—Y es que los ricos también lloran, doña Carmen.
—Yo no sé si los ricos lloran o no, Voltaire, pero yo no paro desde que empieza el serial.
—Llorar es sano, doña Carmen.
—Pero quizá no tanto, Voltaire.
—¿Y si me pusiera un café con una copita de ron?
—A estas horas y a sus años.
—Pues por eso, doña Carmen. Así empiezo el día con una buena circulación.
—Pero aún he llorado más por lo de esas pobres mujeres, don Voltaire.
—¿Qué mujeres?
—¿No se ha enterado? Es lo de siempre, la maldita emigración. Un barco clandestino lleno de mujeres de Martinica y me las han tirado al agua a las pobreticas, dentro de cajones de madera, para que llegaran a la costa, pobreticas, que se han ahogado doce y sólo han llegado seis.
—Pues de la Martinica es nuevo, doña Carmen.
—Toda América quiere llegar a Miami.
—No sé dónde vamos a meterlos. Cuantos más se coman las barracudas, mejor.
—Qué malo, pero qué requetemalito es usted, Voltaire. ¿Acaso no vino usted aquí alguna vez?
—Cuando yo vine aquí sólo había gringos y más gringos, un puñado de cubanos y pelotaris vascos, que por eso vine, doña Carmen, que ya sabe usted que me va la pelota y no hay quien me saque de los Jai Alai. Y me quedé atrapado, por eso digo que para mí Miami ha sido como un pantano, un pantano en el que estoy hace cuarenta años. Cuando yo vine aún no estaban puestas las calles.
—Bien que le ha ido, que tiene usted piel de muchacho a sus años y una figurita de bailarín.
Rio Voltaire y enseñó una rutilante dentadura postiza, rutilante en su rostro moreno surcado por las sombras blancas en los pliegues de tanto pellejo. Bebió un traguito de ron y el resto lo echó en el café con dos terrones de azúcar.
—¿Y cómo dice que se llama eso?
—Carajillo. Lo aprendí en España y no hay mejor tónico.
—Hay que ver el mundo que usted ha visto, don Voltaire, y cómo le envidio. Yo desde Sagua a Miami, más un viaje que hice a La Habana cuando me casé para conocer al padrino de mi marido, que en paz descanse.
—Hasta que llegaron los barbudos yo iba a La Habana cada semana, como quien va a Miami Beach, me hospedaba en un hotel sobre el Malecón, el Riviera, allí había juego o me iba al Centro Gallego a tomar España en llamas.
—¿Y qué es eso tan raro, don Voltaire?
—Coñac y sidra, que a mí me gustan las mezclas, doña Carmen, porque soy mezclado y me gusta todo lo mezclado. Voltaire me puso mi padre en homenaje a la más grande revolución de la historia, O’Shea, porque él era descendiente de libertos de la Guayana de la finca O’Shea, y Zarraluqui, porque mi madre era española, vasca, de la tierra de donde vienen los pelotaris. Mi padre era destilador y mi madre profesora de música. ¿Quiere más mezcla?
—Mi marido en paz descanse fue machetero hasta que nos vinimos aquí por culpa del Caballo y sus Barbudos y yo modista de muy buenas manos, que se me apreciaba en toda la región y había cosido para señoras importantes de Josua.
—Pues yo la tenía a usted por santera, doña Carmen.
—¿Santera, yo?
Se persignó la mulata y contuvo la risa con una mano gorda y blanda.
—Qué malo, qué malito está usted hoy, don Voltaire. No tengo otra imagen en mi casa que la de la virgen de la Caridad y ahora la tengo con una orquídea preciosa que me trajo mi hijo de una excursión del uiquén.
—Buena yayalocha estabas tú hecha.
—¿Yayalocha, yo? Como siga siendo tan malo le voy a cobrar el ronesito y el cafetito y me voy a olvidar de lo mucho que le quiero, don Voltaire.
Se ladeó el viejo el sombrero de paja hasta que casi le tapó un ojo, se abotonó la entallada americana blanca, examinó el brillo de sus zapatos y se pasó una servilleta de papel por el bigotillo entre blanco y amarillo.
—Me voy al parque, a ver jugar al ajedrez y de paso a caminar, que el médico me ha recomendado mover el esqueleto para mover la sangre. Cuando me muera me gustaría que mi esqueleto tuviera un excelente aspecto.
—¡Virgen de la Caridad!
Pero el viejo ya daba vueltas como un bailarín que se acompañara a sí mismo y canturreaba con los ojos sonrientes y la barbilla temblorosa:
Amor con amor se paga
dice un refrán conocido,
pero el bien que se ha perdido
no hay bien que lo satisfaga.
Nada en el mundo le halaga
al que fue tu fiel amante,
el amor puro y constante
es cosa que nunca muere.
Por eso de mí no esperes
que yo te olvide un instante.
Y salió a la calle bailando perseguido por las carcajadas de la cantinera.
—Viejo pendejo, qué sal que tiene.
Y buscó apoyo para su afirmación entre la clientela que apenas había alzado la cabeza ante el show de don Voltaire, tal vez porque eran jóvenes latinos afanados sobre su plato de moros y cristianos, tan afanados que los tenedores cargados dejaban caer frijoles, arroz y manchas de grasa sobre las pecheras de sus camisetas donde constaban los rostros y los nombres de Barry Manilow, Bruce Springsteen o El Puma. Don Voltaire ya estaba en la calle, saludó al propietario de la funeraria que se estaba abanicando con una hoja de palma y pasó de largo ante el escaparate lleno de santos, libros de devoción y propaganda anticastrista. El aire olía a fritos de restaurantes cubanos y flores ácidas en los jardines encharcados por la reciente lluvia y cerró los ojillos olisqueando y prometiéndose entereza para no pecar con todos los platos que deseaba, un buen plato de moros y cristianos, picadillo criollo o ropa vieja, langosta enchilada o un asopao espeso de camarones con arroz y luego un coquimol bien empapado de licor de ron o un futú lleno de aromas. Cuanto antes llegara a las anchuras de la calle Ocho, antes dejarían de perseguirle las frituras y las tentaciones.
—¿Don Voltaire, hace un roncito?
Le gritó el mala sombra de Evaristo Ripoll, desde aquella cabecita achicada por un jíbaro y abandonada sobre una pirámide blanda de grasa.
—Me acabo de tomar una carta de oro con un cafecito.
—Pues un peñerito para abrir boca y además alimenta.
—Si me da un vaso de pomelo sin ron se lo agradeceré, Evaristo, pero no quiero empezar el día jodiendo el hígado y poniendo la presión a cien.
Le ofreció Evaristo pasar al interior del apartamento, pero Voltaire prefirió sentarse en la mecedora bajo un ficus gigante, contemplando el balanceo del mazo de una platanera con las hojas maltratadas por el pedrisco. Salió don Evaristo con la bandeja tiritando y fue el viejo quien saltó ágil para cogérsela e impedir la catástrofe.
—Parece usted un pez eléctrico, Voltaire.
—Y usted un cachalote, que ya no tiene sitio para tanta grasa.
—Es que no quemo.
—Es que no para de tragar. Si hiciera usted como yo, por la mañana un juguito, luego un cafetito con su ron, otro juguito, una carne al grill con su ensalada, a media tarde unas hierbas y por la noche fruta. Aquí me tiene.
—¿Y eso es comer? ¿Para qué tanta salud a sus años, don Voltaire? Aunque le envidio. El otro día escuché su plática sobre música antillana desde Radio Mambí y pensé, qué cabeza tiene don Voltaire y cuánto sabe. Otro día le oí hablar de literatura y de las viejas rutas de los piratas y no siendo cubano sabe más de Cuba que los ochocientos mil cubanos que vivimos en Miami. Qué interesante esa figura del corsario Hayn, obligando a los españoles a bajarse los pantalones en Matanzas y los 50 000 pesos de oro y plata que Morgan se llevó de Camagüey. Ha leído mucho, don Voltaire.
—Y he viajado, ya lo decían los latinos, vivir no es necesario, navegar sí y ése fue el lema de mi vida hasta que me quedé empantanado en Miami, cuando aún no estaban puestas ni las calles, como quien dice y para lo único que servía Cuba era para ir a verla y hablar de ella en el Club Americano. Aquí no había entonces ni un haitiano, ni un nicaragüense y sólo los cubanos que ponían tierra y mar por medio escapando de los guardacostas gringos por cosa de la política. Pero eso ya fue más tarde, con Batista.
—El mulato lindo, qué lástima de hombre. Me cortaría la lengua por haber hablado mal de él cuando era nuestro presidente y nos protegía de los piojosos comunistas. Y usted, don Voltaire, que conoce a tanta gente y se mueve entre periodistas, allá en la radio, que ha leído tanto y tan viajero, ¿le parece que esta vez sí, que el piojoso se tambalea?
—¿Castro?
—Ese miserable.
—Ése nos entierra a todos.
—No diga eso, no sea derrotista.
—Miami es el paraíso de los fanáticos y si ustedes quieren acabar alguna vez con Castro deben tener la cabeza clara y fría, tan clara y fría como el enemigo.
—O lo derribamos nosotros o no lo derriba nadie, Voltaire. Yo escucho a la juventud, a mis nietos por ejemplo y para ellos Castro es como el emperador de la China, aunque lo tengamos a tiro de piedra. Yo me vine en la primera emigración, la del 59, y mi mujer y mis hijos salieron a mediados de los setenta. Nada que ver con la pandilla de pendejos, putas y maricones que Castro les coló a los gringos desde Mariel. Pero mis nietos piensan como yanquis y el rock y el base-ball y en diez años se perderá la llama. Quiero volver a La Habana, a mi Habana libre, no a esa miserable Habana que los castristas han dejado caer porque odiaban su pasado.
—Usted nunca volverá a La Habana. Confórmese con estos nueve kilómetros de Little Havana. Nunca vivirá tan bien como en Miami. ¿Para qué volver? El mismo clima, las mismas comidas, aquí dentro sólo se habla español y están todo el día dándole vueltas a Castro. Cállese y escuche las voces y las músicas que salen de todas esas jodidas radios de todas esas jodidas ventanas abiertas, ¿hablan de otra cosa? Castro, comunismo, Castro, comunismo, no se extrañe si sus nietos se tapan las orejas.
—Sí no le conociera, don Voltaire, pensaría que usted es un derrotista filocastrista.
—¿Filocastrista yo? He visto la crueldad del comunismo en medio mundo. La vi en España. Recorrí Europa después de la guerra mundial y me di de narices contra el telón de acero. ¿Me va a enseñar a mí qué es el comunismo?
—No se enfade, don Voltaire y beba, que le traigo otro juis.
—Ya me puso de mala leche, don Evaristo y me voy al parque Maceo, a ver jugar al ajedrez o si me dejan los compadres meterme en una partida de dominó.
—Aquí tiene un amigo siempre, don Voltaire.
Le persiguió la oferta mientras punteaba la acera que abandonó bruscamente para comprarle un Miami Herald a un muchacho negro que lo vendía a los automovilistas en mitad de la calle. Inmigración: dilema de Reagan. Trasladan a haitianos. El atletismo es el padre de todos los deportes. El Poeta y el censor: el caso de Ángel Cuadra… Inmigración, el problema de Reagan. Refunfuñó el titular como si fuera un pensamiento suyo. Ojeó el diario mientras caminaba y alzaba o bajaba la vista alternativamente para no trompicarse con los transeúntes que se le cruzaban o con las bocas contra incendios. A medida que se acercaba a la calle Ocho, el horizonte se ampliaba y en las casas se percibía el color, la forma, el volumen del dinero. Voltaire había adquirido una aceleración excesiva que algunos transeúntes contemplaban de admirado soslayo, porque el viejo parecía movido por una poderosa corriente interior. Y fue él mismo quien decidió acomodar sus pasos al esplendor aposentado de la calle Ocho mientras comprobaba que seguían allí los rótulos que anunciaban la llegada al corazón vertebrados de la Little Havana. «Bienvenido a la calle Ocho». Se topó con un trío de muchachas doradas y de ojos azules. «¿Os habéis perdido, caperucitas?». Le sorprendía aquella mancha de raza anglosajona, en la palidez morena del barrio cubano chic de Miami y consiguió las risas y la sorpresa ante aquel viejo que les miraba bajo el sombrero de Don Ameche y les enviaba besitos con la punta de unos labios finos y lilas. Siguió Voltaire su camino hasta el parque Maceo y respiró aliviado cuando vio a su pandilla todavía no instalada ante la mesa de dominó, como esperándole.
—¿Me esperabais?
—Pues no, don Voltaire, pero no había quórum.
—Querrás decir que no erais los suficientes.
—Usted siempre dice quórum, don Voltaire.
—No seas pollino, Germinal. Quórum es una palabra latina, un genitivo plural de qui y significa el número de asistentes necesarios para llegar a un acuerdo.
—Pues a eso iba, don Voltaire, porque una partida de dominó de cuatro tiene el quórum cuando son cuatro.
—Germinal, lo que no se ha aprendido a los setenta años ya no se aprenderá nunca.
Removió las fichas el ex maestro cigarrero de Vuelta Abajo y sus manos palas ocultaron la totalidad de las fichas. Un viejo pájaro seguía vigilante los movimientos de aquellas manazas con su nariz en punta y sus ojos en picado y el cuarto era un manco con camiseta sobre su musculatura vieja pero aún poderosa en la que aparecía el rostro de Don Johnson.
—¿Y quién es ése que llevas en el pecho, Alberto?
—¿No ve la televisión, don Voltaire? Es Crockett, el personaje de Corrupción en Miami, aunque su verdadero nombre es Don Johnson.
—¿Te ha dado ahora por llevar sobre los pechos a los guapos de la tele, como una pollita de quince años?
—Me la regaló mi nieto para mi cumpleaños.
—Pues yo no saldría de casa disfrazado de vendedor de periódicos.
—Usted va siempre como un figurín, don Voltaire.
—Se nota que no ve la televisión.
—Claro que la veo y me sé los nombres de los que salen en ese disparate, Tubbs, teniente Castillo, ¿a que sí? Pero la veo porque me da risa, me da risa que a eso le llamen Corrupción en Miami y que sea la propaganda de esta ciudad en todo el mundo, esa serie y los maricones, drogadictos y putas que vinieron con los marielitos. ¿Ese Johnson se parece a los policías que conocéis? ¿Sabéis lo que gana un policía a la semana? Cuatrocientos cincuenta dólares, la mitad de lo que le cuestan los calzoncillos de seda a ese guapo.
—¿Y cómo sabe usted que lleva los calzoncillos de seda, Voltaire?
—Porque leo los diarios. Cosa que vosotros no hacéis. Y a mí no me dan gato por conejo, Alberto, que yo estaba aquí en Miami cuando aún no habían puesto las calles.
—Doble pito.
—Pues le va el pito cinco.
—Y yo me doblo, que esta ficha es más negra que un coño.
—Cuando aquí aún no habían puesto las calles había corrupción de verdad y bandas que se acribillaban con Uzis y Mac 1 en todas las esquinas.
—Ésas son armas nuevas, Voltaire.
—Pues con las que fueran, ¿o es mentira que aquí la gente se ha acribillado con Uzis y Mac 1 ?
—Pero eso fue más tarde.
—Ésta es una ciudad de gángsters, que vive del cuento, de blanquear dinero de la droga y de turistas.
—¿Y qué tiene eso de malo, Voltaire?
—Los turistas no ven la basura que hay debajo del sol. Ellos se creen que esto es Tahití y esto es Beirut.
—¿Qué es Beirut?
—La capital del Líbano.
—Yo tengo un concuñado que es libanés y eso está en África.
—¡El seis doble!
Estalló Voltaire cuando pudo colocar la ficha y tanto le entusiasmó que dejó sin respuesta, pero no sin reojo el dislate geográfico de Germinal. Y con el mismo reojo vio cómo se acercaba el hombre pequeño, con su traje brillante de todos los días y una corbata que parecía antibalas.
—Ahí llega el hombre ahorcado en su corbata.
—Juguemos y como si nada.
Entre los brazos del que se acercaba aparecía un retrato de una pálida figura que él portaba como si fuera en ofrenda a la nula curiosidad de las gentes del parque, aunque alguna mujer se santiguara a su paso y algún hombre hiciera amago de quitarse el sombrero. Se detuvo ante la mesa de unos ajedrecistas y le sonrieron aunque prosiguieron sus estrategias, tanto que el portador del retrato cambió la posición de firmes por la de descanso y luego rompió la fila que él solo formaba, según la descripción retransmitida de reojo que Voltaire dedicaba a sus compañeros.
—Y ahora se acerca con el general en brazos.
—Y como le dé usted conversación, se nos engancha y nos jode el día, don Voltaire, que le conocemos y a usted le gusta tirarle de la lengua.
Cerró los ojillos don Voltaire mientras las manazas de Germinal volvían a mezclar y erosionar los lomos negros de las fichas. Ya llegaba hasta ellos el portador del retrato, les saludó con una inclinación de cabeza y les tendió la efigie de cartulina aviejada por tanto paseo y tanta exposición al sol, que hasta se le estaba deteriorando el marco, pobretico mi general, apuntó Voltaire, que ya está bien, don José Manuel, de pasearlo como si fuera la exposición del Sagrado Corazón.
—Poca memoria queda del general don Fulgencio Batista y yo seré su último soldado y lo expondré ante todos los cubanos ingratos que le dejaron caer y luego pisotear por la barbarie roja.
—En eso tiene más razón usted que un santo, pero me han dicho que usted ni siquiera conoció a don Fulgencio.
—Tuve el honor de darle la mano en una visita y de cartearme con él en su doloroso exilio.
—Exilio sí, pero no doloroso, don José Manuel.
—Desde aquel oprobioso 1 de enero de 1959 en que fue arrojado de la patria hasta el infausto día de 1973 en que muriera en la alevosa España, fue la tristeza la que abrevió su vida, la vida del cubano más grande de este siglo.
—Yo respeto mucho la memoria del general —terció Alberto— y no hay cubano en Miami que no se arrepienta de la ingratitud del pueblo cubano. Aquí nos hubiera hecho falta para reconquistar Cuba y fue un error exilarse a Santo Domingo primero y luego a España.
—No le habrían dado el visado.
—No diga blasfemias, don Voltaire.
—¿Os creéis que los yanquis son tontos? Los yanquis no apuestan nunca por nadie que ya haya perdido. No sabéis nada de historia, pero así ha sido. Los yanquis no apuestan nunca por un caballo que ya ha caído. Batista en Cuba lo tenía todo y lo perdió todo, ni siquiera supo salir como Trujillo, con los pies por delante.
Se iba nublando la frente del último húsar del general y masculló:
—La cagó por blando. Si en vez de cortar los cojones a los del cuartel de Moneada les hubiera cortado la cabeza, de otra manera nos veríamos.
Se levantó don Voltaire y le tendió la mano.
—Ahora empieza a hablar como un soldado del emperador.
Correspondió el batistiano al saludo y quedó tan perplejo como los demás ante la nueva pirueta dialéctica de Voltaire. Consciente de la expectación causada y mientras protegía las fichas que había escogido de la mirada de los otros, les aclaró la digresión.
—Don José Manuel García, el abanderado de Batista, aquí presente, me recuerda el último soldado del emperador. Un francés, como hay pocos, porque los franceses suelen ser tan ligeros como su ropa interior y éste en cambio, cada año, cuando se cumplía el aniversario del desembarco de Napoleón tras el destierro en la isla de Elba, se vestía de húsar imperial y acudía a depositar una flor simbólica ante Les Invalides, cada año.
—¿Usted lo vio?
—París y yo éramos inseparables y yo tenía anotada precisamente la fecha del desembarco de Napoleón…
—¿La recuerda, don Voltaire?
—El 1 de marzo de 1815.
—¡Lo que no sepa este hombre!
—¿Y ha dicho usted que cada año se vestía de húsar imperial y llevaba una flor?
El batistiano estaba interesado y don Voltaire se levantó para abrazarle y ratificarle.
—No se preocupe usted por lo de la flor, que con el retrato ya cumple.
—Es que lo llevo a todas partes. Donde yo voy va conmigo. Soy vendedor de cepillos y viajo por toda la ciudad y conmigo viaja el general Fulgencio Batista. Y yo le informo. Le doy el parte de cómo están los cubanos, los de Little Cuva o los cubanos pobres de Union City o New Jersey. Fue un padre para todos y el general venía de abajo, era un mulato, mulato lindo le llamaban porque era guapo y no como el oso que le sustituyó, que era un jodío criollo hijo de explotadores. Y le digo: mi general, los cubanos triunfan en el mundo entero. Cubano es el jefe ejecutivo de la Coca Cola, cubano el diseñador de los vestidos de Nancy Reagan, cubano el recordman del mundo de los ochocientos metros, cubana la primera bailarina de América.
—Ahora sí que estoy perdido, porque no me salen las cuentas y no se me ocurre quién es el recordman ni quién la bailarina.
—Juantorena y Alicia Alonso.
—Pero ésos son castristas.
—¿A usted le consta? ¿Cómo puede ser castrista alguien que está por encima de los demás? El castrismo es la mediocridad.
—Bien dicho.
Había acuerdo y hasta Voltaire lo estaba aunque sonara a chiste lo que aportó como cierre de la reflexión.
—Con razón se dice que Cuba es más universal que nunca, porgue la isla está en el Caribe, el gobierno en Moscú, el ejército en África y la población vive en Miami.
Todos rieron con la nariz, conteniéndose, a trompicones, pero no el soldado póstumo del general Fulgencio Batista, quien se cuadró sin abandonar el retrato, giró sobre sus talones y se fue hacia otro grupo.
—Le cogió fuerte. Siempre le veo en el Pub Calle Ocho, tomándose su cortadito, con el retrato sobre las rodillas. Ni siquiera se atreve a dejarlo en el suelo.
Suspiró don Voltaire, se dobló con el cuatro doble y musitó:
—Está enfermo de melancolía.
—Muy bonito, Voltaire. Exactamente eso. ¿Qué cubano no está enfermo de melancolía? El otro día dijo usted una frase que me llegó al alma, una frase sobre el exilio.
—No hay éxito comparable al del exilio.
—¿Es de Martí?
—No, pero podría serlo. Es de un escritor cubano exilado, muy famoso y la pronunció en esta ciudad, ante vuestras narices, al menos ante las tuyas, Germinal, porque yo estaba en el mitin y tú también.
—Fue Carpentier.
—Ése era un rojo. Ése no se exiló. Fue Cabrera Infante. El autor de Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto.
—Pues vaya títulos.
—Una isla tan pequeña y tanto talento.
—El otro día vi por la tele al loco Estrella y óiganme, de loco nada. Dice que piensa morirse sin hablar una palabra de inglés y que los yanquis tendrían que besar la tierra que pisamos, porque hasta que llegamos nosotros Miami no era nada, pero es que nada. Un villorrio.
—Eso sí que no, Alberto, que yo estaba en Miami cuando aún no estaban las calles y esto daba gloria. Entonces los gángsters se llamaban Al Capone y no eran gángsters de televisión, como esos guapos de Corrupción en Miami.
—Yo he dicho lo que oí. Pero me consta que el dinero que conseguimos traer de Cuba en 1959, bueno, los que tenían dinero en divisas y consiguieron sacarlo, fue la base para la prosperidad de esta ciudad.
—Cierro.
—Y parece que no juegue el pendejo, parece que esté con los tristes y con los tigres y luego nos deja con las fichas en la boca. El viejo pendejo.
—Se acabó el dominó y se acabó la nostalgia, que ya me están saliendo champiñones en los ojos, compañeros, de tanto llorar. El año que viene en La Habana.
—Así me gusta, don Voltaire, que no sea un jodido derrotista.
—Rezad a la virgen de la Caridad o coged el Orisha y rezad a Oloff, para que os proteja Ochún, o, mejor para vosotros, Orula, el gran vidente del porvenir o su amante, Changó. Cuando vuelva mañana a La Cubanísima, me acercaré a una tienda de botánica, donde se venden pócimas y escritos mágicos y en lugar de comprar amansaguapos para encontrar novio o Amárrame al Hombre para que no me deje mi marido, me compraré una efigie de Orula, a ver si esta vez nos dice con toda certeza: el año que viene en La Habana.
No esperó a recibir el efecto de sus palabras, se caló el sombrero y se marchó tan ágil como había llegado, buscando el primer semáforo de la Ocho y luego las calles del norte que le devolvían a su casa. Se reía interiormente, consciente del desconcierto provocado y tanta fue la risa acumulada que se le rompió el gesto y tuvo que apoyarse en una esquina. Trataba de contenerse pero de pronto le venía la imagen de García con el retrato o de García días atrás pregonando que Batista hacía milagros y que incluso después de muerto podía aliviar la sequía, como él mismo había demostrado.
—Puse el retrato del general sobre mi coche y un altavoz. Conecté el disco del general y recorrí las calles de Miami difundiendo el sonido de aquella voz profética. Y la voz trajo la lluvia. Llovió.
Se ladeó exageradamente Voltaire, como si le costara dejar paso a dos muchachas elásticas sobre sus calcetines blancos y zapatos deportivos.
—¡Ay, si quisierais pisar mi corazón!
Rieron las muchachas, Voltaire siguió su camino y a medida que se adentraba en su territorio aumentaban sus reconocimientos y saludos. Se detuvo ante una casa de vecinos, blanca y verde, descolorida por los soles y las lluvias, pulsó una clave en el portero automático y se abrió la puerta por un resorte. La portera de carne y hueso baldeaba las losas sintéticas de la entrada y era todo culo, que retiró al percibir la proximidad de don Voltaire.
—Esas manos, quietas.
—¿Te he hecho algo, Dolores?
—Negativo. Pero por si acaso.
Subió Voltaire los escalones que le separaban del primer piso y en la primera puerta se introdujo. Nada más entrar recibió un muro de lamentaciones de los cinco gatos que se vinieron hacia él con toda clase de atrasadas demandas.
—Cada cosa a su tiempo, señoras, que Voltaire tiene gazuza y habrá para todos.
Del frigorífico tan viejo como él aunque de peor aspecto, sacó una bolsa de plástico llena de hojas de lechuga previamente lavadas, un pedacito de carne que volvió a pesar en una balanza de cocina y junto a la balanza aliñó la ensalada con limón y dos gotas de aceite y paseó el filetillo por la plancha caliente sin salarlo. Colocó la magra comida en un plato sobre la mesa y se sirvió un vaso lleno de zumo de cereza, para luego ir a la alacena en busca de una caja de croquetas sintéticas. Los gatos emergían de su estatura con sus belfos y sus bigotes alzados entre maullidos hacia la caridad del viejo.
—Glotonas, que sólo pensáis en comer y os va a dar algo.
Distribuyó cinco montones de croquetas sintéticas en diferentes lugares de la cocina, así en el suelo como sobre una silla y el más próximo y abundante lo colocó a dos palmos del plato donde reposaba su ensalada. Cada gato conocía su montón y fue una gataza blanca de belfo rosa la que compartió los honores de la mesa con don Voltaire. Comían viejo y gata con la misma pulcritud y meticulosidad.
—Qué bien cruje lo que comes, Dama Blanca, me gustaría a mí tener tus dientecillos y no esta dentadura postiza que me llaga.
En cuanto terminaron de comer, compitieron los gatos en restregarse en sus perneras y sólo la Dama Blanca avanzó lenta y elástica para colocarse de un sabio salto sobre los hombros de don Voltaire.
—Sólo el habla os falta y estudios debería haberos dado. Sin duda mejores resultados habríais obtenido que muchos zopencos.
Y al mencionar la palabra estudios tuvo una duda que había rumiado durante el camino y se levantó con la gata en hombros para andar los cuatro pasos que le separaban de su ordenado dormitorio, en el que la pared más abundante estaba ocupada por una estantería llena de diccionarios enciclopédicos: la Británica, el Colliers, una Gran Enciclopedia Billiken, el Larousse Illustré, el Espasa y el Salvat en veinte tomos, así como otros volúmenes de saber enciclopédico y global, fueran de la Uthea o del Fondo de Cultura Económica. Consultó el Larousse y buscó la voz Napoleón: «Vuelto a Fontainebleau, se vio obligado a abdicar por la presión de los mariscales (4-6 abril). El tratado de Fontainebleau (11 abril) le permitió conservar el título de emperador y le otorgó el gobierno de la isla de Elba y una pensión a expensas del erario francés. Después de intentar envenenarse (12 abril), el emperador se resignó, mientras el Congreso de Viena hablaba de deportarle lejos de Europa. Entonces trató de aprovecharse del descontento de los franceses con los Borbones. El 1 de marzo de 1815, Napoleón desembarcó en Golfe Jean…».
—¡El 1 de marzo! ¡Eureka! ¡Voltaire, no pierdes facultades! «… y reconquistó Francia con su solo prestigio, sin disparar ni un tiro; este hecho se denominó “el vuelo del Águila” y a partir de entonces se iniciaron los llamados Cien Días».
—¡El vuelo del Águila! ¡Majestuoso vuelo, Dama Blanca!
La Dama Blanca cerró los ojos cuando don Voltaire cerró el grueso volumen del diccionario y lo devolvió a su retiro. Se metió en el cuarto de baño, llenó de agua un vaso y diluyó en el líquido las gotas de un elixir marrón para hacer a continuación enjuagues y gárgaras que el gato soportó desde su atalaya, adaptándose a los movimientos de su dueño, incluso respetando su súbita inclinación sobre el lavabo para escupir. Con dos dedos diestros como pinzas de precisión se sacó Voltaire la dentadura postiza y su pequeña cara se redujo a la mitad, mientras la dentadura caía como una sonrisa esquemática en el vaso otra vez lleno de agua. Se lamió Voltaire la caverna liberada, con especial cuidado para las erosiones que adivinaba en las encías maltratadas. De una caja de cartón dorado y letras en relieve sacó dos cápsulas de ginseng y las tragó con una complacencia nutridora.
—Cuando seas más vieja, tan vieja como yo, Dama Blanca, también te daré un pedacito de pastilla, y así serás hermosa hasta tus últimos días y te envidiarán todas las gatas de la cuadra, especialmente esa asquerosa Rosalía de la puta Gertrudis, que es puta e hija de puta como su madre.
Invitó al gatazo a que le precediera en la ocupación del lecho y cuando lo vio aposentado en un hueco que al parecer lo esperaba, se quitó Voltaire los zapatos y dejó caer su pequeño cuerpo con cuidado, para quedar inmediatamente casi inmóvil, con una mano meciéndose sobre el pelo del animal, apenas rozándolo como en un rito propiciador del sueño. No llegó a cerrar los ojos y sólo le cambió la respiración hasta hacerse sonido de silbido en sordina, mientras un hilillo de saliva le salía de los labios como lubrificante sobrante del sonido. De las ventanas del patio salían canciones superpuestas, la más poderosa la de El Puma, la más tenue de José Luis Perales y en medio Julio Iglesias: «Siempre hay por quién luchar, a quién amar…». En duermevela atendió las canciones, se sobrepuso a lo que tenían de molestia y se apoderó de ellas canturreándolas, ante la paciente curiosidad de la gata que trataba de oler la orientación de tanta melodía. Y del cantar pasó a la realidad del techo de su habitación, al estatismo tenso del ventilador cenital de aspas de madera falsa. Se incorporó para recuperar su situación y la de la gata.
—En la cama el tiempo justo para dormir, nunca para morir, Dama Blanca.
En el cuarto de baño se peinó, desaguó la dentadura para secarla con una toalla y se la encajó en su sitio, castañeteando los dientes para comprobarlos. Volvía a tener la cara entera y con ella se asomó a la ventana sobre el patio interior ocupado por una gigantesca palma.
—¡Vecinas! ¿No hay manera de que me achiquen la radio, que no dejan dormir a los viejos ni a los gatos?
Se asomó un rostro grande y brillante de mujer y su sonrisa.
—La música amansa a las fieras, don Voltaire.
—No a las de este zoológico. Me gusta más cuando cantan ustedes.
—¿Qué quiere que le cante, don Voltaire?
—Lo que le salga de la pechuga, que para eso la tiene, y abundante. Cánteme Marasuá, que le sale muy bien, vecina.
—Qué viejo, si esa canción es de los tiempos de mi madre. Y la canto cuando la recuerdo.
—Recuerde a su madre, vecina, y cierre Radío Manguí, que tienen todo el día puesto a Perales.
Se retiró la vecina de la ventana entre risotadas y al rato por el espacio de su ausencia salió la canción que con toda el alma dedicaba a Voltaire.
Marasuá es la reina de un pueblo oriental.
Todo su amor concentrado en el rey siempre está,
mas cuando se va, en su ausencia un príncipe azul
le hace el amor a la reina Mará, Marasuá.
¡Oh dulce Marasuá,
para ti mis amores serán!
Déjame soñar mi dulce bien,
antes de volver allá
quiero yo probar si para mí
has de ser Marasuá.
Mi corazón late siempre con gran emoción
por si tu rey me pudiera aquí ver,
déjame soñar, mi dulce amor,
que tu amor y señor soy yo…
Continuaba la canción y Voltaire mascullaba «canta como una rana la japuta…», pero se asomó a la ventana y gritó:
—¡Trovadora! ¡Trovadora!
—¿Es a mí?
La sonrisa era más ancha que la ventana.
—Trovadora. Es la canción de un trovador, se lo aseguro.
—Se la cantaré siempre que quiera.
—Y siempre que no esté su marido, porque podría tomarme la canción al pie de la letra y hacerle una visita.
—De visita lo que quiera, don Voltaire.
La ventaja que tienen los gatos es que sólo maúllan, refunfuñó el viejo, sacudido por la señal intermitente del teléfono al que respondió con un ya va continuado hasta que lo descolgó.
¿Sí?
Las preocupaciones que traía consigo se convirtieron en otras a medida que escuchaba.
—Afirmativo.
Dijo como único comentario y colgó mientras se estremecía. Apartó con el pie suavemente a la gata que se afilaba las uñas en su pernera, se arrepintió a pesar de la suavidad del gesto, pero no pidió disculpas al animal aunque pensó hacerlo. En el dormitorio tiró del primer cajón, metió las manos entre la ropa interior funcionalmente repartida y la separó en dos bandos para descubrir el centro del receptáculo. Presionó con los dedos y corrió el contraplacado hacia la derecha mostrando un segundo fondo en el que destacaba una bolsa de gamuza. La extrajo, tiró de la cinta que la ahogaba y del interior sacó una Beretta en su funda y con sus tirantes sobaqueros y una navaja automática. Comprobó el cargador de la pistola y la soltura de la navaja para desdoblarse y enseñar su alma de acero. Se metió la navaja en el bolsillo, se colgó la pistola bajo el sobaco y ante el espejo se probó cómo le quedaba la americana. Se ladeó el sombrero sobre la oreja izquierda.
—Adiós, señoras, y pórtense bien, que yo me entero de todo.
Dijo a los gatos. Ya en la calle volvió al caminar elástico mientras con los ojos vigilaba la llegada de un taxi desocupado. Cuando lo halló se metió dentro y tardó en concentrarse porque le distrajo el olor dominante del ambientador de fresa.
—Cuánto perfume, ¿va de fiesta, hermano?
Mas no era cubano el taxista, ni nica, era un haitiano que hablaba una mezcla de créole y español.
—Lléveme al Barnacle, que quiero comprobar si sigue allí.
No le entendió la broma el taxista y Voltaire olisqueó por si era cierto lo que decían los cubanos, que los haitianos huelen mal y todos son portadores del SIDA. Sentía aprensión en las posaderas, como si el SIDA fuera a entrar en su cuerpo desde el tapizado de plástico. Le esperaba un largo recorrido y procuró distraerse contemplando la progresiva vejez del paisaje, la señal de que iba acercándose al centro del antiguo Miami, a la ciudad en la que aún había tenido tiempo de ser joven.
—Cuando yo llegué a Miami aún no estaban puestas las calles.
El taxista tampoco le había entendido esta broma pero le sonreía.
—¿Es usted haitiano?
Volvió a sonreírle mientras cabeceaba sonriente.
—¿Cómo consiguen salir del Krome? Me habían dicho que el control era más duro que en la isla de Eillis.
—Avec paciencia.
—Y cada vez hay más haitianos en Miami. Estuve en su barrio cuando festejaron la caída de Duvalier. Todo el tráfico quedó atascado entre la Segunda Avenida nordeste y la calle Cincuenta y Cuatro. No se podía dar un paso. Había gente que estaba bailando desde el amanecer. Y todo lleno de banderas con los colores azul y rojo y los claxons sonando todo el día. À bas Duvalier! À bas Duvalier! À bas Duvalier!
Contagiado por el ritmo de su grito, el taxista lo secundó con la bocina mientras reía a carcajadas.
—¿Es usted cubano?
—No. Pero como si lo fuera y no lo fuera. Yo soy ciudadano del mundo y librepensador, como el que me puso nombre, Jean Baptiste Arouet, Voltaire.
—¿Era haitiano?
—Francés. Yo Haití sólo lo he visto desde la frontera, durante los años que viví en Santo Domingo. Nunca estuve allí, pero era muy amigo de los pintores haitianos establecidos en la capital de la Dominicana. Muy buenos.
—Los haitianos pintamos muy bien.
Lo aseguraba con la cabeza orientada ya hacia la aparición del mar en Bahía Biscayne y la presencia de la vegetación en los parques y jardines de Coconut Grove.
—Pero yo no me marché de Haití por política.
Le aclaró y luego volvió la cabeza y se llevó la mano convertida en un pico hacia la boca.
—Porque me moría de hambre.
—Duvalier era un tacaño. Me refiero al padre de ese mequetrefe al que ahora han destronado. No era un estadista. Era un usurero. Yo conocía bien a Trujillo y era tan tirano como Duvalier.
—Trujillo muy malo. Mataba a haitianos a palos.
—Era tan tirano como Duvalier pero no era un tacaño. Duvalier utilizaba impresos antiguos, incluso después de haber sido nombrado presidente vitalicio y añadía con su propia letra á vie, para no gastarse dinero haciendo nuevos impresos.
Estaba de acuerdo el taxista.
—Lo bueno que tienen ustedes es que son humildes.
—Sí, nosotros somos muy humildes.
—En cambio los cubanos son muy fanfarrones.
—¿Qué quiere decir fanfarrón?
—Fanfaron.
—¡Ah, fanfaron! Sí, ils sont des fanfarons,
—Y unos racistas, que desprecian a los negros cubanos y a ustedes porque son negros.
—Son muy racistas.
—Y Castro también es un racista. Todos los dirigentes de la revolución son blancos, ¿dónde están los negros?
—Aquí, los negros están aquí.
—Los últimos barcos cubanos llegaron cargados de pendejos, drogadictos y ladrones negros…
—Esto está lleno de negros.
Afirmó el taxista negro, preocupado por la evidencia.
—Si fuera por los cubanos, no dejarían entrar ni a un haitiano en Miami, íes dejarían que se pudrieran en el Krome.
—Usted es un gran amigo del pueblo haitiano.
—Es que los haitianos son humildes y yo estaba aquí antes de que pusieran las calles y los cubanos creen que lo han hecho todo, que Miami no existiría sin ellos.
—Ils sont des fanfarons.
—Además, les tienen manía porque ustedes se sublevaron contra un dictador reaccionario y todos los cubanos aquí son reaccionarios. Y les decía, Duvalier es un asesino y ellos me contestaban que Castro era peor que Duvalier. ¿Qué le parece, hermano?
—Yo no entiendo, la política no me da de comer.
El taxi se había introducido en el Peacock Park y buscó la construcción del Barnacle.
—Déjeme aquí, hermano, me acercaré dando un paseíto.
Y cuando hubo bajado se volvió para saludar con el puño cerrado al taxista.
—¡Viva Haití libre!
Se rio el taxista pero no secundó el gesto de su cliente, aunque le sonrió mientras le vio avanzar por el prado, bajo las palmeras que crecían desde redondeles de arena dorada, pequeñísimo y menudo don Voltaire, en comparación con los robles, los quimbombos y los caobos que jalonaban el avance hacia The Barnacle, con sus apenas cien años de historia de madera conseguida del desguace de barcos naufragados. Voltaire dejó de lado la casa museo de los Munroe para asomarse al océano, enfrentado a los islotes de la bahía y al Cayo Biscayne en el más remoto horizonte. Aún quedaba algo salvaje en aquellos mangles, tan distinto el islote de Miami Beach, en la lejanía, con su línea de cielo marcado por los hoteles de lujo asomados al infinito océano, como un prefabricado escaparate del esplendor de Florida. Recostado en una barandilla de madera, Voltaire oteaba todos los senderos que iban a parar al Barnacle y vio cómo legaba el que le había citado, con aquella cabeza de panocha y el traje aún demasiado ancho para su esqueleto. Le recordaba una mueca de animal disgustado de estar donde estuviera, siempre con los ojos inquietos y el deseo de estar en cualquier parte menos allí. Venía solo y casi solitario estaba el parque. El flaco panocha se metió en el Barnacle y Voltaire aún aguardó unos minutos, husmeando todos los horizontes por si aparecían otras gentes. Sólo cuando un autobús escolar dejó sobre el césped una cincuentena de niños ruidosos y dorados Voltaire se les adelantó para meterse en el edificio antes de que llegaran aquellas ciegas y fieras hormigas. Alcanzó al flaco en el salón donde se exponen las fotos del antiguo condado de Dade tomadas por el viejo Ralph Munroe.
—Parece mentira que eso fuera Miami y lo que es ahora.
El hombre panocha se ha sobresaltado y al volverse tarda en reconocer a un Voltaire feliz por haber tomado la iniciativa.
—Yo llegué aquí cuando, como quien dice, no estaban puestas las calles y ya entonces esta vieja mansión de los Munroe parecía historia. ¿Ha visto usted los muebles? ¿La Biblioteca? Ah, esto es uno de los pocos sitios de Miami donde se huele a historia, a historia yanqui, desde luego, a historia de ustedes, porque sólo ustedes son capaces de convertir en histórico que la electricidad llegara a esta casa en 1913 o que en el ático esté un sistema de refrigeración de aire tan primitivo como modernamente estudiado por los arquitectos. Con todo eso en Europa harían concursos de radio locales y aquí ustedes hacen historia. Bendito pueblo.
Parpadeaba el panocha ante el discurso y recelaba tanto del viejo como de los ecos de la anunciada invasión de escolares.
—Sigue siendo el mismo.
—Uno sigue siendo el mismo hasta que se muere.
—Quiero decir que se conserva muy bien.
—Me cuido.
—Pronto recibirá visitas.
—Creí que me habían olvidado.
—Recibirá una llamada del hotel Fontainebleau Hilton, de un tal Robards. No se preocupe en utilizar el nombre porque es un nombre a extinguir después de la operación.
—¿De qué va la pachanga?
—¿Qué quiere decir pachanga? Hace años que no me muevo por Miami y he perdido vocabulario de ustedes.
—Para qué se me requiere.
—Caso Rojas, Nueva York.
Es un temblor total el que el viejo reprime, aunque se le escape un castañetear de dientes que suenan realmente a castañuela y se le enturbien los ojos turbios y el fino bigote se le convierta en un ángulo blanquiamarillo mal teñido de juventud.
—Todavía eso.
—Yo no sé de qué se trata. Esta vez me utilizan sólo como su contacto habitual. Todo lo demás, ¿bien?
—Paso los informes según lo convenido, aunque todo esto ya está firmado y sellado, visto para sentencia. Cada mochuelo en su olivo, los cubanos, los nicas, los haitianos, paraguayos… Han peleado durante años para derribar a sus tiranos y ahora o están cansados o viejos o tienen hijos con el culo bien sentado en Miami y no hay quien los mueva.
—Los contra, los nicas contra, ésos son preocupantes porque no se sabe cuánto infiltrado tienen.
—No son mi especialidad. A mí cubanos y haitianos y sobre los haitianos le diré que desde la caída del joven Doc aquí sólo han quedado los hambrientos. Los otros están conspirando por el Caribe y Centroamérica. Miami para ellos es una trampa. Hay mil informadores como yo que no les quitan el ojo de encima. Una cosa que quería decirle, amigo, es que los filtros que hacen ustedes en Krome cuando cogen a los inmigrantes clandestinos no sirven para nada. Aquello debe estar lleno de burócratas con interrogatorios de manual, peor aún, de catálogo.
—¿Qué quiere que hagamos? ¿Que les apliquemos la picana?
—Lo mío es informar y no darles consejos, que por el Krome se les colaría a ustedes hasta el Che Guevara disfrazado de corista del Copacabana.
El viejo aguardó a que el yanqui terminara de pronunciar el nombre en toda su extensión, con aquella «o» alargada hasta cerrarse y convertirse en una «u». Pero cuando hubo terminado le miró a los ojos y escogió la voz más dura que le permitió su dentadura resbaladiza.
—¿Es necesario que me saque el nombre a pasear?
—Para nosotros usted es don Angelito y por ese nombre consta en los archivos, pero no se preocupe, el contacto conoce su nombre actual y no cometerá errores.
—¿Conozco al contacto?
—Lo conoce. Se conocen desde hace muchos años. Según la ficha, ustedes dos entraron por primera vez en relación en 1957.
—¿Para cuándo?
—Depende. Incluso es posible que el contacto no llegue a producirse. Me han avisado que esté usted preparado y que tenga en cuenta todo lo referente al expediente Rojas, Nueva York-5075. Y ahora me voy.
Y al decirlo miraba por encima del hombro de Voltaire la avanzadilla de escolares que en aquel momento se apoderaba del salón de fotografías rancias del antiguo condado de Dade. Atravesó el bosquecillo de niños y Voltaire aprovechó la senda abierta para retirarse, con la vista fija en los talones del flaco panocha, pantalones demasiado cortos y calcetines caídos, enseñando un pedacito de pierna blanquísima y pecosa, pecas grandes, pecas de vejez. Cuando Voltaire salió al parque, el otro era ya una figurita que buscaba la normalidad de Miami, mientras Voltaire remoloneaba entre vegetaciones y buscaba la línea del mar, otra vez los horizontes lejanos de los islotes, el lomo quebrado de los rascacielos contra el cielo oceánico, opuestos a la soledad del Atlántico, como un fondo inapelable y total por el que avanzaban sus propios recuerdos y sobre ellos un paseo con Galíndez en Ciudad Trujillo junto al mar, por las aceras de la avenida George Washington, repletos de comida y batidos, coco locos y aromas de puros Elegantes. De todo lo vasco, Angelito, lo que más me conmueve es lo marinero, tal vez porque la patria de mis mayores, Amurrio, esté tierra adentro y yo haya vivido tanto tiempo, demasiado tiempo en Madrid. Aquí en Santo Domingo hay pocos vascos, Angelito, y necesito asomarme al mar para imaginármelo lleno de capitanes de Euzkadi. Donde esté un vasco está Euzkadi, aunque sea como en tu caso, Angelito, que eres medio vasco y medio negro yoruba cubano. Lo de los yorubas ya es memoria, Jesús, que mi padre ya era muy clarito y llegó a ser violinista en la orquesta de La Habana y profesor del Conservatorio y mi madre era tan vasca como tú, Jesús, hija de un marino de Zarauz establecido en Santiago. ¿Quieres que te la cante, Jesús? Me la sé tan bien como tú o mejor que tú. La cantamos juntos, Angelito, aquí frente al Caribe, para que se la lleve el Atlántico y llegue a Euzkadi. Cantaba Voltaire en el recuerdo, pero también sus labios se movían ahora hasta convertirse en voz ante el mar estanco de Bahía Biscayne.
Germikako Arbola da bedeinkatua
euskaldunen artean guztiz maitatua.
Eman ta zabaltzazu munduan frutua
adoratzen zaitugu arbola santua.
Fue en un café, en un café, Angelito, donde el gran Iparraguirre cantó por primera vez esta canción que sería el símbolo musical de la patria vasca. Será en un café, Jesús, pero tú no la cantes, que desentonas. Vuélvela a cantar, Angelito, que me gusta mucho ese deje de bailongo caribeño que le da tu acento. Y la volvió a cantar, entonces y ahora, sólo la primera estrofa ahora, porque sólo la primera estrofa recordaba. Me la enseñó mi madre, Jesús, me dejó este recuerdo. Y a Jesús bastaba mencionarle una madre, la que fuera, para que se le nublaran los ojos y sí estaba borracho incluso se echara a llorar, o se pusiera a cantar: «Alouette, gentille Alouette…». Siempre cantaba esta canción. Se la había traído de Francia en uno de aquellos barcos cargados de fugitivos de terrores europeos, barcos de nombres europeos: Delassalle, Flandre, Venezia. Cincuenta dólares por un visado. Cada inmigrante recibía una silla y una cama y si era una familia también se le entregaba una mesa. Les esperaba la propuesta de irse como colonos a las tierras vírgenes, a las colonias de Pedro Sánchez y de Dajabón, de donde volvían con las fiebres y con las manos despellejadas. Hombres de letras o de ciencia abriéndose paso por la selva baja con machetes que apenas si podían mover con soltura. Galíndez trataba de asistirles en colaboración con la agrupación benéfica de los cuáqueros norteamericanos o con The British Committee for Refugees. Sobre todo trataba de salvarles del destino de colonizadores en los ingenios y algunos tuvieron un final peor, cadáveres flotantes por el Ozama, víctimas de un malentendido, de una venganza, de la búsqueda de un camino demasiado fácil. Los catalanes ayudaban a los catalanes, los vascos a los vascos y en el café Hollywood se encontraban todos para recuperar un territorio de tertulia o simplemente de encuentro. Recordaba un paseo con Galíndez por la calle Conde, parque Colón y entre las vegetaciones un hombre sentado con la pierna enyesada. Es el presidente Peynado. Un títere de Trujillo. ¿Y no tiene miedo de estar aquí? Está más sentado en esta silla de enea que en el sillón presidencial. No cuenta. Otro recuerdo concreto, en el cine Travieso, una película americana de Clark Gable y Claudette Colbert, una copia vieja, arañazos sobre la imagen, silbidos. Luego el inevitable paseo con el danzarín, andarín Galíndez hasta la línea del mar, a la espera del barco correo quincenal de La Habana, con el pescuezo de Jesús alargado por si veía la huida en el horizonte o quizá Euzkadi. Alouette, gentille Alouette. Al vasco le gustaba también meterse por los barrios de los desgraciados, junto al mar, sin urbanizar, barracas de madera y planchas de desguaces, negros multiplicados por su propia negritud, niños famélicos, basuras. O le obligaba a acompañarle a sesiones de vudú menor, de un vudú sin crueldad, prudente, de un vudú respetuoso con todas las prohibiciones de una dictadura. O a los sermones de la secta protestante de los cocolos, en la calle del Arzobispo Meriño, oradores impecables. ¡Qué bien hablan, Angelito, los protestantes! ¡Qué bien cantan! Las reuniones religiosas de los protestantes me emocionan, porque carecen de la grandilocuencia de las catedrales católicas. Son religiones de living-room, Angelito.