En la zona de luz los comensales viven la euforia de la sobremesa y en la de la penumbra se toman copas con cierta melancolía, especialmente el hombre cúbico y pelirrojo que tiene casi toda la pechera sobre la barra y contempla hipnotizado el puntillismo del lucerío de Brooklyn, más allá del East River, en el estrechamiento entre la Upper Bay y la Kower Bay. Cuatro dry martinis esperan el quinto que ya tiene en la punta de la lengua dirigida hacia un camarero presionado por el trabajo que ya no le ha hecho caso dos veces, prisionero de esta lógica íntima de los camareros que tienen programadas sus miradas, cada camarero reparte sus trabajos y sus miradas según un largo aprendizaje. Cada uno tiene su estilo. Este camarero rehúye sobre todo las confidencias del borracho, los efluvios líricos que le inspira el brillo metálico del río, la placidez con que una gabarra parece ir a ninguna parte y sobre todo la compensación del frío interior que le proporcionan los millones de puntos luminosos que parecen construir rascacielos de luciérnagas en la noche y sobre esta isla de tiempo del River Café, la cinta poética de ingeniería del puente de Brooklyn. ¿Por qué escribo poesía, se preguntaba Wallace Stevens? Y se contestaba: porque me veo impulsado por mi sensibilidad personal y porque a veces me canso de la monotonía de mi propia imaginación y parto en busca de la diversidad. Fíjese en el verbo, partir, partir en busca de. La poesía es un viaje. Y hasta el tercer martini el camarero le seguía el discurso con una cierta sonrisa, pero no le secundó ya en el cuarto, entre otras cosas porque el hombre cavilaba y de pronto exclamó: ¡Ya lo tengo! Es de un trabajo de Stevens, El elemento irracional de la poesía. Las luciérnagas titilan a lo lejos y el quinto martini se le hace agua en los ojos. Le invito a uno. Beba por mí.
He cumplido sesenta años. Prefiero un bloodymary. Pues un bloodymary. El camarero se combina el bloodymary y el hombre pasa su brazo por encima del mostrador y le detiene la marcha.
—¿Qué se puede hacer a los sesenta años?
—Me lo pensaré en el tiempo que me queda para llegar a esa edad.
—No. No le darán tiempo para pensar. La tendrá. Simplemente la tendrá como una lápida. A partir de esa edad llevará usted una lápida a cuestas, en la que sólo consta el nombre y el apellido, ni siquiera la graduación, como mandan los cánones de la Convención de Ginebra. ¿Usted sabe quién soy yo? ¿Sabe a qué me dedico? No. Ni le interesa, ni le importa. Pero yo iba para poeta, para profesor. Aquí donde me ve soy un hombre con cuerpo de hipopótamo y alma de rosita de pitiminí.
Hombre de cuerpo de hipopótamo y alma de rosita de pitiminí. Musitó varias veces hasta encontrar la musicalidad que le convenía. Las voces se habían convertido en una cortina que le sitiaba en su atolón de martinis y ya estaba cansado de entristecerse ante las melancolías de los luceríos. Otra gabarra, en sentido contrario, larga, con una pereza especial de río.
—Mañana me voy a mi cabaña. Quiero talar medio bosque. Hasta que no haya talado cien árboles no pienso descansar. He de probarme a mí mismo que aún puedo talar medio bosque.
El camarero está en el hemisferio occidental de la barra y los demás le son desconocidos. Da media vuelta y se considera lo suficientemente aplomado como para llegar hasta el coche sin tambalearse. El vehículo parece amenazado por un posible derrumbamiento del puente de Brook lyn, sacudido por las ráfagas de los coches que lo convierten en un objeto casi musical. Lleva los ojos húmedos y se le diluyen los semáforos, los coches, los acantilados de los rascacielos y empieza a llover con esa imprevisión manhattaniana que ha hecho próspero el negocio de paraguas de una tarde, de una hora, de tres manzanas. Llueve, llueve, sobre mi vida, llueve, llueve sobre mi vida, sobre mi vida escondida… Rechazó el poema que le pedía la lluvia y trató de llegar a casa cuanto antes para comer algo con lo que empapar el alcohol. Pero una vez en casa, no va directamente a la cocina ni al frigorífico, sino que vacila y finalmente se aplica sobre las anchas estanterías llenas de libros que respaldan el mueble bar. Se alboroza ante el encuentro de un libro y al abrirlo le saltan unas hojas de papel amarillo que empieza a leer con tiento, sin saber a qué reino de la tierra pertenecen las cuartillas. Sobre la mesa pone El elemento irracional de la poesía, de Wallace Stevens, un librillo delgado que ya no le interesa porque está cada vez más entregado a lo que dicen las cuartillas, en las que identifica su vieja máquina Brother de los primeros años de universidad: Mr. Berryman, el reconocimiento de su poesía ha sido tardío para sus méritos y hemos sido los estudiantes de nuestra generación los que hemos reivindicado su nombre al lado de Robert Lowell o Delmore Stewart. ¿Puede cambiar su poesía a partir de este reconocimiento público? ¿Qué opina usted de lo que dijo Seyring, si Berryman no es el mejor poeta vivo de los Estados Unidos, sin duda mantiene un segundo lugar junto a Lowell? ¿A usted le pasó lo mismo que a Eliot, Frost, Auden, es decir, primero fueron valorados en Inglaterra, tiene una explicación? ¿Es usted considerado un poeta confesional, como Sylvia Plath o Lowell? ¿Qué le parece esta etiqueta? ¿Son confesionales sus sonetos? Usted dijo que no era un escritor, que sólo iba disfrazado de escritor, que en realidad era un erudito académico. ¿Qué quería decir con esto? Berryman nunca recibió este cuestionario de un joven estudiante, precoz en su admiración hacia un poeta minusvalorado a final de los años cuarenta, cuando el poeta debía tener treinta y cuatro, treinta y cinco años. ¿Dónde está esa brillantísima interpretación de Berryman sobre la canción de amor de J. A. Prufrock? Como un paciente anestesiado sobre una mesa, el tercer verso y con este verso decía Berryman entra en la modernidad la poesía en lengua inglesa. Se da un palmazo en la cabeza, entusiasmado consigo mismo y es entonces cuando recibe el aviso de su hambre. Del frigorífico saca un montón de rebanadas de pan de molde, pepinillos, mantequilla y un tubo de pasta de salmón. Corta el pepinillo a láminas y las encastilla entre las dos capas de mantequilla y pasta de salmón que untan dos rebanadas, aprieta la una con la otra, se mete el sándwich en la boca y mientras lo mordisquea con la ayuda de una mano, con la otra construye otro bocadillo. Puede comerse el segundo en actitud de reposo y va hacia el sillón patriarcal enfrentado a la pantalla de televisión. La lata de cerveza pierde su precinto y brota la espuma derramándose en parte sobre la alfombra. El segundo bocadillo desaparece entre sus dientes y le queda una mano para recuperar sus apuntes y el libro de Stevens, pero el que quisiera tener en las manos es uno de Berryman. ¿Dónde está? ¿Dónde está ese ensayo sobre la canción de amor de J. A. Prufrock?
Las he visto cabalgar hacia el mar sobre las olas
peinando los blancos cabellos de las olas revueltas
cuando el soplo del viento vuelve el agua blanca y negra.
Nos hemos quedado en las cámaras del mar
junto a las sirenas coronas de algas rojas y pardas.
Hasta que llegan voces humanas y nos ahogamos.
En el televisor Cary Grant tontea en torno de Katharine Hepburn y de sus labios sale un rotundo maricón, dirigido a Cary Grant. Berryman se suicidó en 1973. Por entonces ya no le afectaban tanto estas noticias, que quizá le llegó en un rincón del golfo de México mientras husmeaba quién sabe qué parte del coño de América. Pero sintió un pellizco en el corazón por aquel miope de barba canosa que finalmente había conseguido el reconocimiento que él de muchacho ya le había otorgado. Recibir la noticia de la muerte de Berryman en el golfo, probablemente en Veracruz, ¿o fue en Tampico?, y sentirse definitivamente exilado de una antigua ambición. Tal vez ahora que ha terminado el largo combate contra Galíndez y su sombra de muerto sin sepultura, sería el momento de pedir el retiro y volver a ser una rata de biblioteca, incluso tratar de escribir todo lo vivido como si lo hubiera vivido otro. Su sangre ya no aceptaba ni el alcohol de la cerveza y cambió de sillón para tumbarse sobre el sofá y adquirir entonces la conciencia de que con la pensión no podría seguir pasando lo estipulado a sus ex mujeres. Pero en cualquier caso se sentía tan descansado como inmotivado y por la grieta entre el relajamiento y el vacío se habían metido aquellos fantasmas literarios. Ahora al tonteo entre la Hepburn y Cary Grant se ha sumado James Stewart, y una morena pequeña y maciza a la que le levantaría las faldas, para ver si tiene uno de esos sexos peludos, anchos y largos, de un palmo cuadrado, uno de esos sexos que pueden untarse de pasta de cacahuete y larmerlos durante una tarde mientras ves un partido de base-ball por televisión. Ha sonado el interfono y el hombre cúbico se ha puesto en pie como si el sofá le expulsara mediante un rotundo esfuerzo. Tarda en asociar el sonido a lo que va a suceder y mira el reloj, las dos de la madrugada, pero el interfono ha sonado y tiene que hacer lo que es preciso hacer cuando el interfono suena. Camina pesado y mareado por la brusquedad de su verticalidad hacia el teléfono interior y allí le espera impaciente la voz del portero.
—Es la tercera vez que llamo.
—Lo siento, estaba medio dormido.
—Yo estaba enteramente, enteramente dormido. Aquí tiene al mensajero. Está usted abonado a los mensajes a las dos de la madrugada.
—Lo siento.
—Yo también. ¿Le digo que suba?
—¿Lleva la credencial?
—Como siempre.
—Que suba.
Le espera con la puerta entreabierta, para ser el primero en ver sin ser visto y ahí llega un insecto de cuero, con casco en la cabeza y gafas oscuras. Sobre el casco la credencial de la mensajería de la Compañía. No se dicen nada, tampoco sabe si es el mismo que le ha estado trayendo mensajes en los últimos treinta años. Quizá los insectos de cuero no mueran. Intercambian el sobre y el acuse de recibo y el mensajero se marcha, estudia sus pasos, le parece que camina igual que otras veces, igual que siempre. Debe ser el mismo. Los mensajes a estas horas siempre le sorprenden metabolizando una borrachera y va bajo el grifo del lavabo para helarse la nuca y la cabeza con el agua helada en las cañerías por el relente. Se seca la cabeza con cuidado, porque en ella se mezclan el dolor del alcohol, el del agua helada y el rebullir de las ideas que se reagrupan para interpretar el sentido de ese sobre. Lo ha dejado encima de la cama del dormitorio. Enciende una lamparilla y se tumba con el sobre cogido en una mano. Le quita la costra de lacre, lo abre y aparece la llamada de atención de siempre: Alto Secreto, pero bajo la llamada un lema que le hace incorporarse sobre los codos: Caso Rojas-5075. Hay una nota del gordo Somes: Lea con atención y conciba una estrategia. Coño con el gordo Somes, si hace dos semanas celebrabais el final de esta historia, frente a unos combinados en un bar para alpinistas, enfrentado al achicado edificio de la ONU. Más allá de la nota de Somes, cinco folios de una carta y nada más leer el nombre de la destinataria, nota que se le han pasado todos los dolores de cabeza y se cierne sobre el mensaje, como un alcotán.
«Mrs. Dorothy Colbert
Brigham Street 435
Salt Lake City
Utah
»Apreciada señora: Usted no me conoce de nada y por eso sin más preámbulos voy a decirle quién soy. Mi nombre es Ricardo Santos Migueloa, tengo veintisiete años, vivo en Madrid, soy español, en la plaza Mayor 46, 4.° 3.a, distrito postal 28001. Casi desde el comienzo de la estancia de su hermana Muriel en España estuve en relación con ella, hicimos una buena amistad y luego vivimos juntos durante varios meses hasta que ella partió en viaje hacia Santo Domingo hace dos meses. Un mes y medio después de su partida tuve conocimiento de su trágico fin, del hallazgo de su cadáver a la altura de San Pedro de Macorís, al parecer ahogada por un súbito mareo y sin pruebas externas de violencia, sanción que fue aceptada por el forense oficial y por un informe anatómico especial que pidió un ciudadano dominicano, José Israel Cuello, editor y conocido de Muriel, porque era uno de los que colaboraban en un trabajo que estaba realizando bajo la dirección de Norman Radcliffe, profesor de la Universidad de Yale. Si tuve noticia del trágico fin fue porque extrañado por su silencio, a pesar de que se marchó despidiéndose a la francesa, como quien dice, empecé a localizar a su contacto dominicano y finalmente pude establecer comunicación por télex con Editorial Taller y posteriormente hablé por teléfono con los señores Cuello, José Israel Cuello y Lourdes Camilo de Cuello, que me contaron que usted estuvo allí, haciéndose cargo de los restos de su hermana y del traslado de los mismos al panteón familiar de Salt Lake.
»Hasta aquí nada hay que motive esta carta pero en mis relaciones con los Cuello advertí una sombra de duda sobre que la muerte fuera producto de un accidente. Tal vez usted ignora esta prevención de los Cuello, porque la fueron construyendo después de su partida y sólo se atrevieron a exteriorizarla cuando yo les insistí. Usted quizá no sepa que Muriel llevaba varios años investigando la vida, personalidad y asesinato de Jesús de Galíndez, un exilado español, vasco, es decir, de una región del norte de España, que fue secuestrado en Nueva York en marzo de 1956 por un comando norteamericano y dominicano, trasladado a la República Dominicana y allí hecho desaparecer. Este trabajo era la razón de la vida de Muriel, por encima de todos, de usted, de su memoria, de mí mismo y nos peleamos mucho cuando me dejó para irse a la República Dominicana sin darme tiempo a que pudiera acompañarla, retenido por mi trabajo. Olvidaba decirle que soy abogado, pero que trabajo de funcionario con ciertas responsabilidades en el Ministerio de Cultura de España.
»Según los señores Cuello, hay una serie de circunstancias misteriosas que rodean la muerte de Muriel. El sigilo con el que desapareció tres días después de su llegada a la isla, dejando casi todo su equipaje en el hotel Sheraton, bajo el pretexto de que quería pasar un día de playa, tal vez para meditar las informaciones, muy intensas, que había recibido en Santo Domingo, de manos de los Cuello y otros contactos misteriosos que fueron los que hicieron sospechar. Según reveló Muriel, antes de desaparecer había tenido un contacto secreto con un tal coronel Areces que nunca ha existido, ni como coronel dominicano activo, ni como excoronel, ni siquiera como fabricante de tabacos que fue la imagen que adoptó ante su hermana. Me parece que ya le informaron a este respecto, pero entonces los Cuello no disponían de informaciones complementarias que aumentan su recelo. Por su cuenta y con la lógica prudencia, han ido haciendo investigaciones, porque se trata de personas de mucho prestigio en la isla y muy bien relacionadas y han llegado a la conclusión de que Muriel abandonó la isla por avión el día de su desaparición, rumbo a Miami, según han podido deducir de la identificación de una pasajera que utilizó otro nombre, pero que era un calco de la pobre Muriel. La identificación de esa pasajera ha sido confirmada por las azafatas del vuelo, pero no en Miami, donde es difícil que los empleados del aeropuerto parasen atención en un turista concreto, por otra parte de aspecto tan americano como el de su hermana a pesar de que era un mapa de pecas, como yo muchas veces le decía cuando la quería enfadar, cariñosamente. Si Muriel parte hacia Miami y luego aparece ahogada en las costas de Santo Domingo se plantean una serie de enigmas que me acongojan y no me dejan vivir desde que los conozco.
»Podría conformarme con la conservación del hermoso recuerdo de los meses que compartimos, de los muchos bienes espirituales que su hermana me dejó, una mujer hermosa, profundamente hermosa, aunque entonces yo quizá no me diera cuenta de la profundidad de esa hermosura, de una pureza inmaculada, la pureza de los justos, palabra que ella tanto empleaba para los demás y que tanto le correspondía a ella misma. Pero no pienso conformarme con los recuerdos y le expongo mis propósitos. He solicitado una excedencia en mi trabajo y no me importa perderlo si la excedencia se cumple y he de seguir en mi empeño. Mañana viajo hacia Santo Domingo donde me esperan los Cuello y estudiaremos la situación in situ, dispuestos a actuar como acusación de parte para que se abra una investigación, aunque en este sentido sería más conveniente que usted la encabezara o respaldara la mía, por el vínculo familiar que la unía con Muriel. En cualquier caso, yo pienso seguir hasta el final me cueste lo que me cueste y he comentado el caso con algunos de mis jefes, incluso con mandatarios de la seguridad y las relaciones exteriores españoles y al menos he encontrado una fría asesoría. También he hablado con amigos de los medios de comunicación de mi país, pidiéndoles momentáneamente reserva, pero también la seguridad de que si nuestras investigaciones descubren las anomalías que presuponemos, hagan estallar el escándalo que merecería tan bárbaro asunto. No estoy muy dotado para expresar mis sentimientos por escrito, en cambio Muriel sí tenía facilidad para decir hermosamente lo que pensaba y por eso recurro a ella para decirle que he comprendido el sentido de su sacrificio. Sin gentes como Muriel todos los demás seguiríamos siendo unos miserables. Hay gente dotada para ser mejor que los demás.
»En cuanto llegue a Santo Domingo me pondré en contacto con usted, una vez estudiada la situación. Incluso es posible que le llegue antes mi llamada que esta carta, pero quiero dejar constancia escrita de que me pongo en marcha. El recuerdo más hermoso que ahora tengo de Muriel fue el del día en que fuimos a ver el pequeño monumento que le han construido a Galíndez en su pueblo, Amurrio, sobre una colina que se llama Larrabeode, en la que han puesto un sencillo pedrusco con su nombre y poca cosa más. Para salir del paso, decía Muriel. Ella estaba allí arriba, sobre la colina, con las faldas al viento y convocando el espíritu de aquel pobre hombre. Parecía un personaje de tragedia empujado hacia su destino por los mismos vientos del valle de Amurrio que habían empujado a Galíndez. Me di cuenta entonces de que nunca sería mía del todo, es decir, y perdone la machada, de que yo nunca sería un hombre suficiente para detenerla, satisfacerla. Tuve celos y aquella noche, durante toda la noche, me porté como un imbécil. Son sensaciones íntimas que le expongo porque usted me acerca a Muriel y usted comparte con ella un pasado que también a mí me gustaría compartir.
»Hasta pronto y quedo a su absoluta disposición,
Ricardo Santos Migueloa.
Bien. Muy bien. Por lo visto da lo mismo darles sepultura o no dársela. El viejo Angelito atribuía la persistencia de aquella pesadilla a que el cuerpo de Galíndez nunca había sido encontrado y era un muerto sin sepultura. Somes estaba satisfecho del resultado de la operación Muriel. Ha aparecido el cuerpo, no hay signos de violencia y el procedimiento no hay que preguntárselo a Areces y los suyos, pero ha sido de una limpieza ejemplar. ¿Su eminencia está contento? Su eminencia nunca me dice si está contento o no, pero me aseguró que éste era un libro cerrado. Muriel, Muriel, hiciste como Pulgarcito y dejaste pedacitos de pan para que los siguiera este muchacho, pobre muchacho. No escarmentáis. Nunca escarmentáis. Se lanza de la cama y se siente satisfecho por la recuperación de todos los equilibrios. Conciba una estrategia. Bajo la luz que culmina el espejo del lavabo examina las fotos adjuntas al dossier. Ricardo Santos Migueloa es ese muchacho de buena estatura, con cara de juerguista latino que lleva a Muriel en brazos en la puerta de un bar o junto a una de esas terrazas mediterráneas de verano. En otra fotografía lee un periódico y no parece advertir la presencia de un fotógrafo. Otra foto con Muriel, pero la imagen de ella ya no le interesa. Los ojos desnudos de pestañas se engolosinan con los rasgos de Ricardo, antes de que empiecen a parpadear por el cansancio. Separó la pared del espejo que se llevó prisionera su propia imagen y allí apareció la caja fuerte empotrada. Pulsó la clave y se abrió la puertecilla movida por un disparador eléctrico. Depositó el nuevo dossier en el nicho abierto, sobre otras carpetas azules que estaban allí cuidadosamente apiladas. Distrajo la vista sobre el rótulo de la carpeta tapado por el sobre, reciente inquilino. Don Angelito. Mientras cerraba otra vez la caja pensaba que un día de éstos debía destruir aquella carpeta o modificar su título. Por ejemplo: Don Angelito y gatos, Sociedad Limitada.
Villa Annalisa, Xábia, verano 1989.