«En la colina me espera… en la colina me espera…». El verso te da vueltas por la cabeza, como si fuera un surco rayado de un viejo disco de piedra. «En la colina me espera… en la colina me espera…». «Y volveré… volveré o me llevarán ya muerto… a refundirme en la tierra…». Ni siquiera eso fue posible, Jesús, musitas y te parece hablar con ese extraño compañero enquistado que desde hace años llevas dentro de ti. El viento limpia el valle de Amurrio y te levanta las faldas sobre esta colina de Larrabeode, la colina escogida como si fuera la colina, exactamente, la colina que esperaba a Jesús de Galíndez. Tienes frío y los huesos aguados por el viento que pule el pequeño monumento funerario dedicado a Jesús Galíndez y por la humedad retenida en el depósito que se cierne sobre el valle con su amenaza, promesa de agua. La estela de piedra parece ridícula y amedrentada por el colosalismo del depósito, poco más que un pretexto para no perder del todo la memoria, una memoria, un homenaje residual y probablemente incómodo. «No dudamos de que su pueblo natal querrá sumarse gustoso al mismo y con tal fin acompañamos a este escrito una relación de actos a celebrar para conocimiento y aprobación del ayuntamiento de su digna presidencia, al mismo tiempo que solicitamos la concesión del permiso necesario para utilizar una pequeña parcela de terreno (de 15a 20 m2) de propiedad municipal, en la mencionada colina de Larrabeode, a fin de poder instalar en dicho lugar un monolito de piedra y sirva para la delimitación del entorno en que quede enclavado». Pliegas una vez más la fotocopia de la carta del Sr. Félix Martín Latorre, diputado foral de Cultura, dirigida al ilustrísimo Sr. alcalde, presidente del Ayuntamiento de Amurrio. Hace un año que sobre estas colinas se celebró el ritual de descubrir el monolito y también, también conservas el recorte donde se da noticia del acontecimiento en el diario más vasquista de la tierra, el más radicalmente vasquista de la tierra. Y sin embargo, en él, la noticia de la inauguración es casi tan escasa como el mismo monumento.

—Muriel, tengo frío. Hace frío.

Cinco metros más abajo, Ricardo reclama. Te ha concedido cinco minutos para la necrológica o la necrofilia, ¿no es lo mismo? Está hasta los huesos del frío, de la humedad, de niebla que amenaza sustituir el viento y de tu peregrinaje tras la sombra vaciada de Jesús de Galíndez, desaparecido en Nueva York, en la mismísima Quinta Avenida, el 12 de marzo de 1956 y treinta años después no hay otra presencia de él que este pedrusco que parece una galleta de piedra. «Mrs. Muriel Colbert. Departamento de Historia Contemporánea, Universidad de Yale. En mi condición de concejal de Cultura del Ayuntamiento de Amurrio, tengo a bien comunicarle que estoy a su disposición para facilitarle cuanta información precise sobre la vinculación de Jesús de Galíndez con el pueblo de sus antepasados, Amurrio. Precisamente hace escasos meses fue inaugurado un monolito dedicado a la memoria del ilustre mártir de la patria vasca y esperamos pueda comprobar directamente el respeto y la memoria que nuestro pueblo sigue dedicando a uno de sus hijos más ilustres y sacrificados».

—Muriel, ¿no te da lo mismo seguir llorando en un tascorro, ante un cafelito bien caliente o un chiquito? Te veo las piernas y el culo, y se te han puesto moradas hasta las pecas.

El viento podría llevarse esos huesos esbeltos de Ricardo, arropados por un anchísimo abrigo color de rata gris, según se lo describes cuando quieres excitarle el amor propio de yuppie vestido en las tiendas prét a porter de Adolfo Domínguez.

—A los yanquis os entusiasman los trajes de cuadros príncipe de Gales de color amarillo, combinados con los zapatos de color naranja.

Ahora te envía una súplica casi total, con el cuerpo encogido, las manos unidas para un rezo al dios de tus decisiones y la delgada cara aún más afilada por el frío. Tratas de concentrarte en la piedra, de convocar la memoria de Galíndez, su espíritu, pero no acude, sigue siendo una piedra pretexto para que nunca pueda decirse que Galíndez no fue recuperado por el pueblo vasco liberado del franquismo. Si te emocionas y se te llenan los ojos de lágrimas es por lo que llevas dentro de ti, por lo que sabes y lo que imaginas, no por este escenario mezcla de lavabo y cementerio, en el que el depósito de agua tiene más importancia que Galíndez, ni por el panorama de un Amurrio que nada tiene que ver con el pequeño pueblo idealizado por Jesús de Galíndez desde su infancia, casi desde el mismo momento de su nacimiento en Madrid, hijo y nieto de vascos, de vascos de Amurrio, Amurriotarra fue el seudónimo que utilizó para firmar muchos de sus textos durante el exilio. En la biografía que le construyó Pedro de Basaldua, veinticinco años después de su desaparición, aún le concede nacer aquí, en Amurrio, un 12 de octubre de 1915, pero en realidad nació en Madrid, donde vivían y trabajaban sus padres. Es cierto que períodos enteros de su infancia los pasó en la finca de su abuelo paterno, en Larrabeode… «situada en un altozano, a cien metros de un histórico recinto donde desde siglos atrás junto al árbol del Campo de Saraobe, hoy desaparecido, se reunían las juntas de la tierra de Ayala. Desde la finca a donde llegan por igual el repiqueteo de las campanas de Amurrio y Respaldiza, se divisan los picachos verdes de las montañas. Más de una vez en su adolescencia, abierto su espíritu a la imaginación y los sueños, ha llegado en breve paseo a Quejana, hasta la iglesia de Tuesta, joya de los primeros años del siglo XIII y se ha conmovido ante el sepulcro de piedra del gran canciller Pedro López de Ayala, personaje de singular prestigio y señor de estas tierras que habían de dejar profunda huella y definitiva en su alma. Fallecida su madre, cuando Jesús era una criatura…».

—Muriel. Por última vez. Yo me voy.

—Ya bajo.

«Fallecida su madre, cuando Jesús era una criatura…». La frase de Basaldua la retuviste especialmente, entonces, cuando leíste por primera vez el libro bajo el consejo de Norman, en Nueva York, en 1981. «Fallecida su madre, cuando Jesús era una criatura…». Y aún musitas la frase cuando te reciben los brazos de Ricardo, un abrazo fugaz de agradecimiento y luego su mano fría coge una de las tuyas y tira de ti para brincar por el sendero y llegar cuanto antes al coche que os aguarda con su promesa de pequeño calor y viaje al caserío de los Migueloa, propiedad de un tío materno de Ricardo.

—Tardé en darme cuenta de que mi segundo apellido era vasco. Antes de que ETA empezara a matar españoles tener un apellido vasco era un motivo de orgullo. Era como ser algo diferente, fuerte, misterioso. Aunque los niños lo asociábamos al Athlétic de Bilbao. Un club virtuoso, como esos críticos de la política que siempre son un modelo que nadie está dispuesto a seguir. El tío Chus se va a emocionar cuando vea que su sobrino madrileño le lleva nada menos que una investigadora norteamericana de vascongadeces.

Te provoca pero no le secundas. Tal vez porque estás plácidamente cansada de lo que él llama provocaciones españolistas, como si asumiendo el pecado original ablandara la agresión del pecado. O porque ha metido la mano bajo tus faldas y te acaricia los muslos fríos y te dice otra vez, una vez más, que la piel de las pelirrojas lima las manos, como un suave papel de lija.

—¿Qué tal el monumento?

—Ridículo.

—Ya te dije que aquí nadie sabía quién era ese Galíndez. A mí como si me hablaras de Tutankamón.

—Para ti la prehistoria terminó hace diez años.

—Más o menos. Y estoy tranquilo sin memoria o con muy poca memoria histórica. La verdad es que no entiendo por qué tú vas por la vida fisgando en las memorias históricas ajenas. Ni siquiera vives bien de eso. Te han dado una beca miserable.

Atardece, pero la niebla aún filtra claridades que revelan todos los colores del verde, bajo esa luz del norte que degusta los matices. Ricardo conduce ahora con mansedumbre, ya no es el piloto kamikaze que te ha traído desde Madrid con el coche disimulando sus jadeos con las bravatas del tubo de escape doble. Abres la monografía sobre Amurrio que te han dado en el ayuntamiento y te sorprende que haya sido escrita en 1932 en olor a sacristía, prologada por el obispo de Vitoria y a él dedicada por el autor, el párroco de Amurrio José Medinabeitia… no, no digamos todos, pero sí la mayor parte de valores espirituales y materiales que supone y encierra Amurrio… el magnífico templo parroquial con su maravilloso altar mayor, las devotísimas ermitas de la villa, las antiguas y actuales cofradías y hermandades de perfecta organización… la historia del Santo Hospital, Casa de la Caridad, casa y hotel de Dios, las casas solares de Ayala, mejor dicho, de Amurrio, verdaderas cunas de hereditaria y originaria nobleza… el brillo de sus linajes, las casas armeras, los apellidos patronímicos y toponímicos, gestas gloriosas de sus varones egregios y eclesiásticos, civiles y militares, ordenanzas formidables que defendían y garantizaban una sólida paz cristiana, envidiable libertad y convivencia fraternal, floreciente industria en el presente… y muy, muy acertadamente dedica el autor varias páginas al Reformatorio de niños más que delincuentes mal educados o desgraciados…

—¿Quién ha escrito estas gansadas?

—Un cura.

—¿De ahora?

—No. De 1932.

—En esta tierra todo lo han fraguado los curas. Tanto el tradicionalismo carlista o nacionalista como el marxismo leninismo de los etarras de hoy. Es un pueblo de curas y madres. Siempre me lo ha dicho mi padre que no puede tragar a los curas y sospecho que no soporta a mi madre.

«Fallecida su madre, cuando Jesús era una criatura…». Habías discutido mil veces con Norman sobre la relación entre la madre perdida y la tierra vasca usurpada, volver a la tierra, volver a la madre, con la violencia de un vasco que casi nunca ha podido vivir en el País Vasco, un país de memoria y deseo, un país ligado a la imagen del abuelo, ex alcalde de Amurrio, que le ha enseñado a caminar por senderos entre helechos gigantes, serpenteantes por laderas empinadas hasta la verticalidad. Ni siquiera su padre, vasco, había entendido jamás la querencia vasquista de Jesús, un hijo que le había nacido soldado de una patria, soñada o imaginada. «A mí me admira —proclamó Xabier Arzallus, presidente del Euzkadi Buru Batzar— que sean tan pocos los que se acuerden hoy de Jesús de Galíndez. Y no es que fuera del PNV, ya que luchó mucho más allá de lo que es la lucha por Euzkadi. Luchó como puede haber gente que combate hoy por Nicaragua…».

—A ver. Creo oír mal. Tendrá huevos este tío, ahora resulta que es sandinista… Vuelve a leer…

«Luchó como puede haber gente que combate hoy por Nicaragua. Estuvo contra la tiranía por tierras y gentes que no eran suyas…».

—Este Arzallus es un camaleón. Tal como lo dice igual puede referirse a los sandinistas o a la contra. Los dos dicen luchar por Nicaragua.

—¿Y según tú, quién lucha realmente por Nicaragua?

—No creas que lo tengo tan claro como tú. Luchar por la democracia significa instaurarla mediante instituciones democráticas. No creo en los mesianismos sandinistas ni en la contrarrevolución que dirige Reagan.

—Tú crees en la Democracia.

—Eso es.

—¿La suiza?, ¿la norteamericana?

—¿Por qué no?, ¿hay otra?

—¿Y eso lo preguntas tú, un socialista?

—Te lo pregunto a ti, que tienes la suerte de vivir en una democracia desde que naciste.

—Cuando yo era niña vi cómo la policía democrática cazaba black panthers por la calle.

Black panthers, ¿qué es eso?

—Eres demasiado joven, déjalo correr.

—Sí, mamá.

Te gustaría tener alguna vez un hijo tan hermoso como Ricardo, tan delgado, tan flexible, tan moreno, con la doble elegancia de ser hijo de familia ilustrada y funcionario de un Ministerio de Cultura socialista, la elegancia de cuna y la elegancia de un moderador de la historia. «Galíndez es algo así como el árbol de Guernika. Ernán eta zabalzazu1[1]. Él llevó la libertad y la justicia luchando por ella a través de todo el mundo y eso es admirable. No se dan demasiados ejemplos en este mundo de gente que arriesga su vida y la pierde de una forma cruel por defender la libertad y la justicia». Pero Ricardo ya sólo atiende a la carretera que se ha estrechado, como afilando su puntería en busca del caserío recóndito de los Migueloa. Está cansado de Galíndez y de Arzallus y merodea un pacto sobre discusiones políticas.

—Oye, bonita. No me enzarces en una discusión política con mi tío, que es un vasco de no te menees. Y además está mi primo que ha sido etarra y ahora se dedica a la escultura y a la pintura, en plan un poco majara, porque nadie que no esté un poco majara se dedica a eso del terrorismo. Yo te presento como una investigadora de la cuestión vasca, de Galíndez si quieres, damos carnaza a la fiera, luego comemos unas alubias que mi tía hace de puta madre y nos vamos a dormir y mañana a Madrid, que esto es Albania. Y cuidado que el país me tira, me gusta y viniendo de la estepa como vengo, todos estos árboles y estos prados me impresionan. Aunque no sepa ni el nombre de esos árboles.

—Robles.

—¿Y aquéllos de allí?

—Castaños… y al lado las hayas y junto al camino está lleno de avellanos, mezclados con los endrinos, los escaramujos, los enebros y los acebos.

Ricardo frena suavemente el coche y te pellizca un muslo.

—Oye, bonita, tú te estás quedando conmigo.

Te da risa que tu erudición le haya provocado una indignación cómica, no el pellizco que conservas como una agresión que carece de sentido, incluso que carece de cariño.

—Y esos arbustos tan verdes, parecen pestañas…

—Eso sé lo que es, helechos, helechos gigantes.

—¿Y aquél de allí?

—Me rindo.

—Equisetos.

—¿Todo eso lo aprendiste en la Universidad de Nueva York o en Yale?

—No. Todo eso lo aprendí leyendo a Galíndez, porque a veces él habla del paisaje de su país, o bien en los libros de geografía e historia sobre el País Vasco.

—Escaramujos… equisetos…

—¿Sabes tú que esos helechos son hembras?

—Con esas pestañas que tienen no podían ser otra cosa. Tú tienes las pestañas muy espesas. Yo creía que las pelirrojas no teníais pestañas.

El camino se angostó aún más cuando enfiló decididamente un caserío que parecía un recortable de cartón en el cul de sac del origen del valle. Le acaricias una mejilla con el dorso de la mano.

—¿Nos harán dormir en habitaciones separadas?

—Aunque sean vascos ven la televisión y van de vez en cuando al cine. Que un sobrino se acueste con una yanqui no es pecado. Todo lo que es cosmopolita ha dejado de ser pecado.

La casona detiene con su presencia total la voluntad del coche, desde sus volúmenes nítidos sobre el horizonte verde y de los cobertizos que ayudan a enmarcarla salen sonidos de trabajos. Ricardo suspira y salta del coche con la sonrisa puesta, es la sonrisa de un sobrino que vuelve y ha de pedir disculpas por lo descastado que es, un descastado como mí padre, será lo primero que le dirá su tío, un hombrecillo con cara de gitano y narizotas de vasco.

—Aunque la culpa de que tu padre sea un descastado la tiene mi hermana, porque ella es de aquí y no se le nota.

Y la mujer aparece secándose las manos con una toalla de cocina y sólo entonces el tío te mira francamente, como si la presencia de su mujer le convirtiera en anfitrión y no en un hombre con boina que contempla a una extranjera pelirroja. Pero dinos de una vez cómo se llama esta chica. La mujer te mira como si te hubiera parido. Te está diciendo que podría ser tu madre, que no le importaría serlo y no te reprimes el abrazo y besarle las dos mejillas y has roto el plástico del precongelado porque tanto a ella como a su marido se les han humedecido los ojos y te lanzan miradas blandas.

—Si no es porque quería que tú nos conocieras, Muriel, este descastado ni acordarse de que tiene unos tíos y un primo.

—¿Está aquí Josema?

—Está. Estará supongo.

—Por estar está.

—Con sus monstruos debe estar. Detrás en la antigua corraliza o por los montes pintando bosques.

—¿Pinta paisajes?

—No, pinta sobre los árboles.

Ricardo te parpadea en morse que no te sorprendas, que ya te había advertido que el primo estaba algo loco.

—¿Pinta árboles?

Insistes en tu sorpresa y es la tía Amparo la que te coge por un brazo y te empuja hacia la casa.

—Dejad los bultos dentro, asearos y luego, antes que oscurezca iremos a ver lo que hace Josema, si es que te interesa.

—Claro que nos interesa.

Asume Ricardo con una vehemencia que traiciona su falta de interés. El tío se queda remoloneando por el empedrado zaguán y la tía os precede en el ascenso por una escalera de baranda de madera labrada, sensación de espacio y penumbra, el olor a panochas de maíz y a recónditos sofritos, un contraste de calor que agradeces, que te alegra las junturas del cuerpo y de pronto una habitación abierta con dos camas y una indicación fugaz, casi inaudible.

—Os he preparado esta habitación, ¿os va bien?

—Perfecto.

Ha contestado Ricardo y ha aliviado a la mujer que circula por la habitación como invitando a apoderaros del espacio que surca.

—Aquí hay un aguamanil que había estado en la habitación de tu madre, Ricardo, cuando era niña.

—Un aguamanil.

Dices y acaricias la porcelana desconchada. A Ricardo se le ha escapado un ah sí, mientras trata de reconocer quién o qué es un aguamanil entre todos los objetos e identidades que pueda haber en la habitación.

—El cuarto de baño lo tenéis en el descansillo a la derecha. Poneros cómodos y bajad cuando queráis, pero si queréis ver cómo trabaja el primo tiene que ser antes de que anochezca.

Tú ya te hubieras ido detrás de esta cincuentona poderosa que se peina el cabello canoso con cola de caballo de teenager de los años cincuenta, pero Ricardo quiere decirte o hacerte algo, con las manos te aconseja quietud, con los ojos te pide tiempo y asegura a su tía que no tardaréis ni diez minutos.

—Cinco.

—No hay prisa. Si no lo veis hoy será mañana.

—Mañana regresaremos a Madrid todo lo temprano que podamos.

—¿Mañana ya?

—Tía. Yo he pedido un permiso muy especial, muy especial y Muriel tiene entrevistas programadas.

Pero es él quien quiere salir cuanto antes de esta encerrona con una parte de la familia a la que le han nacido y con la que ni siquiera comparte recuerdos.

—Todo ha ido bien, pero por favor, no te enganches. Si insisten en que nos quedemos secúndame, te lo pido, no te dejes llevar por tu complejo de culpa yanqui.

—¿Mi complejo de culpa yanqui?

—Sí. Los yanquis progres tenéis complejos de culpa y vais por el mundo diciendo que sí a todo. ¿No es mala gente, verdad?

—¿Tus tíos? Son cojonudos.

—Vuelve a decir cojonudo, bonita, que te sale muy bien.

—Cojonudo.

Te besa y te manosea, pero esta vez con ternura.

—Y ahora a por el pintabosques. Tú, veas lo que veas, tranquila. Son primitivos, pero en el fondo no son mala gente.

El tío os espera techado por la chapela y abrigado con una zamarra que le engorda hasta la ridiculez en contraste con su cara pequeña.

—Vais poco abrigados y con esta humedad el bosque hiela los huesos. Mientras la tía se lía con las cazuelas vamos a ver qué hace Josema.

Atravesaron un prado domesticado como corral, pajar y garaje para coche y multicultor, cercado por tótems de maderas oscuras y duras ancladas en la tierra, a manera de empalizada en la que la escarpa había abierto oquedades irregulares, pintadas de blanco o rojo o azul marino. En contraste con la leña amontonada en el garaje o en el soportal del balcón, los tarugos totémicos alcanzaban la dignidad de una propuesta artística y te detienes y pides información y Migueloa os dice que Josema dejó de esculpir «cosas parecidas» para hacer esto y luego irse al bosque a pintar árboles.

—Son traviesas de ferrocarril. Según Josema, cada traviesa le sugiere una modificación diferente e igual te saca una cara de ésas de la isla de Pascua como un palo de ésos de las películas indias. Ya os lo explicará. A mí me gusta lo que queda, pero no puedo trasladaros su explicación. Lo del bosque es muy hermoso. Acuden gentes de los caseríos de alrededor a verlo y los domingos se traen la merienda, vienen con los chicos y pasean entre los árboles pintados.

Se empinó de pronto el sendero entre helechos que acarician los muslos al pasar y tú buscas el contacto de esas hojas rizadas que te dan la bienvenida del bosque.

—Las talas se han cargado los árboles autóctonos y casi sólo quedan pinos. No es que yo sea un fanático racista y diga, como otros, que haya que expulsar a los pinos y los eucaliptos del país vasco, porque son árboles impuestos por la especulación de los madereros y las fábricas de papel. Al eucalipto sí que no lo puedo tragar. Pero a los pinos les tengo cariño. Y Josema también. Josema nunca ha sido un fanático en cuestión de los árboles. Le gustaría meter la escarpa o el cepillo en los pinos para sugerir otras formas, nuevos ritmos visuales, pero el pacto con el propietario del bosque es tajante: pintar sobre las cortezas pase, pero dañar el árbol, nada de nada.

Ricardo convoca tu complicidad mediante guiños de ojos, mientras remontáis tras el ágil viejo que se abre camino entre los helechos apartándolos suavemente con un bastón.

—En cuanto veamos a Idefis no tardaremos en llegar a donde está Josema, son como el árbol y su sombra. Idefis es nuestro perro, bueno, el perro de Josema. Se ha aficionado a esto de pintar bosques y cada día se viene con él, hasta que discuten y el animal se cabrea y se vuelve para el caserío.

—¿Se discuten?

—Se discuten, sí. Tendríais que verlo. Josema gasta mucha paciencia, pero Idefis tiene mucho genio y a poco que no esté de acuerdo, se va por donde ha venido, vuelve al caserío, abre la puerta, sabe abrirla, y se va a buscar consuelo con la Amparichu o conmigo. Ya te has cabreado, Idefis, le digo. Tienes muy poca cuerda. Pero en cuanto nota que Josema está al volver sale a esperarle y mueve la cola para reconciliarse. A este perro sólo le falta comer con cuchara. Bachillerato le tenía que haber hecho estudiar.

Te ríes cada vez con más ganas y el viejo está contento de que te rías.

—Este perro en Deusto no desentonaba. Es más listo que todos esos cabezas de huevo que fabrican los jesuitas para seguir mangoneándolo todo. Entre los jesuitas y el PSOE lo mangonean todo.

Se ha dado cuenta tarde de que su sobrino es del PSOE y se vuelve para ofrecerle la cara colorada por el frío, el esfuerzo, la vergüenza y una excusa.

—Perdona, chico. Lo dije por decir.

—Es ya un lugar común.

—Eso es. Un lugar común.

Pero ya callará hasta que el sendero os deslice hacia un llano iluminado por el penúltimo rayo de sol en lucha con la niebla y a contraluz se os aparece una tosca escala hecha con ramas y cuerdas a cuyo pie os ladra un perro, en defensa del cuerpo larguirucho a ella encaramado que dibuja un ojo violeta en el último nudo del árbol, antes de que la copa distribuya sus ramas hacia los cuatro horizontes del atardecer. Los pinos forman un cromlech natural y os miran con ojos amarillos de pupila azul, mientras más allá, el sendero promete una ruta de pinos pintados con muescas azules que marcan la ruta hacia el ensimismamiento final de la fragua. Los ladridos del perro detienen los brochazos y el pintor se vuelve hacia los intrusos, tarda en asumiros el tiempo que tarda en volver de su sueño, reconviene al perro y finalmente baja con destreza la escalera de Robinson. Se ha puesto una sonrisa tímida de vicioso sorprendido, se limpia las manos en los culos del pantalón tejano y os ofrece su rostro largo y oscuro, donde la nariz brutal de su padre no consigue anular una mirada romántica de ojos negros y pestañas largas. Arrugas en torno a los ojos y una perilla rala de barbilampiño le equidistan entre la madurez y la adolescencia, aunque las manos que descubren los guantes de cuero raído al retirarse son de príncipe joven que alguna vez en su vida pasó por una dura experiencia de leñador. Hay demasiada alegría en Ricardo al reconocerlo y curiosidad huidiza en los ojos del pintor al mirarte y luego repasar tu cuerpo de reojo, como si no lo estuviera haciendo, como si no quisiera que tú te des cuenta de que lo está haciendo.

—Por nosotros puedes continuar, aún te queda mucho bosque.

Le alienta Ricardo. Él se encoge de hombros y busca palabras para responderle, pero no las encuentra, porque opta por guardar pinturas y brochas en una mochila e insta a Idefis a que os marque el camino de regreso. Eres tú la que te resistes a marchar y merodeas por el bosque buscando las diferentes rutas abiertas por la pintura. Ricardo y su tío respetan tu búsqueda, pero Josema la alienta sin decirte nada, permanece cerca de ti a tu espalda y notas su empujón en tu nuca, sigue, sigue, encuentra mis huellas en este bosque, ojos amarillos que miran y son mirados, surcos de rayos posibles pintados de amarillo, flechas que marcan dirección para los pasos y las miradas, simples trazos como tatuajes rituales de la naturaleza.

—Es fantástico.

Le gritas y le conmueve tu entusiasmo hasta el punto de ponerse a tu altura y guiar tu mirada por entre los pasillos de los árboles en busca de nuevas propuestas rítmicas.

—Esos ojos. Los ojos.

Te ofrece su voz para contarte la teoría de lo que hace. Tiene teoría de lo que hace, teoría tímida, reservada, alarmada, agredida, de lo que hace.

—El ojo para mí es ella, la naturaleza, la vida. El ojo en el árbol es el ojo en el tótem. La naturaleza que te mira desde su profunda vejez. Las otras señales marcan rutas y ámbitos. ¿Has visto los crómlechs que he hecho con traviesas junto a la casa? Esos ámbitos forman parte de la relación entre el hombre vasco y la naturaleza y los artistas más vinculados a lo popular, a lo étnico si quieres, lo hemos respetado. ¿Conoces a Ibarrola, a Oteiza? Para Oteiza el cromlech delimita un ámbito religioso metafísico, para Ibarrola y para mí no, yo soy materialista y veo en esos ámbitos los espacios que el hombre, el aldeano, necesita delimitar para hacer posible su vida. Los claros del bosque para que pasten los animales, la plantación de árboles de hoja perenne para que le protejan siempre, como un techo de la naturaleza… la misma orientación de los caseríos… Hay una relación entre rito y necesidad marcada por la ley de la naturaleza. Lástima que hayan exterminado nuestros árboles, el fresno, el álamo, los sauces, los tilos, los chopos junto a las riberas y en el monte el castaño, el fresno, la haya y el roble, sobre todo el roble… Ha sido el árbol más perseguido, casi tan perseguido como los hombres.

—Oscurece. Explícaselo mientras bajamos.

Pero en cuanto abandonáis el claro del bosque, calla y sigue la senda cerrando la expedición, rumiando signos para el día siguiente o esperando quizás un ámbito, un pasaje propicio para seguir aleccionándote. Tal vez esté molesto por haberse confesado tanto o porque de vez en cuando ladeas la cabeza en busca de su expresión, como si te interesara sobre todo establecer un vínculo con él y robarle su misteriosa relación con el bosque, la madera, la tierra. Ricardo y su tío hablan de la familia y del trabajo. Ricardo trata de despolitizar al máximo sus funciones como técnico del ministerio.

—Muy burocrático. De hecho no tengo poder. Apenas si puedo orientar algo la distribución del presupuesto. Por mí pasan los roqueros y los teatreros, los que quieren montar obras de teatro. Todo el mundo se caga en el gobierno, en el Estado, en el poder, pero a la hora de la verdad, mano tendida a ver qué les cae del presupuesto.

—Y así nos va. Yo ya estoy jubilado y también pongo la mano a ver qué me devuelve el Estado de la plusvalía de mi trabajo. Menos mal que aquí las necesidades son mínimas y el mismo bosque te regala algo, cuando no son castañas son setas y cuando no un conejo o frutos silvestres. ¿Te gustan las ensaladas de hierbajos? Por aquí en los ribazos se encuentra la pamplina y la achicoria. Luego tu tía siempre tiene gallinas y la leche es buena y barata. La mejor la tiene Gorospe, el fabricante de ataúdes, buen fabricante, es un artesano que hace ataúdes para todos los muertos de los caseríos de estos valles. Hizo uno cojonudo, hace diez años y le gustó tanto que se lo quedó para él.

—¿Y no viajas nunca? ¿A Vitoria, a San Sebastián? ¿A Madrid?

—Ya viajé demasiado, por gusto y a la fuerza. Hasta treinta conducciones me he hecho yo esposado, con un guardia civil a cada lado, que cada follón político que había se los cargaba el Migueloa y luego sólo faltó que me saliera Josema abertzale, de ETA. Aun llegamos a estar casi juntos en la misma cárcel yo por comunista y él por etarra. Pero no saques el tema delante de tu tía que se echa a temblar y a llorar en cuanto hablamos de política. ¿Has visto la casona? Pues me la incendiaron hace poco más de diez años y ya se había muerto Franco, no creas. Vinieron unos guardias civiles de paisano y me la incendiaron. Había que tocar los cojones al Migueloa y a su hijo.

—Ahora, tranquilo. Ya todo está en calma.

—Y una mierda. Tranquilo no. Amnésico. Yo si no estoy amnésico no estoy tranquilo. Pero no me muevo para que éste no se mueva, que un día me lo iban a traer acribillado y eso no lo soportaría la Amparitxu, ni yo.

Oyes la conversación que el pintor finge no oír, tal vez porque se sabe el destinatario final de las palabras de su padre.

—Huelo a pochas.

Grita Ricardo y fuerza el descenso que ya ha ultimado el perro, alzado ahora sobre sus patas traseras, apoyado en el marco de la puerta con una pata, mientras con la otra golpea el baldón hasta inclinarlo. Lo mantiene así y mete el hocico por la ranura apenas abierta, luego el cabezón mientras se deja caer y ya con el peso de todo el cuerpo deja la puerta de par en par.

—¿Será posible?

—Qué te he dicho yo. Ciencias exactas tenía que haber estudiado el animalito.

Se agradece el calor de la casa, aunque domine un olor en lucha entre la creosota que recubre las traviesas omnipresentes en caprichosas formas y los aromas de los guisos de la mujer que no suelta prenda sobre el menú, como si la sorpresa formara parte de su derecho al éxito.

—Que no te lo digo, sobrino.

—Pero ¿hay pochas?

—Claro que hay pochas. Ya recuerdo que te gustan.

El comedor es la antigua cocina con la campana ahumada por fogatas de miles de noches, incluso ésta. Al desnudo las vigas entrecruzadas como nervios, ramas muertas de una casa árbol. Entre las brasas se asan choricillos que el tío ofrece como aperitivo en la punta de una horquilla larga, mientras Josema abre botellas de chacolí que se trajo de Guetaria.

—No tengáis miedo que durante la comida no tomaremos chacolí. Para traguear, bueno. Para comer algo serio. El chacolí es como una limonada.

Y llegan las pochas entre aplausos de Ricardo, en una cazuela ahumada por mil triunfos de Amparitxu, judías rojas con tocino y morcilla, que tú comparas con las mil latas de judías que has comido en las acampadas cuando seguías primero la ruta de Tom Sawyer y luego la de Hemingway en Al otro lado del río y entre los árboles. Las alubias de tu tierra y estas pochas tienen un diferente sentido del tiempo, tan viejo y oscuro como la sangre de esta morcilla que hace unos años hubieras rechazado con repugnancia o este pedazo de bárbaro chorizo casi disuelto por una cocción llena de parsimonia. Suenan dos botellas de vino tinto al destaponarse, Marqués de Murrieta, apuntas el nombre, lo apunta todo la hija de puta, dice Ricardo que ya ha bebido más que todos los demás juntos.

—Apunta, apunta, chica, que aquí no hay secretos.

Y un platito de kokotxas para que las pruebes. Y pruebas estos misteriosos tumores de pescado gelatinosos, aromatizados por el ajo y el perejil y no te gustan, pero pones cara de éxtasis porque la situación sí te gusta y te gusta esta mujer casi vieja, casi joven, que es feliz porque ya no le queman el caserío, porque su marido ya no está en la cárcel y su hijo ha dejado la lucha armada.

—Las kokotxas para abrir boca ¿y después qué?

—Bacalao al pil pil y leche frita.

—Como una boa, me voy a poner como una boa.

Grita Ricardo entusiasmado y piropea a su tía, la auténtica gloria de la familia.

—Tú te pones a guisar así en Madrid, tía, y te forras.

—Pues ya se nota lo que te gustan mis guisos, con lo poco que vienes.

—Yo a veces me voy a la otra punta de Madrid, a un restaurante que le llaman La Ancha y sobre todo porque hacen unas alubias que me recuerdan éstas, pero es que no puedo venir más por aquí, ya me gustaría, ya, e imagínate a mamá, que suspira por su País Vasco todos los días.

—Me vas a decir tú a mí que no tienes tiempo. Si en los ministerios no pegáis ni sellos.

—Que hay mucho trabajo, tía, que hay mucho trabajo. Esta vez no podemos quedarnos por el trabajo y por lo que lleva Muriel entre manos. Cuéntaselo. Anda.

Jesús de Galíndez Suárez. Jurista y escritor vasco nacido en Madrid en 1915. Murió su madre a temprana edad y fue educado por su padre que era médico. Jesús de Galíndez estudió en la Universidad Complutense de Madrid y fue un joven profesor adjunto de Sánchez Román, catedrático de Derecho Político que tuvo como profesores adjuntos tanto a un futuro ministro del Interior de Franco, como a juristas leales a la República. Durante su etapa madrileña, Galíndez militó en las juventudes universitarias del Partido Nacionalista Vasco y cuando estalló la guerra fue uno de los ayudantes de Manuel de Irujo, ministro de Justicia, y vasco también. De hecho, se dedicó a salvar paisanos perseguidos por los incontrolados, incluidas monjas, y su lealtad hacia la República era una estricta lealtad hacia el País Vasco cuyas libertades estaban amenazadas por el franquismo. Al acabar la guerra huyó a Francia y de allí pasó a la República Dominicana, donde ejerció de profesor de derecho y abogado laboralista. En 1946 se trasladó a Nueva York donde desarrolló una gran labor como organizador de grupos antifranquistas, llegando a ser representante del PNV en la ONU y ante el Departamento de Estado. Mientras tanto, preparaba su tesis sobre Trujillo, el dictador dominicano, que presentó en la Universidad de Columbia en febrero de 1956, a pesar de las presiones del propio Trujillo y sus colaboradores del lobby dominicano de Estados Unidos para que no la presentara. Días después, exactamente el 12 de marzo de 1956, era secuestrado y nunca más se volvió a saber de él.

—¿Qué es un lobby?

Josema se te anticipa.

Lobby quiere decir pasillo en inglés y se utiliza como sinónimo de grupo de presión. Es decir, es un grupo de presión que trafica con influencias por estar bien situado cerca del poder.

—¿Y aquel chorizo de Trujillo tenía gente pagada, en Estados Unidos?

Ahora eres tú la que intervienes.

—Hasta el propio hijo del expresidente Roosevelt estaba al servicio de Trujillo.

—Me cago en diez y qué poco sabemos de nosotros mismos. A mí lo de Galíndez me suena, pero no mucho. Claro que en aquellos años la prensa no hablaba de estas cosas y yo me pasaba más tiempo en la cárcel que fuera. Pero tampoco ahora se ha hablado demasiado de Galíndez, ni los del PNV siquiera, ni los etarras. No lo entiendo. Es un patriota, un abertzale, un héroe vasco. Pero tú sabrás mucho de él si estás estudiándolo. ¿Y cómo fue el dedicarte a eso, a un vasco precisamente?

—Yo estaba redactando una tesis sobre «La ética de la resistencia» y mi profesor, bueno, Norman, el que me la dirigía… me habló de los grupos de exilados españoles en Estados Unidos. Le fascinaban. Allí llegaron los no comunistas y muchos actuaron como informadores anticomunistas, cuando estalló la guerra fría. Casi todos ellos buscaron una coartada: defendían sus causas democráticas o nacionalistas y eso era más importante que no colaborar con el Departamento de Estado o el FBI.

—¿Incluso delataban?

—Para ellos no era delatar. ¿Acaso el comunismo no era un sistema represivo de la democracia y las nacionalidades? A cambio recibían vagas promesas de apoyo al retorno de la democracia a España y en algunos casos ayuda económica o apoyo para sus carreras, otras veces cobraban algo más elemental: que les renovaran el permiso de residencia.

—¿Y Galíndez era uno de ésos?

—Galíndez era un nacionalista vasco… Pero eso no me interesa. No quiero saber toda la verdad sobre el caso Galíndez, sólo quiero saber una verdad.

Son tan discretos que no te la piden, aunque los ojos de Josema quisieran atravesarte la frente, como si fuera la puerta de la caja de tus caudales morales y la madre esté casi alelada, como el niño que espera el salto mortal a los acordes de los tambores anunciantes y el viejo Migueloa se ajuste la boina por enésima vez, fingiendo no tener nada mejor que hacer o esperar. Has de decirles algo, aunque tú misma no puedas responsabilizarte totalmente de tu respuesta.

—Creo saber lo que quiero. Pero no lo sé del todo.

—Quiere prohijar a Galíndez y amamantarle con sus pechos.

—Calla, Ricardo, cojones.

Y todos se ríen porque te ha salido la palabra cojones más desgarrada de lo que es, como si al pronunciar la jota te hubiera arrancado la piel de la garganta.

—Quiero saber… Tal vez, por qué se la jugó.

—¿Y eso es lo que quieres saber? Mira, bonita, yo soy medio vasco, no lo olvides, y conozco el paño. Aquí hay mucho espíritu de apuesta, hay apuestas hasta entre comedores de cazuelas de alubias, ¿no es verdad, tía? Y para ese señorito que tanto te obsesiona la guerra fue una apuesta, la postguerra otra y pasarse por los cojones, con perdón, a Trujillo y a la madre que lo parió, pues otra apuesta.

—No es tan sencillo, sobrino. ¿Por qué me he jugado yo el tipo toda mi vida? ¿Por apuesta? ¿Por chulería? Hay muchos códigos, no sólo el penal y en un momento de tu vida te haces un código para ti, o muy sencillo o muy complicado y ya para siempre vivirás pendiente de ese código, respetándolo o saltándotelo a la torera, pero ahí está el código, como un fantasma, pero como un fantasma que existe, que está ahí.

—Y en nombre de este código están justificados tus sufrimientos y tus sacrificios, pero también los de los demás. Eso es lo que me jode de los que te pasan por las narices aquellos tiempos de la guerra y la postguerra llena de héroes de una pieza. Eran como bloques de granito. Nada les hacía mella, pero pobre de aquél al que le caía el bloque encima. Morían por su código pero mataban por su código y todo estaba justificado en nombre del código. Prefiero a la gente que se apunta el código de cada día en la agenda y al día siguiente cambian de página y no se acuerdan del código del día anterior.

—Con esa filosofía, sobrino, sólo se vive al día y no hay esperanza de cambiar nada, de mejorar colectivamente.

—Las cosas cambian solas, muy lentamente y lo más que puedes hacer es darles un pequeño empujoncito para que caigan en su hoyo, eso es, el hoyo, como en esa jugada del golf, cuando basta darle a la pelotita suavemente y pum, se mete conformadita y tranquilita en el hoyo…

—Pero algo o alguien ha llevado la pelota hasta ahí.

—A mí lo que me chifla es empujar la pelotita, darle el último golpe, ¿no es verdad, bonita?

La botella de un supuesto calvados vasco, un aguardiente tan difícil de encontrar que no se encuentra, ha hecho sus efectos en Ricardo y tras cuestionar el código de su tío, busca pendencia sonriendo irónicamente a Josema.

—¿Estás tranquilo ahora, Josema?

—¿Qué quieres decir?

—Si te deja tranquilo la policía.

—Sí. Hace dos años que ni se asoman, pero a veces noto en el cogote la mirada de la patrulla de la guardia civil. Yo sigo pintando ojos en los árboles o lo que sea y me tienen por loco.

—Has cambiado de código.

—Sí. Ya he oído lo que decías y aparentemente estoy de acuerdo.

—¿Aparentemente?

—Me cansé de estar seguro de mis razones para morir y para matar. Pero no me convence de que tú estés tan seguro de tu filosofía de la agenda. En el fondo no te quieres enterar.

—¿De qué no me quiero enterar?

—De que otros te han llevado la pelotita al borde del agujero para que tú precisamente hagas lo que esperan que hagas, acabar de meterla en el agujero.

—Ah, vamos, la eterna alianza impía entre el capitalismo internacional y la socialdemocracia gestionadora.

—¿Por qué no salimos afuera? Hace una noche de luna llena y las esculturas de Josema son preciosas bajo la luna.

No sólo lo ha dicho Amparitxu, sino que os abre marcha y os arrebuja en rotundos jerseys que ha sacado del fondo de las arcas profundas y aún huelen a naftalina y a jabón de olor. Cuando tu calor interior choca con el canto afilado del relente, notas una sacudida activadora, como bajo una ducha fría y no os ha abandonado la alegría interior de la buena comida y el alcohol pero sí las telarañas de las ideas, combadas por una brisa de aire y luna y finalmente alejadas hacia el vértigo oscuro del valle. A la luz lunar, las estacas de Josema adquieren toda su grandeza de naturaleza corregida. Amparitxu os ha propuesto que os cojáis las manos y ella misma retiene con una a su hijo y con otra a Ricardo. La tuya la acaricia con llamadas nerviosas y cálidas Ricardo y la otra te la guarda la mano cuadrada del viejo Migueloa. Amparitxu está contenta y casi llora cuando canta:

Ez ñau izutzen negu burbilak

uda betezko beroan

dakidalako iratuen duela

orainak ere geroan

nolabaitezko kate geldian

unez uneko lerroan

guztia present bihurtu arte

ñor izanaren erroan.

La canción prosigue sin otra música que el frufrú de las hojas del bosque y el bisbiseo de Migueloa que la secunda. Le pides que te la traduzca.

—Es una canción de Mikel Laboa y más o menos dice que no le asusta el próximo invierno, aunque ahora sea el verano, porque el presente permanece en el futuro, como una cadena, como una cadena quieta. No, tampoco le asusta el frío al amanecer, los campos escarchados, cuando todo parece una naturaleza sin vida, porque el corazón conserva la luz de los soles que se fueron y en los ojos permanecen los recuerdos del pasado. Y no le asusta morir porque los sarmientos igual traerán el vino nuevo y nuestro presente asentará el mañana de los otros. Y lo que más me gusta es la última estrofa, Muriel, fíjate qué maravilla: No me entristece el recoger las últimas flores del jardín, el andar sin aliento, más allá de todo límite, buscando una razón, el humillar todos los sentidos a la luz del atardecer, ya que la muerte trae consigo un sueño que apaciguará los sueños para siempre… ¿Te gusta?

Estás llorando pero no se lo dices y en cambio le contestas que te entristece la idea de la muerte como liberadora de la esclavitud del soñar. Hasta Ricardo está contagiado por el encanto del aquelarre de los brujos que espantan sus fantasmas a la sombra lunar de los tótems de Josema y regresa a la casona abrazando a su tía y contándole cosas de su hermana que la hacen reír. Tú tienes esa sed de saber que como dice Ricardo antes, antes era yanqui, bonita, pero ahora ya la habéis traspasado a los japoneses y le encanta a Migueloa y a su hijo que preguntes por Mikel Laboa, un viejo cantautor popular, tienen todos sus discos y están dispuestos a ponerlos en un viejo tocadiscos que haría sonreír a cualquier niño urbano de cualquier rincón del mundo y tal vez por eso hace sonreír a Ricardo.

—¿Va con pedales?

—Ríete, ríete, que suena muy bien.

Y tú te entregas a las canciones de Laboa y a las traducciones de Migueloa o de su hijo y alucinas, y lo dices, alucino, alucino…

—¿Qué quiere decir alucino, sobrino?

—Quiere decir que está asombrada pero en bien, en muy requetebién, que está de puta madre, vamos.

Alucinas, alucinas ante una canción de Laboa surrealista en la que sale Rimbaud y los protagonistas se sientan en la hierba a comer relojes… «alguien cerró tus ojos, adiós, adiós, y amanecía sobre las zanahorias, sobre la huerta cuando te enterramos, oh petit pohe, sin canciones, sin cohetes, colocado cuan largo eras entre los terciopelos de un hueso de albaricoque».

—Es una canción dedicada a Lizardi, un bertsolari, un poeta popular.

Y otra canción y otra, para ti todas, insaciable de tu descubrimiento y ciega voluntaria a los bostezos reclamantes de Ricardo. Josema canturrea y traduce con especial sentimiento: Si fuera lícito huir, si hubiera paz en algún lugar, no sería el amante de las flores que lindan tu casa. No sería el miserable abatido por el dolor, hijo de la desesperanza, destinatario endurecido del grito. No sería para nadie causa de escándalo, ni planta desarraigada sembrada en tierra fría. Si estuviera permitido huir, si fuera posible romper la cadena, no sería un navegante impotente carente de barco.

—Muriel. Hay que madrugar. He de estar en Madrid, a lo más tardar, a media mañana.

Es la tercera vez que te lo dice y no quieres humillarle ni permitir que Josema se te acerque más con su escondido cuerpo cálido y sus palabras que te estremecen.

—Anda, bonita, que total vamos a vivir dos días.

Te retienen los ojos de Josema, el ensimismamiento melancólico de Migueloa lamido por las sombras de las llamas del hogar que alimenta y conduce Amparitxu como una sacerdotisa dueña, por fin, de su templo secreto. Y sigues a Ricardo encogiéndote de hombros, disculpándote, disculpándole, agradeciendo el fresco que te engulle a medida que te alejas de la zona dominada por el fuego de la chimenea. Ya no os ven cuando Ricardo te amasa las nalgas al tiempo que te empuja escalera arriba y te detiene en el rellano para fusilarte con un beso, con una lengua caliente que te sabe a alcohol y manzana. Tu cerebro no le desea, pero se te han puesto duros los pezones y adelantas el pubis sin querer, como si tu pubis hiera un rompeolas que saliera al encuentro del mar. Cuerpo a cuerpo, Ricardo exagera su querencia, porque teme que puedas rechazarle. Te manosea y te besa frenético, como si temiera no tener ganas de manosearte y abrazarte y esperas que se canse, que se duerma. O no. Nada más entrar en la habitación desaparece su pasión y se convierte en un compañero de cama que se desnuda mientras comenta todo cuanto ha ocurrido desde que habéis llegado al valle.

—A la tía Amparo la he encontrado espléndida, ¿no te parece? Bueno, tú no la conocías pero esta mujer ha pasado mucho. Primero su marido empeñado en derribar él solo la dictadura y luego el hijo, de guerrillero, de Che Guevara vasco.

—¿Tampoco te convence el compromiso de tu tío?

—Todos los comunistas se empeñaron en exagerar la lucha, en desmadrarla y de hecho apuntalaban al franquismo, porque al quedarse solos los unos contra los otros, se justificaban los unos a los otros. ¿Entiendes? A los comunistas les encantaba que los metieran en la cárcel, tener mártires. Eran como curas, bueno, me lo han contado compañeros mayores que les vieron actuar, sobre todo después de la guerra, cuando se reorganizaron a partir de los años cincuenta. Te montaban una huelga general cada tres meses y sólo servía para llenar las cárceles de gente.

—¿Qué hubieras hecho tú?

—No me gustan los martirios ni los mártires, ni los héroes. Sólo me gustan los héroes del rock y las heroínas en la cama. Anda, bonita, ¿por qué no te desnudas?

—Eres como un becerro.

—¿A qué viene ahora el insulto? ¿Prefieres que te recite poemas en vasco? Estos tíos están para el loquero. Se ponen tiernos cantando, te abren el estuche del violín y sale una pistola o una botella con amonal. ¿Te gusto?

Se había metido entre las sábanas y de pronto las destapó para enseñarte su cuerpo casi adolescente del que sobresalía el sexo empinado como una serpiente alegre pero al acecho y eres tú la que se inclina para que sus manos se apoderen de las tuyas y tiren de ti y te hagan caer sobre su cuerpo, sobre la urgencia oscura y ensimismada de ese sexo que busca cobijo entre tus muslos, a la espera de un refugio menos provisional y es el ritual el que te convence de que estás bien, de que te gusta que juegue con tus senos, que te lama tus bocas con sus bocas, como si no se agotaran todas las posibilidades de vuestros labios. Y te despeinan esos dedos largos y fuertes que te convertirán la nuca en un muelle loco y la cabellera pelirroja en una ráfaga que va y viene abofeteando tontamente su pecho infranqueable. Y te castiga.

—¿Te la meto o te canto una canción vasca, bonita?

—Becerro, eres un becerro.

Pero te resbalan las sílabas y él se da cuenta de que te ha vencido la voluntad y te empuña las nalgas con las manos y sientes cómo te las abre y te las cierra para que oigas avergonzada el chasquido de los labios de tu vulva, húmedos, derretidos, al besarse frustrados a la espera de esa piedra oscura que sigue creciendo entre tus muslos. En sus ojos ves la malicia del que presiente una victoria y te sientes tan irritada contigo misma como con él y tratas de helarte los nervios, pero es tu sexo el que se convierte en una ventosa de su sexo y lo posees de arriba abajo sorprendiéndolo, tal vez disgustándolo.

—¿Ya?

Ya, ya, ya, van diciendo tus labios mientras fuerzas el ritmo sin saber si se trata de acabar cuanto antes o superar cuanto antes tus resabios, pero cuando la onda concéntrica que sale de tu sexo succionador te enerva hasta el último rincón, él reacciona con dureza y te descabalga a pesar de tus gritos y te penetra mientras balbucea incoherencias de jinete y es como si te hubiera roto en dos mujeres, la que goza bajo sus acometidas de cuerpo joven, duro y ligero, y la que puede mirar por encima de sus hombros por la ranura de unos ojos llorosos, hasta hacer inventario de las vigas ramas y descender hasta la puerta del mismo color marrón oscuro, que crees entreabierta, en la que percibes el parpadeo fugaz de un ojo inmenso, el de Josema o será tal vez un ojo pintado por Josema que ha bajado del bosque para contemplaros. Una de las dos mujeres que te escinden dirá:

—Ricardo, alguien está en la puerta.

Pero la otra quiere acabar cuanto antes esta escena de sexo y se disuade, se contradice, no has visto nada, son tus sueños y cuando notas que Ricardo se ha vaciado dejas que finja una potencia que le ha abandonado y que sustituye con una impecable gimnasia de abdominales y jadeos guturales. Teme no haberte dejado satisfecha y lo estás tanto como no lo estás. Lo estás como para sentirte relajada, pero no lo suficiente como para abrazarle y recompensarle con cariño. Ha cumplido, has cumplido. Eso es todo y cuando se desmorona el jinete para convertirse en un muchacho enrollado sobre su propio sexo húmedo, te limitas a darle una palmadita en el hombro, aunque luego entretienes los dedos y le regalas algo que parece una caricia. Él no dice nada porque sabe que no ha sido un contacto perfecto y espera oír el tono de tu voz para sentirse seguro de sí mismo o para dormirse.

—¿Duermes?

Has procurado hablarle como una amiga y él te ofrece su rostro lleno de dudas en penumbra.

—No. ¿Y tú?

—Duerme. Hemos de madrugar.

Le has liberado de la servidumbre del cariño y se revuelve para hacerse un espacio donde dormir, ajeno a ti, a tu insomnio colgado del techo. Barres con un reojo el ángulo visual de la puerta y está cerrada. No lo estaba. Eso sí te consta y el ojo negro profundo de Josema se sustituye por los ojos pintados del bosque y de pronto por la piedra del monumento a Galíndez. En las miles y miles de páginas que escribió apenas expresó otro amor que el que sentía por la patria-madre-país vasco, pero el comienzo de Estampas de la guerra insinúa una escena de amor delegada en los supuestos protagonistas del libro. Un hombre ocupa su posición en el frente y está muy próximo a un lugar en el que fue feliz con una muchacha que se llama, o se llamaba, Mirentxu: «caía la tarde y el sol se había escondido tras los picachos. Como cuando estrechándote el talle, gustábamos pasear por la carretera… mas entonces el ambiente era tibio y la frescura de tus carnes, bajo el vestido estampado, emborrachaba mi sangre, ¿te acuerdas, Mirentxu, te acuerdas de aquellas tardes al caer el sol? Y llegué a nuestra piscina, la que reflejó tu belleza y se rasgaba voluptuosa al contacto de tu juventud. Debajo de la peña, protegida contra los rayos del sol, día a día la fuimos haciendo, buceando para arrancar las piedras del remanso y apilarlas en la garganta del torrente, y el agua fue subiendo lentamente, hasta cubrirnos. ¿Te acuerdas, Mirentxu, te acuerdas de aquellas mañanas de paz? Pero es invierno y las crecidas se han llevado el muro y el remanso, la piscina se fue con nuestro amor. Fue tan fiel que no quiso sobrevivirte. La noche se acercaba y mi alma se vistió de luto al recuerdo del pasado, que no ha de volver». ¿Es bueno? ¿Malo? ¿Sincero? «La frescura de tus carnes, bajo el tejido estampado, emborrachaba mi sangre». Malo. Encantadoramente malo. La Literatura ya había avanzado lo suficiente en los años treinta como para no poder describir así un sentimiento amoroso y de deseo sexual, escribirlo así con voluntad de libro. A veces la prosa de Galíndez te ha producido la sensación de correcta escritura de bachiller con ganas de enviar cartas a los otros. Un buen redactor de cartas. Pero la imagen de la piscina hecha con sus manos y destruida por el invierno, las crecidas del río, la guerra. Esta situación metafórica no estaba mal.

—¿En qué piensas?

Ricardo tampoco duerme y te arrepientes de tu respuesta cuando ya no puedes retenerla en tus labios.

—Pensaba en un fragmento de Galíndez, en la introducción a Estampas de la guerra.

Y suspira y vuelve a darte la espalda y se ríe de ti con una cierta acritud mientras comenta:

—Eres como una viuda. La señora viuda de Galíndez.

La viuda de un muerto sin sepultura.