—Sí, estuve en Nueva York, en la NyU, como se llama popularmente a la Universidad de Nueva York, hasta 1982. Luego conseguí el contrato aquí en Yale y aquí espero jubilarme.
—¿Tan joven?
—Ya no soy joven, pero tengo cara de serlo, toda mi familia, sobre todo los hombres, tienen cara de niño.
—Yale es una meta.
—Desgraciadamente en mi caso es la última.
—Profesor de ética.
—Profesor de ética.
—Enseña ética. Yo la practico. Yo estudié en Pennsylvania, pero me especialicé en literatura y concretamente en poesía norteamericana. En la Universidad estatal de Pennsylvania, sí señor, no es una universidad competitiva, no pertenece a la Ivy league, como Yale y otras universidades de Nueva Inglaterra.
—En este país tenemos tan poca historia que hay que conservar la poca que tenemos.
—Tenemos poca historia escrita, pero controlamos la historia. La hacemos. Yo hago historia, señor Radcliffe, Norman Radcliffe, profesor de ética. ¿Qué tiene que ver la ética con el caso Galíndez?
—¿Galíndez?
—Jesús Galíndez Suárez, profesor vasco, exilado de la España de Franco, desaparecido el 12 de marzo de 1956 en Nueva York, después de dar una clase en el salón 307, del edificio Hamilton, del Departamento de Español de la Facultad de Estudios Generales de la Universidad de Columbia.
—Conozco el caso, por una circunstancia más personal que universitaria… Una alumna…
—Muriel Colbert.
—Muriel.
—Consta como beneficiaría de una beca Holyoke para realizar un estudio sobre La ética de la resistencia, bajo la dirección del profesor Norman Radcliffe, es decir usted, beca concedida en marzo de 1983 y prorrogada en abril de 1986.
—¿Es usted inspector de becas?
Es entonces cuando el hombre cúbico, rubio pero calvo, de fuerza contenida en una gabardina armadura, una torre beige en referencia con la neogótica Harkness Tower del campus, saca una manaza de uno de los bolsillos y le enseña un carnet que Norman ya ha presentido desde el comienzo de la conversación.
—¿Qué ha pasado?
—Simple rutina. ¿Conoce usted el paradero de Muriel Colbert?
—No. Lo cierto es que la he perdido de vista. A veces me escribe, casi siempre desde Nueva York, está o estuvo casada con un pintor español o portugués, no recuerdo bien.
—Chileno. No llegaron a casarse. Se separaron en 1984 y ahora ella está en España, pero pronto viajará a Santo Domingo.
—Si sabe usted tantas cosas de Muriel, ¿en qué puedo servirle?
El hombre cúbico ha presentido la fragilidad de fondo del esqueleto moral del profesor. Le huyen los ojos demasiado hundidos en las ojeras y mueve el esqueleto con el falso embarazo de un alumno de la escuela de Strasberg, como un James Dean envejecido, se dice el hombre cúbico y le mira de hito en hito implacable, empujándole contra un invisible muro de recelo primero, luego de miedo, aunque la placidez de los prados del Old Campus, entre arquitecturas Tudor, relativice el sentido de algo que es un interrogatorio.
—Nunca se sabe lo suficiente de una persona. Además, usted tuvo relaciones muy particulares con Muriel Colbert.
—¿También sabe eso?
—Hemos de colaborar, Radcliffe, y lo mejor sería ponernos cómodos y no proseguir esta conversación al pie de la Harkness Tower. No le pido que nos traslademos a su departamento para no molestar a la joven señora Radcliffe, tengo entendido que se ha vuelto usted a casar hace poco, un año, y que tiene ya un hijo, una niña de pocas semanas. Enhorabuena. Le admiro. Se necesita ser muy optimista para tener hijos y tenerlos además a su edad que más o menos es la mía, ¿cincuenta y seis años? Cito sus datos de memoria y puedo equivocarme, tampoco los he memorizado demasiado, no hay que exagerar el sentido de este encuentro. Como éste tengo a veces cuatro o cinco al día. El Estado necesita saber.
—La teología de la seguridad.
—Veo que conoce usted la jerga de nuestros enemigos. A los intelectuales les gusta acuñar frases brillantes que no quieren decir nada, Usted, que es profesor de ética, por lo tanto un filósofo, un hombre que domina con gran precisión el significado de las palabras, ¿qué quiere decir teología de la seguridad? Nada. Un Estado libre necesita unas ciertas garantías frente a esa libertad sin límite de los ciudadanos y una de esas garantías es la información, saber qué uso hacen los ciudadanos de su libertad y así estar en condiciones de detectar el momento en que esa libertad se orienta contra el Estado, es decir, contra el bien común.
—Y para conseguirlo todo está permitido, como si el Estado hubiera recibido un mandato divino. Precisamente eso es la teología de la seguridad.
—En cualquier caso, convenga en que es una metáfora y yo soy de hecho un encuestador, las metáforas no me sirven. De todas maneras, si me han escogido a mí para este caso es atendiendo a su especial condición de profesor de ética, de profesor vinculado con las humanidades. Tengo colegas, excelentes encuestadores, que son más incómodos que yo y no dejan que el otro se salga del sí o del no. A los encuestadores de verdad les horrorizan las metáforas. A mí en cambio me divierten. Soy un graduado de una universidad menor, pero soy un graduado. No es que presuma de ser un intelectual, pero estoy en forma. He seguido leyendo. Mi trabajo suele realizarse entre personas muy parecidas a usted y a Muriel Colbert y conviene estar en forma. Vuelvo al tema de las metáforas: esconden la inseguridad del conocimiento. Cuando el conocimiento es certero recurre a las palabras que lo expresan más directamente. Veo que le gusta conversar a la sombra de la Harkness Tower.
—Mi casa queda excluida.
—¿Qué le parece si buscamos un rincón relajante? Podríamos ir hacia el Long Wharf, en plena bahía o a la desembocadura del Mili. Si le gusta conducir puede ir con su coche, a mí me encanta ir de paquete, me relaja. Me encanta que otros conduzcan.
—Tengo el coche en mi bungalow y tendría que dar explicaciones a Pat.
—Entonces no he dicho nada. De hombre a hombre, cuantas menos explicaciones se den a la mujer propia, mejor. Así se mantiene el misterio. A la esposa sólo habría que darle el nombre y la graduación, como los oficiales prisioneros que se acogen a la Convención de Ginebra.
—Nunca he tenido secretos para Pat.
—Pero éste conviene que lo tenga. Según mis datos, su esposa actual procede de una rica familia de New Hampshire. Otra ex alumna. Gran cosa esto de la enseñanza porque establece una relación muy hermosa entre el alumno y el profesor. No todos los profesores están maduros para asumir esta relación sin aprovecharse de la jerarquía cultural, biológica. Comprendo que al principio cueste mucho contenerse: las alumnas son jóvenes, el profesor también. Con los años se alcanza la madurez y el profesor aprende a mantener las distancias o al menos a curarse en salud y proponer el matrimonio a las alumnas que seduce o le seducen.
—¿Va usted a hablarme de aquel lío con la familia O’Shea? Hace más de treinta años.
—O’Shea contra Radcliffe, año 1957. El padre de la chica se enfadó mucho con usted y se salvó por los pelos de una condena por corrupción de menores gracias a los testimonios de otras alumnas que pusieron verde a la pobre señorita O’Shea. Poco menos que como una buscona que se metía en las braguetas de los profesores para tocarles el cerebro. Pero no, no es el único caso. Tal vez sea el único que llegó ante los tribunales, pero en su curriculum hay dos asuntos parecidos, sin contar el de Muriel Colbert que ya era una mujer hecha y derecha cuando coincidió con usted en la NyU a comienzos de los ochenta. Casos que ni siquiera tienen ficha policial convencional.
—Pero que están en su fichero.
—Muy recientemente, si he de ser sincero. Había escasas referencias sobre usted en relación con supuestos comportamientos subversivos o sospechosos de serlo, especialmente a partir de 1959, año en el que usted participa en una manifestación de protesta contra el gobierno Eisenhower por el asunto del U-2, del derribo de un avión espía norteamericano en territorio de la Unión Soviética. A continuación disponemos de los datos previsibles, casi inevitables por parte de un profesor de universidad progresista. Ha protestado usted por todo lo que tenía que protestar, desde la invasión de Cuba hasta la de la isla de Granada. Si sus opiniones no han preocupado nunca demasiado a mis jefes ha sido porque usted es un profesional excelente pero modesto, es decir, nunca ha intentado hacer una gran carrera y conseguir así ser un profesor escuchado por miles o incluso millones de seguidores. En los ambientes universitarios se dice que usted es superior a su obra, ya sé que esto suele molestarles mucho a todos ustedes, pero a mí me parece un cumplido.
—En su caso puedo entenderlo. Es posible que usted sea mejor que su obra.
—¿De verdad, de verdad tanto le gusta la Harkness Tower? No puedo exigirle nada, porque no quiero llevar esta simple encuesta al terreno de lo oficial, por lo que usted podría acogerse al derecho a declarar formalmente y en presencia de un abogado. Pero ¿le interesa a usted todo esto? ¿Le interesa a usted que lo que sólo usted y yo sabemos pase a dominio público?
—¿Qué es lo que usted y yo sabemos?
—Todo ese curriculum admirable, por otra parte, de profesor enamoradizo. La actual señora Radcliffe es la tercera de sus mujeres legales y como toda esposa joven es, o debe ser, muy suspicaz con el pasado de su marido. A las esposas jóvenes les irrita que sus maridos tengan pasado y suelen odiar incluso a los amigos que sus maridos conservan durante muchos años. Imagínese si, a pesar nuestro, se oficializa la cuestión y empiezan a aparecer no amigos, sino amigas, muchas amigas. Nada hay como una conversación relajada. Además se acerca la hora de comer y yo tengo un enorme corpachón cuya maquinaria se resiente cuando no le echo combustible. Le propongo el espectáculo del mar y una inmensa hamburguesa.
—Detesto las hamburguesas.
—Es un dato tan insólito, incluso en un profesor de ética norteamericano, que ni siquiera figura en su fichero.
—Voy a telefonear a Pat. Iremos con su coche. No recuerdo su nombre.
—Robert Robards, es un nombre muy fácil de recordar.
De las dos cabinas adosadas sólo está libre la destinada a minusválidos y el profesor se curva como un medio arco neogótico para caber dentro de la cúpula de plástico verde. Sostiene una conversación dividida en dos partes, en la primera comunica, en la segunda se justifica, casi se excusa.
—¿Dificultades?
—Ninguna.
—Las mujeres jóvenes son muy difíciles de conformar. Las jóvenes y las guapas y si son jóvenes y guapas las cosas se complican aún más. Una vez me contaron algo de los holandeses que merece ser verdad. Me dijeron que los holandeses prefieren casarse con mujeres no muy agraciadas porque salen más baratas y dóciles.
—Las holandesas son muy guapas.
—Si usted lo dice… Debe haber muchas solteras, en consecuencia. Mi coche está a cien pasos, pero insisto, si quiere usted conducir, para mí es un alivio. Detesto conducir, pero a ochenta millas de Nueva York era absurdo que viniera en cualquier otro medio.
—No conozco su coche. Debe ser automático y no me entiendo con los coches automáticos.
—Su coche debe ser europeo. ¿Un Volkswagen quizá?
—Un Volkswagen. ¿Es otro dato de su fichero?
—Es el coche que le va. Un signo externo de su rebeldía contra las formas de vida americanas. Una reacción muy común, pero la marca del coche le delata la edad. Es el coche de los progres seguidores de Stevenson, incluso Mac Govern, pero después de Mac Govern llegaron otras marcas europeas y ahora los progresistas van en bicicleta, algunos incluso reivindican el coche americano como una seña de identidad frente a la invasión del capitalismo salvaje japonés. Yo, un Ford. Mi padre siempre tuvo Fords y yo siempre he tenido Fords.
Se sienta en el coche como si no fuera suyo. Inspecciona los mandos por si faltara alguno. Suspira liberando aires de preocupación y pone en marcha el coche ancho y plateado platillo volante que avanza hacia el horizonte de torres neogóticas del Old Campus como si fuera a sobrevolarlas.
—Oriénteme para encontrar la salida hacia Mildford. Por el camino nos desviaremos e iremos a un pequeño restaurante desde el que se ve Long Island. No tema. No está obligado a comer hamburguesas, hay otras cosas.
—Conoce bien esta zona.
—Buena parte de mi trabajo lo he realizado en campus universitarios y esta ruta la conozco bien. Además amo los bosques de Nueva Inglaterra, sobre todo ese salto que da el paisaje en Rhode Island. Allí desaparecen los álamos amarillos, ¿lo ha observado usted?
—No. No soy especialmente sensible a la naturaleza. Me encuentro a gusto en los bosques pero no distingo un abeto de un castaño.
—Ustedes los intelectuales tienen demasiados paisajes interiores como para apreciar realmente los exteriores.
—Excelente apreciación.
—Dudo que sea mía. Ya le he dicho que leo mucho. ¿Cómo se interesó usted por el caso Galíndez?
—Fue un caso llamativo. No es frecuente que secuestren en plena Quinta Avenida a un profesor de la Columbia, en el siglo veinte y desaparezca para siempre sin dejar rastro. Creo haber leído por entonces un par de excelentes reportajes en Life, tan excelentes y objetivos que no parecían de Life.
—¿Por eso se lo inculcó a su discípula?
—Muriel escogió un tema muy proceloso, la ética de la resistencia, y lo orientaba hacia el terrorismo, hacia la violencia revolucionaria. El terrorismo en el Cono Sur, los terroristas vascos de ETA, por ejemplo. De pronto me vino a la cabeza el caso Galíndez, un personaje complejo que luchaba contra Franco y que a esa lucha condicionaba todo su sistema de valores, incluso colaborar con el FBI y probablemente la CIA a cambio de ganar la confianza del Departamento de Estado para la causa del independentismo vasco. Era un héroe resistente ambiguo, rigurosamente real y condenado al martirio. El personaje fascinó a Muriel e hizo lo que suele hacerse en estos casos.
—¿Qué suele hacerse?
—Concretar el título y el propósito de la tesis: «La ética de la resistencia: el caso Galíndez».
—Treinta años después.
—Si usted no entiende el interés de Muriel por Galíndez, menos entiendo yo el interés de ustedes por la obsesión de Muriel. Ni que fuera un secreto de Estado de primera magnitud.
—No estoy en condiciones de elegir la magnitud de los secretos de Estado.
—Por más que me esfuerzo no comprendo el sentido de esta conversación. Durante muchos años he tenido la sensación de que ustedes me enviaban gente y casi siempre han aparecido bajo coartadas intelectuales. Estudiantes o graduados que solicitaban mi consejo o mi información para sus tesis. Colegas empeñados en trabajos paralelos a los míos, a veces convergentes. He olido a agente del gobierno unas veces, otras no. Cualquiera que se me hubiera acercado para un supuesto trabajo sobre Galíndez o sobre un tema parecido al de Muriel hubiera sido bien recibido por mí e incluso hubiera podido sonsacarme información sin yo sospecharlo.
—Dios mío, ¿se ha fijado usted en esa espesura de robles? Es el árbol más majestuoso de la creación, el que más me sugiere idea del poder, de la fuerza de la naturaleza. Connecticut es una tierra privilegiada. Mi familia es de origen sueco y mis abuelos ya anglosajonizaron el apellido, pero el roble o el abedul han sido árboles permanentes en los paisajes recordados por mi familia. Son árboles divinos en todas las mitologías y lo son porque atraen el rayo, porque son los intermediarios con la cólera de los cielos: el Árbol de la Vida, el árbol de Thor. Es curioso que Abraham reciba las proféticas revelaciones de Yahvé junto a una encina y Ulises en La Odisea consulte a Zeus convertido en un roble, sobre el destino que le aguarda. Zeus y Juno eran robles, el vellocino de oro está guardado en un roble… El roble es como un templo. La cruz en que clavaron a Cristo era de roble.
—Produce una madera resistente, eso es todo. Pero no me ha contestado usted mi pregunta, el porqué de su asalto directo, predisponiéndome a colocarme a la defensiva.
—Los expertos prefieren el castaño, bueno, según su punto de vista materialista, por su uso. Es tan duro como el roble y se deja cortar mejor. El roble crece muy lentamente y necesita buena tierra para desarrollarse. Pero no hay nada tan hermoso como el tacto de las herramientas con los mangos de roble. Yo tengo una pequeña cabaña en Long Island y dedico mis horas libres a trabajar en un pequeño bosquecillo incluido en la casa que mi madre heredó de sus padres. Nunca la apreció. Yo sí. Mi mayor hazaña artesanal es hacer toneles, de roble naturalmente. Me encanta conservar licores en mis toneles de roble. Lo más difícil es hacer las duelas a mano, con el hacha. ¿Sabe usted qué es una duela?
—No.
—Son los listones arqueados que dan la forma al tonel y no son otra cosa que zoquetes, es decir, tiras de madera de roble contorneadas con el hacha para tener la forma de duela. Es una madera cuya nobleza se nota cuando la sierras o cuando la cortas con el hacha, sobre todo cuando la cortas con el hacha.
—No ha contestado mi pregunta.
—¿De verdad no prefiere proseguir la conversación técnica ya sentados en el restaurante? Me gustaría que utilizáramos el viaje para hablar de gustos personales. Ya le he contado mis amores secretos por la naturaleza y mis aficiones de fin de semana, pero usted es una persona cerrada. Todo lo que sé sobre usted me lo debo a mí mismo. Tengo entendido que ha comprado una preciosa mansión en Newport, con ayuda de sus suegros, pero también arriesgándose con un fuerte crédito. Newport. Una mansión. No lo asocio con su trabajo, sino más bien con el deseo de agradar a su joven esposa.
—Está usted bordeando la impertinencia.
—Lo sentiría mucho, pero es la información que me dio el agente inmobiliario que les asesoró. La señora Radcliffe estaba entusiasmada y el señor Radcliffe remiso, un poco angustiado. Lo comprendo. Más de ochocientos mil dólares es mucho dinero para un profesor de universidad, aunque tenga usted algún dinero de familia. Tengo entendido que está a punto de conseguir un contrato importante, dirigir una historia de las ideas en los Estados Unidos. Un proyecto muy ambicioso y subvencionado por un montón de fundaciones. Sería dramático que perdiera el soporte de esas fundaciones. Esa obra puede ser libro de texto en todas las universidades del país, promoción tras promoción… la casa de Newport.
—¿Qué mansión cree usted que me he comprado? ¿La Marble House?, ¿la Elm? ¿Qué pretende?
—La que más me gusta es The Breakers, construida por los Vanderbilt. Aquellos millonarios de hace un siglo sí sabían lucir su riqueza. ¿Su casa de Newport no es una mansión? Yo he visto las fotografías en la agencia y los planos, no se queje, no es la Marble House pero es una señora casa. ¿Sabe usted lo que más me gusta de la antigua mansión de los Vanderbilt? El hall.
—Mi casa no está exactamente en Newport, sino en Middletown.
—Mejor, así tiene todas las ventajas de Newport y ninguno de sus inconvenientes. Se la merece usted, como se merece haber recibido ese encargo tan importante. Hasta ahora sólo había publicado dos libros, de escaso éxito público aunque muy apreciados por los especialistas: Las raíces de la vida moral y El anticomunismo y la moral isotópica. El segundo no llega a libro.
—Es un trabajo de juventud. Mi tesis.
—Exactamente. La he ojeado, quizá con una cierta prevención porque nuestros expertos la han adjetivado como «gravemente procomunista».
—No es procomunista, es objetiva ante el anticomunismo desplegado en este país en los años cincuenta. Es una respuesta a la caza de brujas, a la moral en que se sustentaba.
—¿Qué quiere decir isotópica, Radcliffe?
—Es una transferencia del significado de isótopo, como un cuerpo que ocupa el mismo lugar que otro, pero con distinta constitución y sustancia. Es una alusión a la falsificación de un cuerpo moral. La tesis era que los anticomunistas disfrazaban las verdaderas razones de su anticomunismo.
—Eso lo he entendido perfectamente. Usted viene a decir que la moral verdadera de la burguesía pretende defender su bolsillo y disfraza esa moral real de otra apariencia moral: la defensa de los valores espirituales frente a los valores materialistas del comunismo.
—Más o menos… Ése era el espíritu de la reacción de los años cincuenta, en este país.
—¿Y ahora?
—No. No hubiera escrito lo mismo.
—Es de sabios evolucionar. Sólo los fósiles no evolucionan.
—Cierto.
—Pero una vez un compañero mío de estudios que después siguió un camino muy diferente en la vida me dijo: Robert, desengáñate, un comunista siempre seguirá siendo un comunista, aunque reniegue, como un cura renegado seguirá siendo un cura. ¿Qué le parece?
—Yo nunca fui comunista.
—Tuvo usted correspondencia y contactos más o menos regulares con los responsables de la Monthly Revietu y con el círculo de estudios antiimperialistas de Nueva York: Sweezy, Nickolauss, Samir Amin… ¿le dicen algo estos nombres? Los tenemos clasificados como rojos y enemigos a muerte de los Estados Unidos.
—También he cruzado correspondencia con Lippman en mi etapa de estudiante.
—Lippman. Qué falta nos hace un pensador objetivo, equidistante, liberal como Lippman. No ha salido otro igual.
—Era el catsup del pensamiento americano.
—Digamos que la tesis de El anticomunismo y la moral isotópica responde a la conciencia cómplice de un compañero de viaje, aunque usted, es cierto, nunca tuviera carnet del partido. Criticar y hostigar el anticomunismo es hacer el juego al comunismo. Del otro libro, Las raíces de la vida moral temo no haber entendido nada. En resumidas cuentas, Radcliffe, ¿qué defiende usted? ¿Hay unas raíces eternas, inmutables de «lo moral»? ¿Esas raíces son convenciones culturales que responden a necesidades de cada poder hegemónico y cambian con la historia? He aquí la cuestión.
—No sólo en ética.
—En efecto, no sólo en ética.
—Mi tesis es más madura en este libro, en el supuesto de que en mi libro anterior hubiera una tesis dominante, no lo creo o era demasiado obvia. En mi segunda obra apuesto por la libertad de elegir, a pesar de la duda o incluso desde la duda y el pesimismo. Es imposible guiar una posibilidad de conducta desde la certeza en una verdad absoluta y elegir implica riesgo a mancharse, a equivocarse, incluso a ser cruel, individual, colectivamente.
—Esa moral la puedo tener yo y la puede tener usted. Es muy interesante, pero demasiado ambigua, ¿no cree?
—Sólo desde la ambigüedad de fondo se pueden tomar decisiones auténticamente unívocas.
—Pocas veces se tiene la oportunidad de una conversación tan interesante, pero tengo el estómago vacío y me parece que estamos a una milla del restaurante, a partir del desvío que voy a coger. De pronto aparecerá el mar como un horizonte total. Le aseguro que me emociona el mar.
Y permaneció en éxtasis desde que el mar preinvernal emergió plomizo bajo un sol insuficiente, con la silueta velada de costas lejanas prometidas.
—Long Island, allí, al fondo. Yo de usted hubiera preferido tener una casa en Nantucket, hacia el océano ballenero, abierto. ¿Recuerda usted la presencia de Nantucket y New Bedford en Moby Dick? Todas las ciudades portuarias de Nueva Inglaterra se hicieron gracias al aceite de ballena. Hoy la única aventura que nos queda es la pesca del atún en Galilée, en septiembre. Es un concurso y dan una copa. Siempre quedo de los últimos.
El corpachón cúbico sale del coche con una agilidad que revela gimnasias y vuelve a introducirse en el platillo volante en busca de una gorra que cubra la calvicie braquicéfala. Radcliffe se sube la cremallera de su cazadora hasta la barbilla encerrando su largo esqueleto aterido y convirtiendo la cabeza delgada en el cierre definitivo con la barbilla puntiaguda clavada sobre el pecho y los ojos sobre el camino descendente hacia las escaleras de madera que llevan a un restaurante colgado sobre el mar. Pero debe detenerse, porque Robards se ha convertido en un tapón en el descansillo superior de la escala. Paralizado ante el espectáculo del mar recita unos versos en el bajo tono de una oración.
El río está dentro de nosotros, el mar está alrededor de nosotros,
el mar es también el borde de la tierra, el granito
que alcanza, las playas a donde arroja
sus insinuaciones de una creación anterior y diversa
la estrella de mar; el cangrejo de herradura, el espinazo de la ballena,
las pozas donde ofrece a nuestra curiosidad
las algas más delicadas y la anémona de mar.
Arroja nuestras pérdidas, la red desgarrada,
la nasa de langostas destrozada, el remo roto
y las pertenencias de extranjeros muertos. El mar tiene muchas voces,
muchos dioses y muchas voces.
—Hay dos clases de poemas sobre el mar, Radcliffe, y usted como profesor debe saberlo.
—Detesto la poesía.
—¿Qué clase de profesor es usted?
—Y sobre todo detesto la poesía americana postemersoniana. Usted recitaba un fragmento de Eliot y detesto a Eliot. ¿Puedo detestar a Eliot sin ser sospechoso de pertenecer al partido comunista?
—No me meto en los gustos ajenos, pero déjeme decirle que hay dos clases de poetas sobre el mar…
—Venga.
—Los poetas que lo describen y los poetas que te lo meten dentro sin necesidad de ser descriptivos; éste es el caso de Eliot.
—A mí no me gusta que me metan nada dentro.
—Lee el poema y nada le sitúa, salvo el título, en un mar concreto, pero los que amamos Nueva Inglaterra sabemos que no podría ser otro mar que éste: las Dry Salvages, las rocas de Cape Ann, en Massachusetts.
A pesar de que el restaurante se subtitula Sea Food, su ámbito forrado de maderas oscuras y pavimentado con un parquet víctima de todos los naufragios, huele a catsup y a pasteles empapados en jarabe de savia de arce. La camarera tiene palidez de mar de otoño y una inmensa alegría de ser una camarera que reproduce mesa a mesa. Nada que ver con la alegría con la que Robert Robards pide su menú: ensalada de avocado, una hamburguesa doble, patatas fritas y un pedazo de pastel con jarabe de arce. Con los ojos insta a que Norman Radcliffe se decida tras repetidos y concienzudas lecturas de la carta.
—¿Paga el Estado?
—No estoy autorizado.
—En ese caso pediré según mi gusto. Una ensalada y un clambake, si es cierto que el clambake lo hacen según el ritual tradicional.
—Lo hacemos en las rocas, allí abajo, junto al mar. Usted podrá verlo sólo que asome un poco por la barandilla.
—En ese caso, un clambake.
—Suena a cosa muy importante.
—Me resulta difícil creer que un enamorado de Nueva Inglaterra desconozca uno de sus platos más sofisticados y tradicionales.
—Cada día se aprende algo. Dígame en qué consiste y me lo apuntaré.
—¿Acaso no lleva usted grabadora encima?
—Sí, pero ésta será una anotación particular. Por favor.
—El clambake se cocina sobre las rocas, junto al mar. Primero se calientan las rocas con montones de teas, sobre esas ascuas se ponen algas y sobre las algas langosta, almejas, maíz, en capas superpuestas, todo cubierto por una tela embreada, que actúa como la carpa de un horno. No sé por qué pero el resultado es exquisito, sabe a mar y a maíz.
—Un plato poético.
—Aprecia usted mucho lo poético, Robards, y me sorprende. De pronto he recordado una película polaca que hicieron hace poco en Yale, en una semana de cine polaco crítico. Se llamaba Yesterday y me quedó grabada una escena grotesca e inquietante. Cuenta la historia de unos jóvenes polacos en los años sesenta, fanáticos de los Beatles, que tratan de crear un conjunto parecido con las dificultades que eso conllevaba entonces, en Polonia. Eran vistos como agentes de una cultura extranjera y aparece la figura de un represor, casi un policía que les odia por su occidentalización. Hasta que de pronto un día, simplifico mucho pero no tengo ganas de explicarle toda la película, ese agente represor, ese perseguidor asume a los Beatles y se convierte en el cantante de sus canciones en una fiesta de fin de curso. El Estado se ha apropiado de los Beatles y los Beatles pierden entonces su carácter contestatario.
—¿Ha terminado?
—Sí.
—¿Qué tengo que ver yo con esta fabula?
—Usted se ha apoderado de la poesía, de lo poético, de los bosques de Nueva Inglaterra, del mar, de la emoción de la naturaleza, de los poemas de Eliot.
—¿Los funcionarios han de ser ajenos a todo eso?
—Son naturalmente ajenos a todo eso y todo eso existe precisamente y tiene valor porque no pertenece a la policía. En el momento en que ustedes recitan poemas de Eliot esos versos dejan de ser poemas y se convierten en tecnología de interrogatorio.
—No lo he aprendido todo en los libros, se lo juro. Yo recibí una formación muy convencional y para que pierda parte de sus prejuicios voy a contársela. Yo estaba haciendo el servicio militar en Europa, en Alemania concretamente, a comienzos de los años cincuenta. Yo ya había empezado mis estudios de literatura comparada y tal vez por eso me enviaron a una escuela especial, muy especial de Oberammergau donde aprendí ruso y las técnicas más elementales de espionaje y contraespionaje. Luego me trasladaron a la frontera de Alemania Oriental y allí me sentí muy emocionado jugando el pulso de la guerra fría, con auténtico idealismo, patriotismo, sentido de la causa occidental. Era un anticomunista muy poco isotópico. Estaba en primera línea frenando la expansión del comunismo. Volví a Estados Unidos, mal acabé la carrera y me especialicé en kremlinología. Luego me reclutaron y pasé un año en servicios clandestinos, ya me dediqué a análisis de coyuntura internacional, todo muy cerebral y burocrático… hasta que se produjo el caso Galíndez y fui uno de los encargados en investigar qué posibles derivaciones tenía para la Compañía. El FBI estaba por medio. La Compañía también. Pero ¿sabe usted qué hacía yo en mis horas libres? En invierno leer hasta entrada la noche y en verano viajar hasta Cape Ann, siguiendo a la inversa el precepto de Eliot de «El entierro de los muertos», en La tierra baldía, leer hasta entrada la noche y en invierno viajar hacia el sur.
—¿Tan importante era Galíndez?
—No. Nada. O casi nada. Lo importante era todo lo que le rodeaba. Era una pieza estratégica, independientemente de su propio valor y sin que él lo supiera.
—Lo que no puedo entender es qué hacía un kremlinólogo como usted en el caso Galíndez.
—No estoy autorizado a contarle las derivaciones que me llevaron a investigar el caso o al menos a colaborar en la investigación, pero sepa que durante un cierto tiempo prosperó la sospecha de que Galíndez era un agente cuádruple, un caso insólito FBI, CIA, PNV y KGB, y sobre todo, claro está, KGB. Esta tesis se divulgó cuando se consumó su desaparición y se dijo que era sólo una triquiñuela, una cortina de humo para entorpecer la investigación. Es posible, pero en muchos cerebros de la Compañía durante muchos años quedó la sospecha de que Galíndez estaba riéndose de todos nosotros en Moscú, junto a Philby, Burgess o Me Lean y Pontecorvo.
—¿Siguen pensando lo mismo?
—De hecho, el caso Galíndez se cerró cuando fue asesinado el responsable final de su secuestro, Rafael Leónidas Trujillo, el Benefactor de la República Dominicana, a comienzos de junio de 1961, cinco años después de la desaparición de Galíndez. Ningún Estado mostró entonces el menor interés en resucitar el caso Galíndez y menos que nadie el propio Estado español, del general Franco, que había visto en Galíndez a uno de sus principales hostigadores desde los Estados Unidos. Sólo algunos grupos vascos, sobre todo de Santo Domingo, trataron de interesarse entonces por la suerte de Galíndez. Un médico forense dominicano había ordenado conservar en formol algunos cuerpos de las víctimas secretas y públicas de la dictadura. Cuando murió Trujillo fue posible identificar esos cuerpos y algunos vascos de Santo Domingo examinaron aquellas naturalezas muertas, una por una. No. Ninguno de los cadáveres era el de Jesús Galíndez. Casi todos eran guerrilleros fracasados que habían tratado de invadir Santo Domingo desde Cuba o a través de Haití y habían sido detenidos y muertos a palos por la policía trujillista, la policía y el ejército, claro. Galíndez había dejado de interesar. Yo incluso lo había olvidado, hasta que de pronto llegó un informe rutinario de los clasificados con una clave de aviso, no una clave alarmante, sino simplemente la advertencia de que hay un intruso en la paz de nuestra memoria, en la paz de la memoria de la Compañía. Yo soy el único superviviente en activo de los que llevaron el caso Galíndez en 1957, un caso más del Buró de Personas Desaparecidas de Nueva York y sobre mi mesa dejaron la carpeta. Dentro había una serie de télex cifrados de corresponsales de España y Santo Domingo: una tal Muriel Colbert, becaria norteamericana de treinta años de edad, persigue el rastro de Galíndez, hace preguntas, bajo la coartada de un trabajo de investigación. De momento la investigadora se ha movido por la periferia del sistema y me ha sorprendido rehuyendo los dos epicentros del terremoto: Nueva York y Santo Domingo. Es sorprendente que se haya ido a España. No se entiende. Usted quizá pueda aclararnos este viaje.
—No. Al comienzo Muriel no daba un paso sin consultarme, pero últimamente va a la suya. El último plan de trabajo que me envió no me gustó. Discutimos por carta y por teléfono y desde entonces sus comunicaciones han sido muy rutinarias.
—¿Razones de la discrepancia?
—Me dio la impresión de que el trabajo había dejado de ser científico, incluso de que ya no era ni siquiera especulativo. Muriel se había tomado el caso Galíndez como una cuestión personal.
—Es decir, que en estos momentos están ustedes distanciados.
—Exacto.
—Distanciados humanamente y distanciados como profesor y alumna.
—Así es.
—Lo siento. Es una lástima y habrá que hacer algo para arreglarlo. Tiene buena pinta su plato. Hay que ver lo que puede la imaginación aplicada a la cocina. ¿Y el vino? No puedo soportar el vino, ni siquiera el californiano y en cambio me gustan los licores, preparo licores. A veces me tomo un vasito de vino rosado portugués que a mi exmujer le gustaba mucho, pero eso es todo.
—No tenía la intención de arreglar nada. Muriel es un capítulo pasado. Cuando termine su trabajo lo valoraré y eso será todo.
—Ese trabajo no debe terminarse, Norman. Ni siquiera debiera proseguir.
—¿Por qué?
—Tendemos a pensar que el tiempo corre muy de prisa, que todo lo viejo es viejísimo y no es así. ¿Sabe usted qué edad tendría hoy Jesús Galíndez? Setenta y tres años, sólo setenta y tres años. Es cierto que buena parte de los que intervinieron en el caso Galíndez han pasado a mejor vida, asesinados o muertos en extrañas circunstancias, pero nunca se llegó a la causa penúltima; a los que instigaron a Trujillo al secuestro y los que lo hicieron posible por sus influencias en Santo Domingo y Estados Unidos. Algunos de los implicados sobreviven y son poderosos, aún son muy poderosos, tanto en Santo Domingo como en los Estados Unidos. Por otra parte, el FBI y la Compañía se vieron salpicados y en los reportajes de Life de Jean Terney ya se insinuaban toda clase de complicidades, insinuaciones que se taparon en diciembre de 1957, cuando el Tribunal Federal de Washington condenó al exagente del FBI, John Frank, por haber actuado como mercenario trujillista urdidor del secuestro de Galíndez. John Frank era el chivo expiatorio. Desde aquella condena simbólica han pasado treinta y un años. Y ahora llega su amiga Muriel y nos destapa las carpetas y las cabezas.
Y el hombre cúbico se inclina sobre la mesa, sus pectorales parecen a punto de empaparse con los restos de pastel y su cara súbitamente acercada a la de su interlocutor ha subido de color al tiempo que su voz ha bajado de tono para ser casi un silbido amortiguado que azota la parpadeante imperturbabilidad de su compañero.
—No estamos dispuestos a que cuatro rojos melancólicos resuciten inútilmente a muertos inútiles.
El profesor sabe que debería arrojar la servilleta sobre la mesa, ponerse en pie, decir algo sobre su inapetencia para oír groserías y marcharse, pero los ojos verde sucio del agente le retienen, como si fueran dos orificios de cañones de revólver.
—No estamos dispuestos a que nos toquéis los cojones, profesor.
—¿Está borracho?
—No. No estoy borracho. Quiero que retenga todo lo que hemos hablado, pero muy especialmente lo que voy a decirle a partir de ahora. Usted debe detener ese trabajo. Yo pensaba que iba a ser más fácil porque había relación estable entre usted y su alumna, pero no es así y estoy improvisando, es posible que más adelante le dé nuevas instrucciones, pero se me ocurre la siguiente línea de comportamiento. Usted reclama a Muriel Colbert el estado actual de sus investigaciones y le comunica que hay una cierta impaciencia por el tiempo que se ha demorado. Cuando tenga su respuesta, la desanima totalmente y le dice que deje de perder el tiempo. Tiene una edad en la que ya no puede perder demasiado tiempo y le propone una sustitución de línea de investigación, a todas luces muy gratificante. Podemos conseguir fondos triples o cuádruples para que esa señorita deje de fisgar en el caso Galíndez y se vaya detrás de otra historia. A fondo perdido.
—Lo que usted me pide es indignante y peligroso para ustedes. Imagínese que mañana denuncio esta presión en los medios de comunicación.
—Primero, será su palabra contra la de… ¿quién?… ¿Sabe usted cómo me llamo?
—Robert Robards.
—¿Cree usted que alguien puede llamarse Robert Robards? Se me ha ocurrido mientras venía. He leído un artículo sobre Hollywood y he unido el nombre de Robert Redford con el apellido de Jason Robards.
—Retengo la matrícula de su coche.
—Tengo una colección completa de coches y matrículas.
—¿Por qué habría de hacer lo que usted me pide?
—Espléndido, Norman, ahora empieza usted a hablar como un profesor de ética. ¿Sabe usted qué definición de ética recuerdo de mis tiempos de estudiante? Anótela por si no la sabe: la eficacia de la razón en las normas de la conducta. Ser ético es en definitiva aplicar la razón, siempre.
No sólo sus palabras aplaudían, también una manaza golpeaba como si fuera de tenue guata el antebrazo que el profesor mantenía abandonado sobre la mesa.
—Voy a darle una colección completa de razones por las que usted va a ayudarnos. La primera y la última y las de en medio se relacionan con un único motivo. Tú estás cagado de miedo, muchacho.
Y la manaza fortalecía sus golpes hasta ser una maza que repicaba sobre el delgado brazo de Norman Radcliffe, un brazo paralizado aunque sus ojos trataban de transmitir enojo y dignidad.
—Tú estás cagadito, cagadito de miedo, muchacho. Te has metido en un buen lío: una mujer joven, las pensiones que acumulas de tus antiguos matrimonios, tienes cuatro hijos contando el que acaba de parir tu joven y rica mujer, la presión vigilante de tus aún jóvenes suegros… Tu suegra es más joven que tú, Norman, y no sólo te vigilan como marido, sino también como socio, como socio de la operación de comprar esa casa de Newport o de Middleton, es lo mismo. 800 000 dólares, Norman.
Y silbaba, silbaba progresivamente con más fuerza, hasta que los círculos concéntricos que salían de sus labios ocuparon todo el restaurante y provocaron las miradas interesadas de otros comensales.
—¿Es preciso que llevemos esta payasada hasta el escándalo?
—Perdone. No me había dado cuenta de que estábamos tan acompañados.
—No tengo nada de que avergonzarme. No hay nada que me dé miedo.
—Saldrán todas las historias de faldas, con chicas casi menores o menores, alumnas o no. Las fundaciones retirarán los fondos para esa obra que es su gran esperanza de conquistar respaldo económico frente a sus suegros… la casa…, la casa de Newport o de Middleton. Si estalla un escándalo, ¿qué universidad va a contratar a su edad a un hombre que hasta ahora sólo ha publicado un libro y medio y uno de ellos titulado: El anticomunismo y la moral isotópica? Si no consigue la dirección de esa obra magna sobre la historia de las ideas en los Estados Unidos, es usted profesor y hombre muerto. Sólo le quedaría ese esqueleto de tenista viejo que le ha quedado. No me gusta la gente con percha de tenista, tal vez porque siempre he sido muy paquidermo, muy percherón. No me gustan los rojos rosas como tú que siempre han nadado y guardado la ropa. No me gusta la gente que escribe panfletos y los disfraza con títulos como El anticomunismo y la moral isotópica y al final tratan de pegar un braguetazo y de enriquecerse para comprarse una casa en Newport o en Middleton. Pero mis gustos no cuentan. No tienes elección, muchacho.
Ahora el esqueleto de tenista se ha levantado, pero con movimientos suaves y una caricia de su delgada y larga mano derecha sobre un rostro cansado y ensombrecido. Busca la salida con andares de que va a volver y ya fuera se acoda sobre la barandilla, mirando sin ver el lucerío lejano y parpadeante de Long Island, más allá de un mar que pasa lentamente del gris a la noche.
—Lo siento, señor, pero tal vez haya olvidado pagar la cuenta.
Le sonríe la camarera pálida aunque alegre por ser camarera y le está tendiendo pugnativamente una lengua de papel tan gris que parece sucio.
—Pensaba volver. He dejado un compañero.
—Su compañero ha pagado su parte.
—Lo siento. Pensaba que pagaría él y luego dividiríamos.
—No ha sido así.
La muchacha empezaba a estar impaciente y sólo cuando el hombre anochecido le tiende la tarjeta de crédito recupera la plenitud de su alegría de ser camarera y regresa al interior del local, por el espacio que le deja el corpachón del agente que ha contemplado la escena desde el umbral. Y permanecen, así, a quince metros de distancia, hasta que la camarera vuelve con su alborozo pálido y sus resguardos en regla y un interés por cómo han comido que desaparece en cuanto los dos hombres se ponen en marcha escalera arriba en busca de la carretera y el anochecer prematuro, roto por los estampidos de los long vehicles lanzados a la conquista de la ruta de Boston. El hombre cúbico llega a la carretera sonriente y afable.
—Recibirá un número de apartado de Correos y allí enviará las copias de toda la correspondencia que se cruce con Muriel Colbert, así como una relación de cuanto hablen entre ustedes, en el caso de haber contactos telefónicos.
El agente se mete en su coche y no abre la puerta a su compañero de viaje, y como si volviera del ensimismamiento que le provoca el reencuentro con el cuadro de mandos, pulsa el botón que mueve el cristal de la ventanilla y lo baja ante la estampa del profesor paralizado por el desconcierto.
—Olvidaba decirle que no puedo devolverle a Yale. Pero a cien metros hay una parada de autobuses. Si todo va bien no volveremos a vernos. Si todo va mal, nos veremos tanto que usted se arrepentirá toda la vida de la tarde de hoy.
Y la ventanilla volvió a alzarse como una cortina de hielo, al tiempo que Norman Radcliffe salía de su desconcierto y caminaba gimnásticamente, con las manos en los bolsillos de su tabardo en dirección a la próxima parada de autobuses. El platillo volante maniobraba a sus espaldas y por un momento le lanzó una ráfaga de luz amarilla que acentuó su alto y encorvado caminar voluntarioso por el arcén, vigilando de reojo las ráfagas demoledoras de los camiones acerados. En el interior del coche, el hombre cúbico se había convertido en un volumen calmoso en el que apenas se movían las manos nivelando la dirección y los ojos adecuándose al túnel de la autopista anochecida. De pronto, los músculos faciales del conductor se conmovieron y de sus labios salió una canción interpretada a medias con voz masculina, a medias con voz femenina. Interrumpió la canción para escupir simbólicamente contra su propio parabrisas y gritar:
—¡Norman Radcliffe, eres una asquerosa basura!
Luego empezó a declamar diez, veinte veces los títulos de las obras del profesor, con una voz de soprano canalla, en diferentes entonaciones pero todas ellas sórdidas: Las raíces de la vida moral, El anticomunismo y la moral isotópica, Las raíces de la vida moral, El anticomunismo y la moral isotópica, Las raíces de la vida moral, El anticomunismo y la moral isotópica… ay, sí, que me corro, Norman, métemela, Norman, que me corro… méteme el isótopo más, Norman, que me corro… Las raíces de la vida moral, El anticomunismo y la moral isotópica, Las raíces de la vida moral, El anticomunismo y la moral isotópica, Las raíces de la vida moral, El anticomunismo y la moral isotópica… Doctor Radcliffe, oh, Dr. Radcliffe, la tiene muy gorda, Dr. Radcliffe… ¿Me la va a meter toda, Dr. Radcliffe?… Hasta que le cansa el juego que sostiene consigo mismo, reflexiona, memoriza, adopta el continente de un rapsoda, con los brazos distanciándole el cuerpo del volante y recita:
¿Cuáles son las raices que se aferran,
qué ramas crecen de esta pétrea basura? Hijo del hombre
no lo puedes decir ni adivinar, pues sólo conoces
un montón de imágenes rotas sobre las que se pone el sol
y el árbol muerto no da cobijo, ni el grillo tregua
ni la piedra seca da rumor de agua. Sólo
hay sombra bajo esta roca roja
(entra bajo la sombra de esta roca roja)
y te enseñará algo diferente, tanto
de tu sombra por la mañana caminando detrás de ti
como de tu sombra al atardecer saliendo a tu encuentro,
te enseñará el miedo de un puñado de ceniza.
¿Qué me enseñarás, Norman? ¿Qué me enseñarás, dímelo, que me vuelves loca?
Y fue casi al llegar a Nueva York cuando dejó de cantar, declamar y suponerse una doncella amenazada por un profesor promiscuo para recuperar sus anchos límites de conductor grave, como si estuviera impresionado por el hosco horizonte del Bronx que se le echaba encima.
Pero aún musita, porque le queda un resto de vómito que de pronto asciende agrio hasta los labios.
—Teología de la seguridad. Bastardo. Ya te daré yo a ti, teología de la seguridad.