quién. Le preguntaré a Malena si sabe qué itinerarios exteriores hacía Lali para comprar o ir al tinte. Nos hará ganar tiempo.

—Se ha hecho muy amiga de Malena, ¿verdad?

—¿Piensa que la hago intervenir demasiado en el caso?

—Es posible.

—En realidad es la única que habla en este paraíso de mudos.

Algunas de aquellas chicas filipinas a duras penas entendían la lengua. Me pregunté cómo demonios se las apañaban en el país. Aunque realmente parecían dedicarse exclusivamente a su trabajo y no relacionarse con nadie que no fuera de su nacionalidad. Encontramos a una que se desenvolvía bastante bien en español. Nos ayudó con las demás. Supimos que sólo iban a Barcelona los domingos, durante su día libre semanal. Las labores de la intérprete no sirvieron para averiguar mucho más. Topamos con un hermetismo absoluto. Según sus compañeras, Lali carecía de vida personal y la poca que pudiera tener la guardaba para sí misma. Podía ser cierto, pero de las miradas impenetrables de aquellos ojos oblicuos parecía desprenderse una clara resolución: no hablaré.

Nuestra justicia y sentido del deber para con la policía y la sociedad les eran ajenos. Era obvio que buscaban la protección en su cohesión como grupo. No sacaríamos nada de ellas, lo comprendí en seguida, pero había que llegar hasta el final. Durante un día entero estuvimos lanzando preguntas contra aquellas islas cerradas hasta que no quedó nadie sin pasar por nuestra inútil criba.

El segundo día lo dedicamos a las empleadas hispanoamericanas. Con ellas la situación se presentaba justo al revés: hablaban y hablaban pero no sabían nada. Después de seis horas nos hallábamos inmersos en un mar de rumores, de conjeturas, de sospechas. Todos apuntaban, sin embargo, en la misma dirección: Lali tenía un novio con el que se veía una vez a la semana en Barcelona. Nada más. Tampoco en los establecimientos que nos apuntó Malena como habituales de las chicas había nada ni nadie sospechoso de ser el amante de Lali.

Volvimos a comisaría con la impresión de haber perdido el tiempo. Las alertas desplegadas en el aeropuerto tampoco habían dado resultados. Era confiar demasiado en la suerte. La chica y su misterioso acompañante podían haberse escondido en Barcelona, en cualquier otra ciudad de España.

Me quedé sentada en mi despacho, cansada, con la sensación de que nunca saldríamos de aquel impasse. Empecé a redactar el informe de los interrogatorios debatiéndome contra el mal humor. ¿Qué era lo que estaba ante nuestros ojos y no sabíamos ver? La conjetura sobre la que trabajábamos no acababa de convencerme del todo. Lali se compincha con un novio poco escrupuloso moralmente y ambos se deciden a chantajear a Espinet con alguno de sus ligues. El novio se presenta en la urbanización, discute con el abogado y lo mata. Bien, pero en ese caso, ¿por qué escogió el día de la fiesta para hacerlo?, ¿justamente para aprovechar la confusión?

¡Dios Santo!, habíamos tenido a Lali un montón de días a nuestra disposición sin sospechar mínimamente de ella. Ése era otro punto sin aclarar, ¿por qué se había largado cuando lo hizo y no al principio, tras el asesinato de Espinet? ¿Qué la hizo sentirse amenazada?

El ordenador seguía hambriento de los estúpidos datos de mi informe. Procuré centrarme en lo que me ocupaba, pero al cabo de un rato se presentó el comisario Coronas dispuesto a abroncarme una vez más. Por muy extraño que parezca, el motivo del rapapolvo no era la falta de progresos en el caso ni el hecho de haber dejado escapar a una sospechosa que había estado a nuestro alcance, sino la inasistencia durante dos días seguidos a las reuniones de seguridad del papa. Protesté, le conté las dificultades por las que estábamos pasando en la investigación, pero el comisario fue inflexible y concreto:

—Petra, la policía de Barcelona se juega su prestigio en esta visita papal. Todos los medios de comunicación estarán pendientes de nosotros y de los errores que podamos cometer. ¿Cuántos periodistas están haciendo seguimiento del caso Espinet?

—Desde que el juez decretó el silencio, ninguno, señor.

—Entonces valore usted misma el orden de prioridades. No se lo volveré a repetir, a la próxima falta de asistencia la expedientaré.

Dicho esto, salió dejando tras de sí una vaporosa estela de autoritarismo.

Con el ánimo hecho trizas, la bronca de Coronas no era la bronca adecuada, abandoné mi despacho. El mundo caminaba hacia lo absurdo, y la policía no tenía por qué ser una excepción. Fui en busca de monseñor Di Marteri. Para completar mi humillación ya sólo me faltaba ponerme a los pies de la Iglesia.

Lo encontré en el despacho contiguo al de Coronas (siempre junto al poder), que le habían prestado mientras duraba su estancia entre nosotros.

—¿Da usted su permiso?

Me miró francamente sorprendido de verme aparecer en son de paz. Cuando le conté lo que pretendía de él disimuló casi a la perfección sus reacciones faciales de triunfo. Ni siquiera afloró una sonrisa de venganza a sus labios cuando rematé humildemente con un «se lo pido por favor».

Quedó un instante callado, sopesando el alcance de mi petición, se quitó las gafas para poder rascarse los ojos con gesto de gravedad y luego dijo por fin:

—Es justo que la Iglesia ayude a la policía, que tanto nos está ayudando.

—Lo importante es que no haya más muertos.

—Me hago cargo. Una cosa le quiero advertir; si tengo que obrar como mediador, necesitamos un sitio neutral. La comisaría puede ejercer un efecto negativo sobre esas familias.

—Pensaré en algún buen sitio. Y… monseñor, se lo agradezco de verdad.

—Un hombre de Dios no puede aceptar agradecimiento, siempre actúa sobre la base de una obligación moral.

Actuar siempre sobre la base de una obligación moral debía de ser horroroso, un sistema que no da posibilidades a la amistad. Mucho mejor para mí.

Me acerqué a ver al subinspector. Sería preferible que él buscara el sitio ideal para la mediación. Suyo era el caso de los gitanos. Se puso muy contento al saber que el prelado nos echaría una mano celestial. No le comenté nada del exabrupto de Coronas.

—¿Nos concedemos un respiro, inspectora? Estoy harto de trabajar.

—¿Qué quiere hacer?

—Una simple cerveza en La Jarra de Oro.

—No hay cerveza simple, amigo mío. Vamos allá. Celebraremos que, al menos en un asunto, usted quizá pueda poner el punto final.

No fue posible ni siquiera aquella magra celebración. Casi alcanzando la puerta, un policía nos salió al paso.

—Inspectora Delicado, no se vaya. Un hombre quiere hablar con usted.

—¿Ha dicho su nombre?

—No. Mírelo, es aquel de allí.

Descubrí un hombre al fondo del pasillo, pero no lo identifiqué. Nos acercamos a él.

—¿La inspectora Petra Delicado? Soy el gerente de Master Security.

Recordé la empresa de seguridad a cargo de la urbanización de Sant Cugat.

—Usted dirá.

—Se trata de Pepe Olivera, el guardia de día de «El Paradís».

Me quedé quieta, tensa, casi no me atrevía a hablar.

—¿Y bien?

—Lleva dos días sin aparecer ni en su puesto de trabajo ni en la empresa. Tampoco ha llamado para prevenir que estuviera enfermo.

El subinspector y yo nos miramos en estado de máxima alerta. El hombre prosiguió:

—He telefoneado un montón de veces y nadie contesta. Después, varios hombres han ido a su casa en horas diferentes, pero parece que no está allí.

—¿Sabe si tiene familia?

—Sólo una hermana, pero hemos hablado con ella y desconoce su paradero. Creí que debía informarle, por si tiene relación con el asesinato del señor Espinet.

—Debería haberme informado antes.

—Una empresa de seguridad es algo muy delicado. Quería cerciorarme de que…

—Una empresa de seguridad tiene las mismas obligaciones legales que cualquiera. Deme la dirección de Olivera y de su hermana.

Lo hizo, serio, preguntándose si pensábamos acusarlo de algo. Cogimos inmediatamente el coche. Íbamos callados, abismados en nuestros respectivos pensamientos. De pronto, Garzón golpeó el volante con ambas manos.

—¿El guardia de seguridad, el puto guardia de seguridad? ¿Un viejo a punto de jubilarse? ¡No entiendo nada, inspectora!

—Detesto adelantarme a las pruebas fehacientes, pero todo parece indicar que ya hemos encontrado al amante de Lali Dizón.

—¡Joder! ¿Una chica de veintipocos y un sesentón?

—Una más de las muchas parejas imposibles que se aman en silencio.

El subinspector censuró con una mirada de través mi derrengada inspiración poética y dijo:

—Déjelo, Petra, me gusta más cuando no se muestra comprensiva con las miserias humanas.

Aun sin orden judicial (había que confiar en García Mouriños), forzamos la puerta de Olivera y entramos en su casa. Era una vivienda modesta sin nada especial. Presentaba un orden aparente. Sólo en el dormitorio se advertían los signos de una salida precipitada. Las puertas del armario estaban abiertas y un montón de prendas de vestir se encontraban diseminadas por todas partes. Era evidente que Pepe Olivera también se había convertido en viajero de última hora. Buscamos por entre aquel follón sin hallazgos destacables.

Volvimos a la sala. Había allí un horrible mueble cajonero que nos dedicamos a registrar a fondo. Abrí una pequeña libretita donde el guardia anotaba direcciones y recados. Se la mostré a Garzón.

—¿Se ha fijado en la letra?

—Característica.

—No cabe la menor duda de que nos encontramos frente al poetastro enamorado.

—Ya tiene completa una pareja de amantes, inspectora.

—Tome el cuaderno como prueba. Será mejor que lo vea un experto calígrafo. No me gustaría meter la pata.

Por desgracia no encontramos cartas de amor de la filipina. Me habría gustado ver cómo se las apañaba en su escaso español. De hecho, todo el registro resultó frustrante. Desierto total. Cuatro enseres de cocina, un Marca atrasado y un librillo de crucigramas a medio resolver. Viendo la miseria cultural en la que se movía el interfecto, sus cartas ripiosas deberían haberme parecido sonetos de Shakespeare.

Llamamos para que precintaran la casa y salimos de allí. Todo daba a entender que ambos enamorados habían sido cómplices en el asesinato. Después, por motivos inconcretos, habían huido de sus casas.

—De acuerdo, pero ¿con qué botín? —argumentó Garzón.

—Con ninguno. El hecho de que mataran a Espinet indica que la cosa les salió mal.

—Entonces no deben de andar muy lejos. Con su permiso, voy a pasar una orden de busca y captura general.

—Adelante —mascullé, pero no estaba escuchándolo.

En mi cabeza se movían de un lado para otro las piezas del puzzle buscando una ubicación. ¿La cosa quedaba ahí, estábamos en el final del caso a falta de atrapar a los culpables? ¡No podía ser, simplemente no podía ser! ¿Y si se trataba únicamente de un robo frustrado? Todas las muertes violentas son injustas y aberrantes, pero si le habían matado porque los descubrió yendo a robar, entonces la aberración era enorme.

Garzón también le daba vueltas al tema en su caletre, porque de repente dijo:

—Supongamos que tenían algún dinero que provenía del chantaje que habían iniciado con Espinet. Quisieron más y éste se negó a pagar, incluso, harto ya, los amenazó con delatarlos. Lo mataron. De acuerdo, pero ¿por qué se quedaron aparentando normalidad?, y después, ¿qué los asustó como para hacerlos huir?

—Recuerde, Fermín. Lo que nosotros interpretamos como histeria de una chica corta de entendederas bien podría ser en realidad una estrategia meditada. Lali hizo todo lo que pudo para cargarle el muerto a la señora Domènech. «¿Adónde vas, pajarito?», y todo lo demás. Mientras nosotros seguimos ese rastro mansamente, estaban confiados. Cuando lo abandonamos se sintieron en peligro y…

Era como estar hambriento y masticar un bocado sin poder tragarlo al final, como oír una banda sonora conocida sin conseguir identificar a qué película pertenecía, como intentar reconocer una cara vista alguna vez. Teníamos muchos elementos, pero ignorábamos su ordenación. Todas las hipótesis sonaban a aproximaciones insatisfactorias. No acababa de abrocharnos la camisa, siempre quedaba sin trabar un botón o dos.

—¡Este caso es un coñazo de la hostia! —aulló Garzón en un arranque de mal talante.

—Tranquilo, Fermín, ya que va a emparentar con la Iglesia, más le vale no blasfemar.

Dolores Olivera, la hermana del guardia, representaba a la perfección el papel de matrona desagradable. Gruesa, desgreñada, vestida con una sucia bata de flores, escupía las palabras con una especie de vulgaridad primigenia. No podría haberse hecho pasar por una princesa ni con dos mil clases del profesor Higgins. Claro que la vida que llevaba no debía de haberle permitido ni siquiera imaginar qué era una princesa. Estaba casada con un peón de albañil, fregaba escaleras por las mañanas y tenía cuatro hijos. Se hacinaban todos en un piso destartalado de ochenta metros. Por eso, al verla gritar desabridamente a los niños, no pensé que ese día se encontrara de especial mal humor. En seguida definió su relación fraternal.

—¿Mi hermano? ¡Vaya desgraciado! ¿Qué ha hecho para que le busque la policía? Cuando me llamaron los de su empresa preguntando por él ya me extrañó. ¡No podía ser nada bueno!

—¿Sabe dónde está?

—¿Yo? ¡Qué voy a saber! Es verdad que se presentó hace tres días aquí. Dijo que venía a despedirse. ¡A buenas horas le daba por el cariño de la familia!

—¿Le contó adónde iba?

—No, ni yo se lo pregunté. Me dijo que se largaba a vivir a otra parte, que había cobrado unas deudas y que dejaba de trabajar. A los de la empresa no se lo conté para que dejaran de joderme.

—¿Concretó qué deudas eran ésas?

—No, y no lo mandé a la mierda de milagro. Cuando mi marido y yo pasábamos una mala temporada le pedí prestado y no me dio ni un duro.

—¿Le dijo si se iba con alguien?

—No me dijo nada.

—¿Si se iba a otra ciudad?

—¡Nada!, eso me dijo. ¿Ha robado?

—Quizá.

—Pues, demasiado tarde.

—¿Qué quiere decir?

—Me dio veinticinco mil pesetas. Se lo digo porque no quiero líos. Ya me las he gastado, así que no las puedo devolver. Me mosqueó cuando me las dio, pero con esa historia de que se marchaba a vivir a otra parte, pensé que no iba a verlo nunca más.

Hizo un gesto de despedida con sus manos deformes, gordas, desgastadas por la lejía y prosiguió:

—Yo, por si acaso, me fui a El Corte Inglés y me compré algo bonito como él me dijo. Para una vez que puedo darme un capricho… vengan, se lo enseñaré.

Garzón y yo nos miramos con sorpresa, pero la mujer había iniciado la marcha hacia el dormitorio y nos dejamos guiar. Llegados al pequeño cuarto, nos mostró su adquisición. Una gran jaula dorada del tamaño natural de un gorila ocupaba buena parte del espacio. En su interior, rodeados por una selvática vegetación de plástico, había dos estáticos loros de colores chillones. La hermana de Olivera se acercó y nos mostró aquella abominación con un orgullo casi maternal.

—¿Ven? Los loros están hechos con plumas de gallina teñidas y en los ojos les han puesto piedras semipreciosas de Brasil. ¿A que son bonitos?

Permanecí muda por el horror. Garzón tuvo más presencia de ánimo y murmuró:

—Son magníficos.

—Claro que sí —dijo ella sonriendo por primera vez—. No tendré que devolverlos, ¿verdad?

—No —musité, aún afectada por la impresión—. No tendrá que devolverlos.

Salimos de aquella casa con la sensación estética aún indeleble en nuestros ojos. No, con toda seguridad Pepe Olivera no volvería a ver a su hermana nunca más. O estaba en el extranjero o estaría en la cárcel en cuanto se dejara atrapar. Aquel dinero fresco que tenía en las manos le condenaba sin paliativos. Subimos al coche con un sabor de boca bien amargo. Mi compañero pensó en voz alta:

—Al menos ya podemos descartar definitivamente a la señora Domènech como asesina.

—El «pajarito» que vio tras la casa era la propia Lali. Ésta se sintió descubierta cuando la pobre señora soltó esa frase al pescarla deambulando por el jardín. De ese modo no sólo se curaba en salud por si a la anciana se le ocurría repetir lo del pajarito, sino que, encima, proyectaba la sospecha sobre la misma señora Domènech.

—¿Cree de verdad que esa filipina es tan lista? A mí no me lo pareció.

—Perdone que le suelte una sentencia confuciana, pero lo cierto es que el ser humano nunca es como aparenta. Nosotros mismos parecemos dos policías inteligentes, y ¿qué hacemos? Pues permitir que los presuntos culpables de un crimen se volatilicen en nuestras narices.

Quedó en silencio. Frunció el ceño con gravedad. Luego se echó a reír.

—¿Qué le hace tanta gracia?

—Me acordaba del capricho que se ha comprado la hermana de Olivera.

—¡Calle, por Dios, era más terrorífico que los de Goya!

—Pero a mí me ha dado una idea. Ahora ya sé qué regalarle por su cumpleaños, Petra.

Seguía riéndose como si la pésima marcha del caso no le afectara. No sé qué opinaría Confucio al respecto, pero para mí, el ser humano era muy raro. Una mujer desheredada de la fortuna se enamora de un objeto inverosímil como si hubiera estado deseándolo toda la vida, y un hombre cuyo centro existencial es el trabajo se muere de risa estando en pleno fiasco profesional. O el mundo era incomprensible per se, o yo no partía de los mismos supuestos que los demás. Pero daba lo mismo, las cosas continuaban pasando aunque yo no las entendiera.

La pisada encontrada junto a la tapia de «El Paradís» el día del crimen tenía el mismo número y forma que los zapatos de Olivera que nos llevamos de su casa como prueba. Las cosas que, hasta el momento, no eran sino retazos sin sentido, iban cobrando entidad. Mientras Garzón se marchó para preparar los detalles de la mediación eclesiástica, yo me encerré con todos los datos del caso esparcidos sobre la mesa. Repasé los informes que el departamento económico nos había enviado en su día. Todo normal. Nadie había sacado o ingresado sumas significativas, ni había hecho transacciones especiales o sospechosas. Como solía ocurrirme en presencia de un material que nada aportaba, me puse tremendamente nerviosa. Salté de la silla, cogí mi gabardina y me fui a «El Paradís».

Aquel paisaje imperturbable, siempre igual a sí mismo, empezaba a resultarme tan familiar como antipático. Una vez más visité los lugares del crimen, una vez más paseé por las avenidas bordeadas de casas. Las preguntas sin respuesta seguían martilleando en mi interior. Amor, asesinato, dinero y fuga. Ya nada impedía pensar que aquellos dos funestos enamorados habían sido los autores de la muerte. Era su móvil lo que continuaba colgando en el aire. ¿Chantaje a Espinet por haberlo descubierto en una aventura amorosa? Quizá el abogado les había pagado varios plazos utilizando dinero negro y por eso no figuraban cantidades extraídas de sus cuentas. A no ser que… a no ser que Lali y Olivera hubieran sido un simple vehículo. No habíamos pensado seriamente en la posibilidad de que ambos hubieran actuado como autores materiales contratados. Alguien podría haberles pagado para que quitaran de en medio a Juan Luis Espinet. Un enemigo emboscado. De ser así, dicho enemigo debía de vivir en la urbanización. Sin duda conocía las costumbres de los amigos. ¿De qué otro modo si no podría haber contactado con la filipina y el guardia? Alguien sabía lo suficiente sobre ellos como para estar al corriente de su enamoramiento, como para tener la seguridad de que aceptarían dinero para poder largarse de allí y vivir juntos, como para saber que no eran tan inofensivos como parecían.

Llegué hasta «Las Adelfas» y le dije a la asistenta que quería hablar con el señor Domènech.

—Señor Domènech, sólo vengo a pedirles disculpas.

Cerró los ojos resignadamente. Se encogió de hombros.

—No importa, olvídelo. ¿Han cogido al culpable?

—Aún no.

—Estoy pensando en abandonar la urbanización.

—¿Por nuestra culpa?

—No en realidad. No se puede ser diferente en un lugar donde todo el mundo está cortado por el mismo patrón. Creí que aquí viviríamos tranquilos, pero me equivoqué. El vecindario mira a mi esposa con miedo.

Lo compadecí con sinceridad. La labor de la policía no siempre perjudica al delincuente. A veces los sospechosos salen seriamente dañados de la investigación. Me sentí mal. Habíamos ido tras una pobre enferma mientras los auténticos culpables se escabullían impunes. Pistas falsas, rastros falsos… Si no encontrábamos a aquella pareja, el meollo del caso quedaría sin desentrañar.

Más por hacer algo que por el trabajo en sí, busqué al guardia de noche para interrogarlo otra vez. Un sustituto me informó de que era su día libre. ¡Cojonudo!, ¿algo podía ir peor? Ojalá al menos la mediación del cardenal surtiera efecto. Aunque con la racha que llevábamos, no me habría extrañado nada que el cónclave hubiera terminado con Dolores Carmona echándole las cartas al eclesiástico.

Camino de la salida pasé por delante de «Los Ibiscus». Malena Puig regaba las plantas en el jardín. Me saludó con la mano que le dejaba libre la manguera. Correspondí. Interrumpió el flujo de agua y se acercó sonriendo.

—Inspectora, ¿qué hace por aquí?

—Poca cosa, la verdad.

—¡No me lo puedo creer!

—¿Que haga poca cosa?

—No, que los asesinos hayan sido esos dos.

—¿Ha oído hablar mucho del tema?

—Desde que mataron a Juan Luis, en esta urbanización hay más rumores que pájaros.

—Creí que aquí nadie se inmutaba por nada.

—¡Es algo tan grave! Yo aún no me he recuperado de la impresión, ¡Lali y ese gorila!

—¿Dicen los rumores por qué mataron esos dos a Espinet?

—¡Para robarle, naturalmente!

—Eso está por demostrar.

Me miró con gesto intrigado. Malena sentía curiosidad, quizá ella contribuía a los rumores también. Le sonreí sin ganas de explicar nada.

—¿Quiere uno de mis célebres cafés?

—Es muy tarde ya. Tengo que volver a comisaría para una reunión.

—Pase al menos un momento para ver a Anita. Azucena la está bañando.

—¿Y los chicos?

—Hacen los deberes en su habitación. Querían esperar a su padre despiertos, pero Jordi llega muy tarde. Trabaja muchísimo. No sé cómo lo resiste, la verdad.

—¿La muerte de Espinet le ha supuesto más trabajo?

—Me temo que sí, aunque siempre ha trabajado hasta el límite.

—¿Qué pasará ahora con la sociedad en el bufete?

—Inés lo venderá a alguien, consensuándolo con Jordi. Tendrá un nuevo socio.

—¿No lo comprarán ustedes?

—Por desgracia no tenemos tanto dinero, pero Jordi dice que encontrarán a un buen socio, no se inquieta demasiado. Vamos, Petra, pase un momento, sólo un momento.

Pensé que quizá ver a Anita en el baño atenuaría mi depresión. Accedí, no era correcto negarme después de tantas molestias como le había causado.

Entramos en un gran lavabo decorado con motivos infantiles. Azucena se inclinaba sobre la bañera. Allí, emergiendo de entre la espuma, estaba la niña. Con el pelo mojado y la piel reluciente estaba aún más hermosa. Jugaba con el agua, canturreaba, hundía pequeños juguetes de plástico que flotaban sobre la superficie. Si no se me pasaba la depresión observando aquella imagen de felicidad, bien podía acudir a un psiquiatra.

Malena mandó a la niñera a la cocina y se hizo cargo de la salida del baño. Pensé que si aquella niña hubiera sido mía, yo misma la habría bañado todos los días sin ayuda de nadie. Como si su madre me hubiera leído el pensamiento, me ofreció:

—¿Por qué no la sostiene usted? Siéntese en ese taburete y yo iré secándola.

Lo hice, y me sentí feliz con mi lustroso paquete, que emitía un agradable calorcillo perfumado. Mientras, Malena hacía su tarea con movimientos experimentados.

—Petra, ¿se lo diría usted a Inés?

—Decirle, ¿qué?

—Bueno, alguien tendrá que decirle que Lali, su propia chica, ha sido la asesina de su marido.

—Malena, no he dado el caso por resuelto en absoluto. Un asesinato del que se conoce el culpable pero no el móvil no está aclarado aún. Esa pareja puede haber sido sólo autora material como usted misma apuntó. Quizá sigamos buscando al asesino en la urbanización. ¿Para qué va a darle un disgusto a Inés si después puede llegar a llevarse otro aún mayor? Es prematuro.

—Pero si se entera por un conducto inadecuado le afectará.

—¿Cómo se ha enterado usted?

—El guardia de día se lo contó a las criadas y después, claro, ya lo supo todo el mundo. El presidente de la comunidad ha rescindido el contrato con la empresa de seguridad. Han contratado a otros. ¡Ha sido un escándalo tremendo!

—Está bien, haga lo que considere oportuno. De todas formas, no creo que la noticia tarde mucho en aparecer en los periódicos por más cautela que exija el juez.

Anita ya estaba vestida con un pijama de minúsculos lunares. La besé en la mejilla y la deposité en brazos de su madre.

—¿Quiere ahora ese café?

—No, lo siento, tengo que marcharme.

—A lo mejor preferiría quedarse a cenar.

—Gracias, pero no puedo. Debo velar por la seguridad de la visita papal.

—Eso está muy bien.

Las luces que brillaban en sus ojos eran de ironía. Nos despedimos con la simpatía habitual y salí pitando para la reunión del papa. Temía que, si llegaba tarde, Coronas me castigara de cara a la pared.

Entré cuando la sesión ya estaba empezada. En seguida comprobé que faltaban el cardenal Di Marteri y Garzón. Buena señal, pensé, sus conversaciones tripartitas estaban durando, y nada de lo que dura es banal.

Aguanté durante hora y media una kilométrica disquisición sobre turnos, efectivos y demás precisiones que no escuché. Salí de las primeras.

Una vez en casa tomé una ducha y me puse cómoda. Ojalá hubiera tenido la calma de Anita al salir del baño. Ojalá embutida en un pijama de lunares pudiera alcanzar la paz de su espíritu. Pero no, estaba deprimida y de mal humor. Encima, cuando iba a servirme una copa llamó Garzón. Noté su euforia en cuanto empezó a hablar.

—Inspectora, es usted absolutamente genial. Es usted inteligente, imaginativa, con recursos que nadie espera, original, práctica; en fin, mi más sincera felicitación.

Esperaba en silencio a que finalizara aquella retahíla lisonjera.

—Petra, ¿está usted ahí?

—Sí, Fermín, aquí estoy.

—¿No me pregunta por qué le digo todos estos piropos?

—Creí que por fin había decidido contarme lo que piensa realmente de mí.

Rió con franqueza casi chabacana.

—Si prefiere creer eso no se lo negaré, pero debe saber que la felicitaba porque se ha resuelto el caso de los gitanos. ¡Los casos, mejor dicho!

—¿De verdad? —dije sintiendo sueño y cansancio.

—¡Como lo oye! Los responsables de ambas muertes, dos varones de mediana edad, han confesado sus crímenes y se han entregado. No habrá más agresiones. La sabia mediación del cardenal Di Marteri ha dado resultado. Yo esperaba fuera mientras negociaban, pero al salir todo estaba arreglado. El comisario Coronas me ha dado la enhorabuena.

—En ese caso debería llamar a Di Marteri para felicitarlo a él.

—No, la idea fue suya y así se lo hice saber al comisario.

—No me recuerde esa idea, por favor. Me siento fatal. A saber qué les habrá ofrecido Di Marteri a cambio de que se entreguen. ¡La salvación eterna, el paraíso perpetuo, la indulgencia plenaria, cualquier timo místico por el estilo!

—De verdad que me cuesta entenderla, inspectora. Convierte usted una alegría en una tragedia a base de razonamientos.

—Ahora sí que me halaga, Garzón.

—¿Por qué?

—Porque en eso consiste la cultura y la base de la civilización, amigo mío.

—Vaya a tomarse una copa, jefa, la necesita.

—La tomaré a su salud.

Pero no la tomé. Ni siquiera el alcohol habría conseguido elevarme los ánimos, de modo que me fui a la cama. Prefería la oscuridad de la mente a cualquier intento vano de sentirme feliz.