Damyan tomaba un café sentado en el pasillo del hospital. Desde primera hora tuvieron mucho trabajo. Cada vez recortaban más personal y cada enfermero o enfermera tenían el trabajo de tres. Pero en esos momentos agradecía tener menos tiempo libre, así lograba pensar en otras cosas y no solo en ella. Estaba desesperado, dos largas semanas sin saber nada. La llamó, le mandó varios mensajes, pero ella seguía sin ceder. Como no le cogía el teléfono, le mandó mensajes pidiéndole perdón, suplicándole que por favor le diera la oportunidad de hablar las cosas, de explicarse. Nada, todo fue en balde, no daba su brazo a torcer. Intentó ablandarla con mensajes tiernos: que la echaba de menos, que de verdad lo sentía. Todo sin éxito.
Nunca había ido detrás de una mujer como estaba haciendo con ella. No podía quitarse su imagen de la cabeza, su sabor, el suave tacto de su piel. El deseo que sentía hacia Tara era demasiado fuerte, pero no solo el deseo. En la cena estuvo muy a gusto a su lado, descubrió partes de ella que le atraían. Le intrigaba. Era divertida, independiente, inteligente.
Todo iba tan bien, hasta que se le ocurrió grabarla. Fue una tontería, era cierto que no tenía por qué fiarse de él, pero su reacción fue demasiado exagerada. No le permitió ni hablar. Pensó que quizá cuando se le pasara el enfado le volvería a llamar, pero no fue así. Recordaba su cara, realmente se había asustado. Lo hizo porque necesitaba verla, quería analizar cada movimiento de su cuerpo, ese cuerpo que tanto lo enloquecía. Si hubieran seguido con todo aquello esa noche no le habría importado que ella hiciera lo mismo con él. Sabía que le gustaba jugar, se lo demostró en la cita, y así había visto él ese episodio, como un juego más. Pero se equivocó.
Ya había perdido las esperanzas. Tara no daría su brazo a torcer, y por más que quisiera encontrarla no tenía su dirección. Lo único que sabía era que trabajaba en un taller mecánico. Sería como buscar una aguja en un pajar, Madrid era demasiado grande para localizarla, no podía ir taller por taller. Se sentía como un tonto con aquella forma de ir detrás de ella, incluso llegó a pasarse por el cine donde la conoció. Era absurdo, si estaba huyendo de él lo último que haría sería ir allí, pero no pudo evitarlo. Fue como sentirla más cerca. Recordó cada instante, cuando la vio por primera vez y se sentó a su lado, cómo lo atravesó un chispazo de deseo al tocar su mano. No fue capaz de controlarse y la tomó allí, en el asiento del cine. Él mismo se sorprendió por su actitud, pues lo llevaba a un punto donde no se reconocía a sí mismo.
No podía seguir así, por lo que tomó una decisión: había llegado el momento de olvidarse de ella. No quería parecer un loco desesperado. Además, estaba asustada, y si la perseguía la asustaría aún más. La dejaría en paz, era lo mejor. En el fondo sentía algo de rabia e impotencia, porque ella no parecía haberle importado alejarse de su lado, y sin embargo él estaba totalmente obsesionado. Llegó a la conclusión de que quizá Tara nunca había sentido lo mismo que él.
Se centraría en su trabajo y fin de la historia. Tenía que olvidarla, por muy difícil que fuera.
Miró hacia la izquierda al sentir que alguien se acercaba corriendo:
—Damyan, ¿no te has enterado? —le dijo su compañero Alberto todavía sin aliento.
—¿Qué pasa?
—El preso que lleva tres años en coma. ¡Se ha despertado!
Damyan se quedó sorprendido. Todavía se acordaba de cuando lo llevaron al hospital. Al principio un policía hacía guardia en su habitación, pero cuando fue pasando el tiempo y vieron que no mejoraba quitaron la vigilancia. El hospital tenía órdenes de que si despertaba avisaran al departamento de policía para que pusieran todos los medios y así evitar que el preso escapara. Al parecer le habían dado una paliza en la cárcel, dejándolo en coma, y desde entonces seguía así.
Nunca dio muestras de responder a los estímulos ni había experimentado ninguna mejoría en todo ese tiempo. Él era uno de los encargados de vigilarlo y ver si se producía algún cambio en su estado. Ese día había comenzado como los anteriores, el paciente seguía sin respuesta al dolor, reacción pupilar debilitada y apenas mostraba reflejos fugaces. Nada hacía pensar que podría despertarse.
Se levantó y siguió a su compañero para ver al paciente.
* * *
Tara estaba tumbada en la cama, otra fría y oscura noche más. A veces se preguntaba si todo lo ocurrido con Damyan había sido un sueño. Tan breve, tan bueno y tan intenso. Hacía varios días que ya no recibía ningún mensaje suyo. En algunos momentos casi había sucumbido, y a punto estuvo de contestarle en más de una ocasión. Incluso uno de los días que el teléfono sonaba recibiendo su llamada, se dejó llevar y lo descolgó, pero justo cuando lo hizo él ya había colgado. Sintió decepción, aunque instantes después pensó que había sido mejor así.
Olvidarse de Damyan estaba siendo más duro de lo que pensó en un principio. Se había metido demasiado en su interior, de una forma profunda, anclándose fuertemente en su cuerpo y su mente. No sabía si algún día sería capaz de olvidarse de él, de sus caricias, del modo en que la miraba, de esa química que existía entre ellos. Le gustaba su forma de ser, la noche de la cena había descubierto que tenían gustos parecidos y, lo más importante, que no la juzgaba. Le resultaba difícil entender que se hubiera convertido en alguien tan importante para ella en tan poco tiempo.
Seguía dando vueltas en la cama, de un lado a otro. El calor esa noche era insoportable. Tenía que intentar descansar, ya que era una época de mucho trabajo en el taller, cosa que agradecía, pues así no pensaba tanto en él. Se mantenía entretenida, pero por las noches… todo se veía de forma diferente. El vacío se hacía más hondo, más grande e insoportable. Y volvía a darse cuenta de que estaba sola, como lo había estado la mayor parte de su vida. Pero no quería autocompadecerse. Lo consideraba el peor de los sentimientos. No caería en ello. Nunca.
A la mañana siguiente compró el diario deportivo para sus compañeros y el periódico habitual para su jefe. No le importaba ir a comprarlos, era la primera en llegar y de vez en cuando les echaba un vistazo. Todavía no era la hora, así que se sentó en el pequeño sillón que tenían en la diminuta oficina de su jefe y abrió el periódico. Las primeras páginas hablaban de lo de siempre, la maldita corrupción del país, la crisis, los recortes… Tara seguía convencida de que si la gente saliera a la calle, no solo unos pocos sino una mayoría, todo sería distinto.
Siguió pasando las hojas y entonces palideció. El corazón se le paró en ese instante. Sintió vértigo y por un momento pensó que iba a desmayarse. No podía ser cierto. Allí estaba su foto, su nombre y en el titular se leía claramente que el hombre al que tanto temía, el hombre por el que más odio había sentido en toda su vida, había despertado del coma. En ese momento recibió una llamada que hizo que se sobresaltara.
—Buenos días Tara, soy Carol. —Esa voz la llevó al pasado tan rápido como si no hubieran transcurrido varios años desde la última vez que la escuchó. No necesitaban más presentaciones—. ¿Qué tal? Supongo que ya te has enterado.
—Hola Carol, acabo de hacerlo. Entonces… ¿es cierto?
—Sí, así es. Gael se ha despertado.
Un escalofrió le recorrió la espalda al escuchar de nuevo su nombre en boca de Carol.
—¿Está vigilado?
—Sí. Y además, como te dije hace tiempo, él ya no tiene el poder que tenía antes. Volverá a la cárcel y no podrá tocarte. Tampoco tiene el apoyo de nadie. Debes estar tranquila. Te he llamado porque creo que tienes derecho a estar informada.
—Gracias Carol.
Hablaron durante unos minutos más, se pusieron al día de sus vidas y colgaron. Carol era policía, la que siempre estuvo ahí, protegiéndola, asesorándola. Hacía años que no hablaban, pero siempre la trató muy bien.
No podía librarse de la angustia que sentía en el estómago y la sensación de temor no desaparecía. No volvería a pasar por todo aquello. Tenía que verlo. Debía cerciorarse con sus propios ojos del estado en el que se encontraba. Era arriesgado, pero lo haría, no iba a permitirse volver a vivir con miedo.
Horas más tarde ya estaba en la puerta del hospital. Se recogió el pelo y lo ocultó con una gorra negra que había encontrado perdida en uno de sus cajones, se puso unas gafas de sol y optó por unos vaqueros, conjuntados con una camiseta oscura. No quería llamar la atención, o que alguien la reconociera.
No sabía si le dirían el número de habitación, porque el hombre era un preso y no le darían esa información a cualquiera. Pero tuvo suerte. Vio hablando a dos policías y pasó junto a ellos muy lentamente justo en el momento en que uno le decía al otro:
—Sí, planta sexta, habitación 25. Y date prisa, que llegas tarde.
¡Perfecto! Suponía que era él, no creía que hubiera mucha gente presa que estuviera ingresada. Subiría para comprobar que era Gael.
Fue al ascensor, al que tuvo que esperar al menos cinco minutos, pues eran unos ascensores demasiado viejos y lentos. El policía no apareció, lo que significaba que no había hecho caso a su compañero y no se había dado ninguna prisa. O que había cogido otro ascensor.
Cuando por fin llegó se subió y marcó el número 6. El corazón retumbaba contra su esternón, las manos le sudaban y tampoco estaba ayudando que el ascensor estuviera tan lleno de gente. La sensación de miedo se iba expandiendo en su cuerpo, lenta y pausadamente, a medida que ascendían muy despacio. Parecía que nunca iban a llegar a su planta.
Por fin se abrieron las puertas, fue hacia el lado izquierdo, buscando el número de la habitación. Se iba acercando, por un momento el largo pasillo se le hizo interminable, como si estuviera dentro de una pesadilla y no llegara a su meta. Una habitación más y la siguiente era la suya… Se acercó poco a poco, se asomó; solo podía ver los pies tapados con una sábana. Cerca de él, un policía lo vigilaba sentado en una silla, leyendo el periódico. Debía de estar esperando al otro, que seguramente sería su relevo. Tara avanzó despacio y vio sus manos. No quería entrar en la habitación, pero tenía que acercarse más para ver su cara y confirmar que era él. Afortunadamente nadie se había percatado de su presencia.
Se aproximó un poco más y entonces lo vio, tumbado, con los ojos abiertos y mirando en dirección a la ventana situada en su lado izquierdo. Definitivamente era Gael. Estaba mucho más delgado y envejecido. Hacía diez años que no lo veía, pero seguía imponiéndole el mismo miedo. En ese momento él se giró y la miró. Todo su mundo se paralizó, se había quedado clavada en el sitio. Se sintió desnuda. Aunque él no parecía sorprendido de verla, por lo que seguramente no la había reconocido. Entonces se abrió la puerta del aseo que estaba en la habitación y el preso desvío la mirada.
—Bueno, creo que está todo correcto. —Tara quiso desintegrarse en ese instante al reconocer la voz de Damyan—. ¿Busca a alguien? —le dijo dirigiéndose a ella.
Por el rabillo del ojo vio al policía, que se tensaba al darse cuenta de su presencia. Y vio que Gael también la miraba. Sin decir una palabra salió de allí. Intentó no correr, pero era lo único que quería hacer en ese momento. Avanzó por el pasillo con el único objetivo de huir. Sintió como si se estuviera asfixiando, el pecho le dolía. «Dios mío, no puedo respirar». Siguió andando deprisa sin querer pararse, pero el ahogo era cada vez mayor. Miró hacia atrás, pero no vio a Damyan, no la seguía. Se quitó la gorra y las gafas, se apoyó en la pared intentando tranquilizarse. Respiró profundamente y anduvo, ahora despacio, hasta que por fin llegó al ascensor. No había nadie esperándolo, solo ella, y comenzó a dar a los botones una y otra vez, como si al hacerlo el ascensor se fuera a apresurar más en llegar.
Por fin paró en su planta. Estaba lleno. Se metió en él, introduciéndose en el fondo, se apoyó en la fría estructura metálica y entonces lo vio. Corría hacia el ascensor, pero las puertas se estaban cerrando, no le daría tiempo a entrar.
—Por favor, esperen —gritó Damyan.
Cuando quedaban unos pocos centímetros para que la puerta se cerrara, alguien pulsó la tecla que hizo que se volviera a abrir. «Mierda», pensó Tara. Se fue a dar la vuelta para que no la viera, pero en ese mismo momento él la encontró. Clavó los ojos en ella y se fue abriendo paso entre la gente para llegar a su lado. Tara sentía que los nervios iban a explotar en su interior. Necesitaba salir de allí. Su mirada ya la estaba estremeciendo.
Su rostro reflejaba rabia, sorpresa, deseo. Lo mismo que ella sentía por su penetrante mirada. Llegó a su lado y se quedó inmóvil delante de sus ojos. Su presencia le imponía, estaba invadiendo su espacio personal. Tara comenzó a respirar cada vez con más dificultad, aunque esta vez no era por la misma razón que hacía unos minutos: su proximidad la hacía temblar. Acababa de ver al ser que más había temido en toda su vida y Damyan lograba que se olvidase de todo.
—¿Qué haces aquí? —murmuró con la cara demasiado cerca de su boca.
Ella desvió la mirada intentando ignorarlo. ¿Qué le iba a decir? ¿Que había ido a cerciorarse de si el bastardo de Gael había despertado del coma? ¿Qué tenía que enfrentarse a su miedo y verlo? ¿Que en cuanto vio a Damyan en aquella habitación, tan cerca de aquel hombre y cuidándolo, le dieron ganas de abofetearlo?
—Responde, Tara.
—No he venido a verte a ti.
Damyan entornó los ojos. Estaba perdiendo la paciencia. Se aproximó más a ella. El ascensor paró en una de las plantas y una pareja se bajó. Se volvieron a cerrar las puertas.
—¿Por qué no has respondido a mis mensajes, a mis llamadas? —Posó una mano en su fina cintura y Tara se estremeció.
—Basta, no me toques —murmuró. Si lo hacía volvería a caer en sus brazos.
La gente que estaba en el ascensor los miraba de reojo. Era evidente que algo ocurría entre los dos. Todos estaban atentos a su conversación, excepto dos mujeres que discutían y hablaban demasiado alto.
—No me pidas eso… —dijo él a la vez que subía lentamente los dedos por su cintura.
—Si me sigues presionando gritaré. —Damyan apretó la mandíbula. En sus ojos se reflejaban la tensión y el deseo que sentía en ese momento.
—Atrévete.
—Damyan, lo haré, te juro que gritaré.
—Hazlo y ahogaré tu grito dentro de mi boca. Vamos, dame una razón para besarte.
Tara respiraba cada vez más rápido; su proximidad, su olor, la estaban volviendo loca. Tenía que salir de allí, ¿cómo era posible que tardara tanto en llegar el ascensor a su planta? Las mujeres seguían discutiendo porque una decía que el doctor les había indicado que tenían que ir a admisión, mientras que la otra aseguraba que tenían que ir a atención al paciente.
Él se apretó más aún contra su cuerpo y Tara intentó apartarlo poniendo las manos en su pecho. Mala idea, el contacto con su tórax, duro y cálido, la calentó más. Estaba furiosa con él, no solo por lo de Internet. El verlo allí, en la habitación de su mayor enemigo, había despertado una ira que llevaba muchos años dormida en su interior.
Él deslizó su mano hacia arriba, llegando hasta el borde de su pecho, y apretó los dedos contra su piel.
Tara deseaba besarlo, pegarle, gritarle y llevarlo al baño para que la hiciera suya. Comenzó a sentirse débil, iba a ceder y no debía hacerlo, así que preparó su garganta para gritar. Damyan se dio cuenta de lo que iba a hacer y, como le había dicho, el grito se ahogó en su boca. Los que estaban más cerca de ellos los miraron extrañados. Y entonces el ascensor se detuvo en otra planta.
Damyan la besaba con desesperación. Tara hizo un leve intento de forcejear, pero cuando su lengua se unió a la del hombre, sintiendo de nuevo su sabor, se rindió. Respondió a su beso, a sus caricias. El calor inundó su sexo, y notó que palpitaba cada vez con más fuerza. Tuvo que reprimir un gemido. El ascensor volvió a pararse y él se apartó: habían llegado a la planta baja. La agarró de la mano y comenzó a llevarla por varios pasillos del hospital.
—¿Qué haces Damyan? Debo irme, suéltame.
—No, vamos a hablar. No pienses ni por un instante que te vas a volver a escapar de mí.
—De acuerdo, hablemos, pero vamos a hacerlo aquí.
—No, después de haber intentado gritar en el ascensor no me fio de ti.
Él seguía tirando de ella, pasaron un vestíbulo y entraron por una puerta en la que había un cartelito que indicaba que era solo para personal autorizado. Finalmente él fichó con una tarjeta en una de las puertas y la metió dentro. Estaban en una pequeña habitación donde había varias literas. Tara vio que cerraba la puerta tras él.
Damyan clavó sus ojos en ella, mirándola de arriba abajo. Un escalofrío la atravesó, llegando de nuevo a su entrepierna; con aquella expresión de asombro en el rostro y su pelo moreno algo revuelto Damyan estaba tremendamente atractivo. El deseo era palpable en cada poro de su cuerpo, y la forma en que la miraba hacía que se le doblaran las rodillas. Pero no podía permitir que la amedrentara.
—Bien Tara, ahora estamos solos y vamos a hablar, lo quieras o no.