Tara dejó el teléfono móvil encima de la mesa. Acababa de tener una conversación con Carol. Necesitaba hablar con ella y prefería que se vieran para poder aclarar todas las dudas. Quedarían después del trabajo. Damyan tenía razón, no podía estar constantemente huyendo, pero antes quería asegurarse de que la gente de su alrededor no estaría en peligro.
Nunca pensó que pudiera echarlo tanto de menos. Años atrás había aprendido a controlar sus sentimientos, pero con él todo se estaba volviendo demasiado especial. No podía creer que ese vacío que todavía sentía en el pecho fuera por su ausencia. Había oído decir que el amor podía provocar esas sensaciones, que realmente te doliera el corazón, que literalmente te faltara el aliento… Pero jamás lo había creído. Todo aquello le parecían exageraciones. Tampoco sabía si podía llamar amor a lo que sentía por Damyan, aunque era lo más cercano a esa palabra tan temida para ella. Estaba comprobando en su piel todos y cada uno de esos sentimientos. ¿Era eso lo que se sentía al estar enamorada?
Dependiendo de lo que le dijera Carol, tomaría una decisión u otra.
* * *
Todavía era muy temprano y en el hospital no había entrado el nuevo turno. Dos enfermeras permanecían en su puesto, detrás de un escritorio donde podían vigilar todos los monitores de los pacientes. Una le contaba a la otra las ganas que tenía de irse a casa. El día anterior apenas había pegado ojo por su hijo de dos años. De pronto sonó la alarma en una de las habitaciones. Ambas se levantaron y fueron rápido a ver qué ocurría. Se encontraron a Gael agitándose en la cama con unas terribles convulsiones. Le salía espuma por la boca y tenía los ojos en blanco.
—Rápido, sujétalo —ordenó una de ellas.
Gael no dejaba de moverse de un lado a otro. Se había sacado las vías y le sangraban los brazos. Se estaba provocando una herida en la muñeca al moverse tan violentamente, tenía las esposas puestas y estaba tirando de ellas sin parar. En ese momento entró Alberto a la habitación.
—Está teniendo un ataque. Corre, ve a por la inyección de Diazepam —le dijo una de las enfermeras. El policía que le vigilaba apareció en ese instante.
—Mierda, ¿qué ocurre? —Se tocó el pelo con gesto preocupado—. Solo he ido un momento a por un café.
—Por favor, suéltele las esposas y salga de la habitación. Le avisaremos en cuanto pueda entrar —le dijo la enfermera al mando.
Fue algo complicado quitarle las esposas y el policía necesitó varios intentos antes de poder hacerlo, pues Gael no paraba de moverse. Cuando al fin se las pudo quitar salió al pasillo y esperó fuera. Alberto entró corriendo con la inyección y se la dio a su compañera… Y entonces, cuando se disponía a pincharle en el brazo, y para sorpresa de todos, Gael le quitó la jeringuilla y cogió a la enfermera que tenía más cerca. En unos segundos se había puesto de pie, la tenía atrapada contra su cuerpo. Sacó el líquido que había dentro de la jeringuilla y la lleno de aire; luego colocó la aguja en el cuello de la mujer, amenazando con clavársela. Alberto no se lo podía creer, el terror se veía reflejado en el rostro de su compañera, el pelo rubio se le pegaba a la frente y estaba pálida, totalmente indefensa.
—¡Atrás! ¡Todos atrás! —gritó Gael.
Entró de nuevo el policía al oír los gritos. Sacó la pistola y le apuntó.
—¡Suéltala! —ordenó el agente.
—Salgan todos de la habitación o la mato.
Se quedaron en silencio, nadie se movía y el policía apretaba cada vez más el gatillo. Alberto pensó que el agente iba a disparar, incluso estando su compañera en medio, pero no lo hizo; se limitó a retroceder lentamente a la vez que Gael avanzaba. Seguía detrás de la enfermera, utilizándola como escudo humano.
—No seas idiota, Gael, no podrás salir de aquí —le espetó el policía.
Él lo ignoró sin dejar de mirar en todas direcciones. Todos se quedaron quietos, pero el policía hizo el amago de acercarse y Gael le clavó un poco la aguja en el cuello a la enfermera.
—Si te acercas más le inyectaré el aire.
—Está bien, está bien. Tranquilo —le dijo levantando las manos.
Gael siguió huyendo muy pegado a la pared en dirección a los ascensores. La poca gente con la que se encontraba se apartaba asustada. Llamó al ascensor sin dejar de observar a su alrededor, por si se le acercaba alguien.
Cuando finalmente llegó a su planta, se abrieron las puertas y se metió dentro. Había solo un señor mayor, que se apoyó en la pared para dejarlo pasar. En cuanto se cerraron las puertas Gael lo amenazó:
—Quítese ahora mismo la chaqueta, los pantalones y los zapatos. —El señor, confundido, lo miraba con horror; estaba paralizado—. ¡Ahora, viejo! —gritó.
El anciano logró desabrocharse la chaqueta, pero le temblaban las débiles manos.
—Más rápido —volvió a gritarle, mientras la enfermera no dejaba de sollozar.
El ascensor se paró en una de las plantas y una pareja intentó subir, pero Gael no les dejó entrar.
—¿Tienes coche? —preguntó Gael a la enfermera.
—Sí —murmuró.
—¿Dónde?
—En el garaje.
—Bien. Llévame hasta allí.
—No tengo las llaves aquí. —La voz le temblaba.
—No importa, no es la primera vez que robo un coche.
Cuando el anciano terminó de quitarse la ropa, Gael les ordenó que se apoyaran en la pared, de espaldas y con las manos extendidas. Se vistió tan rápido que ya había terminado de hacerlo cuando el ascensor llegó al sótano. Gael y la enfermera salieron mientras que el anciano se quedaba en el ascensor, medio desnudo y paralizado.
La obligó a que lo llevara junto a su coche. En cuanto lo tuvo delante, rompió el cristal de varias patadas.
—¡Vamos, sube!
—Por favor, deje que me vaya —le dijo con los ojos llorosos.
—No. He dicho que subas.
Ella obedeció sin parar de llorar. Gael hizo rápidamente el puente y el coche arrancó. Salió a toda velocidad justo en el momento en que el policía aparecía corriendo por la puerta principal del hospital. Fue milagroso que no se llevara a nadie por delante en su alocada carrera: se saltó varios ceda el paso y todos los semáforos hasta que salió a la autopista. Se oían a lo lejos las sirenas de los coches de la policía y Gael, decidido a no dejarse atrapar, fue adelantando a toda velocidad a cualquier vehículo que se le pusiera por delante, hasta que se desvió por una de las salidas de la autopista. Ya no veía a la policía por ningún lado. Tenía que deshacerse de ese coche cuanto antes.
Llegó a un barrio y le gritó a la enfermera que se bajara. Ella no lo dudó ni un segundo, abrió la puerta y salió corriendo. Arrancó de nuevo y siguió conduciendo en busca de otro coche que pudiera robar. Después de callejear durante varios minutos encontró un vehículo que le pareció apropiado para pasar desapercibido.
* * *
Tara entró en la cafetería donde había quedado con Carol y enseguida la vio, sentada en una de las mesas del fondo. Su pelo rubio recogido en una coleta la hacía parecer más joven, aunque se notaba que el tiempo también había pasado para ella. Siempre la había considerado una mujer con carácter y tenía uno de esos rostros que emanaban personalidad. Cuando llegó a su lado, Carol se levantó y, para sorpresa de Tara, la abrazó con fuerza. Sentía una gratitud enorme por todo lo que le había ayudado en el pasado, y se dio cuenta de que Carol también le tenía un gran afecto. La policía se apartó y la observó:
—¡Cómo has crecido!
Tara sonrió.
—¿Llevas mucho esperando?
—No, acabo de llegar. Te estaba esperando para pedir algo. ¿Qué quieres tomar?
—Un poleo menta.
—Bien, mejor voy a la barra y lo pido allí.
Después de varios minutos, volvió y se sentó dejando las bebidas en la mesa de madera. La última vez que hablaron por teléfono se pusieron brevemente al día de sus vidas, pero esta vez profundizaron más. Carol le contó que no se había casado. Cuando se conocieron ella salía con un compañero del cuerpo de policía, pero no funcionó. Después tuvo varias relaciones, aunque nunca cuajaron. Según ella trabajaba demasiado y no tenía tiempo para estar con alguien.
Tara le relató cómo le fue la vida en Cádiz y lo bien que estaba ahora en Madrid. Le dijo todo lo que le había ocurrido con Damyan, incluido cuando Gael descubrió su foto en el teléfono móvil.
—¿Por eso me has llamado? —preguntó Carol, bebiendo un sorbo de la taza de café.
—La verdad es que he pensado en volver a marcharme, pero no estoy segura de si debo hacerlo. Siempre me has insistido en que Gael ya no tiene el mismo poder que antes, pero no me fio de él, y menos ahora que sabe que estoy aquí.
Carol agarraba la taza con ambas manos, se quedó callada mirando el líquido negro de su interior. Parecía que estaba pensando en lo que iba a decirle.
—Tara, la verdad es que es una decisión muy personal.
—Lo sé.
—La organización de Igor cada día está más debilitada. Él está en busca y captura por robos, estafas, blanqueo de dinero, tráfico de mujeres… Pero no lo encontramos. Estoy convencida de que, aun así, en cuanto Gael pise la cárcel van a terminar el trabajo que no pudieron finalizar. Hasta él mismo lo sabe.
—No quiero irme de aquí —murmuró Tara.
—¿Es por ese hombre? ¿Damyan?
Tara bajó la mirada y asintió con la cabeza. Carol cogió sus manos intentando reconfortarla.
—Me da miedo quedarme y que haga algo a mis amigos… o a Damyan.
—Sinceramente, no creo que sea así, pero ya sabes que no te lo puedo confirmar con seguridad. Estaré al tanto de todo lo que le ocurra. De hecho, tengo a compañeros informándome de los progresos de ese hijo de puta.
Tara miró a los intensos ojos azules que tenía aquella mujer con la que siempre se había sentido segura. La que en una ocasión le había salvado la vida.
—Bien, entonces creo que no me iré. No quiero seguir viviendo con miedo.
—De acuerdo, te mantendré informada y tú me tendrás que ir diciendo qué tal te va con ese hombre que ha hecho que te derritas. Eso es algo difícil, eres una de las mujeres más duras que conozco —le guiñó un ojo.
—¡Qué exagerada! Tú sí que eres dura.
—Y así me va.
Ambas se empezaron a reír. En ese momento llamaron al teléfono de Carol. Según iba escuchando al interlocutor al otro lado del móvil, su rostro fue cambiando hasta que se quedó pálida. Por su actitud, Tara sabía que algo malo había ocurrido.
—Gracias. Por favor, infórmame de cualquier novedad —dijo justo antes de colgar.
—¿Estás bien?
Carol se quedó callada y Tara intuyó que había sucedido algo que a su amiga le resultaba difícil contarle. Sin saber por qué, pensó en él.
—¿Gael? —preguntó en voz baja.
Carol asintió a la vez que le soltaba la bomba:
—Se ha escapado.
—Pero… ¿cómo es posible? —Tara se levantó de golpe de la silla y el tono de su voz aumentó—. Se supone que allí estaba vigilado. ¿Cómo coño se ha escapado?
Sacó dinero del bolso y lo puso encima de la mesa. Sin mirar atrás salió corriendo de la cafetería, sintiendo de nuevo aquella familiar sensación de ahogo. Carol la siguió y la vio apoyada en la puerta mirando hacia el cielo.
—Tranquila, Tara. Creo que lo mejor es que te acompañe a casa y que esta noche duermas en un hotel hasta que descubramos su paradero.
—Mierda. El muy cabrón está logrando que huya de nuevo.
Tara sentía rabia, miedo, frustración. No se podía creer que realmente estuviera ocurriendo aquello. Cuando por fin había decidido quedarse allí, el muy capullo se había escapado trastocando su mundo de nuevo. Tuvo el mismo sentimiento que hacía unos años, todos los recuerdos se agolparon en su mente. La huida, la pérdida de identidad, la incertidumbre. Algo que no quería volver a experimentar.
Finalmente accedió y se fue con Carol a su apartamento para recoger algo de ropa. Lo mejor sería dormir en un hotel. Tenía que pensar muy bien en las decisiones que iba a tomar.