¿Por qué te ha venido a la cabeza este fragmento de canción en la voz de Eduardo Brito como vuelve un regusto al paladar? «Esclavo soy, negro nací…» como si aún se filtrara por las ventanas abiertas de la calle Conde, Santo Domingo o Ciudad Trujillo, 1941. «Negro es mi color, negra es mi suerte…». Tal vez porque la canción sonara como fondo de alguna conversación de café, con Martínez Ubago en uno de sus viajes a la capital, desde Sabana de la Mar o con Vicente Lloréns, y a la canción asocias nombres de aquel tiempo: Serrano Poncela, Paz y Mateos, Bernaldo de Quirós, Granell, Gausach, Almoina… Y luego los comunistas, sólo los comunistas nos interesan, señor Galíndez, o sólo los comunistas nos interesan, pendejo, hijo de la gran puta, que te vamos a deshuevar con una navaja sin filo, maricón. Alaminos, Adam Lecina, Vicente Alonso, Luis Salvadores, Badallo Casado, Barberán Roca, Berdala Barco, Clemente Calzada, López de Sardi, Hernández Jiménez, Cepeda. ¿Fue en el Hollywood? ¿Con quién estaba? ¿Driscoll? ¿Angelito?
—Ahora vas a hablar de tus contactos en México con Cepeda.
¿Hablar? ¿Con qué boca, con qué lengua? Tienes la lengua como una patata hinchada, magullada por tus propios mordiscos cuando te bailaba la quijada al compás de las descargas eléctricas y no les grites desde la hondura de tu miedo, porque en sus ojos ves lo que dicen sus palabras.
—Cuando gritas nos molestas y aquí no te oye nadie. ¿Quién se acuerda de ti? ¿Quién va a molestarse buscándote? ¿Quién reclamará tu ausencia? ¿Franco?
Ross. Ross estará extrañado. Y Silfa. Toda la organización del desfile estaba pendiente de tus contactos con Ross, del permiso del alcalde.
—Y cómo te comunicas con los rojos del exterior y el interior, porque tú eres una mierda de agente soviético, aunque te disfraces de profesor, de demócrata, de vasco, de español piojoso. Tú eres un rojo. Desde hace diez años tenemos a los comunistas dominicanos o entre rejas o bajo tierra y los que quedan son asilados políticos, carroña y carroñeros, se alimentan de sus propios mártires en México, Cuba, Guatemala, Argentina, Costa Rica, Nueva York. Háblanos de Nueva York. Qué hay detrás de Silfa.
—Soy delegado del Gobierno Vasco.
—¿De qué gobierno? No me hables de fantasmas. Háblame de rojos, ésos no son fantasmas.
Les has dado todos los nombres que sabían, nombres que rebotaban contra la torpe expresión de los subalternos o contra la sonrisa aparentemente plácida del oficial.
—No quiero dejarle en manos de estos matones, profesor. Yo soy un mandado y si usted me facilitara las cosas aún podría salir bien librado.
—Soy agente del FBI. Mi organización les pedirá explicaciones.
—No se haga el cojonudo, profesor. Nadie pide explicaciones eternamente. Y usted está aquí. En la eternidad.
¿Pero entonces por qué, para qué esta saña? Te pregunta por preguntar, dentro de un rito que ellos sólo dominan y que tiene en tu cuerpo la eucaristía. Las corrientes no, por Dios. ¿Por qué Dios, pendejo?, ¿por qué Dios? ¿Qué quiere decir Dios para un comunista? Te duelen los brazos de tanto como los has opuesto a los golpes, de tanto protegerte esta cabeza desorientada sobre la que se ciernen sus puños protegidos por anillos de hierro.
—No, no me le estropeen la cabeza, carajo, que es un profesor y es en la cabeza donde estos huevones tienen todo, todito lo que piensan. Igual me lo inutilizan y luego no sirve para nada, porque con esos cojoncitos que le cuelgan, poca cosa puede hacer. Mire, profesor, que conmigo aún puede entenderse y quizá el Jefe le perdone toda la basura que le ha tirado encima si presta algún servicio a la patria. Porque el Jefe, como ha hecho toda su vida, pone el interés de la patria por encima de su vida, una vez más, una vida dedicada toda ella a emancipar al pueblo dominicano de la postración en la que le habían dejado todos los que habían venido aquí a despojarnos de lo nuestro. Entre ellos, ustedes, que en mala hora vinieron y nos pagaron la hospitalidad dejando el país lleno de huevos de serpiente. Franco les echó a correazos y ustedes pusieron los huevos allí donde les dejaron ponerlos, aprovechándose de la hospitalidad de hombres de corazón generoso como nuestro generalísimo Trujillo. ¿Por qué no está en España sembrando víboras? ¿No se atreve a volver a España a luchar allí por lo que piensa? ¿Por qué se ha metido bajo los faldones de la estatua de la Libertad? Profesor, ¿por qué? ¿Qué puede saber usted si todo lo que sabe lo ha utilizado para escribir esta basura? Lea el título, léalo, que es gratis, no le voy a cobrar ni un peso porque me lea el título, profesor. ¿Qué dice aquí? ¿Cómo ha dicho? La era de Trujillo, muy bien, el profesor sabe leer. La era de Trujillo, sí señor. Y ya hay malicia, malicia de mal nacido en el título. Ridiculizan la evidencia de que con Trujillo empieza una nueva era. ¿Acaso no es cierto? ¿En la historia de la República no hay que distinguir el antes y el después del Jefe? ¿Pero es que se cree que los dominicanos somos tontos? No te rompas las manos, Berto, que tiene la cara más dura que tus puños. Dale con la toalla mojada y pícale con la vara la planta de esos pies de risa que tiene. ¿Se acuerda usted de lo que dijo con motivo del hijo de puta de Requena, allí en Nueva York, creyéndose bien protegido bajo las faldas de la estatua de la Libertad? ¿Recuerda? Se lo voy a refrescar, profesor. No se pierda ni una palabra, soy suyas. «Hace un año, un exilado dominicano fue asesinado en las calles de Nueva York. Su asesino quizá se crea ya a salvo, porque el tiempo hace olvidar muchas cosas. Pero sus amigos nos hemos reunido en el mismo lugar donde cayó fulminado para recordar su memoria. Quizá algunos piensen que protestas simbólicas como ésta no pasan más allá y el asesino de turno se ríe de las aparentes plañideras. ¡Cuántos luchadores de la libertad han caído este año en la primera línea de combate y qué pocas líneas se han dedicado a su memoria, si es que siquiera se conocen sus nombres! Desde el dirigente socialista español Tomás Centeno, asesinado en los calabozos de la Dirección General de Seguridad de Madrid, a los millares de anónimos campesinos colombianos sucumbidos en los últimos meses de la dictadura. ¿Acaso sirve para algo luchar?». ¿Se ha contestado usted alguna vez esta pregunta, profesor? ¿De qué le sirve ahora? ¿Quién va a venir en su ayuda? Haga la lista. Para empezar, no tiene usted ni patria. Franco le rechaza como español y usted mismo no se considera español, sino vasco. ¿Qué es eso? ¿Tienen la bandera puesta en la ONU? ¿Tienen fronteras? ¿Aduanas? ¿Moneda? Ni siquiera tienen moneda los vascos, carajo, que usted cobra en dólares, en dólares de los yanquis, profesor. O quizá cobre también en rublos. ¿Quiere que siga leyendo? ¿Prefiere que hablemos de lo nuestro? ¿Está dispuesto a hablar de sus contactos en Ciudad Trujillo? Ciudad Trujillo, Puerto Plata, Macorís, Sabana de la Mar. ¿Qué le dice este nombre, Sabana de la Mar?
—Allí vive mi amigo, el doctor Martínez Ubago. Pero todo el mundo sabe que Martínez Ubago no es comunista, heredó mi representación de los nacionalistas vascos.
—Martínez Ubago. Los dominicanos adoran a este doctor, un santo, un santo que hace mucho bien. ¿Os ha curado alguna vez a vosotros este doctor? A mis compañeros no les ha curado nada, ni a mí tampoco. Pero veamos esta correspondencia que tengo en mis manos. ¿Reconoce su firma? Esta carta se la envía a Sabana de la Mar el 6 de julio de 1941, cuando usted vivía en la calle Lovatón. ¿Recuerda la calle Lovatón?, tan cerca y tan lejos. Bueno, es una carta muy sencilla, con saludos a la señora y al niño. Ya no es un niño. ¿No será el hijo de Martínez Ubago uno de sus contactos? Pero no nos entretengamos. En una carta con fecha de 18 de diciembre de 1945 usted le dice a su amigo, a este santo, que un tal Lendakari le ha propuesto ir a Nueva York, a trabajar con él. ¿Quién es Lendakari?
—Es el tratamiento político del jefe del gobierno vasco en el exilio. El nombre verdadero es Aguirre.
—Aguirre, ya he aprendido quién es Aguirre. Estuvo por acá ese buen hombre. Incluso tengo fotografías en las que usted aparece a su lado, aquí en Ciudad Trujillo. Tenía usted mejor aspecto, si he de ser sincero, los años no pasan en balde. Aguirre. Y usted llama lendakari a Aguirre. ¿Por qué no llamarle directamente Aguirre?
—Es como si usted dijera el Jefe, así no es necesario decir Trujillo.
—Decir el generalísimo Trujillo.
—Decir el generalísimo Trujillo.
—Decir el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo.
—Decir el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo.
—Lendakari. Bueno, voy a admitir que lendakari es Aguirre, aunque lo comprobaré, por si usted ha pensado que yo soy tonto. Usted le dice a este santo doctor que una vez se haya ido de República Dominicana, alguien ha de ser el delegado vasco aquí. Escuche bien, profesor: «… hay dos posibles candidatos, Zabala y tú, de ambos sinceramente creo que tú serías preferible, sobre todo porque tienes más medios de defenderte solo. En todo caso, al que quede puedo trasladarle algunas cosillas que tengo relacionadas con la delegación, especialmente una corresponsalía con la prensa francesa, que creo que nunca bajará de ciento cincuenta pesos al mes…». Aquí hay que aclarar algo. ¿Qué quiere decir «… más medios de defenderte solo»? ¿Qué está insinuando?
—Usted mismo lo ha leído. Es una cuestión económica. No es que el doctor Martínez Ubago sea rico, porque es un médico que atiende a los enfermos prácticamente sin cobrar nada o muy poco, según lo que puedan pagarle. Pero algo gana. En cambio Zabala tenía que ganarse la vida muy estrechamente y quizá no hubiera dispuesto de tiempo para el trabajo de la delegación.
—Ni para escribir artículos para la prensa francesa calumniando al Jefe, calumniando a todos los dominicanos. ¿Quién es José Galindo?
—No lo sé.
—Vamos entre Galíndez y Galindo sólo falta una patita, una patita de mosca. Galindo, Galíndez. Galindo, ese cabrón que ha escrito artículos por toda la América Latina ensuciándose, o mejor dicho, tratando de ensuciar la efigie del Jefe, porque toda la mierda que envía vuelve a él.
—Yo no soy Galindo.
—No. Usted es Galíndez. Muy bien. Ya tenemos a Martínez Ubago como conspirador, como su sustituto en la conspiración y usted se va a Nueva York, a ver mundo y a hacer carrera. Pero antes de irse envía otra clave, otra carta, bueno, otra clave a Martínez Ubago. Lea, lea lo que pone en esta línea.
—«Saludos y enhorabuena por el incienso recibido a tu orfeonismo».
—¿Y eso qué quiere decir en cristiano? ¿Qué le trata de decir para que ninguno nos enteremos?
—Martínez Ubago había organizado un orfeón, a la manera vasca. Música coral. Un coro de cantantes.
—¿Vascos?
—No. Era imposible montar en Sabana de la Mar un orfeón sólo de vascos. Había otros españoles y algunos dominicanos.
—Ahí es donde se lo trabajaban bien. Reuniendo a gente para tocarse los huevos y de paso adoctrinarles, ponerles la cabeza gorda contra el Jefe y llevarlos hacia el comunismo.
—A los vascos nos apasiona la música.
—¿Por qué no le hace cantar, oficial?
—Porque el profesor no es un orfeón.
—Si me lo deja a mí, capitán, le cantará lo mismo que eso, lo mismito que un coro de cien mil boquitas. Cantará el Claro de luna.
—Creámonos lo del orfeón, aunque vaya manera más rara de escribir. Incienso recibido por tu orfeonismo.
—Le habían dado un premio a su orfeón.
—Un premio.
—Es una metáfora.
—Una metáfora… como no sea una metáfora, que no se me ocurre a mí qué coño hace una metáfora en una carta, le aseguro que se va a acordar de nosotros. Aunque no sé si me permite hablarle en este tono, porque usted me impresiona, profesor, me pone tieso, me cuadra cuando veo que ya en la próxima carta a Martínez Ubago, desde Nueva York, 15 de febrero de 1946, le escribe en papel oficial, lleno de rótulos y títulos y subtítulos, como si usted fuera el zar, el zar de Rusia, profesor. Basque Delegation in the USA, me atraganto, profesor, que este bolo es muy gordo para mí. Y sigo. Euzkadiko Lendakaritza. ¿En qué chino escribe mi hermano? Lendakaritza, algo tiene que ver con lendakari. ¿Me equivoco? No, no me equivoco. 30 Fifth Avenue, New York, N. Y. Tel. Gramercy 3-3556. Bien. Ya hemos llegado a Nueva York.
Y desaparece de pronto de tu vista, en la medida en que tus párpados hinchados ya no soportan su propio peso y porque se ha retirado del centro del resplandor para esconderse en el fondo de una negrura infinita. Que no vuelvan los otros dos, que no vuelvan, por Dios, que no ocupen ese resplandor con sus mil brazos llenos de dolor y esos ojos de vidrio hueco. Ahí permanece el vacío iluminado, por el que todo puede llegar, en el que todo puede representarse en el próximo acto, aunque tus ojos dañados aún vean los volúmenes oscurecidos de los actores en el fondo de tinieblas. Te dan tiempo para que recuperes la razón, pero no te confíes, porque vives dentro de la suya. Te han golpeado sin decirte por qué, aunque sabías que te golpeaban en nombre de Trujillo, en nombre de la lógica de toda tu vida. Y han conseguido que la perdieras, que te sintieras sólo un cuerpo amenazado que pide compasión, que pide perdón por lo que ha hecho y por lo que no ha hecho. Sí, señor, sí, señor oficial, usted me ha juzgado mal, nunca he sido comunista, odio el comunismo, soy un luchador anticomunista. Usted probablemente no esté bien informado porque yo soy un agente al servicio de los Estados Unidos, ya aquí, sí, aquí, señor oficial, fui informante del agente Driscoll, en nada que pudiera complicar las buenas relaciones entre el generalísimo Trujillo y los poderosos Estados Unidos, ni siquiera, señor oficial, fíjese en lo que voy a decirle, insistí demasiado en la evidencia, que a usted le consta, de que Trujillo, perdón, el generalísimo protegiera, perdón, asilara a nazis y filonazis, a pesar de que República Dominicana declaró la guerra a la Alemania nazi. Y ya en Nueva York he prestado servicios informativos democráticos, en total sintonía con mis jefes, fueron mis jefes naturales, mis jefes vascos, quienes me convencieron de que una buena relación con los Estados Unidos es la única clave para que algún día vuelva la democracia a España y con ella las libertades del pueblo vasco. ¿Tiene usted un bisabuelo vasco, comandante? La semilla vasca es fecunda en todo el mundo. Pero luego irrumpían ellos, reñían al oficial respetuosamente y él se retiraba sonriente, como un niño sorprendido en la travesura de hablar con la víctima y las dos moles de carne oscura te provocaban el grito, un grito que reprimías con la dignidad que te quedaba en el cuerpo, en el miserable cuerpo que temblaba, liberado de tu control. No golpeen por golpear. Pedía una voz por encima de aquellos bloques humanos, a cuyos ojos no te atrevías a mirar porque veías en ellos lo peor, el fingimiento del odio, el odio más temible, el odio incapaz de compasión. Luego no has querido censar los destrozos, incluso has tratado de olvidar los dientes que has escupido y que luego has buscado como si necesitaras un imprescindible recuerdo de ti mismo, algo que poder acunar, desde la locura asumida de la desesperación. Ese diente que ha convivido contigo tantos años, que se ha asomado a todo el canibalismo de tu vida y tu historia, ese diente lo barrerá algún día una escoba indiferente y acostumbrada a los restos de esta habitación reservada a la infamia. Pero hasta te hacen daño las grandes palabras, como si tu cerebro estuviera recubierto de una piel demasiado sensible para las grandes palabras. Amigos, amigos de Nueva York, ¿qué estáis haciendo? ¿Cómo es posible que Ross y los otros no hayan revuelto cielo y tierra hasta encontrarme? ¿Cómo es posible que no hayan adivinado lo ocurrido y hayan forzado una intervención de la embajada? Por un momento has censado los destrozos que puedes ver en tu cuerpo y se ha asomado la idea de que quedarán para siempre impunes, ocultos por el destrozo total de la muerte. Por suerte has imaginado tu muerte en relación con las que viste durante la guerra de España y te ha parecido que era la muerte de otros, una muerte construida para otros, quizá para ocultar también una tortura sufrida por otros. Una tortura que tú a veces contemplaste con asco, pero cubriéndola con tu autoridad. Vascos, vascos de Nueva York, ¿qué estáis haciendo? Os veo bajo una inmensa ikurriña al viento que balsamiza mis ojos, como trapo cálido que al revolotear buscara precisamente mi mirada. Mi primera ikurriña la recibí a escondidas en el campo de fútbol de Amurrio, en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera y quien me la dio la acompañó de una significación fatal, escóndela, me dijo, escóndela, me insistió. Vascos de Nueva York. Reconocer que somos vascos es la primera línea de nuestro catecismo nacional. Vascos de Estados Unidos, ¿qué hacéis por mí? ¿Qué haces tú, Patxi Abrisketa, que acabas de obtener la ciudadanía norteamericana? ¿Y tú, José Ramón Esteila, qué puedes hacer por mí desde la jefatura de la Sección latinoamericana de la Voz de América? Tú, Esteila, conoces muy bien el final que puede esperarme, tú has vivido aquí en Santo Domingo, has dirigido aquí el diario La Opinión. ¿Qué puedes hacer por mí, José Ramón? Por Dios, hazlo pronto. Y tú, Roberto Echeverría, tan metido en tus negocios y poderes del dinero, ¿reservarás un rincón de tu presupuesto mental a este compañero de cazuelas del Jai Alai? ¿Recuerdas aquel día en que en tu apartamento de Forest Hills acabamos llorando después de tanto cenar, de tanto recordar, de tanto cantar el Ume eder batí? Hasta tu mujer extranjera cantaba y lloraba. Y vosotros, profesores, compañeros de oficio, compañeros, Soledad Carrasco, Margarita Ucelay, Amador Marín desde tu Rockefeller Center, ¿qué puedes hacer por mí desde el Rockefeller Center? ¿Por qué me ha sonado siempre con tanta enjundia, como algo cargado de poder, lo que en definitiva no es otra cosa que una plaza donde los ciudadanos se disfrazan de patinadores sobre hielo? Patinadores sobre hielo. Y Alberto Uñarte, director del centro vasco, ciudadano norteamericano, ¿qué haces? ¿Qué me haces? Y ahora te hablo a ti, Aguirre, por Dios, sácame de aquí, moviliza a quien sea pero sácame de aquí. No me regatees, lendakari, esto no es un partido de fútbol, dejándome atrás en tu carrera no vas a conseguir nada. Díselo, Irala, no os paséis de calculadores, de posibilistas, moved cielo y tierra. Padre, tú eres lo único que me queda en el mundo. Nunca nos hemos entendido pero te lo pido, sácame de aquí, por lo que más quieras, por si algo te dice todavía la memoria de mi madre, sácame de aquí, pídeselo a Franco, pídeselo a quien sea, pero sácame de aquí. Y cuando estás a punto de recuperar la conciencia, tus límites y con ello un pánico lúcido, algo parecido a un bulto humano parece avanzar hacia la zona iluminada, pero se detiene, aún te conceden más tiempo y te preparas para un interrogatorio en el que no tienes nada que ocultar, en el que nada quieres ocultar, en el que te preguntan por preguntarte, como si fuera un rito ultimado en sí mismo. ¿Qué quieren saber? No. No quieren saber. Entonces, ¿por qué te interrogan? Que no se repita lo de la mesa, esa horrible tabla en la que te atan desnudo, en la que sólo la cabeza se mueve para gritar y rebotar en el vacío, cuando vierten el agua fría parsimoniosamente por tu geografía desnuda y luego un silencio, sólo roto por tus ruegos y tus gemidos que preparan los gemidos reales, cuando te aplican la picana en el sexo y el cuerpo se levanta imposiblemente, rebotando como una masa opaca al compás de tus propios aullidos. Has aprendido a distinguir los dos estilos, uno de ellos apenas te roza el glande o el escroto y el punto de dolor parece como una pinza que tirara de tu sexo, el otro aplica el instrumento presionando contra tu miembro y entonces tu miedo es casi superior a tu dolor, como si el miedo se convirtiera en dolor o el dolor en materia del miedo. Y tus gritos. Jamás te habías oído a ti mismo gritando, incluso dudas que seas tú mismo el que lanza esos alaridos afónicos, rotos al principio, tal vez los contengas, y luego llenos de aire sucio, como ondas que suben por la luz hacia las supremas negruras del techo. Gritos de animal aterrado, no de animal humillado. ¿Por qué no te sientes humillado? ¿Por qué has perdido el sentido de la humillación? Jesús Galíndez. Nadie te llama aquí por tu nombre para reconocerte, para afirmarte, Jesús, te gustaría que alguien te llamara ahora, Jesús, para dar paso a una pregunta, a un deseo. Jesús, ¿tienes hambre? Jesús, ¿vienes a dar una vuelta? Jesús, como te llamaría una madre, una mujer, un amigo. No te sientes tú mismo ni siquiera sabes dónde estás, te han dicho que es la cárcel privada de Trujillo, pero esta habitación puede estar en cualquier sótano del mundo, en cualquier momento, porque el tiempo lo marcan los acosos, tiempo de sufrir, tiempo de recelar y cuando te dejan dormir se agolpan los sueños a un cristal desde el que te miran sin tocarte, rostros distorsionados. Amurrio, Madrid, Santo Domingo, Nueva York contemplando el espectáculo de tu destrucción. Y entre los rostros el de Angelito. ¿Qué hacía Angelito en la habitación del 30 Fifth Avenue? Ahora ves nítidamente su rostro, su gesto de zozobra, como avisándote sin avisarte, como no participando pero participando en la escena. ¿Dónde estará Angelito? Tal vez lo hayan secuestrado también a él y paralelamente a tus gritos crezcan otros en una habitación cercana igual a ésta. Has reconstruido imágenes rotas de un largo viaje, intentos de ser consciente de pronto interrumpidos, un rostro y un olor, rostro de médico, olor a hospital, el cloroformo cuyo solo recuerdo te produce arcadas, pero no puedes vomitar, ni orinar, ni cagar sin que ellos lo vean, sobre esa vieja lata de conserva sobre la que vierten de vez en cuando un paquete de serrín, ¿cada mañana? Será el serrín como un reloj de arena que te marca los días. ¿Cuántas veces te han cambiado el serrín? ¿Cinco? ¿Cincuenta? ¿Quinientas? Y ni siquiera puedes recrearte en este descanso, porque has de mantener los ojos clavados en esa campana luminosa que de pronto será invadida por ellos, avanzando hacia ti, con nuevos designios de dolor, despreocupados del efecto de sus golpes, como si a nadie, y nunca, debieran rendir cuentas de las roturas de tu cuerpo. A nadie. Nunca. Eres hombre muerto, Jesús Galíndez y has de prepararte para dar cara a tu muerte, para que tu gesto refleje la responsabilidad de tu muerte, para que se enfrenten a la dignidad de tu muerte. Y hay que reprimir ese quejido de animal amenazado que te sube del estómago cuando presientes la muerte, como la presiente la vaca nada más entrar en el matadero. Ahí está. Un cuerpo bajo la luz, un rostro nuevo seccionado por una mano a modo de visera, para adivinarte al otro lado de la claridad.
—¿Está ahí?
—Sí, está ahí. No se ha ido. No se va a ir, tranquilo.
Alguien se ríe y el hombre avanza ahora más seguro, para descubrirte cuando deja la luz a su espalda.
—¿Jesús Galíndez? ¿Es usted Jesús Galíndez?
Pronuncia como un español, hueles en él un español que trata de disimular un azoramiento cuando te descubre al fin y repasa con los ojos todos tus destrozos.
—Hombre de Dios, cómo se ha puesto.
—Cómo me han puesto.
El hombre cabecea y busca algo donde sentarse para quedar más cerca de tu estatura derrumbada. Atraviesa el haz de luz uno de los matarifes con un taburete en las manos y lo coloca tras las piernas del recién llegado. Se sienta. Te mira y luego abre una cartera de la que saca papeles, los ojea y te mira, los papeles hablan de ti y él trata de comprobar si lo que lee se corresponde con este animal despedazado en el que te han convertido.
—¿Es usted español?
—Soy yo el que hace las preguntas. Sería todo más fácil si usted se ofreciera a colaborar. Es usted español y aunque sea enemigo de España llega un momento en el que el ciudadano más desalmado siente la llamada de la patria.
—Por Dios, si es usted español ayúdeme. Vea cómo me han puesto. Todo esto es ilegal. He sido secuestrado. Me han torturado. Tengo muy buenas relaciones en Nueva York y a estas horas debe haber estallado un escándalo.
—Le aseguro que los escándalos no me afectan. Me limito a cumplir con mi deber. Me han ordenado que le haga algunas preguntas.
—¿Quién?
—Le voy a hacer las preguntas.
Pero no las hace, porque le parece imposible que sea lógico hacerte preguntas. Puede ser un funcionario curtido y agresivo, pero no tanto como para asumir de pronto tu espectáculo y vuelve la cabeza, su cara casi toda tan ocupada por una barba espesa, recién afeitada y grita hacia el otro lado de la cortina luminosa.
—¿Tiene que estar en el suelo mientras le interrogo?
De nuevo un bulto atraviesa la frontera y lleva entre las manos una caja de madera, la coloca a tu lado, mete sus manos agresivas en tus axilas y te alza como si no tuvieras peso para dejarte caer sentado en la caja. Suspira de satisfacción el hombre de la barba espesa, te reconoce ahora como un interrogado lógico y se siente satisfecho de la mejora de tu condición. Aún hará algo más por ti.
Del bolsillo de su chaqueta de cuadros príncipe de Gales saca un arrugado paquete de cigarrillos y te tiende uno.
—¿Fuma?
—Habitualmente no, pero fumaré.
Te tienta una gesticulación convencional, normal, fumar un cigarrillo, que alguien te lo encienda, aunque le tiemble la mano y deba asegurarla con la otra. El humo que sale de tu boca es el primer juego que te permites en esta larga noche. La voz del otro suena ahora normal, tranquilizada por su muestra de misericordia, redimido de la culpa de complicidad con tu situación.
—Sería interesante que usted nos contestara algunas preguntas.
—¿A quién?
—Limítese a contestar si sabe o puede o quiere. No le perjudicará. Al contrario.
—¿Podrá sacarme de aquí? ¿Podrá impedir que sigan torturándome?
—No exagere, una buena hostia se le escapa a cualquiera.
Sin duda es español. Sólo un español puede pensar que una buena hostia se le escapa a cualquiera.
—Ante todo he de decirle que no somos responsables de su actual situación.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Quién no es responsable de mi actual situación?
—Me limito a saber las preguntas que debo hacerle.
—Si le contesto, ¿me sacará de aquí? Sólo pido que me den un estatuto de prisionero normal, que me metan en una cárcel, que me vea un juez, aunque sea un juez dominicano, pero un juez.
—No puedo prometerle nada concreto. Simplemente, si colabora, lo tendremos en cuenta.
—¿Qué quiere usted saber?
—Datos sobre las actividades antiespañolas de los grupos del exilio de Nueva York.
—No hay datos ocultos.
—Hay datos ocultos, por ejemplo, las relaciones de ustedes, los del PNV, con el Departamento de Estado. Nos consta que ustedes suscribieron un acuerdo con la administración Roosevelt, mantenido durante el gobierno de Truman, por el que en su día serían asistidos por los Estados Unidos en un intento de recuperar el control político del País Vasco.
—Fue un plan abandonado incluso antes del ingreso de la España franquista en la ONU.
—No empecemos. No hay otra España que la franquista. Pero ustedes siguen teniendo un estatuto especial. Los Estados Unidos son nuestros aliados, pero lo cortés no quita lo valiente y siguen manteniendo elementos de presión contra el gobierno español para negociar con nosotros en mejores condiciones.
—¿Es usted un representante oficial del gobierno español?
—No.
—Entonces ¿a quién representa?
—Repito que sólo yo hago preguntas.
—Yo no puedo contestar sin saber a quién contesto y qué uso se hará de lo que contesto. Ha de sacarme de aquí. Una vez fuera le haré un informe concreto.
—No puedo sacarlo de aquí.
—¿Quién puede sacarme de aquí?
—No lo sé.
—¿Qué gano contestándole? ¿Me va usted a torturar? Yo a ellos les contesto cuando me torturan.
—Hombre de Dios, yo no soy un torturador, ni creo que le hayan torturado. Me han dicho que usted opuso resistencia.
—¿Resistencia? ¿A qué? ¿A una detención ilegal? ¿A un secuestro? ¿Cómo puede ofrecer resistencia un hombre narcotizado?
—Sólo puedo prometerle que haré todo lo posible para que se legalice su detención.
—¿Ha pedido usted la orden judicial de detención?
—No.
—¿Ni siquiera la ha reclamado el embajador en Washington o el embajador aquí, en República Dominicana?
—No me informan de las actividades de los embajadores.
—¿Quién es usted?
—Un paisano. Aunque sólo fuera por esto debería usted confiar en mí.
—¿Es usted vasco?
—No. No importa de dónde yo sea.
—Algo tenemos en común, yo nunca he sido un antiespañolista radical. He vivido casi toda mi vida en Madrid. Por lo que tengamos en común se lo pido. Sáqueme de aquí.
—No puedo.
—Entonces sería absurdo que me prestara a un interrogatorio.
—Puedo contribuir a que ellos no se enfurezcan.
—Lo cual quiere decir que también puede contribuir a que se enfurezcan.
—Yo no he dicho eso.
Hay irritación en su voz por el papel que le revelas. Sin duda hasta este momento tenía una inmejorable opinión de sí mismo y tú se la discutes insensatamente.
—Tiene usted aspecto de ser buena persona.
—No creo ser una mala persona.
—¿No le parece elemental lo que le pido? ¿Que me saquen de aquí antes de empezar a colaborar?
—No entra en mis atribuciones decir lo que es sensato o no es sensato.
—Entonces, no.
—Cuando yo me vaya su suerte estará echada.
—Entonces antes de irse míreme bien y no olvide este cuadro.
—He pasado una guerra y he visto situaciones peores. Yo mismo pasé una situación parecida en una checa de ustedes.
—Yo no he tenido nunca una checa.
—Usted fue corresponsable de la barbarie roja.
—Y usted de la otra, una barbarie que ha durado siglos.
—No le han tratado demasiado mal, aún le queda lengua.
—¿Quiere verla?
Y abres la boca tratando de que entre tus labios se asome como una acusación tu lengua magullada, ensangrentada, le escupirías incluso las costras de sangre coagulada de tu boca si pudieras, pero él ha fruncido primero los ojos, luego los ha cerrado y ha bajado la vista hacia los papeles reagrupados y vueltos a introducir en la cartera.
—Cada cual tiene el final que se merece.
Ahora está de espaldas y le pedirías, por favor, se lo ruego, quédese, mientras esté usted aquí no me pegarán. Pero nada dices porque el hombre tiene una espalda de mármol y ese mármol se adentra en la luz y reconquista la sombra original donde se convierte en bulto dialogante, rumores que te llegan fragmentados pero suficientes. He hecho cuanto he podido. Ya le hemos dicho que es un pendejo sin remedio. Hay quien sólo escarmienta a palos. Nunca podrá decirse que no lo intenté. Se lo ablandaremos hasta dejarle como un conejillo. No me hago responsable de lo que pase. Usted a lo suyo, compadre, y nosotros a lo nuestro. Aún, aún estarías a tiempo de gritarle, por favor, por favor no se vaya, pero sabes que sólo aumentaría tu humillación y no tu esperanza. Gritas: ¡Los Estados Unidos pedirán explicaciones por este atropello!, pero dudas que te hayan oído, que desde esta distancia tu voz sea algo más que el gruñido de una fiera sin lenguaje. El gozne de una puerta, una apertura hacia un espacio iluminado, se ha marchado porque la puerta vuelve a cerrarse a sus espaldas y cuando lo compruebas también tú cierras los ojos para abrigar las lágrimas contenidas, compañeras, un cuerpo cálido que te acompaña cuando te recuperas al margen de los ladridos, los golpes, las descargas. Te subes a las rodillas de tu abuelo sentado sobre una poderosa raíz de la colina de Larrabeode, contemplando el valle de terciopelo verde donde Amurrio es un caserío reducido como una miniatura, hacia el norte los montes de Undio, un dique providencial para los fríos norteños, un motivo de orgullo que la geología presta a tu abuelo. Los montes de Undio nos abrigan y nos protegen, por eso este valle es cálido si lo comparamos con otros valles de Euzkadi y hasta crecen las vides y los frutales. Los vascos hemos aprendido a mirar al cielo desde la angostura de los valles, Jesús, y por eso nos gusta trepar por las colinas para tratar de tocarlo. Fíjate, Jesús, en cuántos apellidos vascos terminan en Mendi, monte en castellano, y es que no hay valles sin montes y a ellos subimos para nuestras romerías y nuestras fiestas. Un filósofo francés muy importante, que se llamaba Voltaire decía que éramos «… un petit peuple qui danse aux pieds des Pyrénées», curioso que se quedara con esa imagen de los vascos bailando, porque bailarines somos, Jesús, que en cuanto suena un txistu a mí se me van los pies. Tenía razón Voltaire, porque los vascos bailamos no sólo cuando estamos en plena porrusalda o en el aurresku, sino también cuando jugamos a la pelota en el frontón o cuando nos bailan las olas en el Cantábrico al salir de pesca. Nos gusta bailar para superar con el movimiento la angostura de los valles. Nuestros bailes son ágiles, bailes de hombres ágiles pero ceremoniosos, como en la ezpata-dantza en la que los bailarines son guerreros que enarbolan las espadas y las banderas sobre sus cabezas y al final alzan en alto el cuerpo del guerrero muerto, acercándolo al cielo, Jesús, siempre al cielo, un cielo de dioses y de brujas. Jamás hemos distinguido demasiado el signo de los dioses o los brujos, porque nuestros akelarres eran sobre todo lugares y motivos de fiesta y liberación. En Euzkadi nunca entraron las bárbaras costumbres cristianas, ni el tormento ni la Inquisición y sólo nos enseñaron a luchar defendiendo los límites de nuestros montes, nunca más allá. Siempre hemos dudado que hubiera un más allá aunque nuestros marinos hayan sido los primeros en dar la vuelta a la Tierra, como si la pusieran en duda. El contacto físico con tu abuelo era un contacto con la tierra, a través de sus rodillas notabas el pulso de la tierra. Espiras un aire amargo concentrado y sin quitar la vista de la puerta iluminada de la tortura, te rearmas la moral recordando a aquel compañero de San Juan de Luz, aquél que se tiró por la ventana para evitar la repatriación a la España de Franco y desde el río, con el agua al cuello y en pleno invierno vio cómo detenían a toda su familia y sólo salió de allá para destruir papeles comprometedores, que os comprometían a todos, en un acto de generosidad que tú deberías devolverle. Canturreas Somos soldados vascos o Gernikako Arbola, pero el temple te durará una vez más lo que tarden en arrojarte en tu desnuda realidad. Has llegado incluso a suponerles compasión en el fondo de sus ojos mientras te golpeaban, a suponer que tenían sus razones, a suponer tu propia culpabilidad. Será que tienes los sesos ablandados por los golpes o por este calor pringoso que ya habías olvidado, un calor que anulas recordando la nieve o las primeras sensaciones de frío en Madrid, cuando llegaba octubre y de la sierra bajaban los finos vientos de las nieves eternas. O aquella nieve de febrero de 1939, en el caserón donde esperabas el primer destino en el campo de prisioneros de Argelés. Sin ni una manta, con un duro republicano en el bolsillo, con las heladas estrellas por techo y todo el cuerpo lleno de derrota y soledad, a la doble sombra de los centinelas senegaleses o la sombra simple de los soldados franceses. En uno de ellos creíste adivinar una complicidad atávica y él te miraba como si te descubriera. Era un vasco francés y cuando, en la duda de creértelo, le preguntaste ¿Euskalduna?, él te abrazó mientras musitaba con voz entrecortada Bai, ¿zu? Gracias a él te permitieron bajar hasta Bourg-Madame a cambiar tu único duro, nueve francos, nueve francos en pan y vino. La explosión de polvorines en Puigcerdá, al otro lado de la frontera, te avisaba de que la guerra no había terminado, que nunca deberías darla por terminada y esta esperanza alimentó tu cautiverio de siete meses, tu huida a pie en busca de la familiaridad táctil de los valles del país vasco francés. Burdeos. El consulado dominicano, el retrato del Benefactor. No, no es el presidente, es el Benefactor. Nueve francos en pan y vino. Lo que darías ahora por comer pan en libertad y beber vino alegre, en una comunión contigo mismo y no esos potajes aguados donde flota la yuca como un quiste o esas sopas de pan con huevo podrido, agrias por el queso, pestilentes por el hedor de un aceite de maní rancio. Y de pronto te estalla la cabeza o estalla la habitación, porque una luz cenital anula el efecto de la campana de luminosidad blanca y os descubre a todos, cada cual en su sitio. Derrumbado en el suelo, apenas alzado sobre uno de tus codos, ves que son cinco los que aguardan en el otro extremo de la habitación, convertida en una caja de verde deslucido, con la pintura llena de desconchados y chorretes de humedad verde oscura, bajo un techo ennegrecido por polvo y telarañas solidificados. El oficial habla con respeto a los dos militares recién llegados, uno de ellos escucha con atención lo que le dice, afirmando con todas las redondeces de su cara y su cuerpo, un puro amasijo de bultos. El otro en cambio oye sin escuchar y te clava desde lejos su alta mirada parapetada por dos lentes oscuros y redondos. Esa cara alargada hasta el triángulo, esos labios y ese bigote finos, bajo el alero de la gorra que abriga un cerebro calculador, en la cumbre de una estatura esbelta, lo más opuesto al militar dominicano habitual, esa mirada y esa mueca impasible mientras la mano acaricia un puñalito que pende del cinto. Te estremeces al identificarlo, es Arturo Espaillat, el actual valido para los negocios sucios, recién nombrado cónsul en Nueva York y delegado ante las Naciones Unidas, el único oficial dominicano graduado en West Point, un alambre helado que flagela cuando Trujillo le pide que flagele. Escucha desde el poder y desde su estatura, las explicaciones de tu capitán torturador, un bisbiseo al que responde con periódicas afirmaciones, mientras el otro casi se descoyunta de tanto decir que sí, que sí, que claro y son partes de ti mismo lo que están intercambiando, lo que has dicho, lo que no has podido o sabido decirles. Espaillat, ciprés más que sombra de Trujillo, por su reserva e inteligencia reprimida, ciprés que hacía sombra a Trujillo según empezaban a divulgar los maledicentes y a cada maledicencia el lugarteniente se veía obligado a demostrar mayores fidelidades, a ser más sucio, más cruel. El Benefactor le había infiltrado en los grupos antitrujillistas en el exilio y consiguió meterse en la partida de Víctor Durand, un recalcitrante y veterano condottiero democrático del Caribe. Con él desembarcó municiones en un punto de la costa dominicana para entregarlas a grupos de resistencia del interior, pero en la costa les esperaba la policía secreta al mando de Augusto Sebastián, un español exilado cuya crueldad había sido tan evidente durante la guerra civil española como en sus servicios sucios a Trujillo. Sebastián mimó la celada y cuando tuvo a Durand en su poder le castró sobre la playa y dejó que se desangrara, luego se revolvió hacia el joven Espaillat y no reconociendo su condición de infiltrado ordenó que le dieran una paliza hasta convertirle en una masa sangrienta. Te resulta difícil imaginarte a ese esbelto militar, elástico y alámbrico convertido en pulpa sangrienta de guerrillero. Tras cuatro meses de hospital, Espaillat pidió permiso a Trujillo para volver al campo de operaciones y el viejo se regocijaba interiormente ante la venganza presentida. Espaillat se hizo amante de la cocinera de Sebastián, vestido con ropas de campesino, un campesino esbelto y alámbrico que adquiría con el disfraz la inocencia de los campos y las lluvias. Luego había contado a los oficiales que le reían la hazaña que lo difícil era montar a la cocinera, de cómo apestaba. Tanto superó los ascos que consiguió rendirla de cansancio sexual y así pudo esperar agazapado el regreso de Sebastián al hogar, el despido de la escolta, el cansino remonte de la escalera hacia el dormitorio y el sueño reparador. Allí le esperaba este oficial, allí le esperaba el estilete que te mira a distancia, para golpearle, atontarle, maniatarle y ayudarle luego a despertar para que comprendiera lo difícil de su situación. El relato de Espaillat había rebasado las fronteras de la isla y circulado por entre el exilio neoyorquino. Cuando recobró el sentido, Sebastián estaba atado, amordazado y sentado en una silla frente a un espejo, de cuerpo entero, para que pudiera contemplar la totalidad de su destrucción. Tres cabos de mecha fulminante le rodeaban la cabeza y uno solo habría bastado para segar una palmera. Sebastián lo sabía, insistía Espaillat, con sus ojos me decía que lo sabía, pero me creí en la obligación de explicárselo, como si le estuviera dando una lección a un recluta novato. Esto es una espoleta graduada a tres minutos, conectada a un pistón no eléctrico. Ya sabe lo que es la mecha fulminante, hermano. Cuando explote dentro de tres minutos su cabeza va a traspasar el techo. Quizá un techo como éste, un techo sucio que succiona la cabeza viscosa del dinamitado. Espaillat había encendido la espoleta y aún se detuvo para contemplar los efectos de la amenaza en el cuerpo impotente del sicario. Carajo, los ojos se le salían de las órbitas, pero de pronto se le cerraron los párpados y hubiera ido a parar al suelo de no estar atado, bien atadito. Le zarandeé y fue inútil. Se había muerto de un soponcio, pero a pesar de que estaba muerto, muerto de miedo, no di marcha atrás. Tenía que volar y voló. Desde el campo oí la explosión y vi o soñé cómo la cabeza de Sebastián traspasaba el tejado en busca del cielo o del infierno. Pero fijaros que todo lo hice sin mentarle a la madre, porque el hombre que amenaza se pierde por las palabras y si hay muchas palabras no llega a los hechos. Espaillat, el Navajita, la leyenda del torturador con su propia navaja. Espaillat, el que de pronto decide abandonar a sus compañeros, paralizarles la conversación cuando le ven avanzar hacia ti, atravesar la sala enorme desde tu perspectiva y detenerse a dos pasos de tu cuerpo semiderrumbado.
—Siéntese.
Es una orden y como a tal la tomas. Has de elegir entre el taburete abandonado por el español y el cajón y eliges el cajón de madera, humildemente, para que tu humildad desarme la cólera presentida. Espaillat no se sienta. Te tiende un recorte de periódico y ordena tan serena como inapelablemente.
—Lea.
«El general Espaillat, que todavía no alcanza los 36 años, fue miembro de la promoción del 43 de West Point. En el día de la desaparición de Galíndez, estaba en Ciudad Trujillo sirviendo como subsecretario de Defensa, aunque ya tenía en el bolsillo el nombramiento de cónsul general en Nueva York y representante en las Naciones Unidas. A raíz de la desaparición del profesor viajó a Nueva York para ofrecer la interpretación oficial trujillista del caso. El general Espaillat es un hombre alto, delgado y desgalichado, dueño de un fino y largo bigote. Ha declarado formalmente que la idea de que los dominicanos hayan “despachado” a un hombre en las calles de Nueva York es descabellada».
—¿Sabe usted cómo me llaman?
—No.
—El Navajita. Cada cual lo interpreta a su modo y a mí me dejan frío las interpretaciones. Hay quien dice que yo mato a mis adversarios con una navaja, pero en realidad el apodo se debe a que me gusta saltar directamente al corazón de cualquier problema o situación. No hay ningún dominicano que pueda probar que yo le torturé, ninguna familia dominicana puede esgrimir que alguno de sus miembros muriera a mis manos. Aquí nos conocemos todos y mi familia es una de las más antiguas y poderosas de la isla. Nos conocemos todos, trujillistas y antitrujillistas. El otro día me encontré por la calle al padre de un joven detenido comunista, un escritor con futuro si deja el comunismo y se dedica a lo suyo y me preguntó por su hijo. Yo le dije lo que digo a todos, que si no ha hecho nada, lo soltarán en tres días. Ése es mi proceder, fijo e inalterable. Piense en lo que le he dicho y considere su situación. Usted evidentemente es un retenido ilegal y si nos hemos atrevido a dar este paso es porque razones de Estado se superponen a nuestro tradicional respeto a los derechos humanos. Le están buscando en Nueva York, por América, por el océano, casi todo el mundo cree que usted ha sido cocido en las calderas del barco dominicano Fundación y que yo personalmente le tiré a la caldera. Llevaré el Fundación a Nueva York para que examinen las calderas. Ni rastro de usted y mientras tanto, se borrarán todas las pistas que conducen a esta habitación. Yo no le he metido en el horno, Galíndez. Cría fama y échate a dormir. Usted sabe que no es cierto. Usted sabe que está aquí, pero también sabe que se encuentra en una difícil situación.
—¿Por qué? ¿Por qué toda esta brutalidad? ¿Qué clase de poder me supone?
—El poder de insultar y denigrar a nuestro Benefactor. El poder de hinchar la cabeza a los yanquis para que nos retiren su apoyo. El poder de conspirar con esos demócratas de la Legión del Caribe, Figueres, Betancourt, Muñoz Marín y demás ralea. Usted se ve frecuentemente con Muñoz Marín y Figueres.
—Son contactos derivados de mi representación del pueblo vasco en el exilio. En Puerto Rico hay muchos vascos.
—No se me cierre, que le vamos a hacer salir de donde se esconde. Si usted se cierra aquí, entre estas cuatro paredes, adopta la estrategia del avestruz. Oculta la cabeza pero le vemos el culo, profesor.
—Medio mundo me está buscando.
—No tanto y no por mucho tiempo.
—No me pueden hacer desaparecer.
—Le gustan a usted las historias de acción, supongo. Desde la guerra de España usted ha sido un hombre de acción. Supongo que conoce mis hazañas, las verdaderas o las inventadas. Pero le voy a contar una que seguro le emociona, porque tiene que ver con su Legión del Caribe. El Jefe me ordenó que me infiltrara en uno de sus comandos que operaba en un punto al sur de Río Grande que no voy a desvelarle, no porque piense que algún día usted pueda hacer uso de ese dato, sino porque nunca me gusta localizar mis acciones. Todo el planeta es mi territorio cuando tengo que defender a mi patria y mi generalísimo. Teníamos la información de un convoy de doce camiones llenos de municiones distraídas de los embarcos para la guerra de Corea, estaban almacenados, iban a pasar a manos de la Legión del Caribe para venir a tocar las pelotas a los dominicanos. Usted ya sabe cómo terminan esas expediciones. Si entran en la República los molemos a palos. Si los desgraciados tratan de refugiarse en Haití, allí se los comen. Más de un fugitivo político ha ido a parar a la olla de un negro haitiano. Bien. Yo entré en contacto con el comando de la Legión y me hice pasar por antitrujillista, hasta ganarme la confianza de un alemán que la dirigía. Una noche salimos al mar en una motora para establecer un contacto. Yo volví a puerto. El alemán, no. La policía me detuvo y me puso perdido de tanta mierda y tanta pregunta. A mí que me registren. Yo no me he puesto al alemán. Pero las cosas no iban bien y una amiga mía, una putita a la que había tratado en las semanas anteriores, se encargó de buscar un cadáver anónimo para hacerlo pasar por alemán. Usted es europeo y sabe que en Europa una operación así hubiera sido imposible. En el Caribe todo es posible. Mi amiga hizo lo que pudo pero sólo encontró el fiambre de un indito pequeño y escuchimizado y yo desde la cárcel le pedí dejara que el cadáver se pudriera un poquito, sin llegar al desecho, sólo que hediera y luego me lo metiera en el ataúd con unos cuantos sacos de piedra para que pareciera contener a un alemán pesadote y no a un indito que seguro había muerto de hambre. Echaba tanta peste el ataúd que el cónsul alemán pidió que no lo abrieran, le bastó el certificado del médico del hospital, paro cardíaco, el alemán había muerto de paro cardíaco. Y me salió barato, porque le dije a Rosita, vigila que me salga barato. Los servicios secretos dominicanos tenemos que usar la imaginación donde no llega el dinero. El dinero nos lo gastamos comprando el silencio de los poderosos. Nosotros luchamos con una mano y con la otra llenamos el buche de altísimos políticos, incluso en Estados Unidos. Es la estrategia del pobre. Ya tiene un cuadro completo de la situación y hágase una composición de lugar. ¿Qué papel representa usted en todo esto?
—No lo sé.
—El peor.
—Soy agente del FBI, fui colaborador de la OSS y después de la CIA. No me van a abandonar.
—Es posible. La verdad es que no sabíamos qué grado de compromiso tenía usted con los servicios secretos yanquis, pensábamos que era el habitual entre algunos exilados a cambio de protección. Comprobaremos si son ciertos los rumores que corren, pero por comprobar y preparar mejor las explicaciones. Las cosas ya han llegado demasiado lejos y no pueden volver atrás. En cierta ocasión coloqué ante un espejo a un hombre que iba a morir, para que pudiera contemplar su propia muerte. Yo le he puesto el espejo para que usted se vea, profesor, y piense en eso mientras los acontecimientos se suceden, especialmente en las próximas horas.
Ha girado sobre sus talones, en un tic militar que no le corresponde y ha vuelto a su grupo original, que le esperaba respetuosamente para recuperar el hilo de la conversación que a él sigue sin interesarle, desde una estatura que le permite controlar el más allá de la puerta abierta que a ti te está vedado. Y desde esa atalaya está en condiciones de exclamar, como en un grito de alerta militar, ¡atención!, y los demás se ponen rígidos primero y luego buscan la simetría de la alineación, formando un pequeño pasillo humano ante la puerta.
—¡Atención! ¡El generalísimo!
Y tu corazón cae hacia un abismo de fondo presentido, lleno de peñascos rompedores o de estacas puntiagudas y en la caída la última conversación con Espaillat se fragmenta, se convierte en titulares escandalosos que se remueven por tu cerebro, mientras imaginas antes de verla la entrada del generalísimo.
—¡Atención! ¡El generalísimo!
Desde que Espaillat lo ha proclamado hasta que Trujillo aparezca en el dintel tienes tiempo de recordar todos vuestros escasos pero intensos encuentros. Baile español, baile, y te ves a ti mismo bailando la ezpata-dantza desde la posición de partida arrodillado y cuando te alzas llevas en tus manos el cadáver del guerrero muerto. Tú mismo.
—¡Atención! ¡El generalísimo!
Tenía razón Voltaire, Jesús, porque los vascos bailamos no sólo cuando estamos en plena porrulsada o en el aurresku, sino también cuando jugamos a la pelota en el frontón o cuando nos bailan las olas en el Cantábrico al salir de pesca. Nos gusta bailar para superar con el movimiento la angostura de los valles. Nuestros bailes son ágiles, bailes de hombres ágiles pero ceremoniosos, como en la ezpata-dantza en la que los bailarines son guerreros que enarbolan las espadas y las banderas sobre sus cabezas y al final alzan en alto el cuerpo del guerrero muerto, acercándolo al cielo, Jesús, siempre al cielo, un cielo de dioses y de brujas.
—¡Atención! ¡El generalísimo!
Y entra él, casi ocultando, con su anchura aumentada por los brazos abiertos, al militar que suda y porfía con un sillón entre sus brazos. Han de ayudarle en su carga y mientras los tres porteadores remueven sus seis patas por la habitación buscando el lugar donde Trujillo quiere asiento, te olvidas de él, distraído por una peripecia física que incluso puede parecerte cómica.
—¡Pónganlo a un ladito! Donde pueda verle pero no tenga que olerle.
Y ni te mira. Cruza saludos y gravedad con el comité de recepción y avanza hacia el sillón, en el que se sienta con cuidado, pregonando voluntad de sentarse, de posesión, de autocontrol. Ahí lo tienes. Como si fuera el retrato del consulado de Burdeos descolgado y sentado para ti, ahí lo tienes, todo para ti el Benefactor y Padre de la Patria Nueva, tú todo para él. Sigue Trujillo distrayendo la mirada en una minuciosa observación de la estancia y algo le complace porque sus mejillas casi dejan paso a una sonrisa, pero la suspende y de pronto te echa encima sus ojos grandes y carbónicos, helados, como dos balas de pistola negra.
—Procedan.
El oficial, el hombre que te aterraba hasta hace unos minutos, se adelanta y casi te parece un aliado en relación a la cólera caliente y oscura que presientes en el cuerpo de Trujillo o a la crueldad helada de Espaillat situado tras el respaldo de la silla que contiene a su amo. El oficial lleva entre sus manos algo que es tuyo, un ejemplar mecanografiado de La era de Trujillo y lo sostiene con un celo especial, el que se tiene ante un material explosivo o ante una víscera recién arrancada o a punto de injertar. Una víscera. Tu corazón. Tu corazón está aterrado y en su temor a morir se revuelve en la caja de tu pecho magullado.
—Respetuosamente, excelentísimo señor.
Y empieza a leer, según unos puntos señalados por largas tiras de papel que irán cayendo al suelo como pétalos de la rosa de la muerte.