Capítulo 13

Tara solo lo había visto una vez en persona, y de eso hacía muchos años, pero sabía que era él. El hombre que perseguía la policía y no lograban encontrar, el hombre más temido, el cabecilla de una organización criminal, el tipo más corrupto y peligroso que había conocido cuando era niña. Allí estaba, delante de ella, Igor Pintero. Confundida, pensó que quizá Carol estaba equivocada y Gael todavía contaba con el apoyo de la organización. Intentó mirar hacia atrás para ver si había alguien más, pero no podía darse la vuelta.

—¿A quién buscas Ariadna, o debería llamarte Tara? —Su voz sonaba inquietantemente tranquila, grave y profunda.

Chasqueó los dedos y alguien le llevó una silla. Se sentó justo delante de ella. Se apoyó en el respaldo y cruzó una pierna encima de la otra, a la vez que la observaba. Tara no quiso bajar la mirada, no quería demostrarle lo asustada que estaba. La barba de unos días endurecía su rostro ovalado. Tenía la frente ancha y se apreciaban arrugas en su rostro, pero lo que más le turbaba era su mirada oscura e inquietante. Desprendía autoridad y seguridad, no hacía falta que utilizara la fuerza o ningún tipo de amenaza, sabía que ese hombre podía hacer lo que quisiera y no tendría ningún escrúpulo al hacerlo.

—Te has convertido en toda una mujer, Ariadna.

—Tara —dijo ella—. Mi nombre es Tara. —Miró hacia al suelo al darse cuenta de que había hablado demasiado alto.

—Vaya, vaya, has querido borrar totalmente el pasado.

—Sí, y me hubiera gustado que todo desapareciera con él —contestó con algo de rabia.

«Joder, contrólate no le hables así», se recriminó a sí misma.

Él levantó una ceja y sonrió.

—Ahora entiendo por qué siempre le gustaste a Gael. Tienes carácter. —Se inclinó y apoyó los codos en las rodillas juntando las manos—. ¿Sabes por qué estás aquí?

Ella negó con la cabeza.

—Como te habrán informado, Gael es un chivato y por su culpa y avaricia mi hijo murió. —Apretó el puño con fuerza—. Conseguí que le dieran una paliza, pero no lograron matarle. Tengo que acabar ese trabajo.

—No lo entiendo. Un hombre como usted podría haber entrado en el hospital cuando él estuvo en coma. Hubiera sido sencillo deshacerse de él.

Igor negó despacio con la cabeza y volvió a echarse hacia atrás en la silla.

—Correcto, tú lo has dicho, habría sido demasiado sencillo. —Su voz se endureció—. Tenía la esperanza de que algún día se despertaría, cosa que así ha sido, y al hacerlo podría matarle como se merece: lentamente, sufriendo cada minuto, cada hora y cada día que he estado sin mi hijo por su culpa. Lo torturaré hasta que suplique que lo mate.

Tara se estremeció; ese hombre hablaba en serio. Igor vivía para vengarse de él. Si pensaba que Gael era el único que le daba miedo, se equivocaba. Igor lograba atemorizarla mil veces más.

Aunque parecía que a quien él quería era a Gael. Tara se dijo que no le gustaría estar en su pellejo, aunque todavía no sabía por qué estaba ella allí.

—Soy paciente, y capaz de esperar lo que sea necesario para hacerle pagar. Como sabrás, él también lo es. Hará lo que sea para encontrarte y matarte.

—Le agradezco la información, no me está diciendo nada nuevo —dijo con tono irónico.

—Bien, entonces sabrás que yo también haré lo que sea necesario para encontrarlo y deshacerme de él.

—Y aquí es donde entro yo.

Igor asintió.

—Serás el cebo para atraparlo. Irás a casa de ese novio tuyo y jugaréis a los enfermeros o a lo que te dé la gana. Te dejarás ver por allí, pero no te quedarás a vivir con él. Me han informado que ibas con una pequeña maleta a su casa, la hemos dejado allí para que se preocupe un poco por ti…

—¡No le metas en esto! —Forcejeó inútilmente intentando soltarse.

Él se levantó de golpe, se acercó a su cara y le agarró la barbilla con una mano.

—Haré lo que me plazca. Tú no das las órdenes.

El tono de su voz seguía siendo calmado y peligroso, no le estaba haciendo daño, pero tenía la impresión de que en cualquier momento sacaría una pistola y sin mediar una palabra la dispararía.

—Por favor, no le haga daño —murmuró.

—Todo depende de ti y de que me hagas caso. Hasta que Gael dé contigo seguirás viendo a tu amorcito, pero vivirás en tu casa. Quiero que se sienta confiado y que crea que puede acercarse a ti cuando él lo decida.

—¿Va a dejar que me vaya? —preguntó con desconfianza.

—Sí, Tara, pero no creas ni por un momento que podrás escapar de mí. Nadie lo ha hecho nunca. Si no te maté antes fue porque Gael me traicionó y no tenía por qué hacerle ese favor, si no ya estarías muerta, como pronto lo estará él.

Se estremeció al escuchar sus palabras. Hablaba de matar, de acabar con una vida como de algo normal, como si la vida no tuviera ningún valor. Estaba más que acostumbrado a ello.

—Entonces lo único que tengo que hacer es esperar a que venga a mi apartamento y que me mate. ¿He entendido bien? —No quería ser irónica, pero no pudo evitarlo. No sabía si era por los nervios o por su orgullo, pero no lograba cambiar el tono de voz.

—Es una opción, pero Gael querrá matarte tan lentamente como yo quiero matarlo a él. Sabe que en tu domicilio estarás vigilada por la policía, por lo que, aunque estés sola, intentará hacerlo en otro sitio… A no ser que esté desesperado. Conociéndolo, se pondrá en contacto contigo, tratará de meterte miedo para torturarte. Le sorprenderás diciéndole que quieres quedar con él, a solas. Será entonces cuando te pondrás en contacto con nosotros.

—¿Cómo?

Sacó un teléfono móvil del bolsillo y se lo mostró.

—Tiene una tarjeta prepago. Todas las noches te llamaré y me dirás si tienes noticias de él. Brevemente me pondrás al día de todo lo que ocurra.

Igor miró hacia la puerta y, con un simple movimiento de cabeza, alguien comenzó a desatarle las cuerdas que rodeaban sus muñecas y sus pies. Cuando la liberaron, se tocó la piel dolorida y se frotó con suavidad para que la circulación volviera a sus manos. La levantaron e Igor se puso de pie. Era muy alto, le sacaba más de una cabeza, y Tara se sintió insignificante. Le dio el teléfono y, mirándola fijamente, le dijo:

—Espero que hagas bien tu trabajo, de ello dependen muchas cosas. No hace falta que te diga lo que ocurrirá si avisas a la policía. —El tono de su voz era amenazador—. Y no me gusta que no me hagan caso en lo que digo, tampoco me gusta esperar. —Se acercó más a su rostro y le susurró—. Siempre que te llame deberás coger el teléfono. Siempre. No quiero excusas, ¿lo has entendido?

Ella asintió sin apenas poder hablar. Cada vez le daba más miedo aquel hombre. Lo único que quería era salir de allí. De pronto él agarró su mano y la acercó a su boca para darle un suave beso.

—Encantado, Tara.

«Será gilipollas», pensó, a la vez que apartaba la mano de sus labios. Por supuesto que eso no se lo diría en voz alta, pero ganas no le faltaron.

Le colocaron una venda en los ojos y alguien la agarró con firmeza del brazo para guiarla por los pasillos. Salieron a la calle y la metieron en un coche. El camino se le hizo interminable. No sabía dónde la dejarían.

No dejaba de pensar en todo lo que ese hombre le había dicho. Se había convertido en el cebo de Gael. Tendría que coger el teléfono todas las noches, y pobre de ella como no lo hiciera. Pondría en peligro a Damyan, ya que Igor así lo quería. ¿Cómo iba a explicarle que no debía quedarse con él? No podía contarle nada y sabía que se pondría como loco cuando le dijera que se iría a su casa, y más sabiendo que Gael andaba suelto por ahí. Tampoco podía contárselo a Carol. «Todo esto es una mierda», pensó, cada vez más cabreada.

¿Por qué tenía que ser tan complicado? ¿Por qué el pasado volvía una y otra vez para amargarle la vida? Deseaba que tanto Igor como Gael desaparecieran para siempre y dejaran de torturarla. Ahora se había convertido también en parte del juego de Igor. «Como si no tuviera suficiente con un loco, ahora me acechan dos», pensó.

El coche se detuvo y alguien tiró de ella para que bajara. Se quedó de pie, en la calle, totalmente desorientada. Cuando oyó que la puerta se cerraba y el chirriar de las llantas al alejarse el coche, se quitó la venda e intentó enfocar la vista sobre lo que la rodeaba. El edificio que vio no era el suyo.

* * *

Damyan miraba por la ventana de su apartamento, daba a la parte interna de la urbanización, por lo que veía la piscina comunitaria. Era de noche y solo se escuchaba el sonido característico de los grillos. Normalmente le gustaba ese sonido porque solía relajarse escuchándolo, pero esa noche tenía los nervios a flor de piel. Ya habían pasado veinticuatro horas desde que Tara desapareciese y no tenía noticias de ella. Suspiró. Se sentía inútil e impotente.

Carol estaba investigando la desaparición de Tara y le había prometido avisarle si tenía noticias de ella. Solo pensar que podía estar herida, asustada o incluso muerta le ponía enfermo. De pronto sonó el timbre de la entrada y era muy tarde para que alguien llamase a esas horas. «¡Tara!», pensó esperanzado y corrió hacia la puerta.

Cuando la abrió, se encontró con sus dulces ojos color miel.

Lo primero que sintió fue un gran alivio, después, sin pensárselo dos veces, la abrazó con fuerza. Ella le correspondió, necesitada e inquieta. Se quedaron así unos segundos; a Damyan le resultaba difícil hacerse a la idea de que Tara realmente estaba allí, entre sus brazos. Se separó, cogió su cara con ambas manos y la miró. Se la veía cansada.

—¿Estás bien? ¿Te ha ocurrido algo? Dios mío, Tara, ¿dónde estabas? Me tenías muy preocupado. Gael se ha escapado y…

—Lo sé —dijo interrumpiéndolo.

—¿No te habrá…? —Entrecerró los ojos.

—No, tranquilo, estoy bien. Necesito sentarme.

—Ven, pasa.

Ambos entraron en el apartamento. Era la primera vez que Tara estaba allí, y se fijó en que tenía un largo pasillo y el suelo, de tarima de color claro, contrastaba con los muebles del salón, de color marrón. La cogió de la mano, la llevó hasta el sofá y se sentaron. Sin dejar de mirarla, Damyan posó una mano sobre su cuello y la acarició.

¿Qué había pasado? ¿Dónde había estado Tara? ¡Estaba tan enfadado y había sentido tanto alivio al verla! No insistiría, esperaría a que ella se decidiera a hablar. Estaba bien. Estaba viva. Eso era lo más importante.

—¿Tienes hambre? —preguntó.

—Sí, un poco.

—Bien, te prepararé unos huevos fritos con patatas. Nadie puede resistirse a eso —le dijo, levantándose y guiñándole un ojo.

Ella sonrió y asintió. Damyan se fue hacia la cocina. Llevaba ropa de andar por casa, un pantalón de algodón ancho y gris, con una camiseta de manga corta, blanca y de pico. Solo con ver sus brazos desnudos sentía la necesidad de tocarlo. Ese hombre estaba atractivo con cualquier cosa que se pusiera. Aun estando cansada, cuando se encontraba cerca de él su cuerpo respondía y ansiaba sus caricias.

A Tara le extrañó que Damyan no insistiera en preguntarle dónde había estado. Cuando Igor se la llevó su bolsa se había quedado frente a la puerta y ahora estaba… sobre la mesa del salón. Lo que significaba que él la había recogido de la entrada y que sabía que ella ya había estado allí antes. Bueno, ya pensaría qué decirle cuando llegara el momento. Ahora se merecía descansar un poco.

Se descalzó y sintió los pelillos de la alfombra metiéndose entre sus dedos. Parecía muy cómoda, mullida, y le dieron ganas de tumbarse sobre ella. Le apetecía quitarse el vestido y darse una ducha, pero lo mejor sería que cenase y se fuese de allí.

Pensaba en cómo sería la situación si no ocurriese todo aquello, cómo sería vivir una vida normal con Damyan, quedarse en su casa todas las noches, dormir a su lado… Tal vez eso nunca sucedería. Dentro de unos días podría estar muerta.

Fue a la cocina para ayudarle a poner la mesa y se quedó gratamente sorprendida al ver los muebles de color rojo y la encimera negra. Era funcional, tenía lo justo para poder cocinar y estar cómodo. Él le dijo que cenarían fuera, pues hacía muy buen tiempo, y Tara salió a la terraza. Era amplia, por lo que, además de una pequeña mesa con cuatro sillas, había sitio para unas pequeñas tumbonas. Cada vez le gustaba más el apartamento.

Mientras ponían la mesa, Damyan no dejaba de mirarla. Cuando le dio los vasos sus dedos se rozaron y Tara sintió un calambre en la mano. Lo miró y descubrió que estaba observando su escote. Se notaba que él también tenía hambre, pero no de comida.

Damyan se riñó a sí mismo. No sabía qué le ocurría, no quería agobiarla; debía de estar cansada y no tendría ganas de tonterías. Pero no podía evitarlo, lo único que quería era lanzarse sobre ella y besarla.

—¿Queda algo por llevar? —preguntó Tara.

—Las aceitunas rellenas—dijo señalando un cuenco.

—Um, me encantan las aceitunas.

Fue a coger una y Damyan la paró. Se miraron y sintió la tensión de nuevo. Despacio, él cogió una y se la acercó a la boca tocando sus labios. Ella la mordió y rozó sus dedos. Damyan entornó los ojos, percibiendo su contacto.

Saboreó despacio la aceituna mientras él la penetraba con la mirada. «No seas tonta, no lo provoques, no vas a quedarte y eso hará más difíciles las cosas». Se sentía vulnerable, no le quedaban muchas fuerzas para resistirse y sabía que si cedía, si caía rendida en sus brazos, él la engatusaría y acabaría contándole lo sucedido esa noche. Pero era tan difícil contenerse… Tenía unas ganas irrefrenables de besarlo.

Como si hubiera adivinado sus pensamientos, Damyan se acercó y presionó su cuerpo contra ella. Su mirada bajó hacia la boca, siguiendo por su cuello hasta llegar a los pechos. Sintió la caricia de su mirada en la piel.

No podía seguir así. Tenía que salir de allí.

—Bueno, vamos a cenar —dijo, apartándolo y alejándose de él.

Damyan sabía que Tara estaba intentado evitar lo inevitable. Iba a dejar que se relajase, pero después le haría el tercer grado. Ya no podía esperar más a que ella decidiera hablar. Conseguiría que le contara dónde demonios había estado. Estaba seguro de que le ocultaba algo.

Salieron a la terraza y se pusieron a cenar. Él comenzó a hablarle de un pub de rock que estaba muy bien, iba mucha gente y la bebida no era muy cara. Tara ya lo conocía; sabía que hablaba de cosas intrascendentes para que ella se relajase, pero no iba a permitir que se marchara sin darle una explicación de su ausencia. La paciencia que mostraba era rara en él, pero también era un augurio de lo que se avecinaba.

Finalmente, mientras recogían la mesa, le preguntó lo que temía:

—¿Qué ha ocurrido? —le dijo a la vez que dejaba los platos en la pila.

Tara se quedó callada, no podía contárselo, pero debía decirle algo.

—Estoy bien, es lo único que puedo decirte.

—No, Tara, no estás bien. Esta tarde encontré una bolsa con tu ropa en la entrada de mi casa. ¿Te puedes hacer una idea de lo que sentí al verla? —Se apoyó en la encimera con una mano—. No puedes llegar como si nada y decirme que estás bien.

—Lo siento. —Se moría por confesarle que la habían atado y amenazado, y que lo necesitaba más que nunca. Pero no lo hizo—. Estoy cansada.

Damyan la observó. Estaba muy pálida y las ojeras se marcaban debajo de sus ojos. Sabía que algo había ocurrido, pero de nuevo se volvía hermética y distante, y no se lo quería contar. ¿Por qué era tan difícil para ella confiar en él? Esta vez no iba a salirse con la suya, porque no pensaba darse por vencido.

—Está bien, hoy no voy a presionarte. —Se aproximó y posó las manos en su cintura y fue subiendo con los pulgares por el ombligo al mismo tiempo que hundía la boca en el hueco de su cuello—. Nena, me tenías tan preocupado… —Torturó su oreja con húmedos besos.

—Espera… Damyan… —Intentaba resistirse, pero el deseo comenzaba a crecer como un vendaval sin dejarla pensar.

—Hoy por fin dormiremos juntos, pero me portaré bien. Solo necesito tocarte un poco más. —Llegó hasta su boca y le mordió el labio inferior.

Miles de espirales de placer revolotearon en su cuerpo. Tenía que decirle que no se quedaría. Si no se lo decía al final sucumbiría y acabaría quedándose.

—No, para, espera. —Se interrumpió al sentir que una de sus manos tocaba su clavícula y luego bajaba hasta la curvatura del seno. Un gemido salió de su boca. Sentía que se abrasaba donde él la acariciaba.

—Solo un beso —susurró en su boca.

Damyan tenía los ojos negros por el deseo y en sus pupilas se reflejaba la necesidad que tenía de ella. Deslizó una mano por su cuello y llegó hasta la nuca. Juntó suavemente los labios contra los suyos y la besó despacio. «Para ya, déjala descansar», se regañó a sí mismo, pero no lo hizo. Penetró más con la lengua y sintió que Tara respondía. La escuchó gemir y sintió un latigazo de deseo en su miembro. «Dios, tengo que controlarme». Pero era complicado viéndola tan receptiva. Tara le cogió del cuello y clavó las uñas. El beso se hizo más profundo e intenso. Sin poder controlarse, Damyan bajó la mano hasta la falda y se coló entre sus muslos. Ella dejó de besarlo.

—Damyan, no puedo…

—Sí puedes, nena.

—No, no lo entiendes —dijo, sofocada por sus caricias—. No puedo quedarme contigo.

Él se paró en seco. Clavó los ojos en los suyos.

—¿De qué estás hablando?

—No voy a quedarme aquí contigo, me iré a casa. —Bajó la mirada para no tener que seguir viendo la decepción que se reflejaba en sus ojos.

Se apartó de ella y apoyó ambas manos en la encimera, dándole la espalda.

—¿Me estás diciendo que no vas a quedarte aquí hasta que encuentren a Gael?

—Eso es —contestó en voz baja. Vio cómo se tensaba y apretaba la encimera con fuerza hasta que sus dedos se pusieron blancos. Se dio la vuelta y la miró con dureza.

—¿A qué juegas, Tara? ¿Quieres volverme loco?

—No, es lo último que quiero, pero…

—Pero es mejor reírse del gilipollas que tienes delante —dijo interrumpiéndola—. Si no ibas a quedarte, ¿para qué coño viniste, en primer lugar?

—Quería que supieras que estaba bien, me mandaste aquel mensaje y Carol me dijo que no hablase con nadie.

—¿Y por eso te presentas con una bolsa llena de ropa, la dejas delante de mi puerta y te marchas para volver al cabo de unas horas, después de haberme hecho pasar los peores momentos de mi vida?

—Da igual lo que pienses, tengo que irme. —No podía seguir teniendo esa conversación, odiaba mentirle.

Damyan estaba cada vez más fuera de sí. ¿Cómo era posible que hubiera cambiado de opinión? Carol le dijo que Tara había dejado de huir por él, que no se había ido de la ciudad para quedarse a su lado… Y ahora estaba diciendo que debía irse. No entendía nada. La rabia y la impotencia eran los únicos sentimientos que experimentaba en esos momentos. Tara salió de la cocina y fue al salón a recoger sus cosas.

Cogió la bolsa que estaba encima de la mesa y fue andando hacia la puerta. De repente sintió un tirón y él se la quitó.

—¿Qué haces?

—No te irás. —El tono de su voz era bajo y amenazador.

—Claro que me voy. Dame la bolsa.

Se fue acercando a la vez que ella retrocedía.

—No, Tara, no lo harás. Si crees que vas a salir por esa puerta estás muy equivocada.

—Bien, si no quieres dármela la dejaré aquí. No hay ningún problema.

Se dio media vuelta y se dirigió con decisión a la puerta de la entrada. Damyan la agarró por detrás y la envolvió en sus brazos.

—Si tengo que atarte a la cama lo haré, no lo dudes —susurró en su oído.

Tara se estremeció. Ese comentario despertó sus instintos más primitivos. Cómo la alteraba con sus palabras… Aun así debía irse. Forcejeó intentado liberarse.

—No luches, te lo digo muy en serio, no te irás de aquí.

Tenía que ser más inteligente. Por la fuerza no podría escaparse de él, así que dejó de resistirse.

—Está bien, suéltame. —Percibió la duda en él, pero finalmente la soltó—. Voy al baño.

Damyan curvó los labios en una pequeña sonrisa. Sabía lo que pretendía hacer y no pensaba permitírselo. Seguía muy enfadado.

—Bien, voy contigo.

—Ni se te ocurra. ¿Me vas a seguir por toda la casa?

—Si es necesario lo haré.

Sus miradas se encontraron desafiantes, esperando ver cada uno cuál sería el siguiente paso del otro. Ella se había separado un poco de él y aprovechó para correr en dirección a la puerta. Damyan la agarró del vestido, que se rasgó de arriba abajo. La cogió del brazo impidiendo que se fuera.

—¡Gilipollas! Me has roto el vestido —gritó enfadada.

Escudriñó su cuerpo. Se había quedado en ropa interior, sus pechos resaltaban turgentes con un sujetador negro, la respiración agitada hacía que se hincharan y ya no pudo controlarse más. La cogió y la subió en su hombro.

—¿Qué haces? ¡Bruto! ¡Bájame! —Comenzó a patalear. La llevaba como si fuera un saco de patatas. ¡Ese hombre era increíble! Lo único que Tara quería en esos momentos era darle una patada en las pelotas.

La llevó por el pasillo hasta su dormitorio. Cuando llegaron la tiró sobre la cama.

—Voy a atarte a la cama —le dijo con una mirada ardiente y de suficiencia.

—¡Cabrón!

—Qué boquita tienes, Tara.

Se acercó a la mesilla y cogió un preservativo. Se quitó la camiseta y Tara se dio un festín observando su cuerpo duro y masculino. Lástima que estuviera tan enfadada. Al ver que él se aproximaba de nuevo a la cama decidió que no podía perder más tiempo contemplándolo, se levantó de un salto y salió disparada de la habitación. Maldiciendo, Damyan corrió detrás de ella. Parecía que estaban jugando al gato y al ratón. Y ella era el ratón.

La alcanzó en el salón y la tiró sobre la alfombra. Se colocó encima, sujetándole los brazos con ambas manos.

—¡Quítate de encima! ¡Capullo! —Sentir su cuerpo sobre ella la estaba poniendo a cien, con una mezcla de rabia y deseo.

—Tengo que enseñarte modales, cariño —le dijo con una sonrisa ladina.

—Gilip… —No pudo terminar, pues él saqueó su boca, poseyéndola.

Un gruñido salió de la garganta de Damyan. Con una mano le sujetó los brazos, que tenía por encima de la cabeza, y metió la otra por debajo de su falda hasta encontrar las bragas, que rasgó sin dejar de besarla. Tara protestaba, no sabía si negarse o rendirse. Se preguntaba cómo era posible que la pudiera sujetar solo con una mano: desde luego tenía mucha fuerza. Pensó que no podría soltarse aunque quisiera, y ese pensamiento la asustó. No estaba segura de si quería que la liberase.

Estaba húmeda y caliente y él lo notó.

—Mierda, nena.

—Para… —Su voz sonó lejana y excitada.

Se puso a horcajadas encima de ella y la soltó, pues necesitaba las dos manos para abrir el envoltorio del preservativo. En cuanto se vio libre, Tara empezó a darle manotazos para que se apartara y Damyan, con gesto cansado, volvió a inmovilizarle los brazos por encima de la cabeza.

Tara se quedó quieta, respirando con dificultad.

—Voy a follarte. No luches, estás húmeda y demasiado excitada para negarte.

Le miró con ira y deseo. Lo peor de todo era que tenía razón. Finalmente logró ponerse el preservativo y se tumbó sobre su cuerpo. Tenía los pantalones medio bajados y colocó el pene en su entrada.

—Ahora, cariño, vas a suplicarme que te la meta.

—No lo haré…

—Es cierto, esta vez no lo harás, pero no porque no lo estés deseando. —Metió el capullo en su suave y húmeda entrada. Ambos respiraban con dificultad—. Ahora es el momento, dime que quieres que salga de tu interior y lo haré.

Tara dudó, estaba muy cabreada con él, sí, pero ya era demasiado tarde para rechazarlo. La lujuria circulaba libremente por su cuerpo y ella era demasiado débil para negarse.

—¿Quieres que te la meta?

Asintió con la cabeza.

—No te oigo.

—Sí… —murmuró.

La besó y gruño. Tara pensó que entraría en ella con un fuerte empujón, pero no fue así. Lo hizo despacio, sintiendo cada parte de su grueso miembro ensanchándola, abriéndola lentamente. Elevó las caderas hacia él para que profundizara más. Lo necesitaba en su interior y él no se hizo esperar: la invadió por completo y comenzó a moverse muy despacio, lo que impacientó a Tara, que solo deseaba que se moviera más rápido, que la liberase de la agonía que estaba sufriendo por su paciencia. Finalmente cedió y movió sus caderas más deprisa, llenándola y avivando su excitación hasta casi rozar el orgasmo. Tara le clavó las uñas en la espalda y él echó la cabeza hacia atrás presa del dolor y el placer.

Era tal la necesidad que sentían el uno por el otro que el placer parecía amplificarse hasta un punto increíble. La embistió con fuerza y apretó sus caderas contra su pelvis para rozarle el clítoris; después de unos empujones más, gritó al sentir el orgasmo. Sin parar de moverse, siguió penetrándola hasta que se corrió dentro de ella.

—Y después de esto, ¿todavía piensas en irte, Tara?