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Aquella mañana descubrí que, mientras algunos mortales pasábamos la vida escarbando entre miserias humanas, otros se hallaban instalados en la completa felicidad. ¿De qué otro modo podía interpretarse el cuadro que contemplé en la cafetería de la avenida Diagonal donde había quedado citada con Concepción Enárquez? Sólo entrar en el recinto, un aroma gratísimo me embriagó: café, bollos recién hechos, suave tabaco rubio y un destilado conjunto de perfumes caros. Era como meterse en una mullida cama con sábanas de seda. También las sensaciones auditivas remitían al confort: murmullos, alguna risa ahogada y discreta música ambiental. Nada que ver con los garitos que frecuentábamos Garzón y yo, siempre llenos de humazo, emanaciones de aceite frito, ruido de máquinas tragaperras, estrépito de platos dejados caer y aparato de televisión a toda caña.
Las tartas, pastas y repostería se alineaban como joyas en los anaqueles, y el apartado de charcutería mostraba apetitosas ensaladas y delicados rosbifs. Sin embargo, donde residía la quintaesencia de la dicha era en la propia clientela. Mujeres. Casi todo mujeres de bastante edad reunidas en grupos gozosos que hablaban de sus cosas con animación. Eran sólo las nueve de la mañana y aquellas damas habían encontrado tiempo para vestirse con elegancia, peinarse cuidadosamente, ponerse un toque de rímel en las pestañas y encontrarse con sus amigas para un desayuno selecto. Si aquello no era el colmo de la sofisticación, le faltaba muy poco.
Acorde con el decorado, Concepción me hizo señas desde una mesa, acicalada con elegancia y discreción. Nos saludamos como viejas amigas y ella en seguida pidió para mí una serie de pequeñas delicatessen dulces y un café bien cargado. Si Garzón renunciaba al matrimonio con una de las dos, ¿no podrían al menos adoptarme a mí? Me relajé, superar aquella situación iba a ser más fácil de lo que había imaginado. La escucharía con educada atención, le daría dos o tres consejos bien apegados a lo tradicional y desayunaría sin preocuparme por nada. ¡Al diablo con el complejo de culpa que no me correspondía sentir!
Concepción no entró en materia hasta que la mesa estuvo surtida. Luego, mientras yo acometía los escogidos bocados sin piedad, ella se lanzó de lleno sobre el objeto de la cita.
—Inspectora —comenzó—, yo soy una mujer viuda que ya ha experimentado las delicias y los sinsabores que el contacto con los hombres puede ofrecer.
Confieso que aquel párrafo inicial, tan bien ensayado y tan rememorativo, me causó bastante inquietud. ¿Hasta qué época pensaba remontarse en su parlamento? ¿Era aquel coloquio sólo un modo de aligerar sus frustraciones, si es que las tenía, o pensaba endosarme su historia sentimental completa?
—Pero ése no es el caso de mi hermana, soltera como usted sabe. Ella es inexperta y sentimental.
Decidí ejercer de abogada de Garzón antes incluso de que su nombre saliera a relucir:
—Fermín me dijo que había entablado con ella una relación de sincera amistad.
—Fue algo más —dijo con firmeza la hermosa viuda.
Era el momento de soltar mi perorata bien preparada:
—Verá, Concepción, cuando se llega a una cierta edad y en una profesión tan dura como la nuestra, el concepto de amor se ve asediado por un montón de inconvenientes de los que no es fácil librarse. La simpatía natural de mi compañero, su manera cariñosa de tratar a la gente…
Me interrumpió con un gesto tajante de su mano enjoyada.
—Le estoy hablando de sexo.
La porción de magdalena que tenía en la boca casi se me atragantó. ¿Sexo? En cuanto tuviera delante al falso de Garzón lo agarraría por el cuello y apretaría con toda la fuerza de la que fuera capaz.
—Petra, puede parecerle a usted ridículo lo que voy a decirle considerando que mi hermana tiene más de cincuenta años. No hace falta que le cuente las ideas en las que fuimos educadas las mujeres de mi generación. Bien, el caso es que Emilia era virgen.
Procuraba a duras penas que el estupor que empezaba a invadirme no dejara secuelas en mi rostro. Mastiqué sin paladear ya el sabor. Ella siguió hablando, implacable:
—Después de nuestras vacaciones en Mallorca y de haber conocido a Fermín Garzón ya no lo es. ¿Necesita que me exprese con más claridad?
—No —musité casi en una súplica.
—Por eso debe comprender que la actitud que tiene ahora su compañero hacia nosotras hiere mucho a la pobre Emilia.
—¿Qué actitud? —pregunté, al borde del horror.
—¡Nos rehúye como si fuéramos apestadas! ¡Desde que volvimos de Mallorca corre como un gamo en cuanto intentamos el más mínimo acercamiento!
—Concepción, ¿ha pensado usted que Fermín, acostumbrado a la soledad, puede sentirse algo acobardado ante la idea de un compromiso?
—¿Compromiso, quién está hablando de compromiso?
—Él temía que Emilia se hubiera hecho ilusiones de matrimonio.
—¡Pero bueno, este hombre es aún más anticuado que nosotras! No creo que a mi hermana se le haya pasado por la imaginación semejante idea.
—¿Entonces?
—Me sorprende, Petra, pero ¿es que salen ustedes de la prehistoria? Emilia se siente muy feliz habiendo accedido al sexo libre y amistoso. Era algo que siempre le había hecho ilusión, aunque claro, le habría gustado una cierta continuidad, ya que con Fermín las cosas parecían ser tan fáciles… en cualquier caso lo que resulta absurdo y ofensivo es que la rechace de pronto como si no la valorara lo más mínimo.
—Lleva usted razón.
—La he hecho venir para pedirle que hable con él, para que le haga ver que cualquier idea falsa que se haya formado no es más que eso, una idea falsa. Pídale que la llame y tome una copa con ella del modo más natural.
—Lo haré, hablaré con él.
—Si aún persiste en la huida o el miedo, ruéguele que hable con mi hermana, que se despida definitivamente de ella, pero dándole alguna explicación, asegurándole que ha sido maravilloso conocerla o algo así. Estoy convencida de que se quedará más tranquila.
—No, si persiste en hacer el gilipollas lo que haré será romperle la cara de un puñetazo.
—¡Caramba, inspectora!
—Perdóneme, pero es que no soporto la cobardía ni la pequeñez moral.
—No llevemos las cosas más allá de lo estrictamente necesario.
¿Cómo que no?, ¡oh, Dios!, nunca le perdonaría al subinspector que me hubiera obligado a hacer el ridículo de aquella manera. ¡El muy cínico, ligón de playa, hortera en vacaciones, donjuán de verano! ¡Ah, lo habría machacado sin compasión!
Acordé llamar por teléfono a la amable viuda para darle noticia de mis conversaciones diplomáticas y salí de aquel oasis de lujo de vuelta a mi cotidiana cutrez.
Sobre la mesa del despacho, Pura había dejado una extensa información sobre la enfermedad de Alzheimer: un libro de tipo divulgativo escrito por un médico americano, varios folios con datos estadísticos y la dirección de un par de especialistas en el mal. Tomé el libro y leí al azar: «El enfermo de Alzheimer camina en todas direcciones, tropieza con los muebles, descoloca las sillas. Por la noche se pierde entre su habitación y el cuarto de baño. Si se le deja solo, puede abrir el frigorífico y comer sin control.»
Más abajo había una serie de ilustraciones que mostraban los objetos que nunca debían dejarse al alcance de un enfermo: un enchufe eléctrico, un cuchillo, medicamentos y, muy en la lógica y las circunstancias americanas, una pistola.
Bien, todo aquello justificaba perfectamente el perenne mal humor del señor Domènech, pero no aportaba gran cosa a nuestra investigación. Busqué entre aquellas páginas algo más contundente. En el índice había un apartado que rezaba: «Memoria.» Acudí inmediatamente allí: «En el estadio medio de la enfermedad, el sujeto ve alterada su memoria reciente. No se acuerda de lo que acaba de comer. Sin embargo, conserva la memoria emocional de lo que le ha impresionado.»
Leí después en «Comunicación»: «La comunicación se hace lenta, el vocabulario se empobrece. Repite siempre las mismas frases.»
Todos aquellos síntomas había podido percibirlos yo misma en el comportamiento de la señora Domènech. De pronto, algo me llamó vivamente la atención: «Agresividad: El enfermo de Alzheimer puede reaccionar de modo violento. A menudo pierde el sentido de la realidad y cree ver una amenaza o un peligro donde no existen. Si ve a un extraño, puede llegar a creer que éste quiere pegarle. El mejor consejo si usted se ve agredido es procurar mantenerse alejado de él de modo que pueda verle. Su agresividad se calmará poco a poco y olvidará el motivo de su ataque.»
¡Santo Dios!, ¿había minimizado las posibilidades reales de que aquella pobre mujer fuera la asesina? ¿Quizá fue eso lo que ocurrió? La señora Domènech se levantó en mitad de la noche y salió al jardín, por donde empezó a pasear. Entonces se encontró casualmente con Espinet, le atribuyó una amenaza inconcreta y lo atacó. Pero en ese caso, ¿qué hacía Espinet en el borde de la piscina mirando al agua?, ¿dónde estaba el objeto contundente con el que había sido asesinado?, ¿era una simple piedra que había utilizado la mujer al azar?, ¿qué había hecho con ella entonces? ¿Y la verja cortada y la pisada en el suelo, un ladrón casual que huyó? ¡Preguntas, preguntas y preguntas, era lo único que aparecía cada vez que se intentaba dar un paso en alguna dirección! Me había mantenido bastante entera hasta aquel momento, pero aquel jodido caso empezaba a quebrantarme seriamente.
De cualquier modo, aunque las piezas no casaran en su totalidad, lo que había leído me infundía suficientes sospechas como para ordenar un registro en casa de los Domènech. ¡Quién sabía si el objeto homicida se hallaba escondido en algún lugar de la casa! Llamé al juez García Mouriños para pedirle una orden.
—¡Petra, hace días que no me pasa informes de ese caso!
—Esta misma tarde lo haré. ¿Me mandará la orden?
—Ahora mismo. ¿Quiere que vayamos a ver una película? Hacen una de acción que no está mal.
—¿Pura dinamita?
—No sé si lo suficiente para una mujer tan pendenciera como usted.
—¡Por un perro que maté…!
—Procure no matar más, no siempre estaré yo allí para salvarla.
—¡Vaya!, ¿cómo se llama la película que va a ver, El salvador de las damas?
—Petra, un policía no debe cachondearse nunca de un juez.
—¡Hasta luego, juez, recuerde un par de llaves de judo para contármelas después!
Oí su risa campanuda al colgar. En ese mismo momento, cuando mis labios esbozaban una mínima sonrisa burlona, entró Garzón en mi despacho. En un primer momento no supe qué actitud tomar, dudaba entre dejarlo que se explayara o saltar como una pantera salvaje sobre él. Elegí la primera opción sin descartar la segunda. Jugar ligeramente con la presa antes de seccionarle la yugular me proporcionaría más placer.
Venía hecho un eccehomo, pálido, despeinado, desencajado y sin afeitar. Se dejó caer sobre la silla como un saco de algarrobas. Me miró con cara de víctima, resopló. Al parecer se disponía a montarme el numerito del hombre extenuado por el trabajo y la adversidad.
—¿Sabe de dónde vengo, inspectora?
—No, no se me ocurre.
—He pasado toda la noche interrogando a los Carmona y a los Ortega antes de que los soltara el juez.
—¿Y el resultado?
—Usted misma puede verlo: no he dormido, no he comido, me duelen las piernas, los riñones y tengo la cabeza a punto de estallar. ¿Y para qué?, para nada. Ni Dios quiere hablar. Nadie ha visto nada, ni oído nada… otro muerto fantasma, suma y sigue.
—¡Vaya, qué contrariedad! Si está tan hecho polvo, quizá sería necesario que tomara otras vacaciones.
Mi tono irónico y tenso le hizo olvidarse de su cuidada representación. Se puso en guardia inmediatamente. Yo continué el acoso sin atisbos de misericordia.
—¿Mallorca le parece un buen destino para un nuevo descanso, o acaso no le apetecería ir solo?
—Inspectora, ¿puede decirme adónde quiere ir a parar?
—¡Conque sólo mantuvo una sincera amistad con las hermanas Enárquez, ¿eh?!
—¡Inspectora!
—¿Y qué me dice de la seducción de Emilia, por qué me lo ocultó?
—¡Inspectora!
—¡Deje de repetir mi cargo como si fuera lo único que sabe decir! ¡Me ha hecho hacer el ridículo! ¡Garzón, por Dios!, ¿dónde tiene la cabeza? ¡A quién se le ocurre seducir a una virgen de más de cincuenta años!
Se llevó las manos a las sienes y se masajeó las guedejas en señal de total abatimiento.
—¡Joder! —exclamó con más mansedumbre que ira—. ¡Por un miserable polvo que se me ocurre echar va a enterarse hasta el ministro del Interior!
—Es usted exageradamente basto.
—¿Ha hablado con ellas?
—Me llamó Concepción.
—¿Y qué quería?
—Desde luego, no que se case con su hermana, ni que repare su honor ni ninguna de esas zarandajas calderonianas que sólo están en su mente culpable. Únicamente quiere que se comporte como una persona normal, que salga con ella de vez en cuando si le apetece, y si no, que tengan una conversación razonable y le explique sus porqués. En fin, lo que suele hacerse entre gente civilizada y con sensibilidad.
—Lleva razón, lo reconozco, lleva razón. Supongo que me asusté, pero ¿sabe usted la impresión que produce encontrarse con una mujer virgen a esa edad? Fue como…
—Ahórreme detalles, se lo suplico. Ya he hecho de celestina más de lo que debería. Sólo asegúreme que la llamará, no entra en mis planes hacer de consejera sentimental de señoras maduras ni un minuto más.
—Lo haré, se lo prometo.
—De acuerdo.
—¿Puedo irme a dormir?
—Ni hablar. Escríbame un informe sobre todo lo nuevo en el caso Espinet. Yo lo haré sobre las novedades que tengo por mi parte y luego se lo pasaré. A eso se le llama colaboración, ¿no?
Asintió, vencido y contrito. Verlo salir en aquel estado me inspiró cierta conmiseración. No hay nada como sumir a alguien en la miseria para compadecerlo sinceramente después.
Unas horas más tarde de producirse esta conversación llegaba la orden de registro firmada por García Mouriños. Podíamos irrumpir en casa de los Domènech y buscar la supuesta arma asesina. Llamé a Garzón para que me ayudara a hacer los preparativos. Necesitaríamos gente experta de cara a practicar un registro minucioso y también a alguno de nuestros psicólogos policiales que hablara con «la mujer loca» pertrechado de conocimientos profesionales de los que nosotros carecíamos.
Cuando todo estuvo listo, no sin protestas por parte del comisario, que empezaba a impacientarse por nuestra falta de resultados, partimos en diversos coches hacia «El Paradís». Allí iba la caravana implacable de la ley en busca aparatosa de una pobre enferma. Me sentía tan íntimamente mal que decidí estar ausente durante el registro. No podría haber soportado que los ojos del señor Domènech se cruzaran con los míos. Garzón, que iba a mi lado acarreando su mortal cansancio, se mostró partidario durante el trayecto de interrogarlo de nuevo. Fue inútil asegurarle que ya lo había hecho yo a conciencia, quería forzarlo un poco, aprovechar el desconcierto que le provocaría un registro inesperado. La lógica y frialdad de su mente proporcionaron cierto orden a la mía, transitada por culpabilidades y fantasmas. Según el subinspector, si la señora Domènech se había cargado a Espinet, su marido debía de estar necesariamente al tanto. No era verosímil que la enferma hubiera salido en plena noche, atacado al abogado y sin manchas de sangre ni rastro alguno hubiera vuelto con docilidad a la cama. De haber existido agresión, Domènech habría hallado las pruebas.
—¿Por qué lo ocultó, entonces? —le pregunté a Garzón como si él tuviera la respuesta de todas las cosas.
—Supongo que quiere librarla de un hospital psiquiátrico o algo por el estilo, pero si no es por motivos altruistas, tiene buenas razones para callar. ¿O es que piensa que su amigo el juez no iba a acusarle de negligencia, conducta peligrosa o cualquier putada jurídica por el estilo?
Llevaba razón. Como de costumbre, el subinspector me hacía descender justo los dos peldaños que suelen separarme de la realidad más común. Me sentí reconfortada pensando que el empresario jubilado y sufriente esposo podía ser cómplice. A pesar de ello le recomendé:
—No sea demasiado severo con él.
—Déjelo en mis manos, no se preocupe. Y eso que con el agotamiento que llevo encima, no creo estar en mi mejor momento.
—Anímese, otros lo pasan peor.
—Sí, las brigadas nocturnas del Bronx.
Una vez en «El Paradís» los dejé a todos frente a «Las Adelfas» y me marché a dar una vuelta a pie. Para tranquilizar mi conciencia agitada me repetía a mí misma que para mis compañeros sería más fácil. Ellos no habían leído nada sobre el Alzheimer. Sin embargo, ningún pensamiento lograba serenarme demasiado, de modo que cuando llamé a la puerta de «Los Ibiscus» fue como si estuviera pidiendo refugio y protección. Como ya iba siendo habitual, Malena Puig me la dio.
Para mi sorpresa no estaba sola. La viuda de Espinet se sentaba lánguidamente en el sofá del salón y ambas tomaban el mágico café reanimador de los Puig.
—¿Qué tal, Inés, cómo está?
—He venido de visita.
Sin mediar ni una palabra más se echó a llorar amargamente. Malena corrió a su lado, le pasó el brazo por los hombros y me explicó:
—Está mejor, Petra, no se preocupe, pero es que Lali acaba de salir y… ¡bueno, esa chica no ha parado ni un momento de soltar lagrimones como puños, era como una fuente! ¿Qué quiere que haga entonces la pobre Inés?, bastante emocionada está con volver aquí.
La abatida Inés intentó por un momento recomponerse.
—No digas eso, mujer, llevaba tres años con nosotros y es normal que llore.
Intervine brevemente:
—¿Sólo tres años? Tenía entendido que eran más.
Debería haberme callado. Inés enterró la cara entre las manos y exclamó:
—¡Dios mío!, tres años tiene mi hijo pequeño, ella lo vio nacer nada más entrar en casa.
Lloraba de nuevo sin consuelo. Malena volvió a abrazarla tiernamente. Se mostraba tan fuerte y juiciosa como de costumbre.
—Vamos, Inés, tranquilízate un poco. Tómate el café.
—Perdóneme, inspectora, desde que me conoce no me ha visto más que llorando. Debe de pensar que soy una tonta.
Permanecí en respetuoso silencio mientras Malena hacía con habilidad su papel.
—La inspectora no piensa eso. Lo estás haciendo muy bien; al fin y al cabo es la primera vez que vienes por aquí. Además, las noticias que me has dado son muy buenas. ¿Sabe, inspectora? Inés piensa regresar ya a su trabajo en la tienda.
—Mis padres opinan que me distraerá.
—Creo que hace bien. No se preocupe, Inés, cogeremos al culpable. La investigación marcha viento en popa —mentí para cooperar en el aliento.
—¿Ha venido en busca de algo? —preguntó Malena.
—Mis compañeros están en casa de los Domènech. Yo sólo he venido para beber su café.
Malena me sonrió de modo encantador y se volvió hacia su amiga.
—¿Te das cuenta, Inés? Mi café ya se ha hecho famoso entre la policía de Barcelona. La inspectora Delicado y yo nos hemos convertido en buenas amigas. ¿Quiere que prepare más café para sus compañeros?
—No, no creo que tengan tiempo. Digamos que yo los representaré.
Sacó una taza más mientras la joven viuda se sonaba la nariz. Luego empezamos las tres a charlar como si aquello fuera una simple reunión de amas de casa que se solazan un rato. Malena conseguía con gran soltura encauzar la conversación hacia temas banales para que su amiga dejara de verse sometida a la influencia de la tragedia que flotaba en el ambiente. Al cabo de un rato, hasta yo misma acabé riendo y comentando nimiedades cotidianas. En el fondo estaba tan poco acostumbrada a aquel tipo de reuniones informales, que el efecto terapéutico de la tertulia recayó también sobre mí.
Cuando me encontraba en la gloria escuchando las anécdotas de los hijos de Malena, sonó mi teléfono móvil. Era Garzón, que me informaba de que el registro había concluido. Le dije dónde estaba y le pedí que viniera a buscarme. Añadí:
—¿Algún resultado?
—Nada, inspectora, esa mujer no se ha cargado a nadie.
—Me lo imaginaba, pero había que intentarlo por lo menos.
Un momento después su coche se detuvo frente a la verja de «Los Ibiscus». Malena insistió en que hiciera pasar al subinspector para ofrecerle un café. Recordando lo desfallecido que estaba, pensé que podía venirle bien y acepté.
Garzón se sentó en aquella alegre sala mirándome como si nunca antes me hubiera visto. Sus ojos decían a gritos: «¿Qué pinta usted aquí?» Inés aprovechó el movimiento para anunciar que se marchaba y Malena la acompañó hasta el jardín. En ese lapsus, la boca de Garzón preguntó lo que había anticipado su mirada:
—¿Qué coño hace aquí, inspectora? ¿Las estaba interrogando?
—Me limitaba a charlar.
—¿Charla de mujeres?
—¡Pues sí!, ¿algo que objetar?
Regresó Malena y nos interrumpimos. Le dio el prometido café al subinspector y nos contó los progresos que notaba en el ánimo de Inés Espinet.
—Aún no sabe si venderá la casa o vendrá a instalarse aquí otra vez, pero está mejor.
Mi compañero vació la taza y en seguida noté su inquietud por largarse. En realidad era lo prudente, por muy bien que yo me encontrara jugando a las amas de casa. Hice un movimiento de retirada, pero entonces Malena dijo mirando su reloj:
—Si esperan cinco minutos más, mis dos hijos mayores volverán del colegio, y la pequeña, del paseo.
—Lo siento, tenemos que irnos ya.
—¡Qué rabia!, les dije a los chicos que si algún día estaban ustedes por aquí hablarían con dos policías de verdad.
—No creo que podamos competir con los de la tele.
—Al menos verían que son ustedes personas normales y corrientes. Últimamente vienen oyendo muchas tonterías en esta urbanización.
Medité un momento, y miré la hora.
—Quizá… ya que el tema que nos ha traído aquí no ha dado nada positivo… bueno, la policía también tiene deberes educacionales con respecto a la sociedad. Esperaremos.
Mi ayudante me miró con estupor. No entendía gran cosa de mi modo de obrar. Por las lucecillas que emanaban sus ojos pude comprobar que aún me creía inmersa en algún vericueto de la investigación del que no había sido informado todavía. Pero no era así, simplemente no tenía ganas de marcharme. Quería ver a los niños de Malena y en especial a aquella pequeña rubia que solía sonreírme.
Apenas si esperamos. Tal y como su madre había anunciado, unos minutos después los dos niños Puig regresaron de la escuela. Eran graciosos, se parecían mucho a su padre. Llevaban bastante polvo en la ropa y el pelo, y olían a esa mezcla indefinible pero inconfundible a que huelen los escolares recién salidos del aula.
Dejaron sus voluminosas carteras en un rincón y vinieron a sentarse con nosotros a instancias de su madre. Cuando fuimos presentados por ésta, los rostros de ambos reflejaron una total fascinación. No soltaban ni una palabra, pero nos taladraban con la mirada. Instantes más tarde apareció la niñera acompañando a la preciosa hija de los Puig. Sin poder resistirme, me incorporé y la cogí en brazos. Como siempre, tranquila y coqueta, la niña me sonrió. Le di un montón de besos y a punto estuve de soltarle una de esas parrafadas ininteligibles cargadas de ternura que se usan para bebés y animales domésticos. Sin embargo, advertí que Garzón me observaba con algo parecido a la censura y eso me cohibió.
La madre y la asistenta se llevaron a la pequeña para lavarla un poco. Permanecimos solos con los dos varones, que seguían con los ojos abiertos como búhos. Ni mi compañero ni yo teníamos la menor idea de lo que era pertinente decir. De pronto, el pequeño abrió por primera vez la boca para preguntar:
—¿Lleváis pistola?
—Sí, es obligatoria para un policía —dijo Garzón buscando coartadas como un criminal.
—¿Ella también? —preguntó el otro en un ramalazo de machismo congénito.
—Pues claro, ella es mi jefa —informó Fermín.
Los dos pares de ojos de rapaz me enfocaron a mí con curiosidad.
—¿Podemos verlas?
Bueno, aquello no estaba en el programa. ¿Mostrárselas sería contraproducente psicológicamente, contribuiría a la delincuencia juvenil? El subinspector, más resolutivo que yo, sacó su Star 30 PK y se la enseñó a los chicos acompañando la acción de una recomendación moral.
—No hay que usar armas jamás. Yo, aunque soy policía, hace mucho tiempo que no la he usado.
El mayor, con la inteligencia deductiva propia de las nuevas generaciones, preguntó en consecuencia:
—Pero la has usado alguna vez.
Garzón se quedó lívido.
—Sí, más que nada para intimidar.
No se hizo esperar la siguiente pregunta lógica, que en esta ocasión lanzó el pequeño:
—¿Qué es intimidar?
Miré al subinspector a ver cómo salía de aquello, pero él, sin inmutarse, respondió:
—Para asustar.
—Ya —se conformó el curioso y, volviéndose hacia mí, casi exigió—: ¿Y la tuya?
Nada convencida de lo que estábamos haciendo, saqué del bolso mi Glock 19 y la exhibí. Hubo reacción.
—¡Jo, qué chula es!
Incluso a mí me pareció preciosa. Acaricié sus compactos contornos de polímero.
—Tiene accesorios —dije—. Un puntero de láser y una linterna, pero hoy no los llevo.
Oí que Malena se aproximaba y metí rápidamente la pistola en el bolso con sensación de culpabilidad. Aquellos niños tan listos sin duda se dieron cuenta de mi gesto, que denotaba operaciones clandestinas, y disimularon en seguida. Estuve segura de que guardarían el secreto de aquellas exhibiciones armamentistas frente a su madre. De nuevo estaba con nosotros la pequeña Ana, que con la cara lavada y oliendo a colonia resultaba aún más comestible. Entonces Malena hizo algo que le agradecí. Sin duda dándose cuenta del faible que sentía por su hija, puso su mano en la mía y me sugirió que saliera un rato con ella al jardín.
Aproveché al máximo aquella felicidad cómplice que se me brindaba. Salí al jardín con Ana y ambas lo recorrimos deteniéndonos en cosas que llamaban su atención: una piedra de forma especial, un caracol, un trocito de papel que alguien había tirado. Su mundo era mucho más preciso y atento al detalle que el de los adultos. Mientras nosotros íbamos y veníamos vertiginosamente con la mente puesta en el pasado o en el futuro, los niños pequeños observaban y disfrutaban del presente inmediato en toda su plenitud. Quizá no habría sido descabellado pedirles ayuda en una investigación.
Pocos minutos después, el subinspector dio unos golpecitos en el cristal de la ventana y me hizo una señal inequívoca de que debíamos marcharnos. Me resigné, porque lo cierto e incomprensible es que habría permanecido jugando con aquella muñeca un buen rato más.
En el coche, mientras volvíamos a Barcelona, el subinspector se permitió entrar en mi intimidad.
—Le gusta a usted esa niña, ¿eh, inspectora?
—Es mona —dije en tono casual.
—¿Por qué no se casa otra vez y tiene un bebé? O incluso puede seguir sola y adoptar a una niña china. Ahora eso es una cosa muy corriente.
Lo miré de través.
—A usted le gusta el fútbol y no por eso se lleva a un jugador a casa.
—No es lo mismo; no obstante, lo pensaré, es una posibilidad. De todos modos le advierto que sólo pretendía que usted fuera feliz.
—¿Y quién coño le dice que quiero ser feliz? Me siento perfectamente siendo desgraciada, estando frustrada y puteada. ¿No se había dado cuenta?
—En el fondo, sí —dijo muy serio.
—Pues eso.
No volvimos a hablar en todo el trayecto. Un cabreo más que añadir a la ya larga lista de nuestra convivencia profesional.
Al llegar a comisaría me esperaba una sorpresa. Jordi Puig había llamado preguntando por mí. Malena se había dado más prisa en cumplir mi recomendación de lo que cabía esperar. Me esperaba en el bufete Espinet-Puig.
Salí escapada y tomé un taxi pensando llegar antes. Craso error. Quedamos atrapados en un embotellamiento dos calles más lejos. El taxista dictaminó:
—Todo este follón es por las obras para la misa del papa. Se arma cada vez que descargan material.
Un sentido genérico de la prudencia me llevó a no hacer comentarios por miedo a herir sensibilidades religiosas. Sin embargo, aquel buen hombre tenía su propio plan para la visita pontificia y, sin que pudiera evitarlo, me lo hizo saber.
—Yo habría hecho el altar para la misa en la montaña del Tibidabo. ¿No es allí desde donde el demonio tentó a Jesús? «Todo esto te daré si me adoras.» Era así, ¿no? Bueno, pues ahora se hace una misa para celebrar que el demonio no ganó. Así, todos contentos, los conductores y Dios.
Admiré las capacidades teológico-prácticas del pueblo español, siempre sorprendente. Debía recomendar al cardenal Di Marteri que se dejara aconsejar por la sabiduría popular.
La recepcionista del bufete de abogados me hizo pasar a una sala de espera donde hice lo indicado en aquella localización: esperar. Después de veinte inacabables minutos, Puig me recibió al fin. Pidió disculpas por el retraso, que me parecieron sinceras.
—Inspectora, lamento haberla hecho venir y, encima, esperar, pero estaba en una reunión.
—No tiene importancia. ¿Ha hablado usted con su esposa?
—Sí, por eso la llamo. La verdad es que me sorprendió lo que me dijo, y ni siquiera estoy seguro de que lo que voy a contarle tenga la más mínima importancia pero… en fin, si cualquier cosa sirve… El caso es que hace unos meses noté que Juan Luis estaba bastante raro y ausente mientras trabajábamos. Me inquieté, porque no solía despistarse jamás. Le pregunté si le pasaba algo y me dejó de una pieza al contestarme que tenía un problema amoroso con una mujer que no era Inés.
—¿Qué tipo de problema?
—No me lo contó, ni me dijo quién era la mujer, seguramente porque yo no la conocía.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Quizá hace unos tres meses.
—¿Y eso es todo?
—Sí.
—¿No le contó nada más, ni se extendió en detalles, ni precisó qué clase de problema era aquél?
—No —respondió con su cara de rana sin comprender mi extrañeza.
—¿Y qué le dijo usted?
—¿Yo?… bueno, no lo recuerdo muy bien. Le pregunté si Inés lo sabía y me contestó que no y… nada más. Bueno, sí, le pedí que fuera prudente, que no cometiera ningún error.
—¿Y cómo respondió él?
—Me aseguró que ya lo tenía todo controlado.
—Usted me perdonará, Jordi, pero la suya con Espinet era una amistad muy rara.
—No veo por qué.
—Trabaja usted con un amigo, se ven además los fines de semana, comparten urbanización, diversiones, ¿y no son capaces de hacerse la más mínima confidencia?
—Le estoy diciendo que él me la hizo.
—Digamos que le hizo media confidencia.
Me miraba con su pinta de niño empollón recibiendo una bronca inmerecida.
—Le estoy diciendo la verdad, tal y como sucedió.
Parecía compungido, incluso arrepentido de haberme llamado. ¿Aquél era un abogado que prosperaba en el ejercicio de su profesión, un hombre que se enfrentaba a casos complicados y los llevaba a buen puerto? Sin duda tenía una doble personalidad. De algún modo supo lo que estaba pensando porque bajó la vista y dijo:
—Yo no soy un hombre muy expansivo, inspectora. No hablo demasiado ni tengo costumbre de intercambiar confidencias de la vida privada.
—¿Comentó con alguien lo que Juan Luis le contó?
—No.
—¿Ni siquiera con su esposa?
—No.
—Comprendo.
En eso estaba mintiendo. Se lo dijo en su día a Malena, ésta lo recordó al hablar conmigo y le dio la oportunidad de que fuera él mismo quien me lo hiciera saber. Poco importaba. En cuanto a lo demás, seguramente decía la verdad. Muchos hombres actúan así. Para ellos la amistad consiste en practicar juntos algún deporte, hablar de trabajo, tomar una cerveza y despedirse hasta el día siguiente. Pueden pasar así años enteros sin que ninguno de ellos dude de que los une una gran amistad.
Le hice una última pregunta que no conducía a ninguna parte:
—¿No sintió curiosidad?
—No soy un hombre curioso.
—Le felicito. Podría usted dedicarse a espía o algo así, el factor humano nunca le molestaría.
Sonrió, siempre con su aspecto de niño gordito y formal. Me despedí, sonriendo también.
¡Y bien, si seguíamos así, debería contratar a Malena Puig! Estaba claro que ella tenía llaves que abrían espacios a los que yo no podía acceder. La revelación de Jordi Puig resultaba interesante de verdad. Si era cierto que el affaire de Espinet con la recepcionista del club de golf había acabado hacía más de un año, la confidencia del abogado a su amigo se refería a otra mujer. ¡Joder con Espinet! Siempre me ocurría algo parecido, cuando encontraba atractivo a un hombre y creía haber descubierto yo su capacidad de seducción, resultaba que era también irresistible para el resto de las mujeres. Ya no existen las tierras vírgenes, pensé, Espinet era un hombre arrebatador incluso muerto, vivo debía de serlo mucho más. Ni yo ni mucho menos Garzón habíamos contado con su tendencia a la infidelidad, que tenía bien oculta bajo la capa de perfecciones. ¿Se podía sacar de aquello alguna desalentadora conclusión vital? ¿Algo así como: quien tiene la opción de pecar la aprovecha sin remisión? ¿Sólo los feos son virtuosos? Más me valía aplicar cualquier tipo de conclusiones a la investigación. Espinet tenía una amante conflictiva tres meses antes de morir, lo cual no descartaba que siguiera teniéndola en el momento de su asesinato. Iba a ser imposible averiguar su nombre por medio de interrogatorios si ni siquiera a sus amigos más cercanos les había revelado su identidad.
¿Por qué no le había hecho a Jordi Puig una confidencia más completa? ¿Porque no la conocía en absoluto, tal y como había deducido él, o por el contrario porque la conocía? En caso de no conocerla, ¿por qué no le había dado unas mínimas especificaciones? Quizá esperaba que su amigo se las pidiera y, dado el carácter cerrado de Puig, eso no se produjo. Si Puig sabía quién era, la cosa no se presentaba mejor para nosotros. Eran tantas las relaciones que tenían en común, tanto profesional como personalmente, que podía tratarse de cualquiera entre un abanico amplísimo: una clienta, una secretaria de otro bufete, una amiga de juventud reencontrada… Imposible acotar una zona de sospechosos investigables. Cayó sobre mí una cortina de desesperación. ¡Dios eterno, la amante misteriosa de un hombre hermético, hermético y muerto! ¿Había sido ella la asesina?
De vuelta a comisaría busqué a Garzón, pero no lo encontré. Quería que al menos compartiera conmigo las frustraciones. Fui a su despacho. Junto a la puerta estaba sentada Dolores Carmona. Esperaba que saltara inmediatamente sobre mí para endilgarme alguna de sus retahílas, pero no lo hizo. Me miró con total indiferencia. Estaba abatida. Sus ojos aparecían enrojecidos y sus facciones borradas de tanto llorar. Señaló la puerta con la cabeza y dijo:
—El señor Garzón no está ahí dentro.
—¿Y usted qué hace aquí?
—Me ha dicho que espere.
—¿Está detenida?
Se encogió de hombros, y miró al suelo. Su piel cobriza era muy hermosa. El pelo le brillaba bajo el efecto de la luz artificial.
—Han matado a mi primo —dijo por fin.
Se echó a llorar quedamente, sin alterar el gesto. Las lágrimas le caían a plomo sobre el regazo. Me apiadé de ella. ¿Adónde había ido a parar su impetuosidad? ¿Ya no intentaba camelarme con buenaventuras? Quizá se daba cuenta de que aquel círculo vicioso de violencia era una locura que no podía continuar. Y si pensaba eso… ¿por qué no aprovechar su bajón moral?, ¿por qué no intentarlo y echarle una mano al subinspector? Me senté a su lado y le ofrecí un cigarrillo. Lo rechazó. Hablé con voz convincente y serena.
—Los tiempos cambian, Dolores, y eso de las venganzas es una atrocidad.
—Para los gitanos los tiempos siempre son igual.
La cosa iba bien, al menos estaba dispuesta a dialogar sin montarme numeritos folclóricos.
—Pues no debería ser así, ustedes viven en este mundo y en esta sociedad, por lo tanto tienen que regirse por las mismas reglas de todos los demás.
—En este mundo hay muchas cosas malas que nuestra gente no tiene.
—¿Por ejemplo?
—Nosotros no tenemos divorcios, ni abandonamos a los niños, ni dejamos tirados a los viejos en un rincón.
Me animé, su réplica certera me indicaba que era inteligente y, por lo tanto, que podía entrar en razón.
—De acuerdo, no todo lo nuestro es bueno ni mucho menos. En muchos aspectos, sus costumbres son mejores, pero… matar, no hay cultura en el mundo que justifique eso.
—Hacemos justicia.
—La justicia la imparten los jueces.
—¡Eso es, y dígame qué hacen los jueces cuando ven a un gitano!
—¿Qué hacen?
—Nunca nos tratan bien, ser gitano ya es para desconfiar.
Se había animado al hablar conmigo. Ya no presentaba el aspecto derrotado de cuando la encontré. Pensé que era el momento para centrar la cuestión.
—Dolores, yo puedo presentarle a un juez que no los tratará mal. Usted es una mujer madura e inteligente, hable con él y acabemos con esta cadena de crímenes absurdos.
Se miraba el pie, que daba pataditas al aire con inquietud. Sin duda reflexionaba sobre mi propuesta. Me lancé un poco más.
—Entre usted y ese juez podrían llegar a un acuerdo para poner fin a este despropósito. Primero habla usted con él y luego le transmite las impresiones a su gente.
—¡Yo no he dicho que vaya a hablar con él!
Apreté el acelerador con prudencia.
—Este juez le gustará. Es un hombre justo y tranquilo. Se llama García Mouriños, es gallego.
Levantó la cabeza de sopetón.
—¿Gallego? ¡Ah, no, gallegos ni hablar, los gallegos no son de fiar!
—Pero Dolores, está usted diciendo que los demás tienen prejuicios contra los gitanos y ahora me sale con ésas…
Era demasiado tarde, la oportunidad había pasado rozándome, pero había pasado. Abandonando cualquier actitud razonable, Dolores Carmona se levantó, cogió la cruz que llevaba al cuello y la elevó gritando:
—¡Ante Dios, sólo ante Dios hablaré!, ¡por mis muertos que sólo hablaré con Dios!
Los guardias se alarmaron, acudieron en mi ayuda, se la llevaron para darle un poco de agua y tranquilizarla mientras me miraban socarronamente. ¡Vaya patinazo!, sólo había conseguido soliviantarla. Cada vez que intentaba meter las narices en el caso de Garzón algo salía mal. Aún no comprendía del todo lo que había pasado. ¿Qué había sido el desencadenante, la mención de lo gallego?, ¿también a las minorías raciales llegaba la España eterna con sus pendencias nacionalistas? Me cabreé conmigo misma, ¿por qué se me había ocurrido meterme a negociadora de vía estrecha?
Anduve hasta mi despacho lanzando maldiciones contra mi propia estirpe. Abrí la puerta y sólo la visión de la mesa llena de papeles y el ordenador ávido de datos logró darme el empujón hacia la desesperación completa. ¡Joder, Petra, apúntate un tanto, eres incapaz de avanzar en el caso Espinet y te metes a salvadora de patrias ajenas!
Como lo único real que aporta el paso de los años es el conocimiento de las propias carencias, supe que la única manera de salir de aquel ataque de autocrítica furiosa era huir. Me puse la gabardina y salí a la calle sin rumbo fijo. Iría a ver cómo avanzaban las obras del papa, así al menos podría desviar mi enfado hacia otros temas.
El entarimado de la plaza estaba prácticamente listo. Los carpinteros daban los últimos toques a aquella estructura demencial. Supuse que más tarde, alfombras, flores y detalles completarían el efecto de grandiosidad deseado. Un montaje artesanal para un objetivo divino. De pronto, una pequeña luz se abrió en mi cerebro contaminado de reproches. ¿Y si perseveraba en el error? Dolores Carmona se había desmelenado en nombre del mismísimo Dios, y bien, ¿por qué no ofrecérselo como mediador entre la justicia de payos y gitanos? Era evidente que éstos respetaban la religión, aunque interpretaran los mandamientos en plan libre. Y ya que teníamos tan cerca a uno de los primeros espadas divinos… ¿Consentiría Di Marteri, se avendría la Iglesia a meterse en conflictos que no le concernían? A lo mejor el prelado se sentía vencedor en nuestro absurdo pique si yo iba a pedirle favores espirituales.
Esta vez era imprescindible consultarlo con Garzón, se trataba de su caso. Esperaba que no pusiera inconvenientes y tener que pasarme dos horas discutiendo con él. Si se mostraba remiso, me inventaría una teoría. Las teorías siempre lo desconcertaban y lo hacían escucharme con mayor respeto. En esta ocasión podía aplicar la teoría del «aprovechamiento integral vital», que ya tenía pensada desde hacía tiempo. Presenta un enunciado muy sencillo: si la vida pone a tu alcance situaciones con componentes completamente distintos, ¿por qué mantenerlos en compartimentos separados? Había que mezclarlos, hacer que unos obraran en beneficio de otros por caminos que podían parecer distanciados e incluso divergentes en un principio. Bueno, era todo lo suficientemente abstruso como para semejar una auténtica teoría. Seguro que Garzón no ponía inconvenientes.
Más animada, más contenta conmigo misma, inicié la vuelta al redil. Cuando había avanzado dos pasos sonó mi teléfono móvil. Era el subinspector.
—Petra, tendría que venir a comisaría inmediatamente.
—Estoy aquí al lado y ya voy para allá. ¿Sucede algo?
—Sí, ya le contaré.
—¡Coño, adelánteme algo!
—Lali Dizón ha desaparecido.
Paré de caminar. Elevé la voz entre los transeúntes, que desviaron mínimamente la mirada.
—¿¡Qué!? ¿Y cómo ha sido eso?
—¡Joder, inspectora, como adelanto ya está bien!