¿Acaso ya presentía que llegaría a esto? Cuando robé ese frasco de la cartera de Paula pensaba tirarlo: y lo oculté en el fondo de mi cajón de guantes. Me bastaría subir a mi cuarto, me bastaría un gesto y habría terminado. Me tranquiliza pensar eso. Apoyo mi mejilla contra el pasto tibio y digo en voz baja: «Quiero morir». Mi garganta se desanuda y me siento de pronto muy serena.
No es a causa de Lewis. Hace quince días que la gran orquídea se marchitó, la tiré, asunto arreglado. Ya en Chicago empecé a curarme: me curaré, no puedo impedirlo. No es a causa de esos hombres que asesinan en todos lados, ni a causa de la guerra que amenaza: ser matado o morir no hace tanta diferencia, y todo el mundo muere, más o menos a la misma edad, con unos cuarenta años de diferencia. No. Nada de todo eso me importa; si las cosas me importaran me sentiría viva, no desearía dejar de ser. Pero de nuevo, como en esa noche de mis quince años en que grité de miedo, la muerte me acorrala. Ya no tengo quince años. Ya no tengo la fuerza de huir. Por unos días de espera, el condenado a muerte se cuelga en su celda: ¡y quieren que yo tenga años de paciencia! ¿Para qué? Estoy cansada. La muerte parece mucho menos terrible cuando uno está cansado. Si puedo morir del deseo que siento por ella, aprovechémoslo.
Hace quince días que esto dura: desde el momento en que llegué a París. Roberto me esperaba en la estación de los Inválidos. No me vio enseguida. Caminaba a lo largo de la acera con pasitos de anciano y pensé de pronto: «¡Es viejo!». Me sonrió; su mirada era siempre igualmente joven; pero su rostro empezó a descomponerse, se descompondrá hasta el día en que se descomponga del todo. Desde entonces no dejo de pensar: «Tiene para diez o quince años, para veinte quizá: ¡es corto veinte años! Y luego morirá. Morirá antes que yo». De noche me despierto sobresaltada, me digo: «Morirá antes que yo». Esta mañana hablaban con Enrique, decían que había que volver a empezar, que uno siempre vuelve a empezar, que no se puede hacer otra cosa, hacían planes, discutían. Y yo miraba sus dientes; sólo eso es leal en un cuerpo: los dientes, donde el esqueleto se descubre; yo miraba el esqueleto de Roberto y me decía: «Espera su hora». La hora llegará. Nos dejan languidecer durante un tiempo más o menos largo, pero no hay perdón. Veré a Roberto acostado sobre una cama, la tez de cera, una falsa sonrisa en los labios, estaré sola ante su cadáver. ¡Qué mentira los tranquilos yacentes de piedra que duermen el uno junto al otro en las criptas, y esos esposos enlazados sobre sus urnas funerarias! Se puede mezclar nuestras cenizas: no confundirán nuestras muertes. Durante veinte años creí que vivíamos juntos; pero no; cada uno está solo encerrado en su cuerpo con sus arterias que se endurecen bajo la piel que se seca, con su hígado, sus riñones que se gastan y su sangre que palidece, con su muerte que madura sordamente en él y que la separa de todos los demás.
Sé la que Roberto me diría, ya me la ha dicho: «No soy un muerto postergado. Soy un vivo». Me había convencido. Pero entonces le hablaba a una viva y la vida es la verdad de los vivos. Yo jugaba con la idea de la muerte: con la idea solamente: yo pertenecía todavía a ese mundo. Hoy es otra cosa. Ya no juego. La muerte está ahí; oculta el cielo celeste, ha devorado el pasado y devora el porvenir; la tierra está helada, el vacío la recobró. Un mal sueño flota todavía a través de la eternidad: una pompa de jabón que voy a reventar.
Me levanto sobre un codo; miro la casa, el tilo, la cuna donde duerme María; es un día como los demás y en apariencia el cielo está azul. ¡Pero qué desierto! Todo calla. Quizá ese silencio es únicamente el silencio de mi corazón. Ya no hay amor en mí para nadie, para nada. Yo pensaba: «¡El mundo es vasto, inagotable, no nos basta una existencia para gozarlo!». Y lo miro con indiferencia, ya no es más que un inmenso exilio. Qué me importan las lejanas galaxias y los millares de hombres que me ignoran para siempre. Sólo tengo mi vida, sólo ella cuenta y justamente ella ya no cuenta. Ya no veo qué puedo hacer sobre la tierra. ¡Mi oficio, qué irrisión! ¿Cómo puedo impedirle a una mujer que llore, obligar a un hombre a que duerma? Nadine quiere a Enrique, ya no cuento para ella. Roberto ha sido dichoso conmigo, pero también lo hubiera sido con otra o solo. «Dale papel y tiempo y no le falta nada». Me echará de menos, por supuesto; pero no está dotado para la nostalgia y además él también estará pronto bajo tierra. Lewis tenía necesidad de mí; pensé: «Es demasiado tarde para empezar, demasiado tarde para volver a empezar». Me di razones, todas las razones me han abandonado; ya no me necesita. Tiendo la oreja: ni un llamado, en ninguna parte. Nada me defiende contra ese frasquito que me espera en el fondo del cajón de guantes.
Me erguí, miré a María. Sobre su carita firme vuelvo a ver mi muerte. Un día tendrá mi edad y yo ya no estaré aquí. Duerme, respira, es bien real: es la realidad del porvenir y del olvido. Será el otoño, paseará por este jardín tal vez, o por otra parte; si por casualidad pronuncia mi nombre nadie contestará: y mi silencio se perderá en el silencio universal. Pero ni siquiera lo pronunciará; mi ausencia será tan perfecta que todo el mundo la ignorará. Ese vado me da vértigo.
Sin embargo, recuerdo, la vida fue hermosa como una feria, a veces, y el sueño tierno como una sonrisa. En Gao dormíamos en la terraza del hotel, a la madrugada la brisa se engolfaba en el mosquitero y la cama bailaba como un barco; era en el puente de un barco con olor a alquitrán, una gran luna naranjada se levantaba detrás de Egina; el cielo y la tierra se mezclaban en las aguas del Mississippi, la hamaca se mecía en el patio donde croaban los patos y yo veía las constelaciones apretujarse sobre mi cabeza. Dormí en la arena de las dunas, en el heno de las granjas, sobre el musgo, sobre agujas de pino, bajo carpas, en el estadio de Delfos y en el teatro de Epidauros con el cielo por techo, sobre el piso de las salas de espera, sobre banquetas de madera, en viejas camas de baldaquines, en grandes camas campesinas rellenas de plumas y en balcones, en bancos, en los techos. Dormí también entre unos brazos.
¡Basta! Cada recuerdo despierta una agonía. ¡Cuántos muertos llevo en mí! Muerta la chiquita que creía en el paraíso, muerta la joven que creía que los libros eran inmortales, y las ideas y el hombre a quien amaba eran inmortales, muerta la mujer joven que paseaba feliz por un mundo que ella creía prometido a la felicidad, muerta la enamorada que despertaba riendo entre los brazos de Lewis. Están tan muertas como Diego y como el amor de Lewis; ellas tampoco tienen tumba: por eso se les prohíbe la paz de los infiernos; ellas todavía recuerdan débilmente y gimen pidiendo el sueño. Piedad para ellas. Enterrémoslas todas a la vez.
Caminé hacia la casa, pasé sin hacer ruido ante la ventana de Roberto. Está sentado a su mesa, trabaja; ¡cómo está de cerca! Cómo está de lejos. Bastaría llamarlo, me sonreiría: ¿y después? Me sonreiría a distancia, una distancia infranqueable. De su vida a mi muerte no hay puente. Subí a mi cuarto, abrí el cajón de guantes: tomé el frasco. La muerte que está en mí la tengo en la mano: sólo un frasquito oscuro; de pronto ya no me amenaza, depende de mí. Me acosté sobre la cama, apretando el frasquito, cerré los ojos.
Tenía frío y sin embargo transpiraba: tenía miedo. Alguien iba a envenenarme. Era yo, ya no era yo, era noche cerrada, todo estaba muy lejos. Apreté el frasco, tenía miedo. Pero con toda mi alma quería vencer al miedo. Lo venceré. Beberé. Si no todo volverá a empezar. No quiero. Todo volverá a empezar; volveré a encontrar mis ideas en orden, siempre en el mismo orden y también las cosas y la gente, María en su cuna, Diego en ninguna parte, Roberto dirigiéndose apaciblemente hacia la muerte, Lewis hacia el olvido, yo hacia la razón, la razón que mantiene el orden: el pasado atrás, el porvenir adelante, invisible, la luz separada de las tinieblas, ese mundo emergiendo victoriosamente de la nada y mi corazón justo ahí donde late, ni en Chicago, ni junto al cadáver de Roberto, sino en su jaula, bajo mis costillas. Todo volverá a empezar. Me diré: «Tengo una crisis de depresión». Explicaré con la depresión la evidencia que me clava sobre esta cama. ¡No! Ya he renegado bastante, he olvidado bastante, he huido bastante, he mentido bastante; una vez, una sola vez y para siempre quiero que triunfe la verdad. La muerte ha vencido: ahora ella es verdadera. Basta un gesto y esa verdad será eterna.
Abrí los ojos. Era de día; pero ya no había diferencia entre la noche y el día. Yo flotaba sobre el silencio: un gran silencio religioso como en el tiempo en que me acostaba sobre mi acolchado esperando que un ángel me llevara. El jardín, el cuarto, callaban. Yo también. Ya no tenía miedo. Todo aceptaba mi muerte. Yo la aceptaba. Mi corazón ya no late para nadie: es como si ya no latiera en absoluto, es como si todos los demás hombres ya hubieran caído hechos polvo.
Subieron ruidos del jardín: pasos, voces; pero no turbaban mi silencio. Veía y estaba ciega, oía y estaba sorda. Nadine dijo en voz muy alta e irritada. «Mamá no debió dejar a María sola». Las palabras pasaron por encima de mi cabeza sin rozarme: las palabras ya no pueden alcanzarme. De pronto hubo en mí un débil eco: un ruidito que me roía: «¿Habrá pasado algo?» María sola en el césped: un gato podía arañarla, un perro morderla. No; reían en el jardín; pero el silencio no había vuelto a cerrarse. El eco repetía: «No debí». E imaginé la voz de Nadine enorme e indignada: «¡No debiste! ¡No tenías derecho!». La sangre me subió al rostro y algo vivo me quemó el corazón: «¡No tengo derecho!». La comezón me despertó. Me erguí, miré las paredes medio atontada; tenía el frasco en la mano, el cuarto estaba vacío, pero ya no estaba sola. Entrarán a mi cuarto; no veré nada pero me verán. ¿Cómo no lo pensé? No puedo infligirles mi cadáver y todo lo que seguirá en sus corazones: Roberto inclinado sobre esa cama. Lewis en la casa de Parker con palabras que bailan ante sus ojos, los sollozos furiosos de Nadine. No puedo. Me levanté, di algunos pasos, caí sentada ante mi espejo. Es raro. Moriré sola; sin embargo, mi muerte la vivirán los otros.
Me quedé largo rato ante el espejo mirando mi rostro de resucitada. Los labios se hubieran puesto azules, la nariz exangüe; pero no para mí: para ellos. Mi muerte no me pertenece. El frasco está todavía aquí al alcance de mi mano, la muerte está siempre presente: pero los vivos lo están aún más. Por lo menos mientras viva Roberto no podré escaparles. Guardo el frasco. Condenada a muerte; pero también condenada a vivir. ¿Cuánto tiempo? ¿Diez años? ¿Veinte años? Yo decía veinte años es poco. Ahora diez años me parece infinito; un largo túnel negro.
—¿No bajas?
Nadine golpeó, entró, está de pie a mi lado. Me siento palidecer. Hubiera entrado, me hubiera visto sobre la cama, el cuerpo convulsionado: ¡qué horror!
—¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? —preguntó con voz inquieta.
—Me dolía la cabeza. Subí a tomar aspirina.
Mi voz sale sin esfuerzo de mi boca, me parece normal.
—Y dejaste a María sola —dijo Nadine en tono de reproche.
—Iba a bajar en seguida, pero te oí. Entonces me quedé a descansar un rato —agregué—: Ahora estoy mejor.
Nadine me mira con aire desconfiado: pero lo único que sospecha es que tengo penas sentimentales.
—¿Es verdad? ¿Te sientes mejor?
—La aspirina me hizo bien —me levanté para escapar a su mirada inquisidora—. Bajemos.
Enrique me tendió un vaso de whisky. Miraba papeles con Roberto, que se puso a explicarme cosas con aire alegre. Me pregunté con estupor: «¿Cómo he podido ser tan aturdida?»
«¿Cómo no he pensado en los remordimientos sin fin que le preparaba?». No, no era aturdimiento. Durante un instante estuve verdaderamente del otro lado, allí donde ya nada cuenta, donde todo es igual a nada.
—¿Me escuchas? —Me dijo Roberto—. ¿Dónde estás?
—Aquí —dije.
Estoy aquí. Ellos viven, me hablan, estoy viva. De nuevo salté a pies juntillas en la vida. Las palabras entran a mis oídos, poco a poco cobran un sentido. Aquí están los presupuestos del semanario y los formatos que propone Enrique. ¿No tengo alguna idea para el nombre? Ninguno de los que han pensado hasta ahora conviene. Busco un nombre. Me digo que puesto que han sido bastante fuertes para arrancarme a la muerte quizá sepan ayudarme a vivir de nuevo. Seguramente lo sabrán. O uno cae en la indiferencia o la tierra vuelve a poblarse; yo no caí. Puesto que mi corazón sigue latiendo, tiene que latir por algo o por alguien. Puesto que no soy sorda, oiré que me llaman de nuevo. ¿Quién sabe? Tal vez un día vuelva a ser feliz. ¿Quién sabe?