—Respetuosamente, excelentísimo señor. Se trata de informar, ponderar y ejecutar según hechos probados que se reducen a uno previo, fundamental, final, capital: la alevosía y mala intención con que el acusado, Jesús Galíndez Suárez, de origen español, exilado político producto de la victoria del generalísimo Franco contra el comunismo ateo, acogido en un día a la generosidad de los corazones y pechos dominicanos y sobre todo a la generosidad del primero de los dominicanos, el Jefe Supremo del Ejército y la Armada, Hijo benemérito de la República, Generalísimo de los ejércitos, Benefactor de la patria y Padre de la Patria Nueva, primer dominicano entre todos los primeros dominicanos, máximo Libertador de América desde los tiempos de Bolívar, su excelencia Rafael Leónidas Trujillo. Fue el corazón generoso de nuestro caudillo el que en su día se abrió de par en par ante el espectáculo de los desastres de la guerra de España y dejó entrar en la República a cientos de fugitivos, algunos venturosamente incorporados al quehacer patrio, otros yacentes ya en el más sagrado suelo dominicano, pero algunos, una minoría reducida, hay que reconocerlo, sembradores del huevo de la serpiente, de la serpiente de la corrupción y la conjura, del comunismo y de la venta de la patria dominicana. Si abierto estuvo el corazón del Jefe para todos, sin preguntarles qué hablaban ni de qué hablaban, más aún para hombres como Jesús Galíndez Suárez, dotado por la providencia de las luces que hacen a los hombres inteligentes y en disposición de orientar su inteligencia hacia la Verdad, la Bondad, la Belleza. No fue ése el destino de la inteligencia del acusado. Él mismo era serpiente sembradora de huevos y burló la confianza de los buenos dominicanos, estableciendo redes de subversión que alteraron la pacífica vida de los dominicanos, fue uno de los principales instigadores de todos los conflictos laborales y subversivos que dividieron a los dominicanos en los años cuarenta y que obligaron a una sana política de hostigamiento y expatriación, porque por encima de cualquier otro valor, incluso del generoso valor de asilo, está el de la salud de la patria, el del Bien Común de los dominicanos. No contento con la cizaña que había sembrado entre nosotros, pasó Galíndez con su diabólica inteligencia a otros destinos, en otro país y consciente de que ese país, los Estados Unidos de América, valedores de la libertad universal, era el principal respaldo de nuestra política, se dedicó a minar la confianza que las instituciones norteamericanas sienten por nuestro Benefactor y su ingente e inapelable obra: la República Dominicana actual, en paz y progreso, libre y próspera. En repetidas ocasiones ha criticado, oralmente y por escrito, la política de buena amistad que los Estados Unidos practican con los pueblos amigos del Continente Americano y entre ellos el nuestro, bastión estimado contra la penetración comunista. Ha respaldado las acciones derrotistas desde el exterior y ha alentado las que se realizaban aquí, aquí mismo, por minorías aisladas y alucinadas, con el seso sorbido por habladores de la calaña de Galíndez Suárez, emborrachadores de palabras, matadores con palabras, matones de palabra. Pues bien, excelentísimo señor, sabe su excelencia mejor que nadie cuánta paciencia aplicó a ese hostigamiento, qué poco daño causaban a nuestra feliz convivencia las patas de estas moscas o el aguijón de estos mosquitos. Pero no contento con una actitud generalizada de franco odio a quien le había dado amor, Jesús Galíndez quiso rematar su obra y redactó esta ignominia, este abyecto, bajo, degenerado, infame, perruno, despreciable, prostituido, repugnante, sucio libelo cuyo simple manoseo, aunque obligado, me lleva al vómito y sólo la disciplina que me impone el mandato inapelable de su excelencia, me fuerza a tocarlo y leerlo en las partes que más demuestran su suciedad e ingratitud. Partes difíciles de escoger, excelencia, porque todo el libro es una talentosa, hay que reconocerlo y por eso agravarlo, construcción de mentira y calumnia contra el Benefactor, su obra y su familia. No hay que ir muy lejos. Nada más empezar ya insinúa que su excelencia inició su ascenso traicionando al general Horacio Vázquez y poniéndose de acuerdo con los rebeldes mandados por el licenciado Estrella Ureña, en el movimiento nacional del 23 de febrero de 1930. Y en seguida, en seguidita, emprende el acusado la retahíla de afrentas contra el Benefactor, iniciada de esta guisa y con la mala intención de basarse en fuentes, en lo que él llama fuentes, alimentadas por el odio al trujillismo. Así escribe: «La diferencia se hace notar bien pronto; el método de lucha electoral es bien distinto. En cualquiera de los libros escritos contra Trujillo se puede leer la relación de atropellos y asesinatos que a partir de este momento cometieron los esbirros de Trujillo y es tristemente célebre la reputación lograda por “la 42”, cuadrilla integrada al parecer por miembros del Ejército y mandada por un oficial llamado Miguel Ángel Paulino». Y a partir de esta afrentosa tergiversación, documentada por enemigos del trujillismo, una serie de inventarios de asesinatos arrojados sobre la figura egregia del Benefactor como basura. Así se refiere más tarde a la matanza sistemática de todos los enemigos políticos, con una coletilla sabrosa que no me resisto a leer: «Los fugitivos del terror que volvieron, volvieron en un féretro y entonces Trujillo les rindió honores póstumos». No tengo palabras, generalísimo, para glosar esta apostilla que trata de ensuciarle dos veces, como asesino y como cínico desalmado. Basura que no cae sólo sobre el Benefactor, sino también sobre los miembros más inocentes de su ejemplar familia, sin vacilar en manchar la frente pura de un niño, un niño como Rafael Leónidas Trujillo Martínez, Ramfis, nuestro Ramfis, orgullo de la juventud dominicana.
—Deje un momento a la familia, capitán. Déjela para el final, que entonces ya me encargaré yo del pendejo. Lo de mi familia es pleito mío, lo que afecta a la patria es pleito de todos.
Te deja para el final y mientras habla el improvisado fiscal, con las manos relavadas después de haberte torturado, asistes a la farsa como si fueras parte y espectador, con opinión sobre aciertos y desaciertos en lo que dice, cómo lo dice, en lo que escribiste, cómo lo escribiste.
—¿Me permite su excelencia pasar a relatar las infamias sobre Lina Lovatón?
—La señorita Lovatón nunca fue miembro de mi familia, por lo tanto, capitán, está en su derecho de hablar de ese asunto, pues nada tengo que ocultar.
—Pues bien, el interfecto alude descaradamente a las relaciones que su excelencia tuvo con Lina Lovatón, reina que fue del Carnaval de 1937. Maliciosamente, Galíndez reseña que al tiempo de la proclamación de la señorita Lovatón como reina del Carnaval, su excelencia ha recibido las llaves de la ciudad y ha recibido al igual que su virtuosa esposa y su santa madre los títulos de «Grandes y Únicos Protectores de la ciudad», al tiempo que Ramfis Trujillo…
—La familia nada, capitán, carajo.
—Es que era obligatorio referirse a ello para que tenga sentido lo que prosigue.
—Prosiga.
—Menciona que fue nombrado Ramfis, el hijo de su excelencia, Príncipe Favorito, y que se inaugura un obelisco junto al mar conmemorativo del primer aniversario del cambio de nombre de Santo Domingo por Ciudad Trujillo, en reconocimiento a los méritos sin par de su excelencia. Y concluye el encausado con toda la malicia: «El mismo periódico en su edición del 8 de febrero y en primera página con extraordinarios titulares, reseña los actos de la coronación de Lina y del baile oficial en palacio. El reinado de Lina continúa hasta la fecha en una quinta de Miami». No se detiene ahí la alevosía, sino que en pie de página censura que nuestra prensa aún elogie hoy a la que fue reina de nuestra belleza, de la belleza de la mujer dominicana, en términos líricos: «El poder seductor de Anacaona, la reina poetisa de Jaragua, perdura en su mirada como un embrujo inmortal, como un encanto remoto…».
—Se ve que al pendejo no le van las mujeres, será maricón. ¿Le han mirado bien los huevos?
—Sí, excelencia, los tiene, chiquitines y pegaditos al culo, como los tigres, pero los tiene.
Esperan a que se ría Trujillo para reírse, todos lloran de risa y cuando alguno amaina de sus hilarantes carcajeos, otros lo suben de tono porque el dictador aún conmueve su cuerpo con risotadas falsamente contenidas. Se arrepiente el dictador de tanta frivolidad y le basta una mirada para que vuelva a la sala la gravedad de un tribunal.
—Lo critica todo, excelencia. Desde el lema que sintetiza la raíz cristiana de su mandato, «Dios y Trujillo», hasta la manera de defender la democracia, como las presiones que según el acusado usted dirigió contra Periclito Franco, amenazando a su padre don Pericles, como si el árbol frondoso de don Pericles fuera un rehén para su hijo comunista en el exilio. Critica que los dominicanos desfilaran ante su excelencia y que en la cola del entusiasmo popular marcharan ordenados judíos y exilados españoles, en reconocimiento de la magnanimidad asiladora de su excelencia. Y dice más, vanagloriándose de que él no acudiera al primer desfile: «Yo me libré del primer desfile por haber llegado dos semanas después; en los años sucesivos tuve que participar en otros desfiles. Mis compañeros me contaron la regocijante… insisto, excelencia, en el adjetivo, regocijante impresión que les produjo; fue su primera impresión del Régimen de Trujillo».
—Con lo hermoso, sincero, espontáneo que fue todo aquello.
—Fue lo más hermoso que ha vivido esta República en la calle. Sobre todo el primero, que fue el más espontáneo.
Se ha atrevido a hablar el oficial menor y gordo y Espaillat lo baña con una mirada helada, de luna de mala leche, antes de que Trujillo se revuelva y le afrente.
—¿Dice usted, coronel, que los demás no fueron espontáneos? ¿Cuándo pedí yo que se me homenajeara? ¿Cuántas veces no fui yo mismo quien prohibió homenajes porque es virtud de un gobernante distinguir cuando le lavan el culo de cuando le dan por culo?
—Excelencia, no era mi intención. Hablaba del entusiasmo, del entusiasmo popular.
Casi diríase que ha adelgazado en diez segundos y que ha perdido la morenez mestiza, tal vez porque se ha agrandado tanto el blanco de sus ojos que le ocupan toda la cara.
—Prosiga, capitán, que hay lenguas blandas también entre mi gente.
Y prosigue, uno por uno, los datos de tu memorial de agravios contra la dictadura, tu reseña de la memoria colectiva de todo un pueblo.
—Y este hijo de puta lo fue apuntando todo mientras estaba aquí, comiendo nuestro pan, bebiendo nuestro roncito. Ya era entonces el alacrán que prepara el aguijonazo.
—No se puede explicar de otra manera, excelencia, porque los datos más abundantes llegan hasta el momento de su partida.
—Pero aun, si hubiera incubado todo este odio después… Lo incubó mientras le vestíamos y le dábamos de comer, a él y a toda la chusma de exilados, quitándonos el pan y el abrigo de nuestra boca y nuestros cuerpos.
—Así fue, Jefe.
—Y tengo pruebas, tengo pruebas que daré a conocer al mundo entero de que este hijo de la gran puta, pocos meses antes de marcharse de la República, le escribió a Troncoso pidiéndole quince mil pesos para hacer un trabajo sobre las leyes laborales dominicanas, lea, lea esta carta y antes diga a todo el mundo quién firma, lea la firma, cien veces si es necesario.
—Jesús Galíndez Suárez.
—Repita.
—Jesús Galíndez Suárez.
—Lea de aquí hasta aquí, oficial.
—«… Deseoso de corresponder a la acogida que he recibido del gobierno y pueblo dominicanos y de contribuir con mi humilde aporte al auge que he observado en este hospitalario país, encumbrado a altos niveles de cultura y de progreso por los afanes y desvelos de su ilustre presidente, generalísimo doctor Rafael Leónidas Trujillo Molina, a quien admiro y respeto por sus elevados ideales democráticos y sus dotes de genial estadista, así como por la generosa hospitalidad que ha brindado a los españoles exilados, me dirijo a Vd. para exponerle que según he podido advertir existe, como fruto de las preocupaciones del generalísimo, por mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora, un gran número de disposiciones legales relativas a la materia laboral, que por su importancia y con el fin de facilitar su mejor conocimiento a los obreros y patronos, deberían estar recopilados en un volumen, trabajo para cuya realización ofrezco mis servicios a esa Secretaría de Estado…». Con todo respeto, no puedo seguir, Jefe, tanto cinismo me seca la garganta.
—Diez mil pesos le adelantamos y se fugó con los diez mil pesos para poder vomitar mierda sobre nosotros desde Estados Unidos.
¿De qué carta hablan? ¿Cuándo has escrito tú esa carta? Pero Trujillo no te da tiempo a protestar. Arrebata la carta de manos del oficial y le invita con un gesto a que prosiga desguazando tu obra. Calumnia por calumnia. Asesinatos, desapariciones, corrupciones. Cierras los ojos a cada cita, porque sientes como si te clavases tú mismo un clavo en cada elemento de enumeración, un clavo parsimoniosamente introducido en tu cerebro como en la novela de Alarcón. Quisieras sacártelo. Decir que exageran lo negativo, que también hay valoraciones positivas, pero te detiene ese muro de nada que han establecido ante ti, todo ocurre más allá de ese muro y tú eres el espectador de tu propia condena. Antes de que el relator hable, rememoras tu libro y tus labios serían capaces de adelantarse como en un calco previo a lo que van a escoger los labios gruesos del oficial, sobre los que se cierne un bigote recortado de cerdas alámbricas. El dictador se revuelve en su asiento cuando se alude a sus riquezas acumuladas y en cambio se limita a sonreír flotante y despectivo cuando tú, tú, Jesús Galíndez, escribes sobre sus megalomanías.
—Los enanos creen que las lombrices son gigantes. Vuelva al capítulo del peculado, capitán, que ahí la caga el jodido vasco.
Y empieza el listado de sus apropiaciones, monopolizador de la extracción y comercialización de la sal a través de la Compañía Salinera C. por A.; administrada por un norteamericano que le servía de hombre de paja. Monopolio de los seguros mediante la Compañía de Seguros San Rafael, dirigida por un tío de Trujillo, el muy digno y honorable Teódulo Pina Chevalier. La leche…
—¿La leche también, capitán?
—También la leche y acusa a La Fundación, la finca situada en San Cristóbal, de ser el centro de su monopolio.
—Habría que darle un vasito de leche al jodido vasco para que la pruebe.
—Ha sido alimentado hasta la hartura, generalísimo.
—Pues que le den más leche. La leche tiene mucho alimento, leche. Mucha leche.
—Y asegura que usted le robó el monopolio del tabaco a los concesionarios anteriores, que controla la Compañía Anónima Tabacalera, así como la lotería e industrias del aceite, la cerveza, los zapatos, la industria maderera, la producción del arroz, el azúcar, la industria naviera, la aviación, los bancos.
—Dígame algo sabroso, capitán. Algo que me haga reír.
—Que usted condiciona los premios de lotería para que le toquen a sus lameculos.
—¿Dice lameculos?
—Viene a decirlo, excelencia. No lo dice expresamente así, pero casi. Y toda la información infamante la saca de un libro sin decoro, de Una satrapía en el Caribe, escrita por el seboso Almoina, con el seudónimo de Gregorio R. Bustamante.
—Cría cuervos. Ya le daré yo a ese gallego lo que se merece.
—Pasando por alto el capítulo del nepotismo y los insultos dirigidos a su familia, termina diciendo que usted ha hecho las leyes a su medida y que estimula la adulación y el servilismo.
—Ya me calenté, capitán, y no siga leyendo, porque aún me calentaría más y es tiempo de que intervenga. Adulación y servilismo. Vamos por partes. Para empezar, todo el peculado que se me atribuye quizá sea cierto, pero ¿realmente es mío? ¿No trabaja todo el pueblo dominicano gracias a mi trabajo, a negocios que yo he sabido vertebrar para que formen el esqueleto de la economía de la patria? ¿Dónde estaban antes esas industrias? En manos extranjeras y ahora están en mis manos, en manos dominicanas. ¿Me como yo todo lo que produzco?, ¿me lo como yo? Díganmelo ustedes con sinceridad, prescindan de quién soy, es más, dimito, en estos momentos dimito. Espaillat, que conste mi dimisión.
—Sí, excelencia.
—Dimito de todo, del ejército, de la República, de todo. Ahora soy Rafael Leónidas Trujillo, aquí, aquí sentado y con dos cojones de caballo, cojones como el que más. Ya soy un ciudadano más. Ahora pueden decirme lo que quieran. A ver, usted, ¿me como yo todo lo que produzco?
El oficial gordo ha salido de su boquiabierta escucha para cuadrarse, dar un paso al frente y casi doblar una rodilla.
—Le ruego, mi generalísimo, que no dimita.
—No me lo discuta. Dimito y procedamos.
—Si usted no estuviera donde está, nosotros seríamos los que no tendríamos qué comer.
—Ya lo oyen. Es la voz de la gente sencilla, no estos huevones que tienen la cabeza llena de agua, de agua sucia. Yo hago producir. Yo soy el motor de la economía dominicana y así nos va. En cuanto a servilismo. A ver qué tiene que decir ese sabio del servilismo.
—Que usted utiliza técnicas de Hitler y Stalin para llenarles el cerebro a los dominicanos y por eso van por las calles gritando su nombre, excelencia. Y que incluso en la puerta del manicomio de Nigua se colocó un rótulo que decía: «Todo se lo debemos a Trujillo», como si el estar loco también se lo debieran a usted, Benefactor.
—Hijo de la gran puta, hasta con mis sentimientos por los locos y los ñajos hace escarnio.
Se contiene, entre el respeto silencioso, grave de todos los presentes, se contiene y por primera vez y en esa mirada resume todas las razones de las que se ha ido cargando, haciendo buena una de las máximas más serviles que tú citas en el libro y en la que no ha reparado, el jefe es justo hasta cuando castiga. Te mira y no dice nada. Calcula el silencio, se le impone tal vez como una solución para todas las palabras que tiene acumuladas, que tú presientes detrás de esa cara impasible, contenidas para el asalto en sus ojos como pistolas que ahora son totalmente tus fiscales, a los que te entrega porque sabes que son para ti, que te están concediendo la definitiva audiencia.
—Señor Jesús Galíndez Suárez. ¿Es usted, supongo, Jesús Galíndez Suárez?
—Sí, excelencia.
—Excelencia. Llámeme lo que piensa. Llámeme pendejo si es que tiene huevos.
—No pienso eso, excelencia.
—Póngase en pie, al menos, por un respeto.
Y te pones en pie por primera vez en no sabes cuántos cambios de serrín, maravillado de que las piernas te aguanten aunque te tiemblan, enflaquecidas por dentro de las perneras manchadas por tu sangre, tus babas, tus lágrimas, tus orines, tu mierda seca.
—He de decirle que nací honrado, nieto de un militar español y entroncado con un marqués de Francia. Y que he leído que usted sostiene lo que dicen mis enemigos, que mi abuelo fue un policía español y mi madre oriunda de haitianos. No tengo por qué pleitear sobre mis orígenes con un mal nacido como usted pero ya empezamos bien, porque usted me ofende desde mis raíces. Sólo por esto ya merecería que le colgara por los cojones hasta que le saliera por ahí el buche. ¿Qué le he hecho yo para tanto odio?
—Permítame que le diga, generalísimo, con todo respeto, que en ese mismo libro, en el mismo libro que ha leído el capitán, hay muchas observaciones a favor de usted. He resaltado el mantenimiento del orden, el progreso material, el progreso cultural, el progreso cultural, por ejemplo. Usted, excelencia, ha conseguido un aumento extraordinario de plazas escolares, ha luchado muy fuerte contra el analfabetismo. Usted partió de un índice de analfabetismo de un 75%, ha creado la Orquesta Sinfónica, la Biblioteca de la Universidad; el embellecimiento de Santo Domingo, perdón, de Ciudad Trujillo, los murales de Vela Zanetti, por ejemplo, son magníficos y hablan de su espíritu de promoción artística. Y en los aspectos políticos es posible comprender que usted en gran parte se ha visto obligado a ser duro, no es fácil gobernar a un pueblo subdesarrollado, con una tradición belicosa, asediado por los otros pueblos del Caribe, también por los haitianos. Reconozco que no es fácil, generalísimo. Cito también muy elogiosamente a don Joaquín Balaguer, que ha dicho «se desterraron para siempre los hábitos sediciosos y el espíritu levantisco de los dominicanos». No todo es negativo, excelencia. Es un trabajo científico, una simple tesis doctoral que no tendrá más eco que la opinión de cuatro opositores y algunos especialistas. Nada importante, excelencia, se lo aseguro.
—No tiene nada que asegurarme. Yo ya sé que su libro es una basura que no va a tener ninguna influencia. A Rafael Leónidas Trujillo no le hacen temblar los libros. Pero a mí como hombre, me jode que un pelagatos me humille en lo más sagrado, en mi estirpe. Calle y escuche, que ahora hablo yo.
Se sacó unas gafas del bolsillo superior de la chaqueta, se las caló como si temiera hacerse daño al ponérselas y del mismo bolsillo extrajo un papel que desdobló con parsimonia humedeciéndose con la lengua los dos dedos que utilizó en la manipulación.
—Vamos a ver cómo está lo de la familia y empecemos por mi hermano, Héctor Bienvenido Negro Trujillo, al que según usted yo hice capitán como quien hace una pajarita de papel y jefe de Estado Mayor en once años, de la nada militar a jefe de Estado Mayor. ¿Desconoce usted que hay gente con dotes naturales de mando? ¿No las tengo yo? ¿No las hemos podido heredar de nuestro abuelo, el militar español? De mi hija Flor de Oro Trujillo dice que es mulata, que tiene un gran atractivo sexual, atractivo sexual, señores, una grosería, una grosería porque podía haber dicho de ella que era linda, que es linda, pero no, al señor profesor le parece que tiene atractivo sexual, como si fuera una puta, porque son las putas las que tienen atractivo sexual. Y repite y repite hasta marear al loro que mi Flor de Oro se ha casado siete veces, siete veces, para que se vea que es coño fácil, que es puta que tiene gran atractivo sexual. De Radhamés y Angelita, mis dos hijos pequeños, hijos del alma, hijos que quiero porque aún los tengo tiernos en los ojos. Éstos son legítimos, según usted éstos son legítimos. Vamos ganando algo. De Angélica dice que es muy bonita, me gusta más, sí señor, ya no tiene atractivo sexual como su hermana, es sólo bonita. Le gustan mis hijas, profesor, se nota. Angelita es bonita y Radhamés un niño malcriado, al que yo disfrazo de mariscal y se convierte en el hazmerreír de España en mi viaje a la madre patria. No es que usted se merezca una explicación, pero si yo he nombrado Mayor honorario del ejército a mi Radhamés cuando cumplió diez años, no lo hice porque soy un pollino y pueda creer que mi hijo pueda ser un oficial a los diez años, por más talento militar instintivo que tenga, que lo tiene. Lo hice como podía regalarle un aeroplano o lo que me saliera de las bolas y también para que el pueblo se encariñara con el ejército a través de mis niños, porque el pueblo quiere a mis hijos, los adora. De mis otros hermanos dice que me entran o no me entran según mis lunas, que los subo y los bajo a capricho. Insinúa que yo maté o hice suicidar a mi hermano Aníbal Julio, porque estaba loco, según usted estaba como un chivo en los últimos años de su vida y yo lo maté para que no se comiera los mocos en público, supongo, porque por cosas así se mata a los hermanos. De mi hermano Petán se insinúa que era un inútil, que mi otro hermano Pipí queda claro que fue un ladrón, al menos entiendo yo cuando usted dice que se dedica «… a negocios poco limpios». De los otros hermanos sobrantes, pues eso, las sobras de su malicia, de su inquina. Y no se los voy a tener en cuenta. Le rebajo dos hermanos. Como no le tengo en cuenta que meta en el saco a mis tíos, mis sobrinos y le agradezco que no haya ido a por mis primos, mis tataranietos. Pero está feo, comprenda usted que está feo que insinúe que mi sobrino Virgilito atracó un banco, o permitió que atracaran un banco, como si fuera cómplice y recibiera una parte del botín. Cuñados, sí, había olvidado a mis cuñados. Poca cosa. Dice que les asciendo mucho. Se ve que no es posible ascender a los cuñados. Como yo soy un pollino, mis cuñados y cuñadas también son unos pollinos y cuando les nombro esto y aquello es para disimular que rebuznan. Por lo visto. Bien, profesor. Ni sobrinos, ni hermanos, ni cuñados, ni que mi hija Flor de Oro tenga atractivo sexual o mi Radamés sea un payasito se lo voy a tener en cuenta. Pero es que usted se ha puesto en la boca a mi mujer, a mi madre, a mi padre, a mi Ramfis y como usted en la boca lleva mierda, pues con la mierda en su boca y su pensamiento se han quedado. De mi padre dice que tuvo líos con tribunales, que le llamaban Dallocito por lo mucho que pleiteaba y era pleiteado y que lo saqué en los sellos con sombrero jipijapa, como si fuera un destripaterrones. Lo saqué con sombrero jipijapa porque lo llevaba y cada vez que veía un sello con la efigie de mi padre se me nublaban los ojos de lágrimas, y con mis lágrimas no se juega, de mis lágrimas no se ríe nadie. A mí madre la deja en paz, aunque insinúa lo de la mulatez, lo de los haitianos, para ponerme en evidencia e insultarla indirectamente. Vamos acercándonos a lo más sagrado, miserable. Ya estamos con mis mujeres, con mi supuesta amante, la Lovatón, a la que usted llama favorita, es decir puta, y de la que dice que me la saqué de debajo para que quedara debajo de mi hermano. Muy bonito, profesor, muy fino el argumento. De mi primera mujer dice que no hay forma de encontrar noticias de ella, porque por lo visto hice un puchero haitiano y me la comí, me la comí, sí, un muerto de hambre como yo no tenía nada que comer y mira, una mulatona blandita, tierna, pues al puchero, al estómago y a cagarla. Luego no fui suficiente hombre para preñar a mi segunda esposa Bienvenida Ricardo, fíjense bien, amigos, el general Trujillo estaba seco y no pudo preñar a Bienvenida, aunque luego tuviera la tira de hijos con la chocha de María Martínez y una hija con la misma Bienvenida. Porque mi mujer es chocha, ¿no? Usted lo dice. Dice que le escribían las «meditaciones morales» publicadas en La Nación, pero no pone el nombre del escritor de verdad, porque no quiere comprometerle, porque es ese sapo de Almoina que aquí me lamía el culo con sus dos lenguas y en cuanto salió de Santo Domingo se dedicó a vejarme con sus dos lenguas. A usted le consta que se lo inventó Almoina para rebajarme, ya aquí, cuando era mi paje, el paje de mi hijo Ramfis, en Ciudad Trujillo. Y mi María no sólo es tonta, lela, mema, embustera, puesto que miente aceptando que otros escriban lo que ella firma, sino que además era una puta y la que fue puta lo es toda la vida, como su santa madre, profesor Galíndez. Y ahora llegamos al meollo, al tuétano del hueso o del huevo, que suenan casi igual.
Se ha levantado y ves sin acabar de creer lo que ves cómo saca un pistolón del cinto, avanza hacia ti y los demás se retiran con una prudencia premonitoria, diluidas en su rostro las carcajadas de claque, incluso algunos aplausos discretos con los que han ido jaleando entusiasmados la pieza oratoria del generalísimo.
—Quiero que vea esta pistola y que empiece a temblar pensando en lo que un malvado como yo puede hacer con esta pistola en la mano. Y te voy a decir, te tuteo porque ya te has caído del usted, ya te has caído de cualquier posible respeto, hijo de puta, y te lo voy a decir porque no vas a salir vivo de esta habitación. De María Martínez Alba dices que estuvo casada con un cubano y que de él tuvo a mi Ramfis y que yo me tragué al hijo que no era mío cuando se la quité al cubano. Es tan asqueroso que ensucies a la madre de mis hijos, a mí mismo y sobre todo a Ramfis que casi no tendría que seguir hablando y meterte ya de una vez el balazo entre esos dos ojos de cagado que pones. Pero como eres un profesor y los profesores se pasan la vida buscando la verdad, voy a contarte una historia que refleja mi dignidad. Yo tenía amores con la que luego fue mi mujer y no podía divulgarlo porque estaba casado, porque era muy hombre y no tenía bastante con la gansa Bienvenida que era más estéril que una higuera estéril. Y le hice un hijo a María, con un par de cojones que es con lo que se hacen los hijos y le puse un marido cubano de tapadera para que no fuera su nombre de boca en boca, ni Ramfis padeciera esa vergüenza cuando tuviera uso de razón. Yo he hecho de Ramfis mi orgullo y el orgullo de mi pueblo. Fíjate, vasco, en 1933 cuando Ramfis tenía cuatro años de edad, le nombré coronel del Ejército, ¿se hace eso por alguien que no sea tu hijo? Y yo no me casé por la Iglesia con su madre hasta un año después. Era una señal. Una señal que enviaba a todas las cabezas sucias como la tuya de que Ramfis era mi hijo. Y fue mi orgullo, porque en 1943 dejó de lado los galones honoríficos que yo le puse y se metió en la Academia Militar, de cadete y fue de los mejores, como estaba obligado a serlo por ser hijo de quien era. Y me estudió derecho y llegó a los más altos grados del ejército por méritos propios, un joven, un joven dorado, sin las angustias que yo tuve para tirar el país adelante, viviendo su vida plenamente, un número uno, un número uno en las armas y en las mujeres, en los carros y en los aviones, un digno hijo de Rafael Leónidas, pruebas, pruebas sobre pruebas de que sólo podía ser hijo de Rafael Leónidas. Sobre su pecho están las condecoraciones que más queremos, la Orden de Trujillo, la de Duarte, la de Colón, medallas al Mérito Militar, al Mérito Naval, al Mérito Aéreo, al Mérito Policial… ¿Se las he puesto yo? Mentira. A mí me venían los subalternos con las órdenes de ascenso o de concesiones de honores y yo las tiraba al suelo. Hasta diez veces me pusieron sobre la mesa la orden de nombramiento como jefe de Estado Mayor en 1954. Quiero que hables tú, Espaillat, tú que eres hombre de West Point, sobre las cualidades militares de Ramfis.
Espaillat habla sin moverse, sin mover casi un músculo de la cara, ni los labios.
—Un número uno, excelencia. Usted lo ha dicho. Dotes naturales y constante propósito de superación. Él está organizando la Aviación Militar Dominicana.
—Repite, Arturo.
—Dotes naturales y continuo espíritu de superación. Un número uno. Nato.
—Sabe lo que sabe por saberlo y además lo que yo le he enseñado. Yo le he enseñado a no fiarse de nadie, ni de los allegados ni de los aliados, ni siquiera de los gringos, porque ésos saben más que el lápiz y en cualquier negocio se cogen la masa y te dejan el hueso. Estoy dolorido con ellos porque permiten que en su suelo crezcan sabandijas como ésta y Ramfis, mi futuro, el futuro de Santo Domingo ha de saberlo. Han sido los mismos Estados Unidos los que han dado una imagen falsa de mi hijo, como si fuera uña y carne con Porfirio Rubirosa y sólo viviera para divertirse y airearse el carajo. Al mozo le van las hembras y yo le he pasado más de una vez las que me sobraban y las que no le he pasado me las ha quitado, como una que me levantó, por aquí, en San Cristóbal, que me dolió primero la afrenta pero luego pensé, a tal palo tal astilla y que todo quede en casa. Los gringos han denigrado a mi hijo y le trataron como un mestizo cuando fue a estudiar a la escuela militar de Leavenworth y el muchacho alternaba los estudios con hembras como la Kim Novak o la Zsa Zsa Gabor, bajo el consejo de su cuñado, el golfo de Porfirio. Y cuando me harté de que la prensa le pusiera verde, negro y de todos los colores, le hice venir y le dije, vente porque aquí tú serás más grande que todos los gringos que tratan de calumniarte. Dile a este mal nacido, Espaillat, por qué la tomaron los gringos con mi hijo.
—Por envidia, excelencia.
—¿Por qué tú saliste con bien de West Point y mi hijo no pudo con la escuela?
—A mí me consideraban uno más, excelencia, y a su hijo le exigían la conducta de un heredero.
—De un príncipe.
—De un príncipe, excelencia. Ramfis no fracasó en Estados Unidos, le hicieron fracasar, porque siempre les interesa tener un pie en el cuello del aliado.
—Esas palabras me hacían falta, Arturo. Pero un pie, no lo que me pone este sapo, esa pata de sapo que ha querido ponerme encima. Yo he atado a mi hijo corto, aunque parezca lo contrario y le he sacado los malos amigos a bastonazos, aunque fuera mi yerno, Porfirio, el que estuvo casado con ésa a la que tú encuentras atractivo sexual. Una vez le pegué un bastonazo en la cabeza a ese pendejo porque sólo hacía que meter a mi hijo en juergas y perder el tiempo y los estudios. Y aunque se me caiga la baba cuando le veo galopar en el Polo, con una estampa que ninguno de la familia hemos tenido, ni tendremos, también sé exigirle que esté a la altura de todo lo que algún día será suyo, porque está preparado desde la cuna para lo que sea, desde la cuna, desde el momento en que su madre lo parió gracias a este carajo.
Con la mano que no aguanta la pistola se ha tocado el bulto del sexo y te devuelve la atención que parecía no prestarte.
—No he querido jamás insinuar que Ramfis no fuera hijo de su excelencia.
—Abre la boca.
—No ha sido una observación malévola, excelencia.
—Calla y abre la boca o te parto los dientes con el cañón de la pistola.
Abres la boca y clavas los ojos paralizados en los ojos planetarios del viejo que se acercan con su cara, con su cuerpo, con su brazo que empuña la pistola y te introduce el cañón contra la lengua hinchada para que escojas entre el dolor y el miedo, y es el miedo el que castañetea con tus dientes en torno al cilindro mientras se difunde por la saliva un sabor a metal y grasa rancia, sin ojos suficientes para los ojos de tu verdugo o su mano que se crispa como un puño soldado con la culata y el gatillo. No tienes otro horizonte que esa cara de viejo colérico hasta la locura o ese puño que al moverse remueve todos los dolores y las sangres de tu boca y si tratas de hablar el cañón se introduce más hasta cosquillearte la campanilla. Bastaría un fruncido de esas cejas para que a su movimiento se disparara la pistola y dejarías de querer vivir a pesar de esta escena de pesadilla, en el pensamiento de que termine en algún momento, gritando incoherencias rotas por el intruso que ocupa tu boca, peticiones de piedad y razón más allá de ese viejo, dirigidas incluso a los otros matarifes, un confuso fondo del que no sale ni el rastro de una respiración.
—Calla y aprieta los dientes en torno al cañón. Piensa que me basta apretar el gatillo para que te explote la cabeza como una sandía. No mereces vivir. Te lo descuento todo menos que hayas puesto en duda mi hombría, la honradez de mi mujer, el linaje de Ramfis. Puedo esperar así una hora, aún tengo el pulso de un hombre joven y puedo estar así una hora, dos, las que hagan falta hasta que te mueras de miedo, hasta que desees que dispare para terminar de una vez.
Pero de pronto retira la pistola de un tirón y se te va un grito y otro diente salta como una esquirla de ti mismo, mientras por el túnel abierto que ha dejado la pistola te entra el aire y te sale un ahogo histérico que te derrumba entre gemidos que ya no controlas.
—Mírenle cómo se retuerce. Éstos sólo son valientes con la pluma en la mano. Prosiga, capitán. Recítele la cartilla y dicte sentencia.
La espalda se aleja y se convierte otra vez en el rostro de la amenaza cuando el dictador se deja caer en el asiento.
—Ya no soy joven para estas violencias. Prosiga, oficial, y terminemos cuanto antes.
A los demás les cuesta recuperar su papel, pero el oficial al fin acierta cuando Espaillat le dedica una mueca que es una orden. El capitán se cuadra y da dos pasos hacia tu cuerpo derrumbado.
—Póngase en pie y no se me orine encima en estos momentos tan trascendentales para usted.
Pero no puedes alzarte y han de ser de nuevo las cuatro manazas de los sicarios más baratos las que te alcen y te aguanten, porque en cuanto abandonan tus axilas te desmoronas como si estuvieras roto por dentro y por fuera.
—Aguántenle, que no me gusta dictar sentencia a los felpudos. Generalísimo. General Espaillat, mis conclusiones no son mías, sino que se extraen de las que el mismo encausado establece al final de su libro. En su palabra son afirmaciones denigrantes para nuestro Benefactor y se convierten por ello en pruebas acusatorias, en sí mismas, que no tengo por qué probar porque están escritas y escritas por el mismo encausado. Sin más preámbulos. Dice el encausado: 1.° El Régimen de República Dominicana es una dictadura, o más bien tiranía de tipo personal. 2.° Tiene como característica específica —común a casi todos los regímenes dictatoriales de Latinoamérica— el adoptar apariencias constitucionales democráticas que en la práctica se pervierten (elecciones, Congreso, Tribunales, reformas constitucionales, etc.). 3.° Tiene de común con otros regímenes dictatoriales clásicos, la supresión de libertades políticas y el uso del Ejército como principal fuerza de apoyo. 4.° En ciertos aspectos ha adoptado métodos modernos de los regímenes totalitarios, como es el partido único, los sindicatos gubernamentales y la técnica de la propaganda, pero carece de un programa y base doctrinal. 5.° Procura adaptarse a las corrientes internacionales del mundo occidental, aunque no las sienta. Al mismo tiempo está directamente presionado y a su vez presiona en el turbulento mundo político del mar Caribe. 6.° En los últimos años está utilizando el «anticomunismo» como justificación, sin perjuicio de haber jugado con los comunistas años atrás, evolución también común a otros gobiernos latinoamericanos. 7.° Desde el punto de vista humano completan este cuadro la megalomanía de Trujillo, su peculado y nepotismo y la adoración y el servilismo entre sus favoritos de turno. Al mismo tiempo Trujillo cuida mucho de que ninguno de ellos perdure en sus puestos. 8.° Como todo régimen de fuerza, ha mantenido el orden y ha conseguido ciertos progresos, especialmente de tipo material. 9.° Este progreso no beneficia por igual a toda la población y está compensado con creces por su degradación física. 10.° El futuro del país pudiera ser caótico, por no existir fuerzas político-sociales, ni instrumentos democráticos que faciliten una sucesión normal al desaparecer el tirano. Y los comunistas pudieran aprovechar esa situación a su favor. Hasta aquí ha abierto la boca el pez y por la boca muere el pez. No hay otro posible veredicto que el de culpabilidad, culpabilidad de delito de lesa majestad.
—De lesa majestad.
Refunfuña el generalísimo, con el cuerpo cansado acogido a la estructura del sillón, todos los pliegues de su cara caídos, también los ojos, como si tu cansancio fuera su cansancio.
—Léame otra vez el punto diez, capitán.
Mientras lo lee y el dictador escucha, notas que algunas fuerzas acuden en tu ayuda, las piernas te sostienen, las telarañas del terror han abandonado tus ojos, sientes cansancio y alivio, como después de un bombardeo, después de un bombardeo en el frente del Ebro, cuando ya la guerra estaba perdida y la propia muerte enseñaba su rostro inútil. Algo ya estaba muerto, la causa por la que luchabas, tú mismo en parte, como ahora. Ya estás muerto, Jesús Galíndez, y no podrán matarte más de lo que te han matado.
—¿Puedo hablar?
Se han sorprendido, detenido en sus gestos cansinos y ya retóricos. Te devuelven, se devuelven curiosidad y algo de inquietud y recelo.
—Habla, vasco, habla.
—No sé cuánto tiempo me queda de vida. De hecho ya estoy muerto y quisiera dejar alguna cosa en claro. Soy representante ante el Departamento de Estado del gobierno vasco en el exilio y desempeño algunos trabajos de información en los servicios secretos de los Estados Unidos. Soy vasco, profesor, escritor y si ejerzo como político es porque la historia de mi país me ha obligado. Por esa historia estoy aquí, víctima de la lucha por la democracia y expreso mi protesta por el trato inhumano que se me ha dado.
Todos callan a la espera de que el dictador te fulmine sin moverse, pulse un resorte de aire y algo te destruya a distancia o tú mismo te descompongas como un producto de insospechable, hiriente osadía. Todo tu cuerpo se balancea a causa de un miedo controlado, controlable, mientras el viejo te dedica ahora un ojo más abierto que otro.
—No saques ahora los cojones que ya no tienes. Espaillat, que todo se haga según lo convenido.
Se levanta y avanza hacia la puerta como si recuperara el sentido de sí mismo y de su prisa, entre espacios que le abren los otros con una precipitación desacompasada, menos Espaillat que sigue a su estela y detiene su salida en la habitación cuando pregunta a sus espaldas.
—No he entendido bien qué quiere decir que todo se haga según lo convenido.
Trujillo se revuelve, en un impulso ágil excesivo para su edad y para su peso y ahora taladra a Espaillat con sus ojos indignados.
—Por los diez puntos ya ha cobrado y por lo de Ramfis que le den chalina.
Y al marcharse desocupa la habitación del miedo, aunque su voz resuena alejándose.
—Chalina a dos manos. No lo olviden.
Espaillat lo dirá desde el umbral y no sabes si te mira o mira al vacío, si te ve vivo o te ve muerto, aunque no comprendes pero intuyes el sentido de la palabra chalina.
—Ya han oído.
Ya han oído, ya han oído, ya sobra por lo tanto su presencia, cualquier pregunta que te hagan, cualquier respuesta que se te ocurra, es el silencio de la derrota final, el que sentías en los campos de Aragón, cuando vestido de teniente aprovechabas la tregua de la noche para aguardar la definitiva derrota del amanecer, con la mente ya puesta en la huida y en la recuperación. Aquella noche te vinieron a ver Basaldúa y algunos soldados paisanos de la desarticulada Brigada Vasca y con ellos y Angelito, disfrazado como siempre de corresponsal de guerra, de corresponsal de la guerra de los bóers, se rió alguno, porque Angelito llevaba salacot y una pajarita de topos amarillos, un producto exótico en el final de una guerra de la que ya habían huido los mirones exóticos. Los mirones son los primeros en desaparecer, como Espaillat, y sólo quedaban sus compañeros de largas jornadas o lo que hieran, entre cambio y cambio de serrín. Aquella noche meabais a unos metros del Ebro contra unos zarzales y alguien dijo Heriotzak ezgaitu bildurtzen… la muerte no nos asusta, pero meaba quien lo decía a toda velocidad, para recuperar cuanto antes la loma de camuflaje. Ahora puedes decir desde una serenidad que es tu propia materia desesperada heriotzak ezgaitu bildurtzen y lo sientes, lo suscribes, lo expulsas con tus ojos hacia los tres matarifes que se han quedado y ya no te miran, ni siquiera con sorna. La luz cenital destruye el claroscuro de la tragedia, los que van a matar y el que debe morir, ésa es toda la función que resta. Pero ¿cómo? Que le den chalina. A dos manos. No te atreves a preguntar qué muerte es ésa, porque amas el valor recién adquirido y temes que al preguntar se te quiebre, porque asome el instinto de vida por una rendija que tú no controles y ellos aún no hayan abierto con sus torturas. Es preferible no preguntar el instrumento de la muerte y en cambio insistir en su finalidad, apoderarte de tu finalidad, no dejar sitio para la suya, simplemente inmolarte en el altar de su tirano porque has puesto en duda su hombría o el honor de un hijo despreciable. A medida que comparas lo que te han hecho sufrir con la causa real aumenta tu indignación, desaparecen los complejos de miedo y culpa por la razón política y te exaspera morir por una riña de taberna, porque has llamado cabrón a alguien demasiado cabrón para asumirlo. Insultas a Trujillo con una voz mental y con los ojos que escupen su imagen, en flashes que recuerdan sus bravatas de hace unos minutos. Me matas por tus cuernos, le dices, pero yo muero por la libertad, por la libertad que ha dado sentido a veinte años de mi vida y por la libertad de haber escrito lo que me salía del alma y de mi moral de la historia. Y tienes poemas, poemas tuyos para encorajinarte hasta sentir una extraña fiebre.
Libertad, Libertad cara bandera
de los pueblos esclavos y oprimidos,
supremo galardón de los vencidos,
meta de aquél que lucha porque espera.
O no, nada de abstracciones. Has de cantar a Euzkadi, a tu madre, a tu amante profunda.
Euzkadi, patria querida, adorada,
negros crespones te enlutan hoy día.
Y tu martirio en lenta agonía
grita tu gesta a la Tierra asombrada.
De tus campos, villas, campiña arrasada
huyó el trabajo, huyó la alegría,
sólo el recuerdo de tu valentía
plaza en la historia te da destacada.
No sufras más, el futuro te espera,
que las naciones que mueren luchando
siempre retoñan con fuerza y vigor.
No te han vencido, traición fue rastrera
y tu victoria está cerca forjando
la están hoy día tus hijos con valor.
A Basaldua le gustaban tus poemas, pero Angelito arrugaba la nariz y decía que eran más emocionales que buenos. Los españoles no sabéis hacer poesía, dejad la poesía para nosotros los americanos. ¿Qué hacías con ellos, Angelito? Y de pronto comprendes que te mueres dejando sueltos a muchos más asesinos de los que están en esta habitación. Minerva Bernardino, Espaillat, Félix Bernardino, Gloria Viera, el Cojo, los rostros confusos del secuestro, Angelito. Quedarán impunes y además nunca sabrás qué papel representaron. El único papel claro es el tuyo.
—Capitán, por favor, atiéndame.
El capitán se acerca, te mira demasiado a los ojos como para hacerlo serenamente y por eso le tiembla la mano cuando te ofrece un cigarrillo.
—¿Qué está pasando fuera? ¿Hay mucho escándalo por mi desaparición?
—Pronto pasará.
—¿Por qué me han torturado si no querían saber nada, si mi suerte ya estaba echada?
—El Generalísimo dio las órdenes. Que me lo castiguen, como a los toros, dijo, que luego ya vendré yo con la espada. Mire, profesor, no tengo nada personal contra usted, ni estos dos tampoco.
Los otros dos asienten a distancia y ponen en sus ojos la inocencia más nueva del verdugo.
—Cumplimos órdenes y ni siquiera sabemos quién le trajo aquí. En esta habitación se entra pero no se sale.
—¿No soy el primero?
—No.
—¿Y siempre se parecen las cosas, siempre se comportan ustedes de una manera parecida?
—Esta vez ha sido especial, ¿verdad, compadres?
—Muy especial.
Te dicen, sobre todo a ti, a ti, te dicen, casi al unísono y te alientan.
—Usted ha sido el más diferente.
—Y además hasta ha venido el Jefe. Nunca baja.
Te valoran porque has movido al Jefe y porque la presencia del Jefe valora su trabajo.
—¿Le pondrán una medalla por esto, capitán?
—Yo las medallas las gano en el campo de batalla.
Por fin tienes fuerzas para expulsar la pregunta que te cierra el cuerpo dentro de un saco ceñido a tu garganta.
—¿Qué es la chalina, capitán?
Traga saliva y con el trago dice:
—La horca.
De un rincón de tu memoria de profesor asciende una ficha: según la ley sálica, el que descuelga un ahorcado sin autorización del juez pagará una multa de 1800 dineros o de 45 sueldos o bien, el que sin consentimiento del juez, se atreva a desprender un cuerpo de la rama de que pende, pagará una multa de 1200 dineros o de 30 sueldos.
La lluvia nos ha limpiado y lavado,
el sol nos ha resecado y ennegrecido.
Urracas y cuervos nos han sacado los ojos,
nos han arrancado barba y cejas.
Preferible que le pidas unos versos prestados a Villon o que te des prisa en recordar, porque hasta la memoria van a quitarte y sientes insuficiente tu instinto de eternidad, tu fe en el más allá de los cristianos, aunque lo seas y hayas escrito y hablado repetidamente de tu fe, también has hablado de tu tradición y de tu raza. Como en un careo de película, ves desfilar los rostros deseados durante estos días, mientras caía el reloj de serrín, una y otra vez y te parecen fotografías de un álbum olvidable. Es tu propia muerte la que contemplas en el espejo, pero ya no es la imagen destruida que pedía Espaillat, sino tu estatura plena, como cuando buscabas en el crepúsculo la señal de la derrota definitiva, allá en el Ebro. Y de pronto, cuando más entero te aguantas, te descubres dando vueltas a la caja asiento, a un ritmo rápido, como si escaparas sin escapar, ante la mirada esquinada y aún recelosa de tus matarifes.
—¿Puedo escribir a alguien?
—No.
¿De dónde me colgarán? En la Edad Media las horcas se formaban sobre pilares de piedra unidos por travesaños de madera de los que se colgaba a los condenados. Se situaba el montaje en medio del campo, cerca de las carreteras y preferentemente en cerros. El número de pilares variaba según la jerarquía del ajusticiado, el plebeyo a palo único y seco, el señor hidalgo dos pilares y así iba subiendo, cuatro los barones, seis los condes, ocho los duques y los del rey, ilimitados. ¿Más, cuándo fue ahorcado un rey? Y a ti a dos manos. Que mi cadáver tenga un excelente aspecto. ¿De dónde lo has sacado? ¿No era Durán, el compañero Durán, el capitán Durán, como tú flagelo de franquistas por los pasillos de la ONU, el que decía, si me matan, procurad que mi cadáver tenga un excelente aspecto? Mas de tu aspecto sólo eres responsable hasta que te maten y has de decir algo importante, algo que no olviden, que te haga en su memoria vencedor de la muerte. Por ejemplo, en vasco.
—Gora Euzkadi Askatuta![3]
Mas se creen que hablas solo y siguen en su conspiración a tres voces.
—Gora espainako langileak![4]
Y ahora te miran como si estuvieras loco, un loco que da vueltas en torno a un invisible eje mientras pronuncias palabras que no entienden.
—Nere herria da bakarrik ni juzga nazakeena![5]
De reojo has visto cómo la cuerda ha aparecido entre ellos, mansa serpiente compartida y tu pescuezo ayuda a la cabeza a mirar al cénit, por si ves la viga de la que vas a colgar. No hay viga y la cuerda sí existe, está en las manos de los dos monaguillos de la tortura, mientras el capitán remolonea y a la vez se aleja.
—¡No me vais a ahorcar! ¡Me vais a estrangular!
¿Quién ha gritado? ¿Eres tú quien ha gritado? Se te acercan y sabes que sigues gritando, que probablemente tú sigas gritando, aunque preocupado por el excelente aspecto de tu cadáver, necesariamente bueno para que mañana, cuando aparezca en las primeras páginas, Aguirre, Irala, Abrisqueta, Irujo, Monzón te saluden como a un patriota vasco y tu abuelo cabecee satisfecho sobre la colina de Larrabeode, tu grito nada tenga que ver con la capacidad que tienes para cantar, cantarte una canción de guerra.
Eusko gudariak gera
Euskadi askatzeko
gerturik daukagu odola
bere aldez emateko.
Sí. Somos soldados vascos que liberamos Euzkadi y por su causa estamos dispuestos a verter nuestra sangre. Mas no será sangre. Será aire. Aire pestilente, podrido que no te deja preguntarles cuando se te acercan ya decididos a acabar cuanto antes. Y ellos te dicen:
—Tranquilo, será más fácil.
Y quisieras discutirles su punto de vista o cantar la canción o mirarte al espejo, por última vez. Pero ya te han echado el lazo al cuello y cuando pides tiempo y una explicación, les ves los rostros congestionados. De una diferente congestión a la tuya. Piensas. Pero te dices: Esto es la asfixia.