De pronto has recuperado esa penumbra amarilla del trópico pobre, de noche, Panamá, hace demasiados años. Ahí la tienes, en cuanto salgas de la isla luminosa del Sheraton y busques la línea del mar en este barrio indefinido de casas que parecen abandonadas sin estarlo. A veces se imponen las luces poderosas de las pantallas de televisión, pero predominan esas bombillas mortecinas de luminosidad amarilla o esos neones nerviosos, diríase que envejecidos. Oscurecidas las pieles oscuras, abaratadas las texturas de los vestidos y los cuerpos, hasta la vegetación parece empobrecida por la noche, como si fuera una vegetación de segunda mano para un trópico que no llega a la plenitud del mejor color. Santo Domingo. Desde la ventana de la habitación puedes elegir el ascua de luz de la piscina iluminada en torno de la que circula como una serpiente la colonia de gringos maltratados por el sol y los daiquiris, pajizos, encendidos, amorfos, tu gente, y más allá el color real de la noche que sube. Hasta aquí no te llega ni el olor a la barbacoa, ni el de las vegetaciones macilentas en los jardines de hotelitos mortecinos ni la vegetación lujosa del Jaragua, para yanquis más isleños que los dominicanos. Le he montado un pequeño encuentro con intelectuales locales, algunos conocieron a Galíndez, aunque trataron de olvidarlo después y ahora yo se lo he recordado. A José Israel Cuello le regocija el escalofrío que ha provocado tu llegada a Santo Domingo. Ha telefoneado a más de cuatro y todos tenían algo mejor que hacer, por ejemplo, no venir. José Israel es un caribeño moreno y chaparro, con los ojos grandes y negros y una ironía que se le derrama por toda la cara parapetada por un mostacho canoso.
—Don Gabriel, qué bueno que le encontré, don Gabriel. ¿Qué tal la salud? Eso es bueno. Le veo a usted otra vez peleón, que le leí un articulito muy duro contra quien yo me sé, y usted también y le comenté a mi mujer, Lourdes, don Gabriel vuelve a estar peleón. Quien tuvo retuvo. Eso es. Favor que me hace. Le llamaba pues para saludarle, felicitarle y comunicarle que acaba de llegar una científica norteamericana en viaje de estudios, de investigación de la etapa dominicana de Galíndez. ¿No sabe usted a qué Galíndez me refiero?
Tapa José Israel el micrófono y guiña el ojo hacia ti y su mujer.
—Será pendejo. Le recuerdo el caso Galíndez, el vasco, usted estaba en la Procuradoría cuando lo secuestraron. Ahora recuerda. Eso es. Eso es, don Gabriel. No se acalore que yo nada presupongo, yo no voy por la vida con presupuestos, don Gabriel, y sólo hago de intermediario entre la señorita y los que quieran ayudarla a hacer su trabajo. Pues si no puede ser, no puede ser, don Gabriel. Comprendo que sea un problema de memoria. Muchos saludos a doña Consuelo. De su parte.
Lourdes y José Israel conspiran sobre pasadas y próximas llamadas, te aseguran que luego sí vendrá gente y alguna muy sabrosa, insiste Cuello con los ojos abiertos a todo lo que él ya ve y tú aún no. Le recuerdas en la descripción que de él hace Manuel de Jesús Javier García en «Mis veinte años en el Palacio Nacional junto a Trujillo y otros gobernantes dominicanos». Glosa la explosión de bombas a comienzos de 1960, en el seno de una campaña de protesta lanzada por el clandestino Movimiento Revolucionario 14 de junio. El dictador ha liberado a algunos de sus responsables y les convoca ante su presencia en el palacio presidencial, «… fue recibiéndoles en grupos pequeños para leerles la cartilla; dejaban de conspirar o les iba a partir el pescuezo. En el fondo fue esto lo que dijo aunque duró poco la expresión. En la primera reunión con los conjurados lo que más exasperó su ánimo fue la expresión burlona y desafiante de José Israel Cuello Hernández, un inquieto estudiante de ingeniería y arquitectura que aún no había cumplido los veinte años, y de la doctora Asela Morel, uno de los médicos jóvenes más notables de la época. ¿Ustedes se fijaron —dijo Trujillo en tono colérico dirigiéndose a sus acompañantes— la forma en que estaba ese par de sinvergüenzas? El carajito ése del hijo de Antonio Cuello, fabricante de bombas y agitador belicoso, lo más sonriente y burlón como quien ha hecho una gran hazaña. Se ha salvado por ser hijo de quien es. Antonio Cuello, uno de los hombres más íntegros y respetables del país. Por eso lo aprecio y lo distingo». Más de veinte años después, José Israel Cuello en persona conserva la sorna en la mirada y la emplea para decirte que todo eso es casi una leyenda. «Yo no recuerdo muy bien si sonreía, lo dudo, porque la procesión iba por dentro y con aquel carajón te la jugabas. Cuando bajábamos las escaleras en el palacio notabas las miradas de Trujillo y sus gorilas clavadas en el cogote, no hacía falta volverse para notarle el acecho. Mi padre me iba diciendo en voz baja, tranquilo, tranquilo y me cogía del brazo como para que no me traicionara con un gesto que pusiera nerviosa la mirada de Trujillo, allí arriba, en lo alto de la escalera. Pero ahora todo el mundo se inventa secretas resistencias contra Trujillo y en aquellos años muy pocos se atrevían a plantarle cara al viejo, ni siquiera en el año sesenta, cuando ya estaba en plena decadencia y quizá condenado a muerte sin saberlo. O sí, sí lo sabía». Y se ha guardado para sí el secreto de su afirmación mientras insistía en las convocatorias telefónicas. «¿Don Ariel Liñán? ¿Qué es de su vida, compadre? Le prometo que será lo primerito que haré, en cuanto me lleve, que le tengo curiosidad yo a cuanto usted ha dicho. Pero le llamaba don Ariel porque ha llegado a Santo Domingo una importante profesora americana…». Te ha ascendido, ni eres importante, ni ya eres profesora, pero Cuello y Lourdes te van metiendo en el zurrón supervivientes de los años de Galíndez, gentes que pueden poner música de merengue en Santo Domingo a tus letras austeras y severas, todavía encerradas en su contorno de fichas. Pero el que más podría hablar, concluye Israel cuando ya tiene el zurrón lleno, es Balaguer, es el que más sabe, sí, Balaguer, el presidente. Nos hemos tomado la libertad de pedirle una audiencia en su nombre, el no ya lo tenemos. Se te han abierto los ojos tanto como los de José Israel. ¿Cómo es posible que Balaguer te reciba, uno de los encubridores más directos del secuestro y el asesinato de Galíndez? ¿El hombre que ordenó destruir los archivos del trujillismo, especialmente los del Servicio de Inteligencia Militar? ¿Acaso no era secretario de Estado para la Presidencia, es decir, un directísimo colaborador de Trujillo cuando se produjo el secuestro de Galíndez? ¿Ignora usted que a fines de 1956, cuando estaba en alza la campaña norteamericana de denuncia contra Trujillo por la desaparición de Galíndez, Balaguer acusó de falsedad al mismísimo New York Times y le reprochó que se preocupara por un vasco comunista que había ordenado ejecutar a once obispos, once, durante la guerra de España? ¿Sabe usted cómo llega a calificar Balaguer a Galíndez? «Galíndez era personalmente un bandido y políticamente un comunista». Así lo transcribió el diario El Caribe el 31 de mayo de 1956. Has utilizado nerviosamente las fichas más dominicanas, que salen de tu bolso casi al mismo tiempo que las palabras de tu boca. Tal vez hayas impresionado a Lourdes, aunque parece atareada con los preparativos de la cena que seguirá al encuentro, pero no a Cuello, es difícil impresionar a este hombre que ha sido secretario general del PC en unos tiempos en que con ello se jugaba la vida, en contacto con el coronel Caamaño exilado en Cuba y que ahora te ha declarado de buenas a primeras su escepticismo. Si la ayudo es porque me gusta que una gringa se apropie de una memoria que no le pertenece, pero nadie va a hacer justicia. ¿Qué quiere decir hacer justicia treinta años después? Sin contestar directamente a tu diatriba contra Balaguer, Cuello se ha limitado a rebuscar un libro en la estantería de su despacho y te ha dejado sobre la mesa La palabra encadenada de Balaguer. El señor presidente también escribe, no es Vargas Llosa, pero también escribe y achica los ojos para buscar una página al parecer hecha a tu medida. Fíjese, fíjese con qué asepsia menciona a Galíndez de pasada, como si fuera un apéndice del caso De la Maza y aun ni siquiera se compromete él sancionando los hechos, los deja en boca de Trujillo cuando se le queja amargamente de la conjura internacional contra su persona. Galíndez le aprieta el zapato y el pescuezo al señor presidente, no sé si por lo que hizo o por lo que no hizo. Pero ¿quién hizo algo realmente contra Trujillo? Los muertos. Se pregunta y se contesta José Israel Cuello. Allí están los muertos en las páginas de Balaguer que lees con avidez en busca de un pronunciamiento, por pequeño que sea sobre Galíndez. Nada. Casi nada. Es Trujillo el que habla de Galíndez como «… un refugiado español que hasta el día en que salió voluntariamente de este país gozó sin reservas de la hospitalidad dominicana. ¿Pero qué tiene que ver este gobierno con un crimen realizado en un país extranjero, y en un país donde todos los días desaparecen centenares de personas sin que a nadie se le ocurra convertir el caso de ninguna de ellas en un problema internacional?». Discretamente, Balaguer deja a Galíndez en boca de Trujillo, sólo de Trujillo, y él en cambio se ceba con el dictador denunciando su doblez, capaz de sorprenderse en público de crímenes que ha ordenado en privado. Cuando asesinó a las tres hermanas Mirabal fingiendo un accidente en la carretera, Luperón, días después, hizo detener su propio coche en el lugar y comentó a su acompañante: «Aquí fue donde murieron las hermanas Mirabal. Que Dios las tenga en su gloria». Cuando para tapar la muerte de Galíndez mata a Murphy y para tapar la de Murphy hace ahorcar a Octavio de la Maza, y hasta su adorado hijo Ramfis cree en su complicidad en el asesinato de su compañero de juergas, Trujillo convoca a su corte y al propio Ramfis y se saca de encima a empellones la sombra del ahorcado: «¿Qué interés podría tener el gobierno en disponer de la vida de uno de sus más fieles pilotos?». Mientras tanto los correveidiles del Benefactor propagaban por Ciudad Trujillo que De la Maza había asesinado a Murphy indignado por sus requerimientos homosexuales y que después se había suicidado abrumado por la culpa. Balaguer testimonia sobre el refinamiento progresivo del matarife. «El día antes de suprimir al licenciado Diógenes del Orbe, lo designó procurador general de la Vega. Matrero Aristy fue asesinado por los esbirros de Johnny Abbes García horas después de que Trujillo lo recibiera en su despacho de palacio para ratificarle su confianza. En la tarde del crimen, a una hora en que ya Marrero había sido seguramente arrojado por el precipicio en que su cadáver fue hallado junto al de su chofér, Trujillo entró en mi despacho para preguntarme por la víctima. Luego hizo la misma pregunta al periodista colombiano Osorio Lisarazo, quien trabajaba en una habitación inmediata a la mía en la segunda planta del Palacio Nacional, en ambas ocasiones se mostró sorprendido de que el secretario Marrero, quien despachaba sobre materias publicitarias durante las horas de la tarde en una oficina situada en la misma ala del Palacio, no hubiera asistido a sus labores ni hubiera llamado para justificar su ausencia. Al día siguiente, mientras almorzábamos con Trujillo en el comedor de la tercera planta, sonó el teléfono y el coronel Luis Rafael Trujillo se levantó de la mesa para recibir la llamada. Cuando volvió al comedor anunció escuetamente que Marrero había sido hallado muerto en el camino de Constanza. La noticia fue recibida en medio de un silencio sombrío. Trujillo comentó poco después el hecho con las siguientes palabras: ¡Qué accidente tan raro! ¿Qué andaría buscando Marrero por Constanza?». Se te escapa una carcajada y a Cuello le gusta que te rías. ¿Qué se le va a hacer, vamos a ponernos a llorar? Lourdes tenía que ir a televisión para su programa sobre pautas, usos y costumbres del lenguaje y te ofrece salir ante las cámaras como reclamo de tu investigación. «La verá mucha gente, igual se desatan los recuerdos y las lenguas». Te ha llevado en su coche, sin perder jamás su sonrisa ni amable compostura criolla. Te habla de años de lucha, cuando José Israel estaba metido en un montón de cosas en las que podía perder la cabeza. Ahora somos observadores. No, no son los años. Es todo lo que hemos aprendido. La política en estas tierras puede ser dramática, pero nunca pierde el carácter de espectáculo tropical. Y a continuación el espacio de divulgación gramatical de doña Lourdes Camilo de Cuello, buenas mañanitas, Lourdes. ¿De qué va a ir hoy? De diminutivos precisamente. Pues qué bien, con lo que me gustan a mí los diminutivos. Advertimos a nuestros queridos telespectadores que de la mano de doña Lourdes, contamos hoy con la presencia de una eminente investigadora científica norteamericana que ha llegado a Santo Domingo para estudiar, cómo no, pero no para estudiar cualquier cosa, sino para investigar nada más y nada menos que la vida de un desaparecido, de un desaparecido español en misteriosas circunstancias, allá por los años del trujillato. Casi nada. De momento, les dejo con la excelente compañía de doña Lourdes Camilo de Cuello. Lourdes ha recordado un encuentro con alguien en el transcurso de una Feria del Libro de Frankfurt… «… una joven dominicana casada con un alemán, llena de optimismo y deseosa de saber todo lo que pasa en el país. Gina Cucurrullo es su nombre, autora de un estudio sobre museos y sus usos educativos. Tanto ella como Magaly de Kampur, agregada cultural de nuestra embajada en Bonn, estuvieron compartiendo con nosotros en el pabellón de República Dominicana, trabajando con nosotros todo un día. De repente Gina me recordaba cómo hablaban los personajes de algunas de nuestras novelas. Y al recordarlos se lamentaba de pasar mucho tiempo sin oír nuestras expresiones. Le hacía falta nuestro propio vocabulario. Ello me trajo a la memoria ese maravilloso libro que escribiera don Ramón Emilio Jiménez, El lenguaje dominicano. Lo tengo en su edición de 1941. ¿Usamos los diminutivos de forma particular? Veamos qué nos dice don Ramón Emilio. Asegura que el sufijo más utilizado por nosotros para formar diminutivos es ito, dándole al nombre o al adjetivo connotaciones diferentes. Nuestro “viejito” suele expresar, además, cariño; o “ahorita” dentro de un momento o hace un momento. Y nuestro “cafecito”, al cual le damos un toque de afecto, sensualidad y sonoridad con el diminutivo, no importa que lo tomemos en taza grande. De igual manera resulta “un regalito”, “un dulcito” o “mi negrito”. O aquello de “Está vivito y coleando” o la respuesta a “¿Y ya no bebe?”, “Él se tira todavía su traguito”. Pero también puede expresar aumento. Cuando una cosa es muy negra decimos “negrecita”. O un camino “derechito”. Damos un “paseíto” o tomamos un “vinito”, no importa la cantidad. Dice don Ramón Emilio que llegamos a poetizar hasta el nombre de la Virgen de la Altagracia, a quien llamamos “La chiquitica de Higüey”, con gran cariño, fe y esperanza en ella. Pues qué bueno que esté entre nosotros esta ilustre profesora y denos ahora un resumen chiquitito sobre el motivo de su viaje a Santo Domingo». Mientras tú te esforzabas en hacer un resumen de la vida y escasos milagros de Jesús Galíndez, la curiosidad de la presentadora iba en aumento, qué bien, la historia de Galíndez no le suena a guerra del Peloponeso, pero ha sido una falsa impresión, porque al final, cuando se han apagado los focos y has dejado de estar «en pantalla», te ha preguntado muy interesada por la marca de perfume que usas. «Huele buenecito, buenecito». Mientras José Israel ultima la puesta en escena de esta tarde, Lourdes te invita a comer en un restaurante de la zona colonial, a pocos metros del Alcázar de Colón, de la luminosidad dorada de los restos de una monumentalidad de la conquista. En la penumbra refrescante del comedor, mientras desmigas más que comes un pescado con coco, Lourdes te ultima el retrato político de la isla. Balaguer será la continuidad hasta que se muera. El viejo galápago ni hace ni deja hacer, pero tal vez sea eso lo que la gente prefiera, mientras los progresistas se dividen y despedazan, ahora de palabra, y la izquierda padece la misma falta de modelos que en cualquier otro lugar de la tierra. Quién lo iba a decir. Los yanquis vigilan de cerca esta reserva turística que jamás ha sustituido en su querencia a lo que representó Cuba hasta la llegada del castrismo. Vienen a desintoxicarse de abundancia en las playas del norte y del nordeste, consumiendo el excedente sensorial de estas tierras y estas gentes. Lourdes te habla como si tú no fueras una yanqui y no sabes si agradecérselo o deprimirte. ¿Qué eres tú? ¿Qué cultura te cobija? ¿A la sombra de qué memoria colectiva crece tu memoria rota, balance ya de una juventud insuficiente? Tu marido abandonado o abandonante es casi un resto de naufragio, de museo interior. Tu amante chileno exiladísimo está en la sala de antropología sentimental de ese museo, como tu familia mormona y sólo tu padre, tu terrible padre figura en una sala aparte a la que acudes de vez en cuando para quedarte triste o perpleja o echarte a reír por tantas tonterías que llegaron a ser cadenas de tu vida. Cuando sales del museo de tu vida insuficiente, entras en la Biblioteca Galíndez y ni siquiera el esfuerzo sobre este puzzle te llevará a la reencarnación de tu deseo profundo. Lo más que conseguirás será imaginarle hasta las últimas consecuencias de la imaginación, calcar su vida con una rebelde tinta simpática que aparece y desaparece y te recuerda que eres una intrusa en la vida de Galíndez o en la historia de España, de los vascos, de Santo Domingo. Haga una siesta, de lo contrario llegará deshecha a la noche y José Israel suele montar escenificaciones muy intensas. Le dices que prefieres callejear a pesar del calor, que no es peor que el de Madrid en agosto y te deja discretamente sola después de haberte insinuado que estaba a tu disposición como guía sin que te dieras por aludida. Calle El Conde arriba, calle El Conde abajo, tus pies buscan sobre el desigual empedrado de las aceras las huellas que Galíndez dejó en sus paseos entre colores y olores parecidos, agigantados por su nariz de europeo fugitivo y por la virginidad de los trópicos en los años cuarenta. O tal vez te condiciona la rememoración de todas las películas que tus paisanos han hecho a costa del typical caribeño: Tener o no tener. ¿Por qué a veces la imagen de Humphrey Bogart se te superpone sobre la de Galíndez? ¿Hasta qué punto no te estarás contando una película? Luego en Lovatón 8 escrutas la fachada del chalet que parapetó buena parte de su vida en Santo Domingo y recibes un mensaje telúrico de desarraigo, se apodera de ti una voluntad de huida unida a la sensación de estar de paso que supones fue la vivencia dominante en Jesús Galíndez mientras estuvo en esta ciudad. Pero él llevaba el País Vasco en el cerebro y tú ni siquiera llevas la piel de tu último amante, Ricardo, pobre Ricardo, seducido y abandonado. El taxista te deja en la esquina ahora casi desierta de algunos de los encuentros de Galíndez con su contacto del espionaje yanqui y sólo hay una negra columpiándose en un balancín, viendo sin ver, acumulando imágenes sin clasificarlas, a diferencia de ti, constantemente aplicada a clasificar lo que ves, lo que sabes, lo que sientes, como si todo lo redujeras a fichas del espíritu. Hay un contraste entre lo rutinario de este viaje, una fase más de una larga investigación, y la sensación que tienes de estar dando un salto hacia una orilla desconocida, tal vez sea la angustia por lo que pueda pasar con la beca, las amenazas que te ha transcrito Norman, pobre Norman, siempre tendrá alma de animal doméstico, aunque se disfrace de Supermán media hora del día, como si fuera media hora de gimnasia sueca para envejecer con dignidad, media hora de imaginación crítica, de memoria o de deseo crítico, sólo media hora, una terapia para seguir siendo animal doméstico. Al menos tú no has sido un animal doméstico. En aquel viejo Santo Domingo, Galíndez debía recibir de las inmediatas piedras de la iglesia de Altagracia o del hospital de San Nicolás de Bari, la impresión de pasado monumental desnudo en la iglesia, arruinado en el hospital, una arqueología bajo la amenaza de la venganza del trópico contra las piedras demasiado rotundas. Calle Lovatón abajo hacia el Panteón Nacional o calle Lovatón arriba, hacia la iglesia de las Mercedes. Son edificios hermosos pero exilados en el tráfico, con los que Galíndez debió establecer una especial relación de afecto. El sol se ceba cruelmente contra las fachadas rebozadas de blanco de las calles que conducen al Alcázar y un sudor pegajoso y salado te empapa hasta detenerte y ansiar el aire acondicionado del Sheraton. A los yanquis siempre os queda el recurso de volver al Sheraton o al Hilton. En todas partes se ha construido algún refugio contra la realidad al que podáis volver, al que vuelves sobre la parsimonia de un taxi de cuya radio sale una canción de El Puma. Se eterniza el recorrido, la espera del ascensor, la longitud del pasillo y te zambulles en la atmósfera prefabricada de tu habitación como el náufrago del desierto cuando llega al oasis. Te has despellejado de tu ropa sudada y te has palpado desnuda y húmeda, extrañamente fría, con la recia piel de pelirroja humillada por la humedad del trópico. Sobre la cama, tan larga como eres, ¡qué larga eres!, se quejaba Ricardo, te acaricias como si fueras tu mejor amiga, pero no lo eres. Te has despertado dos horas después con la angustia enquistada de llegar tarde a alguna parte, pero el reloj te ha dado tiempo, mucho tiempo para ponerte el biquini, bajar a la piscina y practicar los cuatro estilos como si estuvieras examinándote de natación escolar. Te persiguen algunas miradas oscuras de hombres oscuros y macizos y de mujeres oscuras y gordas y en cambio la mayoría gringa que se baña en las cojas de sus combinados afrutados apenas si repara en ti. Para ellos eres un punto más en la retícula de su propio turismo y desconocen tu apuesta con la vida y la muerte de un hombre que carece lasta de sepultura. Es entonces cuando comprendes la razón de ser de tu largo viaje, ese secreto casi exclusivo, que sólo compartes funcionalmente, como si Galíndez a veces fuera un oso de peluche, un animal sintético, compañero de cama al que agarrarse ruando llegan los sueños o las pesadillas. Atardece y estás en paz con el calor de tu piel y el frío de tus pensamientos. Te pones sobre el cuerpo desnudo un vestido de una pieza, color malva, que te ciñes a la cintura con un cordón dorado y calzas sandalias doradas para pisar las aceras interiores del Sheraton en busca de la línea del mar y de las exposiciones callejeras de los pintores haitianos, la única emigración que Santo Domingo ha aceptado siempre de la vecina Haití porque la ha convertido en un reclamo turístico. Las pinturas se amontonan y se valoran según las firmas y los tamaños y la cantidad de materia plástica que han requerido las acumulaciones de vegetación, frutas, animales y negros que recorren senderos cárdenos entre selvas claras. Ni un blanco, ni siquiera en un rincón del cuadro. Para los pintores naïfs haitianos, los blancos sólo son compradores de sus cuadros, nunca protagonistas de su pintura ritualista. Le regalarás uno a Ricardo. ¿Cuándo se lo darás? ¿Volverás a España? Si alguna vez volvieras, buscarías el refugio de los Migueloa, el bosque modificado, o la estela sonora de la canción de Laboa. No, no debe asustarte el invierno, aunque ahora sea verano, porque el presente permanece en el futuro, como una cadena, como una cadena quieta, y tampoco deben asustarte los futuros fríos, al amanecer, los campos encharcados, cuando todo parece una naturaleza sin vida, porque el corazón conserva la luz de los soles que se fueron y en los ojos permanecen los recuerdos del pasado, tampoco debe asustarte la muerte porque los sarmientos traerán el vino nuevo y nuestro presente asentará el mañana de los otros. Ya tienes motivos para llorar por dentro, pero aún te provocas más llanto con la última estrofa, no me entristece recoger las últimas flores del jardín, el andar sin aliento más allá de todo límite, buscando una razón, el humillar todos los sentidos a la luz del atardecer, ya que la muerte trae consigo un sueño que apaciguará los sueños para siempre. José Israel Cuello te sorprende ante el helado de leche de guanábana y un vaso de bourbon alargado por el hielo y el agua. ¿Ya empieza a entonarse? La noche es larga. Lourdes nos espera en el Instituto Dominicano de Cultura Hispánica, haremos el acto en el jardín y luego tenemos una cena en casa. Prepárese a creer sólo la mitad de lo que le digan, he convocado a gente interesante, pero también a algunos galápagos del trujillismo pasados al balaguerismo. Te recita una lista de convocados y aceptantes en la que te suena el nombre de Palazón. ¿No colaboró con Galíndez en su etapa de asesor jurídico laboral? Sí. Era un joven revolucionario que luego renegó de su revolucionarismo y se pasó a Trujillo. Con los años se ha quedado en el famoso justo término medio. Luego, ya de vuelta al hotel recuperarás tus papeles «dominicanos» para encontrar la fotocopia de un artículo de Palazón publicado a raíz de la desaparición de Galíndez e intencionadamente enviado por Sánchez Bella al director general de Política Exterior. Galíndez, el católico sin escapulario. Su labor de corrupción política en nuestro medio. Por José Miguel Palazón. «Se cuenta que el doctor Antonio Román Durán, comunista español que decía ser médico psiquiatra, cuando se disponía a abandonar la República Dominicana, en busca de climas políticos más gratos a su sensibilidad marxista, le dijo con una sonrisa de esperanza al “camarada” José Antonio Bonilla Atiles: “Nos vamos; pero la semilla está prendida.”
»Román Durán y Bonilla Atiles se encontraron luego en Guatemala, en donde aquella “semilla” ofrecía con prodigalidad su fruto agrio de discordias sociales y de perturbaciones interamericanas. Al estrecharse las manos burguesas con pretensiones proletarias, como agentes del mismo gobierno comunista que entonces dolía a la notable tierra del Quetzal, tuvieron que celebrar, complacidos, la frase con que secretamente sellaron su despedida en Ciudad Trujillo.
»La frase, desgraciadamente, tenía su carga de trágica certidumbre: la semilla comunista estaba prendida.
»Cuando el oleaje de la tormenta española arrojó hasta nuestras playas la inmigración de refugiados españoles era justo pensar que éstos pagarían, si no con gratitud al menos con respeto y comedimiento, la hospitalidad que se les brindaba en su hora más aciaga.
»Con las honrosas excepciones de los españoles que con cariño y respeto recíprocos convivieron con nosotros, algunos de los cuales han permanecido confundidos armónicamente con el pueblo dominicano, la resaca española nos dejó lo peor: políticos, comunistas y anarquistas, a quienes la tragedia emponzoñó viejos odios y rencores.
»Los comunistas vinieron directamente a lo suyo. En París, antes de marchar hacia la República Dominicana, recibieron las últimas consignas de la Tercera Internacional Comunista.
»Unos, obreros y agricultores para el mejor cumplimiento de las instrucciones secretas, marcharon hacia el este de la República, y se establecieron en la colonia agrícola de Pedro Sánchez, sabedores de antemano de que en la zona oriental existían grandes asentamientos de trabajadores en factorías azucareras. Bajo la pantalla de una labor artística y cultural, cumplieron su cometido. Estudiantes como Roberto McCabe Aristy y Dato Pagán Perdomo y obreros como Justino José del Orbe, quedaron envenenados para siempre por el virus marxista que les fue inyectado entonces.
»Otros, los llamados intelectuales, lograron filtrarse en nuestra secular universidad. Su misión era sencilla en apariencia; de complicados y nefastos resultados en sus previsibles consecuencias: catequizar en el dogma del marxismo a jóvenes estudiantes universitarios.
»Penoso es tener que confesar que en su tarea antidominicana y criminal, los comunistas españoles encontraron la complicidad secreta de un traidor dominicano: J. A. Bonilla Atiles, quien en su culpable duplicidad política —loas y alabanzas a Trujillo en la prensa y en la tribuna, en una fase pública de su actividad; y en la secreta, cenagoso contubernio con los enemigos de la patria, la religión y el hogar dominicanos— encontró el auxilio de un joven catedrático, el doctor Moisés Bienvenido Soto Martínez, pariente y protegido suyo, quien después de realizar su labor, embarcó hacia Puerto Rico, y participó luego en la trama de Cayo Confites.
»Entre esos falsos intelectuales españoles se encontraba Jesús Galíndez o Jesús de Galíndez, como se hizo llamar luego en los Estados Unidos de América; pero a quien por su constante histrionismo y por su afán exhibicionista, el humor público bautizó con el remoquete de “payaso vasco”.
»Arribó Galíndez a tierra dominicana, sin más equipaje ni recursos, que el traje sucio y deshilachado que mal cubría su cuerpo.
»Encontró en tierra dominicana, lo mismo que los demás refugiados españoles, que por mor de los generosos y ecuménicos sentimientos del generalísimo Trujillo fueron abrigados por nuestra hospitalidad, todo cuanto un ser humano podía desear para reconstruir su rota existencia, para que renaciera en su espíritu la perdida alegría de vivir: pan, techo, cariño, consideraciones, sentido de la importancia personal.
»Agradeció todo esto Galíndez, con la gratitud que es típica en los comunistas.
»Jesús Galíndez llevaba su propia autobiografía a cuestas. Aquéllos que le conocimos —de esto podemos ofrecer fidelísimo testimonio cuantos entonces frecuentábamos círculos universitarios e intelectuales— llegamos a sentir que la presencia de Galíndez se hacía cada vez más intolerable por su vanidad desbridada, por su yoísmo narcisista, por su megalomanía que no sabíamos si derivaba de un concepto totalmente equivocado de sí mismo, o de una inferiorización —error de un espíritu desequilibrado— que hacía de aquellas personas que tuvimos el deshonor de conocerle y de tratarle.
»Galíndez se decía sencillo. Una sonrisa interior provocaba oírle hablar de sus hazañas en la guerra, apenas igualadas por las del Cid y don Pelayo. Claro, que de sus crímenes de comunista, entre los cuales se contaban los once mitrados que masacró en España, jamás dijo una palabra.
»Hablaba de su honestidad. Pues bien, de todos es sabido el fraude, que por unos cuantos pesos cometía, como autor principal junto con estudiantes mediocres, a quienes con la ayuda de diccionarios y de otros catedráticos, tan poco escrupulosos como él, les redactaba las tesis y seminarios que debían presentar en las Facultades de Filosofía y Letras y de Derecho.
»Alardeaba de su catolicismo fervoroso. Nadie jamás le vio con un escapulario en la mano, ni entrar en una iglesia, ni musitar una oración. En cambio, no sólo se hizo culpable de abominables crímenes en España en la persona de indefensos sacerdotes, sino que en nuestro medio arrancó criminalmente su fe religiosa a muchos jóvenes estudiantes, cuando inyectó en sus espíritus el virus marxista. Lo del catolicismo de Galíndez es una de las tantas añagazas de que se valen los comunistas para capitanear grupos y auparse a puestos directivos en asociaciones, a veces las más alejadas de toda militancia política.
»Los vascos son de sentimientos católicos. El que a sí mismo se había designado “Jefe del grupo vasco en la República Dominicana”, ¿cómo podía decir que lo era, si no proclamaba su catolicismo, tan falso como que tan sagrado sentimiento no puede coexistir con la doctrina satánica del comunismo?
»Por último, Galíndez se proclamaba con prosopopeya de colegial, “demócrata liberal”. ¡Un comunista!
»Personero del régimen imperialista más cruel y arbitrario de todo el planeta, Jesús Galíndez o Jesús de Galíndez, se presentaba como un hombre sencillo, honesto, católico y demócrata. Y sin embargo, en nuestro medio, dejó el rastro pestilente de su ideología marxista, negación de toda sencillez, de toda honestidad, de todo catolicismo y de toda democracia.
»En la Universidad de Santo Domingo cumplió Galíndez las consignas comunistas que trajo de París. Y las cumplió cabalmente.
»Jóvenes estudiantes como Francisco Alberto Henríquez Vázquez (a) Chito, Félix Servicio Ducoudray Mansfield, María Herminia Ornes Coiscou (Maricusa), Rafael Moore Garrido y otros, fueron fanatizados en el comunismo por el artero catedrático, que como “vasco, sencillo, honesto, católico y demócrata” podía pasar, sin que nadie sospechase ni confundiese, entre la gente decente de la República, que ingenuamente le hizo puesto a su lado.
»Dijimos que nadie jamás vio a Galíndez en una iglesia.
»Pero las autoridades dominicanas pudieron comprobar que era un asiduo concurrente a los conciliábulos secretos en los que el mal llamado “Partido Revolucionario Democrático Dominicano” y la alocada “Juventud Revolucionaria” fraguaban los planes terroristas más descabellados.
»Jesús Galíndez era el mentor de esos jóvenes, el corruptor de tanto espíritu virgen, perdido para siempre para el estudio y para el trabajo honesto, al conjuro del calor morboso del comunismo de un hombre que, llamándose a sí mismo representante del pueblo vasco, no mancilla, pero sí insulta una de las colectividades más rancias, nobles y virtuosas de Europa.
»Comunista, a Jesús Galíndez, en vez de amor y gratitud, odio le inspiró el pueblo que ha soldado su pensamiento y su acción al pensamiento y a la acción de su gran Líder, el generalísimo Trujillo, para construir una vibrante unidad de fuerza contra la cual se han estrellado y continuarán rompiéndose las embestidas del comunismo. Necesitaban a la República Dominicana, como base indispensable para convertir el Caribe en un lago soviético. Trujillo les hizo fracasar. Eso no lo perdonarán los comunistas, llámense Galíndez, Arciniegas u Ornes Coiscou.
»Por eso a los dominicanos nos tiene sin cuidado cuanto hayan dicho o puedan decir los comunistas en su lenguaje rastrero y libeloso. Por eso, porque son comunistas».
Cuando avanzabais hacia el Instituto Dominicano de Cultura Hispánica, este artículo era un impreciso montón de párrafos inconexos, para de pronto convertirse en la presencia exacta de su autor treinta años después. Es ese anciano pulcro y cortés que te han presentado en cuarto o quinto lugar, en el ambicioso zaguán de entrada del caserón colonial, entre otras presentaciones del criollismo cultural, familiares algunos de los Cuello, todos presentes en el quehacer intelectual y periodístico de Santo Domingo. Aquél es el pretendido hijo de Galíndez. Y tus ojos viajan a una velocidad superior a la normal para encontrar a un treintañero de mediana estatura, algo recio, ceremonioso y emocionada por este acto que va a dignificar la memoria de mi padre, pronuncian sus labios, aunque quizá no lo digan sus ojos. En el jardín, encajonado por los rotundos sillares de la casona, a la sombra inutilizada por la noche de las palmeras, se han dispuesto hileras de sillas plegables en las que van tomando asiento los convocados y sus abanicos. La noche y el calor están altos, lo compruebas cuando quieres superar tu razonamiento, sentada en la presidencia, junto a dos de los oradores, Cuello y una autoridad cultural local. A tu izquierda un pupitre aguarda futuras oratorias y a ti te toca empezar tras un breve preámbulo que te presenta como una empecinada defensora de la memoria de Galíndez, reclamo ante el que asiente la cabeza redonda y la mirada plana de su supuesto hijo. A ti te toca. Se apodera de ti el embarazo de un examen, la duda de que pueda interesarles lo que a ti te interesa, la sensación de que, salvo para los más viejos, Galíndez es una mínima sombra de las crueldades del trujillismo que sólo vivieron en la infancia o la adolescencia. Pero quizá haya sido la crueldad más exportada y poco a poco te serena y ratifica el interés que demuestran sus caras y te escuchas a ti misma casi creyendo en lo que dices. Omites nombres para no herir tal vez a algunos de los presentes, posibles colaboradores en la cacería, aunque fuera como ojeadores, o sus descendientes. La ética de la resistencia, concluyes, es algo más que una situación historificada. Es un principio, una actitud ante el poder, porque el poder es connaturalmente sospechoso y no digo esto como un eco del pensamiento anarquista, sino como una constatación empírica. Todo poder tiende a ensimismarse y a autolegitimarse desde ese ensimismamiento, aunque sea el poder democrático. Era una de las tesis preferidas de Norman, la primera que te inculcó y le gustó al público que aireó la noche con sus aplausos. Y Palazón te estrecha la mano efusivamente al tiempo que se levanta, deja que amainen los aplausos y va a su vez hacia el pupitre sobre el que dispone algunas cuartillas. Se calza las gafas, levanta el brazo derecho, retiene la respiración y finalmente irrumpe en el ámbito con una voz demasiado enérgica para sus setenta años cumplidos. Vengo a glosar la memoria de un hombre ejemplar, uno de aquellos españoles que vinieron a sembrar la semilla de la democracia que inútilmente habían tratado de cultivar en su propia patria. Y lo puedo hacer yo porque tuve el honor de conocer a aquel gran hombre, en mi condición de joven abogado que de alguna manera participó en las huelgas del azúcar de 1945 y que a la larga costarían la marcha de aquel gran vasco, Jesús de Galíndez. Trabajé a su lado y me transmitió la seriedad y la seguridad de un luchador histórico, de un luchador indesmayable, titánico, colosal… colosal… colosal… La voz de Palazón ha perdido fuerza. Su brazo corta la noche con menos brío, paulatinamente, hasta dejar de ser aspa y convertirse en garra aferrada al pupitre. También su otra mano se adhiere al pupitre mientras el cuerpo primero se arquea, reteniendo el aire, rompiendo la palabra colosal que sus labios ahora apenas musitan. Estás fascinada por el arranque y por este repliegue sobre sí mismo del viejo superviviente, pero de pronto captas que no es un recurso gestual, lingüístico lo que le encoge, le encorva sobre la mesa, porque el cuerpo empieza a ladearse hacia la izquierda y algo parecido a un estertor sale de sus labios, lo suficiente claro como para que te levantes y llegues a él a tiempo de frenar su derrumbamiento. No puedes con este cuerpo casi muerto y pides con los ojos ayuda, la voz no acude, la voz la tienes impedida bajo una capa de angustia. Otros brazos te ayudan a frenar la caída de Palazón y entre ellos y los tuyos le trasladáis a una silla, donde queda como un pelele roto, con la boca torcida y la mirada perdida en alguna galaxia que vosotros no veis. Hay más silencio que urgencia a su alrededor y cuando tú reclamas un médico, no hay excesivos apresuramientos, como si también esto hubiera estado previsto o fuera previsible. Pero alguien ha sido diligente para reclamar una ambulancia, mientras tus manos deshacen la corbata del viejo suavemente jadeante, le abren la camisa para verle una respiración entrecortada y adquiere sentido la palabra que repetidamente se pronuncia a tus espaldas. Una hemiplejía. La ambulancia llega con una lentitud tropical y sobre la camilla, el viejo Palazón es un animal herido y asustado que pide piedad a su propia biología. Pero no hay emociones solidarias entre los asistentes y una voz, una voz cuyo propietario no delimitas, declama. O ha sido la venganza de Trujillo o la de Galíndez. Incluso hay sonrisas leves en algunos rostros y cuando tú insinúas la necesidad de suspender el acto, ir al hospital, hacer algo que os permita salir de este escenario de vudú, recibes una amable denegación, sobre todo del segundo orador, de parecida edad a la de Palazón y más preocupado por lo que va a decir que por lo que acaba de pasar. Y mágicamente las gentes vuelven a sus sillas, la situación a su lógica, el orador a su ansiada proclama de fidelidad a la memoria de Galíndez, tú a la presidencia del acto, mientras la ambulancia atraviesa blanda la noche blanda transportando a un hombre que puede morir porque ha hecho trampas a su propia memoria. El orador está brillante, eficaz y cáustico y en ningún momento se refiere al reciente accidente. Tampoco hay excesivos comentarios cuando el público se convierte en gentes dialogantes que comentan el interés de tu trabajo y lo excesivamente olvidado que está Jesús Galíndez, aunque se le diera su nombre primero a una calle pequeña y luego a otra con más posibles en el ensanche Ozama. ¿Aún no la ha visitado? No he tenido tiempo, acabo de llegar. ¿Dispone de muchos días? Tendría que viajar por la isla, ir hacia las playas de Guayacanes y después subir hacia San Pedro de Macorís y La Romana o atravesarla en busca de la zona tabaquera. La frontera de Haití es muy hermosa y hay playas en el norte bien salvajes, que yo casi prefiero a las del oeste. Hay opiniones enfrentadas que os retienen y el último en reteneros es el hijo de Galíndez, esta vez sus manos están aún más calientes y sus ojos tratan de transmitirte una solidaridad hecha especialmente a la medida de tu propia solidaridad. Estoy emocionado por lo mucho que pelea usted por la memoria de mi padre. Te lo repite tres veces, mientras José Israel tira de ti cogiéndote suavemente por uno de los brazos. O nos vamos ahora o no nos vamos nunca, comenta aprovechando el despegue de Galíndez Jr. Lourdes ya está al volante del coche. Hay que pasar por el hospital, musita José Israel y no se añaden más comentarios hasta que tú los provocas. ¿Por qué la frialdad de la gente? ¿Por qué han tardado tanto en reaccionar ante el ataque? Aquí todos nos conocemos, Muriel, y quien más quien menos pensaba que era lógico que Palazón había tentado demasiado a su propio cerebro, mintiendo a Galíndez o mintiendo a Trujillo. Defiendes a Palazón como si hiera necesario defenderle. Ha tenido el valor de asumir su pasado y le constaba que todos los allí presentes lo conocían. Esto es cierto, asienten Lourdes y José Israel. Es en el hospital donde percibes por primera vez esta penumbra amarilla del trópico pobre, en contraste con el esplendor diurno bajo las luces más totales. En la puerta de urgencias merodean los parientes de Palazón, están tristes pero gentiles, gentileza que te sorprende porque te consideras indirectamente culpable de lo sucedido. Sigue estabilizado. Dentro de lo malo no parece ser lo peor. A estas edades, las emociones… Es un diálogo convencional de hospital, velatorio o entierro. Este hombre puede morir esta noche y no es el que más debe merecerlo. Los verdugos directos estarán a estas horas contemplando la televisión, unificados por otra misma penumbra amarilla y en cambio el que se ha roto es este viejo que ha vivido demasiado tiempo con dos verdades dentro, José Israel filosofaría luego camino de su casa. Se rompió, sí, se rompió y es que el acto a la vez le hacía ilusión y le ponía nervioso. Asumió demasiada responsabilidad al prestarse a pasar por este trago. Los Cuello viven en una casona colonial en la que os esperaban parte de los asistentes al encuentro y amigos y familiares que comentaban sus incidencias cuando habéis llegado. Hay cierta curiosidad por lo que le haya podido ocurrir a Palazón pero mucha más por preguntarte cosas de tu trabajo, de España y sorprenderse por lo bien que hablas español. En Santo Domingo siempre hemos estado muy preocupados por nuestra habla, te ha comentado un profesor de universidad, porque tenemos el complejo de haber reducido demasiado nuestro vocabulario. El doctor Antonio Zaglul, un brillante comentarista de temas dominicanos, sostenía que cualquier orador dominicano, por más inteligencia que tuviera, siempre producía la impresión de que las palabras se le habían perdido por el área de Broca, la parte del cerebro donde residen los centros del lenguaje. Usted puede adivinar la profesión de la persona que habla porque recurre al vocabulario de su especialidad, si es médico utilizará vocablos médicos y si es político, del sector de políticos intitulados e indocumentados, utilizará palabras a las que les faltan letras, de tan gastadas como están. Los comunistas tienen un diccionario marxista que no llega a diez páginas, ¿no es verdad, José Israel? Las derechas son más honestas, como no se atreven a hablar se dedican a palear, son paleros porque son sordomudos. José Israel sonríe y te va abriendo frentes de conversación y vino o ron o whisky o zumos frutales y tú pasas de una a otra conversación, de una a otra bebida hasta sentirte levitar en este espacio noble donde Lourdes y sus hijos, varones hechos a su imagen y semejanza, actúan de valedores de la sed y el apetito de aperitivo de los invitados. Algunos de los historiadores presentes se han acercado al tema Galíndez y se sorprenden cuando descubren que has leído trabajos como el de Miguel A. Vázquez, Jesús de Galíndez «el Vasco» o las investigaciones de Bernardo Vega sobre la migración española de 1939 y los inicios del marxismo-leninismo en la República Dominicana. Es el propio Bernardo Vega el que te pasa sus últimas compilaciones de correspondencia trujillista, para demostrarte cuánto afectaba al tirano todo lo que pudiera afectar a Ramfis, sometido a tratamiento psiquiátrico como consecuencia de las revelaciones sobre su condición inicial de hijo natural del Jefe. Para Vega, ése fue el detonante de la obsesión criminal de Trujillo contra Galíndez. El dictador aún es una sombra presente, una sombra que a su vez pisa la sombra de la memoria de estos dominicanos cultos que hablan de él como el origen de una era en la que aún viven. Sus crueldades son ahora anécdotas, como ese uniforme de tirano, oficialmente decretado en 1947, con una casaca frac con realces en oro de doce kilos de peso y el bicornio con entorchados de oro y plumajes, diríase que de guacamayo, guantes de cabritilla, banda tricolor con colgantes de oro, zapatos de charol con hebilla de oro, ¿cómo podía soportar tanto peso y tanto brillo bajo el sol tropical? Mi verso no tiene brillo / ni mi palabra emoción al verme frente a Trujillo que es más grande que Colón, escribió un poeta español exilado conmovido ante tanto brillo y plumaje. ¿Conoce usted ese artículo publicado en La Nación en que se compara a Trujillo con el Niño Jesús? No tiene desperdicio, se titula «El Milagro ha florecido» y se describe la casa natal de Rafael Leónidas en San Cristóbal como el Portal de Belén: «En la naturaleza toda se produce una sensación de éxtasis… una extraña luz ultraterrena fulge sobre la casa antañona, sobre la casa olorosa a trabajo y a santidad… Aquella casa es nuestro Portal de Belén… 24 de octubre de 1891… El milagro se ha hecho carne de gloria… ¡Rafael Leónidas Trujillo y Molina ha nacido!». Los presentes se ríen con educación de su propio pasado, que se proyecta a través del vitalicio Balaguer como su propio presente. De ese pasado les llega el duelo Trujillo-Galíndez como un fatum al que no pudo escapar ni el propio Trujillo. ¿Galíndez? Galíndez es un misterio del comportamiento humano. Se interesan por la identidad ideológica de Galíndez y tienes que asumir tu condición de erudita algo alcoholizada a estas alturas de rones varios, para recordarles un escrito de Galíndez de 1953, publicado en Gernika, en el que denuncia un vasquismo de caserío y fueros y reivindica la asimilación del obrero inmigrante porque muchos de ellos, aunque sus apellidos no tengan ninguna «k», aman a Euzkadi y pueden trabajar por su libertad y bienestar. Y añade Galíndez, la única manera de enfrentarse al comunismo es ofreciendo mejores soluciones y nosotros los vascos podemos basarlas en la tradición del pueblo que hasta ahora vivió bastante bien y entre nosotros la evolución puede evitar la revolución, a base de libertad. Interesante discurso. Esclarecedor. Y muy nuevo, muy nuevo en aquellos tiempos de fanatismo. José Israel sigue siendo una esfinge hasta que considera agotados los preámbulos y ayuda a Lourdes a meter a los invitados en un patio central donde espera el buffet át platos dominicanos y las mesas a disposición de los comensales. La bebida te ha encharcado el estómago y necesitas desecarlo, por lo que llenas hasta los bordes un plato con variedad de propuestas que Lourdes ha dejado sobre la mesa, habichuelas y arroz, lechón asado, empanadas de carne, ensaladas mixtas, pescado con coco, habas con dulce, casabes, los moros de gandules, el dulce de ajonjolí… Ese dulce debe comerlo sonriendo, porque se llama Alegría. Cultura y cortesía de criollos ilustrados, con un pasado progresista la mayoría, dulcemente aplatanado por los años y la laxitud melosa del trópico. La veo desconcertada, te dice de pronto Lourdes examinándote con sus bonitos ojos brillantes. Le confiesas que aún no has digerido lo ocurrido en el Instituto, la sensación de haber presenciado una fatalidad, algo que debía haber ocurrido tal como ha ocurrido y la sorprendente pasividad de la gente. Ésa es la palabra, pasividad, nos han acostumbrado a la pasividad. Hay un expresión dominicana que dice «estar chivo» y quiere decir mantener desconfianza hacia todo lo vivo y en todas las circunstancias, sobre todo en política, pero también en todo lo demás. Era una tendencia general heredada de nuestra propia historia que el trujillismo no hizo más que acentuar. Desconfiamos de las circunstancias, de las personas, de nosotros mismos. Pero sonríen. Claro que sonreímos. Ser desconfiado no impide ser amable, incluso con uno mismo. Se acerca José Israel y te inquiere tus planes para mañana, aunque te avisa que no precipites un programa, porque hoy habéis echado las redes y seguro que habrán entrado en ellas algunos peces. ¿Y si todo el mundo está chivo? ¿Cómo ha aprendido esta expresión? ¿Lourdes? Usted sabe muy bien que las personas y los pueblos pasan de un rasgo a su contrario. Se cuenta que cuando los españoles llegaron a estas islas encontraron unos perros mudos, no ladraban. Hace años, en la cárcel de La Cuarenta, donde mucha gente fue torturada y luego no salió viva, alguien había puesto un letrero que decía «El pez muere por la boca». Después del trujillismo no hubo apenas catarsis, porque pronto el trujillato se sucedió a sí mismo con la alianza entre Balaguer y los norteamericanos, pero tampoco ha permanecido el mismo miedo que, por ejemplo, vivimos los de mi generación, ni el mismo miedo, ni el mismo valor. Alguien hablará. Estoy convencido de que algunos peces entrarán en la red. En un rincón del patio un grupo rio hasta las lágrimas los chistes que cuenta el gordo Freddy, un personaje popular en la televisión y amigo de la Cuello. Te acercas y sus chistes tienen en el fondo la melancolía de todos los chistes, se cuenten donde se cuenten, los cuente quien los cuente. José Israel te propone el regreso al hotel adivinando que tu cansancio es superior a tu cortesía y por el camino te exime de hablar dándote algunas explicaciones sobre los asistentes al encuentro y a la cena. Están todos en la órbita progresista, pero con diferentes memorias y a todos les une la sensación de que hay mucho que hacer y no saben cómo, pero no nos haga caso, el doctor Zaglul escribió que todos los dominicanos éramos unos paranoicos y que gracias a ser paranoicos habíamos sobrevivido. Es la desconfianza de la que le hablaba. Si leemos una noticia en un periódico donde se cuenta que alguien ha muerto, lo primero que pensamos es: le han matado. Fulano se ha ahogado, no, le han ahogado. Zutano se ha ahorcado, no, le han ahorcado. Y es que a lo largo de nuestra historia nos han matado más que nos hemos muerto. Aquí empleamos una expresión que refleja el recelo, decirnos que nos quieren poner un gancho. ¿Tender una trampa? Quizá sea ésa la expresión. Hacer una jugada. Quizá. El propio Zaglul cuenta que durante un tiempo fue director de un manicomio, allí había locos encerrados desde antes de 1930, desde antes de la llegada de Trujillo y sin embargo ninguno de ellos hablaba de política libremente. Todos, incluso los locos, tenían miedo de que les pusieran el gancho. Pero cuando se supera esa prevención, se pasa a su contrario. El deseo de liberarse de la paranoia denuncia la propia paranoia. Recuerdas un fragmento de conversación que José Israel no ha ultimado, al referirse a Trujillo, algo así como que el dictador temía por su vida, temía que le pusieran un gancho. A José Israel le gusta que asimiles tan rápidamente los giros dominicanos de los que te abastece y con mucho gusto vuelve a la frase que dejó inconclusa. Después de un día entre nosotros la entenderá mejor y además hace referencia a dos paranoicos ilustres, el propio Trujillo y Balaguer. Ocurrió a fines de los cincuenta. Trujillo estaba acosado por la oposición interior y exterior, las últimas derivaciones del caso Galíndez, Murphy, De la Maza y ya había perdido el respaldo de los norteamericanos. Imagine la escena, en un ascensor del Palacio Nacional, las dos tortugas, Trujillo la tortuga dura y Balaguer, la tortuga blanda. Trujillo estaba ensimismado y sin venir a cuento trazó un semicírculo con la mano, un semicírculo alrededor de su cuello y exclamó: «Yo no creo más que en esto». O matas o te matan. Había elaborado una filosofía que le daría la razón. José Israel te ha acompañado hasta la recepción para comprobar si ha llegado algún aviso. Tres. Le tiendes las notas y las examina. José Rivera Maculeto, Dante Laforja Camps, Lucy de Silfa. Sonríe y toma nota de los nombres en un papel que ha sacado del bolsillo de la chaqueta. Te devuelve los avisos y comenta que recibas a Lucy de Silfa, es la ex esposa de Silfa y seguro que conoció bien a Galíndez en Nueva York. Los otros dos los desconoce y quiere hacer averiguaciones. ¿Me quieren poner un gancho? Por qué no. Mañana por la mañana quieres ir a visitar la calle dedicada a Jesús Galíndez y consigues que José Israel se despreocupe y te deje ir en taxi. Luego en la habitación es cuando has rebuscado entre las notas el artículo de Palazón y lo has leído, casi paladeado con todas las miradas posibles, la de la memoria de esta noche, la de la erudita que sigue el rastro de Galíndez desde hace años, la de cualquier persona con miedo al miedo de los demás. Te has asomado a la baranda de tu terraza y abajo aún merodean, ebrios o excitados, los turistas protagonistas de la barbacoa de todos los jueves, según reza un cartel en recepción. Es la única luz viva de cien kilómetros a la redonda, el resto es una penumbra amarilla que salpica la geografía de la ciudad y la penumbra amarilla que te ha devuelto a la puerta de urgencias del hospital. Has llamado por teléfono para interesarte por el estado del señor Palazón. Una amiga, una amiga extranjera. El señor Palazón descansa. Duerme reparadoramente.