Metió el cuchillo en el tarro de cristal lleno de pasta blanquiverde y lo sacó repleto de la farsa que distribuyó sobre una rebanada de pan de molde. Luego con los dedos separó anchoas de su lecho de aceite, en su ataúd de lata y las colocó sobre la pasta, para a continuación cubrirlo todo con otra rebanada de pan. Se chupó los dedos para limpiarlos de las adherencias de pasta y aceite de anchoa y repitió la operación con otras dos rebanadas de pan. Situó los dos bocadillos el uno sobre el otro y con un cuchillo dentado recortó los bordes hasta eliminar la blanda costra del pan de molde. Separó los bocadillos y envolvió cada uno con una lámina de papel de estaño para colocarlos dentro de una caja de cartón rotulada Marvel, sin que hubiera otra referencia sobre su origen o destino. Observó los bocadillos en su nuevo aposento y movió los dedos en el aire, como si sus manos fueran aves cerniéndose sobre nuevos objetivos. Allí estaban los huevos duros, el pepino y el mismo tarro con el unto verdiblanco en su interior. Colocó otras cuatro rebanadas de pan, una junto a otra, las unió con el engrudo del tarro, colocó sobre dos de ellas rodajas de huevo duro y láminas de pepinillo y las cubrió con sus hermanas gemelas. De nuevo recortó los bordes y dudó en cortar los nuevos bocadillos en diagonal, incluso acercó el cuchillo hasta los cuerpos recién construidos, los dientes de sierra del cuchillo llegaron a rozar el pan, pero se detuvo y decidió envolverlos con otras dos láminas de papel de estaño. Fueron a parar al interior de la caja y la cerró definitivamente.

—Parecen hechos por un profesional.

Volvió a lamerse los dedos y tanto le gustó el sabor que metió uno de ellos dentro del tarro y lo retiró con una carga suficiente como para sentir la boca llena de los picores de la salsa de rábano suavizada por la crema de leche y la pasta de requesón. Se llevó el tarro hasta el cuarto de baño y volvió a untarse el dedo y a relamérselo, antes de lavarse las manos con parsimonia bajo el chorro del grifo. Pasó por la habitación y de entre las sábanas y mantas revueltas extrajo una carpeta liviana que se llevó bajo el mismo brazo del que dependía el tarro. La soltura de su manipulación del bote de cristal se convirtió en torpeza cuando tuvo que buscar un espacio libre donde dejar la carpeta. Apartó con un brazo todo cuanto contenía la mesa de la cocina, pasó un trapo sobre el espacio liberado y allí dejó la carpeta. Se sentó ante ella, puso los codos sobre la mesa y bajó la cabeza hasta recibir el soporte de las palmas de las manos. Luego despegó una mano y abrió la carpeta. Ante él aparecieron folios escritos y los contó con la yema de un dedo que primero se examinó y olió, tratando de descifrar si dominaba el olor a pasta de rábano o a jabón. Tres folios. Los colocó sobre el tablero mesa, como si fueran tres cartas, por fin descubiertas, en el comienzo de una jugada decisiva.

—A ver qué nos dices, Norman.

Sacó del bolsillo del pijama un rotulador de punta roja poderosa y lo cernió como un ave de rapiña sobre la escritura que releía como si la oyera: «Querida Muriel. Deseaba tanto tus noticias que he decidido provocarlas…». Merodea, merodea, mascarita, a ver cuándo te decides a dar el picotazo. Y cada vez que creía descubrir el picotazo rodeaba con un círculo la frase que le alertaba, «… los de la beca Holyoke me pidieron información sobre el estado actual de tu trabajo, como tutor responsable del mismo y me expresaron sus dudas sobre lo que estabas haciendo». Buena introducción, sí señor, ya aparecen los culpables de todo, los culpables más razonables, «… los de la beca Holyoke», y Norman, buen chico, sabe de qué mal ha de morir y colabora, «… han tratado de informarse sobre el caso Galíndez hasta decidir que había perdido casi todo interés científico y que tampoco tú vas por el camino correcto y ejemplar metodológicamente, ya ves que soy crudo, tan crudo como lo fueron los emisarios de tan digna fundación». Admirable esta distancia crítica con respecto al verdugo, pero siendo al mismo tiempo el mensajero del verdugo, «… me he tomado la libertad de actuar como abogado de tus intereses». Adelante, adelante, Norman, que aparezca cuanto antes el profesor, el intervencionismo del profesor con deseos de aliarse y dar la vuelta a la propuesta del verdugo, «… que culminaras la investigación comparando la ética de la resistencia tal como se entendía en la moral civil y política de los años treinta y cuarenta, con las filosofías postmodernas actuales, que cuestionan la naturaleza ética misma de la resistencia, es decir, todas las teorías normalizadoras de la escuela italiana que surge como una reacción asqueada contra el terrorismo y su inutilidad. Así planteada la crítica vi que tenías, que teníamos, una salida…». En esto no te equivocas, Norman, aquí está vuestra única salida, no te equivoques, «… les hice ver que un giro imprevisto en tus investigaciones forzosamente las retrasaba y te obligaba además a cambios de escenarios, por ejemplo abandonar la ruta Nueva York-Santo Domingo-País Vasco-Madrid a irte hacia Francia e Italia donde te esperan todos los fugaces, eso espero, profetas de la inutilidad del compromiso». Hay que descubrirse ante los intelectuales, cómo matan y reviven esperanzas con las palabras, cómo te tientan y te salvan a través de la tentación y te devuelven a la virtud aunque hayas pecado, hay que quitarse el sombrero y esa propuesta de viaje de película, Francia, Italia y cuando la lectora está sorprendida y vacilante, ahí va la confidencia cómplice definitiva «… de amigo a amiga y de profesor a alumna, te confieso que este viraje me parece interesantísimo, con más futuro, con más brillante final y más aprovechable para ti, por si un día te decides a dejar el vagabundeo y empiezas a acumular curriculum».

—¡Genial! ¡Absolutamente genial!

El hombre se ha levantado exhibiendo los folios hacia las naturalezas muertas que le rodean, un vaso vacío velado por la leche que ha contenido, las que fueron tostadas con mantequilla y melaza de las que sólo quedan los bordes mordisqueados, abandonados en el borde de un plato, un puzzle a medio hacer que insinúa el puente de Brooklyn, seis rotuladores, una caja de puros Macanudos, un cenicero donde cenizas y cerillas extintas sirven de lecho a medio puro apagado con la punta deshebrada y empapada de saliva casi seca, la caja con los bocadillos y frente a las cuartillas aladas, las alacenas de una cocina revuelta desde hace días. «No es eso todo…». Muy bien, sigue golpeando, Norman, sigue golpeando, «… ante mi vehemente estrategia atacante, que en realidad era defensiva, he conseguido no sólo que te prorroguen la beca en caso de aceptar estas sugerencias, sino que la propia Holyoke negocie la adhesión de otras dos fundaciones ligadas a las relaciones culturales entre los Estados Unidos y la Comunidad Europea, lo que repercutiría en una asignación económica dignísima, diría yo que generosa y que tú misma podrías ensanchar si te pusieras pesada e insistieras en la “jugada” que te hacen». Es decir, la jugada ya va entre comillas, ya no es una jugada, es una jugada sólo para culpabilizar al enemigo y sacarle más presupuesto y una vez hecho el servicio dialéctico, la racionalización de la propuesta, ahí va el trémolo de violín sentimental por si algo queda en el corazón de los viejos amantes, «… últimamente me siento algo deshabitado…», «… tiraría todas estas obligaciones por la borda de cualquier embarcación de estos mares de Nueva Inglaterra si te decidieras a venir por aquí e intercambiáramos estos tres últimos años de oscuridades mutuas que nos separan…».

—Tres años de oscuridades mutuas. Me suena a Emily Dickinson.

«Te protejo a distancia y a cambio me conformo con tu recuerdo, uno de los mejores, si no el mejor que he tenido». El hombre golpea con la otra mano las cuartillas comprobándolas, chasquea la lengua, las devuelve con cuidado a su sobre donde consta el rótulo «Confidencial» y trata de resucitar el puro macilento. Escupe la punta desgajada. Vuelve a encenderlo y se lo mete en la boca por la parte encendida, sopla para que los humos salgan por la punta ensalivada, se lo vuelve a sacar de la boca y retoma la punta con dos labios sólidos y cargados de satisfacción. Traspasa todos los restos de la mesa sobre el plato y lo transporta al fregadero donde descansan sucios atrezzos de otras comidas solitarias.

—Que los limpie la señora Tate.

Va hacia un cuarto de baño iluminado por un rectángulo de bombillas que enmarcan un gran espejo apaisado. Se limpia los dientes con un cepillo eléctrico y luego se repasa la dentadura con la yema de un dedo, pieza por pieza. El espejo le devuelve las muecas que se dedica a sí mismo y acerca la cara hasta depositar un beso sobre sus propios labios. Qué fríos están siempre los labios en el espejo. Se quita el pijama mientras va a una habitación tan previsible como el día que le espera. Con el desorden contrasta la impecable entereza de un traje en un perchero que se alza como una construcción vertebrada, como si el traje fuera el mensaje de otro orden de cosas, de otra parcela de su misma vida. Y cuando se lo pone y vuelve ante el espejo para comprobarse y aceptarse, se siente elogiado por el cristal pulimentado.

—Te conservas bien, Edward. No podrán contigo.

De esta afirmación deriva el que no espere el ascensor pesado de madera de caoba, con adornos de vitrales liberty y baje los escalones con toda la soltura que le permite su rotundo cuerpo, y el cuidado con el que conserva la caja de bocadillos bajo el brazo. El portero dice ser indio pero es chicano o dice ser chicano pero es indio, no tiene tiempo de preguntárselo, nunca tiene tiempo de preguntárselo porque es un hombre de perfil, siempre huidizo entre su garita y el mostrador llavero al que sólo se asoma con gesto cansino cuando le llamas.

—¿Me esperan?

El portero afirma con la cabeza. En segunda fila aguarda el taxi y dentro se agita la figura rechoncha de Somes instándole a que se apresure.

—Te has hecho esperar. Tenemos la mirada de un guardia en el cogote.

Hoy el taxista es Duncan y se vuelve para sonreírle y permitir que le reconozca. Se aprieta la nariz con dos dedos y pregunta en el más puro acento de esclavo negro:

—¿A dónde quieren los señores que les lleve?

Es su broma preferida y la ríe solo mientras despega el coche de la hilera y con la punta busca el inmediato horizonte ocupado por el Madison Square Garden. Mientras tanto Duncan pulsa el elevador del cristal separador, sin distraer el objetivo de meterse en Broadway Street, pero antes de que el cristal le separe de los asientos traseros le llega la voz recordatoria de Somes.

—A mí déjame en el Village.

Y cuando el cristal ha consumado su alzamiento, Somes parece querer mover las palabras al ritmo del poco tiempo que va a seguir en el taxi.

—El retraso me fuerza a ir al grano. ¿Cómo está todo?

—El profesor ha cumplido el encargo, perfectamente.

—Eso ya lo he visto. ¿Se le ha vigilado por si trata de corregir la carta por otro conducto? ¿No se ha puesto en contacto con la chica?

—No. Ahora esperamos la respuesta.

—Es estúpido pero las cosas son así. Las patadas recorren los escalones jerárquicos, pero siguen siendo patadas. A mí me la dan y yo te la doy a ti. Este asunto no puede eternizarse y no se puede crear el más mínimo factor desestabilizador en Santo Domingo, con un presidente ciego y a punto de pasar a mejor vida. No se pueden soportar dos focos de tensión en la misma isla, con una frontera por medio, Somes, me dice otra vez su eminencia y me lo dice como si yo fuera tonto y no supiera que tiene hilo directo con el Departamento y que se está tapando lo que queda de la trama del 56.

—Treinta años no son nada.

—Para según qué cosas no son nada, pero no filosofemos. Hay que esperar la respuesta de la chica y leerla con especial atención. Yo no acabo de fiarme de que no haya un código cifrado establecido entre los dos.

—Me parecen dos conjurados literarios, no dos conjurados políticos.

—A ti te pierde la literatura. Su eminencia no es de la misma opinión. Su eminencia sigue pensando que los rojos no cometen acciones gratuitas.

—¿Cuándo se jubilará su eminencia?

—Nunca. A ciertos niveles no se jubilan nunca. Nos jubilan a nosotros, a los mandos intermedios o a los peones.

—Más o menos somos de la misma quinta. ¿Tú cuándo empezaste?

—Me estrené con lo de Suez de 1956. Mi contribución fue mínima, como esos actores debutantes que salen al escenario a decir: La cena está servida. Dije algo parecido.

—¿Qué más? No creo que hayas venido para hacerme compañía durante cuatro manzanas.

—No. Escucha con atención. Si la chica no se echa atrás hay que seguir todo el proceso y movilizar inmediatamente la fase siguiente.

—Daré instrucciones.

—No.

—¿Qué quieres decir?

—La fase siguiente la interpretas tú y dejas a los de servicios especiales para una intervención posterior, si es necesaria, pero totalmente desconectados de la gestión que tú hagas. Tú te has de limitar a movilizar a don Angelito.

—¿Esa momia?

—Esa momia.

—El retorno de las viejas momias.

—Tú eres una momia, yo soy una momia.

—Esta historia empieza a oler a sarcófago egipcio.

—No huelas. No te pagan para que huelas.

—Es cierto.

—Lo demás ¿bien? La familia, por ejemplo, los chicos.

—Somes, sigo divorciado desde hace diez años. No sé dónde paran los chicos.

Somes no se lo cree. Conoce la historia del hombre y ha leído una ficha, pero tal vez no sea la del mismo hombre.

—¿Bromeas?

Pero el suave frenazo del coche impide la respuesta y le alivia, tanto que mueve su corpachón como si aún fuera de músculos y se arroja sobre el asfalto para recomponer allí la figura y volverse hacia su interlocutor con la mejor sonrisa.

—Recuerda.

—Recuerdo.

Luego el taxi callejea por el Village como si lo rozara. Duncan ha suprimido el muro de cristal y le habla de la soledad de la ciudad a estas horas de la mañana del sábado.

—Siempre debería ser así. A veces paseo por el Financial District el domingo por la mañana. No hay otra calma como la de Wall Street un domingo por la mañana y las personas que haraganean por Battery Park parecen de otra ciudad, de otro mundo.

El taxi rodea el Civic Center y se apodera de la entrada del puente de Brooklyn, tránsito fugaz bajo las lentas estelas de los corredores que patean los viales de madera, resoplando vapores como si salieran de sus tubos de escape. Desembarca en las Alturas de Brooklyn y el hombre pregunta:

—¿Recuerda una película de Danny Kaye titulada El asombro de Brooklyn?

—No me gustaba Danny Kaye. Era demasiado payaso. Siempre he preferido a Bob Hope.

—Bob Hope.

Musita y se pregunta si está vivo.

—¿Vive Hope?

—Vive y aún trabaja. Vino a vernos cuando estábamos en Corea. ¿Estuvo usted en Corea?

—No.

El coche enfila una calle de viviendas simétricas, de ladrillos rojos y escaleras de incendio excesivas. De vez en cuando una mella deja ver las aguas turbias del Buttermilk Channel y a lo lejos, roto, el skyline de Manhattan. El hombre pide la cuenta y la paga a cambio de un recibo. Sólo un gesto les despide y los doce escalones que conducen a una puerta de madera labrada y cristales enrejados los sube con potencial de atleta. Sostiene la caja de cartón con una mano y con la otra mete una ficha de plástico en una ranura situada junto al rótulo Development Agency y la puerta se abre. Aparentemente nadie en el recibidor con suelos de mosaico, pero a ambos lados dos sombras uniformadas se insinúan tras cristaleras opacas y vigilan su avance por el pasillo hasta una sala ocupada por veinte mesas para ordenadores abandonados a su suerte de domingo. Y es junto al ordenador aparentemente más abandonado donde consta una reproducción fotográfica mural, Nueva York a una supuesta vista de pájaro, 1922. Pero la foto se desliza sobre las placas de falsa madera de la pared, cuando el hombre mete la mano bajo el tablero de la última mesa, como si quisiera enganchar un chicle ya insípido y en cambio encontrara un pulsador que abre la cueva de Alí Babá. Más allá de la reproducción de Nueva York 1922, otro pasillo, otra puerta y de pronto un despacho de ejecutivo de telefilme, ni muy poderoso ni lo contrario y tres hombres que arquean las cejas y los hombros cuando le ven entrar y encaminarse con decisión de jefe a una mesa de madera auténtica, sin que en ella conste la referencia del bosque original de Nueva Inglaterra que la hizo posible. Y una vez tras la mesa, miradas y sonrisas se reconocen, el recién llegado pone la caja de cartón sobre el tablero, escoge un rotulador de los cinco o seis que yacen en la escribanía y garabatea sobre un papel en blanco: «Rojas, informante confidencial NY-5075».

—Supongo que han estudiado los dossiers y ya saben de qué va. Ahora devuélvanlos a los archivos y memoricen todo lo posible. Y lo imposible lo codifican.

Mientras hablaba garabateó sobre lo escrito, hizo una bola con el papel, se levantó, tiró la bola de papel por la ventana, en dirección al Buttermilk Channel, pero no llegó. Llevaba diez años intentándolo y la bola sólo tenía fuerzas para caer sobre el patio interior, ni siquiera podía llegar hasta la brecha entre los edificios a través de la que se veía un pedazo del puente de Brooklyn, un coche y medio por mirada, zum zum.

—Robert Robards. Cuanto se reciba a este nombre me lo pasan, pero sin identificarme. A todos los efectos sigo siendo Edward Hook. Vigilancia discreta de Radcliffe, sin asustarle, pero firme. Sobre todo lo que comunique con España, con Muriel Colbert. El caso Rojas, informante confidencial NY-5075 debe cerrarse cuanto antes.

Abrió la caja de cartón identificada con el rótulo Marvely cuatro bocadillos en forma de pirámide yacente quedaron a la vista de los cuatro pobladores de la oficina.

—Hay para todos. Comamos y voy resumiendo el estado de la cuestión.

—A efectos de archivo, el caso Rojas, Nueva York-5075 ya está cerrado a partir del juicio ante el Tribunal Federal de Washington de John Frank, 9 de diciembre de 1957, bajo la acusación directa de ser agente de Trujillo y la implícita de ser el responsable del secuestro y desaparición de Rojas, es decir, Jesús Galíndez.

—Bien observado, Yerby. Pero hay expedientes que se llenan de carne y hueso en los cajones y aquí vuelve a estar Rojas o el fantasma de Rojas. No quiero enterneceros, chicos, pero estamos ante el caso de un colega. Este bocadillo es de rábano y anchoa. Tiene una pinta espléndida, Yerby. Para ti que has hablado. ¿Alguien quiere hacer una observación inteligente? Se admiten incluso observaciones no inteligentes. Bueno. Dejad que me coma el bocadillo y resumo.

Tiró de un cajón de la mesa y vinieron a ver la luz del día seis latas de cerveza que chocaron entre sí, precipitadas en su intento de salir del reducto. Las fue cogiendo una a una y arrojándolas a sus compañeros de habitación.

—Si hubierais visto lo que se comía el cabeza de huevo de Yale seguro que os da el vómito. Una manera de comer traduce una manera de pensar y cuando ves a esos tíos comiendo cosas retorcidas comprendes que no pueden ser otra cosa que unos retorcidos. Pero no perdamos más tiempo. Jesús Galíndez Rojas secuestrado en Nueva York, trasladado a la República Dominicana por un comando trujillista pero con la intervención de norteamericanos, así en la logística de la operación como en el traslado. Conocéis todos los detalles. Rojas había colaborado con el FBI y con la Compañía y eso Trujillo lo desconocía, por lo que el caso le estalló entre las manos y hubo que concertar una explicación pública verosímil después del fracaso de una campaña de desprestigio de Galíndez. Un senador por Oregón, Charles O. Porter, pidió explicaciones por la muerte de Murphy, el piloto que llevó a Galíndez hasta Santo Domingo y empezó a desenrollar la madeja. Porter era uno de esos kamikazes liberales que tanto abundan en este país. No sólo arremetió contra Trujillo, sino que denunció de paso la inhibición del FBI, la Policía de Nueva York y distintos personajes del lobby trujillista. El tío se creyó David Crockett e inició una cruzada continental contra Trujillo, que tuvo siempre como trasfondo el caso Galíndez, aunque él, en primer plano, siempre reivindicara la clarificación de la muerte de su paisano Murphy. Porter fue investigado y no se le pudo encontrar ninguna relación con grupos subversivos, nada que pudiera relacionarlo con actividades antinorteamericanas. Se pasó de liberal y acabó molestando a todos los políticos porque se consideraron acusados indirectamente de proteger a Trujillo. La carrera política de Porter se acabó en 1961, curioso, el mismo año en que Trujillo fue asesinado, era la victoria casi póstuma del senador, porque fue su batalla la que deterioró la imagen de Trujillo y nos hizo intervenir incluso a nosotros para desplazarlo.

—¿Usted vivió todo aquello?

—Sí. Me pasaron el expediente Galíndez poco después de producirse, cuando Hoover se lo había tomado muy a pecho porque Galíndez era básicamente un agente suyo y temía que le salpicara su negocio. Para Hoover el FBI era como una tintorería que había montado con los ahorros de toda la vida. La muerte de Trujillo tapó muchas bocas y mientras tanto había aparecido Fidel Castro, el enemigo público número uno. El caso Galíndez se dio por liquidado, además se desplazó toda la responsabilidad sobre John Khane, es decir, Joseph Frank, un renegado del FBI que actuaba de falso informante de Galíndez y era realmente agente de Trujillo. Por otra parte se contaba con el Report and Opinión in the matter of Galíndez de Morris L. Ernst. Todo lo que Porter había puesto en blanco, Ernst lo puso en negro. Era un abogado de prestigio al que le pidió un informe para exculpar a determinados personajes del lobby trujillista, entre otros al hijo de Roosevelt. Ernst llegó a la conclusión de que Galíndez estaba simplemente «desaparecido», cimentando la sospecha de que era un agente comunista y que se había fugado a la URSS bien forrado de dólares, a hacer compañía a Pontecorvo, Burgess, Mc Lean, Philby. Porter se enfadó tanto con el informe de Ernst que lo afrentó públicamente. ¿Dónde está el gran liberal de ayer? ¿Dónde el gran abogado? ¿Por qué prostituyó su talento por Trujillo? Al pobre Porter no le entraban según qué cosas en la cabeza, pero por si acaso la confusión estaba sembrada, Trujillo asesinado, ni un superviviente entre los ejecutores del secuestro y muerte de Galíndez, Balaguer, el sucesor de Trujillo, ordenó quemar todos los archivos. Porter contra Ernst, Ernst contra Porter. Nuestros agentes se habían movido mucho en Santo Domingo para zarandear a Trujillo y consideraron lógico un período de liberalización tras la muerte del dictador. Por eso el nuevo gobierno democrático pidió al gobierno norteamericano que abriera diferentes casos de víctimas de Trujillo y entre ellos sobre todo el de Requena y el de Galíndez. Se interrogó a varios sicarios de Trujillo, sobre todo a Bernardino que estaba en la cárcel de Santo Domingo y conseguimos saber que Galíndez había sido sentenciado a muerte en 1954 y que, durante su viaje a España, Trujillo había pedido informes sobre Galíndez al gobierno de Franco. Repasen las carpetas y comprueben lo que digo: el 30 de agosto de 1963 el asistente del fiscal de la Corte de distrito de la testamentaría de Manhattan daba oficialmente por muerto a Galíndez, asesinado en República Dominicana por orden de Trujillo. Se decidió entregar al padre de Galíndez las pertenencias de su hijo y 37000 dólares de indemnización, Y así quedaron las cosas hasta hace cuatro años.

De nuevo tiró del cajón y las latas trataron de conquistar la libertad entrechocando entre sí. Los demás no repitieron. El hombre cúbico, rubio pero calvo, alzó el precinto con la punta de una uña larga y dura y el gas explotó provocándole una mueca de satisfacción.

—37000 dólares de indemnización.

—37000 dólares de los de 1960. Eso era dinero.

—El padre de Galíndez no lo necesitaba. Era un ginecólogo o un dentista, no sé, de Madrid, bastante adinerado y me parece que presidente de un club de fútbol.

—¿Del Ayax?

—El Ayax no está en Madrid, Sullivan.

—Siempre había pensado que era un equipo de fútbol español o griego.

—Qué importa. ¿Me siguen? Hace cuatro años recibimos noticias de que una tal Muriel Colbert, discípula de Norman Radcliffe, divorciada de un pastor mormón, compañera de un fotógrafo chileno, compañera ocasional porque hasta hacía muy poco había sido amante de Radcliffe, está metiendo las narices en el caso Galíndez. Carpeta 12, memorándum Radcliffe. Suena la señal de alarma cuando lo remueve todo en Nueva York, incluso visita a Ernst y a los círculos donde actuaba Galíndez, círculos supervivientes. Presumimos que su ruta iba a encaminarla hacia Santo Domingo y sonó la alarma. La verdad es que yo no sé quién la hizo sonar, ni quién movió lo que tuvo que mover para que se me convocara a una reunión de alta seguridad. Había que crear unas zonas calientes y si Muriel Colbert se metía en zonas calientes había que pararla, pero mientras tanto más vale prevenir que curar. Cuando todo estaba preparado para desorientarla en cuanto llegara a Santo Domingo, da un brusco viraje y se va hacia España. Primero al País Vasco, donde se entrevista con supervivientes exilados que habían conocido las andanzas de Galíndez. Luego se traslada a Madrid, seguida de cerca por nuestros servicios de información y se hace amiga de un funcionario de Cultura, amiga íntima.

—Es una chica sensible.

—Cálida.

—Tal vez todo se resolvería pegándole unos azotes en el culo.

—¿Con qué se los darías?

—No desenfrenen la imaginación. La estancia en Madrid de la chica la aprovechamos para darle un toque a Radcliffe. Ese toque lo doy personalmente y descubro que Radcliffe es de mantequilla, de mantequilla vieja. Tiene tanto miedo que se mearía encima ante la simple posibilidad de perder su piscina. Es un radical de boquilla que quiere conservar la radicalidad y el nivel de vida. En sus manos está la patata caliente. Una de dos, o consigue convencer a la Colbert para que deje de investigar el caso Galíndez o hay que introducir nuevos elementos de desorientación antes de que la cosa vaya más allá.

—¿Todo está preparado por si vuelve a ir hacia Santo Domingo?

—Todo, pero ya no estamos tan seguros como presumíamos. En Santo Domingo ha cambiado el talante de los que pueden decir algo. Los cómplices del asesinato se han hecho viejos y blandos y los dispuestos a tirar de la manta han perdido el miedo a la sombra de Trujillo. La prueba es que Muriel Colbert recibió de pronto un envío de José Israel Cuello, propietario de una casa editorial de Santo Domingo, hombre muy respetado en los círculos intelectuales, excomunista, un excomunista importante que en sus tiempos se movió mucho por el Caribe e incluso viajó a la Unión Soviética. Cuello le manda documentos autóctonos sobre el caso Galíndez y la oferta de trasladarse a Santo Domingo donde podrá proseguir sus investigaciones y «ambientarlas». Ella acepta la invitación pero no concreta su viaje, es una posibilidad que aún no ha concretado. En Santo Domingo establecemos una zona de seguridad y si la supera aún queda una penúltima posibilidad, que me reservo. Si supera ese penúltimo obstáculo intervienen ustedes.

Es entonces cuando el hombre cúbico y rubio aunque calvo pasa revista a sus tres compañeros y se sorprende por su laxitud. Le escuchan con una atención profesional y miran el reloj de vez en cuando por el mismo motivo que él tiene para abreviar toda la exposición de la explicación.

—El partido no es hasta las siete.

—Yo tengo dos horas hasta llegar a casa.

—No os entretendré mucho rato más. Tenéis las carpetas y quiero que os lo aprendáis todo de memoria, memorizad las fotos y los textos. En el caso de que tengáis que intervenir, no lo espero, estas carpetas deben desaparecer.

—En el caso de tener que intervenir en directo, ¿quién dirigirá el grupo?

—Yo.

El hombre agradece que sus compañeros se sorprendan. Cualquiera se sorprendería de que le destinaran a él como director de grupo operativo, a él, uno de los jefes de zona con más experiencia.

—Pues sí que le dan importancia.

—O se la quitan.

Salieron desperezándose quizá simplemente desentumeciendo musculaturas demasiado afinadas para un excesivo reposo. De pie y retirándose se percibían mejor sus cuerpos agresivos y elásticos bajo el disfraz de ejecutivos sorprendidos por el domingo, el calzado deportivo y muelle sobre las baldosas de corcho barnizado, tres gatos de ojos alertados recuperando el calmo mediodía de las Alturas de Brooklyn. El hombre cúbico, a solas, se come los dos bocadillos restantes y desdeñados y vuelven a rodar las latas en el cajón, ya con menos esperanza de huida. Quedan dos y se las bebe lentamente, la una a la espera de la otra. Luego se palpa el estómago hinchado y lo compara con el de los recién salidos. Un motivo para el recuerdo de su propio cuerpo que siempre ha sido más poderoso que musculado.

—Un mueble, Edward, pareces un mueble. Eres un hombre con cuerpo de hipopótamo y alma de rosita de pitiminí.

En eso habían coincidido sus tres mujeres, aunque utilizando un vocabulario diferente.

Un hipopótamo de ancho lomo

descansa la panza en el fango;

aunque nos parezca tan firme

es meramente carne y sangre.

—Te pierde la literatura, Edward.

Lo dice con su voz y luego imita la de Somes.

—Te pierde la literatura, Edward. ¿Y la familia y los niños?

Se ríe y recupera la verticalidad para enfrentarse una vez más al panorama desde la ventana, panorama al que arroja tres latas vacías que surcan los aires y mueren sin alcanzar el horizonte. Vuelve por donde ha venido a través del dormitorio de ordenadores, se sabe mirado por los centinelas biselados y recupera la calle en un mediodía que se ha vuelto soleado. Camina acelerado hacia la terminal del metro de High Station Brooklyn y atraviesa la noche sumergida del canal, con los ojos hacia el techo del vagón, pensando en la cantidad de agua que tiene su cabeza. Desciende en Greenwich Village y callejea ganado por la bonanza del día, entre vellones de familias blandas que buscan donde comer o curiosean las tiendas abiertas de gadgets y de ropa de segunda mano, con una parsimonia aldeana, mezclada con la devota lentitud de los turistas sorprendidos ante este escenario de repente europeo y lleno de mitos de jazz y literatura, con una retícula caprichosa de calles que nada tienen que ver con el Manhattan construido con tiralíneas. Por estas calles pasearon Edgar Allan Poe, Melville, Henry James. En Washington Square florecen los happenings y el payaso negro rodeado de curiosos apacibles, coexiste con el ciclista acrobático y los punkies claveteados sin otro público que ellos mismos. De pronto el Village adquiere la frialdad universitaria de la New York University y vuelve atrás, con una mueca de repugnancia en la cara, como si hubiera estado a punto de pisar el alma blanda de Norman Radcliffe. Busca un Burger King y lo encuentra. Se extasía un momento ante la montaña barroca de un bocadillo de hamburguesa doble, para luego morderla con voluntad de que dure, con la boca dominada por la acidez del catsup y los dientes buscando los sonidos duros de la cebolla y la lechuga. Se limpia con la punta de la lengua todas las esquinas y rincones de la boca, para dejar territorio al pastel de manzana y crema que le aguarda y engulle a cucharadas que ya no son lentas, como si precipitaran la masa hacia las profundidades del estómago. Está saciado y siente un escalofrío que compensa con un gran vaso de café. Cuando sale del fast-food, el Village se ha vaciado. Los restaurantes se han llenado y ve a los comensales tras los cristales, de cintura para arriba, aplicados sobre menús italianos, chinos o hindúes, en plena excepción de domingo. Bordea el arco de Washington Square y enfila el origen de la Quinta Avenida, ya en Nueva York otra vez, con la promesa de horizonte de rascacielos. Pero se concede una parada ante el 30 y acaricia con los ojos la fechada de ladrillo, la puerta bajo dosel, mira alrededor y se imagina a Galíndez bajando por las aceras, con un paso elástico probablemente, moviendo bastante la cabeza, porque recuerda borrosamente su estructura de hombre alargado, de cuello poco poderoso y en cambio una cabeza notable. Se imagina dos manos grandes y oscuras sobre el cuello de Galíndez y cierra los ojos para que se borre la imagen, al tiempo que se le impone una sensación de prisa y convoca un taxi. Ya en el asiento vuelve la cabeza para contemplar el progresivo alejamiento de la fachada noble del 30 y desatiende las sucesivas preguntas del taxista.

—¿Quiere que le lleve a alguna parte o que le pasee?

—Déjeme ante el Madison.

No es una carrera excesiva y el taxista refunfuña. El hombre cúbico se mira los pies, pronto tendrán sesenta años y los recuerda hinchados, irregulares, llenos de rojeces e indignados. Los pies le agradecen el descanso del taxi, pero vuelven a indignarse cuando los pone a prueba en el definitivo regreso a su guarida. Ni rastro del portero indio o chicano y lo agradece para evitarse el ritual del saludo que el otro no contesta a no ser que lo repita y detenga el paso. Nada más respirar el aire encerrado de su apartamento se siente cómodo, como si respirara mejor y se quita los mocasines con los pies, para dejarlos abandonados en el recibidor y avanza con los pies regocijados hacia la cocina office, pero al pasar junto al living de reojo capta la sorpresa de un cierto orden. Alguien ha puesto orden en su desorden y no puede ser la señora Tate, hoy domingo, y se mete la mano bajo la chaqueta pana palparse el pecho y deslizarla hacia la pistola sobaquera. Pero en seguida la ve, tumbada y dormida sobre el sofá de terciopelo raído. La reconoce con las piernas delgadas, con su piel entre el blanco y el gris, luego la falda de cuero amontonando el culo golosina, la única golosina de aquel cuerpo y la espalda con la blusa blanca sobre la que cuelgan los rizos casi deshechos de un trabajo de peluquería venido a menos. La mujer protege su sueño con un brazo que le sirve a la vez de almohada y de aldaba para sus ojos afrontados por el respaldo del sofá. Junto a la puerta de comunicación con el dormitorio una bolsa de viaje y por doquier detalles de que ha querido corregir todos los abandonos del inquilino. Incluso en la cocina, los platos están limpios y ya secos, ni rastro de la batalla alimentaria de la mañana y el mismo orden se reproduce en el interior del frigorífico. El aire huele a ambientador de pino y el hombre recuerda con vergüenza que ha dejado los zapatos abandonados en el pasillo. Vuelve hacia ellos pero le paraliza el reclamo de una voz.

—¿Edward?

—Judith, qué sorpresa.

—Edward.

Está sentada pasándose las manos por su cara de un gris más pálido que el de sus piernas, tratando de liberarse de las luces internas de sus ojos aplastados por el abrazo y poco a poco sus facciones se normalizan, se apoderan de la situación, le sonríe.

—¡Edward!

—Te suponía a doscientas millas de distancia.

—Ya te explicaré.

Considera si le gusta o no le gusta que esta mestiza se haya metido en su casa y otra vez en su vida.

—Ponte cómoda.

—Ya lo estoy. He hecho un viaje infernal.

Se siente paralítico de cintura para abajo cuando se la imagina desnuda sobre ese mismo sofá, como otras veces.

—¿Por qué no me avisaste?

—Todo se precipitó, ya te contaré. ¿Me sirves una copa? He puesto la botella de whisky en su sitio.

¿Cuál es el sitio de la botella de whisky? Y recuerda que en la casa hay un mueble bar, incluso con barra abatible, lleno de libros amontonados y de botellas a medio consumir. Allí está, en una esquina del living. Los libros han recuperado su estatura y las botellas les sirven de apoyo.

—Has hecho un trabajo a fondo.

—He comprendido que tardarías y me aburría. O pensaba, o lloraba o me aburría.

Tiene los ojos grandes de mestiza enrojecidos y los labios hinchados por la fiebre interior de las desesperaciones. Suspira el hombre y se convierte en barman por el simple procedimiento de mediar dos vasos con el contenido de una botella de Old Crow. Siente pereza de volver a la cocina y pregunta.

—Yo lo prefiero sin hielo, ¿y tú?

—También.

Le tiende el vaso y se sienta frente a ella. Beben parsimoniosamente. Él trata de anticiparse a la historia que va a oír. Ella piensa en cómo contarla.

—¿Puedo quedarme en tu casa unos días?

—Claro.

Pero ella ha notado cierta vacilación en la respuesta.

—¿Te creo problemas? ¿Vives con alguien?

—No. No es exactamente eso. Tengo una mujer que me limpia esto, sí, aunque tú no te lo creas. Viene una vez a la semana o dos, creo que son dos. Yo le tengo dicho que limpie pero que no ordene demasiado. Yo tengo mi orden. En mi trabajo soy muy ordenado y en mi casa me gusta no serlo.

—Lo siento.

—No. Has obrado bien. Todo tiene un límite y reconozco que esta mañana todo esto parecía una pocilga.

—¿Se va a escandalizar tu ama de llaves?

—No es ama de llaves, es una negra muy curiosa.

Se muerde los labios después de haber pronunciado la palabra negra, pero Judith no se da ni siquiera por parcialmente aludida.

—Quédate unos días, pero piensa que por mi trabajo debo ser discreto, muy discreto.

—¿Cuál es tu trabajo, Edward?

—Información comercial. Hago informes comerciales.

—Tienes libros de profesor. Pocos, pero son libros de profesor. Poetas. En cambio cuando te conocí en Chicago me dijiste que eras viajante.

—Tal vez entonces fuera viajante. Es cierto. Viajo mucho.

—Las veces que había estado en este apartamento no me había preocupado por todo eso. Siempre estuve de paso. No quiero imponerte mi presencia, pero quisiera encontrar trabajo en Nueva York. He terminado con Richard.

¿Quién es Richard?, piensa. Pero asiente comprensivo y la contempla más allá del primer plano del vaso vacío que ha alzado hasta la altura de la cara para ocultar la expresión de su disgusto interior.

—Tengo dinero, pero no el suficiente como para meterme en un hotel. Tal vez uno barato.

—Por la Columbus puedes encontrar hoteles dignos y relativamente baratos. Incluso tienen la ventaja de que las cucarachas son más pequeñas. Están peor alimentadas que en el Plaza o en el Waldorf.

—Si no te importa quisiera darme un baño. Estoy muy tensa.

Le mostró generoso el camino del cuarto de baño y contempló su caminar elástico, a pesar del amontonamiento excesivo del culo; aún sentía en la yema de los dedos la memoria de aquel culo, frío, una piel casi blanca llena de arenillas y de pronto la vulva húmeda de pelos negrísimos y lacios, como un ojo de cíclope entre pestañas gigantescas y mojadas. Cerró los ojos y trató de imaginarse las ventajas de su nueva situación. Ninguna. Seguía paralizado de cintura para abajo, como si el cerebro se negara tozudamente a convocar los deseos. Se sirvió otro Old Crow. Y otro. Reconstruyendo los pasados encuentros con Judith, un polvo ocasional de viaje de trabajo convertido en relación intermitente, casi olvidada. ¿La llave? ¿Quién le había abierto? ¿En qué momento de majadería etílica o sexual le había dado la copia de su llave? Se acercó hasta la puerta del cuarto de baño y gritó:

—¿No te ha dicho nada el portero?

—No estaba, pero me conoce,

—¿Te conoce?

—He hablado con él en otras ocasiones.

—¿Tú has hablado con el portero? Yo aún no lo he conseguido y vivo aquí desde hace cuatro años.

Ruido de agua al ser removida por una pierna. Se imagina la pierna gris emergiendo perpendicular sobre las aguas jabonosas. Podía haber sido una mestiza canela o casi blanca o bien negra. ¿De dónde había salido este color gris, como de negra enferma? Aunque tenía un cuerpo gracioso y un culo amasable y dos pechos bailarines con el pezón casi tan grande como el resto. Pero se negó a comprobar que todo aquello seguía en su sitio y regresó al living y a la botella de whisky. La cabeza caliente por la bebida, la respiración ya algo acelerada, como las imágenes y los pensamientos, incontrolada la voz cuando dio la bienvenida a la mujer envuelta en una toalla blanca, también envueltos sus cabellos con otra toalla a manera de turbante.

—Pareces una marahaní.

—Y tú un hipopótamo de visita en tu propia casa.

Recitó con los labios torpes:

El hipopótamo de ancho lomo

descansa la panza en el fango;

aunque nos parezca tan firme

es meramente carne y sangre.

—¿Lo ves? Eres un poeta.

—Pude haberlo sido. Pude haber sido profesor.

—¿Por qué no lo fuiste?

—Lo fui durante un tiempo, pero había que elegir entre leer o vivir.

Ella abrió la toalla que le cubría el cuerpo y le enseñó un desnudo en la penumbra de lo que ya empezaba a ser el atardecer.

—¿Te apetece?

—Más tarde.

Y volvió la toalla a ocultar el cuerpo y la mujer se fue tras la barra a servirse otro vaso.

—Lo que tenía que pasar ha pasado. Durante años he luchado por engañarme y engañar a Richard, pero las cosas son como son.

¿Quién dijo aquello de que en América las cosas son siempre como son? Me lo enseñaron en la escuela, en la escuela primaria.

—Calvin Coolidge. Fue su mejor frase.

—¿El presidente?

—El presidente.

—Y es cierto. Las cosas son como son. Tú ya conoces a Richard.

—No. No tengo el gusto.

—Te lo presenté. Lo recuerdo muy bien.

—No. No olvido fácilmente a todos los Richards que me han presentado.

—¿Estás borracho?

—Un poco.

Va ella hacia la bolsa de viaje y extrae un pequeño neceser y de él un estuche de útiles para las uñas. Se sienta ante él, cruza las piernas, delgadas, grises, algo más brillantes y se aplica sobre sus uñas como si de ellas dependiera la armonía universal. El hombre recuerda un antiguo propósito y se levanta bruscamente.

—¡El partido!

Busca con los ojos algo que debe ser imprescindible y no lo encuentra.

—¿Dónde has puesto el mando a distancia?

Le señala con la barbilla el lomo del televisor y allí está el criado electrónico reclamando su tacto. Lo empuña y se deja caer en el sofá mientras dispara el número del canal. Del fondo de la nada emergen las imágenes sobre un universo verde iluminado ya por la luz artificial. Jets y Giants se amontonan y revuelven en el coso y la voz del locutor parece guiar las evoluciones de los muñequitos de acero policrómico.

—Jamás olvidaré la final de la Superbowl en 1986, en Pasadena, entre los Giants y los Denver Broncos. Aquello significó el renacimiento de los Giants. Nueva York lo necesitaba.

Ha sido un monólogo que ella no recoge. Dos goterones de lágrimas traicionan la fijación que le merecen sus uñas perseguidas por tenacillas de puntas voraces. Pero tampoco él asume el mensaje de las lágrimas y devuelve a la pantalla toda la atención que le merece, en lucha contra la cerrazón intermitente de los párpados que le avisan de la llegada de la somnolencia de siempre, esa compañera que acude con la bebida y el televisor, como un bálsamo excesivo que inicialmente rechaza, pero que termina por llenarle los ojos de paz, de sueño, de nada. Y cuando despierta han enloquecido millones de insectos en la pantalla del televisor, pero no ha sido el zumbido del aparato lo que le ha sacado del pozo del sueño, sino una llamada insistente del interfono que le comunica con la portería. Le cuesta levantarse y aceptar el mensaje que rebota contra el corcho de su cerebro, aunque lo asume a medida que se acerca tambaleándose al comunicador. La voz del portero indio o chicano le parece menos impersonal que otras veces. Está irritado.

—Llevo media hora llamándole.

—Dormía.

—Aquí abajo hay un mensajero. Muy importante ha de ser el mensaje, porque ya son las dos de la madrugada. Me ha despertado.

—Lo siento.

—Yo también. ¿Le digo que suba?

—¿Lleva credencial?

—Lleva credencial.

—Que suba.

Le espera con la puerta entreabierta, para ver antes que ser visto y ahí llega un insecto de cuero con casco en la cabeza y gafas oscuras. Sobre el casco la credencial de la mensajería de la Compañía. Y sin decirse nada intercambian el sobre y el acuse de recibo. Cierra la puerta tras de sí, deja el sobre encima de una consola, se refresca la cabeza bajo el grifo de la cocina y llena un vaso en el que arroja dos alkaseltzers. Apura el vaso de un trago, recupera el sobre, se deja caer en el sofá, molesto por un ruido que tarda en localizar en el televisor aún inútilmente encendido. Hasta mañana no sabrá cómo han quedado los Giants y los Jets. Fulmina la pelea de los insectos luminosos y el silencio le alivia el dolor de cabeza. Del sobre salen cuatro folios. En el primero la cifra que lee como si tuviera en la cabeza un procesador automático de cifras y los tres restantes una carta firmada por Muriel Colbert y dirigida a Norman Radcliffe. La lee por encima pero es como si no la leyera, como si sólo recibiera un mensaje que le inquieta y le obliga a volver a la cocina, abrir el frigorífico, beberse una cerveza ansiosamente, hasta el punto de que el líquido le desborda la boca y le humedece la barbilla, la pechera, el estómago hinchado bajo la camisa. Se palmea el estómago humedecido con una mano y musita:

—Hay que recuperar el equilibrio ecológico.

Y ahora se aplica sobre la carta con ojos de cirujano de sentidos ajenos. Coloca los tres folios sobre la mesa de la cocina, como si fueran tres cartas, por fin descubiertas, en el pleno de una jugada decisiva.

—A ver qué nos dices, Muriel.

Y busca automáticamente el lápiz rojo que por la mañana llevaba en el bolsillo del pijama. ¡Judith! ¿Dónde estaba Judith? Sin duda en la cama y la visión del lápiz en su sitio, colgado junto a un bloque de anotaciones situado junto al frigorífico, le distrae de su pensamiento sobre la intrusa. Vuelve a sentarse con el lápiz entre los dedos y a leer y a anotar. «Querido Norman, te escribo con la celeridad que me pides y con una indignación que no deseo y que te juro no dirijo hacia ti». Muchacha, muchacha, no te indignes, no te ciegues, por tu bien. «… ¿Cómo es posible que nos digan que Galíndez no interesa cuando acaba de publicarse un trabajo de Manuel de Dios Unanúe, editado en Nueva York además, por una tal editorial Cupre…?». Muchacha, no te ciegues, es un trabajo que habrán leído cuatro radicales nostálgicos, publicado en español, suficientemente desconocido para que nadie haya fruncido el ceño. «… Es el inventario más completo que se ha hecho hasta la fecha del caso Galíndez, desde la perspectiva, todavía confusa, de que fue un agente anticomunista al servicio del FBI y de la CIA, tanto como un agente de los nacionalistas vascos». Lo sabes y no te importa o quizá no quieras admitir que lo sabes, porque por encima de todo está la pasión por esa momia convertidos sus restos en agua de mar frente a las costas de Santo Domingo, plancton de sobras de un festín de tiburones… «… Del libro de Unanúe se desprende que el caso Galíndez está vivo, como vivos están los testimonios más interesantes que se construyeron para “explicar su desaparición”, tanto el informe Porter, como el siniestro informe Ernst». Pobre Ernst, zarandeado por la historia casi treinta años después a la pacificación de la conciencia política norteamericana. «¿Acaso el olvido de Galíndez no es consecuencia de esa voluntad de ahistoricismo que lo invade todo, que quiere liberarse de la sanción moral de lo histórico?». La sanción moral de la historia. La sanción moral de lo histórico. ¿Qué es eso, muchacha? ¿Cuatro líneas en una enciclopedia? «¿Por qué no se quiere recuperar a Galíndez? ¿No ha habido recientemente en toda América Latina suficientes casos de brutalidad, de terrorismo de Estado para pensar que eso no es arqueología?». Muchacha, aún crees que la historia tiene culpables. No hay sitio en los diccionarios enciclopédicos para la culpabilidad o apenas una línea en la que no caben ni siquiera las víctimas. «Te admito, sólo a ti, que mi trabajo es todavía una obra abierta y que quizá busca una respuesta imposible. ¿Cómo asumió Galíndez la evidencia de su muerte, de que iba a morir y hasta qué punto le sirvió ese “sentido de lo histórico” del que tú nos hablabas en tus clases?». ¿Tú hablabas de eso en tus clases, Norman? Menudo sinvergüenza. Tu sentido de lo histórico es conservar la radicalidad y la cuenta corriente de tus suegros y el coño fresco de tu mujer joven, hijo de la gran puta. «En conclusión, no pienso dar ese giro que me piden…». Muchacha, muchacha, no te equivoques, no concluyas tan precipitadamente. «… Ese punto del no retorno crítico…». ¿Qué es eso? ¿Qué artilugio rojo te estás planteando? ¿De dónde no se vuelve? ¿De las cosas tal como son? ¿Se ha vuelto alguna vez de la evidencia? ¿Para qué escapar de la evidencia? «¿Verdad que me comprendes? Nadie mejor que tú para entender mi actitud, tú que eres uno de los que la han cimentado, formado, alentado». Tú, Norman, y miles de hijos de puta como tú alientan en el mundo la lucha contra lo evidente e irreversible. Insensibles ante el fracaso, ante los cadáveres de los demás. Colocó los folios uno tras otro y estudió la letra de la firma, recuperando casi olvidadas enseñanzas sobre grafología. Parecía la firma de un músico y no recordó a qué firma de músico le recordaba.

—Una inocente. Aún quedan inocentes. Estúpidos inocentes. Son lamentables.

Temió que su voz hubiera sido oída por Judith desde la cama y fue de puntillas hasta la habitación para comprobar su sueño. Pero la cama estaba vacía y ni siquiera tenía el hueco reciente de un cuerpo. Tampoco había ropas de la mujer, ni halló su bolsa de viaje en el living, pero sí un papel bajo la botella de Old Crow.

«Me voy a buscar habitación. Adiós, cerdo».

No hay para tanto. No había para tanto. Simplemente había dudado de su propio apetito y desconfiado de su propia memoria. Pero ahora le habría agradado tener la mujer a su lado, entre las sábanas, las manos amasándole el culo entre sueños, aun a riesgo de recibir en las narices su aliento de mestiza gris. Regresó al cuarto de baño y separó de la pared el espejo que se llevó su imagen prisionera y tras el espejo apareció una caja fuerte empotrada. Pulsó la clave y se abrió la puertecilla movida por un disparador eléctrico. Dejó en el nicho abierto el informe recién recibido y escogió una carpeta azul entre las que estaban allí cuidadosamente apiladas, la una sobre la otra. Sobre la portada figuraba el nombre «Don Angelito» y el hombre musitó:

—Es la hora de la resurrección de las momias.