Dama Blanca, yo me preocupo por tu futuro y tú te vas de pendoneo, para que un día de éstos te preñe un gatazo facineroso, con carajito rosadito y te deje hecha un ecce homo, dama blanca, o mejor dicho, una virgen, una virgencita coronada por las espinas y la sangre, como te dejó el Hércules de doña Veneciana, que un poco más te saca un ojo, que hay gatos que más que joder, devoran. Y si te dejan preñada a mí no vengas con las crías, que aquí no cabe ni un gato más, aunque sea tuyo. Ya te he consentido seguir siendo fértil, la única princesa no capada de este reino y por ser tú, mi preferida, porque me apetece que me des nietos, pero no continuamente, Dama Blanca, que yo ya voy no para viejo sino para muerto y ¿quién cuidará de todas vosotras, insensatas? ¿Quieren contestarme, desagradecidas? ¿Acaso no saben que yo estoy metido en un trabajo muy, muy arriesgado precisamente pensando en su futuro, en el tuyo, Dama Blanca, pero también en el de todas ustedes? Si un día el viejo Voltaire se muere, las correrán a escobazos o a cosas peores, a balazos, toda esa pandilla de marielitos de mierda con gusto al gatillo y a la caza. ¿Qué les parece el Parque del Buen Amigo? ¿A que no habían pensado en eso? Allí las tratarán como a princesas y no les faltará de nada mientras vivan, dentro de unas reglas, eso sí, porque no se crean que todo va a ser como aquí, que me hacen lo que les sale de la madriguera, desagradecidas, la que me montaron el otro día porque tronó y se pusieron nerviosas. Pero lo de internarlas en el Parque del Buen Amigo sólo se producirá en el caso de mi óbito, porque de seguir yo con vida y mermadas mis facultades para darles de comer y limpiarlas o incluso para comer yo solo y ser capaz de limpiarme a mí mismo, primero pasaríamos por la residencia Hartley, que es un gozo de hermosura, esa casa colonial llena de viejos ricos como faraones y como faraones enterrados en el lujo en compañía de sus animales preferidos. Pero ojo, mucho ojo porque el viejo Voltaire tiene mucha paciencia y mucha bondad, pero se le acaba, como a todo ser humano se le acaba y no tiren tanto de la cuerda, que puede romperse. Y sobre todo tú, Dama Blanca, que de ser mi preferida puedes pasar al más duro destierro. ¿A que te echo de la mesa y te meto en el frigorífico para que veas lo que puede ser el infierno de los gatos? Me pegaría a mí mismo por haberte dicho esta salvajada, pero es que me sacas de mis casillas con tanto desdén y tanto hacer lo que te pida el cuerpo.
—¿Está rezando don Voltaire?
—Estoy educando a estas garitas que me han salido muy pendejos.
—Es que se le oye como una letanía, como una cosa de cura, don Voltaire.
—Se oye lo que se quiere oír y si en vez de tener medio cuerpo asomado a la ventana lo tuviera donde está el otro medio, yo podría hablar con mis gatos sin que espiaran mis vecinos.
—¿Espiar yo? Es que usted más que hablar predica.
—Y usted ladra.
Cerró la contraventana don Voltaire y amortiguó el crecimiento airado de las voces de la vecina.
—¿Qué le pasa al viejo loco? Cambia de luna como quien cambia de canal de televisión.
Borracha de mierda, borracha de mierda, que sólo el olor de tus ingles consigue superar el de tu sobaco, comemierda, desperdicio de clínica, desperdicio de cocina, de letrina, desperdicio, desperdicio, desperdicio. Machacaba don Voltaire las penumbras en las que se había sumido, ajenas las gatas a su indignación, especialmente Dama Blanca, que se lamía una pata y se la pasaba luego por detrás de la oreja, desentendida de la tormenta interior de su dueño. Me va a dar algo, que me va a dar. Abandonó el comedor y Dama Blanca dejó su desdeñosa toilette para seguirle hasta el dormitorio. Entornó don Voltaire el postigo para tamizar la luz, se descalzó y perdieron seguridad los pasos con los que se acercó a la cama para instalarse en su centro y yacer como una pluma depositada en un almohadón. A su lado trepó Dama Blanca y tras husmearle optó por convertirse en ovillo de gato pegado a un costado de Voltaire, mientras los demás miembros de la colonia penetraban en la habitación y buscaban rincones propicios o habituales para meditar, dormir, relavarse o jugar con sombras que sólo ellos veían. El viejo se tapaba los ojos con una mano exánime y con la otra buscaba la textura del pelo de la gata que cerraba los ojos a cada caricia.
—¿Quieres que te cante una de esas canciones que tanto te gustan? ¿Me prometes que no volverás a escaparte y a darme los disgustos que me das? Que sea la última vez. Te voy a cantar aquella canción que dice: «¡Me gusta mi novia! ¿Por qué?: / por muchas cosas. / Me gusta el salero, ¡y olé!, / que tiene al andar».
Se había excitado don Voltaire y movía los brazos y piernas al compás de la canción con susto para la gata que escapó en busca de una zona alejada de los aspavientos de su dueño. Tranquilizado el cantor, trató de restablecer contacto con el animal y al no hallarlo se incorporó sobre sus codos e inspeccionó los cuatro puntos cardinales de la habitación.
—¿Dónde te has metido? Ven, ven, Dama Blanca, te cantaré una canción más suavecita.
Pero la gata no sólo no le hizo caso sino que abandonó la estancia y don Voltaire se dejó caer empapado de tristeza. Sus labios canturreaban: «No doy un paso más, / alma triste que hay en mí, / me siento destrozado, / murámonos aquí. / ¿Pa qué seguir así, / padeciendo a lo faquir, / si el mundo sigue igual? / La gente me ha engañao / desde el día en que nací, / las hembras se han burlado, / la vieja… la perdí. / ¿No ves que estoy en yanta / y vandao por ser un gil? / Cacha el bufoso y… ¡chao!… / ¡Vamos a dormir! / No tengo ni rencor / ni veneno ni es maldad, / son ganas de olvidar, / terror al porvenir. / Me han dado vuelta a mirar / y el pasao me hace reír. / ¡Las cosas que he soñao! / ¡Me cache en die, qué gil! / Plañíate aquí no más, / alma otaria que hay en mí. / ¿Con tres por qué pedir? / Más vale no jugar. / Si a un paso del adiós / no hay un beso para mí, / cachá el bujoso y… ¡chao!, ¡vamos a dormir!». La canción le entristeció los ojos hasta la llorera y se dejó llevar el viejo por la aflicción hasta el nacimiento de un llanto roto, interrumpido por palabras de autocompasión, llamamientos a la madre y al padre, a fotografías que se le rompían en los ojos, que se le mojaban en los ojos antes de sumergirse en aguas mezcla de olvido y recuerdo. Será la muerte un sumergirse, lentamente, mientras los otros bogan por un mar sin orillas, recitó don Voltaire y el alma de poeta sustituyó al alma de llorón y cuando más buscaba imágenes afortunadas con las que impresionar a sus gatos no preferidos, pero sí más felices, el llamado ronco del portero automático le hizo añicos el zoo de cristal de lágrimas que aún tenía en los ojos y en la cabeza. Lo que había sido depresión ya era recelo, tardó el viejo en reaccionar. Pero cuando lo hizo saltó con ligereza impropia y se fue a la cómoda en busca de la pistola mientras repetía un inaudible ya va, ya va que le marcaba el ritmo de su búsqueda. Se la metió entre el cinturón y la camisa en el costado y llegó al interfono situado junto a la puerta.
—¿Quién es?
—¿Vive aquí Voltaire O’Shea Zarraluqui?
—Vive.
—Traigo un mensaje y espero respuesta.
—Póngase en el centro del patio interior, que yo pueda verle. —O. K.
Un negrazo, un negrazo yanqui con más casco que cara, un mensajero con la marca de la Compañía en el pecho de una camiseta amarilla. Se calzó Voltaire, se puso la chaqueta y acomodó la pistola en uno de sus bolsillos. Ya va, ya va, que no le dejan a uno ni descansar, ni ensoñar, ni estar triste, joputas. Estaba el mocetón en jarras más allá de la puerta cerrada y al verle despegó una mano para enseñarle el sobre con el mensaje. Abrió un breve resquicio el viejo, lo suficiente para pasar el brazo, izquierdo, mientras la otra mano acariciaba la fría piel acanalada de la culata. Ya poseedor del mensaje, cerró la puerta. «Urgente. Asunto seguro y disposiciones subalternas. Fergusson and Brothers, Abogados. 4 posmeridian, 63 NE 125th Sr. Robards».
—¿Qué respuesta espera?
—Si puede ir le acompaño. Falta media hora.
No tenía suficiente cara el negro como para que Voltaire captara una respuesta que no daban los labios.
—¿Me va a llevar en moto? ¿Cree usted que yo tengo edad para gincanas?
—Le esperan en un coche, un Ford beige. Dos manzanas más allá, en esta misma calle.
El negrazo le enseñaba ahora una tarjeta donde le bastó leer un nombre: Development Agency.
—Denme tiempo para vestirme, no voy a ir enseñando las vergüenzas.
Misión cumplida, el mensajero dio una vuelta completa sobre sí mismo y se marchó contoneándose. Voltaire pensó que era un maleducado pero tenía caderas de potro y remontó los escalones hasta su casa. Corrigió su atuendo ante el espejo y distribuyó algo de maquillaje por las arrugas del rostro, se echó colirio en los ojos y cuando ya se marchaba, Dama Blanca buscó el contacto con sus perneras.
—¿Ahora te acuerdas? ¿Quieres hacer las paces? Ya hablaremos largamente en cuanto vuelva. Y nada de escaparse.
Salió a la calle, vio a lo lejos el coche aparcado junto a la acera, tratando de percibir cuántos iban en él. Uno solo y conduciendo y no era uno, sino una, porque sólo una mujer podía llevar aquella melena rubia y lacia. Se tranquilizó, pero aún dio un rodeo para distinguir al conductor desde la otra acera. Era una mujer, blanca y muy rubia, tal vez demasiado blanca y demasiado rubia, que ya había adivinado su presencia al otro lado de la calle y le sonreía propiciamente.
—¿Es usted Voltaire O’Shea?
—Vuélvalo a decir, mi amor, que en su boca suena muy bonito.
Lo repitió ella sin ascender la sonrisa a la categoría de carcajada y algo envarado por su escaso éxito, tomó asiento Voltaire junto a la rubia. Durante todo el viaje le contestó con monosílabos y sonrisas. La última quizá la más amplia y duradera.
—¿Me espera usted?
—No es mi problema. Supongo que otros le atenderán.
Ante Voltaire se alzaba un edificio de oficinas de medio pelo, un edificio maltratado por los climas y escasamente cuidado al que él no hubiera ido a buscar un abogado. La negra recepcionista tenía estatura de watusi.
—Cómo has crecido, mi amor, desde el último día que te vi.
—¿Me conoce?
—No. Pero seguro que de haberte conocido te habría dicho lo mismo.
Masculló la muchacha algo ininteligible y le abrió marcha hasta una oficina tan convencional que hasta tenía el espejo de la puerta biselado. En el despacho un calvito rubianco amestizado consultaba los papeles sorprendidos en una carpeta abierta y Robards desparramaba su anatomía por un extraño asiento que parecía una hoja de col morada, en una mano sostenía un vaso largo lleno de bourbon con hielo y sólo utilizaba un dedo de la otra para hurgarse el interior de una oreja. La puerta se cerró a espaldas de Voltaire y ninguno de los dos hombres le dedicó especial atención. El calvito extendió un brazo y le mostró otra hoja de col morada para que se sentara.
—Me da miedo. Parece una planta carnívora y yo soy muy pequeñito.
El calvito prosiguió el examen de los papeles y Robards le dedicó una mueca que podía ser amable. Había perdido la relajación y se inclinó hacia el cuerpecillo de Voltaire achicado en el seno del sillón que le engullía.
—Cuando consiga estabilizarse empezaremos a hablar. El tiempo apremia.
—Esto no es un asiento, es un pantano.
Recurrió Voltaire a la provisional solución de sentarse en el borde y evitar las arenas movedizas del interior y dedicó a Robards la mejor de las atenciones.
—Sus deseos se han cumplido.
—¿Todos?
—Todos. Si no recuerdo mal eran paga vitalicia de dos mil quinientos dólares…
—Qué miseria.
—Usted fijó la cantidad. Sigamos. Plaza en la residencia Hartley en caso de no poder valerse por sí mismo. Protección a sus gatos, que podrán vivir con usted en la residencia Hartley y cuando usted fallezca pasarán al Parque del Buen Amigo, donde serán atendidos hasta su defunción.
Robards volvió la mirada hacia el hombre ensimismado de detrás de la mesa y convocó su atención.
—Ahora le toca a usted, Mr. Fergusson.
Se puso una sonrisa de hielo en los labios delgados y sin mirarles empezó a leer un documento.
«En Miami a tantos de tantos, de una parte la empresa Desenvelopmem Agency y de otra Voltaire O’Shea Zarraluqui residente en etc., etc.
»Acuerdan que en concepto de compensación por los trabajos aportados por Mr. Voltaire O’Shea a la Agencia, ésta se compromete a garantizarle el pago total de una póliza de seguros que le permita el cobro de 2500 dólares mensuales.
»En el caso de que Mr. O’Shea sea considerado incapaz de cuidar de sí mismo, será ingresado en la Residencia Hartley de Tamiani Park, en compañía de los animales domésticos de su propiedad, con gastos a cargo de DA.
»La Agencia se compromete igualmente a que una vez fallecido Mr. O’Shea los animales domésticos que le sobrevivan ingresen en el Parque del Buen Amigo, donde serán atendidos hasta su muerte.
»En Miami a tantos de tantos…».
—¿Puedo leerlo yo?
El calvo le tiró el papel y Voltaire lo cazó al vuelo. Lo examinó casi pegándoselo a las pestañas y cabeceó contrariado.
—Dos mil quinientos dólares hoy pueden ser una miseria mañana. Quiero que se tenga en cuenta aumentarlos según la inflación.
—No hay problema.
Se anticipó Robards a los reparos del abogado.
—¿Eso es todo?
—No. Aquí hay gato encerrado.
—Nunca mejor dicho don Voltaire.
—Muy gracioso, pero no me gusta la manera de tratar el asunto de mis animalitos. Ustedes proponen que los animales domésticos que me sobrevivan, ingresen en el Parque del Buen Amigo hasta su muerte.
—Es lo que usted había pedido.
—Tal y como está redactado, ustedes pueden asesinar a mis gatos.
—No tenemos un interés especial. ¿Tú lo tienes, Henry?
—No puedo opinar sin conocer a esos gatos.
—Quiero que se complemente el documento, insistiendo en que esos animales han de seguir viviendo, que nadie pueda matarlos.
—¿Qué le parece añadir natural, añadir la palabra natural a muerte?
—«… los animales domésticos que le sobrevivan ingresarán en el Parque del Buen Amigo, donde serán atendidos hasta su muerte natural». Así. Así está mejor.
—¿Quiere usted añadir alguna cláusula especial, por ejemplo qué tipo de alimentación, peinado o manicura hay que suministrar a esos gatos?
—Voltaire, Henry no se ríe de usted pero comprenda que nos ha obligado a hacer un contrato tan atípico que puede entrar en la historia de los contratos privados.
—Hay que tener buenos sentimientos con los animales. Son los únicos bichos inocentes.
—¿Correcto todo, Voltaire?
El viejo volvió a leer concienzudamente el texto y dio su aprobación con un cabezazo enérgico.
—Henry firma en nombre de la sociedad, tiene poderes.
—¿Puedo ver esos poderes?
—Henry, los poderes.
El calvo le tendió un documento al que Voltaire dedicaría los siguientes diez minutos. El abogado se había desentendido de la lectura del viejo y Robards parecía pensar en cualquier cosa, menos en lo que estaba ocurriendo allí.
—Quiero el sello de la Sociedad en el documento y quiero verlo en el original y en la copia.
Henry firmó el original y dos copias y lo selló.
—Una para el registro, otra para usted y la restante para la AFD.
—¿Tranquilo, Voltaire?
—He vendido mi primogenitura por un plato de lentejas.
—Llegamos a una edad en la que la primogenitura ya no vale nada. Afortunado usted que acaba de garantizarse un plato de lentejas hasta el último día.
—Los gatos, me preocupan los gatos. Son mi responsabilidad. Les he mantenido en la condición de animales domésticos, muy mimados, y no sobrevivirían ni un día en esta ciudad, abandonados. No quiero ni pensarlo. Mi pobre Dama Blanca.
Robards dirigió un levantamiento de ceja a Henry y el otro abandonó la habitación inclinando la cabeza al pasar ante Voltaire. El viejo acercó su cara a la de Robards para poder bajar la voz.
—Con esta gente de la nueva generación no me entiendo. No tienen sangre en las venas, ni cerebro, son todos hijos de la computadora que les parió. No tienen ideas, ni principios y en esta ciudad hay una colección completa y los peores son los Yuccas, los jóvenes empresarios o ejecutivos cubanoamericanos. Ésos son unos fanáticos nuevos ricos jóvenes. Dicen que son los constructores de un nuevo país, pero todo se va a la mierda y usted perdone, Robards, pero le hablo desde la autoridad que me otorga conocer Miami desde antes de que pusieran las calles. Usted ya me entiende. Si te crees la revista de los Yuccas, el Miami Mensual, esto es Jauja. Pero esto no es Jauja. Ésta es la zona más insana de los Estados Unidos, la más insana y la más bronceada, para disimularlo. Donde hay más obesos, Robards, de la mierda y las grasas que comen los cubanos, los negros, los haitianos. Y también donde hay más muertos de hambre de lo poco o lo nada que comen muchos negros y muchos haitianos. Y SIDA, de tanto maricón blandengue que hay y de tanto haitiano, que dicen que el SIDA lo traen los haitianos y tanto se dice que las autoridades ya no les meten en el censo de afectados del SIDA, para que no haya linchamientos. Y cáncer de piel, cáncer de piel entre esa humanidad dorada que toma el sol todo el año, sobre todo las pollitas con la tanga, todas ésas, cancerosas antes de que lleguen a los cuarenta años. En este paraíso no hay nada, ni siquiera hay agua. El otro día dijeron por La Cubana que en el año 2000 Florida sería el tercer Estado de la Unión, pero no habría ni para llenar un bidet. Y cada día más inmigrados. No hay quien los pare. Ni poniendo alambradas eléctricas en todo el contorno de la península.
—Le veo muy pesimista, don Voltaire.
—Estoy cansado. Me gustaría cambiar de mercado.
—¿Marchar de Florida?
—No, Cambiar de gente. Ya estoy harto de moverme entre cubanos y haitianos. No se necesita saber más. Los cubanos no son un enigma, son casi los dueños o lo serán. Y los haitianos serán sus criados. Diez, veinte años. Para entonces no quedará ideología y no tendrá sentido mantener estos portaaviones de penetración hacia Cuba o Haití. Ya se sabe todo. Cuando me meto en sus ambientes soy como un bobby inglés haciendo una ronda rutinaria.
—¿Y qué le gustaría hacer?
—Que me dieran a los colombianos o a los bolivianos. Pero a los peces gordos. Yo tengo cultura para alternar con la élite del narcotráfico y no con la chusma de sus matarifes, que son los más crueles de esta selva. Esa gente se alía con quien sea. Aquí se vienen los ricos de Colombia y Bolivia a vigilar desde lejos sus propiedades y las guerrillas que quieren quitárselas. Ahí los tiene, en sus casas de Key Biscayne con los bidets y los dientes chapados en oro, con las esmeraldas y las cocaínas circulando por toda clase de rutas secretas. En estas mansiones de la avenida Brickell, ahí, ahí me gustaría entrar y estaría a la altura de las circunstancias porque tengo modales y he sido un señor toda mi vida. Estoy harto de tanta chusma barata y quisiera meterme entre la chusma cara. Si usted se colocara en el centro de la bahía de Biscayne estaría en el eje de la batalla por el poder entre la Miami judía de Palm Beach y la Miami de los ricos hispanos. Por ahí pasan toda clase de contrabandos y al viejo Voltaire le siguen dando las migajas. Acabarán ganando los hispanos ricos, sobre todo si además son judíos. Y empiezan a estar gallitos, como el loco Estrella, ése que aparece en televisión hablando siempre en español, se niega a hacerlo en inglés y se burla de los yanquis, diciendo que antes de que llegaran los cubanos a Miami esto era un villorrio. Tal vez, pero era un villorrio tranquilo. ¿No había estado usted en Miami antes de que llegaran éstos?
—Sí. Usted sabe muy bien que sí. Aquí funcionó una estación de la Compañía, la JMWAVE que ayudaba a coordinar las acciones en toda América Latina. Las oficinas estaban instaladas en la base de la Fuerza Aérea de Homestead, pero cada vez que pasaba por aquí tenía mi contacto en la playa, me cultivaba, según usted, el cáncer de piel. Básicamente nada ha cambiado. La Compañía sigue funcionando aquí con los objetivos del comienzo: acumular información sobre la inmigración, organizar acciones paramilitares de infiltración y huidas de Cuba. Pero a veces desde Miami se han coordinado acciones en otros países del Sur, en Uruguay, por ejemplo, por eso sigue siendo tan importante que gente como usted siga vigilando de cerca. No se pueden improvisar los buenos especialistas.
—Cuba se pudrirá sola o no se pudrirá, pero ya no interesa a los Estados Unidos, sólo interesa conservar la apariencia de que interesa y los cubanos americanos hacen muy bien la comedia de esa dependencia, cuando van por las calles cantando:
Reagan, Reagan
que Dios te bendiga.
Reagan, Reagan,
May God Bless you.
Así, en español y en inglés, o cuando montan manifestaciones anticomunistas inútiles y se desgañifan gritando ¡Viva Granada libre! ¡Viva Nicaragua libre! ¡Viva Cuba libre! ¡Viva Reagan! Pero todo son palabras para ocultar su definitiva instalación, nunca volverán a Cuba y si vuelven será para el desfile de la liberación y luego se volverán aquí. Me gustaría a mí ver a todos los hampones cubanoamericanos adaptándose, aunque sean ricos, a las formas de vida de un país subdesarrollado. Me cansa esta chusma, Robards, y quisiera cambiar.
—Yo tampoco puedo cambiar.
—Pero usted es un alto funcionario y yo un simple colaborador.
Robards parecía acorralado por la indignación vital de Voltaire. Cavilaba y a veces daba la razón con la cabeza o volcaba el cuerpo cuando quería abrir una brecha para sus palabras en el frente torrencial verbal del viejo.
—Yo también quisiera cambiar, Voltaire. Mi vocación frustrada es la de profesor de universidad o la de escribir poemas o novelas pero llega un momento en que ya no puedes volver atrás. Es el problema de los hombres de acción que venimos de la teoría, cuando volvemos a ella siempre nos parece insuficiente. En cierta ocasión tomé contacto con un pediatra español que se había hecho dirigente del partido comunista. Él desconocía mi condición de agente y se creyó mi pretexto. Estaba realizando un trabajo sobre el crecimiento de la resistencia antifranquista en España. El pediatra me confesó que a veces se reconocía cansado, pero que cada vez que desempolvaba los libros y se imaginaba tocando la tripita a un niño para descubrir la enfermedad, le venían mareos. En diez años una especialidad se vuelve irreconocible para el especialista que la ha abandonado.
—Pero yo no quiero abandonar mi especialidad, quiero cambiar de clientela.
—Yo a veces he ido más allá, he querido desertar. Dejarlo todo, pero he visto el cuadro de algunos colegas que lo han hecho y luego se reconcomen toda la vida, no saben situarse en su justo lugar y o viven en la nostalgia de la acción o en el miedo de que la Agencia vaya a por ellos y los liquide.
—Roma no paga a leales, es mucho más justo que Roma no paga a traidores. Y aun hablar con usted es un placer, pero ese contacto que me han dado, ese pelirrojo sin sustancia, es un analfabeto, hasta hay que explicarle qué quiere decir cada una de las letras de las siglas.
—Algo cuadrado, pero no es mal tipo.
—Y esos jóvenes, esos jóvenes no se conmueven ante nada. No tienen ni idea de mi curriculum y no voy a ir todo el día con mi historial en la mano. Es decepcionante. Con esta gente de la nueva generación no me entiendo. No tienen sangre en las venas. Ni cerebro. Son todos hijos de la computadora que les parió.
—Tengo una sensación parecida, Voltaire, aunque me resulta difícil llamarle Voltaire, así en privado, don Angelito.
—Le insisto. Cualquier filtración podría arruinar mi trabajo.
—Poco trabajo va a quedarle, Voltaire. Yo me acogería a este retiro y trataría de vivir tranquilamente los años que le queden.
—Me distrae. Oír, provocar, fisgar, es media vida para mí. Por muy viejo que sea el gato conserva el olfato para los ratones.
—Me gusta verle tan animado, porque nuestro asunto se acelera. Ha de entrar en contacto con la chica. Aquí. Eso puede dar aliciente a sus trabajos rutinarios.
—¿Está ella aquí?
—No, pero sí muy cerca. En Santo Domingo, hay que hacerla venir aquí y ya hemos preparado todo para que usted intervenga en el momento propicio.
—¿Cuándo será eso?
—Esta noche. A las once en punto usted llamará al teléfono de Santo Domingo que consta en el dossier, es el del Sheraton. La chica ya estará tocada. Ya presentirá incluso que usted la va a llamar.
—No me gusta.
—¿Qué es lo que no le gusta?
—No llevo yo la iniciativa. Me lo dan todo recortado y yo sólo debo pegarlo.
—Menos que eso.
—No me gusta. Yo en lo mío soy un artista.
—Voltaire. No podemos tener paciencia. Yo tampoco puedo tener paciencia. Llevo este asunto pegado en la planta de mi zapato desde hace treinta años, como un chicle masticado y no por mí. Atienda bien. Usted la llama esta noche y le asegura que usted tiene la pieza clave en el enigma Galíndez y que es imprescindible que usted hable con ella, tan imprescindible como que salga de Santo Domingo cuanto antes. Luego podrá volver pero ya sabiendo lo que usted le ha dicho. Es importante que salga de Santo Domingo con nombre supuesto y sin que le diga nada a nadie. Para ello usted le infundirá sospechas de todos los que la rodean, incluso de los que la han invitado y la guían por la ciudad. Ha de asegurarle que su marcha no se notará porque sólo permanecerá unas horas en Miami. Ya le proporcionamos un intento de explicación. Estúdielo. Nos consta que usted aprende rápido. Ha de citarla en el final de la calle Lake, en la esquina en que tropieza con el Morningside Park. Hablen y caminen. Luego busquen algún lugar desde el que pueda telefonearme para decirme cómo van las cosas, pero sobre todo que no decaiga la conversación. Mantenga usted su interés, si no por Galíndez, interés por usted. Es usted una persona interesante, Voltaire.
—No me ha de enseñar mi oficio. Tengo tantas vidas que contarle que alguna será interesante.
—Ha de destruir a Galíndez. Esa muchacha lo ha convertido en un ídolo, ha de salir de Miami con los pedazos del ídolo hechos cascotes dentro de la cabeza.
—¿Eso es todo?
—¿Le parece poco?
—Me conoce mal, Robards o como se llame. Me he pasado toda la vida interpretando, tanto que ya no sé muchas veces quién soy yo, yo mismo. Cuando esa muchacha se vaya de Miami habrá sustituido a Galíndez por mí. Yo tengo algo que ella busca como un material precioso y se lo daré a espuertas, con generosidad, hasta saciarla.
—¿Qué es lo que usted tiene en tamañas cantidades?
—Memoria. He vivido las últimas glorias y las últimas mierdas absolutamente románticas.
—¿Galíndez era un romántico?
—Evidente. Y yo también. Y usted. Nos hemos jugado nuestro destino y al mismo tiempo nos hemos dejado llevar por él.
—¿Todo ha sido una sucesión de juegos?
—De apuestas. Riesgos y miedo. Yo seguiré en esto mientras pueda. Tendría usted que verme domando, como un domador, a la misma gente a la que estoy vaciando. Sé lo que me van a decir y lo que me pueden decir. Además sé cómo es esa chica, me parece haberla conocido desde hace años, muchos años. Pertenece a un tipo humano que ha existido siempre y que siempre ha acabado mal. Los inocentes, los pobres inocentes, atrapados en la viscosidad de su propia inocencia. Los santos laicos. Frágiles. Tienen abiertas todas las puertas de sus casas y de sus cuerpos.
Robards cogió una carpeta negra del sobre de la mesa y se la entregó a Voltaire.
—Aquí están todas las instrucciones masticadas. Se las aprende y luego las destruye. Puede marcharse.
—¿Me dejan, así?, ¿tirado?
—Le acompañarán.
—Quisiera consultarle al menos qué papel es el más aconsejable. ¿Conoce a la mujer?
—Personalmente no. Pero abra la carpeta. Hay unas cuantas fotografías.
Se puso el viejo la carpeta abierta sobre las rodillas y buscó bajo los folios escritos por cualquier maldita computadora, las fotos que prometían el primer encuentro con Muriel.
—Parece un anuncio de norteamericana media. De universitaria norteamericana media. Es alta, demasiado alta. Me ponen nervioso las mujeres altas. Piernas largas, cabeza pequeña o quizá lo parezca porque tiene la cabeza alargada, quizá no sea tan pequeña. ¿Dónde están tomadas estas fotografías?
—En España, casi todas, hay algunas fotos anteriores, incluso la de promoción del colegio y de la universidad. Pero las que interesan son las de España. Detrás está escrito el lugar donde se hicieron.
Muriel en un bosque, quizás sea la cima de una montaña, junto a una piedra ovalada en la que hay algo escrito. Monumento a Galíndez, colina de Larrabeode, Amurrio, Alava, España. Muriel saliendo de un restaurante con un muchacho moreno que le hace arrumacos y ella aparta la cara divertida. Salida restaurante La Ancha, Madrid. Muriel caminando sola por una calle bajo la solana. Salida del Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores. Muriel en la plaza Mayor de Madrid, posando sin ganas de posar. Otra vez con el muchacho en un auto de choque. Verbena de San Antonio, Madrid.
—¿Esto es todo? ¿No han conseguido alguna foto con contactos? ¿Quién es este chico?
—Lea el informe; ha sido su amante español. Un funcionario del Ministerio de Cultura, socialista, socialista moderado. No nos constan contactos más aclaradores, pero puede tenerlos. En España todo está muy mezclado y el propio partido socialista está infestado de ex comunistas, algunos de esos ex pueden seguir siendo comunistas. Los contactos norteamericanos se reducen a un antiguo profesor, un compañero de viaje de los rojos, pero neutralizado. No nos consta que tuviera otros contactos porque Muriel tiene el historial en blanco hasta que nos llega la primera señal de alarma. Un contacto con un editor vasco, de Vitoria, que le proporciona relaciones con supervivientes vascos del exilio. También con el gobernador civil de Burgos que conoce a Vela Zanetti, un pintor exilado español a la República Dominicana. Luego la información se multiplica y cuando intentamos reconstruir el pasado aparece una becaria norteamericana típica que se aprovecha de la generosidad de nuestro sistema para dedicarse a la investigación, a todo le llaman investigación.
—¿Es una roja?
—Por las conversaciones detectadas, no exactamente, al menos de una manera consciente, pero piensa y actúa como una roja.
—Ángel mío. Aún quedan gentes así. Qué pena me dan. Había intuido que sería así, exactamente así. ¿Qué le parece si le hablo como un abuelo, ese abuelo que todos hemos deseado tener? Incluso yo, que he tenido tantos abuelos como personajes he adoptado. Seguro que no los tienen todos en sus ficheros.
—Tenemos los que nos interesan.
—Le diré: Muchacha, no seas ingenua. Galíndez pertenece a unos años en los que todos nos creíamos con el derecho de matar. No merece la compasión que tú le dedicas. Además fue un confidente y nada hay tan sucio como un confidente. De aquella época pocos somos los que hemos sobrevivido con la conciencia limpia, esa conciencia limpia que sólo tienen los perdedores. No hay éxito comparable al del exilio, ha dicho un gran escritor cubano exilado y sólo los que permanecimos en el exilio exterior o interior hemos salvado la integridad, que es lo que vale. Y a partir de aquí me lanzaré a contarle todos los trabajos de Galíndez para los servicios secretos yanquis.
—Excelente, ya habla usted como si nunca hubiera pertenecido a los servicios secretos yanquis.
—Es mi mejor papel. Aquí lo he ensayado mil veces cuando trataba de infiltrarme entre los haitianos, eran los únicos exilados izquierdosos que llegaban a Miami. ¿Sabe usted por qué me sale tan bien este papel? Porque lo llevo dentro. Usted también lo lleva dentro. Su contrario. Como el verdugo lleva dentro a su víctima y el guardia de prisión a sus presos.
—Guarde sus argumentos para Muriel, le van a hacer falta. Es una muchacha tozuda.
—Si me falla esta línea argumental tengo otra preparada. ¿Va a tirar usted de la manta para que Galíndez quede como lo que era y se destruya el mito? ¿Le va a hacer esa faena a su adorado Galíndez? Su comportamiento tal vez pueda entenderse a la luz de aquellos tiempos, ¿pero ahora? Para comprender un país hay que comer su pan y beber su vino y para comprender la historia hay que haberla sufrido, haber luchado dentro de ella.
—Suerte, Voltaire.
—¿Me echa? ¿Quiere dejarme así, tirado?
—Le acompañarán, ya se lo he dicho.
—Pero yo necesito ensayar.
—Ensaye ante sus gatos.
—¿No volveremos a vernos?
—No. No creo. Nuestra relación depende de la duración de esta historia. Tengo ganas de cerrarla para siempre. Ha sido un placer volver a verle, don Angelito, y permita que le llame por su nombre de guerra, porque es el que más me acerca a usted.
—Algún día escribiré sobre esta historia.
—No sea insensato. Espere a que se mueran todos los implicados.
—¿Yo mismo?
Robards se encogió de hombros y se puso en pie. A su lado el viejo era una miniatura delicada. No se contentó Voltaire con estrechar la mano del gigante, sino que se abrazó a él, consiguiendo apenas abarcar la cintura con sus bracitos. Palmeó los riñones de Robards a la espera de que el otro correspondiera al abrazo, pero sólo recibió la respuesta de una palma de la mano que le apartaba suavemente mostrándole el desconcierto crispado en el rostro del yanqui.
—Los viejos nos enternecemos fácilmente.
—Eso me han dicho.
Estaban solitarios los pasillos, ningún ruido de máquina indicaba trabajo, aunque fuera lejano y ni siquiera le despidió la watusi. En la puerta le esperaba la conductora menos sonriente, incluso malhumorada.
—Si me dicen que me esperaba usted hubiera bajado antes.
—¿Al mismo sitio?
—No. Sea buena chica y no se enfade con este viejo gomoso que la mira como un pulpo, porque el deseo sobrevive a la potencia, como ya dijo el gran Shakespeare. Ha de dar un rodeo, pero ¿me puede dejar en el Miami Jai Alai? Eso está cerca del aeropuerto en la NW 37 Avenue, es un rodeo, pero una vez en coche…
La mujer resopló contra su flequillo y extremó la cara de pocos amigos, pero el coche obedeció al deseo de Voltaire que se cobijó en el sillón de piel y cruzó las manos sarmentosas sobre la bragueta.
—Qué gran verdad, qué gran verdad.
Ella no parecía interesada por saber a qué verdad se refería y Voltaire examinó de reojo el efecto que producían sus palabras pronunciadas con énfasis.
—Qué triste es la condición del hombre, en la que el deseo sobrevive a la potencia.
Ninguno. Ningún efecto. Incluso parecía no oírle. Como pareció no escuchar su ceremonioso agradecimiento cuando le dejó bajo el rótulo iluminado del frontón. La última inclinación de despedida de Voltaire la dirigió al coche que culeaba nervioso calle arriba y tras la reverencia, Voltaire dedicó un corte de mangas tan rotundo a la desdeñosa rubia que tuvo que acariciarse el brazo para aplacar su dolor.
—¿Ticket de show?
—¿Tengo yo cara de pagar 30 dólares por la asquerosa cena que me van a dar? ¿No me conoces, hermano?
—Pase don Voltaire, pero un día podría quedarse a cenar.
—Eres lo que comes, como dijo Aristóteles. Me tomaré un juguito y veré la partida.
—Y no apostará.
—El juego envilece al hombre, Dantón.
El gigante negro oriundo de Camagüey le dejó pasar y la mirada de Voltaire compuso el aspecto de un exigente cliente que observa lo que le ofrecen desde la desconfianza de que no va a estar a la altura de sus deseos. Tras el protector de malla metálica, cuatro mocetones vestidos de blanco, con fajas rojas dos de ellos y negras los otros pelean contra una pelota que parece de piedra. Chiquito de Beasain I y Palero III contra Aristarain y Amescúa, le informa un viejo achinado con la voz nasal de cubano. El recogedor de apuestas permanece en pie en la segunda fila vuelto hacia los espectadores y la mirada de Voltaire le rebasa para que no le distraiga de las evoluciones de los jugadores.
—Lástima, ya no hay jugadores como los de mi tiempo. Chiquito de Anoeta. Lo suyo no eran manos, eran pedruscos que humillaban la pelota y la dejaban hecha una morcilla.
—¿De qué siglo me habla usted, compadre?
—Del diecinueve. Fíjese cómo saltan, parecen antílopes.
Pero sus pupilas se encariñaban con el escorzo del pelotari al quedar ingrávido cuando la pelota ha salido de su mano y va a estrellarse contra el frontón que se queja. Y ese vencimiento del cuerpo cuando la pelota queda como muerta y la mano ha de remontarla como una pala, un corpachón vencido para alzarse luego como una máquina de músculo, de fuerza. Qué hombrones, qué hombrones. No tienen armonía pero sí fuerza.
El compadre le mira de reojo, pero se queda prendido de la cháchara del viejo.
—Estoy harto de verlo en su salsa, hermano, en los frontones del País Vasco o de Navarra. Cada pueblo tiene su frontón de piedra y desde chicos los vascos le dan a la pelota y así consiguen ser los mejores del mundo.
—¿De qué me habla, compadre? ¿Dónde está eso?
—En España.
—Eso es Europa. España está cerca de Alemania, ya lo sé, pero yo creía que éste era un juego latino.
—Qué leche, latino. Es un juego vasco, aunque lo jueguen gentes de todos los países, hasta filipinos, porque lo exportamos los españoles cuando éramos los dueños del mundo.
—¿Eso fue en el siglo diecinueve?
—Dejémoslo en el diecinueve.
—A mí me gusta este juego desde chico, pero no sabía que era español.
—Vasco, es vasco.
Caviló el chino cubano sobre las diferencias entre ser vasco y español pero decidió que tenía que escoger entre seguir atendiendo aquella enciclopedia viviente o atender la partida y escogió lo segundo. Los ojos de Voltaire habían rodeado de un círculo a Amescúa, la recia estampa de aquel moreno al que le sobraba un pelo negro y sudado que le convertía la cabeza cuadrada en un penacho y bajo la tela blanca de los pantalones se le adivinaba el muslo justo de músculos a la vez sólidos y alargados de saltarín y de pelotari obligado a sentirse de pie sobre la tierra, cuando la pelota viene con una velocidad asesina. Voltaire se recostó en el respaldar de la grada y quedó en éxtasis o en somnolencia, con los ojitos corriendo a la velocidad de los jugadores. El otro no le oía, pero él marcaba las diferencias entre las distintas modalidades de juego, hasta veintisiete, hasta veintisiete especialidades aunque los lerdos sólo distingan los tres géneros de pelota a mano, pala o cesta punta. A mí que me den el juego a mano, el cesta punta parece un juego de mancos y la pala rompe la armonía del gesto, la bronca armonía de juego que traduce el alma de una raza. Este deporte lo trajeron marinos vascos, cuando estas costas aún vivían de los restos de naufragios y de los atraques de barcos de largas singladuras, se lo digo yo, que soy ciudadano viejo de Miami, no un recién llegado. Rebotó la pelota contra la pared, hizo un extraño y Amescúa no la encontró en su camino y como si la esperara como contención para su impulso, no pudo evitar trompicarse y caer sobre la pista por la que deslizó su cuerpo sudado como si patinara. La masa de hombre se convirtió en una geografía de músculos en lucha, los que prolongaban el desliz y los que trataban de frenarlo y cuando el atleta detuvo su marcha y levantó un brazo como saliendo del pozo de su impotencia, Voltaire creyó ver una escultura en movimiento y exclamó en voz baja tres veces, hombrón, hombrón, hombrón que hueles a alcanfor, porque alguna vez en su vida había tenido junto a sí a un pelotari que olía a alcanfor. Si sus ojos se deleitaban con los movimientos de los jugadores, los oídos recibían la reverberación de los murmullos de los asistentes, las voces de pasmo o ánimo, la queja del frontón o el chillido truculento de la cinta metálica que denunciaba el límite del golpe fallido. Se ha acabado el partido y Voltaire sigue en su éxtasis del que sale para comentar con su vecino el resultado, pero su vecino es ese animal pesado que remonta las gradas en busca del bar y a su alrededor sólo hay espacios vacíos y corros que comentan los próximos partidos. Bajo su brazo está la negra carpeta que le reclama vigilar el tiempo. Dispone del suficiente para volver a casa, estudiar el informe y preparar el primer acto, esa llamada telefónica de la que dependerá el resto de la representación.
—¿Ya se va, Voltaire?
—Sólo he venido a descansar los ojos.
—A usted le descansa que otros se cansen.
—Eso será, Dantón, pero a ver si traéis a jugadores de verdad. Sólo me ha gustado Amescúa. ¿Es nuevo?
—Hace nueve años que no veo un partido, Voltaire. O se está en la puerta o se está dentro. No sé cómo jugará ese Amescúa, ni si le quedan fuerzas para jugar, porque siempre lleva colgadas cuatro o cinco viudas de ésas que llegan en autocar, desde el Fontaineblau, el Copacabana, el Sheraton. Creo que se gana más plata fuera de la pista que dentro. Deben jugar partidas de frontón en las suites de los hoteles, con las viudas. Ellos ponen las bolas y las viudas las manos.
Las carcajadas de Dantón le siguieron calle abajo, mientras reclamaba un taxi enfurecido por la zafiedad del portero. Conservó en su retina los movimientos de los jugadores, en sus oídos la sonoridad ahogada del frontón, en sus manos el tacto de la carpeta, no ya el de su superficie de plástico, sino el tacto de la vida, del movimiento pasado y futuro que llevaba dentro, como si la muchacha fuera una pequeña presencia que rebullía en su encierro provisional. Se sentía en tensión como un animal cazador y estaba a la vez alegre e inquieto, concentrado en la pieza teatral que iba a estrenar, escrita, dirigida e interpretada por él mismo, a partir de una rudimentaria idea inicial en la que había intervenido toda la Agencia. Como si llevara un secreto sagrado en su cuerpo y en su cerebro, se metió en el snack bar de Carmen por un pasillo humano especialmente abierto para él casi sin reparar en que Carmen reclamaba su atención desde detrás del mostrador.
—¿Ha visto a Olokun, don Voltaire?
—¿De qué me habla?
—Qué hombre tan olvidadizo, pues no me ha asustado el otro día con los santos africanos y ahora no me reconoce a Olokun, el dios que más miedo me da, Voltaire.
—No se puede ver a Olokun sin morir.
—Es que tiene usted carita de muerto, Voltaire, de muerto en éxtasis, pero de muerto.
—Vengo de hacer negocios.
—Pues buenos negocios serán.
—Muy buenos. Pronto prosperaré y me verás pasar ante la puerta de esta pocilga en un landó tirado por dos caballos.
—¿Qué es un landó, Voltaire?
—Un coche, un coche tirado por dos caballos, de esos coches que sólo llevan los príncipes. Me verás pasar en lo alto del coche como si fuera un mariscal haitiano, Carmen.
—¿Y no puede ser un mariscal cubano?
—Haitiano, haitiano, me gustan más los uniformes de los militares haitianos.
—¿-De qué negocio se trata, don Voltaire?
—Negra cotorrera, a ti te iba a decir yo mi secreto. Ponme un juguito de papaya.
Se lo puso, se lo bebió Voltaire a sorbos de jilguero, dejó un billete sobre el mostrador, no esperó el cambio y subió escaleras arriba hasta llegar a la puerta convertida en muro de maullidos en cuanto los gatos notaron la llave en la cerradura. Se le liaron entre las piernas como si fueran uno solo, como si todos juntos compusieran una serpiente, menos Dama Blanca, que le esperaba acomodada sobre el tapete de la mesa comedor. Buscó en el frigorífico la lata de la comida para las gatas y la repartió en los pocillos que marcaban los diferentes rincones de la habitación, reservando las cucharadas más llenas para el plato de cristal situado sobre la mesa del que comía Dama Blanca. Se sentó a la mesa, ante la carpeta abierta e hizo la primera lectura de las instrucciones. Luego repasó las fotografías morosamente, convocó la presencia física de Muriel Colbert, ante la que se interpuso la presencia y el roce de Dama Blanca pateando los folios y las fotografías.
—Cuidado, Dama Blanca, que aquí está nuestro futuro.
Iba a rechazar al gato, cuando lo pensó mejor y le dejó hacer mientras declamaba en honor de la mujer de la fotografía.
—Nada más verla he descubierto en usted la imagen de la eterna juventud del mundo. Sin personas como usted el mundo habría desaparecido hace tiempo y se lo hubiera merecido. En usted me reconozco a mí mismo, recupero a aquel jovenzuelo idealista que se apuntaba a todas las causas nobles del mundo. ¿Sandino? A Nicaragua, a luchar junto a Sandino. ¿La guerra de España? A España, a luchar junto a la República. ¿El fascismo internacional? A la Resistencia francesa, incluso llegué a estar en la yugoslava, para impedir el avance del fascismo. No pasarán. No pasarán. Y aparentemente no pasaron. Dígame una causa justa del universo, en los últimos cincuenta años y en todas ellas aparecerá el que le está hablando. Soy de la madera de los rebeldes eternos, como esos beneméritos yanquis que cuando tenían veinte años lucharon en España en la Brigada Lincoln y ahora, a los setenta o a los ochenta aún suscriben las luchas contra la agresión a Nicaragua. Y aquí, aquí mismo, en el centro del Imperio, desde las luchas de los puertorriqueños por la independencia, hasta los black panthers o el Ejército Simbiótico, siempre han contado conmigo. Por eso, desde esta estatura moral, la única que tiene un viejo tan chiquito como yo, lo puedo ayudar, hija mía, qué digo yo hija mía, si usted pudiera ser mi nieta, de no haber sacrificado en aras de la historia el derecho a tener una familia, una espléndida nieta como usted. ¿Qué tal, Dama Blanca? Reconoce que te he sorprendido. Reconoce que hay una cierta magia en todo lo que he dicho. Y luego le cogeré una mano, blandamente, pero transmitiendo el cariño de un anciano que ya no tiene ni siquiera tiempo para morir y le diré: ha seguido usted una estrella equivocada. La historia es tan injusta con sus mejores servidores que es preciso seleccionar muy meticulosamente los salvamentos del naufragio. Usted cree haber cogido a tiempo la memoria de un mártir, antes de que se la tragaran las aguas del océano del olvido, pero se ha equivocado de náufrago. ¿Qué tal? ¿No te parece un poco afectado? Es cierto, lo es, pero ella espera ese estilo afectado, es el estilo de mi tiempo. Quizá debería fingir una precisión basada en el dato, un estilo de reportaje. Anote esta fecha: 4 de marzo de 1941. Galíndez me confiesa que pasa información a la embajada americana. ¿Lugar? Un café de la calle Colón. ¿Hora? Las siete en punto de la tarde, lo recuerdo porque recuerdo todas mis catástrofes. No. Si quieres utilizar un estilo de reportaje, aquí te vas, aquí te pierdes con lo de las catástrofes. O un estilo u otro. Mal asunto los híbridos. En el primer estilo, Dama Blanca, me noto más cómodo, aunque tal vez sea sólo una cuestión de entonación. Si entono como si no hablara enjundiosamente, no parecerá que hable enjundiosamente. He de conseguir recitar a Shakespeare como si fuera un viejo alumno del Actor’s Studio, pero con la ternura hacia ella, hacia ella siempre, de un abuelo. He aquí los tres puntos cardinales: retórica, entonación natural y ternura de abuelo. Escucha, escucha Dama Blanca, a ver si ahora me sale más convincente, pero primero voy a cenar algo, mens sana in corpore sano.
Sacó del frigorífico pedazos de apio, zanahoria, tomate, media cebolla. Lo depositó todo en el fondo de un vaso triturador, añadió una cucharada de sal de apio y conectó el aparato. Mientras se licuaba el contenido, cortó un pedazo de queso fresco y lo puso sobre un plato, espolvoreando sobre él un pellizco de pimienta, hierbas aromáticas, regado todo con un hilillo de aceite. Paró la máquina, se llenó un vaso con el contenido y montó la mesa con manteles y cubierta para dejar entre los dos alabarderos de acero inoxidable, el desolado plato y el vaso lleno de un líquido tornasol. Comía queso y bebía zumo, previo el trámite de limpiarse los labios con una servilleta limpia. Cuando acabó la cena se preparó una infusión de hojas de menta, raíz de valeriana, hojas de naranjo, flores de tila, de manzanilla y se bebió dos tazas edulcoradas con miel.
—En paz con el cuerpo, amigas mías, he de comunicaros que hoy ha sido un gran día para todos nosotros. Nuestro futuro está asegurado. Podemos envejecer tranquilamente, sin miedo a la crueldad con la que suelen terminar las vidas de los hombres y los gatos abandonados. Aunque hay que procurar que no crezca la colonia, por lo que me veré obligado, Dama Blanca, a castrarte, por tu bien. Mas no temas. No lo hará un veterinario cualquiera. Me han hablado de un veterinario de Tampa a cuya puerta hacen cola los animales más distinguidos de Florida. Inútil es deciros, porque os conozco, que administréis sabiamente el bien que os pertenece. Os sé ansiosas, pero alguien tienen que conservar la lucidez en esta familia y ese alguien seré yo. Continuaré alimentándoos con productos Crispps y sólo en ocasiones singulares os compraré pescado fresco y no a todas, porque algunas de vosotras no sabéis ya paladear nada que no sea esos alimentos que los hombres han hecho para vosotras, sin que nadie les haya visto probarlos a ellos. Pero es que sois así, así sois y no voy a ser yo quien cambie vuestros gustos.
Recogió platos, tazas y el vaso y sobre la recuperada desnudez de la mesa, sólo habitada por el tapete y por Dama Blanca, volvió a abrir la carpeta, a escrutar los rasgos de Muriel y a preguntarse, como todas las noches, si era normal que se quedara dormido sobre todo cuando se acodaba sobre la mesa, bajo la hipnosis de la campana de luz que descendía de la lámpara cenital. Trató de levantarse y forzar su desvelo conectando la televisión, pero ya era tarde y le pudo el sueño del que salió minutos después con sobresalto. Se había cerrado la noche sobre las vegetaciones del patio interior y consultó el reloj. Suspiró aliviado, aún le quedaba media hora para preparar la llamada y la dedicó a dar vueltas alrededor de la mesa recitando su prevista intervención y ante una duda corrió hacia las estanterías de sus enciclopedias: «… el tres de octubre de 1968, Belaunde Terry fue depuesto por un golpe militar dirigido por el general Velasco Alvarado, el cual, tras disolver la Asamblea Nacional, puso en marcha un régimen militar de carácter nacionalista y reformista». Tres de octubre de 1968. Tres de octubre de 1968. Tres de octubre de 1968. «¿Qué hacía usted el 3 de octubre de 1968, señorita? No es una pregunta gratuita. Yo volaba hacia Lima, Perú, nada más enterarme de que Velasco Alvarado había dado un golpe progresista, que abriría las puertas a la regeneración revolucionaria del continente americano. Allí estaba yo, como siempre y así colaboré con el general hasta que fue desbordado por los acontecimientos. Aún conservo una carta entrañable del general. Mírela, se la dejo leer a usted y aquí en Miami no se la puedo dejar leer a nadie». A continuación fue al dormitorio y del fondo de uno de los cajones de la mesa de noche sacó un hato de papeles envejecidos. Los comprobó uno a uno hasta suspirar aliviado. Sí, allí estaba la carta de Velasco Alvarado. Pero el reloj ya le marcaba urgencias. Debía llamar a Santo Domingo, hotel Sheraton. Teléfono (809) 685-5151.