«Los vascos, una raza misteriosa y de leyenda». ¿Por qué te repites una y otra vez el título de aquella conferencia, como si fuera lo único que pudiera articular tu cabeza rota o no, peor que rota, blanda, llena de un agua pesada y sucia? Agradezco al generalísimo Rafael Leónidas Trujillo la acogida que ha dispensado a los exilados españoles y nos tendrá a su lado para contribuir al engrandecimiento de este país que con tanto acierto dirige. O no fue exactamente así lo que dijiste en la introducción, contemplado con cortesía pero una cierta displicencia criolla por las fuerzas vivas en las primeras filas del Ateneo de Santo Domingo. Ya sabías entonces que el dictador estaba molesto por la composición profesional del lote de españoles que le había tocado: escritores, abogados, médicos, psicólogos, artistas plásticos… ¿Para qué necesito yo a todos esos pendejos tullidos? Yo necesito agricultores, médicos, sementales que me blanqueen la raza en la frontera de Haití y nos hagan más hispanos que cafres, hay que dominicanizar la frontera y compensar con españoles a todos esos judíos que he dejado establecer en Sosúa… Jesús, te llamas Jesús Galíndez… te repite la voz que comprueba la profundidad de tu sueño. «Los vascos, una raza misteriosa y de leyenda». A cincuenta dólares el visado. Cincuenta dólares por un vasco, por un semental vasco, culto, exilado, con la esperanza muerta, te habías quejado amargamente a tus compañeros y te habían contestado: estamos vivos. Jesús, te llamas Jesús Galíndez… no, no vuelve, a ver si nos hemos pasado. ¿En qué se han pasado? Todo te huele a vacío, a vómito, como si te estuvieras cayendo por un abismo y esa caída oliera, oliera en silencio y algo te pega patadas en el estómago por dentro y tus párpados no quieren abrirse hacia la luz cenital. Oscurecía en el campus de la Columbia hace un momento y Evelyn se ha sobresaltado cuando le has dicho que querías atravesar Harlem a pie: le acompañaré al metro, como siempre, he traído el coche. No, no, me apetece atravesar Harlem, esta noche hay una misa pentecostal y me entusiasma la religión con acompañamiento de rumbas y merecumbés. Está loco, profesor. Vosotros los yanquis estáis muertos de miedo, jamás habéis tenido jaleo en casa desde que ganasteis a los indios y no sabéis lo que es un bombardeo. Hay que venir de Europa o del sur de Río Grande para saber lo que es el peligro de verdad. De vez en cuando me encuentro con Germán Arciniegas en el campus de la Columbia, le doy un baño de Harlem, de negritud y puertorriqueños, en los comercios de la calle Ciento Veinticinco, velas de siete colores, para el amor, el dinero, las venganzas, los exámenes. Amansaguapo para recuperar al marido o conseguir un novio o volver humilde al marido gritón y abusador, filtro en raíz, polvo o líquido y luego atravesamos Harlem mal iluminado y Arciniegas se caga de miedo y yo le bailo sobre los bancos rotos como si fuera Fred Astaire, Fred Astaire, prefiero a Fred Astaire, me gusta más que Gene Kelly. Pero te metiste en el coche de Evelyn y te sentiste un profesor que da consejos a la alumna Evelyn Lang y al oírte a ti mismo piensas en el largo camino que te ha llevado desde las clases de Sánchez Román a este viejo coche en el que tus palabras de orientación compiten con los ruidos del tráfico y el desconcierto sonoro interior del propio vehículo. Calle Cincuenta y Siete, Octava Avenida. Adiós, Evelyn, y rompes la caricia que ibas a hacerle en la mejilla, porque te gusta acariciar a las mujeres y sabes que Evelyn lo entendería. Luego desciendes los escalones del metro con esa elasticidad de hombre delgado y piernilargo, cuerpo de bailarín, te decían las damas galantes en Santo Domingo cuando las zarandeabas en los vaivenes del fox-trot.
—Qué loco estás, Jesús, y qué poco lo parece.
Ésa era Gloria, Gloria Viera. Gloria y Angelito. Como una ráfaga aparecían juntos Gloria, Angelito, el Cojo. Jesús Galíndez, se llama usted Jesús Galíndez… Jesús Galíndez, musitas, y el rostro se aleja con una sonrisa diluida… Ha hablado, avisa al capitán. ¿Dónde estás?
—¿Dónde estoy?
—Tranquilo, amigo, en seguida llegará el capitán.
El aire huele a comida, a comida fría. No es posible que hayas cenado. Aspirabas a hacerte un bocadillo con cualquier cosa que encontraras en el frigorífico, redactar las notas para el encuentro del Comité de Desfile hispano y mover a Ross para que presione sobre el gobernador y dé el permiso.
—¿Dónde estoy?
Se te acerca un techo blando y con él un olor a fritos fríos que sabes puedes localizar, que están aquí o en un lugar concreto de tu memoria, arepitas de auyama, arepitas de auyama, arepitas de auyama, y repetías los nombres de comidas de sorprendente eufonía hasta convertirlos en un ritmo, bailable, naturalmente. Jesús, que tienes piernas de bailarín, báilame un fox, un fox-trot, un swing, un bugui, un bugui más qué importa, arepitas de auyama, arepitas de yuca, casabe cibaeño, lerén, lerén, lerén, lo crío de gallina, mapuey, mofongo, mazamorra de auyama, mazamorra de auyama, mazamorra de auyama, lerén, lerén, lerén, almohaditas de queso para tus lágrimas de aguají, qué cosas tienes, Jesús, amor con celos, alegría de coco con azúcar, dulce de carambola.
—¿Qué ha dicho?
—Dulce de carambola, me parece.
—Pues sí.
La otra voz te fuerza a mover la cabeza en su dirección, pero sólo ves un túnel de nada más allá de la columna de luz que sube hasta la lámpara cenital.
—Este pendejo decía nombres de comidas.
—Gimiquea. Está paralís.
¿Me han dicho que baila usted muy bien, Galíndez? No tanto como su excelencia. Los antillanos llevamos el baile en la sangre, por muy pura que la tengamos, en el Caribe se mueven hasta las raíces de las palmeras. Atrévase a meterse en el círculo conmigo, español. Te gritaba Trujillo, único bailarín en un círculo formado por los cortesanos que coreaban ¡pavo!, ¡pavo! ¡A ver, esos pendejos de la orquesta si me siguen, que me están destrozando el ritmo! Y el dictador terminaba por subirse a la tarima con ayuda de sus guardias y arrancaba la batuta de la mano del director. Los negros de la orquesta de tan pálidos parecían blancos a medida que los escrutaba el dictador con la batuta en la mano. Por lo visto necesitan una lección de música de este viejo soldado. Atención. Y la batuta enloquecía y los instrumentos se echaban a temblar y sólo el dictador era un bloque de mármol grandilocuente con la cabeza llena de los aplausos unánimes de los cortesanos. ¿Se saben el merengue Y seguiré a caballo? Era la señal para que los aplausos se convirtieran en ovación y entonces la estatua de mármol se descomponía relajada por la emoción y la risa y el dictador abrazaba a los músicos y les prometía una paga especial. Y seguiré a caballo, Galíndez, porque mi pueblo me lo pide y yo le debo el sacrificio de mi vida privada, se lo debo a esa confianza que leo en el fondo de los ojos inocentes de mi pueblo. Benefactor de la Patria, Restaurador de la Independencia Financiera, Generalísimo, Primer Maestro, Primer Periodista, Primer Escritor, Dios y Trujillo.
Y seguiré a caballo,
eso dijo el general,
y seguiré a caballo,
ese hombre sin igual
Seguiré a caballo y nosotros te seguiremos a pie, el jefe es justo hasta cuando castiga. Mi experiencia en República Dominicana, Evelyn, es un capítulo cerrado como si hubiera asistido a una representación teatral llena de color y de furia, de oboes y sombreros de plumas. ¿No recuerda usted la foto que le enseñé cuando Trujillo estuvo en Madrid para visitar a su compinche Franco? Hasta a los franquistas les resultaba ridículo aquel payaso y tras el cabezón empenachado de Trujillo se advierte la risa contenida de los jerarcas franquistas. ¿Y vosotros habéis desfilado en honor de Trujillo? Nos lo pidieron. Los españoles exilados y los judíos, al final del cortejo. Y tú lo harías en desfiles sucesivos, bajo la mirada adusta del dictador y Pepe Almoina se encogía de hombros desfilando a tu lado, aunque luego se partía de risa cuando os reencontrabais los exilados para la comida de ahorcaditos y mozos gandules en La Barraca. Jesús, no hagas tonterías, el Benefactor está dispuesto a comprarte el libro que has escrito contra él, ¿qué más puedes esperar de un asesino? ¿Para eso has venido a Nueva York, Pepe, no te ha condenado a ti mismo al exilio en México? Es tu oportunidad, Jesús, y quizá la mía. Véndeles el libro y dejará de perseguirnos, a ti, a mí. ¿No estás cansado de huir, Jesús? No hemos parado de huir desde 1936, han pasado veinte años, Jesús, veinte años corriendo. Almoina se inclinaba con elegancia, allí, a contraluz del Palacio de Relaciones Exteriores donde le regalaban el quehacer de estadista a Ramfis, el hijo mayor del dictador. Almoina era su preceptor y te invitaba a reírle las gracias al señorito caballista que convertía el nombre de su dama en la clave oculta del nombre de sus cuadras de caballos, Haronid. Almoina se inclinaba bien pero demasiado, como cuando escribió una obra de teatro luego firmada por la mujer del dictador y se inclinó bien, pero demasiado el día del estreno triunfal en el Teatro de Bellas Artes. Falsa Amistad. Así se llamaba la obra y mientras Almoina se inclinaba bien pero demasiado, las damas cercaban y ovacionaban a la Trujilla, sorprendidas y maravilladas por su genio teatral aunque por la platea circulaba que las iniciales del título de la obra representaban una clave burlesca de autoría dejado por el propio autor. Falsa Amistad/F. A. Fue Almoina. Fue Almoina. Fue Almoina. Lo cierto es que Almoina cayó en desgracia y en México escribió un libro aséptico sobre su experiencia como secretario de Trujillo y otro lacerante, cruel, con odio aplazado que firmó con el seudónimo Bustamante. ¿Y tú me pides que destruya mi obra, Pepe? ¿Y la tuya? Harán borrón y cuenta nueva, Jesús. Estamos unidos por un destino igual. Somos perdedores. Jamás me he inclinado como tú ante Trujillo. Pero te has inclinado. Cuando uno se inclina no tiene derecho a criticar cómo se inclinan los demás. Esta vez no, Pepe. Santo Domingo. El Benefactor, toda su estirpe, es un capítulo cerrado para mí. Aquí no me llegará la mano del Benefactor. ¿Quién te envía? Félix Bernardino, Félix Bernardino y su hermana Minerva, ya sabes cómo son. Félix Wenceslao Bernardino, alias Buchalai, Morocota, cometió su primer asesinato a los doce años y durante su etapa como embajador de Trujillo en La Habana creó un grupo de asesinos que fue exterminando a los principales dirigentes de la oposición exilada. Infancia de matón de barrio, reclutado por Trujillo para que siguiera ejerciendo pero a su servicio hasta convertirlo en agregado cultural de la embajada en Washington para montar el lobby trujillista en Estados Unidos, luego embajador en La Habana y cónsul general en Nueva York, ahora, ahora. Me envía Bernardino, Jesús, ya sabes cómo es. Esto es un país libre. Jesús, ya sabes cómo son. Esto es un país libre. Jesús, ya sabes cómo es. ¿Quién? El Benefactor. La primera vez que su retrato se convierte en tu recuerdo, fue en la antesala del consulado dominicano en Burdeos. 1939, esperabas un visado de entrada en República Dominicana junto a otros exilados tan cansados y escépticos como tú y allí estaba un cabezón oscuro aunque noble coronado por un sombrero bicornio cuajado de plumas caedizas. ¿Es ése el presidente? No, no, os contestaron, ése es el Benefactor. ¿Y tú me pides que no cuente todo eso, Pepe? Siempre has sido el correo de tu propio servilismo, Pepe Almoina. Tengo memoria y te veo llevando recados de Trujillo escritos en sangre, como cuando escribiste a Periclito, exilado en Colombia, pidiéndole que no se metiera más con Trujillo porque peligraba la vida de su padre don Pericles A. Franco, presidente de la Corte de Apelación de San Pedro de Macorís. Estoy cansado de huir, Jesús, me muerden los talones todas las ratas del mundo. 25000 dólares, Jesús. No. 50000 dólares, Jesús no dará ni un dólar más es el precio de tu vida y de la mía. No. Adiós Jesús, me condenas a muerte y te condenas a ti mismo. Trujillo no es de los que cierran los ojos para matar y se aprovecha de los que cierran los ojos para vivir, y tú has escrito que Ramfis no era hijo legítimo de Trujillo, que se lo hizo a la Trujilla cuando ella aún estaba casada con el cubano. Estoy en Nueva York, Pepe, el escaparate del país más fuerte y libre del mundo. ¿El señor Jesús Galíndez? Le estoy llamando desde la portería de su casa, aquí mismo, sí. ¿Sería tan amable de recibirme? Tengo cosas importantes de que hablar con usted, soy Manuel Hernández, puertorriqueño, marino mercante y luchador caribeño contra Trujillo. Y allí está el Cojo, un cojo, pero aún no sabías que se llamaba el Cojo, una figurilla de ojos pardos, pero el uno de cristal y un tic nervioso que le rompe el rostro intermitentemente, bajo un petacón mal hecho que le reduce la cara a un pequeño escaparate de su falsedad y sientes como una corriente de rechazo que te hace dar dos pasos atrás, los mismos pasos que él da hacia adelante con la pata coja, precedidos por una voz que acentúa en puertorriqueño pero que entona en español. Necesito hablar con usted privadamente, ¿no podemos subir a su apartamento? Éste es un buen lugar para lo que tenga que decirme. Tenemos amigos comunes en República Dominicana y me envían porque confían en usted. Yo dispongo de la lista de agentes secretos de Trujillo en Estados Unidos. Prefiero no conocer esa lista. Y le diste la espalda aunque de reojo observabas su pedigüeño avance, renqueante, como si ahora cojeara de las dos piernas. Comprendo su reserva, no me conoce de nada, en realidad mi apellido es Velázquez, pero los documentos son genuinos. La puerta del ascensor os separa y mientras subes ya sabes que llamarás a Silfa para que te confirme al personaje. Silfa ha de saberlo, él conoce toda la trama de la oposición trujillista en Nueva York. Llama a la policía, Jesús. Tiene toda la pinta de ser un agente de Trujillo. Los agentes del FBI te dijeron lo mismo, pero nada más y nada más añadieron cuando denunciaste la segunda aparición del falso puertorriqueño, también en el vestíbulo de tu casa, edificio número 30 de la Quinta Avenida, con la misma salmodia pedigüeña y tú con el asco impregnando tus palabras de desprecio aunque tu corazón latiera de miedo y tus piernas aceleraran hacia el ascensor con prudencia. Y fue rabia lo que te dio hace apenas unos días volver a verle, en el mismo sitio, con sus ojos turbios y rotos, su peluca ignominiosa, su cojera exagerada, su babeante demanda de confidencia y tenías rabia de tu propio recelo y escogiste increparle, casi zarandearle, amenazarle con la policía y notaste que su cuerpo se entregaba a la duda y a la confusión, pero en sus ojos rotos y fríos estabas tú, tú mismo, roto y frío. No se fíe de lo que le hayan dicho de mí, don Jesús. La mayor parte de dominicanos que usted conozca en Nueva York son agentes de Trujillo. ¿Qué quiere de mí? Unos minutos de atención, en privado. Déjeme en paz. Y otra vez el ascensor te devolvió a la seguridad de tu almena, de tu correspondencia atrasada, de esa carta a Irala que no acaba de salirte o esa llamada a Ross que acelere los trámites del desfile. El olor a aceite frito y frío te vuelve a abrir los ojos en su búsqueda y te traslada a una cucharada de paella, la última cucharada de paella que cogiste de los restos de arroz que habían quedado en la cocina de los Silfa cuando entraste en ella para dejar parte de los vasos manchados por un vino español demasiado espeso. Brindo, brindamos todos por el profesor Galíndez que acaba de ver laureada su tesis en la Universidad de Columbia, una tesis que está en el sentido de nuestra lucha de dominicanos demócratas. ¡Brindemos por Galíndez y por la Libertad de República Dominicana! Les agradezco, amigos, que hayan aceptado celebrar mi modesto triunfo en esta noche en que tantas cosas tenían que hacer. Y se rieron porque habían planeado ir a «piquetear» la fiesta oficial de la Independencia de Santo Domingo promovida por el cónsul Bernardino en el casino Palm Garden. Se dice que Espaillat anda por Nueva York, el Navajita está en Nueva York y ese hombre, como el viento helado, no se mueve nunca porque sí. No le dijiste a Silfa que sabías perfectamente ya quién era aquel cojo macilento que te perseguía con sus oficios, que se llamaba Martínez Jara y que había sido agente doble de todos desde la guerra de España, agente de Franco y de la República, matón en México, conspirador a favor y en contra de Trujillo y que en sus listas de colaboradores de Trujillo, aquellas listas que te había metido bajo los ojos mientras cantaba algunos nombres, estaba el propio Silfa, Nicolás Silfa, cabeza del Partido Revolucionario Dominicano en el exilio. No se lo dijiste porque no lo creías o porque te reservabas el dato, pero empleaste aquella noche en estudiar a Silfa con doble interés y en echarte a reír internamente, porque daba risa la condición de doblez en la que todos vivíais mientras hacíais proclamas públicas de unicidad y entereza hasta la muerte. Germán Arciniegas filosofaba a veces sobre la doble moral y la juzgaba inseparable de la democracia. Sólo los totalitarismos pueden intentar imponer una moral, aunque fracasen en el empeño. La democracia necesita un poder dispuesto a construir y practicar la doble moral, de lo contrario perece por culpa de su propia inocencia e indefensión. Tú proclamabas que el fin no justifica los medios, pero sabías que te mentías. En un momento de la cena te sacó a bailar una morocha dominicana, atraída por tu fama de bailarín, sin otra virtud que la ligereza y longitud de las piernas y la delgadez del cuerpo, y notaste entre tus brazos aquella fruta, aquella mujer fruta, en olor a canela y caña nueva, esa presencia de mujer que sólo puede darte una caribeña, tan distinta de aquel volumen ensimismado de Mirentxu en aquellas tardes de sexo y trinchera, con ese calor que sólo puede sentirse en un verano de guerra, junto a las aguas de un río retenidas por peñascos graníticos. Caía la tarde y el sol se había dejado caer tras los picachos. Como cuando estrechándole el talle te gustaba pasear por la carretera; mas entonces el ambiente era tibio y la frescura de sus carnes, bajo el vestido estampado, emborrachaba tu sangre. Mirentxu. ¿Te acuerdas de aquellas tardes al caer el sol? Y llegaste a vuestra piscina, que reflejaba su belleza y se rasgaba voluptuosa al contacto de su juventud. Día a día, bajo la peña, fuisteis haciendo aquella piscina protegida de los rayos del sol, buceando para arrancar las piedras del remanso y apilarlas en la garganta del torrente y el agua fue subiendo lentamente hasta cubriros. Mirentxu. Recuerda aquella mañana en paz, de aquellas mañanas en paz. Pero es invierno y las crecidas se han llevado el muro y el remanso, la piscina se fue con vuestro amor. Fue tan fiel que no quiso sobrevivirte, la noche, la noche se acercaba y llevas el alma de luto por un pasado que no ha de volver. Gloria, mi nombre es Gloria Estefanía Viera Martí, pero llámeme Gogi, profesor. Usted es una leyenda en todo el Caribe, profesor, un símbolo de la lucha por la libertad, profesor, que me lo han dicho en Puerto Rico, el mismo Muñoz Marín, y Betancourt dice que es un vasco de cuerpo entero, que no se doblegó ante Franco ni tampoco bajo Trujillo, ahorita me lo han dicho en Cuba también, profesor, que yo trato de luchar por la libertad de Santo Domingo, pero no sólo de Santo Domingo, que todo el Caribe es mí patria y mi patria ha de ser la libertad. Qué bonito escribe usted, profesor. ¿Conoce usted a Fidel Castro? Un líder de la Legión del Caribe, demócrata y cristiano revolucionario, pues me dijeron que eran usted y él compadres, en idea y todo eso, compañeros de hacha y machete como dicen las gentes del campo en mi tierra. Qué bonito escribe usted, profesor, en El Bahoruco, se me ponen los vellos de punta cuando le leo la historia de Enriquillo, Guarocuya, que ustedes los españoles lo primero que hacían era cambiarle el nombre hasta a la Santísima Trinidad, aunque usted es vasco y los vascos son diferentes. ¿No son españoles, profesor? Usted ha escrito que durante la guerra civil española bastaba decir soy vasco y se te abrían todas las puertas, que lo he leído casi todo de usted, profesor, que casi todo toíto lo llevo leído y no me canso. Gloria te hacía salir de esa fría reserva ante las mujeres de la que te han acusado sólo los hombres, como si ellas detectaran tras tu distancia tus deseos de superarla. ¿Cómo dice usted que se llama? Gloria, Gloria Estefanía Viera, Gogi. De noche en la inmensa patria de las sábanas de la cama, Gloria era un cuerpo oscuro que te esperaba arrebujado, traicionada su carne de guayaba madura por los fríos neoyorquinos, todos los fríos, que se mete un frío por aquella rendija mi amor y otro por aquélla, que yo tengo carne de Caribe mi amor y mira que me estás matando, que estás acabando con mi corazón de tan tarde que vuelves, de tanto que te reúnes, ¿dónde has estado? Deja que te huela por si hueles a mujer, que ya me gustaría ver si hoy ha ido de puertorriqueños o de españoles o de haitianos, que pareces la conciencia del mundo, mi amor, ¿por qué no me llevas? ¿No sabes que yo me he movido por todo el Caribe, que llevo diez años, casi diez años luchando contra las tiranías? ¿Cómo ha dicho usted que se llama? Gloria, Gloria Estefanía Viera, Gogi. ¿Gogi? Es un diminutivo familiar. Cuando caiga Trujillo, y eso no puede tardar, volveré a Santo Domingo y tú volverás conmigo y serás recibido como uno de los héroes de la libertad. Fue cuando le dijiste que Almoina te había pedido el libro. ¿Qué libro? El que voy a publicar, mi tesis. La era de Trujillo. El Benefactor quiere comprarme. ¿Y tú no te vas a dejar, mi amor, verdad? No. No. Descuida. Hazme el amor, diez, mil veces y cuando volvamos a Santo Domingo seré la mujer más orgullosa de la tierra. Gloria, Gloria Estefanía Viera, alias Gogi. No. No es exactamente un alias, no empleen ustedes esta palabra. Es como un diminutivo, como si de Robert sacaran Bobby, es casi lo mismo. Gloria Estefanía Viera, Gogi. Sí, tenemos ficha, hay un expediente en la central.
—¿Se despierta?
—El huevón no se despierta.
—Y míralo, con una pata masacaíta y otra masallaíta. Le voy a dar una patada en los huevos a punto metío.
—Déjalo, que el capitán lo quiere de cuerpo entero.
Aquí consta, Gloria Estefanía Viera Marte, Gogi, compañera de Jesús Martínez Jara, alias el Cojo y podría ser agente de Trujillo. ¿Gloria? Gloria Estefanía Viera Marte. Gogi. Martínez Jara, Trujillo. Aquella noche Gloria te pidió el mismo amor que otras veces y cada vez que arrimaba su cuerpo al tuyo se interponía la presencia fría de Mirentxu, no para separaros sino para protegerte. Qué lejos estás, amor. ¿Qué te preocupa? Y le dijiste que no te podías fiar de nadie, que te constaba que Trujillo te cercaba, que había dado dinero a un sicario para que viniera de Cuba a matarte, que había delegado a Almoina para que te convenciera. ¿Quién será el próximo o la próxima? ¿La próxima? ¿Tú crees que intentará colarte a una agente, Jesús? ¿Quién sería el putón que haría una cosa así? Tienes que dar vuelta, amor, a todo lo que se acerque. ¿Dar vuelta? Sí, vigilar, dar vuelta. Y no hagas caso de tanto rumor, que la gente habla y habla sin saber, se vuelven boca y todo se les va por la boca. ¿Esta noche no? No. Esta noche no. Pues esta noche me apetecía porque soy feliz, la mujer más feliz del mundo, del mundo es mucho, pero de Nueva York seguro. Tendremos un hijo, Jesús. Y no sabías si desconfiar de ella o de ti mismo, pero el informe no te dejó vacilar y te escuchaste decir: piérdelo y ella lo oyó, lo oyó tanto que parecía tener las orejas y los ojos llenos de vibraciones que primero no entendía y luego le hacían daño. ¿Me has entendido? Sí. ¿Y has dicho que lo pierda, sí? Y no era comedia su mueca de miedo, su retroceder a gatas por la cama y el hilillo de grito que le salía de los labios como si ensayara el grito. Te miraba las manos, te miraba la pasividad, casi la inmovilidad con que respaldabas a tus ojos acusadores o miraba el bolso, demasiado lejos de sus manos. Implacablemente le abriste el bolso y lo volcaste sobre la cama. ¿Quieres que mire todo lo que llevas dentro del bolso? No llevo nada, nada que te interese. Pero ya se vestía a manotazos, pretextando una prisa olvidada o perdida. Mañana, mañana hablaremos con más calma sobre lo del niño.
—Se me ha enfriado la manduca.
—Yo estuve de chepa porque cuando trajeron al pendejo ya había comido y tomado un cafesito y un palito de ron.
—¿Otro palito de ron, compadre?
—Me tiro otro traguito, cómo no. Que esto va para largo.
—El capitán no viene.
—El que nace barrigón aunque lo fajen…
—Es la acabosa, tener a este pendejo drogadito y no comer a gusto porque se le oye y no se le oye.
—Gimiquea.
—Pero está paralís.
—¿Y quién será el pendejo?
—Me ha dicho el capitán que le repita: te llamas Jesús Galíndez.
—Qué raro me suena ¿así pronunciado?
—Así, porque es español.
—Español de mierda. No hay español bueno.
El olor a frito frío se hace concreto, pasa por tus narices y en tus ojos se convierte en arepitas, de auyama o de yuca y algo de carne, cargada de especias y grasa y es esa imagen la que te hace abrir los ojos sin abrirlos y por la ranura comprender dónde estás. Es una habitación cerrada donde dos dominicanos han dejado enfriar su comida mientras te cuidan o te vigilan. Reprimes la llamada, el dónde estoy que te aclararía el dónde estás y para qué. Aún no quieres que te lo digan, prefieres adivinarlo y examinar esas espaldas llenas de carne y esos cogotes morenos que te tapian el paisaje apaisado que te permiten los ojos entornados. Y ha tardado en llegarte el olor a fritos porque estás empapado de cloroformo, de olor a guerra, a frente, a tienda de campaña sanitaria, tú mismo eres un botellón de cloroformo y sólo el reconocerlo te da náuseas y las reprimes para no advertirles de que estás despierto. Evelyn. Ross. Ross espera tu llamada, has de preguntarle si tiene el permiso para el desfile y si no llamas se alarmará o Silfa o Evelyn, no, Evelyn no porque se iba de viaje, se iba mañana de viaje, ¿mañana? ¿Qué día es hoy? ¿Dónde estás?, ¿para qué? Para nada bueno y comprenderlo te hiela la sangre pero te acelera el corazón y te pone en la boca del estómago una angustia de examen. Será una bravuconería, una chulada trujillista para amedrentarte y del inmediato pozo del tiempo, del que ya sales por una O negra, recuperas la subida en ascensor a tu departamento, con el maletín marrón en la mano y el abrirse de la puerta, entonces los otros, tres, cuatro, dos desde luego detrás y en tus espaldas el empujón de manos rotundas. ¿Jesús Galíndez? Sí. ¿Y ustedes quiénes son? Y entonces una amenaza viscosa y llena de olor amenazante sobre la cara, tu rechazo y un pulpo de brazos sujetándote, un golpe en la cabeza, otro en la sien, y en el estómago, la esponja viscosa sobre la cara, aplastándote los labios que aún decían racionalidades o pedían racionalidades. ¿O todo ocurrió después?, ¿en la calle?, ¿dentro del coche? Angelito. ¿Qué hacías tú allí, Angelito? Vamos a ver. Piensa. O no pienses, ya lo sabes. Esto es un secuestro y Trujillo mata y tú mismo has compuesto elogios fúnebres para sus víctimas. Requena. Tu oración fúnebre por Requena, asesinado. Aquí en Nueva York no le faltan apoyos, te consta, bien comprándolos con dólares, bien con favores de chicas y chicos de alquiler, te consta, Trujillo corrompe cuanto toca o lo destruye. Aquí en Nueva York. Pero ¿estás en Nueva York? El aire no huele a asepsia, el aire huele a polvo y vida y hace un calor húmedo que te recuerda el trópico, que te instala en el trópico. Quizá Miami. Sin duda Miami. Es imposible que no sea Miami, te dices, pero el peso sobre el estómago ha aumentado y el recuerdo de todos los asesinados por el largo brazo de Trujillo termina en un puño, en un enorme puño que es precisamente el que te tapona el estómago, te lo sepulta con odio en el fondo de tu cuerpo. ¿No era por Miami donde se movía el Cojo? Sin duda estás en Miami y Frank, John Frank, tu contacto sobre asuntos dominicanos, el hombre de las fichas de Silfa, de Gloria, de Martínez Jara, te lo dijo bien claro: Trujillo precocina en Miami lo que luego guisa en Nueva York. Pero Bernardino está por aquí, y Espaillat, y fue Bernardino el que hizo matar en Cuba al líder sindical dominicano Mauricio Báez y el que había reventado los sesos de un policía con su propia pistola, durante un partido de base-ball en el Play, el estadio de Santo Domingo, y baleado a su ex amante Chabela, en el Cibao. Y como cónsul en Nueva York había creado un ejército de «paleros» destinado a dar palizas y sabotear manifestaciones antitrujillistas, mientras el propio Bernardino compraba conciencias y se las devolvía a Trujillo en aviones especialmente fletados para los antitrujillistas arrepentidos y cuando fallaban sus persuasiones, pagaba diez mil dólares para que le asesinaran a Silfa y a Requena. Me salvé por los pelos, Galíndez, te dijo Silfa cuando se descomponía de indignación ante las acusaciones de que era agente trujillista. Nos habían convocado a una reunión, a Requena y a mí, los asesinos sólo fueron a por Requena, pero Bernardino les había pagado para que nos mataran a los dos. No me mande más basura, Bernardino. La basura se la queda en Nueva York. Mándeme arrepentidos de dos huevos, Bernardino, y a los que no quieran arrepentirse me los capa. Así le había traspasado Silfa sus informaciones sobre el papel desempeñado por Bernardino en Nueva York y la reacción de Trujillo. ¿Muertos por Trujillo en Nueva York? Bencosme, Requena y matar a Requena era exponerse a un escándalo. Y ahora sudas, sudas de miedo o de trópico o de Miami y te contestas que sudas de Miami. Bernardino, lo que mejor limpia una boca es una bala y hay mucha boca sucia en Nueva York contra mí. Sí, Benefactor. Y dígales que me combatan de frente, no por la espalda conspirando contra mí. Que se me enfrenten de hombre a hombre, no a escondidas como comadres. Que me desafíen y yo corresponderé a ese reto. Que se fajen conmigo, frente a frente y no desde Nueva York o desde Cuba o desde México, pendejos. Aquí en su tierra se les bota del empleo o del trabajo por remolones y sinvergüenzas; entonces se asilan en una embajada van al extranjero, viven de pulgones en los países idiotas que los acogen, reciben dinero y viven como reyes, disfrutando de las bonanzas y exquisiteces de la buena vida. El exilio dominicano es sólo una olla de ambiciones, de chismes, de intrigas y bajezas desmedidas, es un pozo de mierda y de gusanos, donde cada uno quiere hundirle la cabeza al primero que quiera sacarla. Aún le recuerdas en aquel último encuentro, tras la huelga azucarera de 1946 la huelga organizada por el pobre Báez que estaba tan asustado por su triunfo que te miraba desconcertado, como si esperara que tú, asesor del Ministerio de Trabajo, tuvieras saber o lenguaje para explicarle su victoria. Pero no era Báez quien tenías ante ti amedrentado, sino un Trujillo airado sin espacio suficiente en aquel salón para sus paseos de toro. Primero os había enviado al general Fiallo para comunicaros, comunicarte, el disgusto del general por la falta de firmeza con que el Ministerio había dejado hacer a los huelguistas. Luego Almoina, siempre Almoina, cuidado, Jesús, que te has distinguido demasiado. ¿Pero qué he hecho? Más bien piensa en lo que no has hecho. Y es lo que te dice Trujillo, lo que te reclama es lo que no has hecho y en cambio lo que has dejado hacer a los huelguistas. ¿Es cierto que usted recomendó una solución pactada? ¿Es cierto que usted recurrió a articulados y articuleches para demostrar que esos pendejos tenían razón, con las leyes en la mano? ¿Quería usted dejar en ridículo las instituciones de la República, a mí mismo? ¿Es cierto que usted convocó a una serie de periodistas para que reprodujeran el texto de la reunión «pacificadora»? ¿Es cierto que entre todos me han metido al comunismo en el país bajo palio entre todos esos españoles de mierda que en mala hora llegaron a estas costas? Y tú esperando en la entrada para decirle que las leyes, sus leyes laborales, las que él mismo había ratificado, daban la razón a las reivindicaciones obreras. Que la huelga había sido espontánea, que te había sorprendido la capacidad de organización de los sindicatos y de respuesta de los obreros. Que eran datos que cualquier político debía anotar. Y claro que los anoto, vaya si los anoto. Yo lo anoto todo, abogado, y ahora le dirán a usted todo lo que he anotado. Te lo dijo Almoina, cuando el dictador se había retirado no sin antes detenerse ante ti mirando tu cara como si buscara sitio para las bofetadas que prodigaba a sus inferiores, tuvieran la graduación que tuvieran. Jesús, esto tenía que llegar, Trujillo tiene un informe sobre ti que te deja en evidencia. Has criticado que nos haga desfilar a los exilados juntos, como si fuéramos galos atados al carro victorioso de César. No me lo niegues. No sé cómo lo ha sabido, pero me consta. Te has negado a elogiar a Trujillo en tus clases, cuando entre tus alumnos había ganchos que trataban de sonsacarte elogios y sólo has respondido con silencios. El dictador lo sabe. Como sabe que has suspendido a más de un alumno porque ha tratado de disimular su ignorancia con odas al Benefactor. No has dedicado ninguno de tus libros a Trujillo, ni siquiera El Bohoruco, que ganó el premio literario en el Primer Centenario de la República Dominicana. A la isla de Quisqueya, crisol de razas y antesala de América, por cuyas selvas y ruinas vagan todavía espectros románticos de indios masacrados y aguerridos colonos, de osados piratas y esclavos de negra piel, susurrando leyendas y recuerdos de siglos y razas que fueron; en el primer centenario del pueblo que surgió de ella, con herencia de siglos y optimismo de juventud… como tributo sincero de gratitud hacia los hombres que en la desgracia me brindaron un hogar. ¿Recuerdas, Galíndez? ¿Dónde, dónde está Trujillo en tu dedicatoria? Los falangistas de la colonia española empiezan a conspirar contra nosotros y le inculcan a Trujillo que hemos sido los que le hemos metido el comunismo en el país. El 17 de diciembre de 1945 publicaste un artículo en La Nación que ha sido interpretado como una apología indirecta de la huelga posterior y se rumorea que eres José Galindo, el firmante de artículos contra Trujillo que se están publicando en el extranjero. Te has negado a asistir a mítines de solidaridad con Trujillo ante los ataques que le están, que nos están infligiendo los venezolanos. Trujillo lo dice en privado, dice que ha sido un error meter a estos rojos que empezaron luchando contra Franco y acaban luchando contra él. Se equivocaba. La mayoría de los rojos que lucharon contra Franco estaban demasiado cansados de luchar y perder y los más se marcharían a otros lugares, como tú mismo, bajo la mirada benevolente de Almoina y la tristeza de tus amigos vascos. Los comunistas habían sido inventariados y acorralados hasta que empezaron a marcharse en 1944, en la goleta Jaragua, en la Ruth, en la Santa Margarita, y con ellos algunos anarquistas que Trujillo consideraba demasiado peligrosos para su proyecto de líder del anticomunismo del Caribe, estimulado por los agentes norteamericanos. No nos mueve un afán inquisitorial, señor Galíndez. Usted es vasco y cristiano y sabe las buenas relaciones que hay entre el Departamento de Estado y el gobierno vasco en el exilio. Nos interesa saber el nivel de organización y actividad legal e ilegal de los comunistas españoles exilados en Santo Domingo. Es una medida preventiva. El comunismo no es su causa, señor Galíndez, y la excelente colaboración entre nacionalistas vascos o catalanes y el Departamento de Estado forma parte del esfuerzo de guerra del bando aliado. Hay que aplastar a los nazis, pero no hay que hacerse ilusiones con el comunismo. Un comunista es un visionario totalitario, allí donde esté, aunque esté exilado. ¿En qué lugares de Santo Domingo son fuertes los comunistas? ¿Ciudad Trujillo, San Pedro de Macorís, Santiago, La Vega, Puerto Plata? ¿Los miembros más activos? Es difícil saber quiénes son los afiliados y quiénes son los militantes. Un inventario aproximado. Driscoll te citaba en el coche aparcado en las callejas del barrio de San Miguel y allí salían los nombres desgranados, desde la fuente de tu buena memoria primero y luego en un inventario escrito que Driscoll se guardó con una sonrisa de ánimo. Valeriano Marquina, Vicente Alonso, Luis Salvadores, Clemente Calzada, Ivon Labardera, Ríos Chinarro, Miguel Adam, Ángel Valbuena, Gil Badallo, Manuel Alloza, Laura de Gómez, Marian de Periáñez y Domingo Cepeda, el jefe, el último en marcharse cuando la situación se hizo insostenible y los demás os lamentabais, te lamentabas tú también de que se hiciera insostenible. ¿Simpatizantes? A veces hay intelectuales que flirtean con el comunismo, sin saber muy bien con quién se la juegan. Vicente Riera Llorca. ¿Centros de reunión que pueden encubrirlos? Centro Democrático Español, Club Juvenil Español, Liga de Mutilados de la Guerra de España, Comisión de Solidaridad de los Refugiados Españoles, Unión General de Trabajadores, Hogar Español, Club Catalá. Publicaciones. Sí, publicaciones. Por la República, Catalònia, Eri… En Eri colabora usted, ¿no? Es unitaria. Pero han publicado la reproducción de la Constitución de la Unión Soviética y presentándola como la constitución más democrática de la historia de la humanidad. Es una revista unitaria, yo no puedo condicionarla. Pero Driscoll no te acosaba y tras él aparecía el gesto silencioso pero afirmativo del lehendakari, de Aguirre cuando os visitó en Ciudad Trujillo y te dijo: Quieren información pero no saben qué hacer con ella. Nos lo agradecen y están dispuestos a armar un ejército de vascos voluntarios que reconquisten Euzkadi en cuanto se hunda el frente alemán. Estamos en el mismo lado, Jesús. No hay que hacerles ascos a los aliados. Driscoll te insistía especialmente sobre Alonso Faustino y Domingo Cepeda, el primero ex oficial del ejército republicano empleado en una empresa comercial y el segundo trabajador en una tienda de zapatos de Arzobispo Portes, pero líder indiscutible de los comunistas españoles en República Dominicana. Domingo Cepeda te impresionaba, como el líder anarquista Serra Tubau. Tú tenías la liberación de Euzkadi en la cabeza y ellos la de una humanidad abstracta, global. Tu paraíso era verde y tenía límites. El de ellos no. Te tomaste como un sarcasmo que Trujillo, ya tú en Nueva York, te incluyera en el Libro Blanco sobre el comunismo, no tenías entonces a Driscoll para comentárselo con sorna, pero sí lo hiciste con Aguirre o Irala en vuestros encuentros de Nueva York o Francia. Alemania ha perdido la guerra, Jesús, y Franco también la ha perdido y un ejército de gudaris cruzará el puente sobre el Bidasoa y realizaremos el sueño de Euzkadi libre. Lo tengo pactado con los norteamericanos y pronto seleccionaremos un grupo de élite para que preparado por oficiales norteamericanos empiece la reconquista de Euzkadi. ¿A dónde fue a parar ese grupo de élite? ¿A dónde los sueños de Irala y Aguirre? No hay que desmoralizarse, Jesús, y hay que seguir inspirando confianza a los norteamericanos. Me han prometido que presionarán a Franco para que abra la mano y seremos los nacionalistas vascos los primeros en sacar partido de un cambio democrático en España. Irala volverá al continente y tú te quedas en Nueva York, no te descuides, ni nos descuides a los yanquis. Jesús, son nuestro único respaldo, ningún gobierno europeo entiende la cuestión nacional vasca y a estos yanquis les interesamos para presionar a Franco. Mejor que lo hagan en el sentido de nuestros intereses. Cepeda fue el último comunista que abandonó Santo Domingo y como ningún país le daba el visado, el propio Trujillo lo metió en un avión con Berdala y el anarquista Serra Tubau y los aterrizó en Camagüey donde los detuvieron e internaron. Ahora Cepeda tiene una tienda de zapatos en México, conspira entre nostalgias y espera que le envíen lotes de turrones de España cuando se acercan las Navidades y se acuerda todavía de cuando os reuníais en su casa de Santo Domingo, Santiago Rodríguez 38, para discutir los planteamientos unitarios republicanos, siempre en contacto con Mije, residente en México. Recuerdo, Galíndez, que cuando los camaradas empezamos a organizamos en Santo Domingo todo lo que ganábamos lo metíamos en un jarrón, sin llevar cuentas de quién metía más, quién metía menos y cada cual vivía según su sentido de la solidaridad y sus necesidades. He pensado que llegará un día en que el comunismo triunfe en el mundo y funcionará algo parecido a lo del jarrón. Todo estará lleno de jarrones y la gente meterá la mano y sacará lo que necesite para vivir. Estará asegurada la producción de jarrones, Cepeda. Tú, Galíndez, siempre tan guasón. A los vascos sólo os interesa Euzkadi y la cocina, sois sentimentales y tripones. Driscoll, no veo el interés que tiene por los comunistas. Yo prefiero pasarle información sobre los nazis que se mueven como Pedro por su casa porque el Benefactor no sabe a qué carta quedarse y los submarinos nazis respetan los barcos dominicanos, sin el menor incidente, por algo será. Los nazis no son problema, Galíndez, pero informe sobre ellos si lo cree necesario. Galíndez, alias Rojas, agente número 10, centrado en Santo Domingo, red de informadores en San Pedro Macorís, Sabana de la Mar y Montecristi, le voy a dejar el informe que voy a cursar a Washington para que le reciban con los brazos abiertos: «Ha suministrado información de valor y confiable relativa a todos los diferentes tipos de refugiados españoles, incluyendo comunistas, así como sobre falangistas y no titubea en dar información que tuviera relativa a actividades comunistas. Se le considera una fuente valiosa de información con referencia al partido comunista». Cada viernes por la noche, Driscoll aparcaba su Chevrolet 1937 en una calle convenida el viernes anterior, del barrio de San Miguel y cuando el coche no aparecía sabías que encontrarías al yanqui en el café Hollywood, a las seis, a las seis en punto de la tarde. Aveces te planteabas qué podían pensar los habitantes de aquel barrio popular de casas de madera con techo de cinc, siempre en olor a ron y acompañamiento de música de guitarra o de armónica, de aquel par de «blancos» metidos en un Chevrolet 1937. A veces la cita se concertaba en la esquina José Reyes con Restauración y en la puerta del ventorrillo se mecían un balancín y sobre él una oscura dueña a la que nunca viste vender nada. La Tiva se llamaba y Tivita su hija, tan oscura como ella y mientras Driscoll hablaba, se justificaba, te justificaba, como si estuviera escribiendo la historia en las páginas de su agenda y en clave secreta, tú desconectabas tu oído y tu cerebro y te mecías con tu abuelo en la mecedora bajo el porche de la casona de Amurrio, sobre sus rodillas de piedra o que a ti te parecían de piedra.
—¿Me lo tienen preparado?
—Cogido y bien cogido. Pero no despierta.
—Que no le pase lo que aquél que se murió porque iba a morirse.
—De muerto nada. Dormido y bien dormido. Y gimiquea.
—Y habla de comida, porque le he oído hablar de auyama.
—Eso es el olor de ese pringue que tienen en el plato.
—Pues si huele vive, mi capitán.
—Habrán estado echando palitos sin atenderle.
—Unos palitos sí nos tiramos, mi capitán, pero sin quitarle ojo.
—A ver si tiene boca.
Y el aire ha abierto un pasillo por el que avanza el capitán y aprietas los párpados para que no vea que le ves pero ha captado el movimiento porque te coge un párpado con la punta de los dedos, te lo levanta y te pasea una cerilla por la pupila.
—¿Jesús Galíndez?
Abres los ojos como si te sintieras convocado del más allá y hablas en inglés, como si te situaras en un lugar lógico o como si aún creyeras que estás en Miami, desesperadamente aferrado a Miami como quien se aferra a la punta de una patria.
—Hable español. Aquí no hay gringos. ¿Jesús Galíndez?
—Sí. Me encuentro muy mal. Me da vueltas la cabeza. Tengo náuseas.
—Denle de beber. ¿Qué prefiere, agua o un palito de ron?
—Agua.
Te incorporan cuatro manos que huelen a arepitas, que habrán cogido las arepitas exprimiéndole el aceite pesado y una náusea real te sacude el cuerpo y amenaza de vómito hasta el punto que se apartan y te dejan caer de espaldas otra vez sobre el jergón. Es un jergón. Cara a un techo maltratado por las humedades y las desidias y ese techo te dice que tal vez estás en un rincón del mundo del que sea imposible regresar. Ha dejado de ser el techo blanco de los primeros minutos y es un techo sórdido, sucio, desconchado, que nunca ha cobijado a personas respetadas.
—No se ponga nervioso y haga cuanto le diga. Conteste a lo que le pregunte y luego haga lo mismo cuando lleguen mis superiores. Le ha visto un doctor y está bueno, muy bueno, o sea que nada de nervios y no se resista. Será peor.
—¿Dónde estoy?
—No puedo decírselo.
—¿Nueva York?
—No puedo decírselo.
—Deme más agua.
Te manipulan el cuerpo con movimientos neutros y te sientes con fuerzas como para levantarte y mirarles cara a cara, pero el recelo te aconseja que te refugies en la debilidad y se la creen.
—Le han dado dosis de caballo.
—Es que la han repetido porque se despertaba de lo nervioso que estaba.
—Parece un tipo difícil.
—Está muy flaco.
—Difícil de la cabeza.
—Que no le pase lo que al pavo aquél de hace semanas que mucho hablar y cuando lo paleó el capitán se metió el pelo pa dentro y suerte que se anudó la lengua, porque si habla se la traga.
—¿Ya no bebe?
—Se tira todavía un traguito.
—Pero ya está vivito y coleando.
Los otros dos se quedan en la penumbra del fondo y el oficial se destaca bajo la lámpara cenital. Es un hombre cuadrado y con bigote negro y fino, moreno y de ojos negros almendrados, como cientos de tipos de la clase criolla, aunque te suena ese rostro, te suena incluso de haberlo oído hablar pero no sabes dónde, ni cuándo. Se ha inclinado y contempla tu postración con reserva que interpretas como respeto y una cierta compasión.
—¿Qué quieren de mí?
—Obedezco órdenes.
—Dígame al menos dónde estoy.
—No puedo decírselo.
—Esto no es Nueva York, ¿verdad? ¿Miami? ¿Estamos en Miami? ¿En otro punto de Florida? ¿En alguno de los cayos de la costa?
Cabecea negativamente y te sigue escrutando, como calculando qué podrá sacar de ti.
—Jesús Galíndez.
Repite y se saca un papel del bolsillo derecho de la guerrera para leer algo que a ti te es obvio, que te llamas Jesús Galíndez Suárez, que naciste en Madrid, que tienes cuarenta y un años de edad, que das clases en la Universidad de Columbia y como si fuera una jaculatoria más del enunciado ronroneado con desgana, se despega una pregunta con intensidad imprevista.
—¿Desde cuándo milita en el partido comunista español?
—Nunca he sido comunista. Pertenezco al Partido Nacionalista Vasco, soy nacionalista vasco, el representante del Partido Nacionalista Vasco en Nueva York. Llamen al Departamento de Estado y les darán razón.
—Todo a su tiempo, pero más vale que no me engañe, porque yo tengo paciencia pero mis jefes no y aquí me piden que le pregunte si es usted comunista.
—Nunca fui comunista.
—¿Por qué fue a ver a Cepeda cuando viajó a México?
—Fue un encuentro casual. Nos habíamos conocido en Santo Domingo.
—¿Con qué miembros del partido comunista dominicano en el interior mantiene contactos y preparaba una invasión?
—Con nadie. Desconozco si queda algún miembro del partido comunista en el interior.
—Pendejadas no, Galíndez.
—Sólo conozco a las gentes de Nueva York; hace diez años que dejé Santo Domingo.
—¿Y Silfa? ¿No conoce a Silfa? ¿Y a Juan Bosch?
—No son comunistas.
—Si Bosch no es comunista yo soy maricón.
Las risotadas vibraron como si llegaran de lejos, pero la cara del oficial la tienes más cerca y no es curiosidad lo que hay en sus ojos, ni reserva, ni compasión, sino su verdadera mirada de dueño de la situación.
—Esto no ha hecho más que empezar, Galíndez. Estamos hasta los huevos de que desagradecidos como usted nos monten la bronca en el extranjero tergiversando la obra del Jefe, el generalísimo Trujillo, echando mierda sobre el buen nombre de todos los dominicanos. Y no se me haga el huevón porque nadie va a venir en su ayuda y aquí no hay nadie que quiera ayudarle.
El miedo abre tus ojos, todos tus ojos, incluso los ojos que has tenido cerrados Dios sabe cuánto tiempo y te ves zarandeado en el aire, con el estómago revuelto y tratando de buscar quién te zarandea, quién te zarandea. Ahora comprendes que el ruido de fondo que te lapidaba los oídos era el de un avión, que viajabas en un avión en el momento en que otra vez la esponja viscosa ha renovado tu sueño. Los vascos, una raza misteriosa y de leyenda. Madrugada de una noche víspera de Navidad, la gran ciudad neoyorquina duerme en silencio y la pluma corre sola, pergeñando cuartillas, pobres cuartillas que nunca verán la luz porque fueron sinceras, demasiado sinceras. Ésta sola se salvó. Eres vasco y nada más tienes en la vida que el orgullo de serlo. Algunos se ríen cuando lo dices, sobre todo si son españoles, ese pueblo sin límites que desprecia cuanto ignora, entre otras cosas el sentido del límite. Otros tienen dinero, comodidades, los placeres de un hogar y lo que ellos creen ideales nobles porque supone poder. El poder de dominar a otros. Yo me rebelo contra todo eso, y no puedo aguantarlo, aunque de madrugada llegue a casa solo y amargado y nadie pueda comprenderme. Soy vasco y porque lo soy lucho. Estás solo, solo con tus angustias y nadie te comprenderá en esta Babilonia. Pero algún día me tenderé a dormir junto al chopo que escogí en lo alto de la colina, en un valle solitario de mi pueblo, a solas con mi tierra y con mi lluvia. Ellas te comprenderán al fin. Escribiste y ahora lo rumias, lo musitas, te lo rezas, para que no te tiemblen los huesos y el oficial no vea que te has orinado encima y la mancha, como un aceite infame, se extiende pantalones abajo hasta convertirse en goteo por la pernera y llenarte el calcetín de húmeda miseria de ti mismo, miserable gusano arrojado sobre un jergón bajo un techo que te odia. Y que no vean los orines, por Dios, porque presientes que en cuanto los vean perderán el poco respeto que te tienen y se echarán sobre ti para despedazarte. Y es tanta tu ansia por ver si lo han visto que incorporas la cabeza para mirarte la bragueta y el capitán te caza la mirada, la sigue en su brevedad y exclama:
—¡Cómo qué…!
—¿Qué pasa, mi capitán?
—Que este pendejo se ha meado.
—Pues es verdad, que jiede el pendejo desde aquí.
—Igual se ha cagado.
Y te picotean sus miradas sonrientes.
—Y si no se ha cagado se cagará.
Ahora las manos te levantan para que tu cara se acerque a la del capitán, de cuya boca sale una vaharada de tabaco rancio, ron y desprecio.
—¿No querías saber dónde estás?
Asientes sólo con los ojos.
—Pues estás en la República Dominicana, Galíndez.
Tú no abres los ojos.
—Bajo la hospitalidad del Jefe, del generalísimo Trujillo, al que tanto has jodido, Galíndez.
Y casi te ves en el mapa, en un mapa sin salida cuando concluye:
—A poco de San Silvestre, en la cárcel privada del generalísimo Trujillo.
Pero tal vez ni siquiera esto sea cierto.