«Querida Muriel. Deseaba tanto tus noticias que he decidido provocarlas. En parte porque ya sabes que me gusta saber de ti y en parte porque me urge saber y que sepas el estado actual de tu trabajo. He conseguido localizarte gracias a tu hermana Dorothy, la de Salt Lake, que como toda mormona es desconfiada y ha sido necesario que le enviara copias de la documentación sobre la beca de tu trabajo para que comprendiera mis razones “técnicas” y no sospechara de las personales. Vamos primero por las cuestiones técnicas y dejemos para el final de esta carta y para un futuro, que deseo, las cuestiones personales. Los de la beca Holyoke me pidieron información sobre el estado actual de tu trabajo, como responsable tutelar del mismo y me expresaron sus dudas sobre lo que estabas haciendo. Al parecer no les satisfacen las pruebas de investigación que les has enviado y han tratado de informarse sobre el caso Galíndez hasta decidir que había perdido casi todo interés científico y que tampoco tú vas por un camino correcto y ejemplar metodológicamente. Ya ves que soy crudo, tan crudo como lo fueron los emisarios de tan digna fundación. No es que hayan decidido ya no prorrogar la beca según tu solicitud de hace tres meses y que yo desconocía (¿por qué desconozco tanto lo que haces?), pero lo están reconsiderando y me he tomado la libertad de actuar como abogado de tus intereses. Según el comité asesor de la Holyoke, tu planteamiento introductor, el que justifica la primera parte del título, “La ética de la resistencia”, es muy válido y sugerente y en cambio la concreción en el caso Galíndez ha perdido interés e incluso saben que hasta en España y en el País Vasco, Galíndez es un perfecto desconocido. En cambio, yo no sé qué cabeza de huevo será el responsable de esta parte del informe crítico, considerarían de sumo valor académico, científico y, cómo no, becario, es decir inversor, que culminaras tu investigación comparando la ética de la resistencia tal como se entendía en la moral civil y política de los años treinta y cuarenta con las filosofías postmodernas actuales que cuestionan la naturaleza ética misma de la resistencia, es decir, todas las teorías normalizadoras de la escuela italiana que surgen como una reacción asqueada contra el terrorismo y su inutilidad. Así planteada la crítica, vi que tenías, que teníamos, porque yo también estoy implicado, una salida abierta y que incluso le podías sacar un mayor partido. Me peleé como un cow-boy de los de antes en defensa de su dama y les hice ver que un giro tan imprevisto en tus investigaciones forzosamente las retrasaba y te obligaba además a cambios de escenarios, por ejemplo abandonar la ruta Nueva York-País Vasco-Madrid-Santo Domingo e irte hacia Francia e Italia donde te esperan todos los fugaces, eso espero, profetas de la inutilidad del compromiso. De amigo a amiga y de profesor a alumna te confieso que este viraje me parece interesantísimo, con más futuro, con más brillo final y más aprovechable para ti, por si un día te decides a dejar el vagabundeo y empiezas a acumular curriculum. No es eso todo. Ante mi vehemente estrategia atacante, que en realidad era defensiva, he conseguido no sólo que te prorroguen la beca en caso de aceptar estas sugerencias, sino que la propia Holyoke negocie la adhesión de otras dos fundaciones ligadas a las relaciones culturales entre los Estados Unidos y la Comunidad Europea, lo que repercutiría en una asignación económica dignísima, diría yo que generosa y tú misma podrías ensancharla si te pusieras pesada e insistieras en la “jugada” que te hacen. Lamentaría haber hablado y actuado en vano y comprenderás, estoy seguro, que cuanto he hecho ha sido en tu defensa, no en la mía y te ruego que la misma celeridad que yo he puesto en salir al paso de esta maniobra, la demuestres tú dándome tu parecer y transmitiéndolo paralelamente a la Holyoke. Y basta ya de correspondencia académica. ¿Qué haces? Sé de dónde vienes, pero no sé a dónde vas y perdona la elementalidad de la paráfrasis pero últimamente me siento algo deshabitado, demasiado presionado por el trabajo y por las recientes obligaciones, aunque agradables, como esposo y padre. Lo de esposo lo sabías, lo de padre no, aunque sé que no te conmueve porque tú sólo crees en las madres. Tiraría todas estas obligaciones por la borda de cualquier embarcación de estos mares de Nueva Inglaterra si te decidieras a venir por aquí e intercambiáramos estos tres últimos años de oscuridades mutuas que nos separan. Te protejo a distancia y a cambio me conformo con tu recuerdo, uno de los mejores, si no el mejor que he tenido. Tal vez un cambio de estrategia en tu trabajo posibilite este reencuentro, porque los padrinos están dispuestos a pagarte cuantos viajes sean necesarios para reciclarte. Son inquisidores jóvenes y sin piedad que antes de mover un músculo ya conocen el resultado de ese movimiento. Pero no te asustes. Si vienes, ya estará a tu lado el viejo Norman para defenderte. Postdata: Lo de viejo no es una chanza».

«Querido Norman. Te escribo con la celeridad que me pides y con una indignación que no deseo y que te juro no dirijo hacia ti. Me consta y te consta que otros trabajos similares han tardado siglos en realizarse y que los temas eran menores y no afectaban a la historia misma de los Estados Unidos. ¿Cómo es posible que nos digan que Galíndez no interesa cuando acaba de publicarse un trabajo de Manuel de Dios Unanúe, editado en Nueva York además, por una tal Editorial Cupre, situada en 123-60 83 Ave. Suite 5 F, Kew Gardens, NY 11415 e impreso en República Dominicana, supongo que porque les sale más barato? Sospecho que el estudio de Unanúe habrá sido ignorado, pero es el inventario más completo que se ha hecho hasta la fecha del caso Galíndez, desde la perspectiva, todavía confusa, de que fue un agente anticomunista al servicio del FBI y la CIA, tanto como un agente de los nacionalistas vascos. Del libro de Unanúe se desprende que el caso Galíndez está vivo, como vivos están los testimonios más interesantes que se construyeron para “explicar” su desaparición, tanto el informe Porter, como el siniestro informe Ernst. Es cierto que de Galíndez no se habla, sorprendentemente, ni siquiera en España después de la muerte de Franco y la llegada de la democracia y eso sí se integra dentro de esa tesis sobre la ética postmoderna que me piden esos hijos de puta y perdona que se me haya contagiado la sanísima costumbre española de emplear “tacos”. ¿Acaso el olvido de Galíndez no es consecuencia de esa voluntad de ahistoricismo que lo invade todo, que quiere librarse de la sanción moral de lo histórico? En el País Vasco el olvido de Galíndez obedece a la incomodidad de su gestión real como correa de transmisión del dinero que iba del Departamento de Estado al PNV o del dinero que recaudaba el PNV entre círculos norteamericanos y latinoamericanos simpatizantes. También a la todavía hoy confusa relación de Galíndez con el FBI y la CIA, desde la etapa de Santo Domingo, aunque este extremo lo veo cada vez más claro y Galíndez no hizo otra cosa que aceptar disciplinadamente los consejos de Aguirre. Tal vez tú no llegues a saber quién era Aguirre, pero sabes quién es Reagan y sabes que es impensable por ejemplo que North se metiera en el Irangate sin que lo supiera Reagan, ¿o me equivoco? Pero que Galíndez sea discretamente omitido no resta valor a su ejemplaridad, más aún, la aumenta. ¿Por qué no se quiere recuperar a Galíndez? ¿No ha habido recientemente en toda América Latina suficientes casos de brutalidad, de terrorismo de Estado, para pensar que eso no es arqueología? Te mentiría si te dijera que todo lo tengo claro, que sé lo que busco. Te admito, sólo a ti, que mi trabajo es todavía una obra abierta y que quizá busca una respuesta imposible. ¿Cómo asumió Galíndez la evidencia de su muerte, de que iba a morir y hasta qué punto le sirvió ese “sentido de lo histórico” del que tú nos hablabas en tus clases? Y me doy cuenta de que esta pregunta, al hacérsela a un cadáver, me la estoy haciendo a mí misma, a la apátrida Muriel Colbert, carente de sentido histórico porque pertenece a un país que se ha apoderado de la historia y no quiere ser consciente de ese secuestro. Pero esta desviación ya no sería una tesis, un ensayo o un trabajo científico, sino una novela y no estoy por esa labor. En conclusión. No pienso dar ese giro que me piden, que me pides también tú con la mejor de las intenciones. Les dices a los de la Holyoke que se vayan a tomar por culo y que si no quieren prorrogarme, que no me prorroguen. Estoy cerca del final de la acumulación de testimonios pero lejos, muy lejos de meterme todavía en la escritura definitiva, es decir, que si me retiran la beca me hacen polvo. Pero estoy dispuesta a asumir ese riesgo y les dices que envíen a un astronauta a estudiar la ética postmoderna italiana o francesa. El único aspecto negativo de mi decisión irrevocable es que no facilita nuestro reencuentro en ese barco, en ese mar de Nueva Inglaterra, tan literario y que no podremos todavía echar por la borda fantasmas propios o ajenos. Mi etapa española termina, no sin desgarramientos, porque he vivido situaciones personales complejas, afectivamente complejas. No me he casado, ni he tenido niños, pero mantengo una relación amorosa con alguien que es casi como un niño y que en cierto sentido participa de esa filosofía de la normalidad de la gentuza de la Holyoke. Pero en el caso del amigo español es un fruto de un cansancio histórico por tanta anormalidad y el deseo de pasar por la experiencia de que los españoles se parezcan a los suizos o a los japoneses. Tal vez sea un ensayo provisional o tal vez sea una instalación para siempre en ese punto del no retorno crítico al que tú, tú también, tantas veces te has referido en tus clases. ¿Verdad que me comprendes? Nadie mejor que tú para entender mi actitud, tú que eres uno de los que la han cimentado, formado, alentado. Por eso te quiero y te recuerdo tantas veces, como un punto de referencia de tantas cosas. Échame una mano si puedes y si no puedes, sabes que te agradezco por igual el intento. Te adjunto una copia de la carta que envío a la fundación razonando, sin tacos, los motivos que me inducen a continuar en la investigación “ética”, insisto “ética” del caso Galíndez. Muriel».

En la plaza Mayor hay un trajín de montajes de casetas de feria, Navidad se acerca y la presientes desde el balcón del estudio de Ricardo. Tienes desaliento y frío, como resaca de la acalorada vehemencia de la carta, pero también una furia resuelta, una furia de ofrenda en el altar que has construido en tu corazón a Jesús Galíndez. No le dejarás solo en su pozo sin fondo y compruebas que cada vez te duelen más los comentarios despectivos que recoges al paso de tu peregrinación por las madrigueras de exilados que volvieron y le conocieron. Tanto como la liturgia reverencial de los santos vascos, aquella presencia vieja y placentaria en una estancia confortable de San Juan de Luz. Puedo asegurar, señorita, que todos esos infundios sobre Galíndez, sobre su supuesto trabajo como informador de los norteamericanos, son la resaca de la operación de desprestigio que construyeron los trujillistas entre 1956 y 1958, hasta que se sancionó legalmente su desaparición. Yo le conocí bien y estuve siempre en antecedentes de las iniciativas de Aguirre y hago mías las palabras que le dedicara Basaldua. Galíndez fue un mártir de la libertad y eso es todo. ¿Le parece poco, señorita? Haga caso del juicio de Basaldua o del de Germán Arciniegas: «Galíndez no está muerto, pues vive, más vivo que antes, porque se ha multiplicado en la conciencia de los hombres libres». Precioso, precioso, pero te sonaba a discurso de Lincoln memorizado. Es el retrato de Galíndez sacrificado activista en Madrid, Santo Domingo, Nueva York, especializado en la lucha de vascos, dominicanos y puertorriqueños contra sus respectivos opresores, presidente del Círculo de Escritores y Poetas Iberoamericanos de Nueva York, estudioso de la historia y el derecho vascos, comentarista político, fisgón en todos los mundos singulares de Nueva York, tanto de las ingles de Harlem como de los bailes con orquestina de lujo de los hoteles de la Quinta Avenida. El testimonio de todos los que habían sido invitados por él a su residencia-oficina del mítico apartamento 15 F del número 30 de la Quinta Avenida, a un paso de Washington Square, del brillante submundo del Village y sobre todo del restaurante Jai Alai de don Valentín Aguirre, en el 82 Bank Street a donde iban en busca de cazuelas y de marinos vascos de paso por Nueva York, como aquel capitán Fresnedo, con pose de galán de película de barco hundido, aquel capitán que trató de invadir casi solo Santo Domingo, en compañía de un grupo de echaos palante, como diría Ricardo. Ha muerto Fidel Fresnedo, escribió Galíndez. Ha muerto repentinamente, casi a la misma hora que su hijo moría en un colegio del lejano País Vasco. Era un vasco exilado que había adoptado Venezuela como su nueva patria y la sirvió con lealtad hasta caer, su hijo era venezolano de nacimiento y ha muerto en el País Vasco, al que su padre no pudo regresar. Otro signo de algo muy hondo, de los estrechos lazos que nos han unido a todos los exilados con los países que nos acogieron y al mismo tiempo del lazo imperecedero que nos une con el país de nuestros sueños. No, Fresnedo no era un político. Ignoro siquiera si llegó a pertenecer jamás a partido alguno. Fue uno de tantos vascos que en 1936 lucharon por la libertad de su patria y después se desparramaron con la rosa de los vientos. El piloto del Mar de Vizcaya, surcó el Caribe bajo la bandera venezolana de Bolívar, vizcaíno de ascendencia. Una gorra de oficial galoneada de oro marcaba su ascenso, pero en los restaurantes de Nueva York prefería vestirse de paisano para charlar en la encrucijada de todas las rutas. Los años pasan y las bajas van cribando nuestras filas, pero no sé por qué hay muertos que siguen viviendo en nuestras tertulias. Estoy seguro de que el próximo día que entre en el Jai Alai veré sentados en su rincón al viejo don Valentín Aguirre y al capitán Fresnedo y no me sorprenderá. Ya ni siquiera sé si yo estoy también muerto y vivo en un mundo fantasmagórico de sueños sin realizar. Porque toda nuestra vida desde hace veinte años ha sido eso, sueños y anhelos. ¿Me pregunta usted por Galíndez, señorita? No. Yo no le traté en España, aunque no era ajeno al círculo de discípulos de Sánchez Román, una de las eminencias del Derecho español republicano, comparable a un Jiménez de Asúa. Ni luego coincidimos tampoco en nuestro exilio americano del sur y ya nos encontramos en Nueva York, creciditos él y yo. Él se movía por círculos vascos y centroamericanos, siempre muy misterioso, hablando a medias, ocultando cartas, y la verdad es que los españoles no le hacíamos demasiado caso. Veíamos sus idas y venidas por la ONU, por los círculos de inmigrados, siempre en un pulso definitivo con Franco, el mismo pulso que el famoso capitán Gustavo Duran. Pero Gustavo era otra cosa. Tenía más clase. Era un hombre armónico y en cambio a los españoles, al menos los de mi círculo, los del círculo de profesores, Galíndez siempre nos pareció un, un, zascandil, eso es, un zascandil. Y corriste al María Moliner para saber qué era un zascandil: de ¡zas candil!, frase con que se acompañaba o se representaba la acción de tirar el candil al suelo para que se apagase en caso de bronca. Acción o suceso brusco. Hombre aturdido, informal o ligero, o sea falto de aplomo, formalidad y estabilidad. (V. ligero de cascos, chafandín, chiquilicuatre, chiquilicuatro, cirigallo, danzante, danzarín, enredador, sin fundamento, sin juicio, saltabancos, saltabardales, saltaparedes, sinsentido, sonlocado, tarambana, tararira, títere, tontiloco, trafalmejas, trasto, aturdido, botarate, informal, mequetrefe. En desuso, hombre astuto, engañador, por lo común estafador). Un zascandil. La verdad es que no nos lo tomábamos en serio y que él no pareció nunca darse cuenta de ello. Suelo ser bastante selectivo con mis amistades y no hice demasiados esfuerzos para tratarlo, sólo cuando me lo encontraba en casa de Margarita Ucelay de Da Cal, con los otros profesores españoles que estábamos por Nueva York, recuerdo a Emilio González López, al Dr. Negrín, el hijo de Negrín. A los demás parecía divertirles, pero tampoco creo que se lo tomaran en serio. De alguien que presume de lo que no tiene decíamos antes que tenía mucha tierra en La Habana, es decir, allí donde no puede comprobarse si la tiene o no la tiene. Galíndez tenía mucha tierra en Euzkadi y siempre estaba tejiendo intrigas inútiles y batallas sin pólvora. ¿Le parezco duro? Tiene fama de serlo este escritor exilado durante tantos años, uno de los pocos escritores exilados que, vuelto a España, ha sido reconocido por la sociedad intelectual y él acoge este reconocimiento con una cierta ironía y hasta tiene cara de halcón irónico, Francisco Ayala. Te recibe en un piso clásico del bienestar madrileño de antes de la guerra escalones de madera hasta una puerta noble y espacios amplios. Tal vez González López, si vive, creo que vive pero es muy mayor, pudiera serle más útil que yo. A él le gustaba el politiqueo al estilo de Galíndez y a mí nunca me ha gustado el politiqueo, he preferido tener ideas políticas pero ¡politiquear! ¿Ya ha hablado con González López, en Nueva York? Claro. Es lógico. El encuentro con González López te lo había procurado Carmen Nogués, de la Casa de España y ante ti apareció un anciano presumido por la lucidez de su ancianidad. Llevaba en la cabeza la historia de la República, que era su propia historia y en ella Galíndez, como él mismo, era un resto de la resaca de aquella tragedia. Apreciaba en Galíndez su capacidad de acción, lo que los otros españoles de Nueva York menospreciaban y te aseguró haberse tomado siempre en serio cuanto hacía y la amenaza trujillista premonitoria. ¿FBI? ¿CIA? Hay retranca gallega en la punta de los ojos de don Emilio. Ésos llamaban a todas nuestras puertas. Lo que pasaba después, eso ya es cosa de cada cual. Y nada se le escapaba de tus primeras o segundas intenciones, pero tampoco los tenedores bien llenos de paella que se llevaba a la boca, como si recibiera plasma de la España lejana. Está muy mayor, pero debe pertenecer a la clase de los que no se sorprendieron cuando la desaparición de Galíndez, demostró que parte de lo que nos contaba debía ser cierto. Bueno, a mí no me contó demasiadas cosas. La verdad es que procuraba evitarle. A veces las afinidades pueden ser electivas. Vicente Lloréns también le conoció, creo que en Santo Domingo y algo dejó escrito sobre «el vasco». Le llamábamos «el vasco» y se lo merecía porque ejercía de vasco y eso que ni siquiera era vasco propiamente dicho. A mí los nacionalismos me ponen nervioso y casi todos los nacionalistas me recuerdan a Hitler y a Perón. Hay que ser algo simplón para ser nacionalista. Yo he visto nacer dos nacionalismos tremendos, el uno de criminales y el otro de botarates. Cuando estuve en Berlín, algunos matrimonios amigos nos pedían que no expresáramos nuestras ideas en voz alta porque no se fiaban de la de sus hijos. Era el nazismo adolescente. En los años treinta. Un nazismo adolescente que asustaba hasta a los padres de los nazis, si no eran tan desalmados como sus hijos. Una vez formaron un cordón de adolescentes nazis para impedirme dar una conferencia y todo porque yo había publicado un artículo contra el Anchluss en El Sol, me lo había pedido Ortega y Gasset. Hasta esa información tenían. El otro nacionalismo fue el argentino, el de Perón. Aquello era de botarates. El totalitarismo italiano había sido grotesco, el hitleriano siniestro y el argentino fue abyecto. Perón invitó al ministro de Exteriores de Franco a visitar Argentina y le montó una concentración de compinches «descamisados». Me fui con otro amigo exilado a ver el espectáculo. Era la multitud de siempre, desbordada y gritona, que dejaría arrasado el césped después de haber merendado, meado y cagado en él durante horas. Ya ve. El mundo es un pañuelo. El ministro de Franco era un antiguo compañero de estudios mío, Martín Artajo, y se quedó tan horrorizado ante aquella chusma que comentó: «En España nosotros nos levantamos para impedir que gente como ésta saliera a la calle». En el fondo el peronismo, como el franquismo, era de los de a caballo, el de los militares con la coartada de los descamisados. Pero todo nacionalismo rima con irracionalismo y arranca de la miseria idealista alemana del siglo XIX. ¿Galíndez? Estaba en la fase inicial. Le ponía poesía y cuento teórico al invento, pero de haber conseguido instalar su nacionalismo en su Euzkadi, todo hubiera acabado igual: raza y desfiles, himnos y masas meándose y cagándose en los prados. La verdad es que le traté poco porque yo entonces aún no me había establecido en Nueva York y trataba como visita a mis compañeros españoles, repartidos en diversos centros docentes. ¿Es usted de Nueva York? No. Casi nadie ha nacido en Nueva York. Es algo parecido a lo que pasa en Madrid. ¿Quién ha nacido en Madrid? Recuerdo mi primera impresión de Nueva York, cuando pude decir que conocía la ciudad, fue una impresión de muerte. ¿De muerte? De muerte. Pasear por la ciudad en horas yertas, es pasear entre distancias irreales, lejanos pero cerrados horizontes de muerte. Y por todas partes te asaltan máscaras, gentes disfrazadas, tal vez porque están muertas, deshabitadas. Recuerdo un día que yo iba por el campus de Columbia, contemplando arriates en flor, relajado, maravillado y de pronto me atrajo un círculo de curiosos que contemplaban algo que estaba en el suelo. Me acerqué, en mala hora y compartí aquellas miradas: una muchacha aplastada contra el asfalto. Se había tirado desde una ventana. Muerta. Y no es una impresión exclusivamente personal, porque si usted relee Poeta en Nueva York de Lorca también percibe ese hálito de muerte. Es curioso que usted relacione la muerte con la imagen de Nueva York. ¿Ha leído usted a Mendoza, a Eduardo Mendoza? Sé quién es. También él ofrece la imagen de la muerte ligada a Nueva York. Quizá sea una asociación de ideas surrealistas, señorita, porque Nueva York es como un inmenso decorado que está vivo, vivo como un hormiguero, a la altura de la calle, pero en cuanto se levantan los ojos se tropieza con una ciudad de nichos ambiguos. Mendoza describe un cadáver neoyorquino, como un paquete de muerte, alguien que ha muerto en una reyerta en una taberna irlandesa, envuelto en un saco de lona, sujetado con correas de cuero, en Jackson Square, sobre un fondo de ciudadanos que protestan por la instalación de una hamburguesería. ¿Una protesta en Nueva York por la instalación de una hamburguesería? En mis tiempos hubiera sido impensable. No Macdonald’s in this neighbourhood. También el viento, sobre todo si es frío, suscita premonición de muerte y Manhattan está abierta a todos los vientos. Galíndez sintió a veces que Nueva York era su Getsemaní. Nadie me comprende en esta Babilonia. No comparto su entusiasmo por el personaje, señorita, aunque respeto el testimonio de su muerte. Incluso fíjese en esta comparación de Nueva York con Babilonia. ¿No le parece una comparación de sermón de cura integrista? Babilonia o ciudad del pecado. Yo lo interpreto como ciudad llena de extranjería, donde era imposible afirmar tu propia identidad. Quizá. Y se puso la boina para acompañarte a la calle e invitarte a un café que no podía ofrecerte en su casa-biblioteca, porque estoy a medio instalar y aún cruzo el charco para dar algún curso, un cursillo, corto y luego vuelvo con miedo por si me han quitado el espacio. Los exilados vivimos con el complejo de que nadie nos guarda el vacío que hemos dejado y no nos equivocamos. Camina y mira con la arrogancia de un halcón al que se le han envejecido los ojos, pero no la mirada y te recita nombres más imprescindibles que él en tu búsqueda: Malagón, Vela Zanetti, Granell, Serrano Poncela, pero, qué digo, Serrano ha muerto, como Vicente Lloréns. Han muerto tantos de mis compañeros de exilio que a veces me pregunto ¿estás vivo, Paco, o, simplemente, te estás leyendo?

¡Gora Euzkadi Askatuta![2]

Ricardo ha llegado con la sorna puesta. Vuelve a gritar ¡Gora Euzkadi Askatuta! cuando se precipita sobre tu espalda, te tapa los ojos y luego baja las manos para apoderarse de tus pechos.

—Tú sí que eres un zascandil.

—¿Un qué?

—Un zascandil.

—Suena mal, pero no sé qué quiere decir.

—Ligero de cascos, chiquilicuatro, tarambana, tontiloco.

—Y tú una gilipollas.

—Mequetrefe, botarate.

—Hija de puta.

—Yo me limito a darte todos los sinónimos de zascandil. Hoy he aprendido el significado de la palabra y te lo hubieras pasado bien porque se la han aplicado a tu apreciado Galíndez.

—¿Quién ha sido el genio que ha llamado zascandil a Galíndez?

—Don Francisco Ayala.

—Los viejos y los niños siempre dicen la verdad. ¿Y con la otra profesora de Nueva York, qué tal?

El mundo de Ayala es un pliegue del Madrid del Prado, en las calles nobles que van a parar al Congreso y conservan tiempo, memoria, estancamientos del comportamiento, incluso melancolía. En cambio Margarita Ucelay se asoma a Rosales desde la atalaya de un sobreático, como si hubiera encontrado en Madrid un sobreático de Sexta Avenida sobre el Central, aunque Rosales se le convierte de pronto en campo ilimitado, bajo cielos goyescos pero pintados por Bayeu, que era cuñado de Goya. Desde la atalaya te mira, con una extraña diversión íntima y una cierta sensación de irrealidad de sí misma. No se considera la más adecuada para hablar de Galíndez, aunque le conoció, le trató, fue su invitado en Nueva York, tantas veces. Ni alto ni bajo. Ni listo ni tonto. Se comportaba como un vasco esencial, eso que llamaban antes chicarrón del norte, pero sin tener la apariencia física de un bravucón. Más bien al contrario. Podía ser suave en los gestos y en las palabras, aunque le gustara hablar alto, con esa alta voz de los vascos que parecen tener el tórax de cemento. No. Nunca le vi con mujeres, en lo que exactamente quiere decir eso, aunque tenía fama de mujeriego. Evelyn. Era su alumna, la conocimos, sí, una muchacha encantadora. La verdad es que jamás nos tomamos en serio a Galíndez, en eso coincido con lo que le ha dicho Ayala. Le gustaba insinuar que estaba metido en todo, que nada se le escapaba, que en Nueva York no se movía nada ni nadie sin que él lo supiera. Y vasco, era tan vasco que nos hacía reír. Tenía la inocencia primitiva de un nacionalista y a veces un exhibicionismo de niño. Le gustaba presumir de que iba de piquete en piquete, protestando por esto y aquello, saboteando todo lo que fueran manifestaciones de normalidad del trujillismo o del franquismo y siempre contando historias de amenazas, de persecuciones que nadie se creía del todo. Cuando empezó a circular el rumor de que había desaparecido más de uno pensó que Galíndez se estaba haciendo el interesante, que quería dar que hablar y cuando, por desgracia, se confirmó que había desaparecido, que nunca más le veríamos, entonces tal vez descubrimos que nos hacía reír, pero también nos inspiraba una cierta ternura. Creía demasiado en lo que decía y trataba de ejercer su fe en medio de nosotros que ya estábamos algo cansados y desencantados. ¿Un militante? Sí, probablemente era eso, un militante. Era un hombre cariñoso y le gustaba jugar con las criaturas, con nuestros hijos. Es cierto. Tenía mucha paciencia con los niños, pero eso suele suceder con los solterones que van de visita, tratan de conquistar el corazón del anfitrión elogiándole los hijos, el gato, el perro, la biblioteca, el vino y en el fondo Galíndez suscitaba una sonrisa oculta, de una cierta conmiseración. ¿Como Peter Sellers en El guateque? Afortunadamente no ha visto El guateque, porque tal vez entonces hubiera captado la acumulación de despecho que llevas dentro ante este segundo juicio despectivo sobre Galíndez en un solo día, de compatriotas relativos, compatriotas de la gran patria del exilio, de culturas parecidas, separados por un tono vital, por una capacidad de distancia diferente. Galíndez era un agitador y ellos no querían ser agitados. La guerra de España había agotado su cupo de pasión y derrota y asistíamos a las idas y venidas de Jesús por toda América o por Nueva York con la impresión de que cada cual pierde el tiempo a su manera. Él se metía sobre todo en reivindicaciones dominicanas o puertorriqueñas, se le veía mucho entre puertorriqueños, en una época en que eran considerados como peligrosos, después del atentado contra Truman en la Blair House. No entendíamos cómo Galíndez podía tener tan buena relación con las autoridades norteamericanas, al menos de eso presumía, y al mismo tiempo codearse con puertorriqueños independentistas como Isabel Cuchi y Coll, la principal impulsora de la campaña pro libertad de los fallidos magnicidas de Truman, especialmente de Óscar Collazo, condenado a muerte. Jesús nos hablaba de sus contactos, de sus relaciones con Figueres, el presidente de Costa Rica o con Betancourt o Muñoz Marín y nosotros le sonreíamos. No. No creo que él se diera cuenta de nuestra ironía. Era de esos hombres que jamás admiten ni la más remota posibilidad de que alguien les pueda tomar el pelo. Era alegre, pero no tenía sentido de la ironía. No es lo mismo. Era increíblemente alegre y no parecía tener motivos para ello. Nosotros habíamos reconstruido nuestras vidas en torno a una familia y manteníamos lazos con los familiares que habíamos dejado en España. En cambio Galíndez era un ser solitario y no se llevaba del todo bien con su familia española, su padre no entendía la pasión vasquista de su hijo y su hermanastro era falangista o casi. Recuerdo el disgusto que tuvo Jesús cuando vino su hermano a visitarle a Nueva York y tuvieron una dura disputa política, aunque él lo justificaba, el muchacho habla de lo que oye y el franquismo está intoxicando a todos los españoles. Luego el hermano cambió de criterio. Sí, claro. Lógico. Tampoco tenía un gran nivel de vida. En los primeros años en Nueva York se ganaba la vida escribiendo relatos o artículos que enviaba a concursos de toda América Latina, colaboraba como «negro» en un libro que estaba escribiendo Aguirre, el lehendakari le concedió un cargo subalterno, en el Centro de Estudios Vascos de la Universidad de Columbia. Luego fue estabilizándose y consiguió ocupar la plaza de Aguirre cuando se marchó a Europa.

—¿Hago cena o vamos por ahí?

La voz de Ricardo te rompe el merodeo por los apuntes y los recuerdos, intermitentemente detenido por las voces electrónicas que suelta la cinta del magnetofón. Estás cansada y nerviosa, un nerviosismo alarmado, ofendido cuyo origen rastreas hasta encontrar la carta de Norman y la descarga de alarma y rabia que has tenido nada más leerla.

—Te digo que si cocino o si nos vamos por ahí.

—Haz lo que quieras.

—Bueno. Bueno. Estás de muy mala leche, bonita, lo he notado nada más ver cómo estás sentada.

—¿Cómo estoy sentada?

—Tensa. Con el culo en el canto de la silla. Mira, bonita, yo me pongo cómodo, me desempolvo el cerebro de todas las chorradas que he tenido que atender hoy. Me veo un vídeo de Sting, me tomo un güisquito, me tumbo en el sofá, sin zapatos, desde luego y allí espero que la señora se desnuble y decida qué quiere hacer. O igual me lo monto en plan de baño con sales en la bañera y me quedo roque. Cuando oigas los ronquidos ven a vigilarme para que no me ahogue.

Te arrepientes de tu brusquedad y él te reclama indirectamente quejándose de lo caliente que está el agua, tratando de romper con su voz de niño asustado el corredor de hielo que os une y os separa. Está con el agua hasta el cuello, los ojos picaros te esperaban y los brazos aparecen como tentáculos cuando te arrodillas junto a la bañera, para apoderarse de ti y empujarte a un beso que te sabe a sales de aromas de violeta y jabón Badedás.

—¿Te metes conmigo en el agua, bonita?

—Tengo la regla.

—¿Otra vez? Las mujeres siempre tenéis la regla.

No te rechaza, pero los brazos se aflojan y puedes volver a ser tú misma ante el espejo, arreglándote el pelo, secándote las humedades adheridas; tratando de volver a ser no sabes qué, pero volver a ser algo o alguien que no eres.

—Ricardo.

—Qué.

—Salgamos.

—Bueno.

Tardas en coordinar los movimientos que necesitas. Dejas de ser la rastreadora de caligrafías y voces, voces de hoy y voces de una algarabía en la que el nombre de Galíndez resuena con todas las entonaciones posibles, también dejas de ser la amante compadecida que ha tratado de dar lo que no tiene, un cariño que sólo sientes como posibilidad o como compasión, aunque eres una ilusa, Muriel, una rematada ilusa si piensas que le estás dando algo más que sexo y el exotismo de la compañía de una mujer madura. Norman tenía contigo la misma relación que tú tienes con Ricardo, con ese muchacho de energías recuperadas tras el baño que aparece ante ti como si nada hubiera pasado, como si nada le hubiera pasado. Y ahí tal vez estaba la cuestión. Nunca le había pasado nada. Todo había pasado antes de que él naciera o fuera un adulto. Y con las energías ha recuperado la decisión por salir, que tú le has propuesto como una huida de la caja cerrada de este piso, en la que estabais obligados a chocar y agrediros, sin el recurso esta noche de convertir la agresión en sexo. Te vistes mediocremente, tan mediocremente que pareces la tía de Ricardo y te desvistes y te cambias y te vuelves a cambiar y él se divierte.

—Pero ¿qué te pasa, Muriel? ¿Te ha cogido el baile de San Vito? Parece como si llevaras la moviola aplicada.

Y te rindes ante esa definitiva mujer muy sonrosada y suficiente que te dice su edad desde el fondo del espejo del armario del cuarto vestidor. Treinta y cinco años, Muriel. A la mitad del camino.

—¿De postín o cocina antropológica?

—¿Qué entiendes tú por postín o por cocina antropológica?

—Pues postín es El Amparo o Zalacaín o Horcher y cocina antropológica desde Casa Ciriaco a todas las tascas que pueblan el infinito madrileño.

—Casa Ciriaco está aquí al lado.

—Si vamos aquí al lado, ¿para qué salir?

—¿No sería más fácil que dijeras de una vez dónde quieres ir?

Se ofende porque le ha descubierto el juego, pero refunfuña agravios, siempre piensas que él lo tiene todo calculado, que te instrumentaliza. ¿Quién instrumentaliza a quién? ¿Quién ha pedido salir esta noche?

—Anda, vamos a La Ancha que es donde quieres ir y tengamos la fiesta en paz.

—No te pases de lista. Pues ahora no quiero a La Ancha.

Salís a la plaza que te envuelve de empaque recatado, para ti siempre un redescubrimiento de que estás en Madrid, en España y para Ricardo algo que ya tiene tan asimilado que se ha convertido en irrelevante e innecesario escenario. Detienes el caminar lo suficiente como para sentirte en esta plaza y no contrariar los pasos acelerados de Ricardo impulsados por el hambre o un exceso de frustraciones complementarias. Cuando desembocáis en la calle Mayor, él se detiene, cruza los brazos, espera tus decisiones y tú llamas un taxi y nada más cerrar la portezuela emites el veredicto.

—A La Ancha, Príncipe de Vergara, 264.

—Es cosa tuya, que conste que yo no he despegado mis labios.

—¿Qué haría mi cachorrito si esta noche no pudiera comerse una tortilla de patatas con callos a cucharadas?

—Cualquiera diría que tú le haces ascos a la comida.

—Y luego dos quilos de judías pintas con oreja.

—Vale, vale, tía. No te pongas aguda que me traspasas.

Es él el que empieza a deshelar el silencio cuando tomáis asiento entre todos los parabienes del servicio que os conoce como si estuvierais abonados y los saludos que Ricardo reparte entre otras mesas, pobladas por compañeros de trabajo o de política, aunque en su caso era lo mismo. Cuando se sienta sabe que hay dos maneras de cenar y la peor sería aplicar la tensión a masticar y no a paladear la tortilla en cazuela con callos que ha pedido. Y al contarte sus tribulaciones del día carga sobre ellas la responsabilidad de inmediatas incomprensiones y te propone que hagas lo mismo. Y lo haces. Se lo debes.

—Sí, no he tenido un buen día, leche.

—Así me gusta, Muriel. Un buen taco a tiempo limpia los pulmones.

—Hoy me he dedicado a profesores españoles en el exilio y he observado que jamás se tomaron en serio a Galíndez,

—El zascandil.

—Sí, el zascandil.

—Si han coincidido, hay que pensar en que lo era.

—No. Me parece que los dos tienen una cierta reacción corporativa. Cuando conocen a Galíndez lo único que tienen en común con él era la condición de exilados. Galíndez era un nacionalista vasco, ellos no. Galíndez era un solterón, ellos en cambio tienen estabilizadas sus vidas, mediante la familia, aunque sea en el exilio. Galíndez sigue siendo un activista y vaya activista, en cambio los profesores desdeñan en el fondo la política, prefieren historificarla y utilizarla como materia de inventario o reflexión o investigación.

Galíndez se ensucia, cada día, mil veces. Ellos no. Y entonces me topo otra vez con la parábola de Rashomon.

—¿De qué parábola hablas?

—Es una parábola cinematográfica y no tiene valor universal, pero Norman la utilizaba habitualmente y me la traspasó. Tampoco soy tan vieja como para tener en la memoria una película de los años cincuenta. En la película se cuenta un mismo hecho mediante distintas apreciaciones de diferentes testigos y el espectador ha de hacer el esfuerzo de elegir una de las versiones o ir reuniendo elementos de una y de otra. A mí me ocurre con Galíndez. Los contactos que el editor Santolaya me buscó por el País Vasco me dieron una imagen mitificada de Galíndez, mitificada pero sospechosamente silenciada. El círculo de Nueva York se divide entre apologetas y detractores, detractores relativos, como Ayala y Ucelay que se limitan a reflejar su sorpresa ante la comprobación de que Galíndez no era tan fabulador como ellos creían. Pero para aceptar eso ha tenido que ocurrir la muerte de Galíndez.

—Tal vez su muerte fuera también un ejercicio de fabulación.

—Ha desaparecido de verdad, fue torturado de verdad, asesinado de verdad.

—Pero, insisto, quizá se apuntó a todo eso para estar a la altura del personaje que él mismo se había forjado.

—¿Por eso no aceptó el dinero a cambio de no publicar el libro?

—Por ejemplo.

—¿Y luego la tortura?

—¿Qué sabes tú de lo que dijo o pensó mientras le torturaban?

Te ha dejado con la boca llena y paralizada y se desentiende de tu discurso para introducir el suyo. Qué harías tú, dime, bonita, con toda sinceridad, qué harías tú si se te presentara en el despacho un punky que parece una cotorra y te hace un atraco al tiempo que te hace un favor, el favor de atracarte, según dice. No es la primera historia parecida, pero ésta no es tan parecida como las demás. Yo ya me entiendo. Resulta que me viene a ver José Souvejón, un director de escena de vanguardia, de ésos que te montan movidas llenas de ladridos y de maricones que se retuercen mientras las chicas ladran y el tío tiene el morro de pedir cincuenta millones para el montaje y asegura tener contactos con el festival de Avignon para llevar la obra y con una multinacional italiana de Berlusconi para grabarla en vídeo. Yo hago mis averiguaciones y resulta que su única relación atada y bien atada con el festival de Avignon es que practica el sadomasoquismo con uno de los capos, un capo menor, del festival, y en cuanto a lo del vídeo, pues por ahí más o menos. Yo me leo la obra y psé, un rollete para que humeen las calvas de los jóvenes críticos calvos y poca cosa más, pero uno de esos embolaos que has de hacer porque si no lo haces de joven se te echan encima los perros rabiosos de la movida. Que en vida de Tierno se apoyaba más. Que parece mentira que los socialistas seáis tan carcosos y tragones. Consulto con la eminencia gris del director general y vamos a por el Souvejón, quince millones, lo tomas o lo dejas y el Souvejón coge un pisapapeles de granito de El Escorial y lo tira contra el cristal de la ventana de mi despacho y a todo esto sin casi moverse y mirándome a los ojos, la secretaria traspuesta, yo cabreado como una mona y el Souvejón en plan teórico sobre la función del Estado. Partamos del hecho comprobado de que el Estado es un chorizo sin imaginación, un atracador que al mismo tiempo es poli. Si lo padeces en una dictadura pues te lo tragas y a esperar mejores tiempos, pero en una democracia lo mejor que puedes hacer es sacudir al Estado, darle una patada en el culo y a ver qué sale. Yo le he escuchado hasta aquí, con paciencia progresiva para no crispar más a la pobre chica que parecía electrocutada delante del procesador de textos. Pero en cuanto me dice que hay que darle una patada en el culo al Estado, es decir, a mí, que en aquel momento soy el representante del Estado, para ver qué sale, me levanto y le digo, majete, que eres muy majete y muy teórico, pues bien, considera que le has dado una patada en el culo al Estado a ver qué sale y salen quince millones. Los tomas o los dejas. ¿Es un ultimátum? Lo es. Voy a convocar una rueda de prensa y voy a declarar que ante la majadería de los funcionarios del Ministerio de Cultura, no tengo más remedio que ofrecer mi obra a un gobierno autonómico, por ejemplo a Pujol. Pujol no te da ni un bocadillo de pan con tomate, melón, que eres un melón. ¿Cómo va a subvencionar Pujol una obra escrita, no ya en castellano, sino en madrileño? La obra no tiene apenas texto. Casi todo se reduce a gruñidos. Más a mi favor. Quince millones para unos cuantos gruñidos y un poco de aerobic no está tan mal. Y aquí ya se subió por las paredes y me dijo de todo, pero en plan muy, muy, pero que muy maricón. Y no es que yo sea racista sexual y si quiere ser maricón que lo sea, pero no que me haga mariconadas. Luego lo he comentado con el director general, ha consultado con el ministro y está vacilando. Como vacila tanto yo he llamado a Ferraz para hablar con Clotas y consultar el punto de vista del partido en caso de que hubiera lío de prensa y tampoco está Clotas muy seguro de la reacción del ministro porque me dice que este ministro es independiente, que no tiene carnet y que por lo tanto no se debe a los criterios culturales del partido. ¿No te jode? Pues así estamos, a la espera de que el ministro me dé o me quite la razón y mientras tanto el punky desplumado ése alborotando todo el gallinero.

—¿Cómo se titula la obra?

Esplín y lleva un subtítulo: La furcia y el resol. Me ha explicado que se llama Esplín porque el personaje central es Baudelaire, la furcia puede ser cualquiera de las chicas que sale y el resol es la sombra de la realidad y lo encarna un actor, un actor ha de gesticular como si fuera el resol. ¿Qué harías tú si fueras el resol?

Y te vienen ganas de hacer la payasa, te levantas y te pones a gesticular como si fueras el resol instalándote en una habitación.

—¿Pero qué haces?

Hay risas y aplausos que brotan de las mesas como vapores de simpatía, pero Ricardo se ha levantado ruboroso y rígido y te fuerza a sentarte.

—¿Qué tornillo se te ha aflojado?

—Espontaneísmo creador.

—Esto está lleno de gente del Ministerio y se van a pensar, qué sé yo lo que van a pensar.

—¿Te he puesto en un compromiso?

—¿Te parece que no?

—¿Quieres que me vaya?

—¿No hay un término medio, o hacerme quedar en ridículo o marcharte?

No te da tiempo a contestarle la aparición junto a la mesa de una pareja a la que tu memoria tarda en ponerles nombre, Pilar y Mario, dos compañeros de trabajo y de partido de Ricardo.

—Vaya marcha lleváis. ¿Podemos sentarnos?

Os han salvado y además propician que Ricardo repita la historia entre carcajadas que poco a poco se os contagian. Cuentan a su vez historias parecidas y teorizan sobre la condición del Estado y las instituciones como empresarios de cultura. Por una parte estimula la creatividad, por otra la facilita demasiado y en una economía de mercado la sanción final la tiene el público y el público no está para hostias,

—Estamos atrapados. A veces también a mí me cuesta informar positivamente muchas propuestas, porque en este país mucho cargarse el Estado, a los socialistas y el clientelismo, pero todo el mundo quiere ser cliente del Estado, gobierne quien gobierne.

Sus voces se confunden con el run run de fondo, un ronroneo de gatos definitivamente alimentados y tibios, por dentro y por fuera. Del fondo de la bruma de respiraciones y humos de cigarros habanos se te aparece la enjuta vejez pulcra de Francisco Ayala, esta mañana, falcónico y culto, con una memoria profunda, tan joven en el gesto. A pesar de la discrepancia sobre Galíndez te has sentido protegida por su ejercicio de experiencia y saber, su implacable mirada sobre el pasado. Nueva York, la muerte y Princeton una de esas islas de transmisión y reproducción de saber que me dieron mucho que pensar sobre el poder científico y espiritual. Como usted sabe, Princeton es una universidad de la llamada Ivy League, Liga de Hiedra, sí, como Yale, eso es, son universidades de postín y ese postín se refleja en sus muros dignificados por la hiedra, la hiedra representa el aristocraticismo espiritual en los Estados Unidos, una facilidad para estudiar desconocida en otros lugares de la tierra y sobre todo en España, en la España de mi juventud. Cuando yo era joven, el cotarro intelectual español ya se batía sobre el tema de la modernidad, o modernidad o casticismo, una simplificación que enfrenta a Ortega y Unamuno, ambos tan respetables por tantos conceptos. Yo me inclinaba más por Ortega porque siempre me ha molestado la España de charanga y pandereta y el casticismo, el profundo tradicionalismo unamuniano, podía ser caldo de cultivo, coartada de altura para tanta bajura. Paseando por el campus de Princeton con Vicente Lloréns o dialogando con Américo Castro, hemos comparado tiempo y espacio. ¡Qué fácil era saber en Estados Unidos y qué difícil era saber en España! Un pensador idealista o esencialista lo ligaría a una forma de ser, a rasgos del carácter, pero yo sabía, sé que no es así, no es que sea socialista pero soy algo sociólogo y he ejercido de sociólogo. La economía crea la hegemonía. Los países ricos tienen la obligación de saber más. Además la riqueza elimina la envidia, porque la envidia es fruto del miedo al poco espacio que te dejan los demás. Yo ocupé la plaza de Vicente cuando dejó Princeton y me dejó tres herencias: la casa, un gatazo que parecía un tigre, una criada borracha que hacía un baldeo general un día a la semana, por lo que se desplazaba desde lejanas montañas de Pennsylvania. Un día se empeñó en llevarse el gato porque aseguró que estaría mejor en su casa de las montañas y tiempo después nos comunicó que el animal había desaparecido. Me imaginé el calvario del animalito y le insté a que lo buscara, a que no se desentendiera de su suerte. Pasaron meses, muchos meses y un sábado, lo recordaré siempre, se acercaban las Navidades y ¿qué veo?, más allá de los cristales de la ventana acumuladores de témpanos y vapores interiores, me pareció distinguir un cuerpo en movimiento y al abrir la ventana se me vino encima el gato pródigo. Había recorrido kilómetros y kilómetros para volver a casa, movido por un misterioso programa mental, en dirección a la felicidad perdida. Nunca escogemos lo malo. De una u otra manera nos lo imponen y continuamente hay que estar en camino hacia un referente óptimo, hacia lo óptimo. ¿Y no cree usted que en el caso de Galíndez hay mucho de la historia del gato, de un gato que quiere volver a donde fue feliz? No se lo discuto, e insisto que tuve un conocimiento muy superficial del personaje. Me sugiere un dístico de Holderlin que alguna vez aplicaron a mi obra: «Si tienes un intelecto y un corazón, muestra uno solo de los dos. Si los muestras juntos, te maldicen». Tal vez Galíndez era demasiado visceral, era una de esas personas que aseguran ir siempre con el corazón en la mano y hablar sin tapujos. Este tipo de personas, quizá sean excelentes, pero son unos pesados, casi siempre. Hágame caso y es un consejo válido frente a cualquier persona o pueblo, cuando alguien le diga que no tiene pelos en la lengua, aléjese de él, más tarde o más temprano le escupirá o le ladrará.

—¿Estás en Babia?

—Muriel, le proponíamos a Ricardo ir a tomar una copa por ahí. A un sitio tranquilo donde podamos hablar.

Un coche barato con tablero de coche caro, advirtió Mario, una advertencia que le salió bien construida, como si la hubiera repetido demasiadas veces bajo psicosis de ostentación. El único lujo de verdad que lleva el coche es la dirección asistida, se la hice instalar porque eso sí que es necesario. Todos los coches deberían tener la dirección asistida, pero si te compras uno que ya la lleve incorporada has de meterte en una de esas marcas que están mal vistas. Y cometes la ingenuidad de preguntarle por las marcas mal vistas, por qué están mal vistas. Ricardo y sus dos compañeros se miran cómplices y dicen casi al mismo tiempo, robándose las palabras, devolviéndoselas, confundidos pero convencidos, porque inmediatamente te acusan con el dedo y se infla el globo de la corrupción socialista. La derecha no puede con nosotros políticamente y por eso se dedica a desprestigiarnos, con ayuda, claro está, de los comunistas. Ésos no han podido digerir que el voto de izquierda se fuera con los socialistas y están esperando a que nos estrellemos para recoger los restos. ¿Has leído las últimas declaraciones de Anguita? Ése tiene más morro que un califa con morro. Y se cree que todo el mundo es tonto y se va a dejar convencer con sus sermones morales. Marx no ha muerto. Pues muy bien. Y dicen que son alternativa de poder. ¿Tú te imaginas a Anguita como presidente de gobierno? Anda, exprímete los sesos y ofréceme un gobierno comunista. Por ejemplo, de Interior, dime tú un comunista como ministro de Interior.

—O de Defensa.

—Es que estos tíos no registran realidad y lo peor es que ni pueden hacer ni dejan hacer a los que pueden.

Te recuestas en el asiento para no tener que intervenir y Pilar hace lo mismo hasta juntar su cara casi a la tuya y poder susurrarte:

—¿Qué le pasa a Ricardo?

—¿Qué le pasa?

—Lo veo muy nervioso últimamente. Al empezar lo vuestro le sentó muy bien, le vi más equilibrado que nunca. Le iba de puta madre y lo comentábamos todos. Tenía más aplomo, más seguridad, pero últimamente está siempre crispado. Nos ha contado su punto de vista sobre el follón con Souvejón, pero él ha contribuido a dramatizarlo y ahora a ver quién lo arregla.

Ricardo y Mario continúan quejándose o burlándose de la intransigencia comunista. El rostro vuelto de Pilar no te deja escapatoria y aceptas la conversación como un compromiso. Te acabas de dar cuenta de que Ricardo no te interesa, ni crispado ni sin crispar.

—Tal vez sea por el trabajo.

—No creo. Es como si se sintiera cuestionado, como si tú ya no le dieras seguridad, sino al contrario. ¿Os peleáis mucho?

—No. Estamos en tensión, pero casi siempre lo tomamos a broma.

—Ricardo teme que te vayas.

—¿Por qué? ¿Te lo ha dicho?

—Sí.

—¿Lo teme?

—Sí.

Miras ese rostro espléndido en su perfil de penumbra, esa boca que se mueve lanzando argumentos a borbotones, extrañamente apasionada y si cierras los ojos lo tienes todo entero, desnudo, junto a ti en la cama, cuando le regalas la estatura de un poderoso amante o cuando lo aceptas en su fragilidad de amante inseguro. Empiezas a decirle adiós, aunque tus labios le digan a Pilar que todo es pasajero, que es un mal momento, quizás, de impasse tanto en su trabajo como en tus investigaciones.

—Es un trabajo ingrato el nuestro. Nadie te lo agradece. Se ha creado la imagen social de que somos tecnócratas sin ideas que trabajamos en la administración o para el partido sin otro objeto que ganarnos la vida cómodamente y rehuir el paro. Acaban por hacérnoslo creer. Pero sería inimaginable que de pronto se derrumbara la hegemonía socialista y tuviera que improvisarse todo, miles de cuadros que vendrían de la derecha y desharían todo lo positivo que hemos hecho. No. No lo pongas en duda. Dentro de cincuenta años los historiadores compararán nuestra gestión con la de Carlos III. Nunca se había hecho un esfuerzo similar para modernizar España. Tú la conocías de antes y la ves ahora. ¿Qué cambio has notado?

—Pasé como turista cuando era casi una adolescente y me pareció un espléndido país de novela de Hemingway.

—¿Y ahora?

—Ahora me recuerda más las novelas de Scott Fitzgerald.

—No las conozco.

—No importa. Es una impresión subjetiva, tan subjetiva, quizá, y falsificadora como la de Hemingway.

Los dos hombres vuelven de vez en cuando la cabeza y picotean en vuestra conversación.

—Éstas nos están poniendo verdes.

—Va de literatura.

Cuando descendéis del coche, Ricardo y Pilar se adelantan, tal vez ella quiera darle el parte de vuestra conversación y Mario decide caminar a tu lado y aprovecha para decirte:

—Te he oído. Yo sí he leído a Fitzgerald y no entiendo tu comparación.

—He comparado dos posibles imágenes de España en relación con dos subjetividades literarias, la de Hemingway y la de Scott Fitzgerald.

—Eso ya lo he oído. Y no lo entiendo.

—Hemingway creía en la épica y España le parecía un país épico lleno de toreros heroicos y guerrilleros tenaces y fatalistas. Scott Fitzgerald parte de una sensación de derrota, el mundo se divide en ricos y pobres, en perdedores y ganadores, para siempre.

—¿Ésa es la España que tú ves?

—Digamos que os habéis normalizado. Que podéis calcular vuestras esperanzas y rechazar los sueños inútiles. Os dividís en pragmáticos triunfalistas y pragmáticos nostálgicos de la revolución.

—Olvidas a los otros.

—¿Qué otros?

—A los de siempre, a la derecha de siempre.

—Está desorientada.

—¿Sólo desorientada?

—Vamos a dejarlo. Tengo la cabeza muy espesa para hablar de política norteamericana, imagínate de la española. Estoy demasiado obsesionada por el trabajo.

Hay noches que se arrastran borrachas y noches que se arrastran sin ni siquiera emborracharse. Los otros tres salían de vez en cuando de sus códigos particulares para abrirte una puerta y sólo la sonrisa que les ofrecías les tranquilizaba, porque tus palabras te resbalaban por la lengua sin querer decir casi nada. Ni siquiera cuando Ricardo quiere meterles en tu terreno y te incita a que hables del encuentro con Ayala y Margarita Ucelay, lo aprovechas y das una versión desganada, que tú sabes cautelar, como si te doliera quemar en una pequeña fogata algo que será una hoguera en cuanto te dejen a solas y puedas releer la carta de Norman, manosear tus carpetas, tus fichas, tu vida en suma de los últimos cuatro años siguiendo el rastro de Galíndez. Sobre un fondo de hiedra el último encuentro con Norman en Yale, sus instrucciones, tu recién adquirida seguridad. Te pedía que no mitificaras, que lo peor de una investigación sobre un personaje es quedar seducido u horrorizado por él, contribuir a la mitificación en positivo o negativo. Para escandalizarte o vacunarte te dijo que había leído artículos, poemas y cartas de Galíndez y que como escritor le había parecido igual de mediano que como pensador. Ni una idea original, de hecho es un publicista. Y te enzarzaste en una pelea sobre el carácter del personaje. ¿Acaso lo investigo por su pensamiento?, ¿por su escritura? ¿No le investigo por una manera de morir lógica en relación con una manera de vivir? No te predispongas. Al final puede salirte el retrato de un monstruo. Cuando recuerdas esta disputa cargada de guiños y complicidades, buscas en la carpeta de iconografía la serie de seis fotografías que te enviara José Israel Cuello desde la República Dominicana. A la izquierda Aguirre, como tomando impulso para hablar, con un tórax de deportista y facciones de hombre empecinado. Al otro extremo otra vez Aguirre, ante un micrófono, con los ojos cerrados y los puños tendidos hacia el público, como expulsando del fondo de sí mismo la expresión más conmovedora, la que mejor puede traducir su sinceridad. Y en las otras tres fotos, Aguirre comparte protagonismo con un hombre más alto que él, estrecho, prematuramente calvo, con zapatos bicolores, sombrero de trópico y trajes holgados años cuarenta. Aguirre y Galíndez. Santo Domingo 1942 y un coro de vascos exilados, pero ante todos ellos el hombre estrecho y el hombre fuerte, Galíndez y Aguirre concretamente en una fotografía, Galíndez ha podido adelantarse a Aguirre que se cala el sombrero y avanza hacia el fotógrafo, con media sonrisa y una mirada obstinada que va más allá. Qué delgado estaba. Y te conmueve.

—Este verano podríamos alquilar una roulotte y dar una vuelta al Mediterráneo. Llegar hasta Grecia y allí embarcarnos en un ferry de regreso. Te lo repito porque aunque no hemos hablado de otra cosa durante toda la noche tú parecías ausente, como si Piluca y Mario te cayeran mal,

—No. Qué va.

—Perdona si nos hemos enrollado demasiado en lo nuestro, pero tú cuando te enrollas en lo tuyo pareces una persiana, cerrada, ensimismada.

—Es cierto.

—¿No lees esta noche?

—No. Tengo ganas de que apagues la luz para pensar. Para escribir yo misma con el pensamiento lo que quiero leer.

—Comprendida la indirecta.

Ha apagado la luz y le notas despierto y tenso, preguntando al techo qué os pasa, qué os pasará. No quieres decir una palabra liviana que pudiera engañarle sobre la fugacidad de la crisis. Pero tampoco le dices adiós. Has cometido la grosería de no participar en las preocupaciones de estos tres muchachos y te has justificado diciéndote que éste es para ti un país de paso. ¿Y Galíndez? ¿Por qué Galíndez tiene puntos cardinales y en cambio el país que te ofrecen Ricardo, Piluca y Mario es como un mapa blando, como un mapa deshaciéndose, como un reloj surrealista de Dalí?

—Muriel.

—Dime.

—A veces pienso en ti. Cuando tengo un disgusto, una rabieta. Quisiera coger el portante y volver aquí, contigo.

Le das la espalda como sí buscaras construir con tu cuerpo un espacio para el sueño. Pero es que tienes ganas de llorar. Morbosamente. Sentir el placer de los ojos abotonados por lágrimas cálidas y casi sólidas.