Tara se quitó el casco de la moto y observó el paisaje. Era increíble, tal y como se lo había imaginado. Siempre soñó con visitar aquel lugar y ahora estaban allí, en el Gran Cañón del Colorado. Llevaban trece días de viaje montados en una Harley recorriendo la famosa Ruta 66.
Cuando Damyan se lo propuso no lo dudó ni un momento. Ahorraron todo lo que pudieron y se guardaron días de vacaciones para poder estar el máximo tiempo posible. El viaje comenzaba en la ciudad del viento, Chicago. Alquilaron una moto y, aunque las distancias de un sitio a otro eran enormes, los hermosos paisajes, los ranchos, el desierto, las ciudades abandonadas… hacían que mereciera la pena.
En Chicago disfrutaron de los clubes de jazz, pasaron por el río Misisipi, siguieron por la parte india del viejo Oeste entre Tulsa y la ciudad de Oklahoma. Atravesaron Cadillac Ranch, donde miles de viajeros firmaban en los diez cadillac cubiertos de grafitis, pasaron por Nuevo México y, después de pasar la noche en Flagstaff, un pueblo con un paisaje árido y plano, fueron hacia el Gran Cañón.
Damyan la agarró por la cintura y le besó el cuello.
—¿Estás preparada?
Ella lo miró por encima del hombro y asintió. Cogieron lo imprescindible y fueron bordeando el camino para ir recorriendo una parte del cañón. Había carteles en los que se advertía que hacer el camino de bajada y subida el mismo día podía ser peligroso, incluso podías sufrir enfermedades graves o muerte por agotamiento. Si bajabas durante una hora, para subir serían dos.
Caminaron durante varias horas, se encontraron con algún que otro turista, pero lo que más les sorprendió fue cruzarse con una familia de amish. El marido iba delante, con un sombrero negro y una barba larga y oscura. El hijo, de unos siete años, cogía de la mano a la madre que llevaba un vestido gris y un pañuelo blanco en la cabeza. Parecían sacados de una película. Los saludaron y siguieron la ruta.
Tara sacó la botella de agua, necesitaba refrescarse. Era finales de mayo y ya hacía bastante calor. Vieron un saliente de una roca grande y plana y se sentaron para descansar un rato. Tara se quedó observando el paisaje, era increíble, las rocas anaranjadas cambiaban levemente de color según iba moviéndose el sol. El viento cálido refrescaba su nuca, cerró los ojos y sintió la paz de aquel inmenso paraje.
—¿Qué piensas? —preguntó Damyan.
—Pienso que este sitio es espectacular. He soñado tantas veces con estar aquí y todavía no me puedo creer que se haya hecho realidad.
Él se aproximó y la cogió de la barbilla.
—Tú sí que eres espectacular —susurró cerca de sus labios.
La besó con delicadeza y ella introdujo la lengua en su boca. Él, excitado por su contacto, la agarró del cuello profundizando más en su interior.
Ya habían pasado tres años desde que se conocieron y muchas cosas habían cambiado, excepto la química y el deseo que sentían el uno por el otro. Día a día Tara había logrado abrirse a él, los miedos de su pasado ya no estaban presentes aunque las pesadillas no habían desaparecido del todo, pero afortunadamente ya no eran tan frecuentes. Cuando se despertaba sudando y agitada, Damyan estaba ahí para abrazarla, y eso hacía que se sintiera mejor. A su lado se sentía protegida, sabía que con él podía ser capaz de superar cualquier obstáculo.
Su familia era encantadora, su hermana Paula había llegado a convertirse en una gran amiga. Tenía una nueva conquista y parecía entusiasmada, pero Tara no sabía cuánto le duraría. Pensó en Sonia, que se había ido a vivir con Alberto y ya estaban esperando su primer hijo, le faltaban solo quince días para dar a luz. Tara esperaba que no se le adelantase el parto para poder estar allí cuando naciera el niño. También mantenía contacto con Carol, la habían ascendido y seguía trabajando sin descanso.
Tara se separó y lo miró a los ojos.
—¿Te he dicho alguna vez lo inmensamente feliz que me haces?
—Sí. —Se acarició la barbilla y la observó de reojo—. Pero deberías decírmelo más a menudo, creo que no me tratas con demasiado cariño.
—Pero que idiota eres —le contestó dándole un pequeño golpe en el brazo.
—¿Lo ves? No sirve de nada el saco de boxeo que te regalé.
—Qué nenaza que eres. —Tara le sacó la lengua.
Damyan la cogió de la mano.
—Tú también me haces muy feliz, por eso espero que te guste lo siguiente que te voy a proponer.
Ella levantó una ceja, seguro que volvía a gastarle alguna broma. No paraba de hacerla reír, era una de las muchas cosas que le gustaban de él. Nunca se aburrían.
—Miedo me das.
—Mañana nos vamos a Las Vegas.
—¡Sí! ¡Qué ganas!
Tara vio que se ponía serio y algo tenso. Cogió la mochila y rebuscó algo en ella hasta que sacó una cajita pequeña y cuadrada. Se miraron fijamente.
—Sí, es lo que piensas. —Ella se quedó callada sin saber qué decir—. Quiero casarme contigo, y qué mejor sitio que Las Vegas. En vez de llevarte en una carroza con caballos te voy a llevar en nuestra Harley de alquiler y hacerte mi esposa.
—Eres un romántico —contestó poniendo los ojos en blanco.
Damyan abrió la caja y Tara vio el anillo. Los tres aros se entrelazaban haciendo que fuera una joya preciosa. Nunca pensó que una propuesta de matrimonio le haría ilusión, para ella era un simple papel, pero casarse en Las Vegas era totalmente distinto. Sobre todo porque con quien se casaba era con él.
Cuanto más tiempo pasaban más lo amaba. Se sentía escuchada, valorada y muy querida. Tara no podía olvidar lo mucho que la había ayudado, la paciencia que tuvo con ella cuando la conoció. Nunca se rindió, incluso cuando intentó apartarlo de su vida, no una vez, sino en varias ocasiones, no se dio por vencido, siguió apoyándola, manteniéndose a su lado.
Nunca había imaginado que pudiera tener una relación tan completa. Por supuesto que discutían y tenían sus diferencias, pero lo importante era que ambos ponían de su parte para modificar lo que a cada uno de ellos pudiera molestarle del otro.
Tara valoraba todo lo que tenía, el día a día, las pequeñas cosas que le daba la vida y que la mayoría de la gente tenía sin apenas darse cuenta. Por fin sentía que pertenecía a alguien, que tenía una familia, amigos y gente en la que poder confiar. No se sentía tan sola, no tenía el miedo constante de estar poniéndolos en peligro por estar a su lado, y lo más importante, la libertad de poder ir donde quisiera, el dejar de mirar por encima del hombro, el no sentir una amenaza a su alrededor.
—Así que quieres que sea tu esposa… ¿Estás seguro?
—Claro que sí, eres una fierecilla y la única manera de mantenerte a raya es haciéndote mi mujer.
—Por supuesto, para que te planche, cocine y tengas la cena cuando vuelvas del trabajo, ¿no?
—Sí, eso estará muy bien. —Se acercó de nuevo a su boca, susurrándole muy cerca de sus labios—. Pero no se te olvide que te quiero todos los días en mi cama.
Incluso habiendo pasado el tiempo, seguía provocándola con solo mirarla. Damyan la besó y, despacio, la fue tumbando en la roca plana. Metió la lengua en su boca, profundizando el beso, deslizó la mano desde su fino cuello, bajando por la clavícula y bordeando sus costillas. Le levantó la camiseta y acarició la suave piel del estómago. Fue subiendo lentamente y llegó hasta el inicio de su pecho. La respiración de ambos se agitaba y el beso cada vez era más intenso.
—Tara, creo que va siendo hora de que nos vayamos —le dijo con la voz ronca.
—Eres insaciable, ¿lo sabías?
—Sí, te lo voy a demostrar en cuanto lleguemos. —La comisura de sus labios se curvó de forma pícara.
—Todavía no te he contestado.
—No hace falta, si me dices que no, sabes que soy capaz de secuestrarte y llevarte al altar cargada en mi hombro. —Tara comenzó a reírse a carcajadas—. Cuando lleguemos a Las Vegas te casarás conmigo y pienso pasarme la noche entera haciendo todo lo necesario para darte placer, para que grites con cada orgasmo. —Rozó el pezón y Tara gimió.
—Estate quieto, que aquí detienen a la gente por escándalo público.
—Vale, pero nos vamos, necesito tocarte ya.
—Eres un marimandón, te voy a torturar en la moto como castigo.
—Prepárate, porque voy encargarme de que después de la noche de bodas regresemos tres a Madrid.
Tara volvió a reírse.
—Que confianza tienes en ti mismo —le dijo, levantando las cejas—. Sabes que lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas.
—Sí, bueno. —Le mordió el labio inferior—. Eso ya lo veremos.
Y Damyan cumplió cada una de sus promesas.