Capítulo 4

Tara entró en casa, cerró la puerta y se apoyó en ella. Apenas hacía media hora que había dejado a Damyan en el restaurante. Todavía podía sentir el calor de sus caricias en la piel. Dios mío, necesitaba tenerlo allí, abrazarlo, besarlo de nuevo. Se estaba convirtiendo en una droga imposible de dejar. Quizá no debería haberlo probado, pero nunca pensó que sería tan adictivo.

Se descalzó y dejó las llaves encima de la mesa del salón. Era un piso pequeño, el salón y la cocina estaban juntos, separados por una pequeña barra. Lo tenía decorado de una forma moderna y funcional. Fue hacia la pequeña habitación para cambiarse. Se puso un cómodo pijama de dos piezas, un culote y la camiseta de tirantes. Se recogió el pelo y lo agarró con una pinza, sujetándolo.

Todavía quedaba una hora para que él la llamara y Tara ya no sabía qué hacer para entretenerse. No podía quitarse sus palabras de la cabeza. En la cena había estado muy a gusto y tranquila, era fácil hablar con él. No la había agobiado, solo había hecho una pregunta personal y cuando vio que ella cambiaba de tema no insistió. Le dejaba su espacio y ella se lo agradecía.

No le gustó enterarse de que Damyan estaba en el mismo hospital que el hombre por el que, diez años atrás, su vida había cambiado radicalmente. Nunca olvidaría lo que hizo, no había ni una noche que no soñara con aquello. Y ahora Damyan, de todos los hospitales que había en Madrid, tenía que trabajar precisamente en ese. Por un breve momento se le ocurrió una idea terrible… ¿Y si el encuentro en el cine no había sido fortuito? ¿Y si lo había enviado él?

«Pero qué estás pensando, él está en coma, no es posible que lo haya enviado a ti».

No quería ni pensar que eso fuera cierto. Se lo pasaba bien con Damyan, le gustaba su compañía, era atento, agradable… Y en el sexo era magnifico. Se estaba volviendo paranoica, eso era todo.

Se tumbó en el cómodo sofá color vino y encendió la televisión. Tenía que distraerse hasta que la llamara. Dejó el móvil cerca y miró si tenía batería, quería que estuviera todo perfecto. No había nada en la tele que le llamara la atención, la programación cada día era peor, y decidió leer algo. Era la mejor forma de que se le pasara el tiempo más rápido. Cogió el libro, pero cuando lo iba a abrir la sorprendió el tono del teléfono móvil. «¿Ya? ¡Pero si todavía no es la hora!». Nerviosa, cogió el teléfono, miró la pantalla y se desilusionó al ver que no era él.

—¿Sonia?, ¿estás bien? Es tarde —le dijo Tara preocupada.

—Sí, perdona. —Su voz sonaba llorosa—. Sabía que si hubieras estado dormida habrías puesto el móvil en silencio. Necesitaba hablar contigo.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Tu jefe de nuevo?

—No, peor. Ha sido Víctor…

—¿Tú compañero?

—Sí. —Y comenzó a llorar sin poder parar—. Ha… ido… al bar… con… snif… una chica…

—Bueno, a lo mejor es una amiga.

—Iban de la mano.

—Joder, Sonia, vamos a ver, si ni siquiera le has dicho lo que sientes. Te he dicho millones de veces que tienes que atreverte a decirle tus sentimientos.

—No puedo… me da miedo que me rechace. —Intentó hablar de forma más calmada.

—Estoy segura de que siente algo por ti, pero tú nunca has mostrado interés por él. Eres muy fría.

—Ya sabes que cuando me gusta alguien, en vez de hablarle, me alejo.

—¡Por eso mismo! ¿Cómo coño va a saber que te gusta? Ya no eres una niña.

—Sí, lo sé, tienes razón.

—Tú dile lo que sientes, que si te rechaza ya iré yo con una llave inglesa del trabajo y no tendrá narices de decirte que no le gustas.

—Joder, qué bruta eres, Tara. —Y comenzó a reírse—. Por cierto, ¿dónde has estado estos días? No he sabido nada de ti.

—Bueno… Yo también tengo cosas que contarte. He conocido a alguien y…

—¡¡Dios mío!! —gritó interrumpiéndola—. ¡¡No me lo puedo creer!!

—Mierda, Sonia, casi me dejas sorda.

—Ya mismo me lo estás contando todo con pelos y señales.

—No, ahora no puedo, va llamarme en breve, pero otro día te lo cuento.

—¿Va a llamarte ahora?

—Sí.

—Puf… me muero de ganas por saber, pero bueno, esperaré. Por cierto, muchas gracias por escucharme.

—Para eso estamos, y ya sabes, habla con él.

Después de colgar miro la hora, quedaban quince minutos. Se iba acercando el momento. Gracias a Sonia, el tiempo se le había pasado más rápido. La conoció hacía tres años, poco tiempo después de trasladarse de nuevo a Madrid. Sonia llevó el coche al taller donde ella trabajaba, y enseguida congeniaron. Muchas mujeres preferían hablar con ella que con sus compañeros, al no tener experiencia en asuntos técnicos se sentían más cómodas hablando con otra mujer.

Pensó en lo rápido que pasaba el tiempo. Ya tenía veintisiete años, uno más que Sonia. ¿Cuántos años tendría Damyan? Le echaba unos treinta…

Agradecía todos los días el haber conocido a Sonia. Era una gran amiga y un apoyo muy importante en su vida. Tara nunca le había contado nada de su pasado, solo pequeños detalles. Echaba de menos poder hablar con alguien de todo aquello, pero debía mantener silencio, por su bien y por el de los demás.

Faltaban cinco minutos para que Damyan la llamara y empezó a ponerse nerviosa. Le había dicho que tenía que estar en la cama, desnuda y con el consolador cerca, y se suponía que tenía que obedecer. Pero no era muy buena acatando órdenes, así que fue al armario y buscó entre los cajones. Por fin encontró lo que buscaba: un picardías negro que no sabía muy bien por qué se había comprado ya que apenas tenía relaciones; fue una compra compulsiva, lo vio a buen precio y se lo llevó.

Se lo puso junto con el diminuto tanga negro. Se miró en el espejo; era una tontería ya que él no iba a verla, pero así se sentía más sexy. El picardías tenía tirantes y se abrochaba en la parte delantera del pecho con una abertura por delante, por lo que si se deslizaba se podía ver su estómago desnudo.

Cogió el móvil y se tumbó en la cama. Ya pasaban dos minutos de las dos de la madrugada y por un momento pensó que no la llamaría, pero en ese instante sonó el teléfono.

—¿Sí? —contestó Tara.

—Hola preciosa, ¿ansiosa por hablar conmigo? —le dijo con voz pícara.

—Quizá sea al revés y el ansioso por hablar conmigo seas tú.

—Tara, no solo estaba ansioso por hablar contigo. Si hubiera sabido dónde vives me habría presentado allí, y en el momento en que me hubieras abierto la puerta te habría hecho mía.

Ella se estremeció al imaginárselo y sintió la lujuria despertándose en su interior.

—No hubiera sido mala idea —contestó.

—¿Has hecho lo que te he dicho? ¿Estás desnuda?

—Tú no has cumplido, me has llamado dos minutos tarde, por lo que yo tampoco lo he hecho.

—En mi reloj son las dos en punto.

—En el mío no.

—Entonces, ¿qué llevas puesto? —le preguntó sugerente.

—Un picardías negro. —Él se quedó callado—. ¿Damyan?

—Quiero que hagas algo por mí.

—Dime.

—¿Tienes portátil?

—Sí.

—Bien, vas a ir a la cocina, coge unos hielos y mételos en un vaso. Luego coge el portátil. ¿Tienes Skype?

—Sí, pero…

—Te dije que sin peros. Hazlo, quiero verte… O si lo prefieres, te buscaré hasta que descubra dónde vives. —Su voz sonaba autoritaria y sensual.

Tara obedeció. No sabía por qué lo hacía, pero cuando le hablaba de ese modo la transportaba a otro mundo, a su mundo, y lo único que quería era sentir, sentir todo lo que él le ofrecía. Siguió al pie de la letra sus instrucciones.

—Enciende la cámara, quiero verte.

Lo hizo y entonces él la vio. Sentada en la cama, con una especie de camisón que se abría por la parte delantera, y por debajo la cubría un pequeño tanga. Su fina y esbelta figura lo dejó sin palabras. Era demasiado hermosa.

—¿Damyan? —preguntó inquieta—. ¿Has tapado la cámara de tu ordenador?

—Sí, solo podrás escucharme.

—Eso no es justo —protestó.

—Lo sé, pero así va a ser. A no ser que quieras que lo dejemos…

Tara sintió una especie de rabia y excitación. No podía dejarlo, necesitaba ir a donde él la quería llevar, así que aceptó; ella solo podría escucharlo y él la vería y la escucharía. Tenía ventaja.

—Estás preciosa —susurró.

—No puedo decir lo mismo, ni siquiera sé si estás desnudo.

—En unos segundos lo estaré. Me estoy quitando la camiseta…

La imagen de su tórax desnudo hizo que se excitara más. Lo vio por primera vez en el aparcamiento y se quedó sin habla.

—Suéltate el pelo.

Tara agarró la pinza que lo sujetaba y se la quitó. El pelo castaño bailó revuelto por su espalda.

—Joder… —Aunque no podía verlo, el tono de su voz lo decía todo.

Tara se sentía inquieta y vulnerable. Él podía ver su cuerpo y cualquier movimiento que hiciera y, sin embargo, ella solo escuchaba su voz. La pantalla estaba en negro, podría jurar que veía sus ojos, acechándola, desnudándola con la mirada.

—Túmbate —le ordenó.

—¿Dónde estás? —preguntó a la vez que le obedecía.

—En la cama, desnudo y demasiado excitado. Si estuviera allí te arrancaría ese camisón y no pararía de tocarte.

—A lo mejor no te dejaría.

—Sí, lo harías Tara… Te aseguro que lo harías.

Esa voz tan masculina y sensual, sus palabras excitantes y el tono en que las pronunciaba, la estaban alterando. Sintió crecer la humedad en su interior.

—Coge el hielo. —Había dejado el vaso en la mesita de noche y cogió un cubito—. Bien, pásatelo por el pezón derecho, por encima del encaje.

Tara comenzó a hacer círculos en el pezón que rápidamente se puso duro, mucho más de lo que ya lo tenía por sus palabras.

—Ahora haz lo mismo en el otro pecho. —Ella lo hizo—. Ahora tus pezones están perfectos para ser chupados. Pellízcatelos como si fuera yo quien lo hiciera.

Ella cogió el pezón izquierdo y lo apretó. No pudo evitar gemir.

—Dios… —dijo Tara.

—Me estoy tocando nena. Me acaricio pensando que son tus manos las que lo hacen. —Tara escuchaba su voz, percibía su respiración cada vez más agitada—. Desliza el hielo por tu estómago y bordea el tanga con él, despacio llévalo hasta tu clítoris. Piensa que es mi lengua la que te está recorriendo —murmuró.

Lo hizo y el hielo se fue derritiendo lentamente en su piel. Ardía de tal forma que pensaba que el simple toque del cubito contra su cuerpo haría que se derritiera en un segundo. Llegó hasta su sexo y lo deslizó arriba y abajo, el agua le traspasaba la tela, mojando su vagina. Lo sintió en su clítoris y comenzó a gemir. La sensación era exquisita. Le excitaba saber que él la estaba mirando y que se tocaba por ella.

—Desabróchate el camisón —dijo apenas en un susurro. Dejó el hielo y lentamente se lo desabrochó—. Ábrelo, quiero verte.

Tara deslizó ambos tirantes y el picardías se abrió mostrando los pechos desnudos y excitados.

—Mierda, nena, voy a explotar. Son preciosos… No te imaginas lo que me excitan.

Tara fue a tocar su propio sexo y él la detuvo.

—No, no he dicho que puedas tocarte de nuevo.

—Quiero hacerlo —protestó ella.

—Y yo quiero estar en tu cama, rasgarte el tanga y lamerte hasta que te corras en mi boca, pero no es eso lo que ocurrirá, al menos hoy…

—Eres un…

—Sí, pero te gusta —la interrumpió con voz pícara—. Bájate un poco el tanga, pero no del todo.

Así lo hizo, lo deslizó suavemente y lo dejó por encima de sus rodillas.

—Ahora puedes tocarte, juega con tu coño e introdúcete un dedo —susurró las últimas palabras como si le costara hablar.

—Damyan, estoy muy húmeda —le dijo mientras hacía lo que le decía.

—Nena, no me digas eso…

—Me gustaría estar allí contigo, me pondría de rodillas y metería tu polla en mi boca. La chuparía hasta que apenas pudieras hablar del placer.

—Para, Tara… —le ordenó entre jadeos.

Ahora ella quería volverlo loco. Sacó el dedo de su vagina y mirando a la cámara, como si fueran sus ojos, se lo metió en la boca.

—Mierda…nena, no sabes lo que estás haciendo. Voy a reventar. —Tenía la respiración entrecortada—. Métete los dedos.

—Necesito quitarme el tanga, no puedo abrir las piernas.

—No, te correrás así. Métetelos.

Ella obedeció y comenzó a jadear, movía la cadera como si fuera él el que estuviera allí. Penetrándola, hundiéndose dentro de su cuerpo.

—Damyan, me voy a correr.

—Mírame Tara, quiero ver tu cara cuando llegues al orgasmo. Quiero ver esos ojos color miel que me vuelven loco.

El calor la atravesó, el placer inundó su cuerpo, y la golpeó fuerte y duro. Gritó a la vez que miraba al monitor, sabiendo que él la observaba. Y entonces lo escuchó. Había llegado al clímax junto a ella.

Ambos se quedaron callados, las respiraciones poco a poco se iban calmando. Damyan rompió el silencio.

—Dios Tara. Ha sido muy intenso.

—Sí, y que lo digas —le contestó sonriendo—. No he podido utilizar ni el consolador.

Damyan se rio a carcajadas.

—Estaría toda la noche así, pero me muero por tocarte. Dime, ¿dónde vives?

Tara se inquietó.

—No, no puedes venir —le dijo secamente—. Es tarde.

—Tienes razón. Al menos te he grabado y podré verte una y otra vez.

—¿Me has grabado? —preguntó asustada a la vez que se incorporaba de la cama y se tapaba el cuerpo.

Un escalofrío de temor le recorrió la espalda. Él la había grabado. ¿Qué diablos había hecho? Ahora podría colgar el vídeo en todos los sitios que quisiera de Internet. ¿Cómo narices no había pensado en aquello? Y mucho más ella, que tenía que pasar desapercibida. Definitivamente se había vuelto loca, loca por un hombre que apenas conocía, loca por sus caricias, loca por confiar en él. A lo mejor había hecho algo de lo que se arrepentiría el resto de su vida.

Damyan notó el tono de alarma en su voz.

—Tranquila, no quiero que te preocupes. Solo es para mí, para verte otra vez cuando te necesite. Confía en mí.

—No, no confío en ti, apenas te conozco. Esto es una locura, ¿cómo es posible que haya aceptado a hacer esto?

—Tara, tranquila, de verdad puedes confiar en mí. ¿No pensarás que lo voy a colgar en Internet? ¿Cómo puedes pensar eso de mí?

—No, esto se ha acabado y punto. No me llames, no me busques, no quiero volver a verte.

—Tara, espera…

Cortó la comunicación. Había bajado las defensas, no podía volver a ocurrir. Estaba asustada. El teléfono sonó: era él, pero no lo cogió. Se cansaría de llamar; además, Damyan no sabía dónde vivía, por lo que no podría encontrarla. Sí, por mucho que le doliera todo se había terminado.