Le llamaban reverendo O’Higgins, pero era casi un niño. Qué suerte para nuestra familia, Muriel, emparentar con un reverendo, como tu padre, como tu abuelo. Y era sorpresa lo que había en los ojos del viejo reverendo ante el final feliz de aquella hija descreída, agnóstica y cuando te aplicaba el adjetivo cerraba los ojos como conteniendo un infarto de miocardio potencial. El reverendo O’Higgins no era casi un niño, era un niño y más que sexo pedía que le mecieras entre tus brazos largos, adosado a tu cuerpo pecoso inútilmente desnudo, día tras día, noche tras noche. Atribuía sus frecuentes impotencias a excesos pecadores de su juventud que no conseguías imaginar y cuando buscaste asesoría y cobijo en Dorothy te contestó: «La suerte está echada, ¿quieres darle un disgusto de muerte a tu anciano padre?». Y en el adjetivo había socarronería, burla porque en tu victoria sobre ella estaba tu derrota. Un reverendo llama a otro reverendo. Auclair era un especialista en simbología mormónica y quería dedicar toda su vida a interpretar a la luz de la modernidad todas las puerilidades interesadas en la minusvaloración de El libro de Mormón. No podemos fundamentar una religión que ni siquiera tiene doscientos años en una historia que parece un cuento para niños, entre otras cosas porque no lo es. Lo que había sido una provocación acogida con indignación por toda la comunidad de Salt Lake e incluso por los reductos supervivientes en otros Estados y en Inglaterra, restos de los creyentes conseguidos en el desembarco mormón en Liverpool en 1837, se convirtió en esperanza de resurrección de la secta. Pronto tu propio padre y O’Higgins, entre otros, le secundaron, porque Auclair podía aportar la modernidad que vuestra religión necesitaba sin desnaturalizarse. Fueron largas sesiones de debate en vuestra casa de recién casados y Auclair olía a animal agresivo, animal que disponía para él solo de un amplio lecho que fue tomando cuerpo en tu cabeza angustiada. El propio O’Higgins te empujaba hacia él, tanto lo hizo que te metiste en la cama de Auclair y comprobaste su dureza como amante y su fanatismo como profeta. Estaba tan seguro de su vigor sexual como de su capacidad por renovar el mensaje de vuestros profetas. Las habladurías convirtieron a O’Higgins en un sabueso y no paró hasta que os encontró en la cama, enlazados por el cansancio, una sábana apenas os separaba de su desesperación, que se llevó consigo entre sollozos, para transportarla a casa de tu padre, de tu hermana, otra vez la bien casada, de las principales personalidades de la comunidad. Ya eras la vergüenza de la secta, la vergüenza de «… tu anciano padre», como lo clasificaron, ya para siempre, todos los que te calificaban. Pero conseguiste salir de aquel hoyo y esperabas que Auclair te buscara para emprender otra vida y sólo lo hizo por teléfono, para gimotear y casi insultarte porque habías frustrado la carrera hacia el obispado del más prestigioso de los jóvenes reverendos de Salt Lake. Con el tiempo él acabó vendiendo bungalows en California, rico, y tú te hiciste una científica, una especialista en la conducta histórica, la relación entre ética e historia, es decir, en definitiva, Muriel, el sentido convencional de la historia. Norman dixit. Sic. Sobre tu vida las sombras de una colección completa de hombres inmaduros que te eligieron y de pronto la reconstrucción en tu laboratorio de un hombre entero, dotado de todos los atributos para ser una tesis universitaria hecha a tu medida. Pero qué frío. Este frío. ¿Por qué te han preguntado por tu religión? ¿Por qué figura esa pregunta todavía en los cuestionarios? O tal vez buscaban un punto flaco en tu memoria, el punto que más te culpabiliza por el sufrimiento causado al pobre reverendo Colbert, a tu anciano padre. Pero este frío es premonitorio. Es un frío causado por la sensación de vacío que te rodea y de impotencia, el frío de aquellos años de búsqueda, de inacabables cartas culpabilizadas a Dorothy, hasta que superaste el complejo de Caín.

—Muriel, tengo frío, hace frío.

Desde la colina de Larrabeode se desplomaba la tarde sobre el valle de Amurrio y Ricardo insistía como un chiquillo irritado porque su madre no le hace caso.

—Muriel, por última vez, yo me voy.

Pero la piedra te llamaba desde su insignificancia, como único logro conseguido por Jesús de Galíndez de una autobiografía construida desde el instante en que supo que podía compadecerse de sí mismo porque era un huérfano y era vasco. He conseguido localizarte gracias a tu hermana, en Salt Lake, que como mormona es desconfiada. También Dorothy te lo había dicho alguna vez.

—Muriel, tengo frío, hace frío. Muriel, por última vez, yo me voy.

Cuando te quedabas encantada o angustiada ante lo bello y lo feo y ella quería volver a casa. Allí, tu padre dividía sus juicios para ti eran los cariñosos, para Dorothy los elogiosos. Dorothy tenía la cabeza sobre los hombros y tú sobre las nubes. Muriel, desciende, el camino hacia Dios no pasa por despegarse de la tierra. Y en cambio a ti lo que más te maravillaba era el origen fabulador de vuestra religión, la más fabuladora de todas las religiones fabuladoras. La lectura de El Libro de Mormón fue la de una hermosa superchería desde que tuviste capacidad de raciocinio y Dorothy de disimulo. A veces os comentabais fragmentos del libro sagrado de la Iglesia de los Santos de los últimos Días, si estabais a solas, Dorothy era despectiva y cruel, no sólo contra Joseph Smith o Bringham Young, sino contra vuestro padre y todos los hermanos en la fe. Pero ante tu padre Dorothy olvidaba el sarcasmo y dejaba que tú te estrellaras a solas con tus dudas y tus réplicas a la iluminada seguridad del reverendo Colbert. Ahora hasta resulta consolador imaginarte a Joseph Smith en el momento de recibir la revelación de una providencial historia de América unida por Israel a la historia del Mundo. De cuando llegaron a sus costas en el siglo V y los jareditas, fugitivos del pueblo Jared desde los tiempos de la Torre de Babel. He aquí la primera oleada providencial de judíos fugitivos que se establecieron en estas tierras, procrearon, crecieron, degeneraron hasta enfrentarse entre ellos en un guerra civil. Pero el Dios de Jared y de América velaba por el destino de este injerto regenerador y hacia el 600 antes de Cristo hizo llegar a las costas de Chile a nuevos colonos procedentes de Jerusalén y entre ellos nuestros hermanos con sus esposas que fueron el origen de las dos razas principales de América: los lamanitas, descendientes de la pareja de piel oscura; los nefitas, descendientes de la pareja rubia y hermosa. Aunque de origen común, unos y otros vivieron en discordia continua, en un marco físico primero bucólico, pero luego sacudido por los terremotos que comenzaron paralelamente a la Crucifixión de Cristo a muchas millas de distancia, el último suspiro generó una ola progresiva de destrucción en círculos concéntricos crecidos desde el Gólgota, las tinieblas cayeron sobre América y con ellas el olvido de todo origen y toda religiosidad. Pero Cristo velaba por los más rubios y hermosos de sus primos americanos y se fue a América donde cristianizó a los nefitas, pueblo de abeles que fatalmente sucumbiría ante los negros, salvajes descreídos lamanitas, hasta llegar al borde del exterminio en la batalla del monte Cumorah. Afortunadamente un superviviente, Mormón, recibió el encargo directo de Dios de escribir la historia de su pueblo y gracias a ese libro teníais memoria y futuro. Moroni, hijo de Mormón, enterró el libro sagrado en el monte Cumorah y allí quedó hasta que, cansado de vagabundear por los cielos, Moroni se apareció a Joseph Smith en 1831 y le reveló dónde estaba enterrado el libro de su padre. Junto al libro encontró unos lentes formados por dos piedras preciosas y sólo con ellos se podía descifrar su mágico contenido. Smith, el astuto Smith, perdió el libro original, pero lo había memorizado tanto que pudo dictarlo y jamás concedió ni un instante de atención a los que le acusaron de haber plagiado una novela del pastor anglicano Salomon Spalding muerto en 1816, en unos años y unas tierras en los que la difusión de las novelas dependía de la memoria o el olvido de las caravanas y de los pocos no analfabetos que estaban de paso. Según tu padre, desde 1831, año en que Smith recibe la revelación de que debe fundar la nueva Jerusalem en Kirtland, precisamente en Kirtland (Ohio), siempre hubo un Colbert a su lado, como lo hubo junto a Young cuando tuvo que dirigir la hégira del pueblo mormón americano hasta Salt Lake en Utah, donde fundó una república, independiente durante ocho años.

—¿Religión?

—Ninguna.

—En la ficha consta: perteneciente a la Iglesia de los Santos de los Últimos Días.

—Es su ficha, es su problema.

Es un nefita, como los otros tres, aunque uno de ellos tiene rasgos de lamanita, quizá de origen latino o negroide. Éste no, el que lleva la voz cantante es un nefita, al que delimitas en esta habitación verde, de un verde negro, opaco, desnuda con la excepción de dos sillas y una lámpara colgante de campana, apagada ahora porque invaden la estancia las cuatro cortinas de luces de neón que marcan las cuatro junturas del eco. Por encima de la náusea del cloroformo que te vuelve de vez en cuando sientes la necesidad de mantenerte alerta, a pesar de que sea un nefita, de que te ofrezca tabaco y de que te pregunte por tu religión, por tu familia, no, no tengo relación de familia, ni siquiera saben dónde estoy, insistes, sin demasiada pasión, para que no adivine lo que realmente quieres conseguir, que tu destino no afecte al de la establecida Dorothy, sobre todo a Dorothy que es tan previsible que no vale la pena conmocionarla por nada.

—Realmente nos evitaríamos muchas molestias usted y nosotros si quisiera colaborar. Precise sus contactos con Norman Radcliffe, las instrucciones que recibió de él. Igualmente en qué momento recibe la orden de meterse en el caso Rojas NY-5075 y quién se la da. Sus contactos en España, Estados Unidos, sur de Francia, Santo Domingo obedecieron, es evidente, a un plan preestablecido, de cara a organizar una conspiración contra la seguridad de los Estados Unidos de América y de un país aliado y amigo, República Dominicana.

—Soy una historiadora de la conducta, mi trabajo se relaciona con la ética. Mi plan de investigación lo hice como pueden hacerlo miles de estudiosos como yo y sería pintoresco que a alguien que estudie el asesinato de Lincoln o el de Kennedy se le pueda acusar de organizar conspiración contra la seguridad de los Estados Unidos.

Pero el nefita insiste terco, sin pestañear, te recita una y otra vez lo que consta en una cuartilla que alguien le ha escrito, porque aunque la repite constantemente aún la lee con vacilación, tal vez porque sabe que lo que está diciendo es un simple pretexto para esta situación, un elemento para darle un mínimo de sentido lógico. Cuatro funcionarios interrogan a una mujer y han de justificar un secuestro, una ilegalidad.

—¿Dónde estoy?

—Sus preguntas serán contestadas cuando usted conteste las nuestras.

No hay violencia aparente. Les has dicho que tenías sed y no te han dado de beber. Que sientes náuseas y ni siquiera han movido un músculo de la cara. Quisieras que sus preguntas tuvieran más sentido porque te sentirías protegida, pero mientras sigan preguntando algo a lo que no puedas contestar, te sentirás amenazada, como el débil al que el bravucón le va dictando los motivos que tiene para golpearle como si fueran motivos que el otro le ha dado. Quisieras que hubiera algo misterioso, políticamente misterioso en todo lo que has hecho, pero no hay nada, nada que puedas contestarles y si ellos lo saben, no comprendes el montaje de esta farsa y si no lo saben estás igualmente condenada. A muerte. A desaparecer. En la caída te agarras a ramas imprevistas en el borde del acantilado, pero nada más cogerlas con las manos se te rompen: los Cuello ni siquiera saben que te has ido de Santo Domingo; Voltaire ha sido cómplice, el viejo grotesco; el camarero no conserva el resguardo de tu tarjeta de crédito. No existes en Miami. ¿Dónde existes?

—¿Estoy en Miami?

—Quizá sea más fácil que le dejemos el cuestionario y usted contesta por su cuenta, a solas, tranquilamente. No queremos presionarla. Háganoslo más fácil.

Te están interrogando con guantes de cirujano, incluso si te dejaran acercarte les olerías a profilaxis por encima de este hedor de cloroformo que te envuelve. Probablemente debe ser la hora de la comida, del bocadillo de hamburguesa y la coca cola y lo que interpretas como artimaña sea simplemente un fragmento de ritual, ese fragmento de ritual que todo matarife necesita para seguir matando: la hora de la comida.

—Tengo sed, mucha sed.

—Después.

Han abandonado la habitación que a su marcha ha fingido no haberles albergado nunca. Como si se hubieran ido cuatro fantasmas. De pronto se abre otra vez la puerta y entra uno de ellos, el menos nefita, el más moreno, lleva en la mano un vaso de cartón encerado lleno de agua. Te lo tiende y sonríe.

—Yo soy más blando, sobre todo con las mujeres, pero mi amigo se contiene, se contiene, no sé por cuánto tiempo. Hágame caso y acabemos cuanto antes. Si esto es duro para un hombre, imagina cómo será para una mujer. No nos obligues a pasarte a los otros. Ahora estás entre gente de los tuyos, pero luego vendrán los otros y será otra cosa.

Interrumpes el entrecortado beber de agua para preguntar con una inocencia no fingida: ¿Quiénes son los otros? No hay respuesta, sólo un vacío de comunicación en esa mirada mecánica que ni siquiera agrede. No tengo nada que decir. Las preguntas que me hacen son absurdas. Todos mis contactos son de trabajo. Profesores, testigos de la vida de Galíndez, gentes que están al alcance de todos, de cualquiera de ustedes. El hombre ha cabeceado desilusionado.

—Lástima, quería darte una oportunidad.

Y tú has preguntado ¿qué oportunidad?, cuando ya era una espalda que te abandonaba, una espalda que ha vuelto a vaciar esta habitación con un portazo que te ha sonado a un insulto. Pero no podrán anularte así como así. No estamos en 1956. No se puede borrar a un ser humano de la tierra sin que se sepa. Y si se sabe, ¿qué? Te quedas sin habla, sin grito, sin ideas y sólo una angustia gaseosa se apodera de tu pecho y te sientas en el suelo, con los brazos te coges las rodillas y metes la cabeza en tu regazo en busca de un nombre al que puedas llamar. ¿Fue así? ¿Fue así, Jesús? Pero en tu caso había una provocación y en el mío todo parece un simple juego de reconstrucción, como esos paleontólogos que construyen con paciencia hueso a hueso el esqueleto de un dinosaurio. Y de pronto resulta que el dinosaurio está vivo, que el ejercicio conduce al sufrimiento, a la muerte. Si al menos pudieras rezar, pero vienes de una religión tan absurda que jamás has podido aceptar otra religión. Si al menos pudieras cantar un himno, lanzar un grito de desafío en nombre de una tierra, de una idea. Ni siquiera has combatido jamás del todo por una causa justa. Has aspirado con satisfacción el perfume de la protesta, pero jamás ha salido de ti misma. Con los ojos y las palabras has alentado todas las causas justas anteriores y posteriores a tu propia vivencia, pero nunca has sentido la comunión de los santos, la compañía invisible de los que estuvieran dispuestos a perder como tú o ganar como tú. Ni siquiera Galíndez es una causa clara. Ni siquiera Galíndez es un justo que te traspasa su aureola, sino un hombre contradictorio que alcanzó su máxima dignidad en una habitación como ésta. Pero entonces, seguro que entonces él tuvo algo que cantar, algún discurso importante que hacerse. Tal vez entonó el himno de los gudaris en el último momento y gritó a sus verdugos una frase histórica que nunca se sabrá. ¿Qué vas a cantar tú, Muriel, que te haga compañía desde dentro y no sea cantar contra el miedo? Tenías que haberle insistido más al viejecillo en el porqué de tu fidelidad a Galíndez, una fidelidad quizá basada en la presunción de este momento, cuando no le podían salvar ni sus verdades, ni sus mentiras, ni Aguirre, ni Hoover, ni en el mismísimo presidente Eisenhower. Sólo le hubiera podido salvar Trujillo y ni siquiera él, una vez desencadenada la locura del secuestro. Pero ¿dónde estás? ¿A dónde te han llevado? Cuando llegaste a Nueva York y cicatrizaron las heridas del escándalo de Salt Lake, aquel fotógrafo chileno te prestó el recurso a la compasión por otros, por él mismo y por Allende y por todos los chilenos, argentinos o uruguayos sacrificados en el altar del equilibrio universal. Interpretaba su propia pesadilla y a veces llegabais al éxtasis en el horror, pero otras veces él era simplemente un médium que te comunicaba con el horror, un horror tan primitivo que te parecía imposible en tu ámbito, un simple argumento de película reivindicativa de las catástrofes del Tercer Mundo, de otras razas. Y te llegó a cansar la irrecuperable complacencia en la derrota de aquel chileno. ¿Por qué no lo nombras si compartisteis casi todo, menos tu reserva, durante cuatro años? Enrique. Enrique. Ahora entraría en esta habitación y te diría: ¿Lo ves? Todo lo que yo te conté es comprobable. Vívelo. Vívelo intensamente y luego lo comentamos. Y se retiraría caminando de espaldas, con prudencia, para no hacer ruido y evitar la alerta de los verdugos. Nunca volverás a Chile, Enrique. Tal vez vuelvas a un lugar que lleve el mismo nombre, lleno de ideas y muertos enterrados, de paisajes humanos con los límites borrados para siempre y no podrás apresar, ni siquiera en fotografía, el instante en que fuisteis felices y teníais esperanza. He vuelto a Chile, Muriel, y despacito las cosas van avanzando. Pinochet se tambalea. Allende será el nombre de una calle, incluso es posible que dentro de veinte años pongan su nombre al Palacio de la Moneda y yo haga la foto del día en que caiga la bandera y la placa aparezca como un final feliz de poema de Neruda. Hasta te habían llegado a cargar los poemas de Neruda, la impotencia de tanta lírica amenazante y amenazada. Pero ¿y los muertos sin sepultura y sin memoria? ¿Esa fosa común universal y secular que jamás se alza contra los asesinos, que sólo pagan por los muertos con rostro, nombre y apellido? Muriel, los sueños, Muriel, entre los sueños de nuestra generación no figuraba el de la resignación. Hay que saber conformarse en un momento dado con lo que te han quitado del Todo para que no te dejen en la Nada. Esta vez la frase no era de Enrique, sino de Norman. Aquel Norman cansado que te fue a ver a Nueva York cuando tú empezabas a moverte entre los restos del exilio español, apenas unos pétalos secos conservados entre rascacielos. Oh, ciudad de sociólogos y de estudiantes de arquitectura, habías exclamado borracha desde la azotea intermedia del Empire, con un Norman aferrado a tu cintura para que no hicieras ninguna tontería. ¿Qué te ofrecieron a cambio de mí? ¿Acaso a los cincuenta años no eres ya responsable de tu cara, hijo de puta? Ya entonces era un Norman que recurría continuamente al quizá, sin embargo, no obstante, un desorientado sabio, desorientado en casi todo, menos en el camino que le llevaba de vuelta a la casa de la que nunca debería haberse movido. Al menos Ricardo no se había trazado nunca grandes itinerarios, incluso los despreciaba, le repugnaban los grandes gestos que obligan a gesticular a los otros por encima de sus posibilidades, los asesinatos larvados en las grandes palabras y pensamientos, la crueldad ejemplar de las heroicidades. Era un joven sensato y tierno al que le horrorizaban las tragedias. Pero tú, Norman. Tú las clasificabas, las investigabas, sacabas consecuencias sin perder la pipa ni la distancia histórica, sobre todo la distancia, Muriel, si pierdes la distancia te pierdes a ti misma. ¿Qué has hecho, Muriel? Esta pregunta suena en la boca de tu padre y te sirve para aquella estampa en la que estás desnuda en la cama, con un obispo mormón y casado, un ejemplo, hasta entonces de la comunidad, como para la estampa de toda tu vida o ésta que compones ahora con el culo como una ventosa de frío y abandono contra este suelo de cemento, en una habitación que te encierra, pero que te ignora. Muriel, desde los tiempos de la fundación de la Nueva Jerusalem, los Colbert han marcado la ruta de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días. ¿Por qué nos has avergonzado en lo más auténtico de nuestro linaje? ¿Qué has hecho, Muriel? ¿Tú también, Dorothy? La puerta se ha abierto y empuja dentro de la habitación su propio olor a metal verde. Los cuatro funcionarios entran uno tras otro. El más nefita se te acerca, te mira desde su estatura, ve que aún queda un poso de agua en el vaso y empuja el vaso con el pie para que se vuelque y derrame el agua.

—Será el último trago de agua que beberá hasta que conteste satisfactoriamente y ahora póngase en pie. ¿Ha perdido el esqueleto? ¿Ha contestado el cuestionario?

El cuestionario. ¿Dónde está el cuestionario? No ha podido ir muy lejos dentro de la habitación y ahí está, confundiendo su color gris con el del pavimento. No, no le ha gustado al funcionario portavoz que te hayas olvidado de su formulario, él está aquí para que contestes este cuestionario, se ha formado en el programa de la JOT (Júnior Officers Trainee), seis o nueve meses rodeado de catálogos de enemigos de América y de la Civilización Occidental, luego un año de formación militar, después una estancia en Washington donde se inicia el aprendizaje del espionaje de los otros y sólo cuando hubiera demostrado su capacidad se le seleccionaría como agente para el extranjero o como burócrata que jamás se apartaría de la mesa de un despacho lleno de terminales. La JOT, en Quarters Eye, junto al río Potomac. Podrías decírselo, de pronto, para demostrarle que sabes tú más cosas de él que a la inversa. Tú sabes que él ha pasado por un polígrafo y de pronto se te ocurre agarrarte a esta palabra como un tablón de salvación que tal vez pueda sacarte de esta habitación.

—¿Por qué no me aplica el polígrafo? Usted sabe muy bien de qué se trata. Estoy dispuesta a que me apliquen el polígrafo.

—Usted no ha de enseñarnos lo que hemos de hacer. Cumpliría si contestara el cuestionario. Insisto en que ahora todo puede ser fácil.

Le cogiste el cuestionario sin violencia como si hiera la suya una oferta amable a tu favor y le has pedido algo con que escribir. Cuando concentras los ojos en las letras impresas la cabeza te da un vuelco, pero lo superas y atiendes un formulario que más parece destinado a la concesión de un pasaporte que a la concesión de la vida.

Nombre, apellidos, lugar habitual de residencia, fecha de nacimiento, estado civil, religión, raza, ¿ha utilizado alguna vez otro nombre o identidad? ¿Ha pertenecido a alguna organización subversiva de las que figuran en las listas del Departamento de Justicia? ¿Ha sido comunista o ha pertenecido a alguna organización comunista? ¿Ha visitado alguna vez algún país extranjero? ¿Algún país comunista? ¿Ha tratado con algún funcionario de algún gobierno extranjero? ¿De algún gobierno comunista? ¿Ha trabajado alguna vez por cuenta de algún gobierno extranjero? ¿Por cuenta de algún servicio de inteligencia extranjero? ¿Por cuenta de un servicio de inteligencia comunista? ¿Ha tenido actividades homosexuales? ¿Ha consumido drogas?, ¿tranquilizantes?

—¿Qué tiene que ver con todo esto lo de las prácticas homosexuales?

Te ha arrancado el papel de las manos y ha repasado las preguntas, para contrariarse cuando ha llegado a lo de las prácticas homosexuales.

—No conteste a ésta si no quiere. Es una fórmula.

Ya está. Le entregas un cuestionario lleno de noes. Pero los noes no le gustan. Chasquea la lengua fastidiado y mira a los otros poniéndoles por testigos de tu intransigencia. No, por lo visto no quieres entrar en razón. No quieres aceptar ni siquiera los mínimos que ellos quieren que aceptes. Piensas decirles: Díctenme la declaración. ¿Qué uso legal van a hacer de ella? Pero nada más pensarlo retiras de tu cerebro la oferta, porque les pone a ellos en evidencia del sinsentido de este encuentro y a ti ante la prueba de su único sentido. No saldrás viva de esta habitación. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde el secuestro en el parque Morning Side? Nada más te han metido en el coche has notado sobre la nariz y la boca un pañuelo lleno de peste y aunque has movido la cabeza como si hubiera enloquecido por su cuenta, la peste te ha ido penetrando como una nube en la cabeza hasta ocuparla y allí ha estado hasta que has despertado hoy, pero hoy es una palabra que tampoco tiene sentido. ¿Cuándo fue ayer? ¿Cuándo ha ocurrido todo esto? ¿Ha habido un Dr. Rivera? ¿Murphy? ¿Quién es De la Maza? ¿Te darán «chalina»? Estás rodeada de caucasianos, compatriotas, de contenidos funcionarios que están ganando tiempo, un tiempo que te regalan porque podrían sacar ahora mismo la pistola de la sobaquera y matarte. Aún no están saciados los tiburones que devoraron a Galíndez o tal vez se limiten a fundirte en cal viva o a echarte al mar con un bloque de hormigón atado a los pies o te abran el vientre para que no flotes y los tiburones acaben cuanto antes su trabajo. ¿Quién te dará el tiro de gracia? No crean el clima adecuado para dártelo, al contrario, parecen molestos burócratas frustrados porque el encuestado no colabora, no les dices lo que ellos necesitan que les digas, porque entonces podrían irse a casa, a tomarse su hot dog, su lata de cerveza a pasear al perro, cortar el césped, darle una palmada en el culo a Nancy, jugar con el niño pequeño, ver un partido de base-ball en la televisión. Y estás a punto de pedirle otro formulario y rellenarlo a lo que supondría su gusto y beneficio: ¿Ha utilizado alguna vez otro nombre o identidad? Sí. ¿Ha pertenecido a alguna organización subversiva de las que figuran en las listas del Departamento de Justicia? Sí, al Ejército Simbiótico de Liberación y organizaciones como Fuera las manos de Nicaragua. ¿Ha sido comunista o ha pertenecido a alguna organización comunista? Sí. ¿Ha visitado algún país extranjero? Sí y también estuve en Disneylandia, de niña. ¿Algún país comunista? Albania, de incógnito. ¿Ha tratado con algún funcionario de algún gobierno extranjero? Fui amante del embajador soviético en Viena. ¿De algún gobierno comunista? Se deduce. ¿Ha trabajado alguna vez por cuenta de algún gobierno extranjero? De algún gobierno comunista. ¿De algún gobierno comunista? Lo dicho. ¿Por cuenta de algún servicio de inteligencia extranjero? He trabajado por cuenta de los más inteligentes servicios extranjeros. ¿Comunistas? Desde luego, no faltaría más. ¿Ha tenido actividades homosexuales? Sí, conmigo misma. ¿Ha tomado drogas? Las más baratas. ¿Tranquilizantes? Después de haber leído libros subversivos siempre he tenido la urgente necesidad de leer libros antisubversivos. ¿Cómo se puede contestar un cuestionario tan majadero como éste? Pero mientras ellos consideren que debes contestarlo permaneceréis en esta fase, permanecerás y lo que ahora te da miedo es que ellos mismos decidan terminar con esta situación absurda, porque no tienen otra, de momento no tienes otra alternativa que esta situación absurda. Ahí están los cuatro, mirándote, parecen un conjunto vocal relajado a punto de empezar a cantar cualquier canción de los Platters o de los Delta Rhytm Boys, canciones antiguas, cuerpos jóvenes pero antiguos, atléticos, aunque parezcan disfrazados de rebajas de Macy’s. Les dices que tienes que hacer tus necesidades y un brillo de atención pasa por los ojos grises mortecinos del portavoz. Se despega un miembro del cuarteto, el bajo cantante y sale de la habitación para volver con una lata de aceite de girasol vacía, sin tapadera, llena de serrín. La coloca a tu lado y vuelve a integrarse en el cuarteto.

—¿Aquí? ¿En esto? ¿Para qué necesitan esta humillación?

La necesitan. Casi sonríen, mientras algunos cambian de postura, levemente, para no romper la armonía del conjunto.

—¿Traerán agua para lavarme? Supongo que me dejarán a solas.

No parecen interesarles tus preguntas. Dos de ellos se cansan de posar para el cuarteto y buscan la pared para apoyar la espalda, otro empieza a pasear por la habitación como un preso y el cuarto, el más nefita, sigue observándote como si fueras un animal a punto para el taxidermista. De sus labios saldrá el discurso más largo que le has oído hasta ahora, un discurso del que no podrá volverse atrás, con un lenguaje del que ya no podrá desprenderse, porque le ha ensuciado la boca, te ha ensuciado a ti, ha ensuciado todo lo que hay en esta habitación, incluso dirías que ha llenado de mierda la lata.

—Puedes cagarte encima si quieres, conejita. Estamos hechos a la mierda y ya que no has colaborado, nosotros nos vamos a limitar a ver cómo cagas, cómo meas, cómo menstruas como una cerda. Y cuando estés escocida te abres de piernas y puedes estar abierta de piernas días y días. Y te hacemos un favor no pasándote a los otros, porque ellos no tendrían tanto miramiento con una rusky de mierda como tú.

Uno de los apoyados en la pared ha dejado escapar una risita de refrendo y a ti te queda en la cabeza, en el rubor casi tirante de la piel, la agresión peor, la de que menstruarás como una cerda sobre este suelo de cemento y tus ojos le dicen hijo de puta, en castellano, tres, cuatro veces, como lo hubiera podido pronunciar Ricardo en un momento de indignación, aunque de tus labios salga algo parecido a un sollozo que te comes, por miedo a que te vean descompuesta y se desencadene la crueldad, nunca la compasión. Buscas una brizna de solidaridad en el hombre moreno que te ha dado agua, pero está acariciando la pared con las uñas. Pero luego, como si recibiera las vibraciones de tu mirada llamada, se ha vuelto hacia ti.

—Estás jugando con fuego y con pólvora. Te estamos haciendo un favor. Si dejáramos a los otros, a los que están esperando ahí fuera, no serían tan complacientes. Aunque seas una roja, un enemigo de lo más sagrado de nuestro país, eres de los nuestros y te respetamos. ¿No te hemos respetado? ¿Sabes lo que harían ésos en cuanto entraran? Te desnudarían para ver cómo estáis hechas las rojitas y sólo que te pusieran uno de sus dedos encima te ibas a cagar, entonces sí que te ibas a cagar. Nosotros vamos a cumplir con nuestro trabajo y parte de ese trabajo es protegerte de ellos. Tú has costado una buena parte de presupuesto. No estás aquí por un capricho y has de ayudarnos a que todo acabe bien.

—Hablemos. Pero hablemos como personas civilizadas.

Quiere hablar.

—Y como personas civilizadas.

Los mudos han dejado de serlo. Se han tensado y te miran con curiosidad burlona.

—Denme otro formulario. Lo llenaré de otra manera.

Tienen todos los movimientos programados. El que debía salir a buscar otro formulario ha iniciado el movimiento nada más tú acababas de hablar, mientras los otros cambiaban de posición, sin abandonar la distancia que os separa. El formulario ha llegado a tu mano con suavidad y otra vez el rotulador que has cogido con una mano blanda. Lo has llenado fingiendo pensar las respuestas, pero sabías ya que ibas a contestar a todo que sí, les has devuelto una colección de síes que el portavoz ha repetido mentalmente, uno a uno, como si cada sí le proporcionara una idea diferente y le liberara de un pedazo de carga hasta convertirlo en ese hombre de aspecto amable que ha cabeceado afirmativamente y ha vuelto la cabeza a los otros en una muda advertencia. Y entonces se han puesto en movimiento, con la lección aprendida. Dos han salido de la habitación y han vuelto con un cubo de agua, una toalla y una toallita de papel impregnada en agua de colonia, dentro de un sobre de la Panam. Los cuatro entonces han abandonado la habitación y te han dejado a solas con la lata, tu cubo, tu toalla y has acariciado primero tú la tela, para que luego ella acariciara tu cara, tus brazos, tu escote. Te has asegurado de que la puerta permaneciera cerrada, te has bajado las bragas que han quedado en tu mano como un pedazo de papel mancillado y te has sentado entre los cantos de la lata, sintiendo en tu carne la voluntad de herida de los bordes oxidados y de ti ha caído una orina rabiosa, casi efervescente, engullida por el serrín como si fuera orina de gata y has luchado por no defecar, por no humillarte con tu propio olor compartido con ellos cuando regresen. Cuando llegue la noche. Si es que aún hay noche ahí fuera, si es que aún habrá una noche para ti. ¿Y si fuera ahora de noche? Te has lavado primero la cara, los brazos, en una comunicación casi religiosa, de bautismo, y luego te has puesto a horcajadas sobre el cubo manoteando jabón y agua contra tu ano, contra tu sexo, como si fueran de una persona que no te pertenece. Secarte ha sido un gozo y con la toalla húmeda te has refrigerado la cara, mientras buscabas en una silla refugio para tu nuevo cansancio, el que llega después de una tensión, a la espera de la próxima. Y ahí están. Se abre la puerta como una lámina fría y por ella entra uno, sólo uno. Lleva tu formulario en una mano y en la otra un magnetofón. No es el portavoz, ni el lamanita. Es uno de los mudos. Parece un ex campeón de esquí acuático algo calvo, de gestos sueltos y mirada sonriente que no rehuye el distanciado examen de tu letrina, mientras contiene el olisquear por si has pasado a mayores. Aproxima su silla a la tuya y deja el magnetofón conectado en el suelo.

—Puro trámite. Ha sido de mucha ayuda el que usted contestara finalmente con sinceridad. Ahora relájese y complemente el informe. Comprenderá que los síes no son suficientes. Es preciso decir algo más. Todo esto tiene nombres, nombres y apellidos. Vamos a empezar, repito que puede tomarse todo el tiempo que quiera y que cuanto más colabore, mejor para usted. ¿Está preparada para empezar? —Sí.

—Bien. ¿Qué nombres ha utilizado y qué cambios de identidad?

Y te oyes a ti misma cantar el esbozo de una novela que podría haber sido la de tu vida. Mi nombre de guerra ha cambiado, pero el que más he utilizado ha sido el de Jezabel Morgan y a veces Noemí Baker, casi siempre he aparecido como profesora de universidad, pero en ocasiones he sido comisionista de ventas de libros a domicilio o especialista en cursos para adultos retrasados, en escuelas de asistencia social. Me cambié el nombre por cuestiones familiares, primero, porque había tenido problemas con mi familia, historias de amores y religiones. El código de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días es muy especial, muy, difícil de disimular su cumplimiento cuando no se cree en él y yo entré en conflicto ideológico con mi religión ya en los primeros cursos de la universidad. Luego los nombres supuestos me sirvieron cuando entré en contacto con movimientos sociales, lo que ustedes llaman movimientos subversivos y nosotros movimientos sociales. Sí, estuve afiliada al Ejército Simbiótico en sus últimas boqueadas, pero no un miembro muy activo, sólo pertenecí a los comandos de información y no puedo rendir cuentas de qué se hizo con mi información, porque casi en seguida el Ejército fue desarticulado y me dediqué a trabajar en movimientos de profesores, sobre todo de hostigamiento a la política exterior de los Estados Unidos, especialmente de solidaridad con los pueblos del Cono Sur de América Latina y luego con Nicaragua y a veces también con El Salvador, Cuba, Guatemala, pero no podía dar abasto a tanto compromiso. No. No. Enrique Waksman Ortiz, mi fugaz marido, no pertenecía a un partido concreto. Yo era más militante que él, mantuve relaciones con el Partido Comunista americano, pero más como colaboradora, porque me parecía un partido anquilosado, inservible para la agitación a la que yo aspiraba, demasiado condicionado por la presión legal, social, política. Países extranjeros, los que me ha obligado a visitar mi trabajo sobre Galíndez y una vez estuve en Yugoslavia, de turismo, para ver Split, me fascinaba la existencia de una ciudad construida a partir de las arquitecturas intocadas del emperador Diocleciano. Pero sí, tuve contactos con agentes de servicios secretos extranjeros, no directamente soviéticos, no, sobre todo con representantes de la Alemania Democrática, en España, sí, siempre me veía con representantes de la Alemania Democrática e incluso pedí ayuda para mi trabajo sobre Galíndez, por si era cierto que Galíndez hubiera sido un agente del KGB, incluso contemplé la posibilidad de que no hubiera sido asesinado y estuviera en cualquier país socialista con la identidad cambiada, previa operación de cirugía estética. No, no puede decirse que trabajara a cuenta de ningún gobierno extranjero, ni siquiera comunista, en el sentido material de la palabra, sino ideológico, sí, he comentado muchas veces con ellos los efectos políticos de mi trabajo. ¿Nombres? Tal vez sean supuestos. No les dirán nada. Bien, pues Bóll, Handke entre los alemanes y algún soviético, es posible, sí, ahora recuerdo, Trifonov, Bulgákov, Guinzburg, Mielnekov. Yo no podía prestarles servicios relevantes porque no tengo acceso a áreas de seguridad.

—¿Estaría usted dispuesta a hacer las descripciones físicas de esos agentes?

—Les recuerdo muy vagamente.

—Haga un esfuerzo. Por ejemplo, Handke.

—Un rubianco, de cara larga, cabello lacio, me parece.

—¿Bulgákov?

—Grueso, muy eslavo, muy vitalista, como nos han presentado a los rusos en las películas.

—¿No trataron de catapultarla hacia zonas de seguridad de Estados Unidos, mediante contactos? A un nivel superior, muy superior.

—Debieron considerar que no serviría, que mi trabajo más eficaz lo iba a realizar en escenarios intelectuales.

—No es un escenario gratuito. De ahí nacen las ideas y luego las ideas mueven a los hombres.

—Desde luego.

—Yo creo en el derecho de todo el mundo a tener las ideas que quiera, si se las reserva para sí, sobre todo las que pueden afectar a la seguridad de mi país. El pensamiento no delinque. La acción, sí.

—Es usted muy tolerante.

—Es un principio de nuestra cultura democrática de la que usted no debió nunca apartarse. Y ahora quisiera que me aclarara algo más sus objetivos con respecto a la investigación de Galíndez. ¿Quién era el objetivo final del escándalo? ¿A por quién iban, tanto en Estados Unidos como en República Dominicana?

—El objeto.

—O el sujeto.

—O el sujeto.

Y te entra todo el cansancio por el fingimiento, la impresión de que es tan inútil como decir la verdad, dejas caer los brazos, el cuerpo, expulsas el aire que quisieras y no quisieras volver a inspirar. Le miras a los ojos y le dices mudamente: ¿Qué me preguntas? ¿Por qué me preguntas? ¿Para qué me preguntas?

—Lógicamente sus investigaciones apuntaban a una finalidad.

—La investigación en sí misma. No sabía muy claramente a dónde iba a parar.

—No sabían.

—¿Por qué en plural?

—Hemos convenido en que usted investigaba en colaboración con servicios de inteligencia extranjeros y el propio Norman Radcliffe estaba en antecedentes de ello.

—Norman nunca supo de mis contactos.

—¿Trata de que me lo crea?

—Si nos vigilaban es fácil saberlo. Hemos cruzado correspondencia. Nos hemos visto en Nueva York.

—Tampoco nos constan los contactos con esos agentes, pero son fácilmente deducibles. Volviendo a esos agentes. Bóll. Concentrémonos en Bóll, por ejemplo. Descríbalo.

Bóll era un hombre alto y mayor, sobre los setenta años. Creo que había estado en Irlanda, hacía tiempo y durante una larga temporada, porque utilizaba con frecuencia referencias irlandesas. Sí, es extraño, o quizá, las provoqué yo porque le hablé de Irlanda y él siguió la conversación o quizá todo derivó de las bicicletas. Sí. Fue de las bicicletas. Nos vimos en un parque y él llegó en bicicleta. Me pareció un contacto muy poco normal y me comentó la afición que había adquirido por la bicicleta en Irlanda. No. Quizá no sea un tema de conversación entre conjurados, pero él lo secundó. Quizá nunca había estado en Irlanda. Él asiente, sonríe, se muestra tan comprensivo que acercas tu mano a su brazo, pero lo retira y con él la sonrisa.

—Vamos a empezar a hablar en serio, Mrs. Colbert. Me ha explicado una buena lección de literatura alemana y soviética o resulta que buena parte de la literatura alemana y soviética pertenece a los servicios secretos. No soy un especialista, pero usted debía considerar que en este caso la Compañía iba a delegar a gentes que estuvieran en condiciones de entender sus claves. No he leído ni un libro de ninguno de ellos, pero Bóll es un escritor alemán ya muerto, y Handke aún vive, Bulgákov es un escritor muerto, los otros nombres no los identifico, pero me suenan, sobre todo Guinzburg. ¿Quería burlarse de nosotros?

—No sabía qué decirles. Esos contactos no existen. Nunca han existido.

Ha expulsado el aire con determinación y se ha puesto en pie tirando la silla al suelo, inconscientemente te has protegido el cuerpo con los brazos. No, no han existido. Nunca he pertenecido a nada de lo que he admitido en el cuestionario. Ha sido la insistencia de ustedes la que me ha forzado a decir mentiras. Se marcha hacia la puerta sin decirte nada y ya en el umbral te masculla que reflexiones, que te serenes y hagas una real composición de lugar y ha insistido, real composición de lugar. Te levantas y recorres el perímetro de este calabozo sin ventanas, una, tres, seis veces hasta que te mareas y has de correr a una de las sillas para no desplomarte. Has de avisarles de que eres propensa a las lipotimias. ¿De qué has de avisarles? Has sido una estúpida. Has pensado que la historia no había pasado en balde y que eras la chica de América, la superwoman indestructible por los forajidos. He pensado en eso, Muriel. En ese viaje que me anunciaste a Santo Domingo. Tengo mis planes. Para Semana Santa podré distraer unos días. Me los deben de vacaciones y tú ya sabes que España no existe durante esos puentes. Podríamos aprovechar un largo puente para ir juntos a Santo Domingo. Yo me baño, tomo el sol, vacío la isla de cocos y tú investigas. ¿Qué quiere decir demasiado tarde? ¿Cuándo te vas? ¿Pasado mañana? ¿Y me lo dices así? ¿Cuántos días? ¿No lo sabes? Y aún sientes el dolor de su agresión aparentemente involuntaria, aquel canto de mesa que se te clavó en el estómago para facilitar su huida. Han pasado cinco días de esa secuencia, o no, no sabes cuántos días has estado dormida, cuánto ha costado traerte aquí. Tal vez estés, como Galíndez, en la República Dominicana, en San Cristóbal, tal vez Trujillo no haya muerto, sin duda no ha muerto del todo y provocó el otro día la hemiplejia a Palazón, mientras tejía a tu alrededor esta tela de araña. Si ya lo sabe todo, déjelo correr. Cuando mataron a Trujillo dispersaron a su familia y trajeron la democracia vigilada, hubo un doble juego, muy típico de los yanquis. Mientras una parte de los servicios secretos luchaba por investigar la verdad de lo sucedido, otra parte trabajaba para borrar las pocas pruebas que quedaban. Y tú le insististe a Areces que llegarías hasta el fin, que te interesaba la atmósfera, la atmósfera que rodeaba a Galíndez en sus últimos momentos. Si pudiera recuperaría el aire que respiraba, la manera de respirarlo. ¿Y eso es científico? Mejor que recurra a una vidente. Igual le consigue el número de teléfono de Galíndez. Y ahora tiene sentido la mirada aliviada de José Israel cuando te ve regresar al hotel, aunque no exteriorizara el motivo de su inquietud. No es que conozca a todos los coroneles y excoroneles, pero ése no me suena. Y el picadito ése, tampoco. Uno siempre subestima el territorio de la República y piensa que conoce a todo el mundo. Ese coronel ha querido presumir de protagonismo histórico, o quizá vivió lo que ha contado, como tanta gente. Las dictaduras son panteístas, el dictador consigue depositar un pedacito de sí mismo en todos los demás. La puerta sigue cerrada. Quizá no se abra nunca más. Te ilusiona la posibilidad de morir poco a poco, sin dolor, sin humillación, como una consecuencia de tu estupidez, de tu prepotencia. Sólo que hubieras dejado una nota a los Cuello la historia cambiaría y si se han atrevido a todo este montaje es porque les consta que nadie conoce tu paradero, ni tus movimientos desde que saliste de Santo Domingo. ¿Qué estará haciendo el miserable viejo? Sin duda conoció a Galíndez, pero no figura en las crónicas, es como un diablo que no sale reproducido en las fotografías, pero estaba allí, probablemente fuera el demonio particular de Galíndez. Le imaginas en un piso lleno de gatos y olor a excrementos de los animales, él como una isla de pulcritud maligna, escogiendo el punto donde clavar su aguijón venenoso. Don Angelito. Voltaire. Una historia llena de personajes que nunca fueron lo que aparentaban ser y que en cambio afirmaban ser de una pieza, como la historia que les había hecho. Pero de pronto hay muestras de actividad al otro lado de la puerta, se oyen voces y ruidos, como si los cuatro funcionarios hubieran perdido la estudiada calma y quisieran pasar a otra fase del interrogatorio. Incluso risas, sobre todo una risa en falsete te castiga, porque la supones dirigida contra ti y esa puerta se abrirá para dar paso a la tortura, a la bestialidad, a la muerte. Si se pudiera unificar este final con el de Jesús y llegar los dos unidos a la gran síntesis de la tierra y las aguas… Jesús está en la tierra y el mar, sus partículas deshechas por los tiburones y el tiempo se ha convertido en materia y memoria de una comunidad. ¿Pero tú? No puedes aspirar a esa inmortalidad, a esa consoladora supervivencia y cualquier posibilidad de abstracción se te rompe como un cristal frágil, cuando la puerta se abre de un empujón y penetran como bultos oscuros cuatro hombres nuevos y sobre todo uno de ellos es el signo mismo del final, el último sello sobre el expediente. Allí está Areces, más inmenso de lo que lo recordabas, con un «Obús» en la boca y el anillo en su mano tan grande como su cabeza empotrada en su cuerpo pirámide. Y el Picado. Y su primo y un cuarto personaje del que sólo conoces lo que presientes, que tiene el alma tan negra como los otros tres.

—Mírela, mi coronel, si es la flaquita del otro día.

—Hay peces que tienen ganas de ser pescados.

Esperas que se sume al grupo alguno de los funcionarios, pero la puerta ya se ha cerrado, definitivamente. Areces da la vuelta a la silla y deposita su corpachón apoyándolo con la barriga contra el respaldo. Se le ha apagado el puro, lo vuelve a encender con un mechero tan brillante como su anillo y paladea la primera bocanada de humo. No le gusta. Da la vuelta al puro y se mete la punta ígnea en la boca, sopla y una columna de humo sale por el otro extremo entre las risas de los otros tres.

—¿De qué se ríen, pendejos? Acaso no saben que el puro acumula nicotina y que es preciso abrirle vías soplando en sentido contrario, cuando se ha apagado, claro, sólo cuando se ha apagado más de una vez. ¿Iba yo a tirar este Obús? ¿Para que ustedes lo cogieran, desgraciados? Como si no tuviera nada más que hacer, con el trabajo que tenemos delante. Y ahora le hablo a usted. Ya ve que con los suyos no le ha ido bien y con nosotros le va a ir peor. Ellos no se manchan las manos, porque ya cuentan con las nuestras que son más oscuras. Cada cual con su papel, pero le aseguro que el nuestro lo haremos bien.

—Tiene cara de síncope la señorita.

—Lleva demasiada ropa encima.

—¡Qué flaquita tan exquisita!

—Le vamos a recrear la atmósfera que buscaba. No recuerdo el título de su trabajo, pero usted me dijo que iba buscando la atmósfera. No le va a faltar. Lástima que yo no viera el final de Galíndez, pero asistí en primera fila al de Murphy y ya le dije que gritaba como un puerco en el matadero y eso que era todo un pepilito. Ahora los jóvenes crecen más, en todas partes. Pero entonces Murphy era un tipito, un tipito bien puesto y se descompuso y casi nos avergonzaba a todos, incluso el que le dio con el madero en la cabeza para que dejara de gritar como una marrana. Luego le dieron chalina y se lo llevaron cerca del mar, frente al Matadero. Le abrieron la barriga con un colín y lo echaron al mar para que los tiburones se lo comieran cuanto antes. La gente se cree que a los tiburones les gustan los brazos y las piernas, pero lo que más les gusta son las tripas. ¿No tiene demasiado calor, señorita? No sé cuánto rato conservará las formas, pero lleva demasiada ropa encima.

—¿La desnudamos, jefe?

—Ella, lo hará sólita. Estas chicas de hoy en día saben situarse según las circunstancias. ¿No han sido ustedes, las mujeres yanquis, las que han creado ese lema tan peleón, en caso de violación no te resistas? No creo que haya violación ahora, ¿verdad, Rivera?

—No me gustan las flacas.

—Pero te vamos a moler, pendeja.

—Y además, nunca un ser humano se da tanta cuenta de qué poca cosa es como cuando está desnudo.

En cierto sentido, la carta amarga de Galíndez en su última Navidad neoyorquina puede ser la premonición de lo que sintió en este instante. Tuvo tu mismo miedo, estás segura, y sólo pudo contar con el valor que le daba la investidura de una causa. Tú te desnudas porque no quieres que te desnuden. Miras sonriente a Areces porque no quieres que te vea llorar y cuando grites procurarás que sean alaridos, no le darás el gusto de articular compasiones. Pero te hubiera gustado que hubiera sido diferente, tender la mano como ahora haces, como una prolongación de tu cuerpo desnudo y tembloroso y encontrar la mano de Jesús. No te atreves a cantar las estrofas rotas de sus canciones de patria y nostalgia, pero sí cantas en voz tan baja que no es voz, que es escritura en un papel secreto que ellos no pueden descubrir, ni romperte, la canción de Laboa, y te llevarías a Jesús hasta el bosque pintado por el hijo de los Migueloa, en comunión exacta con algún rincón del mundo, el bosque modificado, la realidad más física modificada, corregida, definitivamente humanizada. Si fuera lícito huir, si hubiera paz en algún lugar, no sería el amante de las flores que lindan la casa. No sería el miserable abatido por el dolor, hijo de la desesperanza, destinatario endurecido del grito. No sería para nadie causa de escándalo, ni planta desarraigada sembrada en tierra fría. Si estuviera permitido huir, si fuera posible romper la cadena, no sería un navegante impotente, carente de barco.