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El primer recibimiento fue una bofetada de calor, húmedo, adhesivo. El segundo no existió. Nadie fue a esperarme al aeropuerto de El Prat. A nadie avisé de mi llegada. Ésa pudo ser una buena razón que justificara el desierto humano con el que me encontré. Sin embargo, contra toda lógica, siempre se tiene la esperanza de que, al llegar, un pequeño comité agite una pancarta con tu nombre y se lance a tus brazos en señal de amistad.
Bobadas, pensé, ese tipo de cosas no pasa nunca, sobre todo a alguien como yo, que se ha convertido en celosa cancerbera de su tranquilidad. En el fondo, me sentí feliz de que nadie estuviera montando numeritos a mi costa poniéndome en evidencia ante los pasajeros de tránsito internacional.
Yo misma busco siempre la soledad. De hecho, regresaba de pasar mis veinte días de vacaciones en un lugar recóndito del mapa, el lago Vaërn, en el corazón de Suecia. Allí alquilé una cabaña de somera decoración y precio moderado y empleé el tiempo en leer, pasear, dormir, y constatar a cada instante que no hacía calor, que esa lámpara eterna del sol mediterráneo permanecía apagada allí. El sol, la pretendida bendición de los países sureños, ofrecía una tregua en aquella latitud. Todo lo que presuntamente caracterizaba a mi país: casas encaladas, comida aromática, brisa de mar, me parecía una mitología de pacotilla para atraer turistas. Agosto en España es inhumano, absurdo, agotador. El calor mata cualquier posibilidad de pensamiento y paz interior, cualquier vestigio de actitud civilizada. Por eso cogí las maletas, me largué rumbo norte y acerté.
Los suecos son los encargados de que el concepto de «paraíso» exista aún en alguna parte. Había sido una estancia deliciosa que nunca podría olvidar. El único punto que falló fue la frustración que experimenté al no llegar a ver pasar las bandadas de patos salvajes surcando los cielos en su migración anual. Era algo que deseaba vivamente. Desde que en mi infancia leí Las aventuras de Nils Holgerson, los patos salvajes me traen al pensamiento espacios abiertos y libertad. La autora, Sëlma Lagerloff, hace montar a Nils, un niño de corta edad, a lomos de un pato. Éste sobrevuela Suecia majestuosamente mientras Nils, confiado, observa el panorama maravilloso: bosques espesos, ríos limpios, casitas de madera… Supongo que mi mente inexperta soñó con hacer lo mismo alguna vez aunque fuera en versión española, algo así como contemplar el secarral de Castilla montada en una perdiz. En cualquier caso, la imagen se me quedó grabada y me sorprendí a mí misma intentando revivirla en Suecia, como si el tiempo no hubiera pasado y la vida fuera un juego de niños.
Cuando recuperé mi equipaje ya había empezado a sudar. Y un minuto después de que el taxi me hubiera depositado frente a mi casa de Poblenou, ya me encontraba de vuelta en la más descarnada realidad que le aguarda a un viajero: abrir la puerta de su hogar después de un mes de ausencia. En efecto, el aire olía a polvo concentrado, el suelo del hall estaba alfombrado de cartas y la luz del contestador automático parpadeaba tan locamente como si avisara de una alarma nuclear. El último testigo de que alguna vez había existido allí vida inteligente era un escuálido pepino que destacaba su figura en la nevera, acusando los síntomas de la putrefacción. Coloqué una bolsa de plástico en el cubo de basura y lo tiré. Estaba perdida, ya había realizado mi primera acción cotidiana y razonable. El hecho de precipitar aquel simple pepino en ruinas marcaba el auténtico final del sueño de libertad. Ahora sí que no conseguiría avistar a los gansos salvajes, mis vacaciones habían terminado. Los demás desastres vendrían solos.
En la tarde libre que aún me quedaba, tenía que aprovechar el tiempo a fondo para lograr una mínima organización: llevar mi ropa a la lavandería, comprar comida para sustituir el pepino extinto y localizar a la asistenta para que volviera a venir regularmente. Debía, en definitiva, hacer todo lo posible para devolver a mi vida una cierta normalidad, si es que eso significa algo.
Sin embargo, por un sentido mínimo del deber —otra frase de cuyo significado auténtico dudo—, no tenía más remedio que oír todos aquellos mensajes telefónicos acumulados en el contestador. Miré la pantallita digital. Catorce mensajes. ¿Catorce?, ¿catorce recados en un mes de agosto, fecha tradicional para desaparecer? El mundo no se olvidaba de mí aunque yo intentara abandonarlo. Apreté la tecla correspondiente con tanta cautela como curiosidad. El primero correspondía a mi asistenta. Me hacía saber que se encontraba dispuesta para empezar a trabajar. Bien, un avance en mi reorganización. Luego pasé al segundo, al tercero, al cuarto, pasé todos y cada uno de ellos hasta el número catorce. No lo podía creer, el montante entero pertenecía a una sola voz y había sido efectuado en su totalidad aquella misma mañana. El sentido último de aquel mensaje universal era más o menos el mismo en cada caso: «Petra: si no ha llegado aún, debe de estar a punto de hacerlo. Llámeme en cuanto lo haga sin dilación. La necesito con urgencia en comisaría.»
La voz no se daba a conocer, seguramente porque no era necesario. ¿Qué otra persona podía tener necesidad urgente de mí si no era el comisario Coronas? Deploré su habitual estilo descuidado, la reiteración inconveniente del verbo «hacer». Aunque, reconocí, la gente suele ponerse nerviosa al dejar un recado, tanto como si estuvieran grabando ópera para la BBC. Al menos alguien había estado deseando mi vuelta, aunque no precisamente para darme un abrazo. Surgió en mí la duda: ¿le llamaba o no? Al fin y al cabo, aún me encontraba disfrutando de mi período vacacional, que no acababa hasta el día siguiente. No tenía, pues, por qué haber oído aquel grito de urgencia. Sin duda debía de tratarse de alguna cuestión irrelevante que podía solucionarse sin mi concurso; conocía bien las angustias gratuitas del comisario. Volví atrás y reflexioné, ¿tan poco imprescindible me consideraba a mí misma? Ya que ni la amistad ni el amor parecían reclamarme en Barcelona, al menos necesitaba hacerme la ilusión de que la policía no podía pasar sin mí.
Llamé. Triunfó el deber, o la estupidez, o quizá, para ser más sinceros, la vanidad.
—¡Vaya, Petra, por fin! —enfatizó Coronas como un científico frente a un hallazgo trascendental—. La he llamado cien veces. ¿Se puede saber dónde estaba?
—De vacaciones, señor. De hecho, hasta mañana todavía lo estoy.
—Me hago cargo. Le diré lo que ha de hacer: cuando llegue a comisaría, pase por el Departamento de Personal y dígales que le abonen el día de vacaciones que va a perder. Porque la necesito aquí, Petra, cuanto antes, mejor.
—¿Ha ocurrido algo grave?
—¿Usted qué cree? Todo lo que ocurre en esta ciudad es grave, Petra, lo sabe muy bien. Y en las fechas en que nos encontramos es mucho peor aún. La mitad de la plantilla está todavía de vacaciones, la otra mitad acaba de volver, con lo que andan despistados… y, encima, ¡lo del papa!
—¿Han detenido al papa?
Hizo una pausa más larga de lo normal. La aguanté sin inmutarme.
—Petra, he dicho que la necesito a usted, sus ironías pueden quedarse de vacaciones por siempre jamás.
—Me temo que van incluidas en el lote, señor.
—En mi despacho dentro de una hora. Adiós.
Puede que las vacaciones no hubieran hecho cambiar mi sentido de la ironía, pero tampoco habían cambiado el autoritarismo de Coronas. Las cosas que me había dicho no sonaban a novedad: prisas, falta de personal, proliferación de delitos en el momento más inoportuno… Sólo había una primicia de difícil clasificación: ¿qué pintaba el papa entre los desvelos del comisario? Se trataba sin duda de una originalidad, de un elemento anómalo que me estimulaba a pasar sin dilación por mi lugar de trabajo.
Me vestí, me arreglé y dije adiós a mis planes de intendencia y organización del hogar. A punto estuve de recuperar el pepino despreciado por si venían tiempos peores.
Fui en coche hasta comisaría, una mala decisión. Tras un rato de tráfico mediterráneo intenso y animado, volvía a echar de menos Suecia y su concepto nórdico de la vida. De nada me sirvió la nostalgia. Media hora después, ya con los nervios a flor de piel, desembarqué en la magnífica casa pública desde donde se combaten el delito y las fuerzas del mal.
Nada más aterrizar en el interior, mi primera visión consistió en un plano corto del subinspector Garzón peleándose con la máquina de café. Me acerqué a él exhibiendo la sonrisa de quien acaba de regresar de tierra extraña.
—¡Fermín, ¿cómo está?!
No sé por qué gasté tanta efusión, ya que todo cuanto hizo él fue saludar rutinariamente y pedirme una moneda que lograra sacar del artefacto exigente algo que se pudiera beber.
Me quedé de una pieza. Una se va, tarda un mes en volver, visita lugares alejados del planeta y todo lo que obtiene al regresar es un saludo esquemático como si sólo faltara desde el día anterior. Le di una moneda con el desdén de los treinta denarios. Sacó su café, bebió y me miró con ojos de lechuza cansada después del desvelo nocturno.
—¿Lo ha pasado bien? —se dignó preguntar.
—Muy bien, ¿y usted?
—¡Joder, ya ni me acuerdo! Llegué hace tres días y no he parado un momento. Llevo un caso yo solo, por lo visto tengo que ayudarla a usted en otro y, encima, lo del papa.
—Oiga, ¿qué coño es lo del papa?
Sin hacerme caso enfiló el pasillo camino del despacho de Coronas a toda velocidad. Yo le seguía como un periodista a un político, dando saltitos y adecuando mi paso al suyo mientras intentaba atraer su atención con preguntas breves y punteadas.
—¿Qué caso tenemos que llevar?, ¿qué caso le han encargado a usted?, ¿qué es lo del papa?
Paró por fin en seco.
—¿De verdad no sabe lo del papa?, ¿dónde se ha metido en los últimos días?
—En Suecia.
—¡El quinto coño!, ¡con razón no se ha enterado! —exclamó, reiniciando su loca carrera.
Le habría explicado con placer que Suecia no es para nada el quinto coño, sino un país ideal donde no se cometen asesinatos porque todo el mundo se suicida ordenadamente y donde no hay papas, sino únicamente atormentados pastores protestantes al estilo de Bergman, pero ni me dio tiempo a tanta especificación ni mi destino vacacional parecía importarle un pimiento. Intenté, sin embargo, ser cordial.
—¿Y usted, dónde ha estado usted, Fermín?
—¡Bah, en un sitio y en otro! Voy a explicarle lo del papa antes de que entremos ahí para que no se gane ningún bufido del comisario. Es muy fácil. El papa visitará Barcelona dentro de un mes, un encuentro con la juventud o no sé qué zarandajas. Hay que organizar un dispositivo de seguridad del copón. Encima, la misa multitudinaria se celebrará ahí al lado, enfrente de la catedral, de modo que la responsabilidad de ese acto recae exclusivamente en nuestra comisaría. ¿Qué le parece?
Pensé, sonreí.
—Pues que si el papa quiere encontrarse con la juventud podría invitarlos al Vaticano.
—No tendrá suficientes tazas de té.
Antes de que golpeara rítmicamente la puerta del despacho de Coronas, le pregunté una vez más:
—¿Dónde ha pasado las vacaciones, Fermín?
Pero no respondió, quien lo hizo fue el comisario con un atronador:
—¡Adelante!
Coronas lucía un bronceado casi perfecto. Deduje que también a él la cruda realidad del delito acababa de cogerlo por el cuello justo después de llegar de vacaciones. Insistí en la pretensión de un saludo especial tras un período de ausencia y fracasé de nuevo. Nuestro superior abrió fuego verbal sin decir ni «buenos días».
—¡Vaya, por fin la gente va apareciendo! Los esperan en Sant Cugat. Urbanización «El Paradís». Allí está ya el inspector Beltrán y su equipo de huellas. El caso, si es que lo hay, viene adjudicado a nuestra comisaría. Ha aparecido muerto un abogado joven, vecino de la urbanización. Los primeros indicios podrían indicar asesinato. Salgan pitando para allá. Me dicen que el juez ya ha llegado. Asistan al levantamiento y a ver qué dice el forense.
—¿Eso es todo, señor? —preguntó Garzón no sé si con ánimo irónico.
—Sí —dijo escuetamente el comisario metiendo las narices en el ordenador. Cuando ya teníamos un pie fuera de la estancia añadió—: ¡Ah, Petra, y recuerde que no está excluida de las reuniones del papa por no ser creyente! Garzón le explicará.
Garzón me explicó en el coche camino de Sant Cugat. Para que el dispositivo de seguridad que se pretendía montar fuera operativo al ciento por ciento, se realizaban reuniones casi diarias coordinando varias comisarías.
—¡Maravilloso, ¿no le parece, inspectora?, como si no tuviéramos otra cosa que hacer!
—¿Por qué está de tan mal humor, Fermín?
—¿Quiere que le cuente qué caso me ha endilgado Coronas para que lo resuelva yo solito?
A medida que iba contándomelo o, mejor, escupiéndomelo, comprendía que su ánimo sombrío no era exagerado. Se trataba del típico caso ratonera para el que nadie en comisaría se hubiera ofrecido voluntario. Un asesinato entre familias rivales de etnia gitana, o sería más correcto decir entre clanes rivales. Un joven de veintisiete años había aparecido muerto de una puñalada asestada en el curso de una pelea. Existían sin duda testigos, pero ninguno estaba dispuesto a hablar, ni siquiera los familiares del muerto. Según el subinspector, éstos esperaban mejor ocasión para tomarse la justicia por su mano. La familia del presunto agresor echaba tierra encima de todo el asunto. El papel de la policía en este tipo de crímenes no podía ser más desairado: dar tumbos de un testigo mudo a otro, practicar alguna detención cautelar, lanzar globos sonda con la esperanza de que alguno hiciera saltar chispas, y cruzar los dedos para que al asesinato investigado no siguieran otro u otros. Frustración, ése solía ser el resultado final.
Intenté animarlo con frases hechas acerca de la profesionalidad y el sentido del deber, pero no encontré respuesta por su parte. Seguía gruñendo como un animal en su madriguera.
—Oiga, Garzón, aparte del trabajo intensivo y el síndrome posvacacional, ¿le ocurre algo más?
Me miró de reojo. Negó con un gesto.
—Quizá si me contara algo sobre sus vacaciones se sentiría un poco oxigenado y mejoraría su humor.
—¡Bah, aún sería peor recordar el pasado! Lo real es que ahora estoy pringado hasta las cejas, ya me ve.
Al subinspector le sucedía algo anormal, estaba convencida. No había querido soltar ni una palabra de sus vacaciones, y eso era inédito en él. Además, el ejercicio de la profesión, por muy duro que fuera, nunca lo sumía en semejantes estados de pesimismo. Decidí en aquel momento que, aparte de investigar el caso de Sant Cugat, averiguaría también qué le había pasado a mi compañero.
Cuando llegamos a la urbanización «El Paradís», el sol lucía con algo más de fuerza. Garzón dio varias vueltas en coche por el hermoso entorno hasta dar con la pequeña parada policial que solía indicar el comienzo de un caso: una ambulancia, dos coches patrulla y varios vehículos más. Nos esperaban ya con cierta impaciencia. El inspector Beltrán y los rastreadores del terreno habían extendido su campo de acción. Me alegró comprobar que el juez de guardia era Joaquín García Mouriños, un gallego de cierta edad, cordial y cachazudo con el que había coincidido varias veces y me llevaba muy bien.
—¿Ha visto esto, Petra? —me recibió abriendo las manos al estilo patriarcal—. Venga, venga aquí.
Me tomó del brazo y me hizo acercarme a la gran piscina que había al fondo. Me quedé sin habla al descubrir que, sobre el agua azul, flotaba boca abajo un hombre completamente vestido.
—Dígame qué le recuerda, venga, rápido, dígamelo.
No estaba para adivinanzas, la fascinación del cuerpo sin vida acaparaba toda mi atención. García Mouriños se impacientó:
—¡Vamos, Petra, está perdiendo facultades! ¿Cae o no cae?
—El crepúsculo de los dioses —musité.
El gallego hizo coincidir una palmada y una risa para festejar mi acierto.
—¡Exacto! Como si el gran Willy Wilder hubiera querido repetir su excelsa película en la realidad. No me extrañaría ver aparecer por aquí a Gloria Swanson dentro de un momento.
—¿Qué ha pasado, juez? —pregunté sin dejarme arrastrar por los apasionamientos de cinéfilo empedernido que ya le conocía.
—Se trata de Juan Luis Espinet, un abogado joven y, según su reputación, muy competente. Anoche estaban reunidos él y su esposa con dos matrimonios amigos que viven en la misma urbanización. Celebraban una cena. A las tres de la madrugada salió a buscar algo que había en casa de los Puig y no regresó. A los veinte minutos, mosqueados por lo que tardaba, salieron a buscarlo. Y lo hallaron aquí. A su mujer le ha dado un ataque de nervios muy aparatoso. Se la han llevado a casa de sus padres en Barcelona. A sus dos niños, también.
—¿Signos externos de violencia? —preguntó Garzón.
—Hasta que no saquen el cadáver… en seguida llegará el forense, espero, llevo más de una hora aquí.
—¿Dónde está el inspector Beltrán?
—Con sus hombres, inspeccionando la urbanización. Si quieren encontrarlos, sigan el camino central de las acacias y en seguida los verán.
—Iré yo —se ofreció el subinspector.
Lo vimos desaparecer a paso ligero. García Mouriños volvió a sus pensamientos.
—¡Una gran película, sí, señor, ya no se hacen películas así!
—¿Tiene alguna idea de lo que ha pasado aquí, juez?
—A lo mejor estaba borracho y se cayó.
—¡Bah, ninguno de los thrillers que usted ve se sustentaría con ese argumento! ¿Qué han estado haciendo los hombres de Beltrán?
—Buscar huellas e indicios como locos. Aparte de eso, también buscaban como locos la manera de tomar un café. Ya les advertí que dudaba mucho que encontraran un bar en esta urbanización; esto es un pequeño paraíso para jóvenes patricios. Mucho lujo, más del que usted y yo podremos disfrutar nunca, aunque luego resulte que, a la hora de la verdad, no puedes tomarte ni un mal café.
—¿Dónde están los amigos del muerto?
—Permanecen concentrados en casa de Espinet, es lo que determiné por si usted quería verlos a todos juntos.
En ese momento hicieron su aparición una ambulancia y un coche.
—Aquí tenemos a la autoridad sanitaria —proclamó alegremente el gallego.
Se notaba que ya llevaba unos cuantos años en mi profesión, al forense también lo conocía. Alfredo Martínez, un tipo esquinado que casi siempre exhibía en público su perenne mal humor. El entorno de naturaleza y silencio tampoco parecía influir en su ánimo. Saludó lo imprescindible y se dirigió con una libretita y una cámara fotográfica hacia la piscina.
—¡Joder!… —exclamó—. Los cuerpos encontrados en el agua siempre complican las cosas.
No tenía ganas de escuchar sus exabruptos, de modo que decidí dejarlo solo mientras trabajaba, dando la posibilidad a García Mouriños de que hiciera otro tanto.
—¿Me acompaña a buscar al inspector Beltrán? Van a ser sus hombres quienes tendrán que sacar el cadáver de la piscina.
El juez se adhirió en seguida a mi propuesta; también conocía al doctor Martínez. Caminamos juntos por el sendero por el que Garzón había desaparecido.
—Es mal encarado el tal Martínez —comenté.
—¡Así es la viña del Señor! —filosofó mi compañero de paseo—. ¡No hay nadie completamente de una pieza en la personalidad humana! Seguro que Martínez tiene sus días buenos. Sólo el cine da personajes y situaciones que uno entiende y disfruta en profundidad.
Dejé de escuchar la previsible charla sobre séptimo arte que siguió para concentrarme en el panorama del pequeño «paraíso». A aquellas horas se empezaba a ver movimiento en la urbanización. Sin embargo, nadie salía para ver qué pintaba tanta policía por allí. Si sentían curiosidad, la controlaban muy bien. Se veían luces encendidas y olía a café. Eran los únicos síntomas de que, tras las paredes de los lujosos chalets, existía vida. En algunos jardines había juguetes abandonados el día anterior: pelotas, pequeñas bicicletas de colores vivos. Sin duda, todos aquellos «jóvenes patricios», tal y como los había definido acertadamente el juez, tenían hijos pequeños en quienes habían pensado para tomar la decisión de irse a vivir a aquel lugar. Macizos de flores, árboles bien podados, setos uniformemente recortados… era un decorado tan idílico como irreal. Había sido preparado hasta el último detalle, nada crecía allí por generación espontánea. Las vallas que rodeaban las casas eran de poca altura, al estilo americano. Todas tenían colocadas en la puerta unos carteles que bautizaban las residencias con nombres de flores: «Los Geranios», «Los Lirios», «Las Violetas»… No dejaba de ser una cursilada, pero supuse que el promotor de la idea debió de sentirse un genio el día en que se le ocurrió.
Resultaba chocante pensar que, a pocos kilómetros de allí, se extendían las ciudades dormitorio periféricas de Barcelona. Obviamente, aquellos que podían se dotaban a sí mismos de una realidad creada artificialmente que nada tenía que ver con la fealdad, el ruido o la contaminación del entorno real. Sin embargo, todo era tan cuidadoso, tan elaboradamente aséptico, que parecía una especie de jardín botánico. Habría sido terrible para mí vivir en un sitio semejante, sin una tienda, ni un bar, un quiosco de periódicos o una parada de autobús. Lo peor, sin embargo, se me antojaba la falta de diversidad: familias de edades parecidas, de la misma raza y clase social y probablemente con parecidas ideas y principios. Representé mentalmente mis salidas matutinas de la casa de Poblenou para ir a trabajar a comisaría: las viejas señoras que acuden temprano a comprar como si el día fuera a quedárseles corto, mi charla diaria con el vendedor de periódicos, que me proporcionaba un primer acercamiento crítico a la actualidad nacional… los bares atestados, los currantes con mono de faena… No, no me acostumbraría jamás a levantarme y ver las flores que un jardinero ha plantado para mí, ni las calles que un constructor ha programado pensando en gente como yo, ni la casa que un arquitecto ha imaginado como habitáculo ideal para que yo viva dentro. Sería como permanecer aislada en un gueto concebido para obtener un determinado tipo de felicidad basada en la negación de otros mundos.
Cuando volví a conectar con la charla de García Mouriños, éste se hallaba disertando sobre la excesiva violencia de las películas de Tarantino. Afortunadamente, en seguida avistamos al grupo policial que buscábamos. Se encontraban en un punto de la valla metálica que protegía el perímetro completo de la urbanización. Beltrán hablaba animadamente con Garzón mientras varios policías jóvenes se acuclillaban en el suelo.
Nos hicieron un resumen preciso de la cuestión. Un intruso había cortado el alambre de la verja y posteriormente había penetrado en el recinto. Habían encontrado unas llaves cerca de la piscina, las que el muerto llevaba en el bolsillo.
—Sin duda, el intruso venía preparado —dijo Beltrán—. No se corta este calibre de cable con cualquier cosa. Debía de llevar consigo una cizalla.
Habían encontrado una única huella de un pie, el derecho, impresa en una pequeña zona en la que escaseaba el césped protector. Nada en la parte externa a la urbanización, ni siquiera marcas de neumáticos. Como si quienquiera que fuera hubiera aparecido allí volando.
Los hombres se afanaban en sacar un molde de la pisada.
—¿No hay guardia de seguridad? —pregunté.
—Dos, uno de día y otro de noche. El de noche lleva consigo un rottweiler.
—¿Y no oyó nada?
—Dice que no.
El hecho de que un extraño hubiera traspasado la barrera prohibida le daba un enfoque concreto al asunto. La posibilidad de un asesinato se concretaba ahí. Como siempre que me enfrentaba a los prolegómenos de un nuevo caso, sus componentes se me agolpaban en un estado de desorden absoluto, pugnando por conseguir un lugar preferente en mi atención. Varias preguntas concatenadas que los presentes me dirigieron acabaron de potenciar esa sensación:
—¿Quiere interrogar al guardia de seguridad?
—¿Vamos a ver la casa de la víctima?
—¿Buscamos ya testimonios?
—Lo primero es sacar el muerto del agua —dijo con firmeza el juez ante mi falta de respuestas.
—Supongo que sí —musité, haciendo visible mi turbación. García Mouriños se dio cuenta de mi estado y comentó:
—El responsable de una investigación es como el director de una película, debe poner orden en el caos.
Llevaba razón, y el caos se hallaba en aquel momento instalado cómodamente en el centro de mis neuronas. Atajé mis dudas embarulladas y bajé la claqueta: ¡Acción!
Sacar el cadáver del agua no era una operación sencilla. El doctor Martínez se negó a que se arrastrara el cuerpo hasta la orilla con algún instrumento por miedo a los roces o alteraciones que pudiera sufrir. Los policías de Beltrán empezaron a agitar el agua con las manos con la esperanza de que el cuerpo derivara hacia la zona poco profunda de la piscina. Lo consiguieron con destreza en muy pocos intentos. Después, pidiendo perdones hacia mí, se quitaron los zapatos y los pantalones. En calzoncillos se echaron al agua para izarlo. Eran jóvenes y alegres, de manera que, aunque su cometido se revelara como macabro, no podían dejar de sonreír y soltar bromas en voz baja como si estuvieran en medio de un juego acuático.
Por fin, los restos del abogado quedaron tendidos sobre el poyete de la piscina. Quise verlo antes de que el forense iniciara su inspección. Me acerqué con temor, todavía era un muerto, cuando se determinara que había sido asesinado pasaría a convertirse en «la víctima», un ente abstracto sobre el que podría trabajar con frialdad profesional. De momento aún veía el terrible y a la vez fascinante armazón humano del que la vida no hacía mucho que había escapado.
Lo observé bien, cara a cara, con la luz pálida y clara de la mañana. Enjuto, huesudo pero atlético, de facciones regulares y nobles, cabello rubio, nariz perfecta. Tenía los ojos abiertos, azules como aguamarinas, ya sin ninguna expresión que no hubiera borrado la muerte. Se los cerré, arriesgándome a una bronca del forense. Noté la carne fría de sus párpados, la piel húmeda y delicada. Sus pestañas largas y rubias brillaron al sol. Un hombre hermoso. Sentí ganas de llorar. Siempre es la belleza de una víctima lo que mueve a piedad, más que la pobreza o el sufrimiento.
El doctor Martínez, que había empezado a renegar por no poder tomar café, se acercó con su maletín y yo me hice a un lado. Garzón se percató de que me encontraba conmovida. Le sonreí y dije como disculpándome:
—Un hombre joven que muere, es absurdo, ¿verdad?
—Siempre lo es, aun cuando sea viejo, aunque sea de muerte natural.
Asentí con tristeza. Ajenos a la tragedia, García Mouriños, Beltrán, Martínez y los policías se habían convertido en un grupo de hombres que habrían matado por un café. Yo también empezaba a sentir ganas de tragar algo amargo y caliente, aparte de mi repentina congoja.
Al cabo de media hora, el forense se acercó con cara de trámite cumplido.
—¡Esto es un desierto! ¡Debe de ser el único sitio de España donde no han abierto un puto bar! Bien, inspectora Delicado, si aún tenía en la cabeza la posibilidad de una muerte accidental, ya puede ir descartándola. Ese hombre tiene una herida en el occipital, es una contusión muy fuerte que debió de provocarle conmoción cerebral inmediata. Es evidente que alguien le golpeó en la cabeza con un objeto pesado y romo. Sin embargo, dudo que el golpe fuera lo suficientemente fuerte como para matarlo. Cayó al agua inconsciente y se ahogó. Creo que ésa es la auténtica causa de la muerte.
—¿Y la hora?
—De dos a tres de la madrugada. De todas formas, ahora nos lo llevamos para el Anatómico-Forense. Pero no espere resultados de autopsia hasta dentro de una semana; están completamente desbordados. En este momento hay allí más muertos que vivos. En fin, señores, yo ya he acabado aquí.
Nos dio la mano y se largó desabridamente mientras los camilleros hacían los preparativos para llevarse a la víctima. Si no de certeza, como mínimo había dejado una pequeña estela de claridad tras de sí. Asesinato.
Contemplamos en silencio cómo metían al abogado en la ambulancia. Allá iba aquel cuerpo principesco, a yacer en el frío de una nevera. Todos nos estremecimos un poco. Garzón sacó al grupo del respetuoso impasse.
—¿Robo, inspectora?
—Ni siquiera le han quitado el reloj de oro que llevaba. Lo he visto en su muñeca.
—¿Alguien entró con intención de robar y él lo sorprendió?
—¿Y lo llevó hasta el borde de la piscina para agredirlo?
—A lo mejor caminaron hablando hasta allí.
—No cuadra.
García Mouriños interrumpió las primeras deducciones a bulto.
—Señores, yo he certificado lo que tenía que certificar. Ya no pinto nada aquí, y como además no se puede tomar café… A no ser que me endosen este caso, sólo me queda desearles suerte, porque quizá vayan a necesitarla, nada de esto tiene buena pinta, la verdad.
—Gracias por animarnos, juez —suspiré, víctima de la impotencia. El magistrado me tomó cariñosamente del codo.
—¡Valor, Petra!, el tiempo de vacaciones ya acabó. La vida criminal necesita sus servicios. Hablando de otra cosa, ¿cuándo va a acceder a casarse conmigo? Sería maravilloso, lo compartiríamos todo: delitos y afición por el cine. ¿Qué más se puede pedir? No soy un hombre exigente, le dejaría escoger película dos veces de cada tres.
Miré con simpatía su cara de hogaza gallega a medio cocer.
—Un día, juez, le voy a dar un buen susto contestando afirmativamente a sus peticiones de matrimonio. Yo en su lugar dejaría las bromas de corte sentimental. Son peligrosas para un viudo que lleva media vida haciendo lo que quiere.
Rió campanudamente como un demonio de guiñol. Luego lo vi alejarse entre flores preguntándome cómo lograba su apariencia de felicidad en un mundo tan duro. ¿Las ficciones del cine lo preservaban de la realidad?
—¡Mis respetos a Gloria Swanson! —gritó desde lejos corroborando mi suposición.
Garzón me sacó de las ensoñaciones en las que estaba cayendo con periodicidad alarmante.
—No tiene gracia la broma. Ese vejestorio siempre está coqueteando con usted.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—Pues nada, sólo que usted suele decir que detesta a los tipos que se sienten obligados a coquetear en cuanto ven a una mujer.
Mis días de asueto me habían hecho olvidar que contaba con una conciencia alternativa. ¿Realmente mis presupuestos feministas habían calado tan hondo en el subinspector?
—¡Déjese de frivolidades, Garzón, y vaya a interrogar a ese guardia del rottweiler!
En condiciones normales, mi subordinado me habría obsequiado con alguna contestación sustanciosa, pero como persistía su humor repugnante, se limitó a encogerse de hombros y desaparecer. ¿Qué demonios le habría pasado durante las vacaciones?, ¿por qué había perdido su ánimo bonachón y bromista?
Beltrán y sus muchachos, ya vestidos, se afanaban buscando por última vez indicios o restos alrededor de la piscina. No podía demorarlo más, aunque no me apetecía lo más mínimo el maldito contacto humano que sigue a un crimen, debía entrar en casa de la víctima y hablar con sus amigos. Le temía como a nada al momento de presentarme ante familiares o allegados al muerto. Era como si me sintiera algo culpable del delito, responsable de un destino terrible, cómplice de la fatalidad.
La casa de los Espinet se llamaba «Las Margaritas». También tenía juguetes esparcidos por el jardín, que entonces me parecieron trágicos. Entré sin llamar, la puerta estaba entornada. Crucé un pequeño hall y ante mi vista se abrió el salón. Dos hombres y dos mujeres lanzaron sobre mí una idéntica mirada de sorpresa, como si realmente ya no hubieran esperado que alguien fuera a ocuparse de ellos. Las mujeres estaban sentadas en el sofá, una abrazaba a la otra, ambas con los ojos enrojecidos por el llanto. Uno de los hombres se encontraba de pie junto al ventanal, bebía una copa. El otro, acuclillado frente a un televisor, parecía haber estado mirando las imágenes de una pantalla que emitía sin voz. Me incliné por una presentación directa.
—Buenos días, señores. Soy la inspectora Petra Delicado y me han encargado esclarecer la muerte de Juan Luis Espinet.
—¿Le han asesinado? —preguntó a degüello el hombre de la televisión.
—Eso creemos.
La mujer que parecía más afectada se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. Su compañera la acunó.
—Rosa, por favor, cálmate.
—¿Puede explicarnos qué ha pasado? —volvió a preguntar el hombre.
—Es pronto aún. Sólo sabemos que alguien lo golpeó desde atrás, que cayó a la piscina y que allí se ahogó.
Un estremecimiento visible recorrió el pequeño grupo. Debí de hacer algún gesto que denotó mi cansancio, porque la mujer que consolaba a su amiga me señaló un sillón y dijo:
—Siéntese, inspectora. ¿Quiere que le prepare un café?
—¿Eso sería posible?
—¡Desde luego!, conozco muy bien esta casa. Si quiere, puedo preparar café para todos sus compañeros.
—Le aseguro que estaría haciendo una auténtica obra de caridad.
Se levantó y salió con aire resuelto. Era rubia, no muy alta, redondeada y de piel fina. De ella se desprendía un halo agradable y acogedor. Me volví hacia los demás y abrí mi libreta.
—Voy a necesitar todos sus datos.
El tipo del vaso en la mano tomó la iniciativa. Debía de tener treinta y tantos, como todos ellos. Era alto, moreno, y estaba muy bronceado. Llevaba elegante ropa informal y mocasines italianos sin calcetines. Parecía el típico guapo, incluso podría haber pasado por un gigoló.
—Bueno, empezaré yo. Me llamo Mateo Salvia y Rosa es mi mujer —señaló hacia la doliente del sofá.
—¿Dónde viven ustedes?
—Aquí, en «Los Nardos». Todos vivimos en esta urbanización. Somos amigos desde hace muchos años. Las tres parejas compramos las casas a la vez.
Después de apuntar volví la mirada hacia el otro varón. Era rechoncho, no muy atractivo, con calvicie incipiente y una nariz respingona que le daba aspecto de alumno empollón. Todo él parecía un niño que hubiera crecido de repente sin perder los distintivos de la infancia.
—Yo soy Jordi Puig y Malena, bueno, María Elena, la llamamos Malena, es mi esposa, la que acaba de salir. Vivimos en «Los Ibiscus». También soy abogado, socio de Juan Luis Espinet en el bufete. Tenemos tres hijos pequeños.
Se había violentado extraordinariamente al realizar aquella autopresentación. Casi temblaba. Dos cercos de sudor habían aparecido bajo las mangas de su camisa.
—¿Ustedes no tienen hijos? —retrocedí al guaperas.
—No —respondió.
—¿Trabaja usted fuera de casa, Rosa?
Rosa, una espigada castaña muy bella a pesar de los estragos del llanto, hizo un esfuerzo por hablar pero no pudo. Su voz se estranguló al primer intento y se echó a llorar. En ese instante volvió Malena con una bandeja llena de olor a café. Bendije mentalmente su presencia. Ella sonrió.
—Les he sacado unas tazas a sus compañeros y casi me han recibido con aplausos. Nunca había visto a nadie tan deseoso de tomar un café.
—Los policías nos alimentamos de café, no se trata de un tópico. Y no resulta muy fácil encontrar un bar por aquí, ¡es un sitio tan tranquilo!
Mateo Salvia estalló:
—¡Era tranquilo!, por eso lo escogimos, por eso y por la seguridad, y total, para que luego pase algo tan terrible como lo que acaba de pasar.
Procuré rebajar la tensión que habían generado sus palabras sin llegar a cortar una reacción que los movería sin duda a hablar y contarme algo sin necesidad de que yo lo preguntara.
—Comprendo muy bien lo que quiere decir. El sistema de seguridad de su urbanización no es malo; pero al parecer esta madrugada alguien ha cortado la alambrada que la rodea y ha penetrado en el recinto.
Hubo un momento de asombro general, de confusión. Salvia montó en cólera:
—¡Santo Dios!, ¿y dónde estaba ese puto guardia jurado? ¡Ya os dije que me parecía un inútil y un chulo! ¡Siempre paseándose con su maldito perro como si exhibirse fuera suficiente!
Malena se acercó a él y le puso una taza de café en las manos.
—Tranquilo, Mateo, ahora ya no sirve de nada gritar.
—¡Pero tendrá que dar explicaciones, ¿no, inspectora?, tendrá que darlas!
—Las dará. Mi compañero está interrogándole.
Me dirigí a Malena, que era la única que conservaba una cierta serenidad.
—Dígame, Malena, ¿usted trabaja fuera?
—No, de las tres amigas soy la única ama de casa. También soy abogada, pero mi marido y yo decidimos que me quedaría aquí mientras los niños fueran pequeños. Inés, la mujer de Juan Luis, tiene una tienda de ropa infantil y Rosa, ¿se lo has dicho, Rosa?
Rosa negó tristemente con la cabeza. Malena sonrió y dijo cariñosamente:
—Rosa es un crack. Tiene su propia empresa. Una mujer muy importante.
El crack musitó con voz alicaída:
—Malena, por favor, déjalo.
Miré a su marido, que había rechazado el café y se servía un nuevo whisky con gesto malhumorado.
—¿Y usted, a qué se dedica usted?
—Trabajo como economista en la empresa de mi familia. Fabricamos repuestos de automoción.
—Bien —dije, apuntando como una encuestadora aplicada. Y añadí sorbiendo con placer mi café—: ¿Quién lo encontró?
Jordi Puig se tensó visiblemente. Tenía las gafas empañadas por efecto de la transpiración.
—Yo, yo lo encontré.
—¿Cómo ocurrió?
—Habíamos cenado aquí. Después tomamos unas copas. Entonces Juan Luis recordó que había olvidado en el coche una botella de bourbon comprada para la sobremesa. Me levanté a buscarla, pero Juan Luis insistió, quería ir él para despejarse un poco. Cogió las llaves y salió. Al cabo de veinte minutos aún no había regresado. Comentamos que seguramente no lograba dar con la botella porque iba algo bebido.
—Era imposible que no la encontrara —apuntó Malena Puig.
—Bueno, el caso es que, entre bromas, decidí ir a ver. No estaba en el parking, no lo encontraba en ninguna parte hasta que… hasta que oí un ruido en la zona de la piscina y acudí por si estaba allí. —La emoción hizo que se le quebrara la voz. Su mujer se colocó junto a él y le pasó el brazo por los hombros—. Y sí, estaba allí, flotando boca abajo en la piscina. Fue espantoso; por más años que pasen nunca olvidaré esa imagen. Yo…
Se quitó las gafas de un golpe y se masajeó los ojos con los dedos evitando llorar.
—¿A qué hora fue eso?
—Sobre las tres de la madrugada.
—Es más o menos la hora en que murió. ¿Cómo fue ese ruido que oyó?
—No sé decir, como ramas o troncos rompiéndose, aunque pudo ser cualquier otra cosa. He estado dándole vueltas, y cuanto más lo pienso menos claro lo tengo.
—Seguramente, la persona que mató a su amigo estaba huyendo en ese momento.
Mateo Salvia explotó en un nuevo arrebato de furia:
—¡Sí, probablemente el ladrón estaba aún allí, podría haberte matado a ti también mientras ese pingüino dormía tranquilamente con su perro a los pies!
—¿Cree usted que se trataba de un ladrón? —pregunté elevando las cejas para resaltar mi curiosidad.
Me miró con la indignación saliendo a borbotones por sus ojos.
—Supongo que fue algún hijoputa que entró a robar. ¿Quién podría ser si no, inspectora?, ¿el vecino de al lado, que se dedica a asesinar en sus ratos libres?
—No te pases, Mateo —le increpó su mujer con cierta acritud.
—¡Coño, que esto no es un barrio bajo, ni una zona industrial apartada! —remachó el colérico amigo.
—¿De quién son estas llaves? —pregunté, mostrando las que Beltrán había encontrado, ahora metidas en una bolsita para pruebas.
—Son las del coche de Juan Luis —respondió Jordi Puig tras una simple ojeada.
Se estremeció. Los observé disimuladamente a todos. Los estragos de la tensión y la noche sin dormir se hacían evidentes.
—Ahora pueden irse a descansar o a sus quehaceres. Por supuesto, tendré que hablar con ustedes más veces, y los llamarán a declarar ante el juez, pero por el momento es suficiente. La casa quedará cerrada unos días. En estas tarjetas está mi número de móvil y el de comisaría. Para cualquier cosa, llámenme.
—Pero ¿y Lali? —preguntó Malena Puig con sorpresa.
—¿Lali?
—Juan Luis e Inés tienen una criada filipina. Está arriba, en su cuarto. La pobre lleva un susto horrible, lo está pasando fatal.
—Nadie me había informado. Tendremos que hablar con ella.
—Sea comprensiva, inspectora, la chica está muy afectada —me recomendó Malena.
—Descuide, como todos mis compañeros, siempre lo soy.
Me pareció una despedida adecuada que implicaba la mínima impertinencia necesaria en un miembro de la policía.
Salimos ordenadamente y fui en busca de Garzón, al que encontré haciendo anotaciones en su bloc.
—¿Qué tal, subinspector, cómo le ha ido con el guardia?
—Es un tontaina. Ya sabe, lo típico. Se ha pasado medio interrogatorio diciendo que le habría gustado ser policía para ayudar a los demás, pero no aprobó los exámenes de ingreso, una fatalidad. Me parece un colgado sin pizca de cerebro.
—¿Dónde estaba a la hora del crimen?
—Según él, dio una vuelta completa por toda la urbanización sin ver nada anormal, se nota que no hay espejos. Luego se metió en su caseta y estuvo escuchando la radio. Hasta las cinco de la madrugada no volvió a hacer ninguna inspección.
—¿Le ha parecido un tipo sospechoso?
—Veremos, en principio, no. ¿Qué tal usted con los amigos de Espinet?
—Ya lo leerá en el informe, yo diría que son gente bastante normal. Aún queda por interrogar a la asistenta filipina que vive con los Espinet. Acompáñeme, estoy harta de tomar apuntes como una estudiante.
Me siguió, obediente y silencioso. Subimos al piso superior de la hermosa casa de los Espinet. El cuarto de servicio era una enorme habitación con baño. Estaba decorada en un estilo entre country y naïf, como si perteneciera a un niño. Tenía un gigantesco televisor. La asistenta se encontraba sentada en un sillón, acurrucada sobre sí misma como un pollo asustado. Lo primero que hizo al vernos fue echarse a llorar. Sentí la tentación de no ser comprensiva con ella, las lágrimas me sacan de quicio.
—Tranquilícese, Lali, por favor.
—El señor está muerto.
—Sí, lo sabemos, somos los policías encargados de la investigación.
Empequeñeció aún más sus ojos oblicuos y arreció en el llanto.
—Lali, te lo ruego, tenemos que hacerte unas preguntas.
Lo único que conseguí con aquella declaración de intenciones fue que lo que hasta el momento habían sido lloros silenciosos se convirtieran en el berreo de un bebé. Garzón y yo nos miramos con desánimo. Él se hizo voluntariosamente con las riendas de la situación.
—Vamos a ver, Lali, ¿no puedes parar de llorar?
La voz de mi compañero tuvo la virtud de instalarla ya en el centro de la histeria, fuera de todo control. Aullaba como un lobo perdido en la estepa. Mi móvil sonó. Me aparté unos pasos de aquel surtidor.
—¿Inspectora Delicado? Soy Malena, la mujer de Jordi Puig. ¿Todo va bien con Lali?
—Pues, a decir verdad, no hemos conseguido que se serene como para poder hablar.
—Me lo imaginaba, por eso la llamo. Todos sabemos cómo es, se trata de una muchacha un poco infantil y simple. ¿Quiere que vaya? A lo mejor se tranquiliza si me ve.
—Se lo agradezco, si no es abusar…
Bendije hasta la sombra de aquella encantadora mujer, capaz de echar una mano en los momentos críticos y, sobre todo, de hacer café caliente. A los cinco minutos ya estaba allí. Lali se echó en sus brazos cuando la vio. Ella la cobijó, la consoló, le limpió la cara como si se tratara de una niña.
—Lali y yo somos buenas amigas, ¿verdad? Ella me cuenta cosas de su familia en Manila, ¿no es cierto, Lali?
La filipina asintió considerablemente más serena. Malena la había manejado con habilidad. Al cabo de un instante estaba dispuesta a contestarnos. Nuestra salvadora hizo ademán de marcharse, pero le pedí que siguiera presente para evitar nuevas cataratas de dolor.
—¿Puedes decirnos qué hiciste anoche?
—Servir la cena, arreglar la cocina, ver la tele y dormir.
Atribuí tanta concreción a su escaso dominio de la lengua.
—¿A qué hora te fuiste a la cama?
—A las doce.
—¿Has oído esta noche algo especial?
—Sí, a mitad de dormir oí cosas.
Garzón y yo nos miramos con un relámpago de complicidad. Era bastante irregular que Malena permaneciera presente durante el interrogatorio, en especial si el testimonio resultaba sustancioso. Le di las gracias por su cooperación y la hice salir. Ella se aseguró de que Lali iba a estar bien, le recomendó que contestara a todas nuestras preguntas y le dio un beso cariñoso en la mejilla. Antes de que tuviera el segundo pie fuera de la habitación, Garzón disparó a saco, sin miedo a herir la sensibilidad de la chica:
—¿Qué es lo que oíste?
—A la señora loca de al lado. Anoche gritó con la cabeza fuera de la ventana. No es especial.
El español rudimentario de Lali formó una niebla en torno a sus palabras.
—¿Puedes explicarte mejor?, ¿hay una señora loca que vive al lado?, ¿por qué dices que no es especial?
—No es especial que diga cosas en la ventana de donde duerme. Muchas veces dice cosas, anoche también.
Garzón tiró de una silla y se sentó frente a ella, mirándola con intensidad.
—Vamos a ver, ¿quieres decir que en la casa de al lado vive una señora que está loca?
La chica, algo intimidada, respondió:
—Sí, en «Las Adelfas». Una señora vieja con un señor viejo que no está loco.
—¿Y qué dijo anoche, puedes recordarlo?
Lali me lanzó una mirada que era una petición de ayuda. Garzón estaba forzando la máquina. Intervine:
—Tómate el tiempo que necesites para pensar.
—Siempre dice cosas tontas: «¿Cómo te llamas?», «Hoy llueve agua». Ayer decía: «¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?»
—¿Viste a alguien, a algún extraño?
—No. Miré y tampoco había ningún pajarito.
—¿Recuerdas a qué hora fue eso?
—No. Dormía y me levanté, pero no miré el reloj.
Miré por la ventana. Daba al lateral trasero de la casa. Un seto y una valla metálica separaban el jardín del contiguo. Las ventanas vecinas, también traseras, estaban muy cercanas.
—Esa señora loca está mucho en la ventana.
—¿Sabes cómo se llama esa señora?
—Señora Domènech.
—Muy bien, Lali, lo has hecho muy bien. ¿Dónde te vas a quedar hasta que vuelva la señora Espinet?
—La señora Espinet me deja que por la noche vaya a dormir a casa de Tahita, que trabaja en «Los Girasoles». Tengo miedo aquí sola.
—Es una buena idea.
Dimos una vuelta por el jardín antes de marcharnos. En la parte posterior de la casa había una puerta que daba a la cocina. Los hombres de Beltrán ya habían inspeccionado el terreno sin hallar nada, ni pisadas, ni objetos olvidados, ni rastros. El césped tupido que crecía por todos lados dificultaba las improntas. Garzón se rascó la oreja al estilo canino.
—«¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?» ¿Hasta qué punto estará loca esa vieja señora, Petra?
—Habrá que comprobarlo. ¿Se ha hecho el interrogatorio rutinario a los vecinos?
—El de rutina, usted lo ha dicho, sin más profundización. Coronas ha dado orden de no crear alarmas innecesarias. También se ha hablado con el presidente de la comunidad. Resultados negativos, todo el mundo dormía. Hemos repartido tarjetas con nuestros números de teléfono.
—¡Vaya, nuestro jefe no quiere que molestemos a estos tranquilos ciudadanos. No me negará que hace gala de una gran sensibilidad hacia las clases privilegiadas!
—Así es el mundo.
—Habrá que hablar con el señor viejo que no está loco.
—Vamos allá.
—Espere, quiero un poco de información previa. No podemos llamar a la puerta y preguntar: «Aquí vive una vieja loca, ¿verdad?»
—El presidente de la comunidad se ha ido ya a su trabajo. Es el único que podría informarnos.
—Iremos a casa de Malena Puig. Siendo tan servicial, no creo que le importe colaborar un poco más.
Pusimos rumbo a «Los Ibiscus» caminando entre casas floreadas.
—¡Vaya chozas!, ¿no? —exclamó el subinspector.
—¿Le gustaría vivir aquí?
—No sé, a lo mejor. Si montaran un bar…
—Se aburriría mucho, Fermín.
—Podría plantar un huerto en el jardín y comer tomates frescos todo el año.
—La comunidad no se lo consentiría. Pensarían que eso de los tomates es una cutrez y le obligarían a poner plantas decorativas.
—Lleva razón. Estoy de maravilla donde estoy. Pensándolo bien, en ninguna otra parte podría estar mejor. Solo en mi apartamento, tranquilo, un poco de música, un partidillo de fútbol en televisión y la nevera bien provista de cerveza y pizza congelada. ¡No saldría de allí ni aunque me propusieran el palacio de Buckingham!
No esperaba semejante andanada hogareña de Garzón. Desde que nos habíamos visto a la vuelta de vacaciones, aquella inusitada reivindicación había sido su primer comentario positivo. Definitivamente estaba raro.
Frente a «Los Ibiscus» llamamos a la puerta del jardín. Inmediatamente, un labrador juguetón apareció ladrando en tono poco amenazante. Un segundo más tarde apareció una chacha de uniforme. El acento con que dijo: «Sí, pasen, en seguida avisaré a la señora Puig» la delató como originaria de algún país sudamericano, quizá ecuatoriana.
Nada más entrar en el amplio hall llegó Malena Puig. Llevaba a un niño varón cogido de cada mano. Calculé que tendrían siete y cinco años, no más. Al vernos sonrió. Se había duchado y cambiado de ropa. Ahora tenía un aspecto juvenil, con tejanos y una camiseta azul celeste. Me vi en la necesidad de disculparme.
—Perdone, ya estamos de nuevo aquí. No queremos molestar, pero…
—No me molestan. En seguida los atenderé. Tendrán que esperar un instante porque, si no, estos chicos van a perder el autobús del colegio. Decid buenos días, niños.
Los dos niños obedecieron con aire soñoliento.
—¡Hola, chavales! —soltó Garzón con un detestable estilo de campechano cura rural.
Malena les puso a los chavales unas pequeñas rebecas de punto, ayudó a ambos a cargarse una desproporcionadamente grande mochila a la espalda y los besó. Hacía esas maniobras con una gracia admirable, como si formara parte de un ballet. Sus gestos denotaban cariño y firmeza.
—¿Ya han empezado el curso? —preguntó mi compañero, empeñado en la sociabilidad infantil.
—Aún no. Pasan las mañanas de setiembre en un centro donde hacen deporte y aprenden inglés.
El subinspector asintió cargado de razón, como si aquellas dos actividades le parecieran el colmo de la prudencia educacional.
—Sí, señor, eso es lo que hay que hacer, prepararse para el futuro, que es muy competitivo —apuntó, ya completamente instalado en el lugar común.
La madre se volvió e impulsó a los niños por la espalda.
—Vamos, id con Azucena, ella os acompañará al autobús.
Salieron como un par de pequeños autómatas programados. Malena Puig volvió a sonreír.
—Tardan en despertar. Entren y siéntense.
—Sólo queremos hacerle una pregunta.
—¿Por qué no vienen a la cocina y desayunamos como Dios manda? Con esta historia terrible aún no he probado bocado.
Nos negamos hasta donde la cortesía nos dictó y luego entramos con ella en la cocina, encantados con la posibilidad de comer algo. Era una cocina alegre y llena de luz. En una amplia mesa quedaban los restos del desayuno de los niños. Malena los retiró en dos segundos y colocó un mantel de colores. En otros dos segundos, un servicio completo de café y un gran bizcocho ocuparon el espacio vacío.
—Lo he hecho yo, espero que les guste.
—¡Un bizcocho hecho en casa, no me lo puedo creer, esas cosas ya no existen! —exclamé.
—Es terrible, ¿verdad, inspectora?, perder el tiempo preparando pasteles.
—No he querido decir eso.
—Ya lo sé, pero es terrible de todos modos. Hace poco leí que muchas amas de casa americanas hornean su propio pan para dar más calidad de vida a su familia. Yo espero no llegar a tanto. Supongo que cuando los niños crezcan volveré a trabajar.
—¿Llegó a trabajar como abogada?
—Sí, tuve varios trabajos relacionados con el mundo del Derecho. Luego entré en el bufete de Adolfo Espinet, el padre del pobre Juan Luis. Supongo que han oído hablar de él, es uno de los abogados más prestigiosos de Barcelona. Ahora ya está jubilado, pero su nombre aún abre todas las puertas. Me imagino cómo les habrá caído esta muerte absurda a él y a su esposa. No creo que logren levantar cabeza nunca más.
—Usted y su marido, ¿se conocieron en el bufete del padre de Espinet?
—En cierto modo, sí. Yo era amiga de Juan Luis y me propuso entrar en el bufete. Después, él mismo me presentó a Jordi. Nos enamoramos y nos casamos. Todo iba bien hasta que anoche…
Se ensombreció de pronto, e hizo un gesto de desesperación. El subinspector, que ya le había metido mano al bizcocho, participó por primera vez en la charla.
—Usted parece la única que conserva la entereza después de lo que ha pasado.
—Sí, mi especialidad es mantener la calma, pisar fuerte en la realidad. Tengo ese rol en el grupo.
—¿El grupo?
—Las tres parejas estamos muy unidas. Los niños van a los mismos colegios, celebramos todo en común, compramos las casas por las mismas fechas… Somos como una pandilla… o, mejor dicho, lo éramos. Ahora no sé qué pasará. Sólo espero que Inés no decida abandonar «Las Margaritas» e irse a vivir con sus padres. Sería un error tremendo. Aquí podemos ayudarla, animarla un poco.
Encendí un cigarrillo. Nuestra amable anfitriona fue en seguida a buscar un cenicero.
—No le he preguntado si permite fumar en su casa.
—Por supuesto que sí. Nuestra familia no es muy escrupulosa con las reglas. El perro, y también dos gatos que tenemos, pueden entrar en toda la casa, excepto en la cocina. Los niños no tienen vetado ningún lugar y las visitas se presentan sin anunciarse. Supongo que no hago bien permitiendo tanta relajación, pero me gusta vivir en un ambiente de cierta libertad. Además, no quiero estar permanentemente enfadada, y el mejor método para conseguirlo es no implantar demasiadas reglas.
Me reí. El dominio de aquella mujer fuerte de aspecto débil sobre su pequeño reino me fascinaba. Garzón no parecía apreciar estos detalles, debían de sonarle como la típica conversación entre mujeres, y quizá lo era.
—Inspectora —dijo, limpiándose las migajas—, hemos venido para hacerle una pregunta a la señora Puig, ¿recuerda?
—Cierto, perdóneme. Nos ha tratado tan amistosamente que había olvidado nuestra obligación. Dígame, Malena, ¿es verdad que junto a la casa de los Espinet vive una señora loca? Eso nos ha contado Lali.
Pestañeó varias veces, pensando, luego se dio una pequeña palmada en la frente y exclamó:
—¡Una señora loca, por Dios Santo, la pobre señora Domènech! Esa Lali siempre está exagerándolo todo, ya les dije que era un poco especial. Los Domènech viven en «Las Adelfas», junto a la casa de los Espinet. Él es un empresario textil jubilado y su esposa sufre el mal de Alzheimer. ¡Pobrecita, y pobre de él también! Aunque durante el día tiene una enfermera que lo ayuda, debe de ser terrible ver cómo su mujer se consume de esa manera. Supongo que por eso decidió venir a vivir aquí, están tranquilos y pueden salir a tomar el sol.
Asentí varias veces. Eso explicaba el extraño testimonio de la filipina. La cuestión que no tardaría en planteársenos era: ¿un enfermo de Alzheimer es fiable cuando dice: «¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?»? ¿Significa eso que ha visto a alguien en realidad, un auténtico pajarito, está refiriéndose a un intruso, se trata de una simple frase aleatoria, de una alucinación?
Nos levantamos entre sinceras muestras de agradecimiento por el desayuno y la información. En el momento de ganar el hall, algo me llamó la atención en la escalera. Un puntito vacilante venía hacia nosotros parándose en cada escalón. Me quedé inmóvil viendo bajar a una niña de apenas dos años, muy atenta a sujetarse en el pasamanos. Era rubia, de piel blanca, tenía unos enormes ojos color avellana y llevaba un pijama cuajado de ositos. Malena se volvió hacia ella y la esperó con los brazos abiertos.
—¡Ana!, ¿ya está despierta mi querida niña?
La cogió en un abrazo apretado mientras ella nos miraba con curiosidad.
—Mira, estos señores han venido a hablar con mamá.
—Hola —dije sin saber muy bien qué correspondía a aquel tipo de presentación—. Es preciosa —añadí, dirigiéndome a su madre.
—Sí, es la pequeña joya de la familia. Dale un beso, Ana.
Me acerqué y, para mi sorpresa, la niña extendió los bracitos hacia mí y se apretó contra mi cuello en un arranque espontáneo. La abracé. Era tierna como el algodón recién recolectado. Olía a colonia, a sueño. Un calorcillo agradable se expandió por mi cuerpo. Me sentí azarada, muda de placer.
—Dale un beso al señor también.
Ana miró de reojo a Garzón sin demostrar demasiada efusividad. Su aspecto de revolucionario mexicano no debía de parecerle tranquilizador. Sin embargo, ya imbuida a tan tierna edad del encanto social pertinente, aproximó su boca a la del subinspector y le plantó un beso sonoro cerca del bigote. Garzón se echó a reír.
—Gracias, bonita, ha sido un beso estupendo —dijo al tiempo que le palmeaba la mejilla quizá con demasiado ímpetu.
Deposité mi cálida carga en el suelo y ésta salió corriendo hacia la cocina, sin duda en busca de la chacha. Noté cómo la parte de mi cuerpo que había estado en contacto con el suyo se enfriaba. Había sido una experiencia placentera, como cuando un gato peludo decide ronronear junto a tu oreja.
Cuando estábamos plantados frente a «Las Adelfas» en espera de que alguien nos abriera, aún me encontraba turbada por la ternura de aquel bebé. Pero si me había dejado llevar en exceso por la parte sonriente de lo cotidiano, me aguardaba un contraste definitivo para hacerme una idea global de lo que la vida es. Los preámbulos de la visita a los Domènech fueron exiguos, casi no hubo que hablar. El marido en seguida nos atendió, aunque de mal humor. Recibir dos veces a la poli en la misma mañana es una prueba de que ningún ciudadano modélico suele pasar sin renegar un rato. Y renegó, ¿pensábamos que era lícito molestar a los vecinos más viejos y más necesitados de calma de la urbanización? Garzón cayó en la funesta tentación de recordarle sus obligaciones y el jubilado se rebotó:
—Oiga, toda mi vida he trabajado como el que más para formar una empresa floreciente. Mi obligación ahora es vivir en paz, y la suya procurar que lo consiga.
La cosa no podía comenzar peor, era una situación viciada incluso antes de formular la primera pregunta. Sin duda, los rumores y las noticias habían alterado a los habitantes de aquel lugar apacible, aunque no se notara. Intenté reconducir la conversación y atajar males mayores.
—Señor Domènech, no venimos aquí por gusto o ganas de molestar, sino cumpliendo un deber de trabajo. Nos han informado de que es posible que su esposa haya visto al asesino de Juan Luis Espinet. No tenemos más remedio que interrogarla.
La expresión del empresario se desarticuló debido a la sorpresa, y cuando volvió a la normalidad su mal humor se transformó en abierta cólera:
—¡Por todos los santos, no lo puedo creer! ¿Quién ha podido informarles de una estupidez semejante? ¡Mi esposa es una mujer enferma y si ustedes tuvieran dos dedos de frente no se presentarían aquí con la pretensión de…!
Ni todas las canas de Matusalén le habrían librado del golpe que di sobre la mesa.
—¡Basta ya, no tiene ningún derecho a gritarnos así! Si no quiere cooperar con nosotros, le enviaré una citación del juez para que su esposa declare en un organismo oficial.
—¡Mi esposa no está en sus cabales, de modo que no puede declarar!
—¡Para saber si su esposa está o no en sus cabales tendrá que pasar las pruebas de nuestros médicos! ¿Es eso lo que quiere?
A veces gritar al que grita va bien. Domènech se calló. Se miró las rodilleras de los pantalones, quizá contando hasta diez, y suspiró con profundidad.
—Está bien. Díganme lo que quieren.
—Una testigo oyó a su mujer decir textualmente desde una ventana de su casa: «¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?» Era un rato antes de que Juan Luis Espinet fuera asesinado, y podría tratarse de una frase significativa. Queremos hablar con ella.
No reaccionó. Asintió tristemente con la cabeza.
—Está bien, vengan por aquí. Ella no sabe nada de ese horrible asesinato, habría sido inútil decírselo.
La casa tenía similitudes de construcción con las restantes, pero la decoración era bien distinta de la de los Espinet o los Puig. Muebles clásicos y oscuros cuadros antiguos reflejaban una generación anterior. La ligereza de la madera clara y los sofás de colores había sido sustituida aquí por un empaque un tanto opresivo.
En el salón, junto a una mesa camilla arrinconada frente al ventanal, estaba la señora Domènech. Tenía un aspecto pulcro, elegante, perfectamente normal. Los cabellos blancos estaban bien cortados, peinados hacia la nuca. Llevaba una falda negra y una hermosa blusa de seda blanca. Cualquier fantasioso paralelismo con el mito de «la loca que habita la casa de al lado» se esfumaba en la improbabilidad. Sólo sus ojos azules presentaban un interrogante. Era como si estuvieran vacíos, como si no los animara ninguna intención conocida.
Domènech se sentó a su lado y le palmeó la mano con cariño. Su actitud, el tono que empleó para hablarle, no podían ser más opuestos a los que había exhibido con nosotros. Se transfiguró.
—Lolita, querida, hay unos señores que han venido para saber cómo estás.
La anciana nos miró sin cambiar de expresión. Luego se volvió hacia su marido.
—¿No paseamos hoy?
—Sí, claro que sí, cómo no vamos a pasear en un día tan hermoso. Pero antes tenemos que atender a nuestros invitados. Ellos quieren preguntarte una cosa y a lo mejor tú les puedes contestar.
El esposo me hizo un gesto con la cabeza para darme entrada y, sin saber muy bien qué tono emplear, sonreí.
—Señora Domènech, soy Petra Delicado, y él es Fermín Garzón.
—Mucho gusto —dijo lúcidamente como una niña bien educada. Era la primera vez que, en circunstancias de interrogatorio policial, me contestaban algo así.
—Anoche estaba usted en su dormitorio como cada noche, ¿verdad?
—Sí, tengo un dormitorio para mí sola.
La contundencia de su tono y la comprensión que demostraba me hicieron concebir esperanzas.
—A media noche, ¿vio usted a alguien en el jardín de sus vecinos los Espinet, algún extraño, alguien que pasara o se escondiera?
Miró con cierta angustia a su marido y éste le guiñó un ojo para transmitirle tranquilidad.
—Yo no tenía sueño aún. Algunas noches miro por la ventana.
—Sí, eso es; entonces quizá pueda decirnos qué es lo que vio.
—Las flores, que se cierran porque ya no hay luz.
—Desde luego, las flores; ¿vio algo más?
—A veces salgo al jardín.
Miró de nuevo a su marido como si hubiera cometido alguna maldad. Él fue a hablar, pero lo interrumpí con una indicación.
—¿Salió anoche?
—A lo mejor sí, pero no puedo salir porque me perdería y no sabría dónde estoy.
—Señora, piénselo bien, por favor, ¿vio usted a alguien anoche por la ventana o en el jardín, si es que salió? ¿Le dijo usted a alguna persona: «¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?»?
Al oír la frase quedó por completo ausente. Si rememoraba lo sucedido o se había extraviado en algún recoveco de su mente, resultaba imposible saberlo. Desvió la mirada desde mi rostro a la ventana, la dejó vagar por el jardín. De pronto se animó:
—¡Mire allí! —exclamó. Miré sin comprender a qué se refería—. ¡Allí, allí! —señalaba la rama de un sauce que casi rozaba el cristal.
En efecto, un jilguero se hallaba posado en el árbol y se movía con la inquietud permanente de los pájaros.
—¡Un pajarito de verdad!
—¿El que vio anoche no lo era, señora Domènech, era quizá un hombre?
Me encaró de nuevo. Su expresión había cambiado. Parecía no reconocerme en absoluto. Casi asustada, se dirigió a su esposo:
—Tengo sed.
—En seguida te traerán agua.
—Tengo sed, tengo sed, tengo sed…
Continuó repitiendo lo mismo con creciente angustia y exasperación. Luego se echó a llorar con el mayor desconsuelo y ni siquiera su marido conseguía calmarla. Comprendí que había llegado el momento de marcharnos. Salimos sin intentar una despedida convencional que habría sido inútil. Domènech llamó a la criada para que se quedara con su mujer y nos acompañó hasta la salida. Estaba grave y nervioso.
—Bueno, ya han visto lo que ha pasado, hemos conseguido sacarla de quicio.
—¿Ella nunca percibe la realidad tal como es?, ¿el Alzheimer anula por completo su fiabilidad?
—Inspectora, yo les he permitido que hablen con mi esposa. Si quiere saber algo sobre el mal de Alzheimer, tendrá que investigar por su cuenta. No me dedico a impartir cursillos.
Supongo que llevaba razón. La puerta selló aquella tragedia cotidiana a nuestras espaldas. Nos encaminamos hacia el coche. Garzón sacudió la cabeza.
—Estoy acostumbrado a que los quinquis nos den caña, pero que ni siquiera los empresarios jubilados se pongan de parte del orden tiene tela. No sé adónde vamos a ir a parar.
—Es normal, se trata de un hombre amargado por las circunstancias. Usted, en su lugar, reaccionaría de la misma manera.
—Puede que peor. Si no me atacaba los nervios la enfermedad de mi mujer, me los atacaría vivir en este sitio tan horrible.
Conduciendo de vuelta a la ciudad rompí una lanza en favor de «El Paradís».
—No puedo comprender por qué le ha parecido un lugar tan horrible. A mí me ha causado una cierta nostalgia.
—¿Nostalgia de qué?
—De aquello que no tengo.
—¿Y qué puede encontrarse en «El Paradís» que usted no tenga?
—Pues no sé, niños pequeños, una familia… el tipo de cosas que tiene la gente normal.
Se removió inquieto en su asiento.
—¡Joder! —espetó con desprecio.
—Puede maldecir todo lo que quiera, pero lo cierto es que la familia presenta aspectos agradables. ¿Ha visto a esa niñita en pijama? ¿No era una auténtica belleza natural como un río o una montaña?
—Con su permiso le diré, jefa, que lo último que esperaba en esta vida era oírla cantar las excelencias de la familia.
Estuve a punto de salirme de la carretera por culpa de la mirada que le lancé.
—¿Qué mosca le ha picado, Fermín? ¡Usted siempre ha sido defensor de las delicias del hogar!
—¡Bah, y usted siempre ha sido una renegada! Lo que ocurre es que ve cinco minutos a una cría muy mona y le sale un raro instinto maternal.
—¿Raro, y qué tiene de raro? Le recuerdo que soy una mujer de la misma pasta que las demás. Si el instinto maternal existe, ¿por qué yo no tendría que sentirlo?
—Creí que, por lo menos usted, no se dejaba licuar el cerebro con esas pendejadas.
¡Increíble, una inversión de papeles en toda regla! Garzón actuando en plan «rebelde sin causa» y yo reivindicando algo que me quedaba tan lejos como la maternidad. Corté bruscamente la conversación, era absurda y ridícula, como todo lo que no se matiza, y no estaba en mi ánimo ponerme a matizar con un Garzón asilvestrado y partidario de Herodes. ¿Cómo podía hacerle llegar las ideas, dudas y contradicciones que habían surgido en mí durante la visita a Malena Puig? ¿Era incapaz de comprender que yo apreciara algunas de las cosas que habíamos visto esa mañana? Por ejemplo, ¿qué tenía de malo reconocer que es agradable besuquear a un niño pequeño cuando se despierta? O en el otro extremo de la cadena, ¿acaso no resultaba reconfortante comprobar que un viejo marido siga hablando con cariño a su vieja esposa incluso cuando ésta ya no puede agradecerlo? ¡Demasiado para el bruto de mi compañero!
Comimos en una tasca inmunda que se contaba entre las predilectas de Garzón. Él pidió unas judías con chorizo y las atacó como si le hubieran ofendido. Comía con apetito, con brío, casi con sensualidad, y le pegaba tientos largos y meditados al vino.
Yo seguía ensimismada, aturdida, como si me hubieran despertado bruscamente de un sueño profundo. No hacía ni veinticuatro horas era aún una mujer libre, espiritual, un ser que se interesaba por la lectura, que se extasiaba ante los paisajes nórdicos llenos de belleza, mientras que ahora me encontraba caída como de bruces en un asunto criminal en el que ni siquiera conseguía centrarme.
—¡Esto sí que es vida! —exclamó el subinspector, sobresaltándome—. Un bar bien animado, un platito de judías, vaso de vino de Rioja y al cuerno con las preocupaciones. Por mí, las familias pueden quedarse tranquilas, no pienso unirme a ellas como un borrego al rebaño.
Cada vez me sentía más intrigada. ¿A qué venía aquella súbita fobia de Garzón contra las instituciones básicas? ¿Se había convertido de pronto en un anarquista radical o había sufrido alguna experiencia traumática con una familia en aquellas vacaciones de las que se negaba a hablar? Lancé un dardo explorador:
—¿Dónde ha pasado las vacaciones?
Clavó la mirada en el plato con cara de malas pulgas.
—En Mallorca —masculló.
—¡Pero Fermín, eso es estupendo! ¿Ha alquilado un apartamento o ha ido a un hotel?
—Viajé con el Club Méditerranée.
—¡Un club de vacaciones, qué idea tan buena! Deportes, fiestas, actividades organizadas y, además, se conoce a mucha gente, ¿no?
Respondió con un lacónico «sí» y se abismó en sus alubias. Era inútil, no estaba dispuesto a hacerme la más mínima confidencia, aunque por su mal humor deduje que el quid de la cuestión se hallaba efectivamente en las vacaciones. Ya con pocas esperanzas, añadí dos o tres lugares comunes sobre la belleza de las islas, pero cuando estaba poniéndome muy pesada atajó con una pregunta directa:
—¿Qué le parece el asunto?
—¿Qué asunto?
—Inspectora, estamos trabajando en un caso, ¿se acuerda?
—Vagamente, sí.
—¿Por qué no se concentra de una vez?
—Me encuentra dispersa, ¿verdad? Debería comprenderme un poco. Esta vuelta al trabajo ha sido como un secuestro. Aún no me encuentro mentalizada.
Me observó con censura. No esperaba de mí semejantes reblandecimientos. Bien dicen que mostrarse débil frente a un subordinado es un error, por muy pequeña que sea la debilidad o muy grande la mutua simpatía.
—¿Ha visto esa señora a un pájaro con plumas o con pantalones? —insistió en llevarme hacia el deber.
—No lo sé, pero en caso de que hubiera visto a alguien merodeando por casa de los Espinet, eso significaría que quizá ese alguien estaba esperando a que saliera algún miembro de la familia o, concretamente, Juan Luis.
—O no, el intruso oyó ruido proviniendo de la fiesta, se acercó, acechó, vio salir a Juan Luis, lo siguió y…
—¿Y qué? No tiene sentido.
—Nada de esto parece tenerlo. Un hombre joven, de éxito, brillante, perteneciente a una buena familia, felizmente casado…, ¿por qué alguien querría cargárselo?
—¿Descartamos a un ladrón casual?
Ninguno de los dos quería descartar nada. Era tan prematuro como lanzar hipótesis al aire. Sin embargo, la posibilidad de un ladrón fortuito pescado in fraganti por la víctima y que condujera a ésta hasta el borde de la piscina para matarlo se debilitaba por simple sentido común.
—La comida estaba buena —dijo Garzón pasándose la servilleta por la boca repetidamente—. ¡Bah! —añadió—. No sé cómo la gente es capaz de vivir en un sitio donde no hay ni un mal bar. ¡Los bares son el auténtico hogar de la gente sencilla, inspectora!
Quizá se debiera a mi estancia de casi un mes perdida en el campo, o quizá a la brusca zambullida en el mundo del delito, pero lo cierto era que encontraba especialmente pelmazo al subinspector. Una transición más lenta entre el lago sueco y la piscina mortuoria de Sant Cugat habría hecho las cosas más llevaderas.
Al atardecer, ordenando papeles en mi despacho, fui plenamente consciente por primera vez de que un hombre había muerto. Intenté recordar su cara pero no lo conseguí. Un poderoso sentimiento de malestar me invadió por completo. Salí de comisaría con el propósito inmediato de ver a Juan Luis Espinet de nuevo. Puede que la muerte hubiera borrado ya de aquel rostro cualquier vestigio de su auténtica fisonomía o expresión, pero quizá pudiera hallar en el cadáver rasgos de su personalidad.
No tenía permiso específico del forense o el juez para acceder a la morgue, pero el funcionario me conocía y me dejó entrar. Abrió para mí el cajón frigorífico e incluso consintió sin problemas en dejarme a solas con el muerto.
Espinet descansaba en espera de la autopsia. Lo miré atentamente, desterrando de mi ánimo cualquier emoción. El rigor había tensado sus rasgos. La boca se torcía ligeramente en el labio inferior. Sin embargo, aún era hermoso. Ni siquiera la palidez cerúlea de la piel ni la falta de brillo del pelo lograban desdibujar su apostura. Era hermoso.
¿Fue aquel hombre una persona honrada, paciente, curiosa, fiel? ¿Alguna vez se salió del guión que marcaba el decurso de su vida exitosa? ¿Se apreciaba en su cara algún rastro de locura, de vehemencia, de apasionamiento? Nada, sólo la quietud desasosegante de la muerte. Un segundo antes de recibir el golpe fatal, aquel cuerpo respiraba, aquella cabeza inerte se encontraba llena de ideas, de percepciones, de recuerdos. Un segundo después ya no era nada, un volumen que podía meterse en un cajón aguardando ser definitivamente acogido por la tierra. Me estremecí. Había sido absurdo el impulso de volver a ver aquella cara muerta.
Salí al pasillo, aún llena de aprensión e inquietud. Mi propósito firme era trincarme un whisky en el primer bar que encontrara, pero el azar puso en mi camino al juez García Mouriños.
—¡Petra Delicado, no me lo puedo creer! ¿Qué hace usted en la morada de la muerte?
—¿Y usted, juez?
—¡Bah, puro trámite y certificación! Seguramente lo suyo es más interesante.
Decidí ser sincera con él, ya que mi estado de angustia no me permitía el disimulo.
—¿Me invita a una copa, juez?, la necesito.
—¡Desde luego que sí!, ¿le ocurre algo?
—He cometido un error. Vine a ver otra vez a ese abogado de Sant Cugat para entrar con más ponderación en el caso y… en fin, no creí que me impresionara tanto ver a un cadáver a estas alturas, pero…
—¡Venga, salgamos de aquí! Beberemos un orujo en un bar que conozco.
Sentados frente a frente en medio del jolgorio de un bar gallego, García Mouriños me miraba con preocupación paternal.
—Suelo ser una mujer dura, pero hoy… ese hombre sin vida, el silencio…
—¡La muerte es cosa seria, Petra, pocas bromas! Aunque creas que estás acostumbrado, un buen día te coge la angustia por el cuello y no te suelta hasta que te hace resollar. Conoce mi historia, ¿no es cierto?
Asentí, todo el mundo en comisaría y en los juzgados conocía la historia del juez. Se casó muy joven, recién aprobada la oposición. Salió de viaje de novios con su mujer a Santiago. Alquilaron una moto para pasear, chocaron contra una camioneta en un mal viraje y ella murió. No se había vuelto a casar.
—Hace más de treinta años de eso. ¿Lo recuerdo aún con dolor? Pues no, ésa es la verdad. Hago mi vida y pocas veces pienso en la tragedia. Sin embargo, alguna noche larga me da por reflexionar y me sobreviene una oleada de terror. Mi esposa ya no es, ya no está, la muerte la borró para siempre, y cuando yo muera desaparecerá su recuerdo también. Es absurdo, Petra.
Se tragó de una tirada su copa de orujo y comprobé hasta qué punto la seriedad se le había instalado en los huesos de la cara, marcados y secos de pronto, angulosos. Luego dio una risotada y me palmeó un hombro con fuerza.
—¡Cojonudo! Usted sale deprimida del depósito de cadáveres y yo la remato con una historia fúnebre. ¿Sabe qué podríamos hacer para salir de nuestras horas bajas? ¡Vayamos al cine!
—No, juez, es muy tarde ya.
—Vamos, no sea aburrida, acompáñeme. Pasan Pulp Fiction en la Filmoteca dentro de un ciclo de violencia y ficción. El otro día dijo que Tarantino le gustaba.
—Me gusta, sí, pero…
No hubo opción a rehusar. Acompañé a García Mouriños y ambos vimos la célebre película por enésima vez. A la salida me ilustró con una larga teoría de por qué toda la cadencia jazzística de la acción se condensaba en el diálogo del «masaje de pies» entre John Travolta y Samuel L. Jackson. Sabía un montón, era un experto. Me miró con simpatía.
—La vida es más compleja que el cine, Petra, más aburrida también, tiene todo lo que un buen director tiende siempre a eliminar: tiempos muertos, digresiones, repeticiones, vueltas atrás…
—Como una investigación.
—¿Está preocupada con ese caso que acaban de empezar?
—Supongo que sí, mucho me temo que va a ser de los que se prolongan demasiado.
—¿Por eso quiso ver de nuevo a la víctima, para que no se esfumara de su imaginación?
—Quizá. Aunque ningún asesinado acaba de morir hasta que su caso queda aclarado.
—Usted lo conseguirá.
Sonrió enseñando sus grandes dientes demasiado separados y se despidió de mí haciendo sonar cordialmente su potente vozarrón.
Cuando llegué a casa estaba tan cansada que me metí en el dormitorio y me tumbé en la cama. Desde allí podía ver mi maleta, aún sin deshacer. No me encontraba con ánimos de intentarlo siquiera. Necesitaba dormir y despertarme ya bien ubicada en la vida diaria. ¿Por qué me costaba tanto reinstalarme en mi mundo policial?
Una motocicleta pasó a toda castaña por la calle haciendo un ruido atronador. En aquel momento comprendí que las vacaciones habían acabado y que, un año más, me quedaría sin ver a los patos salvajes surcando el cielo en su migración hacia cálidas tierras de acogida.