La mujer ha llegado a la hora esperada. Robards finge leer el Miami Herald y los ojos le bailan sobre una encuesta a propósito de la legitimidad de la acción de los contra en Nicaragua. Legítima. Por una abrumadora mayoría. Es una muchacha, casi a punto de dejar de ser una muchacha, le ayuda a conservar la imagen, la esbeltez de su tórax alargado, de su cintura estrecha, aunque se adivinen caderas poderosas, bien movidas por unas piernas largas, llenas de pecas, como los brazos y la cara ovalada y alargada bajo la fluorescencia de los cabellos pelirrojos mal ajustados, que le forman una aureola al contraluz del aeropuerto. Se comporta como cualquier viajero que desconoce este aeropuerto, pero conoce otros, los pies la empujan por un recorrido convencional, pero los ojos persiguen las variantes o se recrean en las sorpresas de este aeropuerto nuevo, primer escaparate de una ciudad turística. Robards la sigue y piensa en ese cuerpo que avanza con ligereza y en lo que puebla esa cabeza, por si algún recelo la contamina o avanza con la seguridad con que los iluminados caminan hacia trampas que ellos mismos se han tendido. Cuando llegue a la parada de taxis se le adelantarán dos taxistas y le ofrecerán su vehículo y escoja el que escoja habrá escogido el que le interesa a Robards. En cuanto Muriel sube al taxi, Robards va en busca de un coche aparcado y se desentiende del destino de la muchacha. Ella ha dado la dirección al taxista, pero queda lejos. La ventaja que tenemos es que está casi en línea recta, primero por la Robert Frost y luego subir un tramo por la Federal. Muriel emplea el recorrido en volver a imaginar el lugar y al personaje de su cita. Será un lugar solitario, porque de lo contrario le habrían dado más indicaciones y él ha de ser un viejo, probablemente un viejo sórdido. Tuerto por ejemplo. Y se echa a reír, con la complicidad del conductor, que la secunda sin saber por qué. En el recodo del Lake Rd el pequeño coche parece vacío y abandonado, pero en su interior el viejo figurita aguanta su barbilla sobre un bastón de caña con el puño de cuerno, gafas de sol negras hasta la ceguera y un sombrero jipijapa ladeado sobre la puntiaguda oreja derecha.
—Pase, señorita. La estaba esperando.
La mujer ha despedido el coche junto al Lake Sabal, llega acalorada por quince minutos de retraso y doscientos metros corridos a paso de marcha. El viejo está frío y seguro, ella balbucea disculpas y trata de plegar su largo cuerpo a las dimensiones del coche.
—No se preocupe por el retraso. Para mí ha sido muy cómodo, para usted muy incómodo.
Soy una estúpida, insiste ella, porque ha pensado que el aeropuerto estaba más cerca y se ha demorado, se ha quedado encantada en el aeropuerto, como si nunca hubiera viajado en avión.
—Es un aeropuerto muy lindo. Uno de los más modernos de Estados Unidos. Observará que le hablo en español, la lengua de mi mamá, porque el tema que nos ocupa y nos preocupa es mejor tratarlo en español. Ante todo, mi gracia, don Angelito, aunque le revelo que por aquí se me conoce como Voltaire O’Shea Zarraluqui. Los hombres de mi ralea llega un momento en que olvidamos nuestro nombre real. Pero Angelito vale, así me llamó Jesús durante casi los veinte años en que nos relacionamos. Una larga historia de amor y odio que empieza en la guerra de España y termina el día en que me vi obligado a aceptar lo que no quería aceptar. ¿Le gustan los gatos, señorita?
—Adoro a los animales.
—Eso revela un buen corazón. La persona que no ama a los animales no es de fiar. Yo ahora soy un hombre retirado, pendiente de mis gatos y de escribir unas memorias que ya he prometido a Lee Goerner, un editor de Nueva York que nunca habla, del que se asegura que no ha pronunciado media docena de palabras desde hace veinte años. Es un gran amigo mío. Uno de los hombres que mejor conocen mi vida y me ha perseguido durante años rogándome que escribiera mis memorias. La última reunión la tuvimos en el Hotel Doral, de la Séptima Avenida, en Nueva York. Casi me arrancó el compromiso y sin decir nada, él. Yo en cambio sí hablé, de base-ball. Y eso que no entiendo de base-ball. No sé si usted entiende la complicada psicología de Lee Goerner. Pero él insiste en que yo soy uno de los mejores testigos de la historia del Caribe en los últimos cincuenta años y es cierto, no voy a engañarle con una falsa modestia.
—Me muero de calor aquí dentro.
—Es un día de bochorno. Miami es terrible cuando se levanta la humedad.
—Ya que mantenemos las puertas cerradas podríamos poner el aire acondicionado. ¿Tiene las llaves?
El viejo pareció desconcertarse, pero volvió a momificar lo que le quedaba de cara visible y afirmó tajantemente:
—Yo no sé lo que es tocar una llave de coche. No sé conducir. Me traen y me llevan. Michael se ha marchado porque yo no quería testigos y se ha llevado las llaves.
—Tampoco podemos bajar los cristales.
—Tampoco.
—Podríamos dejar un par de puertas abiertas.
El viejo hace un amplio ademán magnánimo para que la mujer abra las puertas que quiera. Carraspea y se quita las gafas de sol. Hay una cierta humedad en sus ojos, ternura cuando recorre la geografía de la muchacha y se detienen en sus ojos azules emergentes en el mar de su cara llena de islotes pecosos.
—Se acerca usted mucho a la mujer que yo había imaginado.
—¿Cómo me había imaginado?
—Como una de esas gringas que van siempre reclamando. El sufragio universal, Sacco y Vanzetti, la guerra de España, contra la bomba atómica, contra la intervención en Nicaragua, a favor del aborto. Y me la podía imaginar muy bien porque yo soy uno de los suyos y es que nada más verla he visto en usted la imagen de la eterna juventud del mundo. Sin personas como usted, el mundo habría desaparecido hace tiempo y se lo hubiera merecido… En usted me reconozco a mí mismo, recupero a aquel jovenzuelo idealista que se apuntaba a todas las causas nobles de la tierra. ¿Sandino? A Nicaragua a luchar contra los caciques y los yanquis. ¿La guerra de España? A España, al lado de la República. ¿El fascismo internacional? Pues Angelito a la Resistencia francesa, incluso me fui hasta Yugoslavia jugándome el pellejo, a echarle una mano a Tito. No pasarán. No pasarán. Y aparentemente no pasaron, pero pasaron. El fascismo está en todas partes, incluso en el fondo de nuestros corazones. Yo se lo he dicho más de una vez a Pasionaria: Dolores, no pasaron por la puerta del centro, pero se metieron por las traseras. ¿Qué hace Pasionaria? Sé que viene usted de Madrid y me han dicho que está muy acabadita. Bien. Dígame una causa justa del universo, en los últimos cincuenta años, y en todas estuvo Voltaire, perdón, don Angelito. Soy de la madera de los rebeldes eternos, como esos beneméritos yanquis que cuando tenían veinte años lucharon en la guerra de España en la Brigada Lincoln y a los setenta o a los ochenta aún hacen campañas como «¡Fuera las manos de Nicaragua!». Somos una raza, una raza del espíritu, la raza de los emancipadores. Ya era un viejo y me fui a Perú a ayudar en la experiencia socializadora de mi general Velasco Alvarado. Lea esta emocionada carta que me dirigió. Y aquí, aquí, en este jodío país que usted tan bien conoce, en el centro del imperio y del sistema yo he estado junto a los puertorriqueños contra los yanquis y ayudé a los del Ejército Simbiótico y a los black panthers. Éstas son mis credenciales y por eso, desde esta estatura moral, la única que puede tener un viejo tan chiquito como yo, la puedo ayudar, hija mía, qué digo yo hija mía, si usted pudiera ser mi nieta de no haber sacrificado yo en aras de la historia el derecho a tener una familia. Una espléndida nieta como usted. Perdone que me emocione, pero la edad nos ablanda los músculos y sobre todo el de las lágrimas. Pero dígame, muchacha, ¿sabe dónde se ha metido?
La muchacha sigue sin recuperar el aplomo en la voz ni en las ideas. Le molesta el encierro y mientras escucha, sus ojos se revuelven dentro de la jaula del coche, como buscando un resorte que lo descapote, que haga desaparecer todo lo que les separa de la vegetación del parque, del canal, que recorte un islote urbano, anodino, con aspecto de islote artificial.
—¿Es indispensable que hablemos aquí dentro?
—De momento, sí. Mientras nos metamos en materia. Luego, cuando hayamos creado el marco de discusión, entonces ya podremos hablar con tranquilidad y aunque nos escuchen no dominarán el hilo del asunto.
—¿Quién va a escuchar?
—¿En qué año fue secuestrado Galíndez? No. No me lo diga. 12 de marzo de 1956. Han pasado unos treinta años. Imagine usted que en aquella operación participaron veinte o treinta personas que podían tener entre veinte y ochenta años. Vaya eliminando, hija mía, compórtese como la vida o como un matasanos y llegará a la conclusión de que aún están en activo implicados que entonces tenían entre veinte y cincuenta años y que hoy están entre los cincuenta y los ochenta. ¿Va comprendiendo? Personajes como Espaillat, Trujillo, De la Maza, Murphy, ésos ya están en el infierno o en el limbo y en todas las páginas de los libros que se han dedicado al caso Galíndez. Pero nunca se destapó del todo la trama yanqui y nunca quedó claro el papel jugado por la CIA, por ejemplo. Mientras el FBI se tomó muy a pecho investigar la desaparición de uno de sus agentes, Rojas, es decir, Galíndez, la CIA estuvo más preocupada en ayudar a Trujillo a salir del mal paso, hasta que el muy chulo se cargó a Murphy y se echó encima al senador del pueblo de Murphy, que los yanquis son así. Son capaces de partir la cabeza del mundo a hachazos en defensa de los intereses de uno de sus electores. Es la mentalidad del buen vendedor siempre al lado de los clientes. ¿Qué tal el coronel Areces? Un gran tipo. Nos respetamos y eso que empezamos a militar en bandos diferentes, yo como agente de la Legión del Caribe, junto a Betancourt, a Gómez Marín, a Figueres, a Castro y él en los servicios secretos trujillistas. Nos encontramos en Maracaibo en el año… ¡Memoria! ¡Memoria! ¿Dónde te has ido? Shakespeare tenía mucha razón cuando decía que la memoria no siempre está a la disposición de nuestros recuerdos, o algo así. Coincidimos allí Areces y yo, en bandos separados y tuvimos que negociar algo delicado. En seguida me di cuenta de que estaba hablando con un hombre que deseaba un puente y se lo tendí, de plata. ¿Una persona refinada e inteligente como usted puede servir a un dictador tan zafio? Yo me temía que echara mano de la pistola, porque estos militares dominicanos se encabronan con mucha facilidad, pero no, bajó los ojos y con eso me lo dijo todo. Dos horas después era mío, es decir, era de los nuestros y ahora sigue perteneciendo a la red. No estoy en condiciones de revelarle de qué red se trata, pero sí de asegurarle que vigilamos todos los movimientos reaccionarios de América Central, desde esta atalaya de Miami, porque Miami es la capital de la exportación de la reacción. Yo conozco muy bien, muy bien esta ciudad, porque cuando yo llegué aquí, como quien dice, aún no estaban puestas las calles y a usted le daría asco ver, oír en esta ciudad, la Babilonia de la contrarrevolución americana. Yo podía haber escogido, a mi edad, sentirme como un exilado interior, ya sabe usted que no hay éxito comparable al del exilio, como dijo el poeta. Pero he elegido combatir, combatir, combatir, como he hecho toda mi vida. He sido el sostén de los grupos haitianos más radicales, de los intentos de penetración de agentes castristas en los grupos de marielitos, de todo lo que usted pueda imaginar. Fíjese cómo es esta ciudad, este portaaviones nuclear yanqui, que hace tiempo se estrenó aquí la obra de una cubana que vive en Nueva York y si vive en Nueva York por algo será. Se llama Dolores Prida y es izquierdista la señora, aunque no un calco del castrismo, ya me entiende. Se programó la obra en un festival de teatro cubano, aquí en Miami, y fue tal la reacción que hubo de ser retirada del cartel. Y ha sido esa chusma marielita la que ha cambiado el talante de esta ciudad, la ciudad de Sandburg, de Capote, la ciudad en la que muchos jubilados y profesionales judíos fugitivos del norte y de talante liberal tuvo esa tendencia a lo largo de los años sesenta. Tan fuerte fue la Nueva Izquierda aquí que era el grupo dominante en las escuelas y en las universidades, hasta que estos anticastristas de mierda o estos contra piojosos la corrompieron. Hace poco estaba yo hablando con un doctor, un doctor no recuerdo en qué, pero me parece que no era un doctor en medicina y me dijo que las escuelas de Miami eran las mejores de la Unión. ¿Por qué?, le pregunté. Porque no hay ni un izquierdista. ¿Quiere un comentario más triste? ¿Qué sería del mundo sin un izquierdista? ¿Cómo puede haber una ciudad sin un izquierdista? Si don José Martí levantara la cabeza, él que tanto había trabajado por aquí entre cubanos fugitivos del imperialismo español, para concienciarles antes de la guerra de Independencia patria… Le cuento todo esto para que comprenda que no me he rendido, a pesar de que estoy en el peor paisaje para un rojo de toda la vida como yo. Pero ¡ea! Valor. Nunca escogimos el camino más fácil. ¿No es verdad, Muriel?
—¿Quién es Areces? ¿Qué hace en Santo Domingo? No parece un conspirador en activo. Más bien un hombre de negocios.
—Cumple mis órdenes.
Muriel contempló al viejo valorativamente. Se había puesto otra vez las gafas y afinaba el hociquillo para dar mayor rigidez a su expresión después de la frase pronunciada.
—Tengo sobre él un ascendiente moral y en cuanto me llegaron informaciones sobre su caso, me puse inmediatamente a trabajar. Hace unas semanas usted recibió una carta de su director de trabajo, Norman Radcliffe, en la que le pedía que cambiara de tema de investigación. ¿No es cierto?
—Sí. Pero no sé cómo usted puede saber esto.
—Le sorprenderán muchas más cosas. Esa carta le fue dictada a Norman Radcliffe por la Compañía. Le agarraron bien agarrado amenazándole con cosas de dinero, porque se acaba de casar y a su edad ha procreado, el insensato, y está atrapado, tan atrapado que obedeció lo que le mandaron.
La muchacha parece tener aún más ganas de salir del coche, como si de pronto hubiera de replantearse todo lo que ha sucedido, acorralada por el espacio interior y por el espacio de sus recuerdos reordenados en una fracción de segundo.
—Yo estoy de acuerdo con esa petición de que no prosiga su tesis, pero por razones radicalmente diferentes. Ellos quieren proteger a los que asesinaron a Galíndez, especialmente a la alta cumbre que une la responsabilidad dominicana y la norteamericana. Yo, a pesar de que no se lo merecía, quiero proteger a Galíndez y el prestigio del nacionalismo vasco, porque el nacionalismo vasco es hoy en día una de las fuerzas de transformación de este mundo acobardado o adormilado. Tenga paciencia. Relájese. Voy a hacerle un resumen de los hechos y luego saldremos a dar un paseíto, incluso a tomar un juguito, yo, y usted, un buen trago y largo, porque va a necesitarlo.
Se ha desalivado el viejo la boca, se ha relajado y ha creado espacio y tiempo suficientes para una larga explicación. La muchacha se rinde y se recuesta contra el respaldo.
—Recuerde esta fecha: 4 de marzo de 1941. Galíndez me confiesa, en Santo Domingo, sus contactos informativos con la embajada norteamericana. ¿Lugar? Un café de la calle Conde, cerca de un hotelito donde aún vivía Galíndez antes de encontrar apartamento en la calle Lovatón. Hora. Las siete en punto de la tarde. Llegó en una moto, una moto que se había comprado de segunda mano. A veces daba risa, porque era desgarbado y se cubría con un salakot para protegerse del sol, y eso que él se burlaba de mí cuando yo me ponía salakot durante la guerra civil española. Lo recuerdo perfectamente porque recuerdo todas mis catástrofes, la única que he olvidado es que me he vuelto viejo. De buenas a primeras yo no reacciono y hasta hoy me parece lógico. Los norteamericanos son aliados del bando democrático y hay que ganar la guerra al Eje. Pero luego empiezo a atar cabos. ¿Qué información pasas? ¿De los nazis de por aquí? ¡Pero si son cuatro y el cabo! Yo ya me veo que no van por ahí las cosas y Jesús me esconde la cabeza, como si mirara la copa obsesionado. ¿No es eso, no? No. Y yo hablo y digo en voz alta lo que temo y él no lo desmiente. Está pasando información de los rojos, de los nuestros y así empezaba una carrera que llevaba a la aparición de Rojas, informante confidencial NY-5075. Mi primera reacción fue levantarme de la mesa, pero él me contuvo. No seas tan simplón, espera. Aguirre lo ve bien, porque a cambio los americanos nos han prometido armar un ejército de gudaris, en cuanto la Guerra Mundial dé la vuelta, para invadir Euzkadi y proclamar un Estado independiente. Podía haber sido peor que llamaran a otra puerta, yo no pienso informarles de nada importante y cuando algo sea de interés fundamental lo comunicaré, mejor, por eso te lo he revelado. Lo haré llegar a los comunistas a través tuyo. Me tranquilicé y él también porque ya tenía dedos para hacer pajaritas de papel con las servilletas o no, no eran pajaritas, eran animalitos. No recuerdo qué animalitos. Esta memoria… Lo que me dijo entonces fue parcialmente cierto, aquí le traigo una copia del informe Duggan, agregado legal de la embajada USA en Santo Domingo enviado en junio de 1944 a Hoover en el que elogia a Galíndez como informador, pero entonces Galíndez aún no es Rojas, NY-5075, entonces aún es el Informante Confidencial DR-10 e informa por igual al agregado naval o al legal, los dos agentes punta del servicio de información yanqui en Santo Domingo. Fíjese en este punto que le he recuadrado: «El informante confidencial DR-10 ha sido franco en admitir que él prefiere informar sobre los alemanes y otros integrantes del Eje, que sobre las actividades de los comunistas. Esto es un tanto lamentable, ya que él cuenta con buenos contactos dentro de los comunistas españoles en la República Dominicana. De todas maneras, él ha brindado valiosa información sobre las actividades de los comunistas». ¿Qué le parece? Por entonces le pagan setenta y cinco dólares mensuales y la cuenta de los viajes y viaja, mucho, por toda la República, tomando contacto con subinformadores. Luego llega a la República Dominicana el agente Driscoll y Galíndez cambia de código, pasa a ser Rojas-580-85 y su colaboración se intensifica. Lea ese otro parrafito que le he marcado no tiene desperdicio, me parece estar viendo al mismísimo Jesús metido en todo eso. Es Driscoll el que escribe: «El contacto con este informante se establece únicamente bajo las más discretas circunstancias. La comunicación se efectúa una vez a la semana, normalmente los viernes por la tarde, en un lugar y hora previamente acordados. Ese lugar por lo general es un sitio aislado y el contacto se realiza cuando anochece. El informante es recogido en un automóvil y frecuentemente se le entrevista mientras se conduce por las carreteras más desiertas en las afueras de Ciudad Trujillo. Nunca se puede establecer el contacto llamándolo a su residencia o al Ministerio de Asuntos Exteriores. En las ocasiones en que sea urgentemente necesario comunicarse con él, durante los días de trabajo, el informante puede ser localizado a las seis de la tarde, a la entrada del café Hollywood en la calle de El Conde. Como se trata de un individuo extremadamente regular en sus hábitos, él llega siempre a ese lugar, diariamente, a las seis de la tarde, aproximadamente, y estaciona su motocicleta frente al café Hollywood. El contacto deberá establecerse en ese lugar, dentro de las circunstancias, en la forma más discreta posible».
El viejo ha retirado su cuerpecillo hasta esconderlo en el respaldo y desde allí ha observado la atenta lectura de la mujer, aunque de vez en cuando ella ha levantado la cabeza y le ha dirigido una mirada neutra.
—¿Le ha impresionado?
—Siga.
—Permítame que sea un poquito moroso, porque a mi edad no se puede emplear la velocidad ni siquiera en el hablar. No me voy a detener en tonterías, en minucias sobre las actividades de Galíndez en Santo Domingo. De pronto Jesús se desgasta con motivo de la huelga del azúcar y Aguirre le plantea trasladarse a Nueva York para ayudarle y con el tiempo sustituirle en Columbia y al frente de la delegación vasca. Eso ya lo sabe usted y no hay que insistir. Ya tenemos a Jesús en Nueva York, aunque por sus frecuentes viajes a Puerto Rico o a Costa Rica o a México o hacia América del Sur, a veces pasa por Miami y yo entre revolución y revolución, siempre he vuelto a Miami. Es decir, que seguimos manteniendo relación. En 1950, anote este año, Galíndez ya es un hombre plenamente introducido en Nueva York, bajo el padrinaje de Aguirre e Irala, otro santón del PNV. Es un miembro habitual de las reuniones de los exilados españoles y también de los grupos radicales de latinoamericanos, sobre todo de puertorriqueños, dominicanos, venezolanos, cubanos. Entre los españoles tiene fama de ser nacionalista vasco a ultranza y un poco con la cabeza de chorlito, pero de eso, nada. En cambio entre los grupos radicales latinos tiene el prestigio de un radical, casi un comunista y él a veces presume de querer hacer una síntesis de lo más avanzado del cristianismo y del marxismo, con el permiso del FBI o de la CIA, es evidente, porque Galíndez fue agente fijo del FBI a partir de 1950 y colaboró con la CIA hasta que las relaciones se deterioraron pocos años después. Insisto en que Galíndez no ganaba un dólar para sí. Él se mantenía con dificultades y el dinero que apaleaba era del PNV, ésa era otra parte de su trabajo, trasvasar el dinero del PNV. El angelito no era un suministrador de información del todo inocente. Me había engañado en aquella primera revelación de 1941, la noche de la catástrofe, catástrofe que los años me han confirmado. Por entonces ya es Rojas, el informante confidencial NY-5075, se instala en el apartamento 15-F del 30 de la Quinta Avenida y vive sobre la Delegación Vasca que dirigirá cuando primero Aguirre y luego Irala vuelvan a Europa. Por entonces ya era evidente que los norteamericanos nunca armarían a un solo vasco o si lo armaran sería para una procesión, no para proclamar una Euzkadi independiente. Y creo que Galíndez vivió desanimado en los últimos años, sobre todo a partir del acuerdo entre el gobierno de Franco y el norteamericano, y no le digo ya cuando España es aceptada en la ONU. Pero no podía parar y en los informes secretos del FBI figura como agente informador presente en cualquier follón que monten los exilados latinos y no tan latinos: informa de sus contactos con Álvarez del Vayo, otro político exilado español en claroscuro; asiste al Comité Unido de Refugiados Antifascistas, a las reuniones de veteranos de la Brigada Lincoln, a las concentraciones del Partido Norteamericano de los Trabajadores, es decir, los criptocomunistas, y transmite informes sobre los discursos de Robeson, por ejemplo, aquel gran cantante que tuvo que exilarse a Canadá; se convierte en un informante de prestigio y se le asignan misiones especiales, como investigar la Liga Progresista de Jamaica, los Comités de Derechos Civiles, incluso espiar a agentes de la CIA altísimos y sospechosos como Figueres, el presidente de Costa Rica, o dar información sobre la evolución de Muñoz Marín, el líder del nacionalismo puertorriqueño moderado. Los puertorriqueños, como los dominicanos, llegaron a ser la gran especialidad de Galíndez, en unos tiempos en que estaban de moda, porque unos cuantos de ellos se pusieron bravos y se fueron a matar nada menos que al presidente Truman. Había mucho movimiento entonces para que conmutaran la pena de muerte de Óscar Collazo, el principal implicado en el atentado y eso lo movían escritores como Isabel Cuchi o Luisa Amparo Quintero. Pues bien, Galíndez estaba allí y no sólo para salir en la fotografía, sino para hacer informes que nadie como él habría podido hacer. Puertorriqueños y el Comité Conjunto de Refugiados Antifascistas, ésas son sus dos principales dedicaciones, pero hay informes suyos sobre los mexicanos, los chilenos. Fíjese en este dato. Hoover tenía el cuerno apuntado hacia el Comité Conjunto de Refugiados Antifascistas, un nido de comunistas, y cuando esa investigación pasó al Departamento de Justicia, ordenó que se retirara a Galíndez a un segundo plano porque no quería que lo citaran a declarar como testigo y quedara quemado como informador. En 1955 Galíndez ya está vigilando a Castro, dato que muchos ignoran, porque Castro aún aparece bajo la máscara de demócrata, junto a Figueres, Betancourt, Muñoz Marín y no se quitó la máscara hasta que entró en La Habana cuatro años después. El último informe de Galíndez está fechado cinco días antes de su secuestro, el siete de marzo de 1956. Es un informe rutinario sobre su trabajo como mirón en diferentes grupos. Bien. Ya tenemos el retrato del personaje, el retrato verdadero y ahora voy a justificar lo que le dije por teléfono. Yo estaba allí el día de su detención.
Tomó aire y por un momento tuvo la impresión de que había burla en los ojos de la mujer. Volvió a examinar aquella mirada y sólo encontró unos bonitos ojos azules pendientes de los suyos.
—Ya sé que tiene ganas de salir de aquí. En cuanto tengamos los datos saldremos por ahí a hacer las consideraciones morales. Las consideraciones morales no se cazan al vuelo. Los nombres, sí. Jesús me había convocado aquella tarde en su apartamento, cuando hubiera regresado de la universidad, y me dijo que necesitaba contraatacar la presión trujillista, disponer de información sobre los norteamericanos manipulados por Trujillo que luego salían en su defensa cuando el New York Times el Time o Life lo ponían verde y lo ridiculizaban. Estuvimos charlando una media hora y noté que yo le era necesario, como si se sintiera un poco solo en aquel doble o triple juego que sostenía. Hablamos del desfile de hispanos para pocos días después, de España, del País Vasco, de lo que siempre hablábamos cuando nos encontrábamos y en éstas que llaman a la puerta, directamente, sin el intermedio del portero. Jesús sale y cuando vuelve me comunica un poco alterado, pero no demasiado, que me vaya, o mejor, se lo repiensa y me dice: Quédate aquí que yo salgo con gente que ha venido a buscarme y es mejor que no te asocien conmigo. Dentro de un rato, tú te vas y me localizas cuando tengas la información que te he pedido. Le obedezco pero abro suavemente la puerta que él ha cerrado y veo que le esperan un par de tipos con caras de polizontes, pero bueno, con caras de polizontes de cine, como si fueran polizontes, hijos de padre y madre polizonte. Pero Jesús ni parecía nervioso y pensé: los contactos. Éstos son los contactos y no quiere que los vea. Olvidé aquella peripecia hasta días después, cuando estalló el escándalo de su desaparición y yo me disponía a pasarle la lista del lobby trujillista en Estados Unidos.
—Qué mala suerte. Tal vez si hubiera recurrido a usted antes se habría salvado.
—Sin duda. No lo ponga en duda. Porque la lista era preocupante: desde el mayor general George Olmstad, ex jefe del programa de asistencia militar a República Dominicana, hasta el hijo de Roosevelt, pasando por el ayudante militar de Truman, Joseph G. Freeney. Había fuertes aportaciones económicas de Trujillo a la campaña electoral de Eisenhower, como después las hubo a la de Nixon. Pero la trama trujillista era especialmente fuerte en la Cámara de Representantes y en el Senado contaba nada más y nada menos que con John Me Cormack, el líder de la mayoría, un ditirámbico cantor de Trujillo como «baluarte del anticomunismo en América». Por eso no es de extrañar que el informe Ernst, abogado en contacto con Roosevelt Jr., fuera una pieza clave en la campaña de desorientación sobre el paradero de Jesús y muchos medios de comunicación ladraron en esa dirección porque por allí iba la voz de su amo. De hecho, Trujillo tenía bien amarradas a las fuerzas políticas norteamericanas desde el comienzo de su carrera, a pesar de que algunos políticos honestos como Summer Wells le habían puesto el veto desde la matanza de los doce mil haitianos en los años treinta. Probablemente le detestaban pero lo necesitaban como uno de los centinelas del Caribe, demasiado sangriento para su gusto, pero sin duda eficaz. Trujillo, y la mayor parte de los trujillistas, eran germanófilos de corazón, pronazis, pero el Jefe sabía que no podía despegarse de los yanquis sin jugarse el poder y la vida y se jactaba de ser una pieza clave para que los nazis no se apoderaran del Caribe. Durante la guerra tuvo buenos amigos en Washington que defendieron esta tesis, como Davies, ex embajador yanqui en Moscú, o Nelson Rockefeller, detrás de los intereses de la United Fruit Company en toda América, o Cordel Hull, invitado de honor varias veces en Santo Domingo, cargado de regalos, con una calle dedicada a su nombre. Compró a embajadores, a procuradores generales, a senadores, a representantes norteamericanos o a sus esposas, por medio de regalos de Las mil y una noches. A la mujer de Cordel Hull le regaló un collar de perlas de ensueño y cuando le fallaban los políticos, o por si le fallaban, entonces recurría a los militares yanquis, a los que era muy fácil vender su papel de centinela del Caribe. Pagaba cada año cien mil dólares, cien mil dólares de los años cuarenta o cincuenta, a una agencia norteamericana ubicada en Nueva York para que le hiciera la propaganda en Estados Unidos y en toda América Latina. ¿Sabía usted que Trujillo, aquel pedazo de analfabeto, fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Pittsburgh? Lo más curioso es que los sobornos que pagó para conseguir el título los sacó de unos fondos especiales que los judíos norteamericanos le habían dado para que acogiera a judíos europeos fugitivos del terror nazi. Comprenda usted la profundidad de las raíces del mal en esta tierra, aquí mismo, las responsabilidades que existieron y aún existen para explicar cómo Trujillo consiguió ser quien fue y durante tanto tiempo. En mi cabeza tengo esta historia negra. Y en mi corazón.
—Me sorprende que sabiendo usted tantas cosas haya permanecido en silencio tantos años.
—Aquí empieza quizá el tema real de nuestra entrevista. El silencio. Le confieso que me inquietaba mucho este encuentro. Me la había imaginado y la imaginación no me ha engañado. Es usted una mujer leal y enamorada, enamorada de la verdad y de la justicia, como yo toda la vida. Para usted Galíndez es la víctima de una conjura terrible, monstruosa y es cierto. Pero Galíndez se ha beneficiado de un interés que quizá no merecía, y lo digo en el buen y en el mal sentido de la palabra.
El viejo tiende una mano, mientras con los ojos tímidos pide permiso para apoyarla cariñosa pero firmemente sobre un brazo de la mujer.
—Ya no me queda mucho tiempo, ni siquiera para morir, quizá ya esté muerto y desde esta autoridad y de la complicidad en tantas creencias compartidas, le puedo decir, hija mía, que ha escogido usted una estela equivocada. La historia es tan injusta con sus mejores servidores que es preciso seleccionar muy meticulosamente los salvamentos de náufragos. Usted cree haber cogido a tiempo la memoria de un mártir, antes de que se la traguen las aguas del océano del olvido, pero se ha equivocado de naufragio y permítame que le hable tan líricamente, pero yo pertenezco a la era del bolero y no lo puedo evitar ni en las situaciones más dramáticas. Usted se ha equivocado de náufrago y me gusta que se ría, me gusta mucho que la haga reír lo del bolero, mucho, porque así salimos, usted y yo, de la atmósfera cerrada de este ataúd lleno de recuerdos mutuos. Antes de salir, sin embargo, quiero lanzar la última sentencia directa, clara, sincera. Ultimar la investigación sobre lo sucedido en aquel mes de marzo de 1956 no va a reportar ningún beneficio a Jesús, al contrario. Las nuevas generaciones no entenderán su doble o su triple juego y algunas estatuas que le han construido a lo largo de América pueden estallar en mil pedazos. Yo no quiero vivir para verlo. Usted será la responsable de estos cascotes. Hasta ahora he hablado yo, ahora le tocaría a usted.
La mujer ha salido del coche, se despereza, mira hacia los cuatro horizontes como si se sintiera desorientada. Voltaire aguarda unos minutos a que regrese y finalmente se decide a salir. Imita sus gestos de desentumecimiento, incluso finge dar unos sahitos de atleta precalentándose.
—Es incómodo pero es seguro. En cierta ocasión estaba yo trabajando en Yucatán y me adivinaron una conversación por el movimiento de los labios. Eran los tiempos tenebrosos sobre Guatemala, cuando se preparaba la caída de Arbenz. Lástima que tenga que marcharse hoy, porque Miami, si prescinde de sus habitantes, es una ciudad linda. Un día u otro estallará porque se está llenando de caníbales. Este parque es muy bonito, tiene una piscina junto al mar y una rampa para esquí acuático. A mí me gusta venir a veces a ver a esta gente joven, qué acrobacias me hacen, madrecita mía, qué escorzos. Da gloria verles convertidos en taladradoras humanas y con ese gesto tan recatado con el que aguantan el tirante de la canoa sobre las partes, con perdón. Es de una belleza que de haberla conocido los griegos la habrían esculpido y no al tontorrón del discóbolo, que parece un novillo a punto de embestir. Lástima de ciudad, quién la ha visto y quién la ve. ¿Sabe usted cuándo empezó a estropearse todo? Pues en 1962, en diciembre de 1962. Había fracasado la invasión de Cuba, la operación de Bahía Cochinos y buena parte de los supervivientes vinieron a parar aquí y montaron una manifestación en el estadio de la Orange Bowl. Cuarenta mil histéricos que de haberse quedado en Cuba pegando tiros, de otra manera hubieran ido las cosas, pero los corrió el comandante y vinieron aquí a llorarles a los yanquis. Y acudió Kennedy y su señora y montaron el paripé, porque a Kennedy le habían colado la invasión de Cuba por entre las piernas. «Yo os aseguro que esta bandera será devuelta a la Brigada en una Habana libre», dijo el presidente agitando una bandera de la Brigada que le habían regalado, y lo dijo en español, madre mía, la que se armó, y luego subió la Onassis, bueno, la que sería Onassis, Jacqueline, y en español, mejor que el de su marido, dijo que hablaría a su niño, John-John, del valor de los brigadistas cubanos que habían tratado de liberar a su patria. Luego, si te he visto no me acuerdo. Hace unos años los veteranos de la Brigada quisieron recuperar la bandera y nadie sabía dónde estaba, si Jacqueline se había hecho un camisón con la bandera o si John-John se la ponía como chilaba cuando iba por las islas griegas. Finalmente la encontraron en una cajita en el sótano de la Biblioteca Kennedy de Waltham, eso está por Massachusetts. Pues entonces, en 1962, empezó la leyenda de Miami como portaaviones hacia Cuba y esto se hizo irrespirable.
—Usted bien respira.
—Yo me he acostumbrado a respirar hasta en las cloacas. A mí el aire de la putrefacción del capitalismo me vivifica. Pero no quiero hablar más, viejo charlatán, con mucho placer la escucho, señorita. Pregúnteme, que aún sé cosas que ni sé que sé y usted seguro puede iluminarme mucho. ¿Qué piensa hacer?
La muchacha camina marcando semicírculos, ora con una pierna, ora con otra, dibujando sobre la acera los círculos rotos de un pensamiento que merodea, que no se atreve a concretar.
—Me sorprende esta entrevista.
—Adelante. ¿Por qué?
—Esa visión de Galíndez como confidente de los servicios secretos ya se conocía, yo ya la conocía.
—Seguro, pero no con la crudeza con que yo se lo he expuesto.
—Incluso con esa crudeza. El caso Galíndez de Manuel de Dios Unanúe es una apuesta por esa tesis y aporta casi la misma documentación que usted ha utilizado.
—¿Unanúe? ¿Ése es de nuestra quinta?
—No. No es de su quinta. Es el director de un diario de habla hispana de Nueva York, cubano de origen vasco.
—No me acuerdo de este chico.
—Yo ya conocía ese retrato de Galíndez, y lo tengo asumido por muy crudo que sea. Unos acentúan sus trazos, otros los rebajan. No me importa.
El viejo parece haber recibido un golpe moral y detiene el caminar de su acompañante con un suave apretón de una mano sobre su brazo.
—No me diga eso. ¿Cómo puede decirme eso?
—Es cierto que muchos exilados fueron informantes de los servicios secretos norteamericanos, a cambio de favores personales o de favores a su causa. Puede que Galíndez fuera uno de los segundos y si lo hizo fue con la total aprobación de sus jefes. Ni siquiera pensaba que aquello hiciera daño al comunismo, le parecía meramente retórico todo lo que él hacía en aquella Babel y sólo le interesaba que avanzara la reivindicación vasca. Era un alienado, es cierto, pero yo no le escogí porque fuera un profeta puro sino porque era un profeta impuro.
—Qué lindo eso de profeta puro y de profeta impuro, señorita, qué lindo. Me emociona.
—Puede ser cierto que hasta cinco días antes de su secuestro siguió trabajando como informador, a pesar de la amargura de la comprobación de todas las traiciones que la política exterior yanqui había cometido con los exilados, porque salió de la depresión y pensó que se había perdido una batalla, no la guerra. Pero ya empezaba a confiar más en su futuro como profesor de la Columbia, en ese título que le iban a entregar el seis de junio y que se lo entregaron en ausencia, preludio de una carrera universitaria que había interrumpido la guerra de España. Es decir, admito que estamos ante un hombre que pasa del romanticismo al cálculo, una y otra vez, y que visto desde fuera parece un tanque avanzando hacia sus objetivos. Pero hay que leerle, especialmente sus pésimas poesías.
—Pésimas, sí, señorita, un horror, un auténtico horror.
—Hay que leerle para comprobar esa continuada lucha interior entre su claridad y sus tinieblas. Eso es lo que fascina del personaje. No es un justo a la manera de Camus, a la manera como Camus quiso codificarlos y sancionarlos.
—En eso estoy de acuerdo, nada que ver Galíndez con ese justo que usted tan bien conoce, nada que ver.
—Es un, no sé, un español, un tipo muy español, que puede tener veintitrés horas diarias de mezquindad o crueldad y de pronto una hora en la que se juega la vida por un pájaro o por media idea o por media palabra. Si hubiera sido un hombre tan previsible no le habrían secuestrado. Hubiera atendido a todos los emisarios que le pidieron el manuscrito, que le ofrecieron incluso mucho dinero para la época. ¿Por qué se negó? ¿Por qué se enfrentó a Trujillo e inició el mismo camino que le llevaba a la destrucción?
—A eso sí que puedo contestarle. Y no sólo le diría que era muy vasco, muy cabezón y no olvide usted que estos vascos se matan cortando troncos o arrastrando piedras para demostrar que son más fuertes que Dios. También le diré que Galíndez nunca supuso que Trujillo se atreviera a tanto.
—Había asesinado a Requena poco tiempo antes.
—Pero él era el representante de un gobierno en el exilio, en Nueva York, profesor de la Columbia, reconocido en todos los cenáculos. ¿Cómo se va atrever ese moreno a ponerme la mano encima? Pero el moreno se la puso y lo cogió como un pajarito, piú piú piú. No midió sus fuerzas, hija mía, eso es todo. Igual le pasó a Almoina. Se creía seguro en México y un buen día bajó el Cojo de un taxi o de yo que sé y me lo dejó hecho un colador. En plena Ciudad de México.
—Y luego está el sacrificio. Cuando ya no era dueño de su elección y estaba bajo las botas de Trujillo. Daría mi vida por haberle acompañado en ese momento, por sentir todo lo que él sintió resumiendo su vida y afrontando la muerte, con la dignidad de un simple hombre que asume la de una causa en la que participan miles de hombres.
—¿Y después qué, Muriel? Cuando se haya comunicado con el profeta, ¿qué? Otra cosa es que usted tenga finalidades superiores. Eso lo aceptaría. Por ejemplo, que resucitar a Galíndez sea un factor de intervención política que vaya más allá. Por ejemplo, en el pulso entre el gobierno español y ETA. O aquí, provocar la reaparición de complicidades que pueda poner en entredicho a figuras todavía presentes en la vida americana. O en Santo Domingo. Muy interesante su contacto en Santo Domingo con José Israel Cuello, un joven muy brillante, bueno, fue un joven muy brillante, hijo de don Antonio, un verdadero patriarca de la enseñanza. José Israel fue comunista, aunque creo que ahora no lo es. ¿Qué piensa usted de los comunistas?
—Nunca he pensado sobre los comunistas. A veces he encontrado comunistas, más en mis trabajos o lecturas que en mi vida.
—¿No cree usted que es una causa aplazada pero que un día rebrotará?
—No lo sé. Ni me interesa demasiado.
—Si le interesa conectar con los comunistas de verdad, en Santo Domingo, el propio Areces podrá facilitarle el contacto. No es que él sea comunista, pero es un radical muy bravo, que a mí me desborda por la izquierda.
—No. No me interesa contactar con los comunistas.
—O aquí, aunque va a estar pocas horas. Tal vez le interese ver a alguien. Yo puedo abrirle todas las puertas. Las principales y las traseras.
—He venido a verle a usted. Pero creo que usted aún no me ha dicho todo lo que iba a decirme.
Voltaire ha guiñado los ojos y ha pasado el brazo por la cintura de la mujer.
—Tenemos todo el día por delante hasta que usted tome el avión. Vamos a beber y a comer algo, usted todo lo que quiera, yo poquito y despacito porque el hombre es lo que come. Por aquí hay un establecimiento no muy bueno, pero limpio y tranquilo y además tienen teléfono y podré llamar preguntando por mis gatos. Tengo cinco gatos, bueno, cuatro gatas y una Reina de los Gatos, Dama Blanca se llama y tendría usted que verla, una gata blanca con el morrito rosa. Es mi preferida. Come a mi lado. Duerme en mí cama. Sólo le falta el habla.
La mujer insiste en recordarle un fragmento de su monólogo, en el que hacía alusión a Galíndez y los muñecos, a Galíndez cuando se ensimismaba y dibujaba y recortaba animales. ¿Qué animales eran? ¿No serían gatos? No, no eran gatos. Pero algo parecido. ¿Ardillas? ¿Eran ardillas, Voltaire, zopenco? Perdone que utilice más el nombre Voltaire porque es el nombre público aquí en Miami.
—¡Conejos! ¡Por fin! ¡Por fin, señorita, eran conejos, siempre dibujaba conejos! Y cuando se embriagaba, bueno, cuando bebía unas copas de más, siempre cantaba la misma canción.
—¿Una canción vasca?
—Nada de eso, aquella canción francesa, «Alouette, gentille alouette; alouette, gentille alouette…». Mire, de pronto me ha venido un recuerdo concreto. Una fiesta, una fiesta en Nueva York, en la delegación vasca. Allí se habían disfrazado todos, más o menos, recuerdo que Galíndez me parece que iba de mozo vasco, con faja y un bigotillo, me parece que pintado. También estaba por allí Aguirre con esa cara de pedazo de vasco que Dios le había dado e Irala y Yon Bilbao. También estaban los Uriarte, él disfrazado de médico y su mujer, una chica muy guapa, de enfermera, y hasta había un echao palante como dicen en España, que se había vestido de algo raro, una mezcla de jeque árabe y de carmelita descalza con bigote. Qué fiesta, madre mía, qué fiesta.
Don Angelito Voltaire O’Shea Zarraluqui canturreaba Alouette y fingía bailarla sin levantar los pies del suelo, meciendo el cuerpo al ritmo de aquella canción de borrachos. Parecía buscar algo con la mirada y encaminó sus pasos hacia un merendero situado a medio camino entre el límite del parque y donde comenzaba la línea del mar. Una construcción art déco brotaba con su voluntad inacabada, rodeada de toronjos y aguacates, de hibiscus gigantes y buganvillas que trepaban por una de sus paredes hasta superponerse al tejado.
—Tiene sed, Muriel, tiene cara de tener sed. Pida un planter’s punch, que es muy agradable, yo me lo tomaría si no me perjudicara a la presión. Es una bebida muy helada, de ron, lima, azúcar y agua o soda, mejor un poco de soda que luego rasca aquí en el cuello. Yo tomaría un cafetito sin cafeína.
El camarero es un latino que se pasa al castellano en cuanto recibe el eco del razonamiento de Voltaire. Parece un refugio en la selva y este estilo tan bonito, tan de gángsters de mi tiempo, de mis buenos tiempos. Ahora los peores gángsters de Miami son los colombianos. Ésos te hacen rodajas en vivo, con una sierra eléctrica. Pero luego deja que el silencio y el cansancio se apodere de la mesa a la que llegan las dibujadas sombras filtradas por una celosía de madera. Mientras se evaporan las palabras, también lo hace el calor del cuerpo de Muriel, empujada por la bebida que traga con avidez.
—Tengo más sensación de calor aquí que en Santo Domingo.
—Es la humedad. De lo que me ha preguntado usted tan prudentemente y se lo agradezco, sí, es cierto. No le he dicho todo lo que sé sobre Galíndez. No quería ser cruel. Esperaba convencerla por su bien para que detuviera la investigación.
—No lo conseguirá. Le agradezco su intención pero no lo conseguirá. Es como tratar de convencer a un científico que detenga un experimento, aunque sea peligroso.
—Tengo miedo. Por Galíndez, por usted. Tal vez todo se deba a que me hago viejo o al clima asfixiante de esta ciudad. Me siento rodeado y sin embargo cierro los ojos y le podría hacer una geografía de todas las tramas ocultas de Miami, por barrios. Pero los abro y sólo la veo como una ciudad militante, en la que a los traficantes de armas les llaman luchadores anticomunistas y en la que se glorifica a terroristas que han hecho volar aviones cubanos llenos de civiles. Su trabajo puede ser trágico, hija mía.
—Nada podrá detenerme.
—Tome, tome el punch que está diciendo bébeme. Yo para eludir la tentación me iré a hacer mi llamada.
Aún distrajo el viejo un amago de caricia sobre los cabellos pelirrojos rebeldes que escapan de las horquillas que Muriel reajustaba constantemente, como si sintiera que no controlaba su aspecto. Luego fue con un caminar cansino hasta la cabina del teléfono y se metió en ella. Se apoyó en la pared de madera para poder contemplar los movimientos de Muriel y sacó del bolsillo un papel con un número de teléfono apuntado. Lo marcó con rigidez en el dedo y en la mirada y a las tres llamadas, la voz de Robards irrumpió rotunda en el auricular. Llevamos ya dos horas de plática y esta chica pertenece al reino mineral, más dura que una piedra. Nada la detendrá. Y eso que la he mantenido encerrada, plegada en la cajita del coche, para que se sintiera incómoda. Un viejo truco que me enseñaron en… No se impaciente, ya voy. Ya voy al grano. No le he dicho nada que ella no supiera y lo que he inventado o pueda inventar, lo supone. No lo entiendo. Es algo más que un trabajo de investigación. No sé. Podría ser que fuera sólo una liebre para que luego estallara el escándalo. No le he sacado ningún contacto. Puede tenerlos. Esta gente suele hacer las cosas bien y cuando hay que ir por el mundo llevando un lirio en la mano son los que mejor van por el mundo con un lirio en la mano. Hay un silencio que inquieta a Voltaire. ¿Está usted ahí, Robards? Estoy. Y escuche bien lo que voy a decirle. Déle un poco más de conversación y sáquela del parque, como si volvieran hacia el lugar donde estaba el coche aparcado. Procure avanzar con ella a su derecha, obligándola a caminar por la calzada. Es lo correcto, Robards. Los hombres siempre han de ceder la derecha a las mujeres. Déjese de historias. Haga lo que le he dicho, dentro aproximadamente de una hora. Pase lo que pase usted siga su camino.
—Mis gatos, mis gatos. Yo siempre me reía de esos padres que cuando han dejado a sus hijos en casa padecen y piensan que todos los males se ciernen sobre sus ridículos tesoros. Pero desde que tengo gatos, no vivo. Siempre estoy pendiente de lo que han hecho, de sí alguien les quiere hacer daño, con lo salvaje que es la gente en esta ciudad. Todo en orden. Dama Blanca le envía un beso para usted. No me lo ha dicho pero me consta. Dama Blanca se habría enamorado de usted, le gustan las pelirrojas como a mí, Muriel. En confianza, ahora que ya no pleiteamos, que todo está claro entre nosotros. ¿Qué hace una mormona como usted en estos lances? Me hizo tanta gracia saber que usted era de religión mormona que me dije, en cuanto la veas se lo vas a preguntar. ¿Cuántos mormones quedan en Estados Unidos? ¿Mil? ¿Dos mil?
—Unos cuatro mil. Lo que a usted le hace gracia a mí me intriga. ¿Cómo supo usted lo de Norman, cómo sabe este dato que yo no llevo escrito en parte alguna?
—¡Se sorprende! ¡Aún tiene capacidad de sorpresa después de todo lo que ha investigado! ¿Quién podría ser yo, el personaje misterioso que la cita, que le suministra un pasaporte falso, un billete de avión, este encuentro?
—Sólo se me ocurre una interpretación, tan evidente que casi me da reparo creerla. Que usted es un agente del gobierno, del mismo tipo de los que fueron a ver a Norman. Pero me parece gratuito que me hayan hecho venir. Retorcido. Este contacto lo hubiéramos podido tener en Santo Domingo o en Madrid.
—Yo no puedo ir a Santo Domingo, por razones que no puedo revelarle.
—Otro cualquiera.
—Otro cualquiera no conocía a Galíndez como yo le conocí. No me defraude. ¿Por qué iba a ser todo tan obvio? ¿A lo largo de esta investigación no le han pasado a usted cosas casi mágicas? Por ejemplo. Ha recibido colaboraciones insospechadas. Paquetes de libros. Folletos. Fotografías de Galíndez. El mismo contacto Cuello es sorprendente.
—Sí. Es cierto.
—Por el mundo aún funciona una internacional que nadie tiene censada, que no está en los libros. La internacional de los que comparten memorias vencidas y utopías frustradas. Y nos defendemos como podemos. La mayor parte somos viejos, venimos de una época en la que los ajustes de cuentas eran a tiro limpio, pero ahora luchamos con otros procedimientos. Nos hemos perdonado incluso haber estado en bandos opuestos, pero nos duele este mundo desmemoriado que vive cada día como si no hubiera habido un día anterior. De no haber desaparecido, el pobre Galíndez se habría encontrado a disgusto. No le voy a decir cuáles son mis lazos, pero no van por donde usted cree.
—Es igual. Como experiencia vale.
—¿La incluirá en su estudio?
—No. No creo.
—Perdone, pero de pronto me han venido ganas de comer y voy a tomar cualquier cosa. Si me acompaña, luego puedo acercarla con el coche al aeropuerto. Michael ya estará de regreso. Es mi secretario y guardaespaldas.
La mujer ha pedido otro combinado que ha tomado con lentitud, adecuando los sorbos al picoteo del viejo sobre un plato lleno de todos los vegetales de este mundo, comidos con la punta de la boca hocico, con aparente desgana, pero con los ojos buscando hasta el último rastro de alimento, ojos de ave de rapiña, de anciano con miedo a no comer lo suficiente. Para mí es como estar en casa. La presencia de Dama Blanca la sustituye por la suya. También Dama Blanca se me sienta siempre de ese lado y yo como cosas parecidas. Muy poca carne. Pescado. Muchas verduras. Fruta escasa porque sube el azúcar. Beber poco porque sube la presión. Yo aplico el régimen Cary Grant, mi ídolo. ¿Ha pensado usted en qué tiempos tan curiosos hemos vivido? Todos nos comportábamos como revolucionarios feroces y en cambio nuestro ídolo era Cary Grant, un gentleman que no se tomaba nada en serio. Hasta la última brizna de hierba desaparece. Otro café descafeinado. El viejo mira el reloj. La mujer también, miméticamente, pero comprueba que no le queda mucho tiempo para coger el avión de vuelta a Santo Domingo.
—No se apure. Michael pondrá un imán en la punta del coche y llegaremos a tiempo al aeropuerto. ¡Maldita sea! Está usted en compañía del agente de la CIA más impresentable del universo. Me he descuidado la cartera y no llevo las tarjetas de crédito.
La mujer se apresura a pagar y saca la tarjeta de crédito.
—No. Pague con dinero, por favor. No ha de quedar constancia de su paso por Miami. Recuerde. Podría comprometer a mucha gente.
Salen a la calle, orillada por el césped, a la sombra de los aguacates y Voltaire la toma por el brazo, la coloca a su derecha y le dice que caminará más cómoda por la calzada, para luego extasiarse al comentar las maravillas que el día le ha permitido y aún le permitirá. Tiene usted razón. Siga adelante. No me haga caso. La cobardía ha de ser cosa de viejos, nunca de jóvenes. La calle desciende y en el cambio de rasante, a sus espaldas, aparece el morro de un Chevrolet negro que ocupa todo el horizonte. El coche se desliza por la pendiente a marcha lenta, como si cuidara de no rebasar los bordes de la estrecha calzada y pisar el césped. La marcha disminuye cuando se acerca a Muriel y Voltaire, no lo suficiente como para que ella no perciba el ruido y se vuelva, dé un paso atrás hacia la hierba para permitir la circulación, con un brazo aún retenido por Voltaire. Pero el coche no pasa, se detiene y de él bajan dos tipos sonrientes que llevan una pregunta prendida en la intención del gesto. Muriel se distrae de esa pregunta porque nota cómo ha aumentado la presión de Voltaire sobre su brazo y cuando vuelve el rostro para pedir una explicación, ve la cara de un viejo horrible, una cara que tiembla por una emoción contenida, mientras los labios movilizan sonidos que no llegan a ser palabras y cuando la mujer trata de entender esa conmoción, se siente apresada entre cuatro brazos fuertes que la levantan sin darle tiempo ni a indignarse. Quiere gritar por encima de su sorpresa, pero ¿qué?, y ¿a quién?
—¡Voltaire!
Exclama por fin con el grito roto por la asfixia y percibe claramente, casi en un primer plano detallado, cómo los labios del viejo dicen ¿Cómo se atreven?, mientras su rostro no expresa nada, ni su cuerpo se mueve, como si fuera un pasivo poste del que la aparta una fuerza incontestable que la arrastra hacia un sumidero. Y en cuanto Muriel está dentro, el coche pierde el sigilo y arranca como si no pudiera perder más tiempo, mientras a Voltaire le abandona poco a poco la rigidez, se repasa el cuerpo como si hubiera sido él quien hubiera recibido violencia y mira hacia los cuatro puntos cardinales de la soledad del parque. Se lo ha buscado, la muy imbécil. No se puede ir por la vida con esos humos y despreciando así a la gente. Yo estuve genial y cualquier público del mundo me habría aplaudido, pero ella venía con el ánimo preconcebido, como una turista que ya conoce cuatro tópicos y cree saber la historia entera. Pecosa asquerosa. Vas a aprender lo que es bueno y por mí la historia de Galíndez ya puede pasar a la historia. Toda una vida, toda una vida con su sombra en los talones o siguiendo su sombra. La salida del parque le lleva al rincón donde aguardaba el coche del encuentro, pero no está allí y sorprendido repasa el horizonte en su busca. Tal vez me esperen más arriba, junto al ensanchamiento del canal. Dama Blanca, amigos, regreso a casa y ya no volveré a marcharme. Tenemos el porvenir asegurado, una imbecilidad que me hacía reír hasta que me di cuenta del poco porvenir que tenía por delante y de lo poco seguro que era. El coche estaba allí aparcado y Voltaire hizo una señal de llamada e inteligencia que surtió efecto. El automóvil arrancó y fue hacia él en el momento en que iba a desembocar en un cruce. Galíndez dibujaba conejos, siluetas de tipos vascos, siluetas de danzarines, especialmente en la danza de las espadas, la que termina alzando al guerrero muerto, sobre los brazos de todos los danzarines, como elevándolo al cielo. El coche ha acelerado de pronto y ocupa todo lo que ven sus ojos, su morro ciego y duro que sofoca su grito de advertencia y lo embiste hasta convertirlo en un pelele que se levanta cuatro metros del suelo, un pelele lleno de huesecitos rotos, que suenan uno a uno cuando cae contra el asfalto y se abre el cráneo como si fuera un coco. Éste sí. Éste sí, me ha matado. Se comenta don Voltaire, cara al cielo, sin fuerzas para sacarse esa negrura helada de sobre los ojos. ¿Quién os dará de comer? ¿Cuándo se darán cuenta de que estáis encerradas y de que yo nunca volveré?