CAPÍTULO CUATRO

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Pasé el domingo entero tumbada en un sofá. Sólo me levanté para abrirle la puerta al repartidor de pizzas a domicilio. Me dolía la cabeza, las costillas y todos los músculos del cuerpo, supongo que también algún hueso. Las peleas barriobajeras tienen un coste, pensé. Pero no había estado mal. Quizá un poco decepcionante, creí que disfrutaría más aún con el barullo. La resaca era peor, aunque acabó remitiendo gracias a los analgésicos mezclados con el café. Al día siguiente volvería a encontrarme como nueva.

Eso creí, pero no fue verdad. El lunes, después de ordenar los papeles que yacían en la mesa de mi despacho, me vi obligada a sentarme en el suelo y practicar unos estiramientos. Tenía tan machacada la zona intercostal izquierda que respiraba con dificultad. Encima no podía quejarme, puesto que no me habían vapuleado en un acto de servicio.

Un guardia se quedó patidifuso al entrar y verme en posición flor de loto. Procuró que no se trasluciera su turbación al decir:

—Inspectora, un tal Mateo Salvia dice que tiene una cita con usted.

—Es verdad, dígale que pase.

—¿Espero un poco?… Me refiero a que a lo mejor quiere usted levantarse del suelo.

—Ya he terminado. Hágale pasar.

Aquel pobre guardia velaba por el prestigio de la institución policial. Si hubiera sabido algo de mi combate del día anterior, no habría vuelto a tenerme jamás respeto. Volví a la postura convencional tras mi mesa, que fue como Mateo Salvia me encontró.

—¡Hola, inspectora Delicado!, ¿qué tal está?

Salvia era un hombre de mundo a quien la comisaría no parecía sobrecoger en absoluto. Me saludaba como si nos hubiéramos encontrado en un local de moda o en un tren.

—¿He llegado puntual?

—Muy puntual. Y créame que lamento hacerle perder tiempo. Sé que incluso ya ha firmado su declaración.

—Pues usted dirá qué quiere de mí.

—Es sólo cuestión de matices. Tenemos testimonios sobre lo que ocurrió la noche del crimen, pero estamos intentando reconstruir la personalidad de Juan Luis Espinet.

—Quizá yo sea el que sé menos de él. Inés era su esposa, Jordi su socio. Mi mujer y yo no manteníamos un contacto tan directo. Además, las otras dos parejas tienen niños y nosotros no, a veces eso nos llevaba a hacer planes distintos.

—De todos modos, me gustaría oír su versión.

—¿Mi versión? Pues una versión normal y corriente. Juan Luis era amable, formal, un buen tío. El hijo que cualquier papá y mamá querrían tener. Un chico de familia.

Me cogió por sorpresa esa definición. Hasta donde yo sabía, también él era un hijo de papá. Creo que notó mi desconcierto porque en seguida añadió:

—Bueno, yo tampoco soy precisamente un rebelde. Ya sabe que trabajo en la fábrica de la familia, pero es diferente, yo no soy tan perfecto.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, a mí me gusta jugar al polo y al golf, perder un poco el tiempo, tomar el aperitivo en el bar, navegar en un barquito que tengo… digamos que no me paso el día pendiente de mis obligaciones.

—¿Y él sí?

—Sí, él era la perfección en todo: trabajador, responsable, buen padre, buen marido…

—¿Lo era, era un buen marido?

—Sí, claro, ya ha visto cómo ha reaccionado Inés, está como loca.

—Por supuesto, Mateo, eso ya lo sé, pero ¿era él completamente fiel a su esposa?

Sonrió imperceptiblemente.

—No era un tipo que anduviera por ahí con mujeres; de eso puede estar segura. Aunque, bueno, supongo que algún lío puntual pudo tener.

—¿Lo dice por algo en concreto?

Sonrió más abiertamente. La expresión de su cara me pareció desde la primera vez que lo vi algo burlona, pasada de todo, escéptica y descreída.

—¿Es importante contestar a eso?

—Importante y confidencial.

—Bien, seguramente se trata de una tontería, pero me quedaré más tranquilo si se la cuento. Hace ya casi un año ocurrió algo que me dejó un tanto sorprendido. No sé si sabrá que los tres amigos solíamos jugar al golf.

—Lo sé.

—Pues bien, una de las chicas de la recepción en el club, Susana, muy mona, no más de veinticinco años, nos saludó una mañana al llegar. Juan Luis y yo entramos juntos, habíamos coincidido en el aparcamiento. Vi que se quedaba un momento hablando con ella sobre recibos y cuentas bancarias, de modo que yo seguí hacia los vestuarios. Un instante después me di cuenta de que me había dejado la bolsa de ropa limpia en el coche y volví a salir. Entonces advertí que Juan Luis y la chica estaban besándose en los labios.

—¿Lo vieron ellos a usted?

—No, di un paso atrás y esperé hasta que se separaron.

—Se arriesgaron mucho besándose en plena recepción.

—Lo mismo pensé yo, en especial tratándose de Juan Luis.

—¿Le comentó usted algo?

—Desde luego que no.

—¿Se lo contó a alguien?

—Mucho menos.

—¿Ni siquiera a Rosa, su mujer?

—Al principio iba a hacerlo, pero luego cambié de opinión. Tendrá que disculparme, pero no confío demasiado en la discreción femenina. Las mujeres tienen tendencia a hacerse confidencias las unas a las otras. No podía permitirme generar un problema con Inés cuando a lo mejor no existía motivo.

—¿Solidaridad masculina?

—Llamémosle sentido común. ¿Lo habría contado usted?

—Creo que no, sólo pretendía devolverle la pelota.

Se echó a reír, zumbón. Tenía unos bonitos ojos pícaros. Era sin duda un bon vivant con bastante estilo.

—¿Recuerda algún otro episodio que pudiera interpretarse como una aventura galante de Espinet?

—¡Oh, no! Espero que por lo que acabo de decirle no vaya a considerar a Juan Luis como un donjuán. Sinceramente, no lo era. Dudo que hubiera tenido tiempo de llevar una doble vida con lo mucho que trabajaba. Si hubiera sido yo a quien han asesinado… le aseguro que yo suelo tomarme más licencias de las que se tomaba él. Y lo que ha ocurrido me ratifica en mi modo de pensar, ¿para qué tanto trabajo y tanta formalidad si la muerte nos espera en cualquier esquina? ¡Hay que vivir con toda intensidad! Supongo que una inspectora de policía debe de vivir a tope, ¿no?

—¡A tumba abierta!

Reímos los dos.

—A lo mejor debería invitarme algún día a acompañarla en sus investigaciones.

—Lo pensaré.

Se levantó, no sin antes arreglarse la preciosa corbata de seda italiana. ¿Estaba coqueteando conmigo? Probablemente era su costumbre hacerlo con cualquier mujer que tuviera delante. Tenía la seguridad de ser un seductor. En su descargo podría decirse que, sin duda, debe de ser duro vivir con un crack como su esposa. Tan duro como vivir con un hombre perfecto como Espinet. ¿O acaso empezaba a fallar el retrato impecable de su perfección? Íbamos bien por aquel camino.

Telefoneé a Garzón tras el nuevo dato que acababa de recibir.

—Subinspector, ¿no me había dicho que indagó a fondo en el club de golf?

—Lo hice.

—Pues lo hizo mal. Hay una recepcionista de nombre Susana que solía besuquearse con Espinet.

—¿Quién la ha informado de eso?

—Mateo Salvia los sorprendió in fraganti sin que ellos lo advirtieran.

—Es raro que un buen amigo del muerto decida contarle eso.

—Le recuerdo que se trata de coger a un asesino.

—Aun así, habrá que mirar a Mateo Salvia con ojos críticos, quizá quiera despistarnos.

—¿Por haber faltado al principio de solidaridad masculina?

—No me joda, inspectora. Dígame qué tengo que hacer.

—Vuelva al club de golf, hable con la tal Susana y sonsáquela.

—¿No sería mejor que lo hiciera usted? Al ser también una mujer…

—Déjese de coñas, Fermín. Si se muestra remisa a hablar por una cuestión de sexo, llámeme. Mientras no sea así confío mucho en su habilidad para tratar a las mujeres. Siendo usted el hombre más divertido de Barcelona…

—Le pasaré por alto el cachondeo porque su plan con las Enárquez creo que ha dado resultado. No me han vuelto a llamar.

—Es pronto aún para cantar victoria. De todas formas, creo que está cometiendo usted el error de su vida. Debería casarse con Emilia. ¿Tiene idea de lo que eso representaría para usted? Están forradas de pasta. Viviría como un marajá. Y además tendría dos por el precio de una. Lo cuidarían, lo mimarían… ¡hasta le comprarían corbatas de Giorgio Armani!

—Giorgio Armani me la suda un montón. ¿Qué me dice del amor?

—¡El amor! ¡Cualquiera diría que el amor está destinado a cosas sublimes! ¿Qué hace la gente como máxima expresión de su amor? Se van a vivir juntos; es decir, comparten cosas de orden material: llaman a un fontanero cuando hay una avería, preparan la cena… Lo que le pido que piense empieza justo al revés: primero una convivencia agradable y el amor ya vendrá.

—¡Joder, inspectora, me da espanto oírla hablar con tanta frialdad!

—Piénselo, Fermín, piénselo. Aún estamos a tiempo de organizar una cenita en su casa. Puede usted aprovechar para decir que ha cambiado de opinión con respecto a retirarse en Nueva York.

—Adiós, inspectora. Nos veremos después.

Colgó renegando, escandalizado como una damisela. En el fondo se compadecía de mí. Una mujer con el corazón de hielo, incapaz de valorar el lado humano de la vida.

Decidí salir a dar una vuelta. Necesitaba un poco de aire libre y un café bien cargado que acabara de disipar los restos de la resaca del sábado.

Di una vuelta por los alrededores de la comisaría. De pronto recordé que habían comenzado los preparativos en la plaza de la Catedral para la gran misa del papa. Me acerqué a curiosear. Lucía un sol tenue y agradable, que lo inundaba todo de una luz otoñal. En la plaza había un follón considerable. Miles de tablones se amontonaban sobre el asfalto. Operarios vestidos con mono descargaban más madera de un camión. Los carpinteros habían iniciado la construcción del andamiaje sobre el que supuse que descansaría el altar. Todo parecía tener dimensiones colosales. Estuve un rato mirando cómo trabajaban junto a una buena cantidad de curiosos como yo: jubilados, vejetes que tomaban el sol, turistas sorprendidos por la novedad, algún adolescente ocioso…

Era muy indignante que el ayuntamiento gastara dinero en una ceremonia de tal envergadura. Cerré los ojos para que el sol me diera en la cara mientras oía los martillos golpeando, el canto súbito de algún trabajador, que se arrancaba con sentimiento como en un antiguo tajo de esclavos.

De pronto noté cómo una sombra oscurecía mis párpados. Casi al tiempo que los abría oí la voz del cardenal Pietro di Marteri.

—Buenos días, inspectora. ¿Supervisando las obras?

Me sonreía con su rictus filosófico de estar más allá del bien y del mal.

—Algo así.

—Yo también estaba echando una ojeada a esta maravilla. Como ve, aunque usted se empeñe en lo contrario, seguimos coincidiendo.

—No creo. Yo jamás le llamaría maravilla a esta construcción.

—Pero si trabajan muy bien.

—Monseñor, dejémonos de tonterías. Me parece una burla que el papa, un hombre que predica la humildad, permita que se organice en su nombre un montaje como éste.

—Querida inspectora, hay mucha gente que necesita la presencia del papa, no sé a qué se refiere, pues.

—Sabe muy bien a qué me refiero. Todos estos fastos tan aparatosos me recuerdan un desfile militar. Mucho peor, ¡me recuerdan a Hitler!

No esperaba una entrada tan brusca y su rostro lo acusó, tensándose.

—Inspectora Delicado, me pregunto qué hay en el fondo de su corazón que lo hace tan duro.

—Dos aurículas y dos ventrículos, tejido muscular, una válvula mitral… Todo materia, monseñor, como en el resto de los corazones humanos.

Me miró aparentando o quizá sintiendo tristeza auténtica por mí, conmiseración por no haber sido llamada al rebaño de los elegidos. ¡Joder y mil veces joder! ¿Acaso no podía descansar en paz un momento, dar una tranquila vuelta inofensiva sin que alguien viniera a mostrarme el camino de la salvación? ¡Ah, no!, una cosa era que tuviera que cumplir mi obligación como policía, la cual incluía cosas tan peregrinas como la seguridad del papa, y otra muy distinta que me viera forzada a renegar de mis ideas y hacer diplomacia barata con el representante de una institución que detestaba.

—Y ahora discúlpeme. Tengo que volver a comisaría, donde me espera un caso de asesinato.

Procuró que su expresión sólo trasluciera resignación cristiana. Me despidió con un cabezazo respetuoso. Emprendí la vuelta a mi despacho con las mismas ínfulas que si hubiera desencadenado una herejía y su cisma consiguiente yo solita. ¡Al cuerno con la tranquilidad que había ido a buscar! ¡Ah, mi cabaña en Suecia, feliz junto al lago, quién pudiera volver allí, donde nadie me perseguía con sus necesidades de polémica! Por si faltaba algo, tres gitanos del caso de Garzón estaban apostados frente a la puerta de comisaría, probablemente esperando a que él regresara de sus gestiones. Sin embargo, debieron de considerar que yo también podía servir como interlocutora, porque en cuanto me avistaron iniciaron una maniobra de acercamiento en absoluto disimulada. Tomé impulso y en cuatro zancadas saltarinas me planté en el edificio policial huyendo con descaro. Le dije al guardia de la puerta:

—Si alguien pregunta por mí, dígale que he ingresado en un convento.

El pobre, que ya conocía mis salidas de tono, preguntó sin inmutarse:

—¿De clausura, inspectora?

—Sí, de esos en los que no te dejan hablar ni que los demás te hablen.

Se quedó riéndose por lo bajo. «¡Ah, la inspectora Delicado! —debía de pensar—, siempre con ganas de chunga.» No podía imaginar que estaba en realidad preparada para asesinar a cualquiera que me preguntara la hora.

Tiré la gabardina sobre el perchero. Había llegado el momento de ponerse a trabajar de verdad. ¿Por dónde empezar? Había dos gestiones pendientes. Cogí el teléfono con la impetuosidad de un general de caballería.

—¿Morales? ¿Yo no te pedí que me buscaras todos los detalles de una inmigrante filipina llamada Lali Dizón? ¿Y tú no le prometiste a Garzón que le darías un informe?

El inspector Morales, aunque estaba en su despacho, parecía haber sido despertado de un sueño profundo y llevar todavía el pijama puesto.

—¡Hombre, Petra, te me has adelantado! Justamente iba a llamarte yo, pero con todo este follón del papa…

—¡Ni papas ni leches; si no llego a llamarte yo, la información se habría podrido sobre tu mesa!

—¡Que no, joder, no seas mal pensada! A ver, vamos a ver…

Oía un revolver de papelotes junto al auricular.

—Petra, como ya le dijimos a Garzón, la chica está limpia. Hace cinco años se inscribió en el censo de inmigrantes con contrato de trabajo.

—¿De dónde venía?, ¿cómo entró en el país?

—Oye, se hizo tabla rasa con los inmigrantes cuando se les dio la oportunidad de legalizarse en el país. Con que aportaran un contrato laboral ya era suficiente.

—De modo que pudo entrar ilegalmente.

—Sí, pero tenía su contrato. Fechado hace cinco años en Sant Cugat. Entró a trabajar como asistenta del hogar en casa de un tal…

—Juan Luis Espinet.

—¡Exacto! Oye, ¿ése no es el tipo al que se cargaron?

—¡Sí, Morales, relájate, y otra vez no te ocupes tanto del papa y acuérdate de mí!

—Eres implacable, ¿eh, Petra?

—Eso dicen. Adiós.

Volví a marcar un número interno.

—¿El inspector Sangüesa está por ahí?

—Soy yo.

—Sangüesa, soy Petra, te pedí hace tiempo un informe cerrado sobre las situaciones económicas de los guardias de seguridad de «El Paradís», en Sant Cugat. ¿Qué esperas para mandármelo, que llegue Navidad? ¿Piensas dármelo como una especie de regalo o algo así?

—Petra Delicado, ¿cuánto tiempo hace que no abres tu correo electrónico?

—No me digas que tu informe está ahí.

—Desde hace días.

—¡Joder, Sangüesa, lo siento! Con todo este lío del papa ando despendolada.

—¿Petra?

—¿Sí?

—¡Feliz Navidad! ¡Pídele un bozal a Papá Noel!

¡Mierda, había quedado como una idiota! Debería haber sabido que Sangüesa era perro viejo, y eficiente además. De cualquier modo, la excusa del papa era fantástica, tenía que acordarme de utilizarla con más frecuencia.

Abrí el correo electrónico y, efectivamente, allí estaba el informe. Lo leí. Era tiempo perdido, ninguno de los dos empleados de seguridad se había comprado un Jaguar, ni variado su tren de vida, ni ingresado en sus cuentas dinero extra. Claro que a lo mejor eran listos y guardaban la recompensa por matar a Espinet en un calcetín.

Dos posibilidades de la investigación perdían gas. Cada vez me encontraba más convencida de que aquello era una tragedia interna, algo sucedido en el entorno de aquellos tres matrimonios. Sin embargo, las combinaciones podían ser muy variadas. ¿Espinet se había liado con la chica del club de golf y su dulce esposa se lo había cargado como venganza? ¿Se había enamorado de Rosa, o quizá de Malena, y uno de los dos maridos había decidido lavar su honor a la brava? ¿Había sido una de esas dos amantes potenciales la que lo había quitado de en medio? Y en ese caso, ¿cuál de las dos? El dato que se barajaba en cualquier hipótesis era que Espinet se había enredado con alguien, de eso estaba casi completamente convencida. Todo lo demás sonaba poco definitivo, apenas sustancial. Luego flotaba aún la eterna pregunta: ¿quién había ejercido como asesino material? Ni una maldita prueba que no fuera el arañazo en el cadáver había aflorado hasta el presente en el curso de la investigación. ¡Quién sabía, quizá aquél fuera el primer caso que Garzón y yo dejábamos sin resolver!

A pesar de aquel ramalazo de desánimo, volví a mis deberes de chica aplicada y revisé de nuevo el retrato psicológico robot que había realizado sobre Espinet. Al menos, sobre la pulida superficie inicial del mismo habían surgido los primeros rasguños que afeaban el conjunto. Hacia el final de las notas añadí una señal de interrogación. Esperaba que el subinspector la despejara al volver del club de golf.

Lo hizo dos horas después. Llegó contento, con su macuto de investigador rebosante de datos, presto para vaciarlo frente a mí. Lo que contó acabó de confirmar que había desperfectos en el retrato de Espinet; es más, añadió a los estragos cierta gravedad. Susana, la recepcionista, había confesado un escarceo amoroso con la víctima. ¡Aleluya! Felicitaciones por mi parte, golpecitos laudatorios en la espalda, casi besos.

—No hay nada que sea demasiado espectacular, inspectora, no vaya usted a creer. Esa muchacha, por cierto de muy buen ver, reconoció que había tonteado con Espinet y admitió finalmente que habían hecho el amor dos veces, ambas en el apartamento de ella.

—¿Quién inició el asalto?

—Él, aunque Susana ha confesado que el abogado le gustaba más que el pan. No sólo a ella, curiosamente encandilaba a todas las chicas que trabajan en el club. Por lo visto, el tal Espinet las fascinaba a todas.

Había que ser necesariamente un hombre para no haber advertido aún esa característica del muerto.

—¿Y cómo acabó el asunto?

—Rápido y mal. Susana reflexionó, pensó que se estaba jugando el puesto de trabajo y el novio, porque tiene novio. De modo que se acojonó, y le pidió que la cosa se cortara.

—¿Y él?

—Según las propias palabras de la chica, «lo comprendió porque era un caballero».

—O sea, que un par de asaltos y adiós.

—Sin más complicaciones.

—¿Lo contó a alguien?

—Jura que no. Le iba demasiado en la indiscreción.

—¿Ni padres, ni novios, ni hermanos que quisieran vengar su honor?

—Nadie. Es más, me ha pedido que si no es estrictamente necesario guardemos este dato como confidencial.

—¿No se lo habrá prometido?

—Le he dicho que declare y firme su declaración, no se hará uso legal de ella si no es estrictamente necesario.

—Como engaño no está mal. ¿Qué me dice de la posibilidad de chantaje?

—No tengo esa impresión, pero pídale al inspector Sangüesa una investigación económica de la chica.

—Mejor se la pide usted, acabo de tener un pequeño encontronazo con él.

—De acuerdo, lo haré. También le echaremos una ojeada cautelar al novio.

—Buen trabajo, Fermín.

Se le escapó una sonrisa de orgullo. Mi comentario sobre lo insatisfactorio de su primera gestión en el club de golf le había picado la moral. Probablemente había amenazado a la recepcionista para arrancarle una tan delicada confesión. Era preferible no indagar sobre los métodos empleados.

—¿Comemos algo, subinspector?

—Para eso yo siempre estoy dispuesto.

Cruzamos a La Jarra de Oro y pedimos una comida informal a base de tapas, ensaladillas y montaditos. Mi compañero en seguida se enfrascó en unos choricillos picantes que le inspiraron palabras de alabanza y fe en el ser humano.

—¡Cómo están estos chorizámenes, inspectora! ¿No los ha probado aún?

Demostrando cierto gusto por la incongruencia y el contraste le respondí:

—Esta mañana me he peleado con el cardenal.

—¡No joda! ¿Qué ha pasado?

—Nada especial, me cogió con el paso cambiado y lo envié al infierno.

—¿Tal cual?

—No exactamente. Le dije que el papa me recordaba a Hitler.

—¡Coño! Va usted fuerte, ¿eh, inspectora?

—¡Se empeña en hablar conmigo como si quisiera convertirme! Es preciso que quede claro que no necesito nada de él ni de los artículos que vende.

—Me tranquiliza, Petra, eso está más acorde con su modo de ser. Durante esta temporada me ha tenido asustado; con tanta añoranza de las familias, la maternidad y el calor de hogar no parecía estar en sus cabales.

—Por lo visto, mis cabales consisten en ser bestia con la gente y soltar inconveniencias.

—¿Ahora se entera?

—Déjelo, Fermín, no sé si intenta regalarme los oídos o insinuar que soy un pedazo de carne sin sensibilidad.

Hizo un gesto despreciativo con la mano y atacó con gula un pedacito de jamón. Luego, su rostro cambió de expresión mirando hacia la calle.

—Viene Chávez, el guardia de la entrada. No nos van a dejar acabar de comer tranquilos.

En efecto, el guardia de servicio entró en el local y se dirigió hacia mí.

—Inspectora, hay una llamada para usted. La ha recogido el subinspector Bonilla y dice que puede ser algo importante.

—Voy para allá —dije, masticando precipitadamente el último bocado.

Bebí mi cerveza de un trago.

—Coma tranquilo, Garzón, si es importante le aviso.

—A lo mejor el cardenal se ha quejado a la superioridad por su bufido de Hitler.

—Si se trata de eso, me van a oír.

Afortunadamente no era cuestión del cardenal. Ortega me había anotado un teléfono que pertenecía a una tal Ana Vidal, entre comillas «vecina de la urbanización “El Paradís”». Sorpresa, vuelco de corazón. ¿Un mes después del crimen surgía un testigo? La llamé.

—Sí, inspectora, soy Ana Vidal. Vivo en «Los Lirios». Se me ha ocurrido que puede haber algo importante con respecto a la noche de la muerte de Juan Luis Espinet. No me había acordado antes y…

—¿Está usted en su casa? Ahora mismo voy para allá.

—La esperaré.

Regresé a La Jarra y crucé un breve parlamento con Garzón. No deseaba que me acompañara al lugar del crimen, prefería que rematara los flecos de la historia Susana-Espinet.

—Los testigos que hablan después de haber permanecido mucho tiempo callados siempre dicen cosas sustanciosas —me recordó.

—Espero que así sea.

De camino a «El Paradís» me pregunté por qué iba siempre sola al lugar del crimen. Supuse que me gustaba encontrarme en aquel ambiente controlado y feliz donde los acontecimientos se sucedían dentro de un orden armónico, cerrado. Sin embargo, aquella visita hacía saltar chispas en mi mente. Intenté no depositar demasiada esperanza en lo que iba a oír. No era la primera vez que me encontraba con algo parecido, testigos que han percibido algún detalle y no se atreven a hablar en los momentos posteriores al crimen, bien porque piensan que lo que vieron no es suficientemente importante, bien por miedo a verse mezclados en algo tan desagradable como una investigación policial. Esta actitud no es en principio significativa de que haya existido voluntad culpable de ocultación. Más aún, por mucho que se empeñara Garzón, un testimonio tardío raramente aporta datos cruciales para el caso que se lleva entre manos.

Cuando me vio el guardia de seguridad diurno en seguida vino a saludarme con énfasis. Sin duda se sentía inmerso en una especie de compañerismo, porque me preguntó en plan cómplice:

—¿Qué, inspectora, avanzamos o no?

Comprendí que con términos tan voluntariosos se refería a la investigación, y decidí no aguar sus ínfulas de colega.

—Vamos avanzando. Con dificultad, pero avanzamos.

Se dio por contento con semejante respuesta e incluso me hizo un remedo de saludo militar que me causó vergüenza ajena. No sé cómo se me había ocurrido sospechar ni un segundo de aquel tipo. Para cometer un asesinato premeditado, incluso sólo como autor material, es preciso un mínimo de inteligencia, de la que aquel pseudocancerbero carecía por completo.

Ana Vidal, una madre de familia más en aquel paraíso de treintañeros. Discreta, bien vestida, serena y con ojos ligeramente redondeados por la curiosidad al observarme. Me invitó a pasar a «Los Lirios» y nos sentamos en el salón. Todas aquellas casas tenían algo en común, la decoración fundamentada en el gusto actual, los detalles cuidados… Sin embargo, cada una ostentaba con claridad la marca diferencial de sus propietarios. Ana Vidal y su marido, un arquitecto según me dijo, eran un parámetro claro de la modernidad minimalista: líneas rectas y duras, pocos muebles y colores austeros. A pesar de ello, al cruzar el jardín me había topado con los inevitables juguetes tradicionales esparcidos por la hierba. En ese punto todos los registros confluían, la familia con hijos pequeños seguía apuntando siempre en la misma dirección.

Ana Vidal no estaba inquieta, pero sí preocupada. La dejé explicarse sin ningún tipo de presiones.

—Sinceramente le diré que, tratándose de un asesinato, una no sabe qué es importante y qué no lo es. Nunca había vivido una cosa tan terrible desde tan cerca.

—Sé a qué se refiere.

—A lo mejor es una tontería lo que voy a contarle, de hecho es algo que ya había sucedido otras veces, pero…

Si hacía tantos circunloquios era porque había una persona implicada. El miedo a la delación es algo universal. No me equivoqué. Por fin acabó la interminable frase diciendo:

—Lo cierto es que más o menos a la hora en que mataron a Juan Luis Espinet vi pasar por los jardines a la señora Domènech en camisón.

—¿A las tres de la madrugada?

—Sobre las tres. Me había levantado de la cama porque mi hijo pequeño me pidió agua. Andaba un poco acatarrado esos días y tenía mucha sed. Antes de volver a dormir fui a dejar el vaso a la cocina, miré distraídamente por la ventana y entonces la vi.

—¿Dice que eso había sucedido otras veces?

—Sí. Incluso en una ocasión avisaron al señor Domènech para que saliera a buscarla. Era en pleno invierno y ella estaba sentada en un banco, vestida sólo con ropa de dormir. Supongo que ese hombre también está haciéndose mayor y le resulta difícil controlarla.

—¿Puede indicarme qué trayecto vio hacer a esa señora?

—La vi pasar por el camino principal, luego torció a la derecha.

—La piscina está en esa dirección.

Bajó la cabeza y se estrujó las manos con nerviosismo.

—Oiga, inspectora, no estoy diciendo que la señora Domènech haya matado a alguien. Me comprende, ¿verdad?

—Desde luego que la comprendo.

—Sólo le digo que la vi. Quizá debería haber avisado a su marido, pero me dio pereza, no puedo llamarlo de otra manera porque no sería verdad. De cualquier modo, ese hombre empieza por mandarte al infierno antes de cualquier conversación. Todo el mundo aquí lo sabe.

—Yo también lo sé. ¿No puede precisar a qué hora la vio pasar?

—Era una hora cercana a las tres. Miré el reloj de la cocina cuando entré, pero no consigo recordar si eran las dos y media o las tres en punto.

—¿Por qué no nos contó todo esto antes?

—No le di importancia, inspectora, de verdad. Ni siquiera lo relacioné con la muerte de Espinet, pero ayer… en fin, es una tontería, pero ayer, paseando con mi hijo pequeño por los jardines, oí que las asistentas estaban hablando entre ellas. La chacha de los Espinet, esa chica filipina, aseguraba que la señora Domènech dijo cosas extrañas la noche del crimen. Me puse a pensar y… en fin, no sé, todo es tan absurdo…

—Ha hecho bien en llamarme.

—¿Por qué, hay algún peligro?

—¿Peligro?

—Bien, si realmente la señora Domènech fue capaz de… quizá habría que tomar alguna medida de protección, hay tantos niños pequeños en «El Paradís»…

¡Naturalmente, aquélla era la auténtica razón por la que me había llamado, la defensa de la madre sobre la camada! El pequeño grupo familiar no debe verse amenazado bajo ninguna circunstancia. Pensé a toda prisa que era imprescindible evitar una caza de brujas hacia aquellos dos convecinos que escapaban a la norma.

—Ana, usted misma me ha dicho que haber visto a la señora Domènech no significa que ella esté implicada en este asunto. De todas formas, investigaremos y hablaremos con su marido para que extreme la vigilancia sobre ella. No es conveniente para una persona con problemas médicos pasearse libremente en plena noche. Para que se quede más tranquila le diré que nuestras pesquisas van en otra dirección más fiable de la que, obviamente, todavía no puedo hablar.

Esperaba haber salvado a la pobre vieja de una quema en la hoguera, aunque fuera mintiendo descaradamente. ¡Pesquisas en otra dirección!, más bien en la dirección del viento. ¿Una enferma de Alzheimer tiene la posibilidad de haber cometido un crimen? Y si así era, ¿su marido se había enterado? ¿Podía hablarse de complicidad por encubrimiento de los hechos?

Había llegado el momento de hablar seriamente con Domènech y, fuera cual fuera el resultado de la charla, buscar inmediata información sobre aquella enfermedad.

Estuve llamando a la puerta de «Las Adelfas» hasta que, tras un buen rato, apareció el rostro adusto de la sirvienta.

—Los señores no están. Se han marchado a Barcelona y hasta dentro de dos horas no volverán.

Pensé qué debía hacer. Dos horas era un plazo muy incómodo. Un intervalo demasiado corto para ir y volver de comisaría, y demasiado largo para pasear por aquellos jardines sin objetivo concreto. Tiempo perdido. De pronto recordé a Malena Puig. Si acudía a visitarla, me ofrecería su excelente café y podríamos charlar. En el fondo ya éramos incluso un poco amigas.

La puerta de «Los Ibiscus» tardó en abrirse también. Llegué a pensar que no había nadie en casa, pero cuando ya iba a marcharme apareció Malena en el quicio sonriendo con cordialidad.

—¡Inspectora, qué alegría!

Nadie me había recibido nunca así en el ejercicio de la profesión.

—¿Le parecería un abuso si le pido un café? Le aseguro que ya no vengo en comisión de servicio, sino como una visita particular; de manera que puede negarse.

—Lo pensaré. ¡Pase, por favor! He tardado tanto en abrir porque estaba arriba, en el estudio.

Abrió los brazos de par en par para mostrarme su atuendo. Llevaba un amplio mandil lleno de manchas de colores diversos.

—Estaba pintando.

—¡Vaya! ¿También sabe hacer las chapuzas del hogar?

Se echó a reír.

—Bueno, puede que lo que haga sean chapuzas, pero le aseguro que ésa no es mi intención. Pinto cuadros.

Me excusé. No se me había ocurrido que aquella abogada dedicada a su familia pudiera tener una vena artística. Me contó que pintaba por afición, aunque algunos de sus amigos le habían comprado cuadros e incluso en un par de ocasiones había llegado a exponer en muestras colectivas. Cuando le pregunté qué estilo practicaba se ofreció a enseñarme las pinturas.

Subimos al estudio. Ella, insistiendo sobre el carácter estrictamente amateur de su obra, y yo, silenciosamente convencida de que no sería necesaria semejante precisión. Sin embargo, me equivoqué. Carezco de conocimientos profundos sobre arte, pero alcanzo a percibir si lo que tengo delante posee una cierta calidad. Pues bien, me pareció que los cuadros de Malena Puig no estaban nada mal. Una sorpresa que llegó a la estupefacción a medida que iba observando las pinturas una a una. De aquella mujer dulce, extravertida, hogareña y maternal surgían imágenes de una tenebrosidad impensable, motivos pictóricos inquietantes de abrupta fuerza interior. Los temas eran exclusivamente paisajísticos, pero nada más alejado de cualquier bucolismo que aquellas praderas oscuras, como arrasadas por el fuego o la escarcha, o los ríos casi negros que se encajonaban entre piedras escarpadas, las casas desdibujadas y ruinosas que destacaban, solitarias, sobre la desolación del páramo.

—¡Caramba, Malena, tiene usted mucho talento!

—Gracias, pero creo que conozco mis límites.

—No, hasta donde yo alcanzo tiene usted talento, y también un mundo interior atormentado.

Soltó una carcajada divertida.

—¿Usted cree? ¡Me encanta que piense eso!

—¡Sí, sus cuadros no coinciden con su imagen externa!

—Quizá me libro de mis fantasmas pintando. ¿No es eso lo que decía Freud?

—No le tengo mucha simpatía a Freud; sólo la Iglesia católica ha fastidiado más a las mujeres que el psicoanálisis.

Rió con fuerza.

—Tiene usted un punto genial, inspectora. Puede que mi interior y mi exterior no le cuadren, pero le aseguro que a mí me pasa lo mismo con usted.

—Supongo que todo eso se debe a que tenemos una idea tópica la una de la otra.

—Eso será. Voy a decirle cómo creo que usted me ve y usted me confirmará si acierto. Bien, juraría que me ve como una ama de casa dócil, suficientemente agradable, fuerte ante las posibles contrariedades, meticulosa en sus quehaceres y consciente de la suerte que tiene por llevar una vida cómoda y feliz.

—Lleva razón, así es más o menos como la veo. Supongo que usted piensa que soy una policía dura, segura de sí misma, que ejerce su autoridad sin que le tiemble el pulso y hace gala de un cierto mal humor frente al mundo.

—No se ha alejado demasiado de la imagen que tengo. Es obvio que ambas nos equivocamos. Yo tengo mis días malos.

—Y yo mis días buenos.

Nos echamos a reír y nos miramos con simpatía declarada.

—Oiga, Petra, ¿qué le parece si vamos a la cocina y preparo uno de esos cafés sin los que la policía no puede vivir?

—Me parece de perlas.

En la amplia y luminosa cocina, con muebles de madera clara y cortinas con estampado floral, se perdía cualquier vestigio de la Malena del estudio. Los objetos domésticos de colores alegres: tazas, platos y servilletas, daban al espacio un aire sumamente acogedor que se completaba con el suave olorcillo a café. Imaginé, mientras la veía moverse con destreza, que sentarse a aquella mesa un domingo por la mañana y ver cómo tus hijos desayunaban con los rayos del sol entrando por la ventana debía de coincidir con el concepto que mucha gente tiene sobre la felicidad.

—¿Cómo va el caso, Petra? —preguntó de repente.

—Va con demasiada lentitud.

—Creí que todas las investigaciones eran lentas.

—Las hay más rápidas. Malena, ¿puedo preguntarle su impresión sobre algo?

—Adelante.

—Según Mateo Salvia no es impensable que Juan Luis fuera un hombre infiel en su matrimonio.

—¿Eso le ha dicho?

—Hablaba de su propia impresión, nada concreto.

Se sentó frente a mí y empezó a servir el café en silencio. Cortó un bizcocho en pequeñas porciones. Estaba reflexionando, quizá sobre si debía hablar o callarse.

—Yo también he tenido esa misma impresión alguna vez.

—¿Qué le indujo a pensar algo así?

—No sé, entre nosotros nunca han abundado las confidencias. Supongo que ése ha sido el secreto para conservar la amistad durante tantos años. Pero a veces, pensando… Inés es buena, muy guapa, aunque tan infantil… me pregunto hasta qué punto una mujer así es capaz de centrar la atención de un marido como Juan Luis, brillante, apuesto, inteligente… En alguna ocasión, Inés se quejaba de que él volvía siempre tarde, de que cada día trabajaba más… yo llegué a maliciar que estuviera engañándola. Pero son sólo conjeturas, Petra. En realidad es cierto que trabajaba un montón. Mi propio marido se lo puede confirmar.

—¿Cree que podría confirmarme algo más?

—¿Qué quiere decir?

—Juan Luis y Jordi tenían una relación muy estrecha; no sólo eran amigos sino socios. A lo mejor su marido no quiere enturbiar la imagen póstuma de Espinet contándonos sus devaneos amorosos, pero si hablara usted con él, si pudiera convencerlo de lo importante que es saberlo todo sobre la víctima… usted debe de tener influencia sobre Jordi.

—¿Es tan importante?

—Me temo que sí. No lo hemos hecho público, pero en el cadáver de Juan Luis la autopsia reveló un arañazo en la espalda, probablemente causado por las uñas de una mujer, quizá en un éxtasis erótico. Inés dice no saber nada de esa marca.

La recorrió un evidente escalofrío. Se mordisqueó la mano.

—Perdone, pero oír algo así me devuelve a la realidad y, en fin, es algo terrible que estoy intentando olvidar.

—Lo comprendo.

Se recompuso bebiendo unos sorbos de café.

—Lo haré. Hablaré con Jordi esta misma noche. Lo convenceré de que si sabe algo tiene que llamarla en seguida.

—Se lo agradezco.

La emoción seguía embargándola. Tenía la mirada fija en la mesa. Con aquel mandil, el pelo revuelto y las manos manchadas de pintura parecía una quinceañera. De pronto se arrancó con mal humor:

—¡Vaya mierda! ¡Todos éramos tan felices! ¿Por qué ha tenido que pasar algo así, por qué?

—Consuélese. En la vida pasan cosas terribles continuamente. A veces pienso que en eso consiste la vida, en ir sorteando el montón de infelicidades que se nos vienen encima. Tiene suerte de que la suya se mantenga en paz.

—No me diga eso, desde que pasó lo de Juan Luis me siento culpable con mi tranquilidad familiar. Es la sensación que he tenido siempre, pero ahora mucho más acentuada. Siempre me ha parecido que tenía más suerte que los demás.

—¿Por qué?

—No sé, tonterías. Pensaba que Inés y Juan Luis tenían el inconveniente de la inmadurez de ella, que Rosa y Mateo arrastraban el problema de los hijos, mientras que Jordi y yo disfrutábamos de todas las ventajas. Los dos somos bastante razonables, las cosas nos van bien, tenemos tres niños preciosos y además…

Procuré interrumpirla con la mínima brusquedad.

—Perdone, no entiendo, ¿Rosa y Mateo tienen un problema con los hijos?

—Sí, no pueden tenerlos.

—Cuando hablé con Rosa me comentó la ventaja que había supuesto no tener hijos para su carrera profesional. Lo interpreté como algo voluntario.

—No, lo interpretó mal. Es cierto que ella suele reaccionar así, quitándole toda importancia y viéndolo como positivo, pero la verdad es que se ha sometido a varios tratamientos para quedar embarazada. Parece ser que la razón médica de la infertilidad está en Mateo y no en ella; pero ninguno de los dos quiere inseminación artificial ni mucho menos recurrir a la adopción.

La llamaron por teléfono. Me levanté. No sabía qué hora era, pero era consciente de haber permanecido demasiado tiempo allí. En cuanto ella acabó una breve conversación me despedí y me marché. Miré el reloj. Las dos horas de mi plazo habían pasado, muy rápidamente además. No sólo había disfrutado de la compañía de aquella agradable mujer, sino que no había perdido en absoluto el tiempo. Las revelaciones casi accidentales que me había hecho Malena durante nuestro diálogo no caían en saco roto, sino que me proporcionaban interesante información sobre el marco que envolvía a aquellas familias. Puede que carecieran de trascendencia en sí mismas, pero abrían resquicios por los que mirar en aquel recinto tan amurallado por la discreción.

Todo aquel bagaje positivo adquirido en «Los Ibiscus» contrastó claramente con la negatividad que demostraron otras especies florales. De hecho, el bufido que recibí en «Las Adelfas» fue más propio de cardos que de flores. Lo primero que me soltó Domènech en cuanto me echó la vista encima no admitía ninguna duda:

—¿Trae usted una orden judicial?

—Sólo quiero hacerle unas preguntas.

—No sin orden judicial.

—¡No sea absurdo, Domènech! ¡Si le traigo una orden judicial, su mujer tendrá que ir a declarar a comisaría!

Perdió fuelle de golpe. Lo reconsideró. Me taladró con mirada severa.

—¿Qué quiere saber?

—Quiero que me permita pasar y hablar con usted civilizadamente.

No teníamos obviamente el mismo modelo de civilización, porque me franqueó el paso con el ademán adusto de un general de caballería y me señaló una silla allí mismo, en el hall.

—Siéntese si quiere.

Me senté sacando paciencia del último de los rincones de mi alma, no demasiado rica en esa materia. En semejantes circunstancias se imponía ir al grano.

—Un testigo ha declarado que vio a su esposa paseándose por la urbanización un rato antes de que asesinaran a Espinet.

—¡Cafres, cabrones, gente sin corazón ni sentimientos! ¡Me equivoqué pensando que en este lugar estaríamos bien! ¿Qué les ha hecho mi pobre mujer? ¡Nada, salvo ser una enferma!

—¿Quiere tranquilizarse, por favor? ¡Está perdiendo los estribos!

—¿Cree que no me he enterado de que la llaman «la loca», que no veo cómo la miran cuando salimos a pasear?

—Nadie está acusando de nada a su esposa. Le recuerdo que lo que estamos investigando es un caso de asesinato. Deje de gritar y conteste a mis preguntas, señor Domènech, o de lo contrario le haré llegar una citación oficial.

Había roto el tono crispado de la conversación con mi modo de hablar sereno, seco, amenazante. El anciano calló de pronto y se derrumbó sobre una silla. Había poca luz en el hall, pero me pareció vislumbrar que estaba llorando. Le puse una mano en el hombro arriesgándome a que me la mordiera.

—Señor Domènech, ¿qué le ocurre, se encuentra mal?

Lloraba, lloraba calladamente sin molestarse en disimularlo. Me quedé a la espera, sin saber qué hacer. Por fin, de la penumbra salió una voz lastrada por la amargura.

—Inspectora, habla usted con un hombre abatido, vencido. ¿Tiene la más remota idea de lo que significa vivir con alguien que padece Alzheimer, alguien a quien has amado toda la vida?

—Sé que esto es muy duro para usted, pero debe comprenderme, han matado a un hombre, y es preciso que sepamos con toda certeza que no fue su esposa quien lo hizo.

—Soy consciente de que debería controlarla más, contratar a más personal para que la vigilara durante la noche, hacer más cosas de cara a la seguridad, pero me niego a convertir mi casa en una prisión llena de cerrojos, centinelas, alarmas… Mi mujer no puede ser autora de ningún crimen, créame.

—¿Notó algo en ella esa noche, vio alguna mancha o destrozo en el camisón que llevaba puesto?

—¡No, no! Incluso atormentado por esa posibilidad le pregunté a nuestra criada y la respuesta es: no. ¿Quiere verla otra vez, convencerse por sí misma de que resulta impensable lo que dice?

Asentí con gravedad. Aquel hombre parecía sincero, si bien la desesperación siempre proporciona a las palabras tintes de veracidad. Intuía que no serviría de nada volver a ver a aquella mujer, pero necesitaba estar bien segura.

Llegamos a la sala y allí estaba la dama, bien vestida, bien peinada, tranquila, reclinada con elegancia sobre el respaldo del sofá. Nos miró vagamente. En el fondo de sus ojos estaba la clave para reconocer que era diferente de los demás. Su mirada no era incongruente o perdida, sino inocente, nueva, incontaminada, sin la experiencia o el escepticismo de una persona de su edad. Domènech la besó en la frente.

—Mira, querida, la inspectora Delicado ha venido a verte otra vez para saber cómo te encuentras.

Me sonrió de manera ausente. Se volvió hacia su marido.

—¿Vamos ahora a Barcelona?

—No, pero si de Barcelona acabamos de volver. Lo hemos pasado bien, ¿verdad? Dile a la inspectora qué hemos hecho.

—Bailar.

Domènech rió con tristeza y le besó la mano.

—No, bailar, no. Hemos ido al médico y a tomar chocolate y melindros en una granja de la calle Petritxol. ¿Es verdad o no?

—Sí.

Me miró ilusionada. Era una criatura de corta edad, y así la trataba su marido, como a una hija llena de bondad e indefensión.

—¿Quiere preguntarle algo, inspectora?

Me percataba de la gratuidad de un interrogatorio, pero no podía resistir la tentación de intentarlo de nuevo por última vez. Puse mi cara a la altura de la suya, procuré que fijara la vista en mí.

—Señora Domènech, ¿recuerda la noche en que salió a pasear por el jardín de la urbanización?

No respondió, pero apartó los ojos y se puso a mirar hacia la ventana.

—¿Lo recuerda, señora Domènech? No hace mucho de eso. ¿Recuerda si esa noche vio a su vecino Juan Luis Espinet, si caminó usted en dirección a la piscina, si estuvo allí en algún momento de la noche?

Mis preguntas quedaban flotando en el aire como inútiles jirones de humo. El marido guardaba un silencio respetuoso. Empecé a sentirme violenta ante mi propia estupidez, ante el abuso que suponía mi permanencia en aquella habitación. Sin embargo, un momento después el rostro de la mujer se contrajo en pliegues de tristeza. Se levantó y fue hasta la ventana, absorta y mecánica. La seguí con el corazón encogido por la tensión. Se demoró un momento mirando el jardín y luego, con voz clara y casi infantil, dijo:

—¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?

Quedamos en suspenso, mudos de sorpresa. Me lancé sobre ella y cogiéndola por el brazo inquirí con vehemencia:

—¿Qué significa esa frase, qué vio usted esa noche, a quién vio?

Presa de un pánico súbito, miró en todas direcciones y al descubrir a su esposo corrió a refugiarse en sus brazos. Domènech la protegió, le dio besos en las mejillas.

—Tranquila, tranquila, estoy aquí. Ahora escucharemos música durante un rato. Ven, siéntate.

Se acercó a una cadena de alta fidelidad que había en un rincón de la sala y colocó un compacto. Sonó una melodía de country americano, banjo y guitarra punteando un ritmo animado y saltarín. Pareció relajarse de pronto. El hombre llamó a la asistenta y cuando ésta llegó me hizo salir de la sala.

—No puede forzarla así, inspectora.

—Pero ¿no se da cuenta? Ella ha recordado, ¡algo vio esa noche! Y el recuerdo de lo que vio ha conseguido asustarla. ¡Debemos desentrañar qué hay tras esa frase que repite todo el tiempo!

—¡Es inútil, inspectora, inútil, su mente no funciona como la de los demás! ¿Qué quiere hacer, abrirle la cabeza para saber qué tiene dentro?

—¡Lo único que quiero es saber lo que vio, porque estoy segura de que vio algo importante, algo crucial! También estoy segura de que sólo usted podría hacerla decir qué fue.

—Inspectora Delicado, se lo ruego…

—¡No, se lo ruego yo a usted! Intente averiguarlo, usted sabrá cuándo es el momento adecuado, cuál el método ideal para que hable. Usted puede conversar con ella cuando la vea tranquila, o lúcida, o con capacidad de recordar. Se lo suplico, señor Domènech, inténtelo. Se trata de atrapar a un asesino que anda suelto.

—Lo intentaré, lo intentaré.

—¿Me da su palabra?

—¡Se la doy, de acuerdo, sí!

Estaba nervioso ya, urgido por el deseo de verme desaparecer. Prácticamente me empujaba hacia la salida. Su promesa no era fiable en absoluto. ¿Pero qué podía hacer para comprometerlo, cogerlo por el cuello y obligarlo a cumplir algo que dependía de su voluntad última?

Salí a los jardines soleados con un terrible sentimiento de frustración. Le pegué una patada a un guijarro. ¡Mierda! Puede que yo fuera un prodigio de insensibilidad, que no me apiadara de aquel cuadro matrimonial patético, pero ¡coño!, no me dedicaba a la asistencia social ni trabajaba en una ONG, sino que era policía y andaba tras una pista importante. No lograba quitarme de encima la impresión, clarísima esta vez, de que estaba rozando con la mano la solución del crimen sin poderla coger. Un suplicio terrible.

Entré en el coche y cerré bruscamente la portezuela. Entonces advertí que el habitual grupo de chachas me observaba con curiosidad. Allí se encontraba aquella boba de Lali, que aprovecharía el haberme visto salir de «Las Adelfas» para seguir con su absurdo cotilleo sobre «la señora loca». No, sinceramente no creía que aquella pobre mujer se hubiera cargado a alguien. Lo único indudable es que había sido testigo de algún hecho extraño, quién sabía si del propio asesinato. Un testigo mudo e inabordable.

Conduje a toda velocidad hacia comisaría con aquella ridícula y pueril pregunta martilleándome las sienes: «¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?»

Sentarme a la mesa y blandir el teléfono fue casi la misma acción. Marqué el número de Pura, nuestra documentalista, tarea que tiempo atrás había desempeñado yo.

—¿El mal de Alzheimer, Petra? ¡Qué difícil me lo pones! Dudo que en nuestros archivos encuentre algo sobre ese tema. Pero si me dejas hacer un par de llamadas, puedo conseguirte información.

Debía reconocer que Pura tenía mucha más paciencia que yo cuando trabajaba en su departamento. Si alguien se hubiera descolgado preguntándome por un problema tan lejano a la práctica policial, lo más probable habría sido que lo enviara a documentarse al infierno.

Respiré profundamente y miré por primera vez a mi alrededor. Cartas, informes sin terminar, la inevitable convocatoria para la reunión papal y un aviso de llamada externa. Lo leí y me desesperé. Concepción Enárquez me daba un número de teléfono móvil y me pedía que contactara con ella lo antes posible. ¡Maldición! Creía haberme librado de aquel compromiso y lo único que había conseguido era cargar el peso directamente sobre mis espaldas. ¡Pues estaba yo como para líos de pantalones!

En ese instante, oportuno para mí, inoportuno para él, Garzón traspasó la puerta de mi despacho.

—¡Hombre, Fermín, a usted quería verle!

Llevaba su espantosa gabardina color mostaza en la mano. Antes de decir ni una sola palabra, la lanzó bruscamente sobre el perchero y lo derribó.

—¡Pero coño, ¿qué hace?!

Se dejó caer como un fardo sobre la silla.

—¡No me hable, inspectora, por favor!

Estaba descompuesto, pálido, serio, furioso.

—Si no quiere que le hable, ¿por qué viene a verme?

—No lo sé, ¿me ha entendido? ¡No lo sé!

Empecé a preocuparme. ¿A qué se debía semejante explosión? ¿Un ataque en toda regla de las Enárquez?

—¿Puede decirme qué ha ocurrido, Garzón?

—Ha ocurrido lo que estaba cantado que iba a ocurrir y no debería haber ocurrido nunca.

Dudaba de si sería capaz de aguantar un solo enigma más en aquel mismo día. Hundido, con la cabeza baja y apoyada entre las manos, se explicó con un tono arrastrado:

—Han matado a un muchacho del clan de los Carmona. Sin duda, la venganza de los Ortega se ha consumado.

—¡Joder!

—Se lo dije, ¿no es cierto?, le dije que este tipo de casos se complicaba y llegaba a ser imposible de resolver.

—Me lo dijo, sí. Y ahora ¿qué va a hacer?

—De entrada, meterlos a todos en la puta cárcel.

—Los periodistas lo colgarán del palo mayor. Sabe perfectamente que no puede hacer eso por las buenas.

—De acuerdo, pues que al día siguiente los saque el juez, pero de momento van a quedarse enchironados para que respeten la ley al menos una vez en su vida.

Se levantó sin más comentarios y salió. Su gabardina quedó en el suelo, junto al perchero caído. La recogí y enderecé el armatoste. No se me pasó por la cabeza ir tras el subinspector para hacerlo razonar. Cuando se ponía así, muy de vez en cuando, era como un búfalo enfebrecido dispuesto a trotar por la pradera arrasándolo todo a su paso. Comprendía además su arrebato de furia e impotencia. Las crónicas de muertes anunciadas que se hacen realidad ante tus propios ojos suelen sentar muy mal.

Me quedé trabajando en papeleos toda la tarde, asistí a la reunión del papa, de la que naturalmente faltaba Garzón, y decidí largarme pronto a casa. La encontré helada y conecté la calefacción. Eran los primeros fríos. Me puse un tremendo jersey que compré en Londres hace veinte años y que todavía conservo para los momentos más de depresión que de frío. Su calidez me abraza y reconforta como una madre. Cuando acaba su cometido lo devuelvo al armario y me olvido de su existencia, cosa que raramente puede hacerse con una madre. Me serví un whisky con hielo y puse música de Bach, que siempre relaja. Con ese ritual tan propio de la civilización occidental me creía lo suficientemente a salvo de contingencias como para pasar una velada tranquila. Pero me había olvidado de mi conciencia y del sentimiento de culpabilidad. Quedaba pendiente el recado de Concepción Enárquez reverberando molestamente desde mi mente. ¿Debía llamarla? No tenía ninguna obligación, aunque… ¿y si cualquiera de las dos hermanas había telefoneado a Garzón en algún momento de su magno cabreo con la consiguiente reacción por su parte? Sentía cierta predisposición a enmendar los errores del subinspector, síntoma de alguna enfermedad que debía cuidarme, así que la llamé.

Quería hablar conmigo y quedamos para desayunar juntas al día siguiente en una lujosa cafetería de la avenida Diagonal, donde ella me dijo que solían hacerlo cotidianamente.

¡Ah!, pensé, Garzón estaba desaprovechando la oportunidad de pasar una vejez cómoda y tranquila. Casado con una Enárquez, desayunaría todas las mañanas en la Diagonal, tendría un auténtico hogar y estaría cuidado a cuerpo de rey. Pero defendía su soltería como un león. ¿En aras de qué? De una poco espléndida jubilación y jornadas enteras de soledad. Pero no sería yo quien le señalara a mi compañero dónde estaban las claves del futuro. Allá él. Escucharía lo que aquella mujer tuviera que decirme y me libraría de ella con mi mejor savoir-faire.

Me sumergí una vez más en Bach, y el efecto terapéutico de la música fue tan intenso que hasta pude leer un libro sin que ningún ruido, mundanal o metafísico, volviera a interferir.