CAPÍTULO TRES

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Garzón llevaba instrucciones muy concretas en su inspección al club de golf. Aún me resonaba en la cabeza mi propia voz: «Las mujeres, Fermín, las mujeres. Fíjese bien en ellas, en todas las que se muevan por allí, especialmente en las empleadas de uñas largas. Infórmese de los hábitos de Espinet, de con quién se encontraba o citaba en el club, de con qué compañeros jugaba, de si compartía sus comidas en el restaurante. Pero, sobre todo, ojo a las mujeres.» Me sentía obligada a hacerle tanto hincapié porque estaba convencida de que Garzón seguía despreciando la hipótesis pasional como móvil del crimen. Él se aferraba todavía a algún descubrimiento de juego sucio en el marco profesional del muerto. Yo le dejaba pensar lo que quisiera, si bien no había llegado ningún dato sospechoso de la oficina de Sangüesa y la investigación financiera estaba a punto de darse por concluida.

Por mi parte, puse rumbo a «El Paradís» segura de que me tocaría pasar allí muchos ratos más. Iba pertrechada con un termo lleno de café; no estaba dispuesta a vagar por aquella maldita urbanización presuntamente paradisíaca con la sensación de encontrarme en pleno desierto.

Pasé el control de seguridad y saludé al guardia diurno. Ni siquiera me reconoció hasta que le dije quién era. Se puso en seguida a mi servicio para todo lo que pudiera mandar. Lo observé con ojo crítico. Parecía un tipo legal. Sin embargo, para poder descartar cualquier indicio de culpabilidad, había ordenado una investigación paralela en los entornos de ambos guardias. Los primeros datos con los que contaba se movían en la normalidad más absoluta.

Una vez dentro del recinto respiré el aire con placer. Eran las once de la mañana y el sol ya otoñal deparaba un ambiente agradable. Las hermosas casas y los jardines cuidados completaban un cuadro idílico. Se respiraba una quietud envolvente. Di una vuelta por los amplios caminos. Las chachas, casi todas de nacionalidad extranjera, paseaban los cochecitos de los bebés o se sentaban a charlar entre ellas mientras los niños pequeños jugaban en grupos. La sensación que había experimentado la mañana del crimen era falsa. No podía decirse que aquél fuera un lugar paralizado y muerto al que sólo se acudía a dormir. Al contrario, se hallaba lleno de actividad, sólo que ésta era el reverso de la que agita diariamente las calles y los despachos de la ciudad. Allí permanecían los que aún no se habían incorporado al mundo de máximo follón, los que no protagonizaban la batalla urbana diaria. Amas de casa, jóvenes mamás, niñeras, asistentas y niños que jugaban y crecían.

Me senté en un banco de los que bordeaban el camino principal. Me embutí bien en la gabardina y coloqué la cara hacia el sol, cerrando los ojos. ¡Ah, podría haberme dormido en aquel mismo momento! Una brisa ligera me desordenaba los pelos del flequillo. Me llegaba el rumor de las hojas en los árboles, el ruido impreciso y alegre del juego infantil. Pensé que no existía ninguna razón real para afanarse absurdamente. Todas las mañanas, mientras todos nos ajetreábamos en Barcelona como si nos persiguieran las Furias, allí, justo a unos pocos kilómetros de distancia, los niños se pasaban la pelota riendo y las amas de casa meditaban qué menú servirían para cenar. Vi cómo una niñera negra corría tras un minúsculo rebelde que, a carcajada limpia, había emprendido una loca carrera senda abajo.

Bien, aquel rato de relax debía justificarse con un poco de trabajo. Recapacité sobre cuál había sido la razón que me había impulsado a llegar hasta «El Paradís». Estábamos atascados, era un hecho. Si el conjunto del crimen escapaba a nuestra comprensión, habría que parcelar sus componentes e intentar aclararlos paulatinamente. ¿Por qué parcela comenzar? ¿Con quién era necesario volver a hablar? ¿Debíamos elaborar diversas hipótesis y barajarlas convenientemente? Me hallaba sumida en el despiste más fenomenal, y la época de los primeros descartes y las investigaciones previas estaba durando demasiado. Una oleada de desánimo me anegó. Cerré los ojos de nuevo, me dejé ir. Tenía sueño.

Un sobresalto repentino me hizo incorporarme con fuerza. Me había dormido. Lo supe al tomar conciencia de que una mujer estaba cerca, me tocaba la rodilla, me hablaba.

—¡Petra, inspectora Delicado!, ¿se encuentra mal?

Malena Puig estaba frente a mí, mirándome con cara preocupada. Di un bote y me puse en pie como si alguien me hubiera pescado incumpliendo el deber.

—¡Lo siento, inspectora!, ¿la he asustado?

—No, no, estoy bien. Me había quedado dormida. ¡Qué absurdo!

—Supongo que debe de ir siempre falta de sueño.

—No especialmente esta vez. Creo que estoy envejeciendo.

—¿Puedo ofrecerle un café?

Recordé el termo de café que había dejado en el coche. Era verdad que estaba envejeciendo. ¡A quién se le ocurre acarrear provisiones en una investigación!

—Ofrézcame ese café porque me temo que lo voy a aceptar.

Caminamos por el sendero hasta llegar a «Los Ibiscus». Malena, solícita, abrió la puerta y me invitó a pasar.

—¿Y su hijita?

—Está paseando con la asistenta.

—Es una niña guapísima.

Sonrió, tan azarada como si hubiera alabado su belleza personal. Pasamos al salón, que estaba arreglado y limpio. El sol se colaba por las cristaleras de cuarterones blancos. Me gustaba la decoración alegre y armónica, poco pretenciosa. En algunos jarrones se veían flores frescas.

—Tiene usted una casa muy agradable.

—Bueno, éste es mi único reino. No me muevo mucho fuera de aquí.

—Le aseguro que aquí está muy tranquila.

—¿De verdad piensa eso?

Se alejó tras la enigmática pregunta, sin duda en busca del café prometido. Contemplé el salón con detenimiento. Sobre una cómoda se alineaban varias fotos familiares. Me levanté para observarlas de cerca. Eran ampliaciones de diversos tamaños enmarcadas en plata. En ellas aparecían los tres niños, en grupo y por separado. Los dos muchachos morenos y fuertotes, la deliciosa rubia sentada entre ambos. Malena sonreía desde otra, junto a su esposo. Un viaje a Egipto del matrimonio, un bebé irreconocible en su cuna, la familia al completo frente a un árbol de Navidad…

—¡Vaya, mirando mis trofeos familiares!

Estaba de vuelta, con una gran bandeja en las manos.

—No he podido resistir la tentación de cotillear.

—Pues no creo que haya encontrado nada demasiado interesante. ¡Una mujer policía, con una vida llena de riesgo y aventura!

—Seguro que ya le han dicho alguna vez que nuestro tipo de vida no es exactamente como se ve en el cine.

—En cualquier caso, será menos convencional que el de una familia como la mía.

—Su familia provocaría la envidia de cualquiera.

Ataqué una de las estupendas pastas que había traído y bebí el buen café con crema que colocó a mi alcance.

—¿Está suficientemente fuerte el café?

—Está muy bueno. Si le cuento algo se va a reír de mí. ¿Sabe lo que hice esta mañana antes de venir? Me preparé un termo lleno de café. Lo llevo en el coche.

Soltó una alegre carcajada. Con su media melena castaña, sin maquillar, con tejanos y zapatos deportivos, parecía una alumna de instituto.

—Eso me parece genial. ¡Ah, nunca podré olvidar el desespero de sus compañeros el día del crimen! Era una reacción muy representativa del síndrome de la ciudad. Uno llega a un sitio tranquilo y teóricamente idílico como éste, respira el aire puro, se deshace en alabanzas hacia la naturaleza y la paz y cinco minutos más tarde está soltando tacos porque no puede tomar ni un simple café.

Me eché a reír. Malena tenía gracia, sentido de la ironía y el humor. Mejor para ambas, quizá había encontrado una fuente de información ideal para internarme en las profundidades del caso.

—¿Ya han interrogado a Inés? —preguntó como si leyera en mi pensamiento.

—Sí, por fin pude verla ayer.

—¿Y qué tal está?

—No muy bien. No parece animada a volver a su casa.

—Eso no me sorprende.

—¿Por qué?

—Inés es una chica… ¿cómo definirla?… un poco infantil.

—Yo la catalogué como inmadura.

—Es una palabra más severa, pero la califica mejor que infantil. Ella es… digamos que se ahoga en un vaso de agua. Nunca ha sido capaz de soportar la más mínima contrariedad. No quiero ni pensar qué sucederá ahora que Juan Luis ya no está. Dependía completamente de él, le consultaba hasta los más pequeños detalles, incluso de la tienda. Supongo que ahora pasará a depender de sus padres. ¡Si pudiera convencerla para que vuelva a su casa…!, pero no creo que quiera hacerme caso.

—¿Ha hablado con ella?

—Sólo por teléfono, pero se niega a escuchar ningún consejo. Si sigue por ese camino, antes de que pueda darse cuenta su vida se habrá desmontado por completo. Despedirá a esa estúpida chica filipina y pondrá «Las Margaritas» en venta. Después continuará siempre al amparo de papá y mamá.

—Por cierto, ¿dónde está la estúpida chica filipina?

—¡Ja! Inés la tiene aquí para que teóricamente cuide de la casa y lo que hace es andar todo el día de un lado para otro con tal de no quedarse sola. ¡Está aterrorizada! Cree que en cualquier momento el asesino va a volver para pegarle un par de puñaladas justamente a ella.

—¿Sabe que es la única testigo que oyó algo fuera de lo normal?

—¡Sí, claro que lo sé! Vino a contármelo personalmente. Piensa que la pobre señora Domènech vio al asesino o que ella misma mató al pobre Juan Luis. «¿Adónde vas, pajarito?» ¡Es ridículo!

—¿También le contó eso?

—A mí y a todo el que quiera escucharla. Lali nunca ha sido el colmo de la discreción.

—¿Sabe dónde puedo encontrarla ahora?

—Sí, estará cotilleando con las demás chicas, advirtiéndoles que un asesino anda suelto y las quiere atrapar.

—Entiendo lo que quiere decir.

Me levanté y le di las gracias por el café. Nos estrechamos la mano cordialmente.

—¿Volverá alguna vez más por aquí?

—Me temo que más de una vez.

—En ese caso, no es necesario que traiga un termo lleno de café. La invitaré si viene a verme.

Cuando ya se disponía a cerrar la puerta la llamé con un gesto girando sobre mis talones:

—Malena, se me olvidaba preguntarle algo. ¿Inés y Juan Luis se llevaban bien?

Arqueó las cejas en un gesto de mínima sorpresa. Se estiró la camiseta haciendo resaltar sus pechos pequeños y bien formados.

—¿Quiere decir como pareja? Sí, claro que sí, tienen dos niños preciosos. ¿Qué le hace suponer que no era así?

—Nada, una hipótesis de trabajo.

La saludé con la mano y me alejé hacia la zona de chachas y niños. ¿Cómo catalogar la respuesta de Malena Puig, cómo analizarla? El pequeño retraso al comenzar a hablar, la casi imperceptible elevación de las cejas, el tópico de los niños preciosos que nada significa en sí mismo. No quise, sin embargo, exigirle ninguna precisión con nuevas preguntas, necesitaba que depositara su confianza en mí, era la interlocutora ideal para hablar sobre el mundo cerrado de «El Paradís». Además, me caía bien, no constituiría un esfuerzo interrogarla.

Impuse cierto ritmo ligero a mi paso sin dejar de pensar. Empezábamos a desentrañar la madeja de personalidades que necesitábamos como cañamazo. Inés Espinet era una mujer bonita, inmadura, dependiente y con tendencia a no saber qué hacer con su vida. Jordi Puig era trabajador, eficiente, luchador y poco brillante en sociedad. Malena parecía razonablemente feliz, extravertida y amable. La pareja compuesta por los Salvia estaba poco definida aún. En cualquier caso, cuando tuviéramos varias ideas sobre todos sus allegados estaríamos en disposición de saber cómo era la víctima en realidad.

Avisté a las chachas junto a los niños. Un grupo charlaba, el otro jugaba. Casi al llegar a la plaza redonda en la que se encontraban pasó por mi lado la niña de los Puig junto a su niñera. La habría reconocido entre mil: ojos grandes, rizos rubios despeinados y un modo gracioso de andar. Me acerqué y sonreí, percatándome inmediatamente de que no tenía la menor idea de cómo abordar a un niño.

—¡Hola, guapísima! —dije con una torpeza cursi que a mí misma me horripiló.

La chacha supo en seguida quién era y le dio a la niña un empujoncito en la espalda, impulsándola hacia mí.

—Mira, ¿te acuerdas de la señora?

Los ojos de la pequeña me enfocaron con muy poca fe, pero de pronto se abrieron un milímetro más y esbozó una sonrisa vergonzosa. No podía creerlo, ¿de verdad me recordaba?

—Dale un besito a la señora.

Ni dudó ni se hizo de rogar. Dio un saltito con las dos piernas a la vez y estiró los brazos hacia mí. Me agaché y dejé que me besara. Tenía helada la minúscula nariz. La apreté fuerte, riendo como si me hubiera dado un ataque de irrecuperable imbecilidad.

—¡Eres la niña más preciosa que he visto en mi vida!

Me arrepentí en seguida de aquel arranque pasional. Lo que había dicho era demasiado enfático y la niña podía asustarse. Pero no se asustó. Como si fuera ella quien dominara la situación, desvió la mirada y me señaló algo. Era un perro que se aproximaba caminando con su dueño.

—Mira —dijo con una voz curiosamente enérgica.

—¡Ah, sí, un perro, un perro muy guapo! Va con su amo, van a pasear. A los perros les gusta mucho pasear. Pasean como tú con tu mamá, ¿no es cierto?

La niña asentía con atención y seriedad. La que no parecía comprender muy bien a qué venía mi perorata extemporánea era la asistenta, que me miraba con cara de extrañeza. Sin duda estaba haciendo el ridículo de modo lamentable.

—Bueno, querida, tengo que marcharme, ¿nos veremos otra vez?

—Sí —repuso simplemente aquella deliciosa criatura.

Se despidió agitando en el aire una mano en miniatura. ¡Ah, me encontraba en estado de levitación y no sabía por qué! Aquella niña tan pequeña, aquel ser tan insignificante, ponía en estado de alerta alguna fibra desconocida que palpitaba en mi interior. Pero es que era tan bonita, se movía con tanta gracia… y no parecía nada mimada, además. No, Malena Puig no sólo destacaba en la preparación de bizcochos y café, también sabía cómo llevar a cabo un buen trabajo educacional. Muy curiosa mi reacción, hasta aquel momento los niños siempre me habían parecido un estadio previo a lo propiamente humano sin el más mínimo interés. Sin embargo, a partir de ahora me vería obligada a reconocer que en algunos casos no estaban nada mal.

Pensando en tonterías había pasado de largo la plazuela. Me recriminé a mí misma tanta distracción, no estaba la cosa como para dejarse llevar por sensiblerías. Retrocedí y pregunté por Lali a una de aquellas chicas. Señaló unos bancos más apartados donde se sentaban varias criadas filipinas y, en efecto, allí se encontraba Lali. Me vio acercarme e interrumpió lo que instantes antes se habría dicho una conversación animada. Noté que se replegaba como si quisiera ocultarse bajo su propia piel.

—¿Qué hay, Lali, podemos hablar?

Sus tres contertulias se levantaron con cara de espanto y se largaron sin decir ni adiós. Lali quedó sola en el banco, alarmada y a la defensiva como un pequeño animal cazado.

—Sólo quiero que vuelvas a contarme lo que ocurrió la otra noche. Terminaremos pronto.

—Ya se lo conté. También lo conté en una oficina y firmé un papel.

—Fuiste a comisaría e hiciste tu declaración. También declaraste ante el juez. ¿Es eso?

—Sí, un señor gordo que olía mucho a colonia.

¿García Mouriños, le habían adjudicado la instrucción al juez García Mouriños? No podía ser otro, la descripción de la filipina no pecaba de pormenorizada, pero el dato de la colonia era significativo. El juez siempre apestaba a colonia como un bebé recién bañado.

—¿Llevaba barba el juez?

—Sí —contestó con cierta desconfianza muy natural, dada mi pregunta.

—Bien, ya sé a quién te refieres, es un buen hombre y un buen juez. Cuéntame lo que le dijiste a él.

—¿Todo?

—Todo.

—A usted no quiero.

—¿Por qué?

—Porque le contó lo del pajarito al marido de la señora loca y ahora me mira con malas miradas. La señora loca me matará a mí también.

Se echó a llorar como una niña frente a un monstruo. Casi gritaba. La miré sin saber qué hacer. Estaba perdiendo el tiempo. Malena Puig llevaba razón, en la cabeza de aquella chica no ahondaba un pozo de materia gris. Por culpa de sus aspavientos se acercaron hasta nosotras dos o tres domésticas más. Me observaban con antipatía. ¿Por qué la policía escogía a tranquilas chicas como ellas para excederse en sus deberes? Acariciaron a Lali, la consolaron con cariño solidario mientras sus ojos me maldecían con sólo mirar. Decidí largarme de allí antes de que alguien me lanzara la primera piedra sin preguntar por mi culpabilidad. Al volverme descubrí que, Rosalía, la niñera de los Puig, seguía la escena desde lejos. Me sonrió y se lo agradecí, al fin alguien era capaz de no ver a una arpía en mi pellejo.

—Esa chica ha conseguido hacer que me sienta fatal —le dije.

—¿Lali se ha puesto a llorar? ¡No haga caso, Lali siempre se pone a llorar!

—¿Os conocéis?

—Nos conocemos todas.

Sin duda, las criadas tenían su propio mundo paralelo en «El Paradís». Eran amigas, se comunicaban, libraban sus luchas de preponderancia o poder según la nacionalidad y se hacían confidencias sobre las familias para las que les había tocado trabajar. Me habría encantado meter la nariz allí.

—¿Qué le ha contado Lali? —preguntó la ecuatoriana con ganas de cotilleo.

—Está empeñada en que la señora Domènech es una asesina.

—No es extraño que diga eso, inspectora, la señora Domènech da un poco de miedo. A veces está sentada en el jardín de su casa y cuando te ve pasar dice cosas extrañas. Parece que esté embrujada.

—Tonterías, la señora Domènech está enferma.

—Algunos locos matan, aun sin querer.

Escudriñé los hermosos ojos oscuros de la mujer. ¿Era su actitud una simple superstición o intentaba decirme algo?

—¿Tú viste algo esa noche?

Se asustó.

—No, le aseguro que no.

—¿Habías oído decir a la señora Domènech en alguna oportunidad algo así como: «¿Cómo estás, pajarito, adónde vas?»?

Volvió a negar, haciendo oscilar con el ímpetu del gesto los pequeños dijes étnicos que lucía en las orejas. Era posible que todas aquellas muchachas atesoraran una gran cantidad de información, pero iba a resultar muy difícil hacerse con ella. Intenté al menos un acercamiento a asuntos generales.

—¿Puedes decirme qué tipo de chica es Lali?

—Las filipinas no hablan muy bien español, pero Lali es buena, es muy buena. Sólo un poco exagerada. Con las alegrías está muy alegre y con las penas llora mucho.

—¿Está casada?

—No, pero yo sí.

—¿Tú estás casada?

—Sí. Mi marido quedó en Ecuador y mi hijo también.

Sacó del bolsillo de la bata una foto que debía de llevar siempre consigo y me la mostró con ademán orgulloso. Era un indiecito moreno, de ojos redondos y curiosos que no aparentaba mucha más edad que la niña de los Puig.

—¡Es muy guapo!

Curioso mundo, complicado. Aquella mujer tenía su propio hijo a miles de kilómetros y cuidaba de una niña que no era suya.

—Mando dinero todos los meses y cuando pasen dos años a lo mejor ya puedo ir para allá.

Le devolví la foto, algo incómoda por mi calidad de ciudadana del primer mundo. Una brisa vino a desordenar mechones de nuestro pelo. El otoño empezaba a anunciarse en serio. Me despedí, sumida en reflexiones sobre la injusticia del mundo que nunca llegarían a una conclusión.

En comisaría me esperaba una sorpresa con muy poca variación de género, otra mujer. Me lo advirtió el guardia de la entrada, al que no dejé terminar. Como contrapartida del destino, la mujer que me esperaba no me dejó ni empezar a mí. Estaba sentada junto a la puerta de mi despacho y, en cuanto me echó la vista encima, pegó un bote y se puso a hablar. Dolores Carmona, se presentó. Reconocí a la gitana que había visto más de una vez persiguiendo a Garzón y no me alegró en absoluto que quisiera hablar conmigo. Era alta, morena, muy guapa, con los ojos pintados al khol y una gran cruz de oro en el escote. Supuse que, apostadas en las cercanías de comisaría, aguardaban su salida varias mujeres más. Siempre iban en grupos.

—Inspectora, he venido a confesar —espetó sin demasiados preámbulos.

Buen comienzo, pensé. Sabía por el subinspector que en el caso de las familias gitanas menudeaban las confesiones de todo tipo, así que sin tomármela muy en serio, respondí:

—¡Magnífico!, pero creo que el subinspector Garzón no ha llegado todavía.

—Lo que tengo que decir quiero decírselo a usted.

—¡Adelante, siéntese, la escucho!

Puso cara de actriz a punto para la representación y escogió un registro claramente trágico para decir:

—Mi hermano Manuel Carmona fue quien mató al mayor de los Ortega. En un arrebato, no lo hizo para hacer daño.

Encendí un cigarrillo con parsimonia. Que alguien matara sin el propósito de hacer daño era un razonamiento exculpatorio lleno al menos de originalidad.

—Esa confesión está muy bien, pero tengo entendido que ya ha habido otras confesiones ante mi compañero.

—Eran confesiones de gente sin nuestra sangre. ¿Cree que le iba a dar el nombre de mi propio hermano si no fuera verdad? Poco conoce usted a los gitanos.

—¿Por qué no viene él en persona?

—El vendrá, pero primero quería decírselo yo.

Me quedé un tanto mosqueada ¿Y si estaba haciéndome una auténtica declaración y yo no la tomaba en serio?

—Será mejor que espere al subinspector. Yo no estoy muy al corriente del caso.

—Su subinspector no tiene buen corazón, y a un hombre así no se le da el nombre de un hermano.

La cosa se complicaba. No veía la manera de diferirla en algún sentido.

—Entonces, ¿por qué no habla con el comisario Coronas?

Se impacientó y con auténtica gracia me dijo:

—Oiga, ¿usted es policía de verdad o está aquí por afición?

Improvisé una salida de emergencia. Yo escribiría cinco o seis líneas con su declaración y cuando su hermano viniera haríamos el documento oficial. Aquello pareció convencerla. Redacté un párrafo mínimo en el ordenador y Dolores Carmona se avino a firmarlo. Luego me miró con simpatía.

—Siempre se llega a una solución entre mujeres. ¿Quiere que le lea la mano o prefiere que le eche las cartas de tarot? He traído una baraja. No soy una profesional, pero tengo conocimientos. Además, tengo la ayuda de Dios. Los gitanos creemos mucho en Dios.

—No, gracias, no quiero saber lo que pueda pasarme.

—¡Sí, mujer, si es un regalo! Será sólo un momento.

Sacó una baraja del bolsillo. La posibilidad de que alguien entrara en el despacho y me encontrara en animado póquer futurológico con aquella mujer me dejó helada. Le extendí la mano como mal menor. La asió con fuerza y volvió la palma hacia arriba. Se concentró en un esfuerzo voluntarioso. Utilizaba un gesto tan convincente que parecía tener fe real. Me encontraba violenta y con sensación de ridículo, pero temía ofenderla y la dejé hacer.

—Vamos a ver. Es usted una mujer que lo ve todo negro muchas veces, y le gusta estar sola. ¿Vamos bien?

Había empezado a escucharla con algo parecido al interés, pero tuve que disimular.

—Si se diera un poco de prisa iríamos mucho mejor.

—Ha tenido usted hombres pero en este momento no le apetece tener más. Le gusta su trabajo y su vida le gusta también, pero se ha dejado cosas atrás que ya nunca las va a tener. Ya las perdió.

Era absurdo, pero el corazón me latía aceleradamente y empecé a respirar con dificultad.

—No siga, por favor —le dije muy seriamente.

—¿No quiere saber?

—No me dice lo que me interesa.

—Sólo puedo leer lo que está ahí.

—Pues entonces dejémoslo.

Se encogió de hombros, como presentándome sus condolencias por tener una mano tan poco lucida. Luego volvió a la salmodia de recomendaciones para que no olvidara la culpabilidad de su hermano. Por fin la vi marchar con alivio. Me enfurecí, es el colmo que alguien pretenda interpretar tu vida en una sobria dependencia policial. ¡Ha perdido cosas que ya nunca tendrá! ¡Menuda adivinación, como si la vida consistiera en algo distinto de dejar cosas atrás continuamente! Me sentía alterada y de un humor horrible. Incluso estuve a punto de salir y pegarle una bronca al guardia que había dejado entrar a aquella mujer. Pero me decanté por serenarme. Aquella noche me iría al teatro, o mejor, llamaría a alguna de mis amistades masculinas para solazarme. Debía atajar de alguna manera todo aquel flujo indeseable de corrientes sentimentales que amenazaban con desbaratar mi férreo control interior.

Tal y como me había propuesto, me puse a trabajar en el caso Espinet. Tomé un fajo de folios y empecé a escribir. A mano, los conceptos se reflejan con más facilidad que en aquella jodida máquina parpadeante del ordenador. Pergeñé los retratos psicológicos que había planeado y me sentí algo mejor. Cuatro hojas sobre el conocimiento psicológico de un individuo no está nada mal. Ojalá pudiera haber hecho lo mismo con mi propia personalidad. En ese momento entró el subinspector, pimpante como un repollo recién cortado.

—¡Hola, inspectora, ya estoy aquí!

—Ya le veo. Han pasado cosas durante su ausencia.

—¿Caso Espinet?

—Caso «gitanos». Tiene usted una confesión.

—¿Otra?

—Esta vez podría ser verdad. Lea este papel.

Echó una mirada rápida a la declaración no oficial de Dolores Carmona.

—¡Vaya, han cambiado de táctica!

—¿Qué quiere decir?

—Tendría que mirar el expediente del caso otra vez, pero estoy casi seguro de que el tal Manuel Carmona es menor de edad.

—¿Inculpan del crimen a un menor?

—Así nos dan carnaza, una carnaza que no se puede procesar por asesinato. Pretenden que los dejemos en paz.

—Debí imaginármelo.

—Lo malo de haber aceptado la confesión es que ahora habrá que seguir el curso legal y hacer toda la pantomima: interrogar al menor, tomarle declaración, comprobar lo que dice… perder el tiempo.

—Lo siento, subinspector.

—No podía usted hacer otra cosa. Este caso es un desastre. Intentamos vigilar al clan de los Ortega para que no se produzca una venganza, pero es imposible, se producirá. No sólo no resolveremos el caso, sino que habrá otra muerte, ya lo verá.

—¡Joder, hay cosas que te hacen sentirte impotente! ¿Le ha ido bien por lo menos en el club de golf?

—He tenido una simpática reunión. Mateo Salvia y Jordi Puig estaban allí. Se reúnen a jugar un día a la semana. Juan Luis Espinet solía hacerlo también.

—¿Han podido hablar?

—Sí, aunque…

Garzón se interrumpió porque sonó mi teléfono. Era el encargado de la centralita. Preguntaba si el subinspector estaba en mi despacho, una señora quería hablar con él. Me adelanté a la pregunta que sin duda se iba a producir:

—¿Cómo se llama la señora?… Concepción Enárquez —dije en voz alta mientras observaba cómo la cabeza de mi compañero empezaba a dibujar una ceñuda negación.

—No, no está aquí.

La señora insistía en hablar conmigo a falta del subinspector. Accedí, no tenía muchas más opciones. Mientras contestaba, la cara de Garzón iba adquiriendo tintes cada vez más oscuros.

—¿Una cena mañana?… ¡sí, por qué no! No se preocupe, yo se lo diré. Sí, está muy ocupado, pero un sábado puede librar. ¿Él tiene la dirección? ¡Perfecto, a las nueve estaremos ahí!

Colgué y le hice un gesto tajante a Garzón.

—¡Ni una palabra, Fermín! Usted me metió en esto para que lo librara del pretendido acoso sexual, ¿cierto? Pues habrá que hacer algo distinto de huir, que es lo que ha estado haciendo usted sin muy buenos resultados hasta el momento. ¿Lo deja en mis manos?

—Pero es que acudir a su casa es meterse en la boca del lobo.

—Es una manera de normalizar la situación. Unos amigos que se encuentran tras las vacaciones, y en paz. Una vez allí ya se me ocurrirá algo que deje las cosas claras. Comentaré que es usted un hombre entregado exclusivamente a su profesión…

—Quedaré como un gilipollas.

—Pues les aseguraré que se encuentra traumatizado desde que su esposa falleció.

—Más gilipollas aún.

—¡Bueno, pues les diré que estamos liados usted y yo!

—¡Ah, no, inspectora, eso sí que no!, ¡no me haga montar números porque no es la ocasión!

Me cuadré. No podía seguir consintiendo que mi despacho se viera repetidamente dedicado a usos espurios: el consultorio de una pitonisa, un lugar para citas galantes…

—¡Basta, subinspector, estamos aquí para trabajar! Hágame inmediatamente un informe oral de sus pesquisas en el club de golf.

—¡A sus órdenes, inspectora! Hablé con los dos amigos de la víctima. Jordi Puig aseguró que Espinet no era mujeriego, pero Mateo Salvia lo dudó. Dijo tener la impresión de que la víctima echaba algunas canas al aire.

—¿Le explicó por qué tenía esa impresión?

—Dejaba de acudir algunos de los días de cita al club de golf y no daba explicaciones, y hasta en una ocasión le pidió que no comentara esas ausencias con su mujer.

—¿Y eso es todo?

—Según él, sí.

—No me lo creo, debe de saber algo más. ¿Qué le pareció el tal Salvia?

—¡Bah, un tío superficial!

—Habrá que indagar para saber cómo es en realidad. Dentro de una hora tengo una cita con su mujer. Quiero que haga algo mientras tanto, Fermín, comunique con el Departamento de Inmigración y que le pasen los datos de Lali Dizón: cuándo llegó a España, si está legal, de dónde proviene. Lo habitual.

—¿Sospecha de la chacha filipina?

—¡Y yo qué sé! No sospecho de nadie, o sospecho de todos. Cualquier salida de este caso parece tapada por una pared.

—Todo es cuestión de perseverar.

—A veces se persevera en el error.

—¡Dígamelo usted a mí! —exclamó mi compañero como extraño colofón.

Y bien, tal y como estaba previsto, una hora más tarde me hallaba en presencia de Rosa Salvia, el mismísimo crack, según definición de Malena Puig. No todos los días se encuentra una frente al prototipo de mujer adulta, independiente, triunfadora y dueña de su voluntad, y Rosa lo era, se advertía en seguida al verla en su despacho de la calle Muntaner. Entré en él, me senté y Rosa en seguida me recibió. Entonces pude ser testigo de una pequeña muestra de su poder y actividad. Aún antes de que empezáramos a hablar, llamó por teléfono, la llamaron, se presentó la secretaria con unos papeles para firmar, sonó el fax y escupió más papel, la volvieron a llamar, tecleó nerviosamente en el ordenador para enviar un e-mail. La llamaron por tercera vez. Al fin, estirando de las solapas de su bonito traje color cereza, se puso en pie y dijo:

—¡Esto es una locura! ¿Quiere que salgamos de aquí a ver si conseguimos hablar?

Asentí. Cogió un bolso en bandolera y enfilamos la salida dejando a todos aquellos ingenios de la comunicación reclamando atención a la vez.

—Una mujer importante —apunté.

—¿Eso le parece? Si fuera importante de verdad, tendría doce secretarias filtrándome las llamadas. Todo el mundo sabría que no puede dirigirse a mí directamente. No es mi caso, ya lo ve.

Caminamos por el pasillo y de repente me sorprendió diciendo:

—La invito a comer en mi club.

—¿Dónde está su club?

—Aquí al lado. Es el gimnasio Amazonics. Tiene un restaurante que no está mal.

Acepté. ¿Por qué no? Confraternizar con los testigos no es muy riguroso, pero tampoco se trataba de un testigo estricto. Entramos en las instalaciones de aquel selecto club exclusivamente femenino y pude comprobar que el hecho de nacer mujer no sólo comporta oprobios y tragedias. Era un lugar moderno, lujoso pero funcional, con acero y mármol como principales materiales de construcción. El restaurante resultaba de una sobriedad decorativa total.

—No se haga ilusiones —me previno—. Todo lo que se puede comer aquí es bajo en calorías, pero al menos estaremos tranquilas.

Me dejé aconsejar sobre el menú y cuando vi lo que había pedido estuve cerca de arrepentirme. Una pechuga de pavo blanca como la nieve se veía abrigada en su desnudez por un montoncito de verduras variadas. Las probé. Estaban casi crudas. Supe en seguida que, aunque hubieran admitido caballeros, aquél no era un buen lugar para invitar al subinspector.

—¿Le gusta, inspectora, o prefiere que le pida una hamburguesa con arroz integral?

Mi anfitriona debía de pensar, quizá rozando lo cierto, que no me hallaba acostumbrada a tanta sofisticación y que echaba de menos las lentejas con chorizo más propias de mi clase.

—No, no, está muy bien. Muy sano, además —respondí como si comer fuera sólo un deber de supervivencia.

—Es un sitio agradable, casi una obligación para mí. Si acudiera a todas las comidas de negocios que aconseja el trabajo, estaría como un tonel. Vengo aquí, hago pesas o nado, como algo ligero, y ¡a trabajar de nuevo hasta las ocho o las nueve!

—¿Su marido no protesta?

—Él llega a la misma hora que yo. Además, es difícil reprocharse el verse poco porque no nos vemos nada. No hay tiempo material.

Rió atacando una judía verde como si fuera jabugo. Me contó que su empresa tenía aún un tamaño mediano, pero llevaba un acelerado ritmo de expansión. Según su versión, trabajaba tantas horas porque se trataba de un momento especialmente crucial. No la creí, cuando uno trabaja con semejante pasión es muy difícil encontrar el punto idóneo para aminorar la marcha. Rosa era una mujer que se esforzaba por tener lo que ya habría tenido sin necesidad de esforzarse. Su marido trabajaba en la empresa de su padre y algún día llegaría a heredarla. El dinero no debía de faltarles. Sin embargo, la ambición de aquella chica era fácil de entender para mí. Creaba algo por sí misma y pasaba a la acción. ¡Por un poco de acción había abandonado yo mi trabajo de abogada! Claro que en mi caso las cuestiones económicas fueron a peor con el cambio, un síntoma claro del poco sentido práctico de las mujeres de mi generación.

—Quiero hacerle algunas preguntas.

—¿Va bien la investigación? ¿Ya tienen una lista de sospechosos?

—Estamos intentando poner cada cosa en su lugar; por ejemplo, la personalidad de la víctima.

—¿Es eso lo que quiere preguntarme?

—Estoy convencida de que usted puede decirme cómo era Juan Luis.

—Resulta complicado, cada uno tiene una percepción distinta sobre los demás. Hay algo indiscutible, sin embargo, Juan Luis era el número uno en todo, eso se lo dirá cualquiera: guapo, brillante, batallador, con éxito en su trabajo, equilibrado mentalmente…

—¿Era buena persona?

—Sí. Tenía fama de no haber hecho malas pasadas a nadie para subir.

—Ventajas de empezar desde arriba.

—Es un modo de verlo.

—Rosa, ¿piensa que Juan Luis le era fiel a Inés?

No le sorprendió la pregunta.

—Alguna vez lo he pensado yo también. La pobre Inés es tan sosa… Aunque no creo, la verdad, él aparecía ante todos como un hombre íntegro y moral. Estoy segura de que no tenía ninguna amante fija. No se habría jugado su prestigio y su familia por algo así. Otra cosa es que pudiera ligar en alguna ocasión, un viaje de negocios, un congreso… supongo que todos los hombres hacen cosas por el estilo.

—¿Cree que su marido también las hace?

—¿El mío? No sé, quizá. No me importaría si lo hiciera, el hombre siempre está más cerca de la naturaleza animal. De cualquier manera, los Espinet se llevaban bien. Juan Luis era muy convencional en algunos aspectos, le gustaban las mujeres tradicionales, dependientes y con pinta angelical.

—Por eso era feliz con su esposa.

—¿Usted está casada, inspectora?

—Me casé dos veces y dos veces me divorcié. No creo que vuelva a casarme de nuevo.

—¿Tiene hijos?

—No.

—A veces pienso que sólo las mujeres que no tenemos hijos podemos llegar a ser alguien.

—Hay quien, aun con hijos, consigue grandes cosas.

—¡A costa de perder la salud! Aunque no haya tenido hijos, no los echo de menos, ¿y usted?

Estuve tentada de interrumpir la conversación en aquel punto. Todo aquello me parecía demasiado personal. Luego pensé que la vida me había apartado en exceso del mundo femenino y por eso me chocaba su manera franca de hablar. Decidí contestar sin caer en la confidencia:

—No lo sé, ¿cómo puede echarse de menos algo que se desconoce?

Asintió con una sonrisa y nos quedamos frente a frente sin saber qué añadir. Aproveché para disculparme y marcharme, ya tenía lo que quería, una opinión sobre Espinet y una aproximación al modo de ser de Rosa. Sin embargo, un sentimiento de frustración creció en mí, la misma que había sentido tras los interrogatorios de todos aquellos testigos. Era como quedarse a medias, como no penetrar en algo que se insinuaba con claridad. ¿Eran todos ellos sospechosos? ¿Alguien de entre sus amigos, quizá su propia mujer, había pagado a un asesino para que se cargara a Juan Luis? Aquella sospecha imprecisa, casi irracional, se me había metido entre ceja y ceja a raíz de mis entrevistas con el grupo de «El Paradís». Todo era tan perfecto, tan normal, que parecía ocultar una realidad menos apacible. Sólo me faltaba interrogar en solitario a Mateo Salvia, pero dudaba que él pudiera abrir alguna puerta trascendental. Su testimonio sería uno más en la misma línea, estaba casi convencida. ¡Santo Dios!, ¿cómo interrogar a sospechosos que no lo eran sobre hipótesis que no se planteaban claramente? ¿Qué esperar de semejante estrategia errática? ¿Cómo llevar adelante una investigación sin más pistas que un arañazo y una pisada en el barro? ¿Y si estábamos rizando el rizo y el asesino era un simple ladrón al que Espinet sorprendió? Eran demasiados interrogantes sin respuesta para el tiempo que llevábamos en la investigación. Aquello no presentaba visos de arrancar y tomar un camino razonable. Estábamos encerrados en un círculo, como encerrados estaban los habitantes de «El Paradís».

La teoría detectivesca dice que cuando las aguas están estancadas es necesario removerlas para que afloren cosas a la superficie. Hacer eso es relativamente sencillo en ambientes de delito y marginalidad, pero que alguien me explicara cómo pueden removerse las aguas sosegadas y limpias de aquel estrato social instalado en la comodidad y la discreción como en terreno propio. Es fácil dar una patada en una charca hedionda, pero acercar un pie al lago de los cisnes es otra cuestión.

Apunté en mi libreta de retratos psicológicos: «Rosa Salvia. Mentalidad práctica y sintética. Dura, poco sentimental, aunque la reacción al asesinato fueran las lágrimas. Amable. Ambiciosa para los negocios.» Empezaba a tener serias dudas de que aquella galería freudiana sirviera para algo.

A las siete en punto de la tarde metí la cabeza en la reunión diaria sobre la seguridad papal. Esta vez era la primera en llegar. No en realidad la primera, puesto que el cardenal Di Marteri ya estaba allí. Solo, sentado a una mesa, revisaba papeles en silencio. En cuanto me vio entrar se levantó dirigiéndose hacia mí. Era imposible una retirada airosa.

—¿Cómo está, inspectora? Veo que hoy llega usted muy puntual.

—Me he propuesto no volver a pecar, al menos en pequeñas cosas.

—Le gusta a usted el juego verbal, ¿eh?

—Me gusta el juego en general.

—Sí, jugar con las palabras, con las situaciones… arremeter un poco contra la tradición. Ésa es una característica muy juvenil, indica un poso de rebeldía que en sí mismo está bien.

Solté una risita estúpida que apenas encubría mi interés por sus palabras. Continuó parsimoniosamente:

—Lo malo es que… esa rebeldía puede convertirse en algo crónico una vez superada cierta edad, y entonces el juego sólo remite a sí mismo y resulta baldío.

Lo taladré con la mirada. Aquel párroco de lujo había conseguido alterarme. Noté que me sonrojaba.

—¡Vaya, creí que los sacerdotes se dedicaban sólo a las almas! Debería dejar usted un poco de campo libre a los psicoanalistas.

—El alma y la mente son primas hermanas, inspectora.

—Deben de serlo, ambas nos agobian con sus inútiles ansias de perfección.

—De las cuales es imposible huir.

—No tan imposible, monseñor.

En ese momento entró el comisario Coronas y se quedó de una pieza al vernos charlar. Lo primero que debió de pasar por su imaginación fue que estaba soltándole alguna inconveniencia a aquel ilustre emisario del pontífice. Llegó en dos zancadas hasta donde estábamos e hizo un amago vergonzante de besar la mano del prelado.

—¡Buenas noches! Veo que ya han empezado la reunión. ¿Se le ha ocurrido a la inspectora alguna estrategia de seguridad interesante?

—La estrategia de huir —respondió Di Marteri.

—¿Su Santidad huyendo en el papamóvil? —soltó Coronas entre carcajadas falsas que mostraban su creciente inquietud.

—No, hablábamos de la fuga de almas.

El comisario, seguro ya de estar asistiendo únicamente a la capa externa de una conversación, se volvió hacia la puerta a punto de perder los nervios justo para ver llegar al grueso de los inspectores que asistirían a la reunión. Soltó un grito de felicidad como si fueran los invitados a su boda.

—¡Hombre, ya están aquí! Adelante, vamos a empezar en seguida.

Mis compañeros no entendían gran cosa de aquella bienvenida tan entusiasta. Se fueron sentando al igual que hice yo ante la mirada beatífica de aquel cardenal pendenciero. Me sentía indignada aún. ¿Por qué aquel individuo, al que yo no había conferido ninguna atribución sobre mi vida, se atrevía a hacerme reflexiones de tipo moral? Era como si te encontraras a un médico en la parada del autobús y corriera tras de ti empeñado en hacerte un diagnóstico sobre tu salud. Bien, Coronas podía decir misa, pero yo a aquel tío iba a pegarle un corte memorable en la próxima ocasión. ¡Como hay Dios que lo haría! O, puestos en batalla teológica, tanto si lo hay como si no.

Según lo que ya se estaba constituyendo en una costumbre, no conseguí permanecer mínimamente atenta al objetivo de aquellas absurdas reuniones. Me importaba tres bledos que el papamóvil se desplazara por una o por otra calle y cuántos geos pensaban apostar en cada una de las terrazas. Puse cara de enfado y procuré no pensar.

Al cabo de unos minutos llegó Garzón, intentando disculparse por su retraso ante la asamblea con unos ridículos y sigilosos pasitos de avutarda. Se sentó a mi lado. Me miró. Como me conocía bien, en seguida se dio cuenta de que algún diablo se había instalado en mí. Dibujó un interrogante con sus cejas, más pobladas que Calcuta. Negué. Asintió. Después me dijo al oído:

—Lali no está ilegal en España. Todo OK en inmigración. Ya nos darán detalles en un informe.

Un carraspeo violento de Coronas nos indicó la conveniencia de callar. Dejé pasar media hora y, en señal de protesta por la pérdida de tiempo, me levanté ostensiblemente y me fui. Dije al oído de Garzón:

—Acuérdese de que mañana cenamos en casa de las Enárquez.

—¡Hostia! —exclamó él un poquito más fuerte de lo aconsejable.

Supuse y deseé que lo hubiera oído el cardenal.

A las nueve en punto del sábado noche llamamos al timbre de las hermanas Enárquez en la calle Muntaner. Su piso estaba situado en un elegante edificio modernista lleno de empaque. Subimos en un ascensor antiguo e historiado como una calesa. La cara de Garzón era un poema. Como un niño al que obligan a ir de visita estaba enfurruñado y tenso. Llevaba uno de sus trajes de sepulturero y una corbata estampada con pequeñas estatuas de la Libertad que debía de haberle mandado su hijo desde Nueva York. Olía a alguna colonia oscura y densa como un licor.

—Está usted muy guapo, le auguro un éxito total —osé decirle.

Esperaba una réplica ingeniosa pero me equivoqué, irguió un dedo en el aire y lo agitó frente a mis ojos.

—Recuerda a quién se le ocurrió que viniéramos aquí, ¿verdad? Y también recuerda para qué hemos venido, ¿no?

Lo aplaqué con toquecitos suaves en la solapa.

—Tranquilícese, Fermín, sólo he dicho que estaba guapo, no es para ponerse tan furibundo.

Llamamos a una recia puerta de madera tallada con volutas y flores. Nos abrió una joven sirvienta que nos dejó instalados en un hermoso salón clásico lleno de cuadros antiguos, muebles de caoba y objetos artísticos.

—Mucha pasta es lo que tienen sus amigas, querido Garzón.

—Bueno, pues que se la guarden. ¿Ya ha pensado en lo que va a decir?

En ese momento apareció Concepción Enárquez envuelta en un vestido de seda malva. De su cuello pendía un collar de perlas largo como la cadena de un excusado.

—¡Queridos amigos!, ¿cómo están?

Nos besamos con abundante estrépito.

—Emilia llegará en seguida. Está acabando de arreglarse. ¡Es tan coqueta y perfeccionista que siempre tarda un rato más que yo!

Le lanzó al subinspector una mirada cómplice. Creo que por primera vez pude certificar que los resquemores de mi compañero tenían algo de cierto. Allí se fraguaba un encuentro celestinesco del que quizá no estaba excluido el matrimonio. Parecía que Concepción, siendo viuda, retrocedía un paso en favor de su hermana, que nunca había probado las mieles conyugales. Y todo daba a entender que el apicultor escogido era Fermín Garzón.

—¡Miren, ya está aquí! —dijo como una jefa de pista anunciando la actuación estelar.

Emilia Enárquez entró enfundada en un alegre traje de gasa adornado con minúsculas florecitas. Probablemente era un poco inadecuado para su edad, aunque la sonrisa inocente y azarada que mostraban sus labios la hacía parecer una veinteañera dispuesta al flirteo. Dirigió los ojos de pestañas mariposiles hacia el subinspector y habría jurado que se ruborizaba. ¿A qué se habría dedicado el cabrón de mi subordinado durante los días del Club Méditerranée? Tanto rubor y tantas expectativas no podían fundamentarse únicamente en el trato amistoso. Concepción se adelantó a cualquier inicio de diálogo y nos puso en inmediato movimiento.

—Vengan, vayámonos de aquí. Nosotras no hacemos vida en este salón. Todas estas cosas provienen de herencias, pero la verdad es que resultan bastante demodés.

Avanzamos por un pasillo penumbroso y fuimos a parar a otra sala mucho más actual. Allí la decoración se había aggiornado al máximo: muebles de diseño contemporáneo, cuadros abstractos y un moderno equipo de música digital que funcionaba a toda mecha emitiendo melodías del jazz más caliente.

—Bueno, esto es otra cosa. Se habían asustado, ¡a que sí! Pensaron que íbamos a pasar una velada formal con cubiertos de plata y hablando de antepasados.

—Sí, de abuelos emigrados a Cuba —rió Emilia.

—Pues ni pensarlo. No hemos invitado al hombre más divertido de Barcelona para meterlo en un funeral.

Garzón, incluso con el recelo típico de la presa asediada, no pudo por menos de cacarear una risa de halago. Nos sentamos a charlar y, dos martinis más tarde, sirvieron la cena, platos deliciosos con los que no dejábamos de libar un magnífico rioja. Ya hacia el final de los entrantes salieron a relucir recuerdos del verano en Mallorca.

—¿Os acordáis de aquel día en que Fermín se tiró desde el trampolín de la piscina con zapatos y calcetines?

—¿Y cuando cogimos tal trompa que no encontrábamos la habitación en el hotel?

Enarqué una ceja dirigida al hombre más divertido de Barcelona. ¿Había sido aquella noche?, ¿entró Garzón en la habitación de Emilia por error? Desvió la mirada y aplicó una diplomática medida cautelar:

—Amigas, estamos aburriendo a mi jefa contando cosas que ella no presenció.

—Es verdad —replicó Concepción volviendo a sus deberes de anfitriona, y pidió a la doméstica que trajera la carne.

Cuando tuvimos ante nosotros una apetitosa bandeja de rosbif creí llegado mi momento.

—¿Ustedes dos a qué se dedican? Su amigo Fermín ni siquiera lo sabe.

—Mi hermana y yo somos accionistas de una clínica privada. Organon es su nombre. La fundó nuestro padre y nosotras, al heredarla, la vendimos a un lobby americano. Conservamos un paquete de acciones suficientes como para poder vivir con comodidad.

Organon era una importante clínica ginecológica situada en la parte alta de la ciudad que todo el mundo conocía.

—Yo estudié Enfermería, pero mi padre no me dejó ejercer. Eran otros tiempos. Me casé con un médico y luego enviudé —dijo Concepción con un aire melancólico.

—O sea, que están ustedes perfectamente enraizadas en esta ciudad.

—Ya lo ve. Aquí nacimos y aquí moriremos, aunque cuanto más tarde, mejor.

—¡Qué caso tan diferente del suyo!, ¿verdad, subinspector? —dije mirándolo filosóficamente—. Usted sólo está pensando en jubilarse para poder vivir en Nueva York.

La cara de las dos mujeres se contrajo de sorpresa, y la de Garzón también.

—¿En Nueva York? —exclamaron a coro las Enárquez.

—El subinspector tiene un hijo médico en Nueva York, ¿no se lo había contado?

—¡Sí, pero no que pensara establecerse en esa ciudad!

—Garzón es un enamorado de esa ciudad. ¡Pero es absurdo que hable yo, cuéntelo usted, Fermín!

Se quedó mirándome con cara de alelado. Le arreé una patada por debajo de la mesa. La dureza que encontró mi pie indicaba que debí de darle en la rodilla. Al fin reaccionó.

—¡Ah, sí, Nueva York, una ciudad fantástica, la Quinta Avenida, Central Park, la estatua de la Libertad! Sí, estoy deseando fijar mi residencia allí en cuanto sea posible.

Pensé que nadie contrataría a mi subordinado como actor. ¿No podía insuflarle un poco de verosimilitud a la réplica? En cualquier caso daba igual, las dos hermanas ya habían recibido el dardo cargado de información. Me detesté a mí misma cuando la pobre Emilia dijo con cara de circunstancias:

—Es verdad, una ciudad de ensueño. Sólo que está un poco lejos, ¿verdad?

—Nada que no pueda superarse con unas pocas horas de avión —replicó Concepción, que era más obcecada y peleona.

Pero el globo parecía pinchado. Hubo unos instantes de titubeo en los que se hizo patente la desilusión, aunque triunfó el savoir-faire de las Enárquez.

—¿Qué les parece si regamos el postre con una botellita de champán? —propuso Concepción con sonrisa forzada.

El riego se produjo, y fue abundante y caudaloso, tanto que se abrieron dos botellas para calmar nuestra sed. Incluso llegué a deducir que nuestras anfitrionas necesitaban la bebida para superar el mal trance. Mi estratagema había dado resultado, un hombre que planea retirarse en Nueva York no está pensando en el matrimonio. Y aunque así fuera, la disparidad de proyectos de futuro haría imposible cualquier unión duradera. Punto y final. Me odié. Me odié por hacer de contracelestina, por meterme en camisa de once varas, por servir de correveidile a un añejo seductor de pacotilla que se desmanda en vacaciones sin prevenir las consecuencias.

A la una de la madrugada abandonamos la casa de las Enárquez. Estábamos muy bebidos. Creo que en aquella maldita cena habíamos abusado del alcohol por diversas razones: al principio por nerviosismo, después por tirantez y al final por vergüenza. No me sentía muy orgullosa de mí misma mientras me tambaleaba junto al subinspector. De repente me vi invadida por un arrebato de violencia.

—Esto es una canallada que he hecho por su culpa y no se la perdonaré.

—Inspectora, es usted injusta conmigo, ¡injusta!

—¡Dígame si no es verdad que le prometió matrimonio a esa mujer!

—¡No lo hice!

—¡No mienta!

—¡Le juro que…!

Alguien desde detrás me puso una manaza en el hombro. Me volví como un rayo y descubrí al juez García Mouriños sonriendo con cara beatífica.

—¡Va la Santa Compaña!

—¡Juez!, ¿qué coño hace aquí?

—¡Cuánta agresividad! Sólo salgo del cine. Sesión doble. ¿Y ustedes?

—Venimos de cenar —apuntó Garzón.

—¿Cómo llevan el caso Espinet? Ya sabrán que me han encomendado la instrucción.

—Me lo imaginé. El caso lo llevamos fatal, juez, fatal.

—Todo se andará, mi querida Petra. Hoy no están de servicio, ¿verdad?

—No, ¿por qué?

—Porque apestan a alcohol —dijo riendo.

—¿Quiere tomar la última copa con nosotros? Mire, vamos a ir a aquel bar —exclamé señalando a boleo un bar corriente y normal que permanecía abierto a aquellas horas.

—Gracias, señores, pero me largo a dormir, me llevan demasiadas copas de ventaja. Les recomiendo moderación. Y también les recomiendo la última película de los hermanos Cohen, ¡es sencillamente genial! ¡Buenas noches!

Se alejó soltando carcajadas cavernosas. Nos quedamos silenciosos y expectantes. El fragor de la discusión se había disipado ya, pero me encontraba incómoda y nerviosa todavía.

—¿Cree que estamos borrachos, Fermín?

—Creo que sí.

—Eso sólo se arregla tomando la última copa. Venga, vamos a ese puto bar.

Entramos en el bar corriente y normal y nos acodamos en la barra. Ambos contestamos «whisky» a la pregunta «¿qué va a ser?». Junto a nosotros había un pequeño grupo de jóvenes bebiendo cerveza. Pelo rapado, estética punk, vocabulario grosero y tono de voz alto. Los detesté, pero estaba demasiado bebida para proponer un cambio de local.

—¿Sabe lo que le digo, Fermín?

—No, ¿qué me dice?

—Le digo que no estoy muy orgullosa de mí misma.

—Déjelo ya, inspectora, nunca he tenido intención de formar otra familia, ni con Emilia Enárquez ni con nadie. Con la familia que tuve una vez ya anduve apañado.

—Pues quizá es algo que se pierde. ¿Sabe lo que hizo el otro día su amiga Dolores Carmona?

—¿La gitana? No sé si quiero saberlo.

—Me echó la buenaventura. Me tomó la mano, la miró y dijo que había dejado pasar cosas en mi vida que ya no volvería a recuperar.

—¡Joder, para decir eso no hacen falta muchas bolas de cristal!

—Sí, pero es que llevaba razón, y lo más indignante es que no me había dado cuenta hasta hace poco. Uno vive, trabaja, se enamora, come, duerme y siempre tiene la impresión de que está a tiempo aún de acometer cualquier cosa, pero no es verdad. Un buen día te percatas de que el camino que has emprendido anula para siempre ciertas posibilidades.

—¿Como cuáles, aprender a bailar ballet, irse de misionera a Mozambique, o se refiere a esa historia que ahora le ronda por la cabeza sobre tener un niño?

Me miraba con una sonrisa alcoholizada impresa en el rostro. Recibí un pequeño empujón en la espalda de uno de los rapados con los que compartíamos la barra. Garzón me observaba impertérrito. Debió de notar en mi expresión una tristeza o un cabreo inmenso porque, incluso borracho, rectificó sus palabras diciendo:

—Perdóneme, inspectora, no pretendía ser tan bruto. Dígame si hay algo que pueda hacer por usted y lo haré.

Sentía un nudo en mi garganta de volumen tan desusado que hasta me impedía hablar. En cualquier momento un surtidor de lágrimas podía inundarme por completo. Garzón, percibiendo la delicadeza de la situación, se mostraba angustiado. Intenté reponerme. Di un trago al whisky mientras los bárbaros juveniles reían y vociferaban como monos salvajes. Me tragué las lágrimas.

—Sí… —dije por fin—. Hay algo que puede hacer por mí.

—Quiero que me lo diga inmediatamente.

—¿Sabe cuál es una de las cosas que siempre he deseado hacer y nunca me he atrevido y que a lo mejor me muero sin cumplir?

—No, vamos, dígamelo; si yo puedo ayudarla, no lo dudaré ni un segundo —respondió con resolución.

—Enzarzarme en una buena pelea, Fermín, una pelea tumultuosa, en un bar, a puñetazos, a hostia limpia. Nunca he llegado a participar en algo así, y sospecho que es sólo porque soy una mujer.

Por un momento, la sobriedad se reinstaló en su mirada.

—¿Está segura?

—Sí.

Hizo un gesto de asentimiento concienzudo.

—Nada más fácil. Por ejemplo, ¿le molestan estos pelmazos de atrás, Petra?

—Me molestan una barbaridad.

—Bien.

Miró hacia el grupo de jóvenes, apretó las mandíbulas y fue hacia ellos.

—Chicos, estáis molestando a la señora.

Quedaron completamente desconcertados. Uno de ellos, en tono chulesco, se encaró con el subinspector:

—¿Ah, sí?, ¿y por qué?

Una pregunta tan razonable, tan lógica como aquélla, fue contestada con un puñetazo directo al estómago por parte de Garzón. El tipo se dobló sobre sí mismo y cayó al suelo. Gritos y exclamaciones de toda clase empezaron a alborotar el aire. Sentí que la sangre me burbujeaba, que un ramalazo máximo de excitación hacía presa en mí. Me acerqué, cogí a uno de aquellos chicos vociferantes por la solapa de su cazadora de piel y lo golpeé en la cara con toda la fuerza de que fui capaz. ¡Ah, qué sensación maravillosa! Un dolor increíble me subió desde los dedos de la mano hasta el codo, pero daba igual, me notaba parcialmente anestesiada, preparada para devolver cualquier agresión. Volví a golpear, esta vez a otro joven. Veía de reojo cómo Garzón forcejeaba a mi lado con un tercero. El griterío crecía. El dueño del bar emitía berridos inhumanos. Bajé un instante la guardia y un fornido mozo bastante más alto que yo me atizó un terrible puñetazo en las costillas. Se me cortó la respiración, pero no me dolía. Iba a devolverle el golpe cuando me sentí sujetada desde atrás.

—¡Quietos, todos quietos!

Hubo un silencio repentino. Me volví y descubrí con enorme sorpresa que era el juez García Mouriños quien me tenía atenazados los brazos.

—¡¿Qué coño pasa aquí?! —tronó.

Un montón de explicaciones atropelladas siguieron a su voz como un eco. Las atajó con tono jupiterino:

—¡Basta ya, soy policía!

El dueño del bar se dirigió presuroso hacia él señalándonos a Garzón y a mí con dedo acusador.

—Han sido estos dos. Ellos han empezado. Había tranquilidad y…

García Mouriños lo interrumpió con su imponente autoridad. Nos miró con gesto fiero y sañudo.

—Conque ésas tenemos, ¿eh? Hagan el favor de acompañarme inmediatamente. ¡Venga, en marcha! ¡En comisaría me lo contarán!

Sin añadir una palabra más nos empujó hacia la salida. Obedecimos en silencio, dejando a nuestras espaldas una asamblea estupefacta. Una vez en la calle, el juez empezó a meternos prisa.

—Vámonos de aquí antes de que estos tipos reaccionen y llamen a la policía de verdad. ¿Pero se puede saber qué demonios…? ¡Pueden dar gracias a que la gente desconoce sus derechos, porque…! ¡Dios Santo, no me lo puedo creer! El caso es que lo intuí, por eso he vuelto a buscarlos, pensé que en el estado en que se encontraban podían tener alguna dificultad, pero ¡esto, señores… supera todo lo imaginable! ¿Se dan cuenta de las consecuencias que podría tener?

Garzón y yo lo seguíamos sin abrir la boca, como estudiantes que reciben una reprimenda de su profesor convencidos de que la merecen.

—Será mejor que vengan a mi casa. Vivo cerca de aquí.

Tenía un piso antiguo bien acondicionado en la calle Valencia. El salón estaba presidido por una pantalla gigante de televisión. Las estanterías, que casi cubrían por completo las paredes, se hallaban llenas de películas de vídeo.

—Voy a prepararles un café —dijo amablemente—. Si quieren arreglarse un poco, el baño está al final del pasillo.

Aproveché el ofrecimiento y me lavé la cara, me peiné. Después me miré en el espejo. Una sombra enrojecía mi pómulo, algo hinchado. Había apretado tanto los dientes que las mandíbulas me dolían, pero nada comparable al dolor agudo y penetrante que sentía en las costillas. Lamenté no llevar polvos compactos en el bolso para darme un toque reparador.

A mi vuelta, García Mouriños y Garzón servían el café. Me senté. No había pronunciado aún ni una sola palabra.

—Bueno, y ahora cuéntenme, ¿cómo un par de policías adultos y experimentados como ustedes se dejan atrapar por una provocación de bar?

Garzón removía su taza silencioso. No quería delatarme. Contesté yo.

—No hubo ninguna provocación, yo tenía ganas de pelea.

El juez me miraba sin comprender. Mi compañero terció:

—La inspectora tenía un capricho.

La cabeza ordenada de un hombre de leyes no acababa de representarse la situación. Me lancé a una explicación con la misma vehemencia con la que había participado en la refriega.

—No era un capricho, señores. Me sentía mal y decidí reaccionar de forma masculina. Los hombres beben, luchan, lo sacan todo al exterior sin miedo. ¿Y saben qué hacemos las mujeres cuando hay algo que nos corroe, lo saben?

Se miraron el uno al otro con seriedad y prevención.

—¡Pues callar y aguantar, eso es lo que hacemos, interiorizar! A veces le hacemos confidencias a una amiga, o vamos al psiquiatra, o tomamos tranquilizantes, o lloramos a moco tendido. Así que esta vez me apetecía meterme en un buen folclore, y no ha estado mal del todo. No hay más. Aquí se acaba la explicación. Me apetecía una pelea de bar.

Ambos varones intuyeron que, de ahí en adelante, íbamos a movernos en terrenos pantanosos. Guardaron silencio. Respetaron mi perorata por muy absurda que les pareciera. Entonces, el gallego se levantó y buscó entre sus tesoros cinematográficos. Escogió una cinta de vídeo.

—¿Quieren ver una buena refriega en un bar? Las mejores pertenecen al western. Ésta les gustará.

Acabamos la extraña velada viendo cortes de célebres películas de Hollywood en las que un montón de extras se arreaban atléticos puñetazos en medio de grandes algaradas. Estuvo bien. Me di cuenta de que tenía mucho que aprender, sobre todo del modo en que los actores conseguían que los golpes sonaran contundentes y secos. En mi caso no había sido así. Además, notaba que mi mano derecha estaba tumefacta y todo el cuerpo había empezado a dolerme seriamente. ¿Había resultado aquél un buen sistema para librarse de los fantasmas interiores? Me negué a reflexionar sobre ello en aquel momento. Mejor otro día. Le pedí un par de aspirinas al juez y él, que era un santo varón, me las trajo con un vaso de leche.