No esperabas una calle tan tropical y tan ordenada a la vez, una media calle, en realidad, situada entre Club de Leones y Curazao, en el ensanche Ozama, atravesado el río por el puente Duarte. ¿Quién era Duarte? ¿Quién dio el nombre al puente que te lleva a esta emoción parapsicológica, como si esperaras encontrar a Galíndez aquí en Santo Domingo, rondando la calle de su nombre, como si le perteneciera, como si fuera fruto de la inversión de su muerte? «Balaguer le subió la categoría de la calle. Primero le habían dado una más corta y luego fue Balaguer quien le ascendió y le dio esa calle. Es un barrio residencial donde viven antiguos militares de alta y media graduación ya retirados. No sería extraño que allí viviera algún directo responsable del asesinato. Balaguer lo sabe todo y le gusta lanzar indirectas, es una broma, pero también una indirecta. Cuidado, que le he puesto a tu calle el nombre de tu víctima». El humor de José Israel desconcierta más por teléfono. Cara a cara el brillo de sus ojos te anuncia la construcción de la broma o del sarcasmo. Por teléfono te cuesta convenir en que se puede ironizar a costa del vudú mental del señor presidente. Los rótulos lo dicen: Calle Jesús de Galíndez. Es su calle, como aquel ridículo monumento de la colina de Larrabeode es su monumento y compararás el esplendor antidramático de esta calle en el ensanche Ozama con el dramático paisaje del valle de Amurrio, sobre el que aún gravita la mirada de niño de Jesús y la nostalgia de toda una vida de exilio. Por el borde de las tapias asoman los jacarandos, las plataneras y los flamboyanes, árboles de fuego coronados por flores como ascuas y entre las vegetaciones, las rejas historiadas, las tapias, al fondo bungalovs o remedos de casas coloniales como una isla bien conservada entre la decrepitud que invade incluso el lujo en el trópico. Cierras los ojos, intentas conectar con la parte de ti misma que ya es Jesús Galíndez. Y no le encuentras, no está en ti, porque no está en esta calle, por más rótulo que le hayan puesto. Tal vez si te asomas al Malecón o mejor aún, a la avenida George Washington y miras hacia alta mar, hacia la fosa donde los tiburones se cebaron con los desaparecidos de Trujillo, tal vez de ahí sí te venga algún mensaje de Jesús, pero no en este cercado remanso de paz donde reposa la élite del Régimen, tan superador de sus orígenes que le permite a Balaguer dar el nombre de una calle a una de sus víctimas, aunque él sólo participara de pensamiento, palabra u omisión. Haces alguna foto para poder enseñárselas. ¿A quién? ¿A quién va a ser? Norman queda distante, necesariamente distante y ahora estas fotografías sólo las entendería Ricardo, o Galíndez. Jesús y Ricardo, a eso se reduce tu carnet de baile, un muerto y un joven amante despechado al que probablemente nunca volverás a ver. Pero si has hecho estas fotos ha sido para enseñárselas, como ocurría a veces después de una separación, cuando viajabas sola y de pronto veías las cosas en función del otro, el último otro con el que habías compartido la búsqueda de todo, de nada, de un cepillo de dientes, de la felicidad, del orgasmo, del autobús. Pero antes de irte aún recorrerás la calle, dos, tres veces, mientras el taxista sentado sobre su coche se corta las uñas, primero con los dientes y luego con unas tijeritas cuidadosamente guardadas en una funda de gamuza, como si fueran un tesoro. «¿Cómo se llaman esas flores lilas y azules? Flor de la pasión. ¿Y ésas? Orquídeas, señorita. ¿Nunca le han regalado una orquídea?». A la media hora sólo persigues nombres de flores y de árboles y de vez en cuando tus ojos tropiezan con el rótulo de la calle: Jesús de Galíndez, un rótulo ausente de él, una calle de la que él está ausente. Y regresas al hotel porque te aguarda la primera cita del día. Lucy de Silfa, la exmujer del líder antitrujillista de Nueva York con el que Galíndez compartió confidencias y secretos de la relación con el Departamento de Estado. Te gustaría envejecer como lo ha hecho esta mujer, conservando armonía entre su esqueleto joven, que le permite movimientos adolescentes y cuerpo breve pero entero, como no suelen ser los cuerpos viejos. Le queríamos, sí, le queríamos todos porque Jesús se hacía querer. Mis hijos lloraron cuando supieron que no le volverían a ver y a pesar de los años que han pasado su recuerdo permanece tan vivo en mí, como si le viera ahora, con la cara inclinada como predispuesto siempre a escuchar, las piernas cruzadas, las manos sobre las rodillas, siempre tan espectador, tan observador. Eran muy amigos con mi marido, le consultó la tesis, se intercambiaban libros; recuerdo que era muy meticuloso con los libros, tanto si los prestaban a él como si él los prestaba. Era un hombre íntegro. Impactante, sí, realmente podía gustar a las mujeres, aunque era muy discreto. Falso, falso que fuera mujeriego. Falso que no nos alarmáramos ante su desaparición porque le supusiéramos metido en algún lío de faldas. Para que conozca mejor a Jesús, le explicaré una anécdota. En nuestro círculo había una muchacha muy dada a presumir de lo que tenía y de lo que no tenía e iba a por Jesús, se notaba, tal vez por su condición de solterón, no sé. Siempre se sentaba delante de él con las piernas cruzadas, las faldas cortas o subidas sobre los muslos, para excitarle. Usted que es mujer ya me entiende. Pues una vez, tan pesada se puso, que Jesús cambió de asiento para no secundar el espectáculo. Estaba casado, casado con su causa. Podía tener cuatro y cinco reuniones en una noche. No, no era receloso, no era un desconfiado, pero no tomaba confianzas, no sé si me explico, era el invitado ideal, el que ayudaba y escuchaba, el que jamás imponía una opinión o un criterio, y sólo se apasionaba cuando aparecía la cuestión vasca. Llegó a hacer de nosotros unos vasquistas convencidos y Nicolás, mi ex marido, y yo, nos hacíamos muchas bromas sobre esto. En nosotros confiaba, tanto que le consultó a mi marido todo lo referente a la visita del Cojo, de Martínez Jara, un personaje siniestro que rondaba en Nueva York en torno a él, siguiendo las consignas de Bernardino, de Espaillat, del propio Trujillo. Todos estábamos amenazados, lo sabíamos y el asesinato de Requena fue una advertencia. Galíndez pidió protección a la policía y cuando venía a nuestra casa, antes de salir de la suya nos avisaba por teléfono, por si acaso le sucedía algo por el camino. Es cierto. Los españoles nunca le hicieron demasiado caso, son muy suyos, especialmente eran muy suyos los de aquel grupo de Nueva York. Habían hecho la guerra civil, la habían perdido y consideraban que ya habían cumplido y especialmente a los latinoamericanos del Caribe nos veían como a un grupo folklórico y los crímenes de Trujillo tan folklóricos como su asesino. Jesús era muy religioso, mucho, bueno, al menos iba a misa. ¿Confidente de los servicios secretos? Es aquí cuando el monólogo inducido de Lucy de Silfa se detiene, te mira franca pero algo duramente a los ojos y contesta con energía: ¿y quién no lo era? ¿Cómo hubiéramos podido sobrevivir en Nueva York, acusados por los servicios secretos y criminales de Trujillo, presionados por la embajada y el consulado, si no hubiéramos colaborado con el FBI o con la CIA? Era algo que había que pagar y que tratabas de hacer salvando la dignidad, protegiendo lo que realmente valía la pena defender, en nuestro caso la llegada de la democracia a República Dominicana, en el de Jesús, la liberación del País Vasco. Los americanos llamaban a todas las puertas y luego el que abría podía decidir y nadie estaba demasiado enterado de lo que pasaba cuando el agente americano franqueaba la entrada y la puerta se cerraba detrás de él. Es casi la misma respuesta de Emilio González. Cuando Jesús desapareció pasé unos días como alelada, tratando de compensar la congoja de mi hijo que le solía llamar Papi Galíndez. Tenía un especial hacer con los niños, los hacía suyos. Mi hijo le adoraba. Era un hombre generoso. No tenía ni un minuto para sí, tal vez por eso su vida privada no sea un misterio, simplemente no existía. Era un hombre cultivado, experto en derecho y no sólo español, dominaba también el derecho norteamericano y el de otros pueblos de América, además estaba bien relacionado y era muy audaz en sus contactos con las autoridades norteamericanas, por eso le buscaban todos los grupos de exilados latinos y él se convertía en su asesor cultural y legal, no por ganas de abarcar, sino porque le llevaba a ello su sentido de la solidaridad. Ésa sería la palabra. Era un hombre solidario con todas las causas justas y su vida tenía sentido precisamente por eso. Lo mataron aquí, sí. Siempre ha circulado, en voz baja, que fue en una cárcel privada de Trujillo, a unos diecisiete kilómetros de Santo Domingo, camino de Yaguate, pero Trujillo podía convertir en impune cualquier chapuza, nadie levantaba la voz y aún ahora hay muchas, muchas personas que podrían aclarar qué sucedió con Jesús a partir de aquel 12 de marzo de 1956. No han pasado tantos años, al menos para la memoria de un horror como aquél, de una injusticia como aquélla. Me he enterado de su estadía aquí por la televisión y por el periódico de esta mañana que comenta el encuentro de ayer en el Instituto. Quise asistir a la reunión pero tenía trabajo. Tome mis señas. No sé mucho, pero todo cuanto pueda recordar ahora, a partir de esta conversación, lo pongo a su disposición, es como si su llegada hubiera removido los posos y con los posos la memoria y las lágrimas. Recuerdo que Nicolás lloró como pocas veces le he visto llorar cuando se confirmó la fechoría cometida contra Jesús. Yo a veces aún tengo la sensación de que le voy a ver aparecer por mi casa de Broadway, con su sonrisa y su gentileza, siempre cargado de noticias y proyectos, aunque en los últimos años estuvo más pesimista, mejor dicho los últimos meses. La entrada del gobierno franquista en la ONU fue para él un golpe bajo. Era un soñador, a pesar de todas las escamas que le habían crecido a lo largo de una historia tan dura. Os despedís como dos viudas del mismo marido y necesitas darte un baño en la piscina para que el masaje del agua te aclare no las ideas, sino los sentimientos. Recuerdas una conversación con Norman sobre la personalidad, su teoría de que la personalidad es como una sucesión de fotogramas de todas las posibles actitudes que has asumido a lo largo de una vida y de pronto te fijas en una, la escoges y ésa será tu personalidad dominante, la que crees tener, porque los otros seguirán asumiendo, reteniendo la que ellos escogen y así te encuentras con todos los Galíndez posibles: el duro ejecutor de la República, el zascandil de Ayala, el noble patriota de los exilados vascos, el hombre secreto y lúcido de Emilio González, el superagente taimado del libro de Unanúe, este chevalier servant que te ha descrito Lucy de Silfa y probablemente Jesús era todos estos posibles tipos y ninguno de ellos. Tal vez conservó siempre una zona reservada al niño con complejo de autocompasión por su madre desconocida y su tierra lejana y usurpada. ¿Qué tipo escogió en el momento de su muerte? Te gustaría trasladarte hasta esa mazmorra como una Verónica y aplicar la toalla sobre su rostro para grabar el rictus sincero del que va a morir. ¿Es sincero ese rictus? ¿Acaso la cultura no nos ha educado para escoger el rictus de la muerte, incluso la última frase? ¿Qué gritaría el ser humano sin cultura ante la presencia de la muerte? Un alarido, el lenguaje más sincero, el alarido o en su defecto la tristeza biológica del resignado que abre las puertas del cuerpo a la muerte desde la melancolía postrante, con los ojos interiores cerrados ante lo inevitable. El agua de la piscina te contiene las lágrimas, buceas como renunciando a la realidad del día y de la tierra y cuando emerges se ha quedado en las aguas tu angustia, como una suciedad viscosa del alma y allí te espera la verticalidad de un camarero que ha descubierto el punto exacto de tu emersión
—¿Miss Colbert, miss Muriel Colbert?
—Sí.
—Un señor la reclama. Dice que había concertado una cita con usted.
—¿Está en recepción?
—No. Está ahí, junto a la barra. Es aquél de la chaqueta azul.
El velo de la aguas que aún llevas en los ojos te impide verlo con claridad. Luego te secas los ojos con el albornoz, te lo pones y aguardas el resultado de la conversación del camarero con el desconocido. Se despega y avanza hacia ti. Es un hombre de unos cincuenta años o los aparenta. Le cuesta encontrar la fórmula de presentación y la suple con una inclinación y un besamanos impropio de una piscina. Para ocultar tu azotamiento le propones tomar una copa sentados bajo el parasol. Él pide un ron añejo de Macorís y le va la bebida a su rostro enjuto marcado por la viruela que incluso le ha taladrado una parte del párpado izquierdo. La vi en televisión, señorita, y creo que puedo serle útil. No tanto como otras personas, pero creo poder serle útil. Se detiene, piensa, recuerda tal vez su preparada intervención y finalmente se decide.
—Yo estaba allí. Me refiero que yo estaba allí cuando llegó el hombre enfermo, ése que usted busca, el español. Jesús Galíndez, don Jesús de Galíndez. Yo estaba allí, sí. Cumpliendo mi servicio militar. Tenía veinte años.
Es como si se abriera ante ti la puerta que lleva a la cámara final de esta pirámide de recorridos secretos. ¿Su nombre? José Rivera Maculeto, para servirle. Le dejé una nota ayer en la recepción. ¿Usted estaba allí? ¿Qué quiere decir allí?
—Es largo de contar, aunque quizá sería necesario que luego hablara usted con alguien que le podrá profundizar lo que yo le cuente.
—¿Se llamaba Dante Laforja ese otro?
—No, no tengo el gusto. No. Vayamos pasito a pasito, si le parece. No soy un hombre de palabra fácil y me aturrullo con facilidad si se rompe el discurso. ¿Puedo pedir otro roncito? La invito yo, señorita, es por si le ofende un hombre bebedor. Cada mañana me tomo dos o tres palitos, es que tengo la tensión baja y así me crezco. Resulta que yo estaba ese día de servicio en la prisión llamada Kilómetro 9 y nos llegó un paquete en una ambulancia, bueno, un paquete era un prisionero. Éste debía ser muy especial porque cuidaron de que no hubiera gente en el patio, sólo unos soldados que venían en el mismo vehículo, pero yo estaba bruñendo pistolas en la armería y desde allí era fácil seguir lo que pasaba en el patio. Descargaron a un hombre que parecía muerto, pero que no lo estaba, porque cuando sus piernas tocaron suelo intentó apoyarse en ellas, pero se caía, se caía de malito que estaba, supuse y además vestía demasiado abrigado, como si llegara de otras tierras donde hacía frío. Me chocó precisamente el vestuario, creo que incluso llevaba abrigo. Usted ya sabe cómo son las personas. Bastó tanto secreto para que procurara saber de qué iba todo aquel meneo y a los pocos minutos todo el personal sabía que era un preso especial que traían de Montecristi. No sé si usted sabe que en Montecristi hay un aeropuerto, y luego se supo que allí lo habían descargado. Era Galíndez, don Jesús de Galíndez.
—¿Le vio usted?, ¿pudo hablar con él?
—No, qué va. Imposible. Yo era un simple guardia, pero hasta a los simples guardias nos llegaban los rumores y supimos que era un preso especial, muy especial, de esos presos a los que el Jefe les tenía ganas, muchas ganas. Uno o dos días después, creo que fue al día siguiente, pero no me aclaro, volvieron a limpiar el patio de gente, para que no hubiera testigos, pero luego se escucharon tantos estrellones de puertas de carros, tantas voces de alerta que todos supusimos que había llegado el Jefe en persona. Seguro. Eso pude confirmarlo después. El Jefe fue a ver al preso. Dicen que le preguntó: ¿Tú eres el pendejo de Jesús Galíndez? El otro no le contestó, o porque no podía o porque no quiso, aunque, póngase en su pellejo, seguro que no podía, porque al Jefe nadie le callaba una respuesta sin exponerse a cualquier cosa. Y así fue. Me contaron que el Benefactor lo pateó.
—¿Le pegó patadas?
—Sí, puntapiés y cosas así. No sé cuánto duró la cosa. Luego el Jefe se marchó rodeado del mismo secreto.
—¿Supieron qué había pasado con el prisionero?
—Sólo supimos que le habían dado chalina, pero no sé si en la misma prisión o en otro sitio.
—¿Qué quiere decir dar chalina?
—Ahorcar, o estrangular. El resultado es el mismo.
Lo has leído, lo sabías, pero la referencia de un testigo casi directo te convierte la saliva en un tapón doloroso en la garganta.
—Ya ve usted. Yo me he prestado a decir lo que sé, aunque aún podría crearme problemas porque ha sobrevivido alguna gente de los que rondaron a aquel hombre. Pero muchos más han muerto. Yo no soy un hombre ilustrado para recordar los nombres de los principales implicados, muchos de ellos luego asesinados, pero tengo un contacto que está dispuesto a hablar con usted y explicarle toda la trama.
—¿Aquí en Santo Domingo?
—Sí, pero en un lugar discreto y siempre que usted venga ahora mismo conmigo y nadie se entere. Usted se irá de la isla, pero nosotros nos quedaremos. ¿Comprende?
—¿Por qué se ha decidido a venir?
—A veces hablamos de todo aquello. No fue un muerto más. Los sucesos se encadenaron y el asesinato de Galíndez le costó el poder y la vida a Trujillo, pocos años después. Yo me he movido, me he movido mucho, hace tiempo. Cuando pensamos que las cosas podían cambiar. Nunca he tenido mando, eso no, pero he colaborado.
—¿Con Caamaño? ¿Con Bosch?
—Sí, también con ellos, aunque eran dos iluminados, ya se ha visto, hay que ser más realista. Pero sí, colaboré con Caamaño, incluso durante su intento de invasión. Me quedé rodeado en un cerco y caminé cuarenta kilómetros a pie por las lomas de Ocoa, hasta encontrar un lugar seguro, en casa de mi padrino. Un balaguerista conocido. De una manera o de otra siempre hay que esconderse entre las piernas de Balaguer. ¿Puede venir conmigo ahora mismo, señorita? Mi contacto puede arrepentirse. Yo le he convencido. Mi coronel, es un coronel, es la gran oportunidad de quedarse en paz con su memoria y de contribuir a que esta señorita llegue al fondo, ¿me comprende? Y el coronel me ha dicho que sí. Es un coronel retirado que ahora se dedica a negocios de tabacos en la Zona Franca de Puerto Plata, pero casi siempre está por aquí. Sus hijos y sus yernos le llevan los negocios. Es un hombre principal, muy principal.
—¿Qué intervención tuvo en todo aquello?
—Él contará lo que quiera contar, pero insisto, nadie debe conocer este contacto.
—¿Puedo vestirme?
—Claro, señorita, pero no llame a nadie por teléfono. El coronel puede saberlo.
—¿El coronel controla los teléfonos del hotel?
—El coronel puede saberlo y cuando lleguemos a la casa puede estar cerrada. Después de hablar con él, usted decidirá. Él necesita conocerla, verla, antes de decidirse a hablar.
Te has visto con los ojos puestos en el teléfono, y al teléfono mirabas cuando has salido de tu habitación. En la recepción has pensado fingir que firmabas alguna factura y dejarle algún recado a José Israel o a Lourdes, pero el hombre te marcaba de cerca y había demasiada luz en el trópico como para diluirte, como diluyeron a Galíndez en la Quinta Avenida de Nueva York.
—¿Puedo dejar una nota diciendo que me he ido con usted?
—Eso sí, siempre que no ponga a dónde.
«José Israel, me voy con José Rivera Maculeto para establecer un contacto sobre el asunto que nos interesa. Le llamaré en cuanto regrese».
—Es mi primo, Juan de Dios, yo no tengo carro.
El chofer se parece a tu acompañante, aunque sin marcas de viruela. No conoces lo suficiente Santo Domingo para saber por dónde te llevan cuando abandonas las avenidas que dan al mar y se adentran por un barrio lleno de gentes y algarabías, de almacenes tenebrosos a pesar de la invasión de la luz y olores a frutos recalentados por el sol. El coche se detiene ante el portal de una vieja casa de dos pisos, en la planta baja el rótulo: «Desabollado general». Un taller mecánico, con la fachada en dos bandas, amarilla y azul. Rivera te precede por una escalera de madera, con baranda de hierro pesado y trabajado y abre de un empujón una puerta móvil sobre la que aparece el rótulo «Tabaquería Areces». Casi toda la recepción la ocupa una mulata joven, culona, desganada y a la vez atareada. Sí, el coronel está y les espera. Carteles de anuncio de tabacos Areces. Mapas de las zonas tabaqueras de la isla, en una vitrina las variantes de puros y cigarrillos fabricados, cubiertas de tiempo y polvo, momificadas. Un ventilador reparte el aire estancado en un despacho cerrado, en beneficio de un hombre gordo esparcido sobre un sillón de madera, giratorio, ante él una mesa llena de papeles aparentemente olvidados desde hace años, en uno de sus gruesos dedos brilla un poderoso anillo con todo el oro y los diamantes de este mundo, ahumado por el humo del puro de medio quilo que entra y sale de sus labios caídos y violáceos. Color de tabaco tiene el coronel Areces bajo sus cabellos plateados y planchados especialmente sobre las orejas y sus manos son más oscuras, de esas manos que una estrecha la tuya y la otra te ofrece asiento respaldadas por una voz cuartelaria que se come las últimas sílabas de sus palabras.
—Hubiera querido recibirla en mi casa, pero tengo urgentes pedidos que atender y muchos problemas que usted no entendería. ¿Qué sabe de tabacos? Nada. Si le molesta apago el cigarro. Muchas gracias. Me pone nervioso la gente que odia el tabaco y lo convierte en una causa patriótica. El otro día tuve un altercado en un avión yanqui. Volaba yo hacia Virginia para apalabrar una partida de capas y me puse a fumar mi cigarro Obús, en la zona reservada para fumadores. Otros fumaban sus cigarrillos y yo mi cigarro. ¿Y no me viene un gringo a decirme que contamino? Era uno de esos gringos que se pasan de listos y te hablan con la voz suavecita, con la voz de pato Donald suavecita y te dan lecciones de modos porque nos toman por indios o por esclavos africanos. Y yo le dije que mi cigarro me lo fumaba porque contaminaba menos que los cigarrillos de otros viajeros. Vino la azafata. El stewart. El copiloto. Y yo seguí fumando mi tabaco. Si quieren que deje de fumar me abren la portezuela y me tiran al vacío y al gringo le dije que se pusiera a hacer de pato Donald en tierra, de hombre a hombre, que le iba a balear y me lo iba a convertir en un cenicero. No tuvo reaños luego en el aeropuerto, aunque yo le esperé a pie firme y con otro Obús en mi boca. ¿No fuma usted? Tengo unos panatelas cortos especial para mujeres, del más fino tabaco del Cibao, tabaco de olor, suavecito, bien suavecito para que no se les abronque la voz a las mujeres. Aquí se hace muy buen tabaco, muy buen tabaco y muy malas capas y por la capa mueren los cigarros, porque en cuanto se deslía ya no hay quien se lo fume y le queda a uno en la boca una serpentina. Pero la raza del tabaco es buena, sea de olor o sea criollo, sea de la variedad de Amarillo Parado, de Chago Díaz o de Piloto cubano. Las capas, ése es el problema para que el tabaco dominicano compita con el jodío tabaco cubano en los mercados internacionales. Y eso que el tabaco empezó aquí, no en Cuba. Qué lástima que no tenga tiempo de acompañarla por las zonas de producción, el noroeste, el norte, el noreste, la zona central, es un viaje muy lindo por las provincias de Santiago, Espaillat, La Vega, Puerto Plata, Valverde, Montecristi, Samaná, San Cristóbal.
A ti los nombres que te suenan te evocan a Galíndez. Montecristi, el puerto de llegada, Espaillat, la provincia que lleva el nombre de la hacendada familiar del urdidor del secuestro, San Cristóbal, uno de los lugares candidatos al asesinato de Galíndez y crees que el coronel ha captado el impacto particular de los nombres que pronunciaba.
—Váyase ligero, Rivera, que se acabó el tema del tabaco y vamos a lo nuestro. Dígale a Gladys que no me pase llamadas, a no ser que me llegue un pedido de la cadena Hilton.
Y se echó a reír con todos los amontonamientos y pliegues de su carne.
—Si me llega un pedido de la Hilton, lo siento por usted, señorita, pero tiene prioridad. Lo vengo esperando desde hace diez años, desde que me metí en esto cuando salí del ejército. ¿Sabe por qué me metí? Pues porque no me gustaba el tabaco dominicano que había en el mercado, menos el que ha conseguido elaborar un tal Cerdán, un español de Santiago de los Caballeros que se los hace a la medida de su gusto. Yo me dije: si eso lo ha conseguido un español también puede conseguirlo un dominicano. Compré una plantación, monté una pequeña fábrica y me fui en busca de un buen tabaquero y le dije: maestro, vamos a morir en el empeño. Usted me va haciendo mezclas y yo las voy probando, cuando encuentre el puro que me gusta me paro, usted anota las proporciones y a seguirlas hasta que me muera o hasta que le balee el día en que se equivoque en la fórmula. Y así lo hice. Fumé en dos semanas más cigarros que Churchill durante toda la vida, o que Castro hasta que se hizo mariquita y dejó de fumar. ¿Qué quiere que le cuente, hija? ¿Sabe dónde se ha metido? Los teléfonos de Santo Domingo no hablan de otra cosa, sólo los teléfonos. Tiene usted un aspecto cariñoso y a mí me gusta que las mujeres sean mujeres y no marimachos. ¿Por qué le interesa ese vasco de los cojones?
—Es una tesis, un trabajo científico. Es como si hubiera escogido la vida de Duvalier o de Pancho Villa.
—Un trabajo científico. La ciencia me gusta. La ciencia siempre me ha gustado porque ha ayudado a que el hombre sea menos animal de lo que es. Pero Galíndez no fue la pieza importante que todos creen. Ahora todo el mundo gallea y le han dedicado hasta las novelas radiales al vasco, pero la muerte del vasco no tuvo importancia. De haberse contentado Trujillo matando al vasco, nada habría pasado, ni siquiera él habría muerto de mala manera. El error empezó cuando se mandó matar a Murphy, eso echó encima a los americanos, sobre todo a partir de la campaña Porter. Y luego matar a Octavio de la Maza para tapar el crimen de Murphy, eso nos echó encima a la familia De la Maza y el hermano de Octavio fue el que tramó el asesinato de Trujillo. ¿Sabe usted cuántos muertos reúne esta historia? Apunte, señorita: Galíndez, el vasco, muerto en la cárcel del Kilómetro 9; Murphy, el piloto que lo trajo desde Nueva York, asesinado en el cuartel general de la Policía; De la Maza asesinado en prisión, ahorcado después de obligarle a firmar una carta que ni siquiera había leído; el Dr. Rivera, el médico que drogó a Galíndez y le acompañó durante el viaje, luego se deprimió el pobretico y le dieron cianuro para sacarle de la depresión y suicidarle; Gloria Viera, la supuesta amante del Galíndez, pero en realidad amante del Cojo, apareció muerta como consecuencia de un accidente de carro y no sabía conducir; a todas las mujeres les deberían quitar el carnet de conducir; su «chulo», el Cojo, uno de los implicados en planear el secuestro, desapareció un buen día, ascendió a los cielos, como la Virgen o bajó a la fosa marina donde se lo comieron los tiburones. Pero antes de morir aún tuvo tiempo de balear en México al traidor Almoina, después de haberlo planchado con un automóvil. ¿Conoce usted el caso? Claro que lo conoce. Almoina era un gallego reservón que jugaba con dos caras, con la una le lamía todo lo que hubiera que lamer al dictador y a su familia y con la otra escribía una obra infamante, Una satrapía en el Caribe, pretendiendo esconderse bajo el seudónimo de Gregorio Bustamante. Para disimular llega a insultarse a sí mismo varias veces a lo largo del libro, «… ese miserable gallego Almoina», pero Trujillo sabía que Bustamante y Almoina eran la misma persona y esperó pacientemente, más pacientemente que con Galíndez y eso es lo que me extraña, aunque se dice que fingió perdonarle la vida al gallego a cambio de escribir una refutación de La era de Trujillo del vasco. Finalmente no esperó más y el 4 de mayo de 1960 lo mandó atropellar y balear en la capital de México, repito, primero lo planchó un carro y luego bajó un cojo y lo baleó. No quiero que usted tenga una mala impresión de mí, señorita, pero se lo tenía merecido, porque no está bien jugar con dos caras, con dos caras tan duras como la de Almoina.
—Era un superviviente.
—Un mal superviviente.
—Había conocido a Galíndez desde el exilio en Burdeos y tal vez sólo tratara de salvar las dos vidas y una vez muerto Galíndez no quiso ensuciar su memoria.
—Lea Una satrapía en el Caribe. Es un libro sucio, desleal, ésa es la palabra.
Le dices que lo has leído, fichado incluso, aunque no parece haber entendido qué quiere decir «fichar un libro» y ante tus ojos se desploman las fichas, las suciedades vertidas por Almoina contra Trujillo: su mujer, harta de comer carne, se había convertido en moralizadora; a Trujillo le gustaba exhibirse desnudo después del baño para que la corte de aduladores exclamara ¡qué cuerpo!, ¡qué blancura de piel!, ¡qué formas!, ¡qué musculatura! ¡Así se explica que las mujeres no resistan al jefe! ¡El Jefe es un gallo, estuvo con dos mujeres toda una noche y las dejó agotadas!; era un sanguinario capaz de exterminar a doce mil haitianos, de degollarlos, sin que se moviera ni un músculo de alma; un aprovechado de los inmigrados, de aquellos cinco mil españoles que llegaron a Santo Domingo en 1940, de los que sólo quedaban cien siete años después, tan despavoridos huían de las condiciones de poder de aquel salvaje, salvo casos de judas como «… el indigno Almoina». Se insultaba a sí mismo creyendo refugiarse en una coartada salvadora y Trujillo dejó que creyera en su táctica de avestruz, hasta que fue a por él.
—Fue a por él, lo planchó y lo baleó, sí, señorita. Y en este caso lo justifico. Yo habría hecho lo mismo y considero el caso Almoina por separado del de Galíndez. Pero no he terminado el inventario de las muertes que acompañaron la desaparición de Galíndez. Espaillat, Arturo Espaillat, el Navajita, ése fue el cerebro del secuestro, perdió el poder político tras el asesinato de Trujillo, se exiló y luego apareció suicidado en Canadá. Alguien, al enterarse del asesinato de Trujillo el 30 de mayo, comentó: ¡Qué lástima, se murió el mejor de los Trujillo! No diré yo lo mismo, pero los que heredaron el poder no fueron más misericordiosos. El asesinato de Trujillo cerraba el círculo vicioso abierto por la muerte de Galíndez, por tantas muertes de las que ya le he hablado, a las que hay que añadir la de piezas menores, testigos del despegue del avión de Murphy en Estados Unidos o de su aterrizaje en Montecristi, peones. Pero analice usted la lista y vea que no se andaron por las ramas y que algunos crímenes fueron horrorosos. El de Galíndez no puedo contárselo, al detalle, quiero decir, pero el de Murphy, sí. ¿Quiere que se lo cuente?
Sus ojos son casi ranuras trazadas por la perspicacia, el sarcasmo y la agresión del humo del cigarro. Ha sembrado su monólogo de referencias tan concretas que te invita a asumirlo como protagonista o al menos como testigo cercano de tan larga, tenaz matanza, aunque marque distancias y sólo se recree en la ejecución de Almoina. Para él, el gallego equívoco no es otra cosa que un miserable merecedor de morir dos veces. Para ti es una figura trágica, un empleado de correos gallego hijo de un médico de Lugo, afiliado al partido socialista, perdedor menor de una guerra mayor, universitario tardío, especialista en erasmismo, amigo más o menos de Sánchez Albornoz al que conoció en Burdeos, alto, moreno, te lo han descrito los pocos que lo recuerdan, muy alto, muy moreno y te imaginas su largo cuerpo aplastado por los neumáticos, su morenez agujereada por los balazos que daban al asesinato el pulso de una mano humana aferrada a la culata, al final de un largo brazo, el largo brazo de Trujillo. Pero tus ojos se levantan desde esa piltrafa rota caída sobre el asfalto más sucio de este mundo y atienden el movimiento de los labios de Areces, empeñados sin esperar tu respuesta en el relato de los últimos minutos de la vida del piloto Murphy. Te coloca ante un hombre abandonado, acorralado en su celda, sin comprender cómo ha podido dejar de ser un huésped mimado de honor del lujoso hotel Jaragua, un asesor especial al que van a encargar una línea de aviones comerciales dominicanos, para convertirse en este animal rodeado de matarifes displicentes. Lo llevaron a una celda solitaria de la Sección de Robos y allí estaban dos policías y los oficiales Soto Echavarría y Hart Dottin. De pronto Murphy leyó la sentencia de muerte en los ojos de los policías y trató de escapar y cuando se le echaron encima y le derribaron empezó a gritar.
—Como un puerco en el matadero, señorita, unos gritos que te helaban la sangre o te la encendían, una de dos, como se le enciende la sangre al matarife y termina cuanto antes con el animal. Le golpearon con un madero en la cabeza y entre un policía y un sargento le dieron chalina, es decir, le ataron una soga al cuello y tiraron con todas sus fuerzas. Luego metieron el cadáver en un jeep y lo llevaron hasta la costa, donde solían hacer este tipo de operaciones, frente al matadero municipal. Le abrieron el estómago con un machete para que no flotara y para que los tiburones se dieran el banquete cuanto antes. A los tiburones les gustan las entrañas, mucho más que las piernas y los brazos, y ya ve usted en las películas cómo se comen sobre todo las piernas y los brazos. Los del cine no saben de eso. Si aún le quedan ganas de saber más cosas, yo me he calentado, señorita, y cuando un dominicano calienta la lengua es difícil pararla. Usted me cae bien, me ha entrado bien y además me gusta colaborar con la ciencia, que tanto ha hecho por el género humano. ¿Quiere un refresco? ¿Una coca con un traguito? Así me gusta.
Ha pegado un puñetazo en el interfono y ha proclamado a voz en grito su deseo de que le trajeran dos coca-colas muy cargadas de ron. Tengo la lengua pegada al paladar, como esos malformados que nacen con la lengua soldada. La mulata ha conseguido introducir el culazo repisa en la habitación y además la bandeja con dos vasos largos. Ni te ha mirado. Ha entrado y se ha ido con el mismo cansancio.
—Yo era entonces un joven oficial, algo parrandero y compañero de juerga de muchos de los que le he mencionado. Octavio de la Maza, por ejemplo, o el propio Soto Echavarría, un hombre disciplinado que está presente en el asesinato de Murphy y, ojo, también en el de Octavio. Todo se lo cocieron los del servicio secreto y Balaguer tuvo mucho cuidado en borrar las pruebas entre 1960 y 1968, cuando ya los gringos se cansaron de seguirle la pista al caso, porque todos los caminos iban a parar a lo que Balaguer había ocultado y a Soto Echavarría. Pero volvamos atrás, señorita, porque un trabajo científico debe poner las cosas en orden y no en desorden. ¿Sabe usted quién es Alberto Sayán de Vidaurre? Pues un fino intelectual colaborador del reverendo Óscar Robles Toledano, cónsul de la República en Nueva York en el año de gracia de 1955. Sayán de Vidaurre se entera de que el vasco está cociendo la tesis contra Trujillo y no se sabe cómo memoriza incluso fragmentos, vaya usted a saber qué gentes se movían alrededor del vasco como para que esos fragmentos llegaran al consulado dominicano. El reverendo era más trujillista que Trujillo y con lágrimas en los ojos y en la máquina de escribir redacta un informe o se lo hace redactar a Minerva Bernardino, hermana del tremebundo Félix Bernardino, y ese informe carta llega a Trujillo que se demuda y nos demuda a todos. Yo andaba por allí, por palacio, de ayudante de no sé qué ayudante de un ayudante de su hijo, el Medallitas, y hasta a mí llegaron los berridos del Jefe. Pero allí a su lado estaba el hombre frío y calculador que le dijo: Jefe, déjemelo a mí. Y ese hombre frío, Espaillat, le pide a Robles Toledano que trate de sobornar a Galíndez para que no siga adelante con su trabajo y empieza el corredero de emisarios. Gloria Viera, el Cojo, Almoina, el propio FBI que advierte a Galíndez de los riesgos que corre. Y el vasco que se vuelve borrico y no cede, que escribe la tesis y que la presenta y que va a publicarla. La orden del viejo es tajante. Que me traigan a ese pendejo, a ese hijo de la gran puta y me lo dejen a mí, no a un don nadie, a mí, para que sepa con quién se ha metido. No se preocupe, generalísimo, que eso está hecho. Espaillat. Espaillat siempre tenía hielo en la cabeza, era tan alto que tenía la cabeza nevada, con nieves perpetuas. Y se lo montó. Vaya si se lo montó. Apunte a los principales implicados y qué hizo cada cual. No se lo canto por orden alfabético porque mi cabeza no da para tanto. No me grabe. Eso sí que no, pero apunte. ¿Tiene con qué?
Tenías con qué aunque el pulso no te acompañaba. Ninguno de los nombres te es desconocido. Todos o casi todos tienen su ficha. Lo nuevo es el hilo interno del relato, esta narración oral que el coronel dicta como si hubiera estado presente en todos lo hechos, sin pronunciarse, sin sancionarlos. Fracasado el sector diplomático, Óscar Robles Toledano, Minerva Bernardino, Sayán de Vidaurre, los emisarios, Espaillat prepara el secuestro en colaboración con Frank, el exagente del FBI, que sólo tuvo que pagar quinientos dólares por el secuestro y asesinato de Galíndez. Los demás no pagaron ni un dólar, aunque a muchos les costó la vida. Junto a Frank, el detective privado Schamahl, el que enlaza a Frank con Murphy e interviene el teléfono de Galíndez para grabar sus conversaciones y estar al tanto de sus idas y venidas. Al Cojo se le encarga que deje los Estados Unidos llenos de pistas falsas que distraigan a la opinión sobre el verdadero destino de Galíndez. El ayudante de Espaillat, teniente Emilio Ludovino Fernández, hoy flamante dirigente de un partido democrático, en su día colaboró en la organización del secuestro de Galíndez y en la celada que se tendió a Murphy; el teniente Shultheiss, de la policía de Nueva York, colaboró en la destrucción de Galíndez y se dice que fue quien proveyó a Frank del documento de registro y detención que engañó a Galíndez y le obligó a abrir la puerta de su departamento; Félix Bernardino, hermano de Minerva y colaborador directo del secuestro; el capitán Logroño, el oficial dominicano que recibe el bulto Galíndez en Montecristi y se lo pasa al general Trujillo Reinoso, sobrino del Benefactor, para que le llevara el paquete por aire hasta Santo Domingo y luego a la cárcel del Kilómetro 9; el pobre Logroño, señorita, no pudo soportar la presión de los interrogatorios de los agentes norteamericanos y trató de suicidarse, pero en este país no se suicida nadie, le suicidan; los doctores, señorita, los doctores, Rivera, el que acompaña a Galíndez desde Nueva York y Ramón Reyes Fernández, el teniente médico de Montecristi que coge el testigo de la mano de Rivera y acompaña a Galíndez hasta Ciudad Trujillo, cuidando que no se muera por el camino, porque el Jefe lo quería vivito y coleando; Ramón Soto Echavarría, ése sabe todo lo que debe saberse del asesinato de Murphy y el FBI iba a por él pero Balaguer se lo metió bajo las faldas. Tenía un buen equipo Soto Echavarría, como para echar a correr si te los encontrabas en un descampado. Anote, anote, la fauna. Un zoo completo: el policía Barrientos, el coronel Santos Brito, Aguilar, alias Oché, un ex boxeador gagá que fue ascendido a teniente poco después de los asesinatos de Galíndez, Murphy y De la Maza. Llegó muy lejos, llegó a ser el más sangriento sicario de Belisario Peguero, jefe de la policía. Y si quiere empezamos con la trama americana, con las estribaciones del lobby trujillista. Stanley Ross, el editor del Diario de Nueva York, supuesto amigo de Galíndez, pero encubridor del secuestro y uno de los que más contribuyeron a desorientar a los que buscaban al vasco; Charles Alton Mac Laighin, un excoronel de aviación, cubrió la desaparición de Murphy mientras transportaba a Galíndez, y los que cuelgan, que son peces gordos y a tanto no llego, pero hay quien llega. La trama dominicana apenas si cuenta, entre los que fueron asesinados y los que están medio muertos por la edad. Hay que contar con encubridores, como el propio Balaguer o Troncoso o Manuel de Moya, o H. Cruz Ayala, y los diplomáticos yanquis de la época, demasiado untados por Trujillo, y los diplomáticos españoles que no quisieron ni enterarse de lo que pasaba, hasta que el suegro de De la Maza les pidió refugio y se lo sacaron de encima. Pero la trama americana, ésa es la importante y llega muy arriba. ¿Cómo se hubiera atrevido Trujillo a una operación semejante si no se hubiera considerado altamente protegido en los Estados Unidos? Luego salieron los nombres de Ernst, el abogado que elaboró el informe trujillista y Roosevelt, el hijo del presidente y de Eleanor, que no había heredado la repugnancia a las dictaduras que tuvieron sus padres. Pero no, si quiere hacer un trabajo científico no se conforme con estos nombres. Si es usted una científica, una buena científica yanqui, nada tiene que hacer aquí, en República Dominicana. Trujillo está muerto y Espaillat también y Arturo sabía de todo esto más que el propio Trujillo. El Jefe daba las patadas, pero Arturo le escogía las botas más adecuadas para darlas. Balaguer, ése cierra el triángulo y es un muerto en vida. Dicen que está ciego. Siempre lo estuvo para lo que no le interesaba ver. Y ha borrado todas las pruebas de la trama dominicana. ¿Está asustada?
Impresionada. Estás sorprendida porque los hechos pueden resumirse, de la misma manera que el argumento de cualquier novela cabe en quince líneas y eso en las novelas que tienen argumento. Todos esos nombres son fichas, fichas que has ido coleccionando durante años, pero en boca del coronel adquirían su verdadera condición de víctimas o verdugos y el coronel se reservaba simplemente la de testigo o relator sin revelar de qué parte estaba. Probablemente entonces estaba de parte de sus amigos, ésos a los que invoca por su nombre, Octavio, Arturo, y ahora no está de parte de nadie, ni siquiera de ti.
—Me ha prestado un gran servicio, coronel.
—¿Está usted segura? Bien, si ya lo sabe todo, le voy a dar un buen consejo. Déjelo correr. Cuando mataron a Trujillo dispersaron a su familia y trajeron la democracia vigilada, hubo un doble juego, muy típico de los yanquis. Mientras una parte de los servicios secretos luchaba por investigar la verdad de lo sucedido, otra parte trabajaba para borrar las pocas pruebas que quedaban. Después de la guerra mundial, el Departamento de Estado perseguía nazis infiltrados en la administración y la otra parte los infiltraba porque necesitaba la técnica, la experiencia de los nazis para combatir el comunismo. Ustedes son así. Tienen de todo. La luz y las tinieblas, en perfecto equilibrio y nosotros nos quedamos con la sangre, la basura, la mierda, somos su cloaca, les prestamos verdugos y asesinados y luego aún pretenden hacer un Nuremberg a propósito de Galíndez y Murphy… Un poco de seriedad, gringos. Un poco de seriedad. Cuando Trujillo frenaba la conspiración comunista en el Caribe, Trujillo era buenísimo, pero cuando aquel moreno se creyó que era un aliado, de tú a tú, y empezó a tomar decisiones como la de desprenderse de los tibios, de gentes como Betancourt o Muñoz Marín, entonces viene el Tío Sam con los escrúpulos y le recuerdan al aliado que es un súbdito. Y como el aliado les sigue tocando los cojones, pues a por él. Ellos lo hicieron, ellos lo destruyeron. ¿Murphy? Un pretexto. ¿Galíndez?, menos que eso. ¿Me va a hacer caso? ¿Se va a ir con la linterna a su tierra?
—Más o menos intuyo a dónde me va a llevar esa linterna. Pero he venido aquí no sólo en busca de los criminales, sino sobre todo de la atmósfera que rodeó a Galíndez en sus últimos momentos.
—La atmósfera.
—Si pudiera recuperaría el aire que respiraba, la manera de respirarlo.
—¿Y eso es científico? Mejor que vaya a una vidente, igual le consigue el número de teléfono de Galíndez.
Estaba decepcionado, pero aún conservaba curiosidad por tu capacidad de reacción y le has dicho que te maravillaba su poder de síntesis, no tanto, sin embargo, como la sensación que te había comunicado de haber vivido cuanto había relatado, la familiaridad con que hablaba de los principales protagonistas de la tragedia. Desde muy joven, señorita, desde muy joven tuve que asumir responsabilidades de mando y de información que quizá estaban por encima de mis capacidades, pero les hice frente y quizá no salga en las fotografías principales del trujillato, pero yo estaba allí, obedeciendo y mirando y grabando en mi cabeza lo que me mandaban y lo que veía. Ramfis me distinguía con su confianza y si luego no hice la carrera que me merecía fue por la confianza que en vida me dispensó Ramfis, no su padre. Y ser amigo de Ramfis significaba ser amigo de Octavio, de Octavio de la Maza, su compañero de parrandas, su amigo del alma, tanto que Ramfis nunca perdonó a su padre, señorita, ni la sombra, ni la más mínima sombra de sospecha de que hubiera tenido algo que ver con su muerte.
—¿Se puede visitar la prisión del Kilómetro 9?
Se te ha escapado casi la pregunta, le has roto el discurso y tras una mirada indignada ha suspirado resígnadamente, ah, ya veo, ya veo, es usted insistente, ya veo que va a seguir mirando debajo de las alfombras dominicanas. Y en vano le has dicho que te interesa todo cuanto afecta a Galíndez, que nada de lo suyo te es ajeno. Pero has dejado de interesarle, aunque lamenta que ni su tiempo ni el tuyo permitan un viaje hacia La Vega donde tiene las plantaciones y la factoría de tabaco, aunque los almacenes terminales de expedición estén en Puerto Plata. Sobre su tiempo ocupadísimo nada sabes, de la misma manera que él nada sabe de tu tiempo. Te está diciendo que te marches y finges urgencias que él comprende y acepta.
—Pero no se vaya de aquí tan flaca ni tan blanca. Báñese. Tome el sol y báñese, que las pecosas son muy bonitas cuando el sol les repinta las pecas.
De un puñetazo ha puesto en marcha el interfono, pero sigue sin fiarse de él y grita. ¡Rivera! ¡Rivera! ¿Dónde coño te has metido, Picado? Y Rivera entra y se inclina como diciendo a sus órdenes, mientras la mole se levanta y todas las carnosidades se inclinan ante ti, la mano del anillo refulgente coge tu mano y recibes el hálito de una respiración forzada sobre el dorso. Rivera y su primo se sientan delante y te ofrecen una cerveza helada que sacan de una pequeña nevera de hielo picado situada tras el cambio de marchas. Estaba sulfuroso el jefe, pero no le haga caso, señorita, igual pasa de un estado a otro en una mañana y vuelve a pasarse, no hay que hacerle caso. Ya en el hotel, Israel te esperaba a solas con sus reflexiones y te ha dedicado una mirada aliviada cuando te ha visto aparecer por la puerta giratoria. Me ha dejado esperando, Muriel. Le hablas del encuentro con Rivera y Areces, nadie te ha advertido que lo ocultes después de haberse producido y Cuello se desconcierta.
—No es que conozca a todos los coroneles o excoroneles, pero ése no me suena. Y el picadito, tampoco. Uno siempre subestima el territorio de la República y piensa que conoce a todo el mundo.
Israel ha localizado a la viuda y el hijo de Martínez Ubago, el que sucedió a Galíndez en la representación del PNV, pero no podrán recibirte hasta el anochecer. Israel te propone relajarte, te acompaña a la playa de Boca Chica, te das un baño en el mar, coméis un guisado de tortuga y volvéis con el fresquito, al atardecer, para atender el compromiso con María Ugarte, la viuda, y Martínez Ubago hijo. Pasáis por la Editorial Taller a recoger a Lourdes. Mientras la esperáis, José rumia lo que le has contado y no está de acuerdo ni con el coronel ni con la situación. Ha querido presumir de protagonista histórico, ese coronel, o quizá vivió lo que ha contado, como tanta gente. Las dictaduras son panteístas, el dictador consigue depositar un pedacito de sí mismo en todos los demás. Cuando José Israel os ha visto predispuestas para la escapada, el baño y la tortuga, ha desertado.
—Ya son dos y no me pide el cuerpo a mí el baño. Distráiganse y déjenme a mí haciéndome millonario y luchando por las culturas.
No le ha gustado a Lourdes el embarque, pero se lo toma con paciencia tropical. Pues te convendría moverte, José Israel, pero el hombre se ha sentado ante su procesador de textos e interroga a la máquina con la misma cara de sorna con que interroga a su historia o a la vida y Lourdes lo deja por imposible. Es la primera salida de Santo Domingo capital que haces y Lourdes te resume la ciudad, el país, el nordeste turístico a donde llegan las inversiones yanquis, la zona tabaquera, la frontera maldita con Haití y esa paranoia de isleños que les fuerza al viaje para escapar de la claustrofobia de la isla. Y sin embargo la añoran en cuanto se han separado de ella dos semanas, a pesar de una historia de crueldades que les ha dado de lleno: el trujillato, la sucesión de Balaguer, las esperanzas revolucionarias de Bosch y Caamaño fallidas, el país invadido por los marines norteamericanos y otra vez Balaguer, el eterno, el subdemócrata vitalicio, el postdictador vitalicio, siempre con sus prefijos para poder ser entendido y calificado. Lourdes tiene una cabeza de estatua dominicana, en el caso de que los dominicanos tuvieran estatuas. Un resumen de razas compone este rostro armónico coronado por un pelo cortado aparentemente a lo chico, pero corregido por la curvatura sobre la frente y le dices que te gusta su corte de pelo y se echa a reír porque no esperaba tu comentario, porque la has acostumbrado a preguntas políticas o históricas y de pronto descubre que eres una mujer como ella, que la miras como sólo puede mirar una mujer a otra mujer. Luego os bañaréis en un mar verde, blanco, caldoso, lento, hasta encontrar una profundidad que permita la natación y te entregas a la búsqueda de la profundidad con su frescor. Pero tal vez has escogido un estilo de natación poco conveniente. El crawl invita a pensar. Los brazos pueden marcar el ritmo del pensamiento y los pies lo impulsan. Y así te ves a ti misma nadando en aguas llenas de naufragios humanos, Galíndez uno más, unas millas más al sur, parte de sus restos pueden haberse convertido en fondo marino para siempre, materia orgánica confundida con los corales y los misteriosos posos del mar. Y a tus oídos sumergidos llegan las sonoridades de tus brazadas como si fueran chasquidos de palabras y hasta crees oír palabras, llamadas que vienen del fondo del mar y sólo vienen de dentro de ti. Emerges, para notar que tus pies sólo tocan el suelo de puntillas y aun sumergiéndote ligeramente. Lourdes nada plácidamente de espaldas, con el rostro feliz, los ojos cerrados y no ve al pasar a tu lado la ansiedad que ha convertido tu respiración en un ronquido. Empiezas a nadar hacia la playa, pero en cuanto tus pies tocan fondo, prefieres avanzar corriendo, como si te repugnara meter la cabeza en aguas que te parecen sangrientas y llenas de ecos ahogados. La simpatía de Lourdes, el estofado de tortuga, la cerveza, el ron, el café te han sacado de dentro los temblores y hasta has pensado en Ricardo, en su reacción ante el estofado de tortuga. ¿Qué sabe usted del estofado de tortuga, don Ricardo? Lo suficiente como para preferir el de ternera. Ésa hubiera sido la respuesta de Ricardo y te ríes.
—¿He dicho algo que te divierta?
—No. He recordado a un amigo.
—Si nos vestimos aún tenemos tiempo de costear y así podrás ver un poco más del país. No todo van a ser viejos galápagos del trujillato tan estofados como esta tortuga.
Luego el paisaje y la alta hora del atardecer te han llenado de plenitud o quizá sólo lo haya conseguido una digestión afortunada del poco estofado de tortuga que has probado y en cambio de la espléndida ensalada de frutas de la que has repetido.
—No pasemos de San Pedro de Macorís, porque regresaríamos tarde. Pero es una lástima, un poco más arriba está La Romana. Es la zona preferida por los turistas.
—En San Pedro de Macorís tenía Galíndez contactos. Y había una célula fuerte de comunistas españoles.
—También la hubo de comunistas dominicanos.
—¿Qué queda de ellos?
—Poca cosa. Ésta es una zona difícil para el comunismo y la gente se apunta a otro tipo de radicalismo, todos los partidos de izquierda están en crisis, desunidos, peleados. José Israel no quiere meterse en ese gallinero y considera liquidado el modelo cubano y condenado al fracaso el de Nicaragua. Y además esto es una isla. Esto siempre es una isla, pienses en lo que pienses, consideres lo que consideres.
Entrabais en Santo Domingo y ante un semáforo os ha asaltado un enjambre de niños limpiadores de parabrisas. Lourdes les ha dejado hacer, pero en el coche más próximo, un coche alemán de importación, un criollo malcarado y con sombrero de paja ha rechazado el asalto del niño mendigo limpiador.
—Es que está sucio, señor.
—Tú si que estás sucio.
Y lo estaba, con la suciedad de un niño que no merece ser llamado sucio. Se te ha encendido la sangre y has estado a punto de asomar la cabeza por la ventanilla y cagarte en sus muertos, como se hubiera cagado Ricardo, como se caga la gente en España, seriamente, nada más y nada menos que en sus muertos. Pero eres una extranjera, también aquí y ni siquiera te queda el derecho de ser solidaria con los mendigos en contra de sus señores. A ellos les une la dialéctica de la nacionalidad, y a ti te separan todas las extranjerías. José Israel os esperaba bajo un poniente anaranjado que daba decadencia imperial a las arqueologías de la conquista. Los Martínez Ubago viven en un barrio residencial céntrico, en un pequeño chalet, que en Madrid llamarían hotelito, con un breve jardín alrededor y ese aire de desgaste tropical que tienen todas las construcciones no monumentales, todas las construcciones que no tienen vocación de pirámides. María Ubago es una anciana que aún conserva restos de su esplendor rubio, en su cabellera de trenzado historiado y una gran curiosidad por ti, como si fueras la enviada de un pasado que creía muerto. El hijo está prudente o receloso. Aún no es un viejo. Es un hombre maduro que conserva musculatura histórica en tensión, que aún conoce la medida del peligro y recuerda calculadoramente, como te recibe y te introduce en una vivienda en la que tanto él como su madre te parecen dos exilados interiores. Os meten en un dormitorio, ajenos a otros pobladores de la casa que están viendo la televisión en una deslucida penumbra y sentada doña María en la cama, su hijo a su lado, vosotros donde podéis, Martínez Ubago recompone sus recuerdos de niño, de adolescente y su madre recuerda sobre todo a su padre, al médico de Sabana de la Mar que se ganó el afecto de las clases populares, pero no su dinero. El hijo recuerda a Galíndez desde su estatura de niño y su presencia epistolar cuando comunicaba con su padre, el heredero del cargo de responsabilidad de los nacionalistas vascos en Santo Domingo. Su padre tuvo que atravesar varias veces el alambre funambulero entre su amistad con el odiado Galíndez y la necesidad de defender los intereses de la comunidad vasca. Los recuerdos de la viuda van todos detrás de su marido y Galíndez es un personaje dentro de una fotografía en un día feliz de exilio, los vascos reunidos para cantar, porque lo que le gustaba a mi marido era el orfeón y a él dedicó buena parte del ocio, allá en Sabana de la Mar ¿Galíndez? Martínez Ubago hijo es un hombre maduro pero tímido o tal vez se haya sentido demasiado abrumado por la historia a la que le han nacido. Él no eligió ser un niño exilado, crecer a la sombra del miedo a Trujillo y del odio al franquismo, hacerse adulto en el recelo de ser heredero de una razón náufraga en una isla del Atlántico, sin poder sentirse nunca ni español, ni vasco, ni dominicano del todo. Simplemente, un niño Robinson atrapado en una memoria que no era rigurosamente la suya. Lo adivinas cuando te cuenta vacilantemente su operación de identificación del cadáver de Galíndez. Su padre la había practicado por su cuenta cada vez que le llegaba la noticia de que habían aparecido restos humanos sin identificar, pero a él le tocó, ya muerto Trujillo, ir a la Sala de Disección de la Escuela de Medicina a repasar uno por uno cadáveres en formol que un forense con visión de futuro había conservado ocultos, para algún día ajustar las cuentas a la crueldad de Trujillo.
—Eran los muertos en la invasión de Luperón de 1949. Revolucionarios cazados a tiros y a palos, nada más desembarcar.
Tal vez haya perdido la capacidad de emocionarse o tal vez aún esté sorprendido de que toda esa memoria no haya sido inútil. Te ofrece cartas de Galíndez a su padre, como quien te ofrece lo mejor de su propia arqueología y la conversación deriva sobre los cuarenta años largos de exilio y distancia que ya nadie le devolverá ni les reconocerá. El retrato de Galíndez es el más propicio. Era tan alegre, dirá María Ugarte, y el hombre lo reconstruye más a partir de los recuerdos ajenos y de las fotografías que de su experiencia propia, pero tiene de Galíndez un recuerdo propicio, suave, el hombre de la capital que de vez en cuando traía consignas y noticias de una próxima caída del franquismo a medida que los aliados avanzaban por los cuatro horizontes de la tierra y el mar. Es ella la más ilusionada en que si alguna vez pones por escrito esta noche, este encuentro, este trasvase de nostalgia, ella pueda leerlo y te da sus señas escritas en una letra caligráfica, educada veinte años, cuarenta años antes de que tú nacieras, una letra para cartas de náufragos, metidas en una botella de verde opaco, casi negro, a la sombra de la mortecina penumbra tropical. Cuando salís, los otros pobladores de la casa nada dicen ni os dicen. O han aprendido a no autodestruirse compartiendo una memoria cruel o destruyen negándose a asumirla. Estás triste, porque es triste esta estampa de Robinsones en un dormitorio tan cargado de cosas y ausencias como cualquier dormitorio español. Te despides de José Israel y Lourdes que te prometen conseguir la ruta del sacrificio, acercarte mañana a las posibles ubicaciones del martirio de Galíndez. Les has dicho que no deseas cenar, que aún tienes la tortuga en el galillo, que debes ordenar tus notas pero quieres llegar al hotel por si se han concretado las alusiones del coronel. Otra vez la barbacoa pone aromas de cremaciones en tu terraza y la música de una orquestina regala a tus compatriotas enrojecidos la ilusión de que es posible el paraíso. La piscina es una gema iluminada por luces subacuáticas y te tirarías desde la terraza, de no mediar cinco pisos, como una «clavada», en busca del frescor y las transparencias de unas aguas que nada esconden. Es entonces cuando alguien llama a tu puerta con los nudillos y vas a abrirla cuando tus pies tropiezan con un papel que han pasado por debajo de la puerta. Mientras lo recoges, retardas el abrir y cuando lo haces sólo te aguarda el pasillo vacío. Cierras y pones la aldaba de seguridad. «Según lo convenido, se pondrán en contacto con usted. Siga las instrucciones sin variar ni una coma. No salga de la habitación hasta que reciba el llamado». Firmaba: «Dante Laforja Camps». El que faltaba. Ya estás en el centro de un triángulo compuesto por el coronel, el picado de viruela y este enigmático Laforja Camps que te anuncia mensajes prodigiosos. Mientras los aguardas, pones por escrito tus impresiones del día y no sabes cómo concretar la angustia, el ataque de angustia padecido en el mar. Estás en una isla, te dices, y participas de esa sensación de horizonte cerrado de la que te hablaba Lourdes. Ni siquiera en una isla. Estás en un país que es media isla y en estas divagaciones que te distraían más que te cansaban, el teléfono ha repicado como un intruso. ¿Es usted la doctora Colbert? Es una voz que parece fingida, como la de un viejo con voz infantil o la de un niño con voz de viejo. Me parece que estoy en posesión de datos que le interesan, de datos que son un puente definitivo entre lo que pasó en Santo Domingo y lo que pasó aquí, en Estados Unidos, concretamente en Miami, donde se organizó el plan de qué hacer con Rojas. Ya sabe de qué le hablo. Pero es imprescindible, para su seguridad, que venga cuanto antes a Miami y que nadie se entere de su salida de Santo Domingo. Todo está preparado para que su ausencia no se note. ¿Y mis amigos de la isla? Vendrán a buscarme mañana. Todo está previsto. Baje a recepción y encontrará a su nombre una serie de documentos que se lo facilitarán todo. Sólo le doy un dato. Me juego el pellejo y me llamo Angelito. ¿No se ha encontrado nunca mi nombre a lo largo de la investigación? Entonces la voz ha desaparecido, ha sonado una fuerte aspiración de aire y el viejo ha cantado: Eusko gudariak gera / Euskadi askatzeko gerturik daukagu odola / bere aldez emateko… Salga a la terraza. El Sheraton no es de mis tiempos, pero más o menos sé dónde está ubicado. Casi enfrente de donde está el hotel, yo he pasado muchas veces con Rojas, hablando de Euzkadi. Yo estaba allí cuando vinieron. Allí. Sí. En el allí que está usted imaginando. En el número 30 de la Quinta Avenida. ¿Es suficiente? Baje a recepción. Sólo tiene que bajar a recepción y seguir las instrucciones. El clic te ha devuelto a la sensación de realidad y por un instante no has podido salir del ámbito de ensoñación creado en torno al teléfono. Tal vez esa voz, esa voz prefabricada, al servicio de un inglés latino, de pronto interrumpida por frases españolas perfectas, casi sin ceceo ni seseo. Aún tratas de imaginar al que te ha llamado cuando estás ante el recepcionista y le pides si hay algún mensaje para ti. El recepcionista te tiende un grueso sobre que guardaba bajo el mostrador, no en tu casillero.
—Me han dicho que bajaría usted ahora mismito a buscarlo.
No lo abres hasta estar en tu habitación, cerrada y bien cerrada por dentro con el aldabonazo de seguridad. Abres el sobre y de él sale un billete de ida y vuelta Santo Domingo-Miami, un día, un día de luz y tal vez definitivo. Un billete a nombre de Gertrud Driscoll y junto al billete un pasaporte con tu fotografía, un plano de Miami, una indicación del lugar del encuentro y una advertencia: Sobre todo no diga nada al matrimonio Cuello, no es por la seguridad de usted, es por la de sus amigos y la nuestra. Invente una excusa y sáqueselos de encima. Dígales que se va a la playa. Pasado mañana, usted y todo estará en su sitio.