Desde la terraza parecía como si el jardín del hotel fuera una isla con una laguna interior, rodeada por el mejor césped de este mundo y palmeras enanas pero suficientes. La laguna interior se alimentaba de una cascada de agua a la espera del salto de Tarzán, rocas artificiales, cuevas artificiales, remansos artificiales donde las aguas tibias salían mediante chorros a presión. Más allá de la mancha vegetal, la franja de arenas blancas de Miami Beach y el Atlántico disfrazado de Caribe, incluso más azul verde que el mismísimo Caribe. Se tumbó en la hamaca de la terraza con cuidado para que no se le derramara ni una gota del daiquiri que acaban de servirle. Las pecas escapaban de su piel a manadas bajo la amenaza del sol, se las palpó mientras prometía apenas media hora de sol, media hora era suficiente para que adquiriera aspecto de cangrejo con las patas y las pinzas quebradas. Pero nadie le quitaría la satisfacción de esta primera media hora de sol, de estos tres primeros daiquiris que había encargado al camarero con un cuarto de hora de diferencia.
—Tres daiquiris sucesivos, cada quince minutos.
El rectángulo del catálogo de propaganda del Fontainebleau Hilton le alivió la intromisión del sol en los ojos y le ayudó a encontrar una atención que le distrajera del miedo a la insolación. Se volcó hacia el suelo de la terraza para coger un bolígrafo y anotó en el margen blanco del catálogo todos los servicios del hotel que iba a utilizar, desde el baño en la piscina hasta el partido de squash, desde la sauna hasta la actuación de Debbie Reynolds con quien se había topado ante la mirada curiosa del bell captain. Debbie parecía una viejecita restaurada en tecnicolor. La recordaba en Tammy, muchacha salvaje y se recordaba a sí mismo fascinado por la ternura de aquella adolescente aparente y sobre todo por la ternura de la canción que recorría toda la película como una balada melancólica. Debbie conservaba los mohines de su juventud, era lo único que conservaba de su juventud, aunque no debía ser tanta su decadencia como para haber sido contratada por el Fontainebleau Hilton.
—Mr. Robards, su segundo daiquiri.
Guiñó el ojo al camarero. Se notaba que era un hotel caro, él sabía apreciar los hoteles caros, porque no siempre la Agencia le alquilaba por su cuenta hoteles de aquel precio. Sólo si lo exigía el guión y en el guión figuraba Mr. Robert Robards, propietario de una industria de material deportivo de Seattle, la mejor industria en su especialidad en quinientas millas a la redonda, especialmente dedicada a la exportación de material deportivo a China. Una de las conversaciones que le salían mejor, casi mejor que la de Nueva Inglaterra, Eliot, Melville especialmente dedicada a profesores investigables de la Ivy League, era la que hacía referencia a China, uno de los vicios informativos de su juventud, seducido por una película de Clark Gable y Jean Harlow en la que al Duque le aplican la bota malaya y ni frunce el ceño. Suda un poco, eso es todo. Ensayaba en los aviones el papel de vendedor de material deportivo, pegando la hebra lo quisiera o no su compañero de asiento y ofreciendo siempre la sorpresa de sus elogios a China, el principal mercado extranjero de sus productos.
—¿Y qué deporte practican los chinos?
—Todos.
—¿Todos?
A nadie le cabía en la cabeza que los chinos hicieran deporte, como no fuera la gimnasia y las reverencias.
—Qué poco sabemos de los chinos.
Exclamó en voz alta y con un deje de relativo remordimiento. Con los ojos cerrados veía el culito de Debbie Reynolds, cuando era una pollita, se llamaba Susana y tentaba a los hombres, sobre todo al pobre Glenn Ford. Mujeres como Debbie Reynolds no deberían envejecer, su vejez nos envejece. ¿Cómo sería Debbie Reynolds desnuda? Como una niña con bastante pecho o como una mujer reducida a escala, más bien una mujer reducida a escala, con todas sus formitas en pequeñito, los pechitos, el culito, el conejito, pero todo jugoso, esas porciones jugosas de mujer, como algunos bistecs cuando los cortas con un cuchillo dentado enseñan sus carnes jugosas, rosadas, como el interior de una vagina fresca. El culito de Debbie Reynolds necesitaba el pantalón tejano, las faldas le sentaban mal a Debbie Reynolds porque se le veían las piernas demasiado cortas y la pantorrilla musculada, pantorrilla de bailarina. Siempre le habían gustado las mujeres miniatura y en cambio se había casado tres veces con mujeres tan enormes como él. Una mujer grande acaricia con una mano grande y plantea muchos problemas en la cama, sobre todo si no tiene un sexto sentido para saber qué se te pide con una sola mirada o con la simple presión de un dedo. Su primera mujer era un tronco y hacerla cambiar de postura requería una explicación previa, como si le estuviera leyendo un manual de instrucciones de bricolaje. En cambio Alma, la segunda, era una maravilla. Bastaba que le presionaras con un dedo en la cadera, pero en la zona ya casi cular, para que se pusiera a cuatro patas con el conejo abierto, se lo abría ella misma con dos dedos y movía el culo como una gallina. Se imaginaba a Debbie Reynolds moviendo el culito como una gallina, como una gallinita, tris tras, mientras volvía la cabecita hacia él, le guiñaba el ojo y sacaba una lengua enorme con la que se relamía los labios. Las mujeres pequeñas bien formadas han de tener una lengua grande, grande pero tierna, no como la de su tercera mujer que parecía una lima de hierro, una lengua terrible que le erosionó toda la dentadura, empeñada como estaba en sustituir al dentista en sus raspados de dientes y encías. Se imaginaba a Debbie de espaldas, desnuda, ensartándose progresivamente en su pene entre uys y ays de satisfacción. Del catálogo de mujeres alquiladas de su memoria emergían sobre todo una mexicana de un burdel de Acapulco que se enroscaba a su cuerpo rosado y pecoso como una serpiente, y alguna asiática de Singapur, Bangkok o tal vez Saigón, aunque en Saigón el sexo le producía más crispación que placer. Ya tenía a Debbie Reynolds ensartada, la misma Debbie Reynolds de las películas en tecnicolor, antes de que la abandonara Eddie Fischer por culpa de Liz Taylor. La había visto en la recepción, una Debbie envejecida, quizá aún fuera apetitosa desnuda, pese a que las mujeres cuando envejecen tienen el pellejo flotante sobre las carnes, como si fuera la piel de otra persona que se han puesto para no enseñar las carnes en descomposición. Notó la hinchazón del sexo y se sentó medio ciego por el peso del sol sobre los párpados, ceguera que se acentuó cuando se metió en la suite, en busca del lavabo, donde se masturbó cuidadosamente sobre la taza del sanitario. Aunque empezó la masturbación con el desnudo pequeño y sonriente de Debbie en el interior de sus ojos cerrados, cuando le venía el orgasmo aparecía el cuerpo enorme y desnudo de Alma. Es un homenaje, un homenaje a lo mucho que me hiciste disfrutar, Alma. Volvió a la terraza para contemplar la promesa de los cuerpos que empezaban a repartirse en torno a la laguna o sobre el césped o formando una hilera de desnudos camino de la parcela de playa correspondiente al hotel. En el inmediato horizonte del mar habían aparecido jinetes de surfing, velas tricolores hinchadas por una brisa tibia que llegaba hasta su piel como una propuesta de vida y juventud aunque se sentía vaciado, cansado por el esfuerzo de la masturbación. Descolgó el albornoz blanco corto del cuarto de baño y se echó una toalla al hombro. Encontró otros cómplices de su aventura en el ascensor y se observaron con la reserva convencional de compañeros de ascensor, acentuada por la semidesnudez. Entre el pasaje hacia las aguas iba una mujer horrible con la cabeza llena de rulos, la piel llena de crema y las piernas llenas de varices, una mujer que hablaba con impertinencia a su compañero, un imbécil que estaba sin estar en el ascensor, como si tuviera el espíritu en otro elevador y con otra mujer. Se ofreció a los que suponía mirones del jardín con el mejor de sus andares, alzando los hombros y subrayando el ritmo de sus zancadas a pesar del esplendor cilindrico de su cuerpo. Escogió una tumbona vacía y le pidió al mozo que se la rebozara con dos toallas. Se tumbó cara al suelo para contemplar mejor el panorama humano, mientras arrancaba briznas de hierba aún frescas por el riego o la humedad de la brisa marina. La laguna se había llenado de bañistas, algunos se situaban bajo la cascada y la atravesaban entre risotadas y advertencias a sus acompañantes. Todo el mundo representaba la farsa de la felicidad en libertad y sólo las muchachas a la medida de Miami parecían autocontener su esplendor dorado, como hechas de un material precioso apenas cubierto por sujetadores pretexto y tangas restallantes sobre la piel frontal del culo. Arrastró la tumbona bajo la sombra de una palmera y censó los cuerpos que alcanzaba su vista. Al rato había seleccionado cuatro mujeres estimulantes, tres mujeres y una muchacha, todas acompañadas, porque nunca había detectado una mujer estimulante que no fuera acompañada. ¿Dónde ocultan las mujeres espléndidas su soledad? ¿O es que no la tienen? ¿Se estaba comportando como un perfecto comerciante extravertido de Seattle o como un tímido, mirón ex profesor de aprendidas y perdidas sabidurías asomado a la excepción de la norma de la vida? Tumbado se sentía aplastado por su propia edad, como si la asumiera y escogió levantarse para reconocerse y que le reconocieran el poder de su cuerpo. Corrió atléticamente hasta el borde de la piscina laguna y se arqueó en un salto de rana, para introducirse en las aguas como un perfecto estilete. Olían a cloro caro, a un cloro mejor que los cloros de piscinas deportivas, como la de las instalaciones del Soho a las que iba a nadar para mantenerse en forma. Alguien podría estar contemplando sus evoluciones y extremó el rigor de sus brazadas, las alternancias de los estilos, para terminar en una docena de briosas arremetidas de mariposa que le llevaron al pie de la cascada. Desde allí contempló la perpendicular del desplome de las aguas, se zambulló y atravesó el final de la cortina rota pero aún pesada cuando la sintió sobre los riñones al acabar de atravesarla y emergió en una gruta donde dos niños buscaban inexistentes cangrejos con una red sostenida por un palo. Protegido por la caverna se sentía cansadamente feliz, todo su cuerpo casi sexagenario oxigenado por el esfuerzo, el milagro del calor a pocas horas de vuelo de Nueva York, una sensación de que había burlado la lógica de las estaciones, una total capacidad de olvido de quién era y para qué estaba en Miami. Se sentía a sí mismo, desnudamente, sin adjetivos, sin nombres falsos y pronunció su nombre auténtico, Alfred, una, dos, tres, diez veces, protegido por el ruido de las aguas desplomadas. Se izó a pulso sobre las piedras de la cueva y siguió el sendero subterráneo que llevaba al aire libre y a los jacuzzis excavados en la roca. Las aguas cálidas llegaban a la cintura de los que permanecían sentados en los bancos interiores y buscó un asiento para su cuerpo, enfrentado a una pareja ensimismada en su luna de miel, sin duda su primera luna de miel. Por doquier salían chorros de aguas que impactaban contra los cuerpos sumergidos, deformando la piel y las carnes y llevándose células muertas a sumideros invisibles. Estaba a gusto y la pareja se besaba. En un momento dado el hombre le enfrentó los ojos mientras la muchacha le succionaba los labios y él le guiñó un ojo con la complicidad que le hubiera demostrado el mejor comerciante de productos deportivos de Seattle. Pero el hombre estaba avergonzado por el largo beso de la mujer y la apartó suavemente, sin que ella lo entendiera hasta que razonó la presencia del intruso y lo examinó críticamente, como a un mirón demasiado viejo para sentirse halagada. Luego se puso en pie sin soltar una de las manos de su hombre y le forzó a seguirle fuera de aquel ménage à trois. Tenía las piernas demasiado largas para el cuerpo, pero un culito adorable, respingón como una repisa sobre la que poder dejar un cachete o un vaso de ron Collins. No estuvo solo demasiado tiempo, la mujer con rulos del ascensor se situó al borde de la bañera mientras descabalgaba de sus altos tacones forrados de toalla y recibía las disculpas de su marido por un agravio reciente y abstracto. Se metió en la bañera entre agravios nuevos y disculpas del marido felpudo que buscó acomodo más cerca de él que de su mujer. Guiñó el ojo al hombre y a la mujer cuyo rostro se transformó para convertirse en el de una diosa encantada por el homenaje. Nada tenía que ver aquella expresión de anciana starlette desdeñosa que hacía algunos segundos dedicaba a su marido. Salió de la bañera con sed de bebida larga, pero cargada, y buscó con los ojos el chiringuito convencionalmente tropical en el que se preparaba la alquimia de los cócteles. Movía la coctelera un negro de cabeza apepinada y le pidió la especialidad del día.
—No la hay. Pero toda la semana la dedicamos a Cócteles de Hollywood.
—¿Qué es eso?
—Cócteles que les gustan a los artistas.
—¿Y cómo se sabe eso?
—Aquí está escrito.
Le enseñó vagamente con la cabeza un recetario deslucido que colgaba de un clavo inserto en la columna de tronco sobre la que se mecía el techado de palmas secas.
—¿Cuál me propone?
—Me da lo mismo.
—Dígame un nombre.
—Un Tarzán. Tiene mucho éxito.
—¿Qué lleva eso?
—Alimenta mucho. Lleva rodajas de plátano, unas gotas de jarabe de menta, media medida de whisky, un cuarto de ginebra, un cuarto de cuantró, hielo, se bate bien y ya está.
—Venga. ¿Qué puedo comer con eso?
—Tengo unos beach comber a medio preparar. Son emparedados de ensalada de pollo.
—Póngame un par y un Tarzán. ¿Por qué se llama Tarzán?
—Debía gustarle a Tarzán. O quizá lo inventó Tarzán.
—Probablemente.
El sándwich valía once dólares noventa y cinco centavos y le dio un vuelco en el estómago, hasta que recordó que tenía todos los gastos pagados. Se comió entonces el emparedado con renovada satisfacción y repasó todas las promesas de felicidad gratuita que le reservaba el hotel. Esto no es un cóctel, esto es un postre, masculló cuando masticó las rodajas de plátano que habían quedado en el fondo del vaso, con los restos de hielo y el eco del sabor de la menta dominando sobre cualquier sabor o aroma. Volvió a la barra y le habían cambiado al negro.
—Hágame otro cóctel de Hollywood, pero sin tropiezos. Quiero beberme un cóctel, no comérmelo.
Al negro no le había gustado su tono, pero estaba acostumbrado a que no le gustara el tono de los clientes.
—¿Un Tyrone Power?
—¿No tiene nada más joven?
—Me parece que el más joven es el Robert Taylor.
—¿Es que los actores más jóvenes no beben?
—Beben zumo de naranja y esnifan cocaína.
—A ver, un trago largo y seco.
—Un Boris Karloff. Hielo, un toque de Dubonnet, un tercio de ron, otro de coñac y otro de limón, hielo y una corteza de limón.
—Será terrorífico. Venga.
Pero el negro no sabía quién era Boris Karloff, sólo sabía qué era el cóctel Boris Karloff. Se sintió más entonado y con la cabeza y los ojos llenos de generosidad. No había comido excesivamente como para impedirse ir a la sauna a limpiarse los poros antes de un descanso sobre las finas sábanas de su cama. Recompuso su andar y recuperó el hotel para descender a los niveles de las saunas y los masajes. Una hispana, pequeña, morena, bien formada pero con la desenvoltura de una blanca, le seleccionó una sauna solitaria. Se sentó desnudo con la espalda apoyada en la pared de tablas contemplando los carbones humeantes cada vez que vertía sobre ellos un cucharón de agua. Fuera por el espectáculo del agua o por el mucho líquido que había bebido sintió ganas de orinar y cuando ya se alzaba para anudarse la toalla en torno de la cintura e ir en busca del lavabo, sus ojos se detuvieron en los carbones recién rociados y contuvo su salida de la sauna. Por la mirilla comprobó que nadie se acercaba y luego se inclinó apresurado sobre los carbones y meó largamente aunque a trompicones, porque de vez en cuando le cortaba el chorro la amenaza de los pasos en el exterior. Casi no tuvo tiempo de sentirse aliviado cuando empezó a emerger del carbón humillado un hedor a podrido y a ácido que ofendió sus propias narices, y lejos debió llegar el hedor porque cuando reflexionaba perplejo sobre la estrategia más conveniente a seguir, se abrió de par en par la puerta de su alquilado reino y la alarmada hispana con la nariz arremangada exclamaba:
—¿Qué ha pasado aquí? La peste llega hasta la recepción.
—No sé. Pensaba llamarla. De pronto ha empezado a salir un hedor insoportable. Tal vez se haya mezclado excremento de algún animal en el carbón,
—Aquí no hay animales. Usted se ha meado.
La fulmina con la mirada pero se deja fulminar. Ella le mira a la cara desafiadoramente y luego al instrumento de la catástrofe ecológica escondido tras la toalla.
—El carbón no está aquí para que los clientes se meen.
—¿Ha bebido unas copas de más?
—El que ha bebido unas copas de más ha sido usted. Salga en seguida que enviaré a alguien para que limpie esto.
La obedeció con los pies, aunque en el rostro conservara la indignación que le provocaba su osadía y le dio la espalda caminando dignamente hacia la salida, como si le dejara en exclusiva aquel subsuelo de podredumbre, al que ella permanecería atada toda la vida, hasta que se convirtiera en una vieja, asquerosa, encorvada mestiza oxidada por el reuma. La premonición de una vejez miserable de la hispana consoló al hombre mientras reprimía cualquier asomo de complejo de culpa. Era imposible que sus orines olieran de aquella manera y a saber de qué asqueroso árbol había salido aquel carbón, aunque era inconcebible que un hotel tan caro utilizara carbones menores. Se tumbó en la cama para recuperar la serenidad y dejó que la televisión le ofreciera imágenes y sonidos de fondo que no percibía voluntariamente.
Pronto le entró la risa ante el recuerdo de las maneras de la mucama.
—Parecía Mc Arthur bombardeando Corea del Norte. Era una payasa.
Gritó varias veces la palabra payasa y como nadie se la contestara se fue a duchar, se secó el cuerpo meticulosamente y lo perfumó con una botella spray que había comprado en el aeropuerto. Se puso unos pantalones a cuadros verdes y blancos, una guayabera violeta y zapatos deportivos. Comprobó si la pistola seguía en el fondo de su maletín y dudó en cogerla, aunque la obligación de cobijarla en la chaqueta o bajo la chaqueta le hizo desistir y se metió en el bolsillo una navaja con resorte. Don Angelito no sería temible a sus largos setenta años, lo temible podían ser las circunstancias que rodeaban al viejo bastardo, la piraña de Miami, como le llamaban en el departamento. Aún faltaba una hora para la cita y decidió recorrer el hotel de arriba abajo comprobando que la realidad respondiera a la propaganda de los catálogos. Todo brillaba y era nuevo en este subtrópico de lujo, en comparación con la herrumbre y descuido que cubre las cosas y los paisajes en los trópicos y subtrópicos pobres en cuanto el subdesarrollo se convierte en una pátina irrecuperable. Se sentía orgulloso de que Miami fuera así y el Fontainebleau y el escaparate de hoteles rascacielos ofrecidos al Atlántico como una ofrenda de autohomenaje americano. Desde la azotea más alta contempló el desierto oceánico, apenas surcado por borrosos barcos lejanos y luego en la calle anduvo a lo largo de la avenida Collins, primero hacia el norte en busca del Indian Greek y los muelles para lujosas embarcaciones particulares. Le apetecía avanzar a lo largo del canal en dirección a Surfside, pero desanduvo lo andado y callejeó al sur del hotel, atraído por los pequeños hoteles para viudas, expuestas en porches abalconados donde lucían sus penúltimas permanentes y las joyas que les habían comprado sus maridos antes de dejarles la vejez resuelta en un Miami menor. Era como recorrer galerías y galerías de condenados a muerte disfrazados para el disimulo del sacrificio, aunque tenía el consuelo de que él no dejaría ninguna viuda con la pensión acondicionada para que fuera a agonizar larga, mansamente en Miami. Regresó al hotel y cuando el reloj le avisó de que eran las cinco menos cuarto y tras una vacilación en el hall de recepción, decidió subir a su habitación, ponerse la pistola sobaquera, la chaqueta verde con ribetes de jugador de golf y descendió en el ascensor para ir a buscar la terraza del snack donde se empezaban a servir cócteles a media tarde y sonaba una orquestina de latinos a cuyo son bailaban parejas no disuadidas por el sol rabioso en su próximo poniente. Buscó la mesa más esquinada, con la espalda en la baranda y todas las demás mesas al alcance de su mirada. Pasaban los hospedados como intrusos en un escenario que sólo le correspondía a él y a don Angelito, como sustituyendo o impidiendo la llegada del viejo. Pero eran las cinco y cuarto, la hora convenida, sentenciaron sus ojos, cuando sobre el último escalón de la escalera descendente apareció un viejo delgado y pequeño, cubierto con un sombrero de paja y examinando el ámbito con sus ojos protegidos por unas gafas de montura de oro. Se introdujo el hombrecillo entre las mesas con un caminar eléctrico, como si desde algún centro de su cuerpo algo o alguien dictara órdenes a sus piernas obedientes una décima de segundo después de que el cerebro insinuara la dirección del movimiento. Mientras caminaba, el viejo eliminaba objetivos y cuando lo reconoció nadie podía adivinar que se acercaba a él con algunas dudas, no fiándose de la capacidad de su memoria para adaptarse al deterioro del tiempo.
—¡Robards! Benditos los ojos.
—Voltaire, llega usted como un reló.
Se habían entrelazado los brazos y se miraban desde la terrible desigualdad de casi treinta centímetros que separaban a Robards de Voltaire. Alguna cabeza se molestó en atender aquel encuentro, pero pronto lo abandonaron porque el dúo se instaló frente al mar, prescindiendo del entorno y estableciendo una conversación que a nadie interesaba.
—Creía que me habían olvidado.
—Es usted inolvidable, don Angelito.
—Siga llamándome Voltaire, de lo contrario podía escapársele delante del camarero y en Miami todo el mundo tiene cuatro orejas y cuatro ojos. Ya me parece una imprudencia que me haya citado al aire libre.
—¿No exagera?
—¿Mucho tiempo sin venir por Miami?
—Veinte años.
—El tiempo suficiente para estar en una dudad desconocida. Yo estoy aquí desde antes de que pusieran las calles y me cuesta, cada día me cuesta más entender a dónde va esta ciudad. Creí que me habían olvidado. Hace cinco años me dirigí a la Compañía y les pedí una ayuda. No me basta con las comisiones que me pagan por los informes que de vez en cuando paso. Me los pagan a precio de viejo, a precio de jubilado y en cambio nadie me reconoce los servicios prestados. El día en que me caiga, en que me hunda, ese día no consto en ningún libro, en ninguna nómina y mis vecinas tendrán que llevarme a la caridad pública, con la poca caridad pública que hay en esta ciudad. ¿Qué va a ser de mis gatos? Al menos que me dejen pudrirme en mi casa para que los gatos se me coman, pobrecitos, de algo han de vivir.
—Tomo buena nota.
—Con que tome nota ya me basta. Pero no creo en más promesas.
—También yo tengo mis dudas. No tengo todos los cabos atados y últimamente me dieron un susto cuando me pasaron el balance del estado de mi jubilación asistida. Creía que me faltaban sólo cuatro años de cotización y me faltan ocho.
—Cuando prometen todo es fácil. Cuando han de cumplir empiezan las dificultades. ¿Hará usted algo por mí?
—Me parece que empieza por el final, Voltaire.
—Yo sé muy bien por dónde he de empezar, pero no tema, al final volveré a recordárselo. Y ahora soy todo oídos.
—El caso Rojas.
—Rojas otra vez. Es el muerto sin sepultura. Es como una maldición. Cuando no se entierra a un cadáver, anda errante y reaparece cuando menos lo esperas. En mala hora lo tiraron a los tiburones, porque vive en cada tiburón y de pronto se levanta como un hombre, sale del mar y vuelve a la tierra a buscarnos. A veces tengo el sueño de Rojas saliendo del mar cubierto de algas y lodos marinos, con los ojos vacíos pero orientados hacia mí. Lo que mal empieza mal acaba y si yo hubiera sabido en qué iba a consistir aquella chapuza no me habría metido en ella. Se lo dije mil veces a Espaillat cuando vino aquí de cónsul: el cadáver tenía que haber aparecido en un basurero del extrarradio de Nueva York, por uno de los solares de Harlem. Lo que no se podía hacer era esfumarlo como a los dioses o como los reyes en las leyendas. Un día volverá, como en las leyendas del trópico y nos sacará los ojos, a usted no, porque no llegó a conocerle, pero a mí me correrá a bastonazos el jodido vasco. ¿Qué quieren de mí? ¿No hice lo suficiente? A mi edad me he especializado en cubanos y haitianos, sobre todo en haitianos, porque los cubanos ya están metidos en el tejido de la ciudad, para siempre. Ellos creen que no, que un día volverán a La Habana, pero yo sé que no, aunque caiga Castro, no volverán. Les pasará lo mismo que a mí, que no sabrán de dónde son y serán de todas partes y de ninguna. A veces me digo, Voltaire, Voltaire, ¿a dónde regresarías si pudieras regresar? Y es tremendo, porque no tengo a dónde regresar. ¿A España, la tierra de mí madre? ¿A Cuba, la de mi padre? A donde fuiste feliz, Voltaire, me repito una y otra vez, pero ¿dónde fui feliz? ¿Usted lo sabe? Yo no. Tal vez me gustaría volver a ser corresponsal de guerra y en la misma guerra, la de España, pero es una trampa que me tiendo a mí mismo. Era joven. Pero probablemente no era feliz.
Observaba de reojo el efecto que su monólogo causaba en el gringo y cuando comprendió que estaba fatigándolo, se pasó la mano por los ojos sin quitarse las gafas y pareció acuciado por un irreprimible deseo de concretar.
—Pero usted no ha venido para oír las cuitas de un viejo que tiene miedo a serlo aún más. ¿Qué cuadro me han pintado y qué pinto yo en ese cuadro?
—El caso Rojas. Temimos que resucitara cuando llegara la revolución, perdón, la democracia a España, y entre otros partidos fue rehabilitado el PNV. Nadie movió un dedo por resucitar el caso. Se limitaron a homenajear a Galíndez y sólo hace poco, muy poco, le erigieron un monumento en su pueblo, bueno, en lo que él consideraba su pueblo.
—Amurrio.
—Suena parecido. Los nombres españoles me matan y los vascos aún más. Me parecen pedradas.
—Amurrio, si lo sabré yo. Mi mamá era oriunda del valle del Bidasoa y Amurrio está más al sur, en la provincia de Vitoria.
—Así será si usted lo dice. Parecía que definitivamente el caso Galíndez estaba cerrado cuando sonaron señales de alarma. Alguien estaba persiguiendo al viejo Ernst para que declarara, hablaba con los descendientes de Porter para que hicieran lo mismo, removía los expedientes públicos del FBI. Detectada la alarma, se buscó al causante. Una profesora subalterna de Yale, aconsejada por un antiguo conocido de la Agencia, el clásico agitador con guantes, profesor de Yale que había dirigido a su alumna y amante al caso Rojas. Una investigación académica, pero por el camino empezaban a levantarse suspicacias. ¿Sabe cuántos responsables o corresponsables de la solución final de Rojas siguen con vida? Unos diez, diez a pesar de la matanza sistemática de implicados que Trujillo realizó en vida. Si el caso se reabre puede peligrar el equilibrio político en Santo Domingo y al lado tenemos Haití, donde la situación no está clara, eso sin contar implicaciones norteamericanas que convierten el caso otra vez en una cuestión de Estado, como en 1956. Muerto Trujillo en 1961, temimos que el caso se reabriera, pero entonces el peso político de los implicados dominicanos aún era muy fuerte, entre otras cosas Espaillat estaba vivo y Balaguer, responsable de la justicia dominicana en el momento de la desaparición de Rojas, iba a ser nada menos que el heredero político de Trujillo. Pero ahora la situación ha cambiado. La sombra del miedo al dictador ha desaparecido y la investigadora se aproxima a República Dominicana. Hay demasiadas ganas de hablar. De resucitar al muerto, ni siquiera por intención política, sino por juego, por jugar a resucitar muertos. Los efectos indirectos pueden ser catastróficos.
—¿Quién será el guía de esa mujer por la República Dominicana?
—Un escritor excomunista, propietario de una editorial, José Israel Cuello.
—El hijo de don Antonio Cuello, un eminente profesor.
—Ése será.
—¿La mujer ya ha llegado a Santo Domingo?
—No. Aún está en España, pero su próxima etapa es Santo Domingo. Ahí será vigilada muy de cerca, pero no debemos dejar que se sienta a sus anchas, hay que distraerla, ganar tiempo. Hay que alejarla de Santo Domingo, pero no ahora, porque podría recelar, sino cuando esté allí y precisamente en relación con algo o alguien que descubra allí. Ese algo o alguien le llevará a usted, aquí, en Miami.
—Otra vez el viejo Voltaire empaquetando el cuerpo de Rojas, el cuerpo devuelto por las olas del Atlántico. Me entristece. Aún respeto su amistad y su memoria. Le conocí en la guerra de España y a él le hacía gracia que yo fuera medio vasco y medio moreno. ¿Qué he de hacer ahora?
—Usted aparecerá como un íntimo amigo de Galíndez, como su hombre de confianza y su enlace fundamental con los servicios secretos norteamericanos. Por lo tanto está en condiciones de revelarle aspectos muy sórdidos del personaje, los más sórdidos de sus trabajos como informador contrarrevolucionario. Usted ha de plantearle un dilema moral. Si tira adelante su investigación, Rojas quedará cubierto de mierda ante la historia.
—¿Qué más le da? Es una investigadora, el resultado de la investigación no le incumbe.
—Es algo más que una investigadora. Se ha enamorado del mito Galíndez, es una reivindicadora. Está dispuesta a alzar el cadáver por encima de todas las cabezas para que sea contemplado por todo el universo. Usted precisamente debe ir a por ese punto flaco. Ha de describir un Rojas impresentable.
—Contradictorio.
—Impresentable.
—No me creerá.
—Confiamos en sus virtudes.
El viejo estudiaba el océano y ya veía en él el dibujo de sus futuras representaciones, incluso se movían sus labios traduciendo el diálogo imaginario que ya empezaba a sostener con aquella mujer.
—¿Cómo se llama esa mujer?
—Muriel, Muriel Colbert. Tiene unos treinta y cinco años, no ha tenido una carrera brillante, es de origen mormón, su familia aún vive en Salt Lake, dentro del reducto mormón, del corazón de la secta. Ella no ejerce. Es una radical, pero le digo lo de los mormones porque suelen ser gente extraña, imprevisible, como toda minoría a la defensiva.
—¿Es bonita?
—Tal vez, no es mi tipo. Alta, delgada, pelirroja, con muchas pecas, en las fotografías parece una de esas jóvenes granjeras perdidas en un mundo de ciudades.
—Muriel es un nombre precioso, aunque me suene a Mariel, el puerto en el que Castro embarcó a esos piojosos anticastristas, que vaya jugada nos hizo el caballo. Nos llenó esto de criminales, sobre todo a nosotros, a los viejos de Miami, los que estábamos aquí cuando aún no habían puesto las calles. Yo me vine definitivamente a Miami al regreso de la campaña de Europa y alternaba Santo Domingo y Miami los servicios especiales que me encargaban Driscoll y Butler. Driscoll estaba más en contacto con Rojas, y Butler, conmigo. Butler era el agregado naval en la embajada de Santo Domingo y quien realmente informaba a los jefes de aquí, en los primeros años cuarenta. Murió al final de la guerra del Pacífico. Perseguía rojos españoles en Santo Domingo y le mataron los fascistas japoneses en el Pacífico. Traté a Rojas en aquellos años acogiéndome a nuestro encuentro y amistad en la guerra de España, luego fui a Europa a ver cómo la acababan de liberar, me instalé en Miami, me pidieron que interviniera en la operación de convencer a Rojas de que no publicara su libro, como a Pepe Almoina, y me utilizaron para que el grupo entrara en el apartamento de Rojas sin que él se alarmara. Luego pedí, pedí a usted mismo, cuando le encargaron la parte oculta del iceberg, que yo no volviera a intervenir.
—Pero cada vez que ha reasomado, le hemos utilizado.
—Ahora no. Estoy cansado y además el asunto Rojas incluso me aburre.
—Hace un rato parecía interesado, incluso he creído percibir que ya barajaba algunas ideas.
—Ha percibido mal. Además estoy resentido. La Agencia me ha tratado mal. Ya le he contado. No tengo dónde caerme muerto.
—Haré todo lo posible, Voltaire.
—Miami es muy duro. Usted es un hombre cultivado. Usted es de los que saben que en Miami han vivido Sandburg y Capote, pero si dices estos nombres en público se piensan que estás mencionando a dos lugartenientes del Comandante Cero o de Capone. Aquí se sienten felices porque en Minnesota están a veinte grados bajo cero y mientras tanto en Miami estamos a veintinueve sobre cero. Ése es su orgullo fundamental. El orgullo climático. Viven como los pobladores de una postal de souvenir ektachrome y todos creen estar rodeados de bañistas preciosas, de esas bañistas que sólo se ven en Miami. Quien tiene cultura lo disimula. Yo me gano la vida metiendo un poco de cultura en las emisoras anticastristas, pero me aceptan como un chalado y para que no se diga que sólo hablan de política. De vez en cuando me voy a una librería muy bonita y muy completa que hay en Coral Gables, se llama Books and Books, miro las novedades, acaricio las tapas y los lomos de los libros, no los compro porque no tengo bastante dinero y porque soy más partidario de saberes enciclopédicos que de novedades. Pero sé qué es la cultura, es decir, aquí soy un marciano. Quien me viera actuar podría pensar que soy un emperador, el emperador de la calle Ocho. Pero tengo dentro de mí un disgusto, un disgusto muy grande porque mis condiciones no son aprovechadas.
—A dónde va a parar, Voltaire.
—Reflexione, que usted puede hacerlo, no es como esos subalternos zoquetes que tienen por aquí. Se me pide un trabajo super especializado. No se trata de hacer un seguimiento o de redactar un informe. He de representar un papel, he de hacer de actor y además me he de escribir la comedia, he de escribir yo la pieza.
—La pieza está escrita hace más de treinta años.
—No. Esta parte no. Y para que la pieza pueda funcionar ha de intervenir todo lo que sé, de este asunto y de todos los asuntos, porque un diálogo con esa señorita no será un diálogo con una planchadora haitiana o con el veterinario cubano de mis gatos. Será un diálogo cuidadoso para que yo pueda sonsacar y convencer. Eso no lo hace cualquiera.
—Por eso recurrimos a usted, don Voltaire. También yo debo prepararme los temas. Cada vez hay que ponerse más al día, hay más elementos, más difíciles de memorizar. Y no crea que estamos demasiado bien pagados. Este hotel es una excepción, pero casi siempre hemos de justificar nuestros gastos hasta extremos miserables.
—El Estado es muy mal patrón. Sólo hay un patrón peor que el Estado. El propio padre.
Cabeceó Robards convencido.
—A mí no ha de convencerme. Yo empecé esto por la aventura, porque entre enseñar literatura o hacer historia, preferí hacer historia, o entre escribir poesía o vivirla, prefiero vivirla,
—Muy bonita esa imagen, Robards, muy bonita.
—¿Y acaso no vivimos poéticamente? ¿Usted y yo?
—Según se mire.
—¿No abrimos cada mañana una página en blanco y sólo tenemos veinticuatro horas para escribirla?
—Había olvidado su vena poética, Robards. Ahora recuerdo qué grata era siempre la plática con usted y qué raro me sonaba que usted recitara versos, en aquellos años en los que en el negocio había gente muy dura, muy dura, que hacían como Goering, cuando oían la palabra cultura se sacaban la pistola. ¿Hará lo que pueda por mí?
—¿Qué quiere?
El viejo cerró los ojillos y escrutó la faz de Robards, como paralizando su capacidad de mentir o de creer que sus mentiras iban a ser aceptadas.
—Quiero una paga fija de dos mil quinientos dólares al mes y una plaza asegurada en la residencia Hartley cuando ya no pueda valerme por mí mismo. Con derecho a conservar mis gatos. En el caso de que mis gatos me sobrevivan, serán ingresados en el Parque del Buen Amigo, una residencia de animales realmente ejemplar. Por escrito.
—Por escrito, ¿qué?
—Todo.
—¿Lo de los gatos por escrito?
—Lo más escrito. Eso me interesa por encima de cualquier cosa.
El hombre se recostó en el sillón y heló la mirada sobre el viejo, pero el hombrecillo seguía escrutándole la cara, casi palpándosela con los ojos, para eliminar cualquier posibilidad de máscara.
—¿Cómo quiere que pida una jubilación para gatos? ¿Se imagina usted una petición así por escrito?
—Mi problema es atender a la señorita. El suyo, darme alguna satisfacción.
—Puede estudiarse.
—Estudien lo que quieran pero antes de que yo deba intervenir.
Se levantó de un impulso y saludó con una inclinación de cabeza eléctrica y ya emprendía la marcha cuando le detuvo la voz de Robards.
—Sabe que podemos obligarle.
La nuez del pescuezo subió y bajó, pero la cabeza no se volvió, aunque el cuerpo se había detenido, como esperando que el otro prosiguiera su amenaza.
—La Agencia es implacable cuando tiene memoria y puede utilizarla.
El viejo se volvió con la barbilla temblorosa y escupió las palabras.
—Ya sólo tengo miedo a mi propia memoria. Métanse su memoria en el culo. Hace diez, quince años aún me habría atormentado que se conocieran algunos aspectos de mi vida. Ahora se han muerto todos los que estaban interesados por mi aspecto. Soy el único dueño de mi aspecto, el único responsable de mi cara y de mi culo. Señor.
Y el último salivazo había sido precisamente el tratamiento. Señor. Persiguió con la mirada la retirada del viejo y reprimió el impulso de seguirlo para acorralarlo un poco y fulminarlo hasta el acobardamiento. Se había escapado para no demostrar su debilidad, no como prueba de su fortaleza. El viejo maricón se había escapado sin su patada en la bragueta, en aquella bragueta de marica baboso. Apuntó unas notas en una servilleta de papel y se la metió en el bolsillo superior de la chaqueta como si fuera un pañuelo paloma, incluso le daba una nota de elegancia. La silla que había dejado el viejo no tardó en ser ocupada. Le molestó que el hombre se sentara sin cubrir el expediente de una presentación.
—Estás flaco, Brigges, pero no eres invisible.
—¿Por qué había de ser invisible?
—Nadie nos ha visto juntos hasta ahora para que te sientes a mi lado con tanta familiaridad.
—Me he sentado con naturalidad, no es lo mismo. Amigo, vaya sitio te han buscado. Yo no he estado nunca en un hotel como éste. Hago esta plaza al menos tres veces al mes y siempre me meten en hoteles de tres estrellas de la Little Havana. Esto es trabajar. ¿Qué ha dicho el viejo?
—Pone pegas. Quiere un sueldo fijo, pensión, para él y para sus gatos.
—Nos saldrá más barato que si la hubiera pedido para sus putitos. No es que se haya regenerado, es que ya sólo le sirve para mear.
—Le he advertido, le he recordado lo de los expedientes y no me parece que le importe. Demasiado viejo para apreciar una buena reputación.
—Pon por escrito sus peticiones, primero que actúe y luego ya veremos.
—Quiere un compromiso por escrito y antes de actuar.
—Le voy a convertir el pescuezo en un alambre. El otro día ya estuve a punto de hacerlo cuando nos encontramos en el Barnacle. Es un sabelotodo de mierda que mira a los demás por encima del hombro. Le voy a ahorcar a todos los gatos para que se le acaben las preocupaciones. Mejor, primero le ahorcaré a uno para que se sienta advertido y como siga pejiguero se los iré ahorcando todos, uno a uno.
—Deja en paz a los gatos. Os indico qué documentación quiere, la firma la Compañía o quien pueda firmarla como entidad social, la firma él, se queda tranquilo y sanseacabó. Este expediente no va a durar eternamente. Aunque lo parece.
—No sé de qué va, ni me importa. Sólo sé que se llama caso Rojas 5075, no necesito saber más. Me paso el día ante el ordenador grabando informes en clave y ya tengo el culo con la forma del asiento de mi silla giratoria. No sé cómo se fían todavía de esa momia.
—Era un artista.
—Un marica con plumas de music hall. ¿Has visto cómo se mueve, cómo camina? Parece Fred Astaire con artritis. ¿No me pagas una copa?
—Es lo más lógico.
Deseó que el otro tomara una copa corta para que acabara cuanto antes la obligación de su compañía y de cualquier conversación. No tenían los mismos propósitos y la visión del mar desde la terraza le indujo a informarle sobre lo ocurrido días atrás, el caso de las mujeres martinicanas lanzadas al mar dentro de cajones que casi no flotaban, por un capitán negrero dedicado al tráfico de inmigrantes.
—En el Krome concentran a todos los inmigrantes ilegales detenidos. Los hay de treinta y cinco países, treinta y cinco países americanos que quieren vaciarse a costa nuestra, sobre todo caribeños y centroamericanos, pero también colombianos, peruanos, bolivianos. Al sur de Río Grande empiezan los muertos de hambre y como sigan metiéndose aquí dentro, los muertos de hambre vamos a ser nosotros. Incluso llegan desde el sudeste asiático y casi siempre las Bahamas es la base de cualquier intento de llegar hasta aquí. Hay buques negreros que nunca llegan a esta playa y el mar se encarga de devolver los cadáveres. Los cadáveres no ocupan espacio, pero sí se convierten en un expediente. Papeles, papeles, papeles. Los mejores capitanes son los de Gran Caimán y Nassau, son auténticos especialistas en este tráfico. Si las cosas van bien, desembarcan la mercancía. Si van mal, a nadar. Y esos pobres diablos casi nunca saben nadar. Si no saben ganarse la comida en sus países ¿cómo van a saber nadar?
Se ha acabado la bebida y tal vez desea otra que nadie le ofrece, tampoco nadie contesta a su monólogo y el sol ya es sólo un resplandor anaranjado, el resto de sí mismo. Se levanta y le tiende la mano para ser estrechada.
—Adiós, Mr. Robards, quedamos a la espera de sus instrucciones. Nuestro departamento en Nueva York les dará curso lo antes posible.
—En eso confío, tal vez mañana ya las tenga en orden.
—¿Qué tal por Seattle?
—Frío. Mucho frío.
—Miami es otra cosa. Cuando ustedes en Seattle van con abrigos y pasamontañas aquí nos bañamos en el mar.
—No saben la suerte que tienen.
Ya está solo y tiene hambre. Se encamina al comedor, cada pareja en su isla, con las velas encendidas, la piel igualmente encendida por soles demasiado intensos y recientes, conversaciones relajadas, duramente entrenados para asumir el paraíso. La carta que le ofrecen apesta a extranjerismos, la desecha y pide un New York Steak Sirloin con mucha guarnición.
—¿Podría indicarme qué guarnición prefiere?
—Todas.
Se dice que el mar le ha abierto el apetito, pero se añade que nunca ha necesitado del mar para tener apetito. La misma actuación de Debbie, está anunciada para las diez y media y gana tiempo bajando hasta la playa y subiendo a la pasarela de madera elevada que recorre la línea aparentemente sin final de Miami Beach. Hay parejas detenidas arrullándose, jóvenes que caminan como si se entrenaran para una prueba de marcha atlética y viudas, viudas, viudas de permanente plateada, en racimos, de dos en dos, solas extasiadas por la brisa y la cola de la luna en el agua. Parece una cometa, dicen, es como una cometa, como una cometa a medio izar. La luna tiene sombras que la dotan de apariencia de máscara ¿para ocultar qué? La otra cara. Aún falta una hora muerta y tonta para que comience el espectáculo y la consume tumbado en su cama, con la cabeza ladeada para ver Tambores lejanos en la televisión, asomado a una experiencia demasiado repetida, un paisaje móvil del que no le interesa lo que pase en él, como si estuviera contemplando el movimiento de los peces de colores en una pecera iluminada. Imagina una cuerda tendida desde el lavabo hasta la cabecera de su cama y de ella cuelgan todos los gatos de don Angelito, adelgazados por la muerte, hay qué ver cómo adelgaza la muerte a los gatos, y a los conejos, como si fueran animales llenos de fingimiento de tamaño, llenos de aire. Repasa su aspecto en el espejo y se piropea, bien, muy bien, Alfred o Edward, la noche es tuya. ¿O eres Robert? Robert, eres Robert, comerciante de Seattle, y has de pasar la noche que viviría Robert Robards comerciante de Seattle. Mañana se levantaría temprano y redactaría el primer informe del encuentro con don Angelito, pero ahora Debbie Reynolds le esperaba y confiaba en que le hubieran seleccionado una buena mesa. Los recepcionistas son animales sensibles a las propinas de cincuenta dólares. La mesa está en cuarta línea, algo arrinconada, pero con buena perspectiva de la pista.
—Deje una botella de bourbon, una cubitera llena de hielo y un vaso.
—¿Le va bien el Roses?
—El que sea.
La luz ha borrado las arrugas del rostro de Debbie y sólo los pellejos que le cuelgan a partir de los sobacos traicionan el disimulo óptico. Pero se mueve con agilidad, así en las piernas como en los ojos, capaces de guiñar al mismo tiempo a los cuatro puntos cardinales. Hace su papel de niña pizpireta envejecida, baila como una profesional bien entrenada y sólo la voz tiene un fondo de metal opaco, ya no es aquella voz de colegiala de Tammy, muchacha salvaje. Pero canta la canción porque él la pide en una nota que le da al camarero y no es la única nota que pide la misma canción, todas salidas de las mesas ocupadas por los más veteranos del lugar. Casi no hay jóvenes. Y las escasas parejas jóvenes que han venido sonríen como si estuvieran en un museo de memorias ajenas. Dos bises. Un recorrido centelleante por entre las mesas lanzando guiños, besos con la punta de los labios, besos directos al borde de las bocas masculinas, sólo al borde y luego un sprint de gacelita hacia los camerinos retorciéndose violentamente de vez en cuando para ofrecer el rostro alegrado por el triunfo y la despedida. La salida hacia el camerino está al lado de su mesa y Debbie se vuelve al público, inclinándose, situando su breve tórax volcado a medio metro de la cabeza del hombre llena de bourbon. El tórax y la cara denunciados por la cercanía y por la luz. Una capa de maquillaje en la que se han sublevado todas las arrugas hasta convertir la sonrisa en una mueca dolorosa.