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Me ubiqué en la vida diaria, ¡vaya si me ubiqué! El comisario Coronas se encargó de devolverme a la realidad más inmediata por el procedimiento de la bronca sumarísima. Había olvidado por completo la reunión de seguridad del papa y simplemente no asistí. Coronas rugía contra mi desidia profesional. Le objeté que mi ausencia no había sido tan importante, puesto que la reunión pudo celebrarse sin mí, y la bronca arreció. Me dijo que la seguridad del papa tenía tanta trascendencia como cualquier caso de asesinato que lleváramos entre manos. Añadió que, si algo llegaba a sucederle al pontífice a su paso por nuestro distrito, la carrera policial de todos los integrantes de la comisaría podría considerarse finalizada.
Bien, seguramente tenía razón, pero ni aun así lograba tomármelo en serio. Además, no era justo, por el papa se había movilizado hasta la última unidad policial, mientras que el cadáver de Juan Luis Espinet sólo nos tenía a Garzón y a mí como valedores. En cualquier caso, me callé, inculcando el principio tantas veces transgredido de que una orden no se discute jamás. Apunté en mi agenda la nueva reunión para aquella misma tarde. Petra Delicado pondría todo su talento detectivesco para evitar el gran magnicidio.
Para prepararme por si era verdad que tanto se esperaba de mí, me fui a desayunar a La Jarra de Oro. Sólo poner los pies en la calle vi al subinspector Garzón flanqueado por dos bellas gitanas. Según sus gestos, habría jurado que estaba intentando desembarazarse de ellas. Acercándome, comprobé que así era.
—¡Basta, basta! —decía—. Si quieren declarar algo, acudan al juez.
Mi llegada desconcertó a las mujeres y las disuadió de perseverar en la persecución de mi compañero. Se escabulleron calle abajo.
—¿Qué querían? —le pregunté a un Garzón sudoroso y descompuesto.
—Unos y otros me siguen y me vuelven loco. Falsas declaraciones, testimonios amañados… lo que ocurre es que nadie quiere en definitiva que se sepa la verdad.
—¿Podría yo serle de ayuda?
—No sé si me la imagino en este tema, inspectora. Es mejor que me lo deje a mí.
—Todo suyo. ¿Me acompaña a desayunar?
Tomamos café con churros y, aunque seguía teniendo la impresión de que el subinspector estaba raro, decidí no prestarle más atención.
—¿Hay algo nuevo en lo de Espinet? —pregunté.
—La viuda aún no puede declarar. El médico dice que mañana o pasado estará mejor, menos sedada. Por cierto, inspectora, ha llamado el doctor Martínez. Hoy a las doce hará la autopsia, dice que si quiere usted estar presente.
No era una práctica habitual que un detective de homicidios fuera invitado a una autopsia. Me pregunté cuál sería la razón. Mi compañero dominaba más que yo los entresijos de la práctica, así que le pregunté. Frunció los ojos para pensar con intensidad.
—¿Le ha llamado usted por teléfono o algo así?
—No, pero ayer estuve en el depósito para volver a ver el cadáver, aunque el forense no estaba allí.
—No diga más, alguien se lo sopló y ahora cree que no se fía de él, que piensa presentar alguna alegación contra su trabajo o algo por el estilo. Por eso quiere que esté presente.
Presenciar una autopsia no me hacía especial ilusión, pero no iba a darle el gusto de declinar a aquel gilipollas de Martínez. Se revelaba como imprescindible contar con alguien tan experimentado como Garzón en piques profesionales.
A las diez en punto teníamos que interrogar a José Olivera, guardia de día en «El Paradís». Tenía casi sesenta años, viudo. Era un tipo rechoncho y fuerte, de aspecto tranquilizador. Llevaba un bigote zapatista y una camisa de leñador con grandes cuadros rojos. Estaba impresionado por lo ocurrido y defendía a la empresa y a su compañero el guardia nocturno, al que definía como «un buen chaval». La noche del crimen había estado en su casa, cenando y viendo la televisión como hacía diariamente. Su hipótesis sobre el asesinato de Espinet era clara: alguien había saltado la tapia para robar justo después de que el guardia de noche hubo acabado la ronda. El intruso deambulaba por la urbanización cuando Espinet tuvo la mala fortuna de topárselo. Descubierto, el hombre quiso liquidarlo para que no lo delatara e, incapaz de matarlo directamente, lo llevó hasta el borde de la piscina y lo golpeó con la esperanza de que se ahogara.
La versión de aquel hombre no era satisfactoria, ¿por qué un simple ladrón decide matar? La historia del miedo a cargarse a alguien directamente tenía más fundamento, yo ni siquiera lo había pensado y, sin embargo, era tan lógica que debería haberlo hecho. Obviamente, en todo guardia de seguridad había un policía frustrado. Lo miré con curiosidad: ojos acuosos, manos gastadas… un trabajador más de los muchos que cumplen su jornada en silencio, sin que casi nadie sepa que existen. Aunque la cosa le venía un poco lejana, estaba seriamente cariacontecido. Por su último comentario comprendí la razón:
—¡Un poco más y me habría jubilado sin que nada hubiera pasado en mi empresa!
—¿Cuándo se jubila?
—Dentro de un mes.
Prurito profesional, como si la empresa de seguridad le perteneciera. ¡Ah, los empresarios nunca llegarán a saber hasta qué punto cuentan con hombres fieles! Aunque en esta oportunidad eran bastante conscientes. Los informes que habíamos pedido sobre ambos guardias no podían ser mejores. Matías Martín, el subnormal nocturno, era calificado como un trabajador que había cumplido siempre sin tacha su obligación, y José Olivera, trece años en la empresa, estaba considerado como un hombre íntegro y eficiente. Tampoco a la empresa le interesaba la menor implicación en el caso, pero justamente por eso, de haber sido inestable o conflictivo uno de los dos empleados, se habrían aprestado a hacerlo constar como elemento exculpatorio.
Solos en el despacho, Garzón y yo nos miramos. Él abrió los brazos y enarcó al tiempo las cejas, lo cual significaba que tenía poca fe en los hallazgos que pudiéramos realizar transitando por el camino de los guardias. Ninguno de los dos infundía sospechas. Me cargué de razón para decir:
—¡Ya ve cómo se presenta el jodido caso! Todo es tan simple que no se sabe por dónde empezar.
—Usted sabe que, por más bien tejida que esté una red, siempre hay un punto débil por donde puede comenzar a desmallarse.
—Me alegro de verlo animoso. Ya le dije ayer que lo encontraba raro.
—¡Bah, no haga caso, es el estrés!
No conseguía convencerme del todo. Lo conocía bien y sabía que algo ocurría en su mollera de una pieza, pero lo dejé en paz. Me puse la gabardina y me despedí.
—¡No se olvide de la reunión del papa! —gritó Garzón.
—Descuide —dije bajito. Estaba segura de que Coronas le había encargado hacerme de agenda viva.
Tomé un taxi para ir al depósito. La visión de la gente, ajena a cualquier tema de muerte o delincuencia, moviéndose con despreocupación por la ciudad, no me tranquilizó como otras veces. Mi mente repetía una pregunta: ¿por qué aceptaba en realidad asistir a aquella autopsia? ¿Para echarle un pulso a aquel bobo de Martínez? No, el cuerpo sin vida de Juan Luis Espinet ejercía una especie de fascinación sobre mí. Los rasgos finos, la boca extinta, las manos largas y varoniles… creo que lamentaba su muerte porque tanta belleza masculina había sido borrada de la tierra. Habría deseado conocerlo vivo, saber de qué manera se movía, qué gestos hacía, cómo sonaba su voz.
Garzón era un sabio. Martínez, en efecto, se había enterado de que yo había estado viendo el cuerpo la noche anterior y pretendía sondearme sobre mis intenciones, pero yo no lo saqué de dudas y me comporté como la más profesional de los policías; es decir, guardé silencio y puse cara de saber más de lo que en realidad sabía.
Ver de nuevo a Espinet me hechizó por completo. Seguía hermoso y hierático, como una estatua yacente en una catedral. Sentí ganas de llorar por él y por todo lo bello que muere sin remisión. Fue necesario que el bestia de Martínez le partiera las costillas y le sacara todos los órganos para que comprendiera en profundidad que Juan Luis Espinet era sólo un despojo.
Aguanté bien. Me mentalicé para pensar que aquel estrago de carne muerta no iba conmigo, que era algo ajeno a cualquier hombre o personalidad que hubiera existido alguna vez. Llegué a imaginar que era un animal de granja perecido en una inundación.
El forense iba cantando las conclusiones a una grabadora. Todo parecía ser normal. Espinet gozaba de la lógica salud de un hombre joven. Había muerto ahogado y el golpe en la cabeza se lo infligieron con un objeto romo. Tenía hendido el occipital, por lo que se deducía que el impacto fue muy fuerte. Cuando la carnicería estaba casi concluida, el doctor Martínez echó una ojeada a los signos externos en la piel. Ahí se produjo el primer hallazgo inesperado, que por desgracia también fue el único.
—Mire, inspectora —dijo el médico—. Una marca reciente en el omóplato derecho.
Observé la espalda de Espinet y pude ver un rasguño apenas insinuado sobre su piel lisa y blanca.
—Parece un arañazo —dije.
—Lo es. Un arañazo hecho con uñas largas y puntiagudas. Yo diría que tiene más de una semana de antigüedad. Su hombre se peleó con alguien, o hizo el amor a lo bestia con alguna mujer. No puedo concluir nada más, las marcas se han retraído, pero por la forma estoy casi seguro de que pertenecen a uñas humanas.
Por fin, aquel muerto impoluto, perfecto, alejado de cualquier conflicto o fealdad, tenía un pequeño talón de Aquiles por el que se había colado la violencia, o el amor menos espiritual.
El forense, encelado en su presa como una ave de rapiña, tomaba muestras de las mucosas de lo que ya sólo era un amasijo sanguinolento. No fue necesario esperar a un análisis para obtener los primeros resultados: en un repliegue profundo de la mucosa nasal del abogado, Martínez encontró restos de un polvo blanco que en seguida identificó como cocaína.
—¿Cocainómano? —preguntó al aire como si ésa fuera la única posibilidad.
—Habían celebrado una fiesta —dije como toda explicación.
Aquel descerrajador de vísceras desconocía probablemente los hábitos lúdicos de la burguesía ilustrada. Me miró con cara de póquer y por toda respuesta farfulló:
—Pues la fiesta acabó mal.
Volví a comisaría con las cosas ligeramente más claras. Aquel bellísimo ángel caído, del que casi me había enamorado, aquel hombre joven, rico, distinguido, brillante, padre y esposo, tenía las suficientes debilidades como para que alguien hubiera desollado su tersa espalda. También era proclive a los placeres artificiales del polvo blanco. Aquello ya era un punto del que arrancar, no hay nada más estéril que la perfección. Romper la apariencia plana y cómoda de una vida es el primer paso para reconstruir la realidad. Mi instinto me decía que nos hallábamos frente a un asunto biográfico, y que ya podíamos dejar de pensar en ladrones casuales y atacantes anónimos. Habíamos encontrado la materia mínima suficiente para buscar un porqué.
Como de costumbre, Garzón no estuvo de acuerdo conmigo cuando le relaté mi impresión de la autopsia. Seguir los instintos policiales, o quizá todos los instintos sin excepción, le parecía arriesgado. Se decantaba por la posibilidad de que el arañazo de Espinet se debiera a un accidente fortuito o a un encuentro amoroso cotidiano y legal con su propia esposa.
—Las esposas no van hincando las uñas en la espalda de sus maridos cualquier noche de sábado, Fermín. Ese tipo de pasiones sólo se producen en el adulterio.
—Sobre eso no puedo opinar. Mientras mi esposa vivió, siempre le fui completamente fiel.
Me pareció de mal gusto preguntarle cuántas veces su esposa le había estropeado la piel en refriegas eróticas, así que me limité a decir:
—Entonces tendrá que fiarse de mi experiencia.
Recibí una mirada de reproche. En el fondo, Garzón seguía aspirando a que yo fuera una buena chica, y cualquier alarde de mis devaneos le incomodaba. Como además su humor no había mejorado, se lanzó a la elaboración seriada de teorías más o menos peregrinas sobre la posibilidad diaria y vulgar de que a uno le rasguñen el omóplato.
—Todas sus hipótesis son absurdas —declaré.
—Ya se le ha metido una idea entre ceja y ceja y no piensa sacarla de ahí, ¿verdad, inspectora?
—Verdad.
—Tener ideas preconcebidas es lo peor que puede hacerse en una investigación. ¿Lo sabe?
—Sí, pero me da igual. Me propongo destripar la personalidad de Espinet del mismo modo que el forense ha destripado su cuerpo.
Nos pusimos en marcha. El primer paso obligado era explorar el entorno laboral del abogado. Salimos escapados hacia su bufete. De repente todo corría prisa. Ya teníamos un objetivo delimitado con claridad. Además, yo había conseguido superar la fase de estupor posvacacional y contaba con una circunstancia aceleradora de los procesos como ninguna: sentía curiosidad. Aquel ser estático que me había subyugado como estatua fúnebre se animaba de pronto y demostraba querer contar algo sobre su asesino.
En el coche me sentía casi eufórica.
—¡Abra bien los ojos, Fermín! Quiero que lo observe todo en ese puñetero bufete. Fíjese en las secretarias, en los empleados, en el tipo de decoración, en la clientela que esté aguardando. Regístrelo todo en su retina. ¿Me ha comprendido?
No dijo nada. De todas las cosas que uno no puede compartir, la euforia es la peor, porque genera resentimiento contra quien la siente. Claro que mi euforia no era auténtica al ciento por ciento. La exageraba con el propósito de que tirara del carro y acabara sacando del bache a mi compañero. Con escasos resultados.
Jordi Puig no se sorprendió mínimamente al vernos. Lo habíamos pescado en medio de una reunión y nos pidió un receso antes de recibirnos.
—¿Podemos inspeccionar mientras tanto el despacho de Espinet?
La idea no lo llenó de entusiasmo, pero no tuvo más remedio que transigir. Nos pidió que procuráramos no alterar la marcha general del trabajo. Era un profesional muy concienciado. Incluso su aspecto físico cambiaba enmarcado en el contexto laboral. No habría dicho jamás que en hábito de abogado se convirtiera en un hombre atractivo, pero tenía menos aspecto de cerdito doméstico que en «El Paradís». En cierto modo, iba disfrazado de triunfador convencional: una horrenda camisa de rayas con el cuello blanco y unos tirantes de marca que sostenían los impecables pantalones de fieltro. Pensé que todos los jóvenes triunfadores actuales adoptan el patrón Wall Street. Ellos sabrán por qué.
Comprobé que una orden mía del día anterior había sido cumplida con escrupulosidad.
—Sus hombres se han llevado esta mañana todos los papeles de Juan Luis.
—Lo sé, se trata sólo de una inspección ocular. Queremos saber cuál era su espíritu de trabajo.
Semejante concepto debería haberle parecido una absoluta gilipollez, pero no le extrañó. Debía de estar acostumbrado a manejar abstracciones mucho más descabelladas. Puso a nuestra disposición, y me temo que también tras nuestras huellas, a una amable recepcionista para que nos ayudara. Pero decliné cualquier compañía; aunque no tuviera esperanza de encontrar nada, quería husmear a placer.
—¿No le parece que Puig ha sido un poco remiso a dejarnos entrar? —le pregunté a Garzón.
—A ningún hombre le gusta que fisgoneen en su lugar de trabajo.
Si se trataba de una cuestión típicamente masculina, no pensaba entrar a discutir, de modo que observé el despacho de Espinet intentando hacerme una idea de su personalidad. La mesa de trabajo estaba impoluta y todo el mobiliario se regía por un estilo ecléctico y funcional. En un marco destacaba el retrato de una mujer joven, era fácil deducir que se trataba de su esposa. Tomé la foto para verla de cerca. Inés Espinet era atractiva, con aspecto aniñado y expresión angelical. Otra foto mostraba a los niños, rubios, sonrientes, vestidos con prendas deportivas. Garzón abría cajones y miraba el interior.
—Relájese, Fermín, el inspector Sangüesa ya se ha llevado todos los papeles. Si hay alguna irregularidad de tipo financiero o profesional, el departamento la encontrará. Nosotros poco podemos hacer ahí.
—Entonces, con perdón, no sé por qué hemos venido a este sitio. Si no hay nada que revisar y no preguntamos nada a los empleados…
—La única pregunta que me apetecería hacer resultaría inútil.
—¿Cuál es?
—La que me llevara a saber si Juan Luis Espinet estaba liado con alguien de esta oficina.
—¿Y si lo mataron por celos profesionales? Puig y él eran socios, pero sin duda Espinet tenía el prestigio y el pedigrí.
—Veremos cómo estaba constituida la sociedad, pero en principio ese móvil es excesivamente débil. Además, Puig no me parece un asesino.
—Ya sabe cómo son ese tipo de cosas. Los vecinos del asesino en serie más sanguinario siempre suelen declarar que era encantador cuando bajaba a comprar el pan.
—¿Y por medio de quién lo asesinó?
—Un profesional.
—¿Que le atiza para que muera ahogado en la piscina? No creo, la verdad. No seré yo quien niegue que los hombres son fieramente competitivos en el trabajo, pero aun así…
Una mirada torva de Garzón me indicó que no estaba aún para bromas ni ironías. Lo ratificó diciendo:
—Es un defecto más de los miles que tenemos los hombres.
—Oiga, Garzón, así no se puede trabajar. Desde que llegué de vacaciones está usted antipático, picajoso, hipersensible. Dígame en qué le he ofendido y le pediré humildes disculpas, pero no sigamos en este plan.
—Perdone, inspectora, lleva razón. Estoy de mal humor por razones personales que no comentaré, pero procuraré que eso no interfiera en el ejercicio de mi trabajo.
—Bien —dije, tragando a espuertas la curiosidad que sentía—. Lo único que quería matizar con mis palabras es que Espinet me parece que era un hombre con más debilidad en la bragueta que en la mesa de trabajo.
—Eso es mera suposición.
—Lo es, pero no olvide que tenemos la marca en la espalda del muerto.
—Ni siquiera conocemos a su esposa.
—¿Esa chica de la foto le parece capaz de un arañazo felino?
Se encogió de hombros con algo parecido al pudor. Entre las líneas de nuestra conversación surgían cuestiones latentes bastante espinosas. ¿Ser guapo y rico comporta per se riesgo de cometer infidelidad? ¿Se puede ser infiel aun teniendo el cónyuge perfecto? Garzón estaba en lo cierto, se imponía interrogar a la viuda cuanto antes mejor. Si es verdad el aserto de que una esposa dice mucho sobre la personalidad de su cónyuge, por muy deprimida que estuviera Inés, debería encontrar un momento de serenidad y dedicárnoslo.
Después de nuestra infructuosa inspección interrogamos a todo el mundo, más por cumplir que por seguir un plan determinado: secretarias, recepcionistas, pasantes… incluso un becario en prácticas nos informó sobre los pormenores del bufete y su organización. Todos los testimonios añadieron normalidad sobre lo que ya se anunciaba como una balsa de aceite. Para poner la guinda final en un tan edulcorado pastel contábamos con Jordi Puig. Cada uno de los rasgos que atribuyó al carácter de su socio contribuyó a ensalzarlo un poco más. Según él, era un hombre perfecto. Aproveché para introducir la cuña que me interesaba.
—¿Sabe usted si era fiel en su matrimonio?
Puig no se inmutó.
—Sí, claro, claro que sí. Estaba muy enamorado de Inés.
—¿Tomaba su amigo cocaína habitualmente?
Ahí se inmutó un poco, pero tras un segundo contestó con naturalidad:
—No. La tomábamos en alguna ocasión con motivo de fiestas o cenas; por ejemplo, la noche que murió habíamos esnifado una raya o dos, pero en muy poca cantidad. Nos la proporcionaba un amigo común, abogado también, si quieren puedo darles su dirección.
—No será necesario.
Aquel hombre era sincero, y un buen amigo, además. Me dio la impresión de que el concepto que tenía de Juan Luis se reflejaba realmente en sus palabras. Salí del bufete de abogados segura de que nada nuevo e interesante para nuestra investigación ocurriría allí.
Durante toda la semana siguiente, los datos que llegaban de las indagaciones que el inspector Sangüesa tenía en curso arrojaban un saldo negativo en cuanto a indicios de delito. Espinet y su bufete estaban limpios. No había impagados, ni los socios tenían deudas empresariales, ni existían síntomas de malversación. Las cuentas personales de la víctima aparecían inmaculadas, incluso había liquidado la hipoteca de su casa. Los clientes del despacho se encontraban alejados de toda sospecha, y Espinet nunca había llevado casos conflictivos de índole penal. Todo era respetabilidad. ¿Demasiada? No, no se puede negar por sistema que hay gente respetable en el mundo.
Por otra parte llegaron los resultados de analítica ejecutados en el cadáver de Espinet. Nada interesante ni sustancial. El arañazo de la espalda tenía la suficiente antigüedad como para estar limpio de tejidos o sangre. Imposible determinar el ADN de quien se lo infligió.
Tampoco el rastreo más concienzudo del jardín y alrededores que se había ejecutado durante los dos días posteriores al crimen aportó ninguna información. La huella del pie pertenecía a un número cuarenta y dos. Por la profundidad se deducía que debía de tratarse de un hombre corpulento. El modelo de calzado pertenecía con toda probabilidad a unas botas de trabajo de las que había miles en el mercado.
Para colmo de males, Inés Espinet continuaba en observación médica y el juez nos negaba el permiso para interrogarla.
Ni la medicina, ni la técnica criminológica ni los estudios económicos estaban dispuestos a echarnos una mano.
—Sólo contamos con nuestra destreza y brillantez profesional —dije con cierta mala uva.
—¡Pues andamos jodidos! —sentenció el subinspector sin un atisbo de vanidad hacia sí mismo o halago hacia mi persona.
—Sigo pensando en un crimen pasional.
—Allá usted. ¿Le apetece una cerveza?
Acepté. Cruzamos hacia La Jarra de Oro no precisamente con el ánimo de una celebración. Dos pasos antes de enfilar la puerta, una voz cantarina sonó a nuestra espalda:
—¡Fermín, qué casualidad!
Me volví con el giro rápido de una peonza y me quedé patidifusa al comprobar que la emisaria de aquella voz era una mujer acompañada de otra mujer. Ambas, cincuentonas largas, pimpolludas de aspecto, llamativas, elegantes, dos auténticos brazos de mar. Besuquearon a un hierático Garzón con ruido y parafernalia.
—Pero ¿qué haces aquí? —lo interpeló la segunda con un tonillo coqueto.
—Bueno, ya veis, trabajo en la comisaría de ahí delante. ¿No lo recordabais?
—¡Pues no, no había caído! ¿No nos vas a presentar?
Ambas me miraban por entre el exceso de rímel como si estuvieran deseando lanzarse sobre mí y propinarme un besuqueo análogo al de Garzón.
—Aquí, mi jefa, la inspectora Petra Delicado.
Chillaron como si se hubieran topado con una estrella del pop.
—¡Petra Delicado, Fermín nos ha hablado tanto de usted!
—Ellas son las hermanas Enárquez: Emilia y Concepción —dijo Garzón con agónica mirada de cordero degollado, y se vio en la obligación de continuar informando—: Nos conocimos en Mallorca este verano, en el Club Méditerranée.
Estuve a punto de enlodarme soltando un tópico basto y picarón, un «¡qué callado se lo tenía!», o algo peor; pero mi sexto sentido me advirtió de que flotaba un peligro indeterminado en el ambiente. Lo cambié por un comedido:
—Tengo entendido que lo pasaron muy bien.
—¿Bien dice, inspectora, bien? ¡Eso es poco decir! Fueron unos días pletóricos, locos, maravillosos, ¿verdad, Fermín?
Garzón asintió en plan suplicatorio frente a la rotunda Concepción, algo mayor y más fornida que su hermana, con reflejos rojo sangre en el pelo.
—¿Y sabe a quién se debió tanta juerga?, ¡pues al increíble Fermín Garzón, subinspector en activo de la Policía Nacional! ¿Qué le parece, Petra, a que usted a lo mejor no lo conoce en ese plan?
Observé con cabeceo apreciativo a mi subordinado, que iba cambiando de color por momentos.
—Pues no, la verdad. Sabía que era un hombre animado y mundano, pero hasta ese punto…
Traduje la mirada que me lanzó Garzón como deseo de rebelión y ataque directo. Tomó la palabra Emilia, una rubia de reflejos albinos y blusa floreada:
—Fermín es un fuera de serie. Participamos los tres juntos en absolutamente todas las actividades que proponía el club y, encima, por las noches seguíamos el jolgorio por nuestra cuenta: baile, bingo, copas… Ni un solo día nos acostamos antes de las cinco.
Aquello ya merecía dar rienda suelta al hediondo tópico que acababa de descartar:
—¡Qué callado se lo tenía, Fermín!
Masculló algo que nadie pudo entender, si bien yo identifiqué la cara que solía poner cuando soltaba un rotundo: «¡No me joda, inspectora!»
—Creo que se impone una cerveza como conmemoración de tan buenos momentos. ¿Nos acompañan?
Aceptaron encantadas mi invitación, y pedí jarras para todos. Las Enárquez gorjeaban de felicidad y rodeaban a Garzón demostrando que ni mucho menos se sentían demasiado mayores para coquetear. Conociendo a mi compañero, conociendo a cualquier hombre en realidad, estaba claro que debía de sentirse orgulloso al recibir un trato tan halagüeño. Pues bien, contra todo pronóstico, el subinspector se mostraba esquivo y distante. Claro que ellas no se daban por enteradas y continuaban su cháchara gozosa cada vez con más brío. Me fijé bien en ambas intentando localizar lo que desagradaba a Garzón. Eran guapetonas, vestían con gracia, demostraban cultura y sentido del humor. ¿Qué pega les encontraba, pues, sólo que desvelaban sus secretos frente a mí? Pero algo le incomodaba sin duda, porque en cuanto vació su jarra, saltó del taburete y me dijo:
—Inspectora, tenemos que marcharnos. Nos reclama el deber.
—¿Llevan un caso complicado? —preguntó Emilia.
—Llevamos dos —contestó Garzón, animado por primera vez—. El del abogado que apareció muerto en Sant Cugat y el de un chico gitano al que asesinaron.
—¡Oh, es terrible! —exclamaron a coro cambiando de actitud.
—Sí, lo es. El crimen no descansa —remató el subinspector poniéndose a mi altura en cuanto a tópicos. Me estiró de la manga y salió con poco disimulada precipitación.
Aquel secuestro se vio interrumpido por Concepción.
—Inspectora, tenga nuestra tarjeta. Volveremos a vernos, ¿no?
—¡Cuando quieran! —dije al vuelo mientras era arrastrada.
Cruzamos la calle a uña de caballo y ya en comisaría me desembaracé de un brazo que era casi un garfio.
—¡Fermín!, ¿quiere soltarme y decirme qué coño pasa?
—Nada, Petra, hasta luego, me voy a trabajar.
—¡Usted no se va a ninguna parte! ¡Entre en mi despacho!
Me senté y lo observé.
—¡Nunca me habían sacado a la fuerza de un local!
Sólo le faltaba retroceder y escarbar en el suelo para parecer un becerro poco dispuesto a dar la cara.
—Lo siento, tengo mucho trabajo. ¿Quiere algo de mí?
—Sí. ¿Puede contarme por qué hemos huido de ese par de damas encantadoras?
No tenía salida. Capituló:
—Inspectora, estoy siendo víctima de un acoso sexual.
Lo inesperado estuvo a punto de hacerme soltar una carcajada, pero la atajé.
—¿Puede explicarse mejor?
—Esas mujeres que acaba de conocer no me dejan en paz. ¿Ha oído lo que han dicho cuando nos han encontrado en la calle?
—¿Qué?
—¡Qué casualidad!, han dicho ¡qué casualidad! Pues bien, no se trataba de ninguna casualidad. Ellas saben dónde trabajo y me acechan. Y no sólo eso, además me llaman por teléfono, me invitan a cenar, se hacen las encontradizas en los alrededores de mi casa… se trata de un acoso, de verdad.
—Bueno, considerando que es usted un hombre increíblemente divertido, un juerguista total…
—¡Sabía que se lo tomaría a cachondeo!
—Lo que quiero decir es que no hace mucho que ha pasado usted ratos muy agradables con ellas. Es normal que quieran prolongar la amistad, salir alguna vez…
—Es más que eso.
—¿Usted ha dado pie a que vayan más allá de lo normal?
—¡Estábamos de vacaciones, inspectora, en terreno neutral! Bueno, sí, he coqueteado, he hecho un poco el tonto…
—¿Con cuál de las dos?
—¡Con las dos, era un juego inocente!
—En ese caso, es que una de las dos tiene ganas de iniciar una simple aventura con usted. ¡No es para huir así!
—Pero bueno, ¿ha visto la edad que tienen?
Salté sobre él sin darle tiempo a reaccionar:
—Perdón, se me olvidaba que es usted un joven impulsivo que suele ligar con chicas de veinte.
—¡Pare el carro, Petra, no voy por ahí! Quiero decir que dos mujeres de esa edad no tienen la manera de pensar sobre las aventuras que pueda tener usted, que es más moderna.
—¿Y qué quieren entonces de usted?
—Yo creo que tienen aspiraciones matrimoniales.
—¿Cuenta con pruebas para decir eso?
—Indicios, comentarios, indirectas…
—¿No será que en un momento de máxima animación les propuso usted casarse?
Se levantó de un salto.
—¡Ahora sí que me voy!
—¿Qué ocurre, no puedo preguntarle eso?
—Puede preguntarme lo que le dé la gana, pero tiene usted la extraña habilidad de someterme a un tercer grado y hacerme sentir culpable aunque no tenga nada que ocultar.
—Es pura deformación profesional.
Aunque pareciera imposible llegados a aquel punto de la discusión, Garzón se echó a reír.
—Mire, eso ha estado bien. Ha sido gracioso, ésa es la verdad.
¡Loados fueran los cielos!, le había hecho gracia, se había reído con una risa típicamente suya, floja, muda, de la que hacía estremecerse los michelines y subir y bajar los hombros.
—Petra, ¿podrá echarme una mano? No quiero ser grosero con ellas, son unas chicas muy simpáticas y amables, pero no me gustaría que siguieran dándome la tabarra, la verdad. Estoy convencido de que usted sabrá cómo hacerlo.
—Bueno, Garzón, me conoce lo suficiente como para darse cuenta de que detesto interferir en la vida de los demás, y no digamos nada si esa vida tiene algo que ver con lo sentimental, pero si ayudarle a librarse de esas chicas va a devolverlo a su buen humor habitual, y si va a conseguir con eso portarse como un policía atento a su trabajo, y si…
—Ya está bien, inspectora, no se aproveche de la situación.
—De acuerdo, idearé una estrategia para alejarlas.
—¡Bien!
Parecía más tranquilo, liberado, casi feliz. Sólo haber sido capaz de comunicarme sus temores había causado un efecto terapéutico en él. ¡Debería haberlo hecho antes y eso habría redundado en beneficio de la investigación!
—Y ahora, ¡al tajo, Petra!, tenemos mucho que hacer —exclamó, acabando de despejar todos mis resquemores.
El tajo se concretaba para nosotros en algo que ya estábamos deseando hacer: interrogar a la viuda de Juan Luis Espinet. Las sutiles presiones que habíamos ejercido sobre los médicos que debían dar la autorización no hicieron sino empeorar las cosas. El tiempo pasaba sin un testimonio crucial y por eso, cuando se nos comunicó que el estado de salud emocional de Inés podía considerarse casi normal, dimos prioridad absoluta al asunto.
Para que ella no debiera desplazarse a comisaría, fuimos Garzón y yo a casa de sus padres en Barcelona, donde aún se alojaba con los niños. Era un gran piso de la calle Balmes, de un inmueble antiguo, elegante y burgués.
La joven viuda nos recibió sentada en un sillón de la sala. Iba sin maquillar, y estaba pálida como una princesa de cuento. Como una princesa también, llevaba el pelo rubio suelto sobre los hombros. Seria, inmóvil, replegada en sí misma, era la imagen clara de la desdicha y la indefensión. Resultaba bastante probable que se hallara todavía bajo los efectos de alguna medicación psicótropa o tranquilizante. Sus escasos gestos parecían torpes, enlentecidos, y las pupilas se notaban dilatadas. Todos los deseos prácticos y acuciantes que había sentido de tenerla frente a mí para someterla a una batería de preguntas se esfumaron de pronto. No sabía por dónde empezar. Me asaltó la intuición de que no sacaríamos de sus declaraciones nada de valor. Sin embargo, sólo verla, observarla, tenerla delante, me daba las claves necesarias para elaborar una idea mínima de cómo era el matrimonio Espinet.
—Sabemos que hablar de su marido va a costarle mucho —inicié de modo titubeante.
Sólo oír esa frase, su boca se abrió como si fuera a hablar, pero no lo hizo. Buscó aire como un pez sacado del agua. Se puso las manos frente a los ojos y empezó a llorar quedamente. Garzón me miró con apuro. «Se suponía que estaba mejor», decía su mirada. Lo intenté antes de que la cosa fuera a más.
—Inés, por favor, lo entendemos, entendemos su dolor, pero tiene que sobreponerse. Su testimonio nos puede ayudar. Ya han pasado bastantes días desde la muerte de su esposo y cada nueva jornada nos aleja más de encontrar la solución.
Se apretó la nariz con un pañuelo de papel. La barbilla le temblaba. Parecía una niña desorientada y frágil.
—Ya lo sé —susurró por fin—. Les aseguro que lo intento, me he preparado para cuando ustedes llegaran, pero no puedo, no puedo, yo…
No dejaba de llorar, despacio, dejando fluir lágrimas y tiempo.
—¿Quiere que llamemos a su madre para que esté aquí presente?
—Sí, por favor —dijo emergiendo de una especie de desmayo.
La madre de Inés era alta, bien parecida, más corajuda y segura que su hija. Supongo que ya gravitaba sobre ella la experiencia de la vida, por lo que su mirada dejaba traslucir una serenidad desencantada. Estaba dispuesta a ayudar a que su hija superara su zozobra, a que contestara a todo aquello que pudiera aclarar el asesinato de Juan Luis. Gracias a su presencia fue más fácil para mí preguntar, mientras Garzón apuntaba en su libreta.
—¿Cómo era su marido, Inés?
—Era muy alegre, muy trabajador, cariñoso con los niños.
La emoción la hizo desplomarse de nuevo sobre el llanto.
Su madre realizó la primera incursión en el diálogo:
—Era un hombre muy valioso, inspectora. Si no hubiera sucedido esta atrocidad, habría llegado a ser más importante incluso que su padre.
—¿Y en lo personal?
—Formaban una familia muy feliz.
Intenté valorar a toda prisa hasta qué punto aquellas contestaciones tan convencionales venían dictadas por el imperativo social. Era difícil de saber, el padre de Inés era un conocido hombre de negocios de Barcelona y debía moverse en círculos biempensantes. Con seguridad, todo en la vida de aquellas personas se atendría a un guión preescrito con meticulosidad.
Me extendí en preguntas sobre las aficiones y costumbres de Juan Luis Espinet. Su viuda iba dejando atrás la tristeza y respondía con calma. Era un hombre ordenado y metódico al que le gustaba la lectura y la música. Acudía dos veces por semana a su club de golf a las afueras de la ciudad, donde practicaba ese deporte y a veces se quedaba a comer. Poco más se podía decir, el resto de su vida se desarrollaba en familia y en su entorno laboral.
Le rogué a la madre de Inés que de nuevo nos dejara solas. La chica se tensó, pero su inercia de llanto imparable había desaparecido ya.
—Inés, es violento lo que tengo que preguntarle, pero no me queda más remedio que hacerlo. ¿Usted y su marido se llevaban bien?
—Sí, claro que sí —respondió con naturalidad.
—¿Sabe si él… o había sospechado alguna vez, que tuviera una aventura o la engañara de algún modo?
—¿Qué le hace pensar eso?
—Es una pregunta de rutina habitual.
—Pues no, nunca pensé que pudiera engañarme. No me ha dado motivos para pensar eso. Tenía mucha confianza en mí, y yo en él.
—Inés, el forense que practicó la autopsia de su esposo apreció un arañazo de una semana de antigüedad en su espalda, a la altura del omóplato. ¿Recuerda usted haber visto esa marca?
Se quedó perpleja.
—No, no lo recuerdo, quiero decir que seguro que no la vi.
—¿No recuerda ningún comentario de si había tenido algún pequeño rasguño?
—No.
—¿Ninguna circunstancia en que usted podría habérselo hecho accidentalmente?
—No, ¿es importante?
—En absoluto, simple deseo de no dejar cabos sueltos.
Seguía sin atar ella misma los cabos que debería haber intuido.
—Bueno, en ese caso ya no la molestamos más. ¿Qué piensa hacer ahora, va a volver a «El Paradís»?
—Aún no lo sé. De momento voy a quedarme aquí con mis padres. No sería capaz de regresar ahora. Después ya decidiré.
—¿Y su criada?
—¿Lali? Bueno, seguirá allí hasta que tome una decisión. Si luego vendo la casa tendré que despedirla.
Su mirada de mar en calma se perdió en el aire del salón.
El subinspector cerró su libreta de notas con un golpe y consiguió sobresaltarla. Pensé que debía de quedarse ensimismada más de una vez, preguntándose qué sucedería con su vida, que ya nunca volvería a ser igual.
Tuvimos que aparcar el coche a dos manzanas de comisaría. Problemas de tráfico. Estaban construyendo el entarimado gigante para la misa del papa y no paraban de entrar y salir enormes camiones que colapsaban la circulación. Caminando por la calle, las ideas bullían en mi mente de modo desordenado. Garzón me sacó del lapsus.
—¿Qué me dice de la hermosa viuda, inspectora?
—Estaba intentando procesar mis impresiones para hacerme una opinión sobre ella, y creo que ya la tengo.
—¿Se puede saber cuál es?
—Si tuviera que convivir con ella, le daría dos hostias. Es blanda e inmadura, demasiado infantil para su edad.
El subinspector se paró, quedó rezagado. Esperaba que yo me detuviera también, pero no lo hice, de manera que tuvo que alcanzarme con un par de saltitos de sapo alegre.
—Veo que ya se le ha agotado el ramalazo de ternura maternal que le dio el otro día.
—Sí, fue una debilidad pasajera.
—Pues me parece que es usted un poco injusta con esa chica. Acaba de perder a su marido de una manera brutal, se le ha truncado una vida que ya tenía planeada y sus hijos se han quedado sin padre. Son unas experiencias muy fuertes.
—Mi querido abogado de las damas desgraciadas, justamente en saber aguantar experiencias fuertes consiste la madurez, y en hacerlo sin ir a refugiarse en los brazos de papá y mamá. Además, no estoy haciendo un juicio moral de esa chica, a mí cómo sea esa chica me importa tres carajos. Lo que quería saber de ella ya lo sé.
Los ojos saltones de mi compañero me miraban de reojo al caminar.
—¿Y qué quería saber? —preguntó como un ser inmaduro él también.
—Que no resulta nada descabellada la posibilidad de que su marido se la pegara. Una niñita angelical puede estar muy bien para enamorarse según el patrón convencional de cierta sociedad, pero le aseguro que vivir junto a ella año tras año debe de ser un coñazo de mucho cuidado.
—Vivir año tras año con alguien, sea angelical o no, es siempre un coñazo.
—Que conste que eso lo ha dicho usted, Fermín.
Sonrió, contento con la autoría, mientras llegábamos a nuestro lugar de trabajo.
—¿Ha apuntado el nombre del club de golf de Espinet?
—Sí, inspectora.
—Pues tendrá que ir a hacerle una visita.
—¿No me acompañará?
—La última vez que pisé un club de golf fue con mi primer marido, y no quisiera recordar jugadas no deseadas.
—De acuerdo, ya iré. Pero ahora le recuerdo que tenemos una cita con el papa.
—¡Coño, se me había olvidado! Estoy harta de acudir todos los días a esas putas reuniones. ¿Cree que sirven para algo?
—¿Por qué siempre que se cita al papa tiene que blasfemar tanto?
—Digamos que ya no le temo a la condenación.
En la reunión para la seguridad de la visita papal nos aguardaba una novedad. Por primera vez estaba presente un prelado especialmente llegado de Roma para supervisar el proceso de preparación. Nos miró con aire reprobatorio al entrar. Quizá había olido el azufre de nuestra impiedad, o simplemente censuraba nuestro retraso, ya que Coronas nos lanzó otra mirada exactamente igual.
Como todos los días, los inspectores y subinspectores de diversas comisarías ocupaban las filas de asientos en plan colegial. Coronas les explicaba en un gran plano vertical de la ciudad el recorrido que llevaría a cabo la comitiva papal hasta llegar a la explanada de la misa multitudinaria. Me parecía increíble que tal cantidad de efectivos policiales fuera a mantenerse paralizada durante tanto tiempo por aquella cuestión, pero se trataba de una orden procedente directamente del jefe superior de Cataluña. Nadie preguntó qué pasaría con la seguridad de los ciudadanos durante tan larga manifestación de fervor popular.
Asistí a las prolijas explicaciones cotidianas sin el más mínimo interés. Todos debíamos estar informados, pero yo sabía que, a la hora de la verdad, algunos de nosotros quedaríamos excluidos de la operación para prestar servicio de retén. Suponía que, conociendo Coronas mi escasa motivación por el tema, no me reclutaría jamás. No escuchaba demasiado, me limitaba a seguir con la mirada las evoluciones que un imán representando el papamóvil ejecutaba conducido por la mano del comisario, que parecía poner los cinco sentidos en el juego.
Mis ojos se desviaron hacia el cardenal comisionado. Era un hombre de unos cincuenta y cinco años, alto, espiritado, vestido con un elegante crergyman sobre el que, a la altura del pecho, resaltaba la cruz distintiva de su jerarquía. ¿Qué otro oficio podría haber desempeñado un hombre así? Sienes plateadas, rasgos armónicos, manos delicadas que nunca habían conocido el trabajo duro… Demasiado sereno para un ejecutivo. Demasiado distante para un profesional liberal. Demasiado altivo para un profesor universitario. Quizá un artista. Un director de orquesta le cuadraba más: vestido para la galería, ejecutor de un rito, investido de mando, serio y seguro de sobrellevar una gran responsabilidad. Sí, un director de orquesta le cuadraba bien.
Obviamente se había dado cuenta de mi observación demasiado intensa, porque cuando acabó la reunión se acercó a mí. Miré a mi alrededor, estaba sola. Garzón había huido como el diablo en presencia divina.
—Pocas mujeres en esta profesión —dijo en un español perfecto.
—¿En Italia hay más? —pregunté.
—En el Vaticano, no.
Sonreí.
—Soy la inspectora Petra Delicado.
—Yo me llamo Pietro di Marteri.
—Una coincidencia en el nombre.
—Coincidimos también en velar por la seguridad del papa.
—Y ambos por obligación, una coincidencia más.
Lo había cogido por sorpresa. Sin embargo, su habilidad diplomática hizo que se borrara de su rostro cualquier turbación y dijo con una leve inclinación de cabeza y un tono de voz más bajo:
—En mi caso puedo asegurarle que hay también devoción.
—Pues ahí acaban nuestras coincidencias.
—La ocupación de policía debe de ser muy ingrata para una mujer, requiere mucha dureza.
Encajé bien el directo vaticano y repuse:
—Pongo toda la mía a su disposición. En beneficio de la seguridad del papa, naturalmente.
—Gracias, inspectora.
Se alejó con una leve sonrisa en los finos labios.
Creo que le había complacido la breve sesión de esgrima verbal. Garzón miraba nuestra despedida desde la máquina de café, intentando vanamente despistar. Vino hacia mí en cuanto el eclesiástico desapareció.
—¿Qué hacía hablando con el cura?
—Tengo la impresión de que mientras pulule por aquí tendremos garantizada un poco de conversación inteligente.
—¡Vaya, cojonudo!, un día me hace una alabanza de la familia y ahora resulta que le encanta charlar con curas. ¡Cada día la entiendo menos, inspectora!
—Por eso sigo resultando tan fascinante para usted, ¿verdad, Fermín?
—Sí, por eso será —dijo con cara de rechifla.
Luego me alargó uno de aquellos minúsculos vasitos de café y bebimos en silencio.