Capítulo XI

Una abeja zumbaba alrededor del cenicero. Enrique levantó la cabeza y respiró el olor azucarado de las madreselvas. De nuevo su mano se deslizó sobre el papel, terminó de copiar la página tachada. Les gustaban esas mañanas a la sombra del tilo. Quizá era porque no hacía nada más que escribir. Le parecía de nuevo algo importante un libro. Y además estaba contento que a Dubreuilh le hubiera gustado su novela; seguramente este relato también le gustaría. Enrique tenía la impresión de que por una vez había hecho exactamente lo que se había propuesto hacer: es agradable estar en paz consigo mismo.

La cabeza de Nadine apareció en una ventana entre dos postigos azules.

—¡Qué aspecto estudioso! Pareces un colegial que hace sus deberes de vacaciones.

Enrique sonrió; se sentía una conciencia limpia y feliz de colegial.

—¿María está despierta? —preguntó.

—Sí, ya bajamos —dijo Nadine.

Ordenó sus papeles. Las doce. Era hora de irse si quería evitar a Charlier y a Méricaud. Iban a volver a insistir junto a Dubreuilh respecto a ese semanario, y Enrique estaba cansado de repetir: «No quiero mezclarme en eso».

—Aquí estamos —dijo Nadine.

Llevaba en una mano una bolsa con provisiones y en la otra un aparato del que se enorgullecía mucho: era algo entre una valija y una cuna. Enrique se apoderó de ella.

—¡Cuidado! ¡No la sacudas! —dijo Nadine.

Enrique le sonrió a María; estaba muy asombrado de haber sacado de la nada una chiquita nueva, una chiquita de ojos celestes, de pelo negro, que era suya. Ella miraba el vacío con confianza mientras él la instalaba en el fondo del coche.

—Vamos rápido —dijo.

Nadine se sentó al volante; le gustaba manejar.

—Paso primero por la estación a comprar los diarios.

—Si quieres.

—Por supuesto, quiero. Sobre todo hoy jueves.

El jueves aparecían L’Enclume y L’Espoir Magazine.

El jueves aparecían L’Enclume y L’Espoir-Magazine que se había fusionado con Les Beaux Jours. Nadine no quería perder tan esplendidas oportunidades de indignarse.

Compraron un montón de diarios y se dirigieron hacia el bosque. Nadine no hablaba cuando conducía, era muy aplicada. Enrique miró con amistad su perfil terco. La encontraba conmovedora cuando se fascinaba en una tarea con esa seriedad apasionada. Eso sobre todo lo había conmovido cuando había vuelto a verla, su buena voluntad desordenada. «¿Sabes?, he cambiado», le había dicho ella el primer día; No había cambiado tanto; pero se había dado cuenta que algo en ella no andaba bien y trataba de reformarse: él había querido ayudarla. Se había dicho que si la hacía feliz la liberaría de ese resentimiento confuso que le envenenaba la vida; puesto que ella tenía tantas ganas de casarse con él, él había resuelto casarse: la quería bastante para tentar la experiencia. ¡Qué chica extraña! Siempre tenía que conseguir en la lucha lo que uno estaba dispuesto a darle. Enrique estaba seguro que ella había maquinado su embarazo con toda clase de trampas para forzarle la mano. Y después de eso, estaba segura que poniéndolo ante el hecho consumado sólo lo había ayudado a cobrar conciencia de sus verdaderos deseos. La miró con perplejidad. Poseía tesoros de mala fe, pero también mucha lucidez; seguramente en el fondo de sí misma dudaba que él hubiera obrado por su propia voluntad; en gran parte por eso no había logrado hacerla verdaderamente dichosa: se decía que él no estaba enamorado de ella y no se lo perdonaba. «Quizá fuera mejor que le explicara que siempre me sentí libre porque nunca logró engañarme», se dijo Enrique. Pero eso humillaría penosamente a Nadine, saberse descubierta; estaría convencida de que Enrique la desdeñaba y se había apiadado de ella: nada podía herirla más; ella detestaba que la juzgaran y también que la abrumaran de regalos demasiado generosos. No, de nada serviría decirle la verdad.

Nadine detuvo el coche al borde del estanque.

—Es un lindo rincón: los días de semana no hay nadie.

—Va a estar linda el agua —dijo Enrique.

Ella verificó la instalación de María y se desvistieron; bajo su vestido de brin, Nadine llevaba un bikini verde, muy exiguo. Tenía las piernas menos gruesas que antes y los pechos igualmente jóvenes. Él dijo alegremente:

—¡Eres un lindo animal!

—¡Oh, tú tampoco estás tan mal! —dijo ella riendo.

Corrieron hacia el estanque. Ella nadaba de pecho y mantenía con majestad su cabeza erguida fuera del agua; parecía que la llevaba en una bandeja. A él le gustaba su rostro, «La quiero —se dijo—, hasta la quiero mucho, ¿por qué no es del todo amor?». Algo lo helaba en Nadine, sus rencores, su mala fe, la soledad hostil en la cual se encerraba. Pero quizá si él la quisiera más ella sería más abierta, más floreciente, más amable. Había en eso un círculo vicioso. El amor no se manda, ni la confianza. Ninguno de los dos podía empezar.

Nadaron largamente y se extendieron al sol. Nadine sacó de la bolsa de provisiones un paquete de sandwiches. Enrique tomó uno.

—¿Sabes? —dijo al cabo de un rato—; he vuelto a pensar en lo que me contaste ayer de Sézenac. No consigo creerlo. ¿Es seguro que se trata de Sézenac, Vicente está seguro?

—Absolutamente seguro —dijo Nadine—. Le tomó un año, pero terminó por encontrar a la gente y por hacerlos hablar Sézenac hacía el golpe del paso de la línea, entregó un montón de judíos a los alemanes, es indudablemente él.

—¿Pero por qué? —dijo Enrique.

Oía la voz entusiasta de Chancel: «Te traigo a mi mejor amigo». Veía el hermoso rostro duro y puro que inspiraba inmediatamente confianza.

—Por dinero, supongo —dijo Nadine—. Nadie lo sospechaba, pero debía drogarse.

—¿Y por qué se drogaba?

—Qué sé yo —dijo Nadine.

—¿Dónde está ahora?

—¡Vicente quisiera saberlo! Lo echó el año pasado cuando supo que era un espía; y desde entonces ha perdido su rastro. Pero lo encontrará —agregó.

Enrique mordió en su sandwich. No deseaba que encontraran a Sézenac. Dubreuilh le había prometido que en caso de un mal trago juraría haber conocido muy bien a Mercier; los dos juntos ganarían seguramente la partida; pero de todas maneras era mejor que esa historia no volviera a salir a flote.

—¿En quién piensas? —dijo Nadine.

—En Sézenac.

Él no le había contado a Nadine el caso Mercier. Por supuesto, ella nunca hubiera traicionado un secreto; pero no inspiraba a las confidencias: demostraba demasiada curiosidad y demasiada poca simpatía. Simpatía, se necesitaba mucha para tragar esta historia; a pesar de la indulgencia de Dubreuilh y de Ana, Enrique nunca volvía a recordarla sin malestar. En fin, había obtenido lo que quería. Josette no se había matado, se había convertido en una estrella de la que se hablaba mucho; todas las semanas se veía su foto en uno u otro diario.

—Ya encontrarán a Sézenac —repitió Nadine.

Abrió un diario; Enrique también tomó uno. Mientras estuviera en Francia no podía evitar de mirarlos y sin embargo: hubiera preferido no hacerlo. América ponía su mano sobre Europa, éxito del R. P. F., regreso masivo de los colaboracionistas: era más bien deprimente; en Berlín las cosas no se arreglaban, la guerra podía estallar cualquiera de estos días. Enrique se dejó caer de espaldas y cerró los ojos. En Porto Venere no abriría un diario.

¿Para qué? Puesto que uno no puede remediar nada es mejor aprovechar la vida alegremente —«Eso escandaliza a Dubreuilh; pero le parece razonable vivir como si nunca debiéramos morir; es lo mismo —pensó Enrique—. ¿Para qué prepararse? De todos modos uno nunca está listo o lo está demasiado».

—Es increíble el éxito con que rodean ese miserable libro de Volange —dijo Nadine.

—Por supuesto, a la hora actual toda la prensa es de derecha —dijo Enrique.

—Aun a la derecha no son todos idiotas.

—¡Pero tienen tanta necesidad de una obra maestra! —dijo Enrique.

El libro de Volange era una gran tontería; pero había lanzado un slogan muy ingenioso: «Integrar el mal». Haber sido colaboracionista era haber mamado en las fuentes fecundas del error; un linchamiento en el Missouri era el pecado, por lo tanto, la redención; bendita sea América por todos esos crímenes y viva el plan Marshall. Nuestra civilización es culpable: es su mal alto título de gloria. ¡Querer formar un mundo más justo, qué grosería!

—¡Dime, mi alma, cuando aparezca tu novela qué felpeada te van a sacudir! —dijo Nadine.

—Lo supongo —dijo Enrique. Bostezó—. ¡Ah, no es alegre! Puedo prever anticipadamente el artículo de Volange y también el de Lenoir. Hasta sé lo que dirán los demás, los que se pretenden imparciales.

—¿Qué? —dijo Nadine.

—Me reprocharán no haber escrito La guerra y la paz o La princesa de Clèves. Advierte que las bibliotecas están llenas de todos los libros que yo no he escrito —agregó alegremente—. Pero siempre nos sacuden esos dos.

—¿Cuándo piensa Mauvanes sacar tu libro?

—De aquí a dos meses; a fin de setiembre.

—Ya no estaremos lejos de la partida —dijo Nadine. Se desperezó—. Ya quisiera estar allí.

—Yo también —dijo Enrique.

No hubiera estado bien dejar a Dubreuilh solo, él comprendía que Nadine quisiera esperar el regreso de su madre para mandarse a mudar. Y además, Enrique se encontraba bien en Saint-Martin. Pero estaría aun mejor en Italia. Esa casa al borde del mar, en medio de las rocas y de los pinos, era justo el tipo de lugar en el que había soñado a menudo sin creer en él antes cuando se decía: plantar todo, irse al Sur, escribir.

—Llevaremos un buen fonógrafo y muchos discos —dijo Nadine.

—Y también muchos libros —dijo Enrique—. Verás qué linda vida llevaremos.

Nadine se levantó sobre un codo.

—Es raro. Vamos a instalarnos en casa de Pimienta y él vuelve a París. Langstone no quiere volver a poner los pies en América…

—Estamos los tres en el mismo caso —dijo Enrique—. Escritores que han hecho política y que están hartos. Irse al extranjero es la mejor manera de quemar sus naves.

—Yo tuve la idea de esa casa —dijo Nadine con aire satisfecho.

—Fuiste tú —Enrique sonrió. A veces tienes buenas ideas.

El rostro de Nadine se oscureció; durante un rato miró el horizonte con aire duro y se levantó bruscamente:

—Voy a darle la mamadera a María.

Enrique la siguió con los ojos. ¿Qué había pensado exactamente? Lo seguro es que se resignaba mal a ser tan sólo una madre de familia. Se sentó en un tronco de árbol con María entre sus brazos; le daba su mamadera con autoridad, con paciencia, ponía su punto de honor en ser una madre competente, había adquirido serios principios de puericultura y un montón de objetos higiénicos; pero nunca Enrique había sorprendido una verdadera ternura en sus ojos cuando se ocupaba de María. Sí, eso es lo que hacía difícil quererla: aun con ese bebé conservaba sus distancias, seguía siempre encerrada en sí misma.

—¿Vuelves al agua? —preguntó ella.

—Vamos.

Nadaron un rato más, se secaron, se vistieron y Nadine volvió a tomar el volante.

—Espero que se hayan ido —dijo Enrique cuando el auto se detuvo ante la reja.

—Voy a ver —dijo Nadine.

María dormía. Enrique la llevó hasta la casa y la colocó sobre el arcón del vestíbulo. Nadine pegó la oreja a la puerta del escritorio; la abrió:

—¿Estás solo?

—Sí, entra —gritó Dubreuilh.

—Voy a acostar a la chica —dijo Nadine.

Enrique entró al escritorio y sonrió:

—Es una lástima que no haya podido venir con nosotros: se estaba espléndido en el agua.

—Iré uno de estos días —dijo Dubreuilh. Tomó un papel sobre su escritorio—. Tengo un mensaje para usted: hay un tal Jean Patereau, hermano del abogado que usted conoce, que telefoneó pidiendo que lo llame con urgencia. Su hermano le hizo llegar desde Madagascar informes que quiere comunicarle.

—¿Por qué quiere verme? —dijo Enrique.

—A causa de sus artículos del año pasado, supongo —dijo Dubreuilh—. Usted es la única persona que reveló la verdad —Dubreuilh tendió el papel a Enrique—. Si el tipo le da detalles sobre lo que allí se cocina, tiene tiempo de hacer un artículo para Vigilance, demorando un poco el número.

—Voy a llamarlo dentro de un rato —dijo Enrique.

—Méricaud me decía que no tiene precedentes eso que hacen allí de juzgar a los acusados en el acto —dijo Dubreuilh—. En todos los casos análogos los procesos tienen lugar en Francia.

Enrique se sentó.

—¿Fue agradable el almuerzo?

—Ese pobre Charlier dice cada vez más disparates —dijo Dubreuilh—. Es triste envejecer.

—¿Hablaron del semanario?

—Por eso venían. Parece que Manheim quiere absolutamente verme.

—De todos modos es gracioso —dijo Enrique—. Cuando tuvimos necesidad de dinero nunca pudimos encontrarlo: y ahora que no pedimos nada a nadie ese tipo nos persigue para que tomemos sus billetes.

Manheim era el hijo de un banquero que murió deportado; él también había sido deportado y había pasado tres años en Suiza en un sanatorio; había escrito un libro muy malo, pero lleno de buenas intenciones. Se le había metido en la cabeza crear un gran semanario de izquierda y quería que Dubreuilh lo dirigiera.

—Voy a ir a verlo —dijo Dubreuilh.

—¿Y qué va a decirle? —preguntó Enrique. Sonrió—. ¿Empieza a sentirse tentado?

—Reconozca que es tentador —dijo Dubreuilh—. Aparte de los pasquines comunistas, no existe un semanario de izquierda: Si verdaderamente uno puede tener algo importante con gran tiraje, fotos, reportajes, etc… valdría la pena de todos modos.

Enrique se encogió de hombros:

—¿Se da cuenta del trabajo que significa un gran semanario de éxito? Nada que ver con Vigilance. Hay que ocuparse día y noche, sobre todo el primer año.

—Ya sé —dijo Dubreuilh. Buscó la mirada de Enrique—. Por eso, sólo puedo pensar en aceptar si usted me ayuda.

—Sabe muy bien que me voy a Italia —dijo Enrique con impaciencia—. Pero si verdaderamente esa historia le interesa no le costará mucho encontrar colaboradores —agregó.

Dubreuilh sacudió la cabeza.

—No tengo ninguna experiencia de periodismo —dijo—. Si ese semanario se hace, necesito un especialista a mi lado; y usted sabe cómo ocurren las cosas: prácticamente él lo manejará todo. Tengo que poder confiar en él como en mí mismo; para eso no hay más que usted.

—Aun si no me fuera, nunca cargaría con semejante trabajo —dijo Enrique.

—¡Qué lástima! —dijo Dubreuilh con reproche—. Porque esa clase de trabajo es justo a nuestra medida. Podíamos haber hecho algo bueno.

—¿Y qué hay con eso? —dijo Enrique—. Hay más dificultades que el año pasado. ¿Qué acción se puede tener? Ninguna.

—Sin embargo, hay ciertas cosas que dependen de nosotros —dijo Dubreuilh—. Estados Unidos quiere armar a Europa: ése es un punto sobre el cual podemos organizar una resistencia; y para eso un diario sería muy útil.

Enrique se echó a reír.

—¿En resumidas cuentas, usted sólo busca una oportunidad de volver nuevamente a la política? —dijo—. ¡Qué salud!

—¿Quién tiene salud? —preguntó Nadine entrando al escritorio.

—Tu padre: todavía no se asqueó de la política. Quiere volver a empezar.

—Alguien tiene que ocuparse —dijo Nadine.

Se arrodilló ante la discoteca y se puso a buscar discos. «Sí —pensó Enrique—; Dubreuilh se aburre, por eso tiene ganas de agitarse».

—Nunca he sido tan feliz como desde que he largado la política —dijo Enrique—. No reincidiría por nada del mundo.

—Sin embargo, es feo este marasmo —dijo Dubreuilh—. La izquierda completamente dispersada, el partido comunista aislado: habría que tratar de reagruparse.

—¿Piensa en un nuevo S. R. L.? —preguntó Enrique con voz incrédula.

—¡No, por supuesto que no! —dijo Dubreuilh. Se encogió de hombros—. No pienso en nada preciso. Compruebo que estamos empantanados y deseo salir de esto.

Hubo un silencio. Enrique recordaba una escena semejante: Dubreuilh lo presionaba, él se defendía y pensaba que pronto estaría lejos de París, en otra parte. Pero en aquel tiempo todavía se creía con deberes. Hoy estaba bastante convencido de su impotencia para sentirse completamente libre. Que diga sí o que diga no, no se trata del porvenir de la humanidad: solamente de la manera en que yo uno mi destino con el de los demás. Dubreuilh quiere confundirlos, es cuestión suya; yo no. De todas maneras sólo se trata de él, de mí; nada más está en juego.

—¿Puedo poner un disco? —dijo Nadine.

—Por supuesto —dijo Dubreuilh.

Enrique se levantó:

—Yo voy a trabajar.

—No se olvide de telefonearle a ese tipo —dijo Dubreuilh.

—No lo olvido —dijo Enrique.

Atravesó el vestíbulo y descolgó el receptor. El tipo en el otro extremo del hilo parecía loco de importancia y de timidez; uno sentía que había recibido del más allá un mensaje imperioso que debía transmitir en seguida, a cualquier precio, a su destinatario. «Mi hermano me escribió: nadie hace nada, pero estoy seguro qué Enrique Perron hará algo», dijo pomposamente y Enrique pensó: No puedo nada. Dio una cita a Patureau para el día siguiente en París y volvió a sentarse bajo el tilo. Por eso tenía tanta prisa por irse a Italia; aquí él recibiría demasiadas cartas, demasiadas visitas, demasiados golpes de teléfono. Extendió sus papeles ante él. El fonógrafo tocaba el cuarteto de Franck, Nadine escuchaba sentada en el alféizar de la ventana abierta; las abejas zumbaban alrededor de las madreselvas; una carreta tirada por bueyes pasó por el camino con un ruido antiguo. «¡Qué paz!», se dijo Enrique. ¿Por qué lo obligaban a ocuparse de lo que ocurría en Tananarive? Ocurren sin cesar cosas horribles en la tierra; pero uno no vive a través de toda la tierra; meditar incesantemente sobre desdichas lejanas que uno no puede remediar es delectación morbosa. «Aquí vivo y aquí está la paz», pensó. Miró a Nadine; tenía un aire recogido que no era habitual en ella; ella, a quien le costaba concentrarse en un libro, podía escuchar largamente una música que le gustaba y en esos momentos se sentía que en su interior se hacía un silencio semejante a la felicidad. «Tengo que hacerla feliz», se dijo Enrique. Ese círculo vicioso debe poder quebrarse. Hacer feliz a alguien es algo concreto, sólido, nos absorbe lo suficiente para tomarlo a pecho. Ocuparse de Nadine, educar a María, escribir sus libros: no era completamente lo que soñaba antes. Antes creía que la felicidad era una manera de poseer el mundo: ahora, que es más bien una manera de protegerse contra él. Pero de todos modos ya era mucho escuchar esa música, mirar la casa, el tilo y ver sobre la mesa las hojas manuscritas, diciéndose: «Soy feliz».

El artículo de Enrique sobre Madagascar apareció el 10 de agosto. Lo había escrito con pasión. Ejecución ilegal del principal testigo, atentados contra los abogados, suplicios infligidos a los acusados para arrancarles confesiones falsas: la verdad era mucho más monstruosa de lo que él había imaginado. Y no era solamente en Tananarive donde esas cosas ocurrían: aquí, en Francia, todo el mundo era cómplice. Cómplices las cámaras que habían votado la inmunidad, cómplices el gobierno, los tribunales y el presidente de la República, cómplices los diarios que callaban y los millones de ciudadanos que aceptaban ese silencio. «Al menos ahora hay algunos millares que lo saben», se dijo cuando tuvo el número de Vigilance entre las manos. Y pensó con tristeza: «No es gran cosa». Había estudiado ese asunto tan detenidamente, lo había tomado tan a pecho, que se había convertido en un asunto personal. Cada mañana buscaba en los diarios los magros sueltos dedicados al proceso y pensaba en ellos durante todo el día. Le costaba mucho terminar su relato. Cuando escribía a la sombra del tilo, el olor de las madreselvas, los rumores de la aldea, ya no tenían el mismo sentido que antes.

Estaba trabajando aquella mañana distraídamente cuando llamaron a la verja. Atravesó el jardín para ir a abrir: era Lachaume.

—¡Tú! —dijo.

—Sí. Quisiera hablarte —dijo Lachaume con voz tranquila—. No pareces contento de verme, pero de todas maneras déjame entrar —agregó—. Lo que tengo que decirte te interesará.

Lachaume había envejecido durante esos dieciocho meses y había ojeras bajo sus ojos.

—¿De qué quieres hablarme?

—Del asunto malgache.

Enrique abrió la puerta:

—¿Qué puedes tener que hablar con este fascista inmundo?

—¡Bah, olvídate! —dijo Lachaume—. Sabes lo que es la política. Cuando escribí ese artículo tenía que fusilarte. Es una vieja historia.

—Tengo buena memoria —dijo Enrique.

Lachaume lo miró con aire apenado.

—Guárdame rencor si quieres. ¡Aunque verdaderamente deberías comprender! —dijo con un suspiro—. Pero por el momento no se trata de ti ni de mí: hay vidas humanas que salvar. Entonces puedes escucharme cinco minutos.

—Te escucho —dijo Enrique, señalándole una de las sillas de mimbre. En realidad, no experimentaba ningún odio por Lachaume: todo ese pasado estaba demasiado lejos de él.

—Acabas de escribir un artículo muy bueno, hasta diré un artículo conmovedor —dijo Lachaume con decisión.

Enrique se encogió de hombros.

—Desgraciadamente no conmovió a mucha gente.

—Sí, ésa es la desgracia —dijo Lachaume. Buscó la mirada de Enrique—. Supongo que si te ofrecieran la posibilidad de una acción más amplia no la rechazarías.

—¿De qué se trata? —dijo Enrique.

—En dos palabras es la siguiente: estamos organizando un comité de defensa de los malgaches. Hubiera sido mejor que tomaran la iniciativa otros en vez de nosotros; pero los burguesitos idealistas no siempre tienen la conciencia quisquillosa; en caso de necesidad son capaces de aguantar mucho sin parpadear. El hecho es que nadie levanta un dedo.

—Hasta aquí ustedes tampoco han hecho gran cosa.

—No podemos —dijo vivamente Lachaume—. Todo este asunto se armó para liquidar el M. D. R. M.; a través de los parlamentarios malgaches apuntan al partido. Si los defendemos demasiado ruidosamente les haremos más mal que bien.

—De acuerdo —dijo Enrique—. ¿Y entonces?

—Entonces se me ocurrió la idea de un comité, en el cual entraran dos o tres comunistas y una mayoría de no comunistas. Cuando leí tu artículo me dije que nadie está mejor calificado que tú para presidirlo —Lachaume interrogó a Enrique con la mirada—. Los compañeros no están en contra. Pero antes de hacerte una proposición oficial, Lafaurie quiere estar seguro de que aceptarás.

Enrique guardó silencio. Fascista, vendido, puerco, espía: le habían endilgado todas las traiciones; y de pronto volvían, la mano tendida. Eso le daba un pequeño sentimiento de triunfo muy agradable.

—¿Quién habrá exactamente en ese comité? —preguntó.

—¿Quiénes estarán exactamente en ese comité? —preguntó— dijo Lachaume. —No son una legión —se encogió de hombros—. ¡Tienen tanto miedo de contagiarse! Dejarían torturar a muerte a veinte inocentes antes que comprometerse con nosotros. Si tomas el asunto entre manos todo cambiará. A ti te seguirán —dijo con voz apremiante.

Enrique vaciló:

—¿Por qué no le piden más bien a Dubreuilh? Su nombre tiene más peso que el mío y seguramente dirá que sí.

—Estará bien tener a Dubreuilh —dijo Lachaume—, pero el nombre tuyo es el que hay que poner a la cabeza. Dubreuilh está demasiado cerca de nosotros. Lo principal es que ese comité no parezca tener una inspiración comunista, o si no estamos liquidados. Contigo no hay equívoco.

—Ya veo —dijo Enrique secamente—. Yo puedo serles útil en la medida en que soy un social traidor. ¿Qué crees? ¿Qué tenemos que ganar con esta historia?

—Te das cuenta —agregó mirando a Enrique con reproche—. Todos los días, esta misma mañana, recibimos de Madagascar cartas y telegramas desgarradores: «¡Hablen! ¡Alerten la opinión! Digan a la gente de la metrópoli lo que ocurre aquí». Y estamos atados de pies y manos. ¿Qué nos queda por hacer sino tratar de obrar disimuladamente?

Enrique sonrió; la vehemencia de Lachaume lo conmovía. Es verdad que era capaz de ejecutar faenas bajas, pero no de aceptar tranquilamente la tortura y el degüello de los inocentes.

—¡Qué quieres! —dijo en tono conciliador—. Todo está tan mezclado entre ustedes: las mentiras políticas y los sentimientos verdaderos, que a uno le cuesta ver claro.

—Si no empezaran por acusarnos de maquiavelismo entenderían mejor —dijo Lachaume—. Siempre parecen creer que el partido sólo trabaja para sí mismo. Recuerda en el 46, cuando intervinimos en favor de Cristino García, nos reprocharon que hubiéramos vuelto inevitable la ejecución. Hoy ponemos sordina y vienes a decirme: «No hacen gran cosa».

—No te excites. Te has vuelto muy susceptible.

—No te das cuenta: esa desconfianza que uno encuentra en todas partes termina por ser exasperante.

Enrique tuvo ganas de contestarle: «Es culpa de ustedes», pero no dijo nada; no se sentía con derecho a adoptar superioridades fáciles. A decir verdad, no le guardaba rencor a Lachaume. Lachaume le había dicho un día en el Bar Rojo: «Yo aguantaría cualquier cosa con tal de no dejar el partido». Estimaba que su propia persona no pesaba mucho al lado de los intereses en juego. ¿Por qué le hubiera concedido más precio a la de Enrique? Por supuesto, en esas condiciones la amistad ya no era posible. Pero nada impedía trabajar juntos.

—Escucha, yo estoy encantado de trabajar contigo —dijo—. No creo que tengamos muchas posibilidades de triunfar, pero vamos a intentarlo.

El rostro de Lachaume se iluminó.

—¿Puedo decirle a Lafaurie que aceptarás?

—Sí. Pero explícame un poco cómo lo encaran.

—Vamos a discutirlo juntos —dijo Lachaume.

«¡Y ya está! —se dijo Enrique—. Lo verifico una vez más: cada cosa correcta que uno hace acarrea nuevos deberes». Sus editoriales del 47 lo habían llevado a escribir el artículo de Vigilance, cosa que lo llevaba a organizar ese comité: otra vez lo habían atrapado. «Pero no por mucho tiempo», se dijo.

—Deberías ir a acostarte, pareces deshecha —dijo Nadine con voz enojada.

—Me cansó el viaje en avión —dijo Ana—. ¡Y además esa diferencia de horas! Anoche dormí mal.

El escritorio tenía un aspecto de fiesta. Ana había vuelto la víspera y Nadine había cortado todas las flores del jardín para llenar la casa. Pero nadie estaba muy alegre. Ana había envejecido seriamente y tomaba demasiado whisky; Dubreuilh, que estaba tan animado, últimamente parecía preocupado: sin duda a causa de Ana. Nadine, enfurruñada, tejía algo escarlata. El cuento de Enrique los había entristecido aun más.

—Entonces, ¿qué? ¿Se acabó? —dijo Ana—. ¿Ya no hay ninguna esperanza de salvar a esos tipos?

—No veo ninguna —dijo Enrique.

—Se daba por descontado que la Cámara echaría tierra —dijo Dubreuilh.

—Si hubieran asistido a la sesión se habrían quedado asombrados —dijo Enrique—. Yo creía estar blindado; pero en ciertos momentos tuve ganas de matar.

—Sí, exageraron —dijo Dubreuilh.

—De los políticos no me sorprende —dijo Ana—. Lo que no llego a comprender es que la gente en conjunto haya reaccionado tan poco.

—Cómo reaccionar, no reaccionaron —dijo Enrique.

Gérard Patureau y los otros abogados habían venido a París, decididos a mover cielo y tierra; el comité los había ayudado en la medida de sus fuerzas; pero habían tropezado con la indiferencia general.

Ana miró a Dubreuilh: —¿No te parece desalentador?

—Pero no —dijo él—. Todo lo que prueba es que la acción no se improvisa. Salimos de cero, entonces evidentemente…

Dubreuilh había entrado al comité pero no se había ocupado nada. Lo que le había interesado en esa historia es que había retornado contactos políticos. Se había afiliado al movimiento de los «Combatientes de la libertad», había tomado parte en uno de sus mítines e iba a volver a hacerlo pocos días después. No insistía para que Enrique lo siguiera, no le hablaba tampoco del semanario, pero de tanto en tanto dejaba escapar un reproche más o menos disfrazado.

—Improvisada o no, ninguna acción conduce a ninguna parte en la hora actual —dijo Enrique.

—Es usted quien lo dice —dijo Dubreuilh—. Si hubiéramos tenido a nuestras espaldas un grupo ya constituido, un diario, fondos, quizá habríamos logrado conmover la opinión.

—No es seguro —dijo Enrique.

—En todo caso, puede estar seguro de que para tener posibilidades de lograr un poco mejor nuestros fines cuando vuelva a presentarse la oportunidad, hay que prepararlo de antemano.

—Para mí la oportunidad no volverá a presentarse —dijo Enrique.

—¡Vamos! —dijo Dubreuilh—. Me hace reír cuando dice que la política y usted han terminado. Usted es como yo. Ha hecho demasiada para no seguir haciéndolo. Volverán a atraparlo.

—No, porque voy a ponerme a cubierto —dijo Enrique alegremente.

Los ojos de Dubreuilh se encendieron:

—Le hago una apuesta: no se quedará ni un año en Italia.

—Acepto la apuesta —dijo Nadine vivamente. Se volvió hacia su madre—. ¿Qué crees?

—No sé —dijo Ana—. Depende de cómo se encuentren allí.

—¿Cómo quieres que no nos encontremos bien? Viste la foto de la casa: ¿no es bonita?

—Parece muy bonita —dijo Ana. Se levantó bruscamente—. Discúlpenme. Me caigo de sueño.

—Subo contigo —dijo Dubreuilh.

—Trata de dormir esta noche —dijo Nadine besando a su madre—. Te juro que tienes mala cara.

—Dormiré —dijo Ana.

Cuando hubo cerrado la puerta, Enrique buscó la mirada de Nadine:

—Es verdad que Ana parece cansada.

—Cansada y siniestra —dijo Nadine con rencor—. Si echa tanto de menos a su América, que se quede.

—¿No te contó cómo le fue allí?

—¡Estás loco! Es demasiado tapujera —dijo Nadine—. Además, a mí nunca me dicen nada —agregó.

Enrique la miró con curiosidad:

—Tienes relaciones muy raras con tu madre.

—¿Por qué raras? —dijo Nadine picada—. La quiero mucho, pero a menudo me fastidia; supongo que a ella le pasa lo mismo. No tiene nada de raro, así son las relaciones de familia.

Enrique no insistió; pero siempre le había impresionado: esas dos mujeres se hubieran hecho matar la una por la otra y, sin embargo, había entre ellas algo que no andaba. Nadine se volvía mucho más agresiva y mucho más terca cuando su madre estaba presente. Ana hizo esfuerzos por parecer alegre los días siguientes y Nadine se serenó; pero uno siempre tenía la impresión que de un momento a otro podía estallar una tempestad.

Aquella mañana Enrique las vió desde su cuarto salir al jardín del brazo y riendo; cuando atravesaron el césped, dos horas después, Ana llevaba bajo el brazo un pan flauta, Nadine diarios, y parecían discutir.

Era la hora de almorzar. Enrique ordenó sus papeles, se lavó las manos y bajó al living-room. Ana estaba sentada en el borde de una silla con aire ausente; Dubreuilh leía L’Espoir-Magazine y Nadine, de pie a su lado, lo espiaba.

—¡Salud! ¿Qué hay de nuevo? —dijo Enrique sonriendo.

—¡Esto! —dijo Nadine señalando el diario—. Supongo que irás a romperle la cara a Lambert —agregó secamente.

—¿Ah, ya empezó? ¿Lambert me arrastra por el piso? —dijo Enrique con una sonrisa.

—¡Si sólo te arrastrara a ti!

—Tome —dijo Dubreuilh tendiendo el diario a Enrique.

Se llamaba: «Pintados por ellos mismos». Lambert empezaba por lamentar una vez más la nefasta influencia ejercida por Dubreuilh; era por su culpa si después de un brillante comienzo Enrique había perdido todo talento. Luego, Lambert resumía la novela de Enrique con ayuda de citas truncas y pegadas en forma burlesca. Bajo pretexto de proporcionar las claves de un libro, que no las tenía, daba sobre la vida privada de Enrique, de Dubreuilh, de Ana, de Nadine, un montón de detalles semiverdaderos, semifalsos, elegidos de manera de volverlos tan odiosos como ridículos.

—¡Qué cochino! —dijo Enrique—. Recuerdo esa conversación sobre nuestras relaciones con el dinero; y esto es lo que sacó en limpio; este párrafo inmundo sobre «la hipocresía de los privilegiados de izquierda». ¡Qué cochino! —repitió.

—¿No vas a dejar pasar esto? —dijo Nadine.

Enrique interrogó a Dubreuilh con la mirada:

—Me gustaría romperle la cara. Por otra parte, no sería muy difícil, ¿pero qué ganaremos? Un escándalo, comentarios en todos los diarios, un nuevo artículo peor que éste…

—Golpea fuerte y se callará la boca —dijo Nadine.

—Seguramente no —dijo Dubreuilh—. Lo que está pidiendo es hacer hablar de él: saltará sobre la oportunidad. Mi opinión es que Enrique se quede quieto —concluyó.

—Entonces, el día en que se le ocurra, ¿quién le impedirá hacer un nuevo artículo y exagerar todavía más? —dijo Nadine—. Si cree que no tiene nada que temer, no andará con miramientos.

—Eso pasa en cuanto uno se mete a escribir —dijo Enrique—. Todo el mundo tiene derecho a escupir sobre uno: muchos hasta miran eso como un deber.

—Yo no escribo —dijo Nadine—. No tienen por qué escupirme a la cara.

—Sí, al principio indigna —dijo Ana—. Pero ya verás: uno se acostumbra —se levantó—. ¿Si almorzáramos?

Se sentaron en silencio alrededor de la mesa. Nadine pinchó una tajada de salchichón y su rostro se serenó.

—Me da rabia pensar que va a triunfar en paz —dijo en tono perplejo.

—No triunfa tanto —dijo Enrique—. Soñaba con escribir relatos, novelas; y aparte de sus artículos, Volange no ha publicado nada de él desde ese famoso cuento que era tan malo.

Nadine se volvió hacia Ana:

—¿Te dijeron la que se atrevió a escribir la semana pasada?

—No.

—Declaró que los petainistas habían querido a Francia a su manera, y que están más cerca de los degaullistas que un resistente separatista. ¡Nadie se había atrevido a llegar a tanto! —dijo Nadine con aire satisfecho—. ¡Ah! ¡Han dado cada viraje los viejos camaradas! ¿Leíste la nota de Julián sobre el libro de Volange?

—Roberto me lo mostró —dijo Ana—. ¡Julián! ¿Quién lo hubiera creído?

—No es tan asombroso —dijo Dubreuilh—. ¿Qué quieres que haga hoy un anarquista? Los jueguitos de destrucción, en la izquierda no divierten a nadie.

—No veo por qué un anarquista tiene que volverse fatalmente un R. P. F. —dijo Nadine.

Tomaba toda explicación por una excusa y a menudo se negaba a comprender para no estropearse el placer de indignarse: Hubo un silencio. Las conversaciones entre los cuatro nunca habían sido, fáciles: lo eran menos que nunca. Enrique se puso a hablar con Ana de una novela que ella había traído de Estados Unidos y que él acababa de leer. Dubreuilh pensaba en otra cosa, Nadine también. Todo el mundo se sintió aliviado cuando terminó el almuerzo.

—¿Puedo tomar el coche? —dijo Nadine levantándose de la mesa—. Si alguien quisiera ocuparse de María iría a dar una vuelta.

—Me ocuparé de María —dijo Ana.

—¿No me llevas? —dijo Enrique sonriendo.

—En primer lugar no tienes ninguna gana —dijo Nadine—. Y además prefiero estar sola —agregó sonriendo.

—Está bien, no insisto —dijo Enrique, la besó—. Pasea bien y sé prudente.

No tenía ganas de ir a pasear, pero tampoco de trabajar. Dubreuilh afirmaba que su primer relato era bueno, el que quería escribir ahora le importaba mucho; pero se sentía un poco desamparado estos días. Ya no estaba en Francia, todavía no estaba en Italia, el proceso de Tananarive estaba terminado sin estarlo, puesto que los acusados se negaban a defenderse y se preveía de antemano el veredicto; las actividades de Dubreuilh la exasperaban y, sin embargo, le envidiaba vagamente sus alegrías. Tomó un libro. Gracias al cielo, las horas, los días, ya no lo apremiaban, no estaba obligado a forzarse. Esperaría a estar instalado en Porto Venere para empezar un nuevo relato.

A eso de las siete Ana, la llamó para tomar el aperitivo, según un rito que ella había instaurado. Dubreuilh todavía estaba escribiendo cuando Enrique entró al escritorio. Dejó sus papeles.

—He hecho una cosa útil.

—¿Qué es? —preguntó Enrique.

—El plan de lo que diré el viernes en Lyon.

Enrique sonrió:

—Tiene verdaderamente coraje: Nancy, Lyon, ¡qué ciudades siniestras!

—Si, Nancy es siniestra —dijo Dubreuilh—, y sin embargo, guardo un buen recuerdo de esa noche.

—Estoy por creerlo un poco vicioso —dijo Enrique.

—Quizá —dijo Dubreuilh. Sonrió—. No podría explicarle, después del mitin fuimos a un boliche a comer chucrut y a tomar cerveza, el lugar no tenía nada raro, yo apenas conocía a los tipos que estaban conmigo, casi no hablábamos. Pero habíamos hecho algo juntos, algo de lo que estábamos contentos: estaba bien.

—Ya sé, he conocido eso —dijo Enrique—. Durante la guerra, durante la resistencia, en el diario el primer año tuvimos esos momentos: nunca me ha ocurrido eso en el S. R. L. —agregó.

—A mí tampoco —dijo Dubreuilh. Tomó de manos de Ana un vaso de Martini y bebió un sorbo—. No éramos bastante humildes; para tener esas pequeñas dichas hay que trabajar en lo inmediato.

—Pero dígame, no me parece tan humilde querer impedir la guerra —dijo Enrique.

—Es humilde porque no venimos con ideas preconcebidas que queremos imponer al mundo —dijo Dubreuilh—. El S. R. L. tenía un programa constructivo: forzosamente era una utopía. Lo que hago ahora se parece mucho más a lo que hice en el 36. Tratamos de defendernos contra un peligro dado, utilizando los medios a nuestro alcance. Es mucho más realista.

—Es realista si sirve para algo —dijo Enrique.

—Puede servir —dijo Dubreuilh.

Hubo un silencio. «¿Qué será exactamente lo que está tramando?», se dijo Enrique. Había aceptado demasiado fácilmente el punto de vista de Nadine: «Se agita porque se aburre». Era limitado ese cinismo. Ya había aprendido a no tomar ciegamente a Dubreuilh en serio: eso no autorizaba a tomarlo como a un aturdido.

—Hay algo que no comprendo —dijo Enrique—. Usted decía el año pasado que personalmente no podía soportar lo que llamaba «el nuevo humanismo», y ahora se mete a fondo con los comunistas. ¿Lo que le molestaba ya no le molesta?

—¿Sabe? —dijo Dubreuilh—, ese humanismo es exactamente la expresión del mundo de hoy. No se le puede rechazar, como no se puede rechazar al mundo. No se le puede dar la espalda, eso es todo.

«Eso es lo que piensa de mí —se dijo Enrique—. Doy la espalda». Hasta la muerte Dubreuilh seguiría tomando superioridades sobre su propio pasado y sobre el de los demás. «En fin, soy yo el que fui a buscarlo», se dijo Enrique. Quería comprenderlo y no defenderse contra él. Inútil defenderse: se sabía seguro. Sonrió:

—¿Por qué dejó de darles la espalda?

—Porque un día me sentí de nuevo interesado —dijo Dubreuilh—. Oh, es muy sencillo. El año pasado me decía: «Todo está mal, el menor mal es todavía demasiado duro de tragar para mirarlo como un bien». Pero la situación se ha agravado. El peor mal se ha vuelto tan amenazador que mis reticencias respecto a la U. R. S. S. y al comunismo me parecieron muy secundarias. Lo que me asombra es que usted no sienta esto como yo.

Enrique se encogió de hombros:

—Este mes he visto a muchos comunistas, he trabajado con Lachaume. Comprendo bien el punto de vista de ellos; pero no coincidimos: con ellos no coincidiré nunca.

—No se trata de entrar al partido —dijo Dubreuilh—, pero no hay necesidad de estar de acuerdo en todo para luchar juntos contra los Estados Unidos y contra la guerra.

—Usted es más abnegado que yo —dijo Enrique—. Yo no voy a sacrificar la vida que tengo ganas de llevar a una causa en la que creo a medias.

—¡Ah, no me dé esa clase de argumentos! —dijo Dubreuilh—. Me hace pensar en Volange cuando dice: «El hombre no merece que uno se interese en él».

—¡No tiene nada que ver! —dijo Enrique vivamente.

—Más de lo que cree —Dubreuilh interrogó a Enrique con la mirada—. ¿Está convencido de que entre la U. R. S. S. y los Estados Unidos hay que elegir la U. R. S. S.?

—Evidentemente.

—Y bueno, con eso basta. Hay una cosa de la que debe convencerse —dijo con fuego—: Es que no hay otra adhesión que la elección, no hay otro amor que la preferencia. Si uno, para comprometerse, espera encontrar la perfección absoluta, nunca quiere a nadie y nunca hace nada.

—Sin reclamar la perfección, uno puede encontrar que las cosas son más bien lamentables y no tener ganas de mezclarse en ellas —dijo Enrique.

—¿Lamentables respecto a qué? —dijo Dubreuilh.

—Con respecto a lo que podrían ser.

—Es decir, a ideas que usted se hace —dijo Dubreuilh. Se encogió de hombros— la U. R. S. S. tal como debería ser, la revolución sin lágrimas, todo eso son ideas puras, es decir, cero. Evidentemente, comparada a la idea, la realidad siempre es pobre; en cuanto la idea se encarna, se deforma; solamente la realidad de la U. R. S. S. sobre todos los socialismos posibles, demuestra que existe.

Enrique miró a Dubreuilh interrogativamente:

—Si lo que existe siempre tiene razón, es mejor cruzarse de brazos.

—En absoluto. La realidad no es estática —dijo Dubreuilh—, tiene un porvenir, posibilidades. Pero para influir en ella y aun para pensarla hay que instalarse en ella y no divertirse en vagos sueños.

—Mire, lo que es yo no sueño —dijo Enrique.

—Cuando uno dice: «Las cosas son lamentables», o como yo el año pasado: «Todo anda mal», es que uno sueña con un bien absoluto —miró a Enrique en los ojos—. Uno no se da cuenta, pero se necesita mucha arrogancia para colocar sus sueños por encima de todo. Si uno fuera modesto comprendería que de un lado está la realidad y del otro nada. No conozco peor error que preferir lo vacío a lo lleno —agregó.

Enrique se volvió hacia Ana, que tomaba silenciosamente un segundo Martini:

—¿Usted qué cree?

—Personalmente, siempre me ha costado mirar un mal menor como un bien —dijo—. Pero es porque durante demasiado tiempo creí en Dios. Creo que Roberto tiene razón.

—Quizá —dijo Enrique.

—Hablo con conocimiento de causa —dijo Dubreuilh—. Yo también traté de justificar mis humores por la indignidad del mundo.

Enrique llenó de nuevo su vaso. ¿No estaba Dubreuilh justificando sus humores a golpes de tonterías? «Pero por ese camino yo también trato, por humor, de desvalorizar lo que me dice», pensó. Decidió darle crédito, al menos hasta el final de la conversación.

—Sin embargo, su manera de ver las cosas me parece más bien pesimista —dijo.

—Ahí también sólo es pesimismo en relación a las ideas que me hacía antes —dijo Dubreuilh—; ideas demasiado sonrientes; la historia no es sonriente. Pero como no hay ninguna posibilidad de escapar de ella hay que buscar la mejor manera de vivirla: a mi modo de ver no es la abstención.

Enrique habría querido hacerle otras preguntas, pero se oyó en el hall un ruido de pasos y Nadine empujó la puerta.

—¡Salud, banda de borrachos! —dijo alegremente—. Pueden beber a mi salud; ¡merezco un brindis de honor! —los miró con aire triunfal—. ¿Adivinen lo que hice?

—¿Qué? —dijo Enrique.

—Fui a París y os vengué: abofeteé a Lambert.

Hubo un corto silencio.

—¿Dónde lo encontraste? ¿Cómo ocurrió? —preguntó Enrique.

—Y bueno, subí a L’Espoir —dijo Nadine con orgullo—. Entré a la sala de redacción; estaban todos allí, Samazelle, Volange, Lambert y un montón de nuevos, con caras asquerosas. ¡Les causó una impresión verme! —Nadine se echó a reír—. Lambert se quedó sin habla, farfulló cosas, pero no lo dejé explicarse: «Tengo una vieja deuda contigo —le dije—. Me alegro que me hayas dado la ocasión de pagártela». Y le mandé mi mano a la cara.

—¿Qué hizo? —dijo Enrique.

—¡Oh, se hizo el digno! —dijo Nadine—. Tomó grandes aires. Me apresuré en salir.

—¿No te dijo que mis mandados podría hacerlos yo mismo? Es lo que yo hubiera dicho en su lugar —dijo Enrique. No quería reprender a Nadine, pero estaba muy descontento.

—No —dijo Dubreuilh—, no me parece muy brillante lo que has hecho.

—A mí me parece muy brillante —dijo Nadine—. Vi a Vicente al salir de allí y me dijo que era una gran muchacha —añadió en tono vengativo.

—Si buscabas publicidad lo conseguiste —dijo Dubreuilh—. Los diarios van a despacharse a gusto.

—¡Qué me importan los diarios!

—¡La prueba que te importan!

Se miraron con animosidad.

—Si les gusta que los cubran de estiércol, mejor para ustedes —dijo Nadine con rabia—; a mí no me gusta —se volvió hacia Enrique—. Todo esto es culpa tuya —dijo bruscamente—. ¿Por qué fuiste a contarle nuestras cosas a todo el mundo?

—Vamos: yo no hablé de nosotros —dijo Enrique—. Sabes muy bien que todos los personajes están inventados.

—¡Ajá! Hay cincuenta cosas en tu novela que se aplican a papá o a ti, y reconocí muy bien tres frases mías —dijo.

—Son dichas por gente que no tienen nada que ver contigo —dijo Enrique; se encogió de hombros—. Evidentemente he pintado tipos de hoy que están más o menos en la misma situación que nosotros; pero hay millares así; no es ni tu padre, ni yo en particular; al contrario, en la mayoría de los puntos mis personajes no se nos parecen nada.

—No protesté porque hubieran dicho que hago líos —dijo Nadine agriamente—, ¿pero crees que es agradable? Uno conversa con ustedes tranquilamente, se cree entre amigos, y entre ustedes observan, toman notas por dentro y un buen día uno encuentra impresas palabras que había dicho para que fueran olvidadas, gestos que no contaba. ¡Yo a eso la llamo abuso de confianza!

—No se puede escribir una novela de otra manera —dijo Enrique.

—Quizá, pero entonces no habría que frecuentar escritores —dijo Nadine rabiosamente.

Enrique le sonrió: —¡Has caído bien mal!

—Búrlate de mí ahora —dijo poniéndose muy roja.

—No me burlo de ti —dijo Enrique. Rodeó con su brazo los hombros de Nadine— no vamos a hacer un drama con esta historia.

—¡Son ustedes los que hacen un drama! —dijo Nadine—. ¡Ah, tienen un aspecto muy brillante, los tres así, mirándome con aire de jueces!

—Vamos, nadie te juzga —dijo Ana con voz conciliadora. Buscó la mirada de Dubreuilh—. Es agradable de todos modos pensar que Lambert recibió una buena bofetada.

Dubreuilh no contestó nada. Enrique trató de cambiar el tema:

—¿Viste a Vicente? ¿Qué hace de su vida?

—¿Qué quieres que haga? —dijo en tono exasperado.

—¿Siempre trabaja en la radio?

—Sí —dijo Nadine. Vaciló—. Tenía que contarles un cuento lindísimo, pero ya no tengo ganas.

—¡Vamos, cuenta! —dijo Enrique.

—Vicente encontró a Sézenac —dijo Nadine—. En un hotelito del lado de Batignolles. En cuanto consiguió su dirección fue a llamar a su cuarto; quería decirle su manera de pensar. Sézenac se escapó por una escalera de socorro. Durante tres días no volvió a aparecer: ni en el hotel, ni en el restaurante, ni en los bares donde se provee de drogas, en ninguna parte —agregó con voz triunfante—: Es una confesión, ¿no? Si tuviera la conciencia limpia no se ocultaría.

—Depende de la que Vicente le haya dicho a través de la puerta —dijo Enrique— aun inocente, pudo sentir miedo.

—Pero no, un inocente habría tratado de explicarse —dijo Nadine. Se volvió hacia su madre y dijo en tono agresivo—: No parece interesarte. Sin embargo, lo conociste a Sézenac.

—Sí —dijo Ana—. Me pareció drogado al último grado. Cuando uno llega a ese punto es capaz de cualquier cosa.

Hubo un pesado silencio. Enrique pensaba con inquietud. «Vicente verá a Sézenac, ¿y entonces?». Si Sézenac hablaba, si Lambert estaba bastante furioso contra Enrique para confirmar su historia, ¿qué pasaría? Quizá Ana y Dubreuilh estaban haciéndose la misma pregunta.

—Y bueno, si les impresiona tan poco, hubiera podido guardarme mi historia —dijo Nadine con despecho.

—Pero no —dijo Enrique—. Es una historia divertida: por eso pensamos en ella.

—No trates de ser cortés —dijo Nadine—. Ustedes son personas mayores y yo soy sólo una chica. Lo que me divierte, no les divierte, es normal —se dirigió hacia la puerta—. Voy a subir a ver a María.

Estuvo enfurruñada toda la noche. «Esta vida de cuatro no le sienta —pensó Enrique—. En Italia andará mejor». Y pensó con un poco de angustia: «Sólo diez días». Todo estaba arreglado: Nadine y María se iban en tren dormitorio y él las precedía en coche. Diez días. A ratos ya sentía sobre su rostro un viento tibio y un olor a sal ya resina, y una oleada de dicha le subía al corazón. En otros momentos sentía una nostalgia que se parecía al rencor: como si lo desterraran contra su voluntad.

Durante todo el día siguiente Enrique pensó en la conversación que había tenido con Dubreuilh y que se había prolongado hasta muy entrada la noche. El único problema, afirmaba Dubreuilh, era decidir entre las cosas que existen las que uno prefiere. No se trata de resignación: uno se resigna cuando entre dos cosas reales acepta la que vale menos; pero más allá de la humanidad, tal cual es, no hay nada. Sí, en algunos casos Enrique estaba de acuerdo. Preferir lo vacío a lo lleno es lo que le había reprochado a Paula: ella se aferraba a viejos mitos en vez de tomarlo tal como él era. Inversamente, él nunca había buscado en Nadine a la «mujer ideal»; había elegido vivir con ella conociendo sus defectos. Sobre todo, al pensar en los libros y en las obras de arte, la actitud de Dubreuilh parecía justificada. Uno nunca escribe los libros que quiere y puede divertirse mirando toda obra maestra como un fracaso; sin embargo, no soñamos con un arte supraterrestre: las obras que preferimos las queremos con un amor absoluto. En el plan político Enrique se sentía menos convencido; porque allí el mal interviene; no es solamente un bien menor: es lo absoluto de la desdicha, de la muerte. Pero si uno le da importancia a la desdicha, a la muerte, a los hombres uno por uno, no basta decirse: «De todas maneras la historia es desdichada», para sentirse autorizado a lavarse las manos: es importante que sea más o menos desdichada. La noche caía; Enrique rumiaba a la sombra del tilo cuando Ana apareció en el umbral.

—¡Enrique! —lo llamaba con una voz tranquila pero apremiante y él pensó disgustado: «Otro drama con Nadine». Se dirigió hacia la casa.

—¿Sí?

Dubreuilh estaba sentado junto a la chimenea y Nadine de pie frente a él, las manos metidas en los bolsillos de su pantalón con aire enfurruñado.

—Sézenac acaba de llegar —dijo Ana.

—¿Sézenac?

—Pretende que van a matarlo. Hace cinco días que se anda ocultando, pero no puede aguantar más: cinco días sin droga, está deshecho —señaló la puerta del comedor—. Está ahí acostado sobre el diván, enfermo como un perro. Voy a darle una inyección.

Tenía una jeringa en la mano y había una caja sobre la mesa.

—Le pondrás una inyección, cuando haya hablado —dijo Nadine con voz dura. Él esperaba que mamá sería bastante tonta como para ayudarlo sin hacerle preguntas— agregó: —Pero no tuvo suerte, yo estaba presente.

—¿Habló? —preguntó Enrique.

—Va a hablar —dijo Nadine. Se dirigió rápidamente, hacia la puerta y la abrió; con una voz casi amable llamó—: ¡Sézenac!

Enrique permaneció inmóvil en el umbral, junto a Ana, mientras Nadine se acercaba al diván; Sézenac no, se movió; yacía de espaldas, gemía, sus manos se abrían y se crispaban espasmódicamente.

—¡Rápido! —dijo—. ¡Rápido!

—Te van a dar tu inyección —dijo Nadine—. Mamá te trae tu morfina, mira.

Sézenac volvió la cabeza, su rostro estaba cubierto de sudor.

—Pero eso sí, vas a contestarme —dijo Nadine—. ¿En qué año empezaste a trabajar para la Gestapo?

—Voy a morir —dijo Sézenac; las lágrimas corrían por sus mejillas y lanzaba puntapiés en el vacío. Era un espectáculo difícil de soportar y Enrique hubiera querido que Ana lo terminara en seguida, pero parecía paralizada; Nadine se acercó al diván.

—Contesta y tendrás tu morfina —dijo. Se inclinó sobre Sézenac—. Contesta o te va a ir mal. ¿En qué año?

—Nunca —murmuró en un soplo. Dio otro puntapié y volvió a caer sobre la cama, inerte; había un poco de espuma blanca en la comisura de sus labios.

Enrique dio un paso hacia Nadine:

—¡Déjalo!

—No, quiero que hable —dijo con violencia—. Hablará o reventará. ¿Oyes? —dijo volviéndose a Sézenac—. Si no hablas te dejaremos reventar.

Ana y Dubreuilh estaban petrificados; el hecho es que si querían saber a qué atenerse sobre Sézenac era el momento o nunca de interrogarlo; y era mejor saber.

Nadine tomó a Sézenac por el pelo:

—Sabemos que has entregado judíos, muchos judíos: ¿cuándo empezaste? Dilo. —Le sacudía la cabeza y él gimió:

—Me haces daño.

—Contesta, ¿a cuántos judíos entregaste? —dijo Nadine.

Lanzó un gritito de dolor:

—Los ayudaba —dijo—. Los ayudaba a pasar.

Nadine lo soltó:

—No los ayudabas; los entregabas. ¿Cuántos entregaste?

Sézenac se puso a sollozar contra la almohada.

—A uno, de tanto en tanto, para salvar a los demás, era necesario —dijo Sézenac. Se levantó y miró a su alrededor con aire perdido—. Ustedes son injustos. He salvado a muchos.

—Al contrario —dijo Nadine—. Salvabas a uno sobre veinte para que te enviara clientes, y entregabas a los demás. —¿Cuántos entregaste?

—No sé —dijo Sézenac. De pronto gritó—: No me dejen morir.

—¡Basta! —dijo Ana caminando hacia el diván; se inclinó sobre Sézenac y levantó su manga; Nadine volvió hacia Enrique—. ¿Estás convencido?

—Sí —dijo—. Sin embargo, todavía no consigo creerlo.

A menudo había visto a Sézenac con la mirada vidriosa, las manos húmedas, ahora lo veía postrado sobre ese diván; pero todo eso no borraba la imagen del joven héroe con corbata roja que se paseaba de barricada en barricada con un gran fusil al hombro. Volvieron a sentarse al escritorio y Enrique preguntó:

—Y entonces, ¿qué vamos a hacer?

—No se plantea la cuestión —dijo Nadine—. Merece una bala en la cabeza.

—¿Tú vas a tirarla? —dijo Dubreuilh.

—No; pero voy a telefonearle a la policía —dijo Nadine, que tendía una mano hacia el teléfono.

—¡La policía! ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? —dijo Dubreuilh.

—¿Entregarías un tipo a la policía? —dijo Enrique.

—¡Por supuesto! ¡Crees que voy a andar con miramientos con un tipo que entregó a docenas de judíos a la Gestapo!

—Deja ese teléfono y siéntate —dijo Dubreuilh con impaciencia—. No se trata de llamar a la policía. Pero de todas maneras hay que tomar una decisión: no podemos cuidarlo, cobijarlo y devolverlo felizmente a su bonito oficio.

—Sería lógico —dijo Nadine. Se había apoyado a la pared y miraba a los demás con aire sombrío.

Hubo un silencio. Cuatro años antes todo habría sido tan sencillo: cuando la acción es una realidad viva, cuando uno cree en los fines, la palabra justicia tiene un sentido; un traidor, se le mata. ¿Qué hacer de un antiguo traidor cuando uno ya no espera nada?

—Guardémoslo aquí dos o tres días, el tiempo para que se reponga —dijo Ana— está verdaderamente muy enfermo. Y luego lo despacharemos a alguna colonia lejana: en A. O. F., por ejemplo, conocemos gente. Nunca volverá: tiene demasiado miedo de que lo maten.

—¿Y qué será de él? No vamos a darle cartas de recomendación —dijo Dubreuilh.

—¿Y por qué no? Pásenle una renta, ya que están —dijo Nadine. Su voz temblaba de pasión.

—¿Sabes?, nunca podrá desintoxicarse, es un verdadero harapo —dijo Ana—. De todos modos la vida que tiene por delante es bastante horrible.

Nadine golpeó el suelo con el pie:

—¡No se las va a llevar tan barato!

—¡Hay tantos otros que se las llevaron barato! —dijo Enrique.

—No es una razón —miró a Enrique con una sospecha—. ¿No será que tienes miedo de él?

—¿Yo?

—Parecía saber cosas sobre ti.

—Supone que Enrique forma parte de la banda de Vicente —dijo Dubreuilh.

—Pero no —dijo Nadine—. No lo oíste. Me dijo: «Si yo hablara le acarrearía a tu marido los mismos disgustos que a mí».

Enrique sonrió:

—¿Crees que he sido agente doble?

—No sé lo que debo pensar —dijo ella—. A mí nunca me dicen nada. ¡No me importa! Pueden guardarse sus secretos. Pero quiero que Sézenac pague. Se dan cuenta de lo que ha hecho, ¿no?

—Nos damos cuenta —dijo Ana—. ¿Pero qué ganarías haciéndolo pagar? Uno no resucita a los muertos.

—Hablas como Lambert, no se les resucita, pero ésa no es una razón para olvidarlo. Nosotros no estamos muertos, todavía podemos pensar en ellos y no besar los pies de los que los han asesinado.

—Pero no los hemos olvidado —dijo Ana con voz brusca—. Quizá no sea culpa nuestra; pero ya no tenemos ningún derecho sobre el pasado.

—Yo no he olvidado nada —dijo Nadine—. Yo no.

—Tú como los demás; tienes tu vida, tienes una hija; has olvidado. Y si deseas tanto que castiguemos a Sézenac es para probarte lo contrario; pero es de mala fe.

—Negarse a entrar en los enjuagues de ustedes es mala fe —dijo Nadine; se dirigió hacia la puerta de vidrios—. Y bueno, a los escrúpulos de ustedes yo los llamo cobardía —gritó con violencia. Cerró la puerta tras sí.

—La comprendo —dijo Ana—; cuando pienso en Diego la comprendo —se puso de pie—. Voy a prepararle una cama en el pabellón; duerme, no tienen más que llevarlo. —Salió bruscamente y Enrique tuvo la impresión de que estaba al borde de las lágrimas.

—Antes hubiera sido capaz de matarlo yo mismo —dijo Enrique—. Hoy ya no tendría ningún sentido. Y sin embargo, es escandaloso ayudar a que viva semejante tipo.

—Sí, toda solución sería forzosamente mala —dijo Dubreuilh. Miró a Sézenac—. El único momento en que los problemas tienen una solución es cuando no se plantean. Si estuviéramos en la lucha no habría problema. Pero ahora estamos afuera; entonces nuestra decisión sería forzosamente arbitraria —se levantó—. Vamos a acostarlo.

Sézenac dormía; tenía el rostro sereno; los ojos cerrados; había recobrado algo de su antigua belleza. No pesaba mucho. Lo llevaron al pabellón y lo acostaron vestido sobre la cama. Ana extendió una manta sobre sus piernas.

—¡Parece tan inofensivo!; alguien que duerme —murmuró.

—Quizá no sea tan inofensivo —dijo Enrique—. Seguramente sabe un montón de cosas sobre Vicente y sobre los muchachos. Y actualmente hay muchos que harían pasar por inocente a un exgestapista por poder liquidar a un exmaquisard.

—¿No cree que si supiera cosas sobre Vicente ya hubiera tenido disgustos? —dijo Ana.

—Escucha —dijo Dubreuilh—, cuando lo cuides trata de hacerlo hablar: los drogados hablan fácilmente; quizá sabremos lo que lleva adentro —reflexionó—. Creo que de todas maneras lo mejor será embarcarlo.

—¿Por qué tuvo que venir aquí? —dijo Ana.

Parecía tan impresionada, que Enrique pensó que era mejor dejarla sola con Dubreuilh. Subió a su cuarto diciendo que no tenía hambre y que comería un poco más tarde con Nadine.

Se asomó a la ventana; veía a lo lejos la masa oscura de una colina, y muy cerca el pabellón donde yacía Sézenac: así yacía en el estudio de Paula una alegre noche de Navidad. Todos reían, se felicitaban de la victoria, gritaban con Preston: «¡Viva Estados Unidos!», y bebían a la salud de la U. R. S. S. Y Sézenac era un traidor, la servicial América se preparaba a esclavizar a Europa, y en cuanto a lo que ocurría en U. R. S. S. era mejor no mirarlo demasiado de cerca. Vacío de las promesas que nunca había encerrado, el pasado no era sino un atrapabobos. En la colina negra los faros de un auto cavaron un largo surco brillante. Largamente Enrique permaneció inmóvil mirando serpentear en la noche esas rutas de luz. Sézenac dormía y sus crímenes dormían con él. Nadine caminaba por el campo; el no deseaba una explicación. Se acostó sin esperar su regreso.

A través de un sueño confuso, Enrique creyó oír de pronto un ruido insólito, un ruido de granizo; abrió los ojos bajo la puerta se veía una raya de luz: Nadine había vuelto y su ira velaba, pero el ruido no venía de su cuarto; hubo una lluvia de piedritas contra los vidrios. «Sézenac», pensó Enrique saltando de la cama. Abrió la ventana y se inclinó: Vicente. Se puso rápidamente alguna ropa y bajó al jardín.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Vicente se había sentado en el bando de madera verde, apoyando contra la pared de la casa; tenía el rostro tranquilo, pero su pie izquierdo golpeaba el suelo con un movimiento convulsivo, la pierna de su pantalón temblaba.

—Te necesito. ¿Tienes tu auto?

—Sí. ¿Por qué?

—Acabo de matar a Sézenac: hay que sacarlo de aquí.

Enrique miró a Vicente con estupor:

—¿Lo mataste?

—No hubo lucha —dijo Vicente—. Dormía, empleé mi silencioso, no hice ningún ruido —hablaba con una voz neta y rápida; agregó—: Pero ese cochino no quiso quemarse.

—¿Quemarse?

—Robamos tabletas de fósforo a los Shleubs en el maquis; por lo general, marchan muy bien; pero tal vez ya estén demasiado viejas, aunque puse mucha atención en guardarlas en lugar seco; esperé tres horas y el estómago está apenas tocado; empieza a hacerse tarde; vamos a meterlo en el auto.

—¿Por qué hiciste eso? —murmuró Enrique. Se sentó en un banco; sabía que Vicente era capaz de matar, que había matado; pero era un convencimiento abstracto; hasta ahora Vicente era un asesino sin víctima; su manía, como la bebida o la droga, no hacía peligrar más que a él, y resulta que había entrado al pabellón con un revólver en la mano, había puesto el caño contra una sien viva y Sézenac había muerto; durante tres horas Vicente se había quedado frente a un compañero al que acababa de matar y al que no podía quemar. ¡Lo hubiéramos mandado a alguna jungla de donde nunca habría vuelto!

—¡Vamos! —dijo Vicente. Su pierna se calmaba, pero su palabra parecía menos segura—. ¡Sézenac, un entregador, te das cuenta! ¡Cómo nos engañó! ¡Cancel, que decía: es mi hermanito! ¡Y yo, pobre infeliz, si no hubiera desconfiado por la droga me entregaba a la policía!, e hice cosas por él que nunca hice por nadie. Aunque hubiera estado seguro que me costaría el pellejo, me habría dado el gusto de costearme el suyo.

—¿Cómo supiste que estaba aquí?

—Seguí su pista —dijo Vicente con aire vago. Agregó—; Vine en bicicleta, pensaba poner los restos en una bolsa, atarle una piedra a la bolsa y echar todo al río; me las habría arreglado muy bien solo. ¡No comprendo por qué no se quemó! —repitió con aire perplejo. Meditó un instante en silencio y se levantó—. Tendríamos que apresurarnos —¿Qué quieres hacer?

—Vamos a hacerle tomar un baño, un bañito de eternidad; tengo visto un lugar perfecto.

Enrique no se movió; le parecía que le pedían que matar a Sézenac con sus propias manos.

—¿Qué te pasa? —dijo Vicente—. No podemos dejarlo ahí, ¿no? Ahora, si no quieres ayudarme, paciencia; préstame el coche y trataré de arreglármelas sin ti.

—Voy a ayudarte —dijo Enrique—. Pero te pido una cosa en cambio: prométeme dejar esa banda.

—Lo que acabo de hacer es un trabajo personal —dijo Vicente—, y en cuanto a mi banda, te repito lo que te dije antes: no tienes nada mejor que ofrecerme. ¿Qué hacen ustedes contra todos estos cochinos que vuelven? Entonces déjanos defendernos.

—No es una manera de defenderse.

—No tienes ninguna mejor que proponerme. Ven o no vengas —agregó Vicente—, pero decídete.

—Está bien —dijo Enrique—. Voy.

No era el momento de discutir; además, no sabía de qué hablaba, nada le parecía verdad; una brisa jugaba con las ramas del tilo, el olor de las rosas que se marchitaban subía hacia la casa de postigos azules, era una de esas noches como todas las noches en que no ocurre nada. Siguió a Vicente hasta el interior del pabellón y entonces lo que se hundió en el vacío fue el mundo cotidiano; el olor era irrefutable, espeso, triunfal, el olor que llena las cocinas cuando queman las plumas de un pollo. Enrique miró la cama y retuvo una exclamación: un negro. El hombre acostado sobre la sábana blanca tenía un rostro totalmente negro.

—Es el fósforo —dijo Vicente. Apartó la sábana—. ¡Mira esto!

El agujerito en la sien estaba tapado con algodón, ni un rastro de sangre. Vicente era prolijo. El cuerpo de costillas salientes tenía el color del pan quemado y el fósforo había cavado una hendidura profunda; no había ninguna relación entre Sézenac y ese yacente negruzco.

—¿Y la ropa? —dijo Enrique.

—La meto en mi bolsa; yo me encargo —tomó el cadáver por debajo de los brazos—. Cuidado que no se rompa en dos; sería un desastre —dijo con una voz competente de enfermero. Enrique tomó el cadáver de los pies y lo transportaron hasta el garaje. —Espera que tome mi equipo —dijo Vicente.

Había ocultado su bicicleta en un matorral; trajo una cuerda y una bolsa con una gran piedra.

—No cabrá en la bolsa; pero vaya arreglármelas —dijo Vicente. Ligó sólidamente contra el vientre de Sézenac la piedra envuelta en la bolsa que amarró con un nudo corredizo alrededor del cuerpo—. Así está seguro de irse al fondo —dijo con satisfacción.

Acostaron la cosa en el asiento trasero y la cubrieron con una manta. La casa parecía dormir; sólo la ventana de Nadine continuaba iluminada: ¿sospechaba algo? Empujaron el coche hasta el camino y Enrique trató de arrancar en silencio; el pueblo también parecía dormir, pero seguramente había insomnes que espiaban todos los ruidos.

—¿Entregó a muchos judíos? —preguntó Enrique. La justicia no tenía mucho que ver en esta historia, pero necesitaba convencerse de los crímenes de Sézenac.

—¡Centenares! Era trabajo al por mayor esos pasajes de línea. ¡Cochino! ¡Cuando pienso que casi se me escapa! —dijo Vicente—. Es culpa mía; cometí una torpeza; cuando encontré su pista, tuve la tontería de correr a su hotel, lo hubiera matado en su cuarto, cosa que no habría sido nada inteligente; se negó a abrirme y se me escurrió de entre los dedos. ¡Pero lo pesqué!

Hablaba con una voz que farfullaba un poco mientras el coche se deslizaba por la ruta dormida; costaba creer, bajo ese cielo silencioso, que un poco en todas partes había hombres que morían, que mataban, y que esa historia era verdadera.

—¿Por qué trabajaba con la Gestapo? —dijo Enrique.

—Necesidad de dinero —dijo Vicente—. Yo creía que se drogaba solamente desde la muerte de Chancel, desde que todo empezó a volverse roñoso; pero no, se remonta a mucho tiempo. ¡Pobre Chancel! Decía que a Sézenac le gustaba la vida peligrosa y admiraba eso: no sospechaba que eso significaba droga y billetes a cualquier precio.

—¿Pero por qué se drogaba? Era un burguesito bien de su casa.

—Era una bala perdida —dijo Vicente—, una bala perdida que se convirtió en un canalla. —Calló y al cabo de un instante hizo una seña.— Ahí está el puente.

La ruta estaba desierta, el río desierto; en un segundo tiraron por encima del parapeto esa cosa que había sido Sézenac; hubo un ruido de agua, un remolino, algunas arrugas y de nuevo un río ingenuo, la ruta desierta, el cielo, el silencio. «Nunca sabré quién acaba de hundirse», pensó Enrique; esa idea lo molestaba como si al menos le hubiera debido a Sézenac una exacta oración fúnebre.

—Te agradezco —dijo Vicente cuando hubieron dado media vuelta.

—Guárdate tus agradecimientos —dijo Enrique—; te ayudé porque no había más remedio; pero estoy en contra, más que nunca.

—Un cochino menos es un cochino menos —dijo Vicente.

—Comprendo que hayas querido arreglar cuentas con Sézenac —dijo Enrique—, pero no me digas que tienes verdaderos motivos para liquidar a tipos que no conoces: es una especie de droga que encontraste ahí, tú también, una manía.

—Te equivocas —dijo Vicente vivamente—; no me gusta matar; no soy un sádico, detesto la sangre. Había tipos en el maquis para quienes liquidar a un miliciano era un placer: lo cortaban en tajadas con sus ametralladoras; a mí me horrorizaba. Soy un tipo normal, lo sabes muy bien.

—Debe haber algo que te falla —dijo Enrique—; no es normal matar por matar.

—Yo no mato por matar, sino para que ciertos cochinos revienten.

—¿Y por qué te importa tanto que revienten?

—Es normal desear que reviente un tipo al que detestas de veras; en el caso contrario, uno sería anormal —se encogió de hombros—. Son macanas esas historias de que los criminales son obsesionados sexuales y todo lo demás; yo no digo que en la banda no haya uno o dos chiflados; pero los más desatados son buenos padres de familia que hacen el amor cuando quieren y sin historias.

Anduvieron un momento en silencio.

—¿Comprendes? —dijo Vicente—. Hay que saber de qué lado se está.

—No es necesario matar para eso —dijo Enrique.

—Hay que jugarse.

—Cuando Gerardon Patureau defiende a los malgaches a riesgo de hacerse linchar, se juega, y eso tiene un sentido. Arréglatelas para jugarte haciendo algo útil.

—¿Qué quieres hacer de útil cuando vamos a reventar todos en la próxima guerra? Podemos arreglar cuentas, eso es todo.

—Quizá no haya guerra.

—¡Vamos! ¡Estamos apresados! ¡como ratas! —dijo Vicente.

Llegaban ante el jardín y Vicente agregó:

—Escucha: si llegara a haber un lío, no sabes nada, no has visto nada, no has oído nada. Sézenac desapareció y ustedes creen que se mandó mudar. Si te cuentan que he hablado, puedes estar seguro de que es una mentira. Niega todo.

—Si hay un lío no te dejaré solo —dijo Enrique—. Por el momento desaparece en silencio.

—Desaparezco.

Enrique guardó el coche en el garaje; cuando volvió a salir, Vicente había desaparecido; se podía suponer en efecto que Sézenac se había volado; Vicente no había puesto los piel en Saint Martin; no había ocurrido nada.

Había ocurrido algo; en la mañanita gris estaban sentados los tres en medio del living-room; Ana y Dubreuilh en sus saltos de cama, y Nadine vestida; lloraba; alzó la cabeza y dijo con voz desesperada: —¿De dónde vienes?

Él se sentó junto a ella y pasó su brazo alrededor de sus hombros.

—Es culpa mía —gimió Nadine.

—¿Qué culpa tuya?

—Yo le telefoneé a Vicente. Le hablé del café. Con tal que no hayan oído nada.

Ana dijo precipitadamente:

—Lo único que quería era que Vicente denunciara a Sézenac a la policía.

—Le expliqué que no viniera —dijo Nadine—, pero no hubo nada que hacer. Lo esperé en el camino, tenía miedo. Me juró que quería conversar con Sézenac, me mandó de vuelta a mi cuarto. Mucho más tarde tiró piedritas en mi ventana, me preguntó cuál era la tuya. ¿Qué pasó? —preguntó con voz aterrorizada.

—Sézenac está en el fondo del río con una gran piedra al cuello —dijo Enrique— no lo encontrarán tan pronto.

—¡Oh, Dios mío! —Nadine lloraba con sollozos que conmovían todo su cuerpo vigoroso.

—Sézenac merecía una bala en el cuerpo, tú misma lo dijiste —dijo Dubreuilh—; y creo que es lo mejor que podía ocurrirle.

—¡Estaba vivo y ahora está muerto! —dijo Nadine—. Es tan horrible.

La dejaron llorar un largo rato sin decir nada ella alzó la cabeza:

—Y ahora, ¿qué va a pasar?

—Nada.

—¿Si lo encuentran?

—No lo encontrarán —dijo Enrique.

—Su desaparición va a extrañar; ¿quién sabe si no dijo a su amiga o a los muchachos que venía aquí? ¿Nadie en el pueblo notó las idas y venidas tuyas y de Vicente? ¿Si alguien cerca de Vicente lo adivina todo?

—No te inquietes. Si lo peor ocurre, me defenderé.

—Eres cómplice de un asesinato.

—Estoy seguro que con un buen abogado saldré absuelto —dijo Enrique.

—No, no es seguro —dijo Nadine.

Lloraba con una pasión de remordimientos que consternaba a Enrique; por rencor contra sus padres y contra él mismo había entrado en la cabina telefónica, ¿era verdaderamente imposible arrancar de ella ese resentimiento testarudo del que era la primera víctima? ¡Cómo se hacía sufrir!

—¡Te meterán en la cárcel durante años! —dijo.

—¡Pero no! —dijo Enrique. Tomó a Nadine de un brazo—. Ven a descansar. No has dormido en toda la noche.

—No podría dormir.

—Vas a intentarlo. Yo también.

Subieron la escalera y entraron al cuarto de Enrique; Nadine se secó los ojos y se sonó ruidosamente.

—Me odias, ¿verdad?

—¡Estás loca! —dijo Enrique—. ¿Sabes lo que pienso? Que tú detestas un poco a todo el mundo. A los demás no me importa; pero a mí no debes detestarme: porque yo te quiero, métete eso en la cabeza.

—Pero no, no me quieres —dijo Nadine—. Y tienes razón, no hay por qué quererme.

—Siéntate ahí —dijo Enrique. Se sentó junto a ella y puso su mano sobre la suya. Tenía muchas ganas de volver a estar solo, pero no quería abandonar a Nadine con sus remordimientos; él también los tenía por no haber logrado conquistar su confianza—. ¡Mírame! —dijo.

Ella volvió hacia él un pobre rostro de ojos hinchados y él sintió un gran impulso de ternura. Si, lo que uno prefiere a todo lo demás, uno lo quiere; le importaba de ella más que de nadie: la quería y tenía que convencerla de eso.

—¿Crees verdaderamente que no te quiero? ¿Es en serio?

Nadine se encogió de hombros.

—¿Por qué vas a quererme? ¿Qué te doy? Ni siquiera soy bonita.

—¡Ah!, deja esos complejos idiotas —dijo Enrique—. Me gustas como eres. Y me das a ti misma: es todo lo que te pido puesto que te quiero.

Nadine lo miró con aire desolado:

—Quisiera creerte.

—Inténtalo.

—No —dijo ella—. Me conozco demasiado.

—Yo también te conozco, ¿sabes?

—Justamente.

—Te conozco y no pienso sino bien de ti; ¿entonces?

—Entonces me conoces mal.

Enrique se echó a reír:

—¡Vaya un razonamiento!

—Soy fea —dijo Nadine—. Y todo el tiempo hago cosas feas.

—Pero no. Esta noche estabas enojada y se comprende. No podías prever lo que iba a ocurrir. Deja de desgarrarte.

—Eres bueno —dijo Nadine—. Pero no lo merezco —volvió a llorar—. ¿Por qué seré así? Me doy asco.

—Es un error —dijo Enrique tiernamente.

—Me doy asco —repitió.

—Eso no está bien, mi querida —dijo Enrique—. Mira, todo andaría mucho mejor si no hubieras decidido que nadie te quiere: le tienes rencor a la gente por supuesta indiferencia; entonces, de tanto en tanto les mientes, les haces un golpe feo por represalias. Pero nunca es muy grave y no parte de un alma muy negra.

Nadine sacudió la cabeza:

—¡No sabes de lo que soy capaz!

Enrique sonrió:

—Lo sé muy bien.

—No —dijo ella con una voz tan desesperada que Enrique la tomó entre sus brazos.

—Escucha —dijo—, si tienes algo que te pesa es mejor que me lo digas. Te parecerá menos terrible cuando me lo hayas dicho.

—No puedo —dijo Nadine—. Es demasiado feo.

—No lo digas si no quieres —dijo Enrique—. Pero si es lo que pienso no es muy grave.

Nadine lo miró con inquietud:

—¿Qué piensas?

—¿Se trata de algo que nos concierne a ti y a mí?

—Sí —dijo ella sin apartar los ojos. Sus labios temblaban.

—¿Te embarazaste a propósito? ¿Es eso lo que te atormenta?

Nadine bajó la cabeza:

—¿Cómo lo adivinaste?

—Tenías que haber hecho trampa: era la única explicación.

—¡Habías adivinado! —dijo—. ¡No me digas que no te doy asco!

—Pero Nadine, ¡nunca hubieras aceptado que me casara contigo sin ganas, nunca me hubieras hecho un chantaje! Es sólo un jueguito que has jugado contigo misma.

Ella alzó los ojos hacia él con aire suplicante:

—No, nunca hubiera hecho un chantaje.

—Lo sé muy bien. Sin duda tuviste una crisis de hostilidad contra mí por una u otra razón, entonces maquinaste esa historia; te divertía imponerme una situación que yo no había querido; pero corrías más riesgos que yo, puesto que nunca tuviste la intención de forzarme la mano.

—¡De todas maneras era feo! —dijo Nadine.

—Pero no. Era sobre todo inútil: un poco antes o un poco después nos hubiéramos casado y hubiéramos tenido un chico.

—¿Es verdad eso? —dijo Nadine.

—Evidentemente. Nos casamos porque nos gustaba a los dos. Yo no me sentía con deberes para contigo, puesto que sospechaba que habías buscado lo que te pasaba.

Nadine vaciló:

—Supongo que si te hubiera disgustado vivir conmigo no lo hubieras hecho —dijo.

—Trata de hacer otro esfuerzo —dijo Enrique alegremente—. Comprende que si no te quisiera me disgustaría.

—Eso es otra cosa —dijo Nadine—. Uno puede estar bien con alguien sin quererlo.

—Pero yo no —dijo Enrique—. En fin, ¿por qué no quieres creer que te quiero? —agregó con un poco de impaciencia.

—No es culpa mía —agregó Nadine suspirando—, soy desconfiada.

—No lo has sido siempre —dijo Enrique—. Con Diego no lo eras.

Nadine se puso dura:

—Era distinto.

—Diego era mío.

—No más de lo que yo lo soy —dijo Enrique vivamente—. La diferencia es que era un chico; pero hubiera envejecido. Y si no decidieras a priori que todo adulto es un juez, por lo tanto un enemigo, mi edad no te molestaría.

—Contigo nunca será como con Diego —dijo Nadine firmemente.

—No hay dos amores que sean iguales —dijo Enrique—. ¿Pero por qué comparar? Evidentemente, si buscas en nuestra historia otra cosa de lo que es, no lo encontrarás.

—Nunca olvidaré a Diego —dijo Nadine.

—No lo olvides. Pero no emplees tus recuerdos contra mí. Es lo que haces. Por un montón de razones le vuelves la espalda a la vida presente; entonces te refugias en el pasado; en nombre del pasado tomas superioridades sobre todo lo que te ocurre.

Nadine lo miró con un aire un poco vacilante.

—Sí, quiero mi pasado —dijo.

—Te comprendo muy bien —dijo Enrique—. Pero tienes que darte cuenta de una cosa: no es porque tienes recuerdos muy fuertes por lo que pones mala voluntad en vivir; es lo contrario: utilizas tus recuerdos para justificarte.

Nadine guardó un momento de silencio; se mordía el labio inferior con aire concentrado:

—¿Por qué tengo mala voluntad?

—Por resentimiento, por desconfianza. Es un círculo vicioso —dijo Enrique—. Dudas de mi amor, entonces me tienes rabia y quieres castigarme, desconfías de mí y te alejas. Pero reflexiona —dijo con voz apremiante—, si te quiero merezco tu confianza y eres injusta al no dármela.

Nadine se encogió de hombros con aire desolado:

—Si es un círculo vicioso no puedo salir.

—Puedes —dijo Enrique—, si quieres, puedes. —La apretó contra él—. Resuelve darme tu confianza aun si no estás segura de que la merezco. La idea de caer en un engaño te horroriza: pero es mejor ser engañada que ser injusta. Y verás: la mereceré.

—¿Me encuentras injusta contigo?

—Sí. Eres injusta cuando me reprochas que yo no sea Diego. Injusta cuando me miras como a un juez, cuando soy un hombre que te quiere.

—No quiero —dijo Nadine con voz ansiosa—. No quiero ser injusta.

Enrique sonrió:

—No lo seas más. Si pones un poco de buena voluntad terminaré por convencerte —dijo besándola.

Ella le echó los brazos alrededor del cuello.

—Te pido perdón —dijo.

—No tengo nada que perdonarte. Ven. Ahora vas a tratar de dormir. Hablaremos de todo esto mañana.

La ayudó a acostarse y la acomodó en la cama. Volvió a su cuarto. Nunca había hablado tan francamente con Nadine y le parecía que algo en ella había cedido. Había que perseverar. Suspiró. ¿Y entonces? Para hacerla feliz hubiera sido necesario que él lo fuera. Esta mañana ya no sabía lo que esa palabra podía querer decir.

Dos días después los diarios no habían señalado la desaparición de Sézenac. A Enrique todavía le parecía sentir alrededor del pabellón un olor a quemado; la imagen del rostro hinchado, del vientre carcomido, no se borraba; pero esa pesadilla ya estaba cubierta por otra angustia: los Tres acababan de romper con Moscú, la situación estaba tan tensa entre el Este y el Oeste que la guerra parecía inminente. Aquella tarde Enrique y Nadine llevaron a Dubreuilh en auto hasta la estación de Lyon: estaba tan triste como todo el mundo. Enrique lo miró de lejos dar apretones de manos en el hall de la estación: debía pensar que era irrisorio irse justamente hoy a defender la paz a golpes de discursos. Sin embargo, cuando se dirigió hacia el andén en compañía de otros tres tipos, la mirada con que los siguió Enrique encerraba una especie de nostalgia. Tenía la impresión de estar excluido.

—¿Qué hacemos? —dijo Nadine.

—Primero vamos a buscar tu billete y el tríptico.

—¿Vamos igual?

—Sí —dijo Enrique—. Si vemos que la situación se agrava, demoraremos nuestra partida. Pero quizá afloje. Hemos fijado una fecha; por el momento la mantenemos.

Hicieron compras, compraron discos, pasaron por Vigilance y luego por L’Enclume a ver a Lachaume: los comunistas habían resuelto tomar oficialmente entre sus manos el asunto malgache, en cuanto se hubiera dictado el veredicto; la oficina política haría una declaración, se harían circular peticiones, organizarían mítines; Lachaume trataba visiblemente de ser optimista, pero sabía que no obtendrían nada; respecto a la situación internacional tampoco estaba alegre. Enrique llevó a Nadine, al cinematógrafo. A la vuelta, cuando iban por la carretera a través de un crepúsculo húmedo, ella lo acosó a preguntas a las cuales él no podía contestar: «Si quieren movilizarte, ¿qué harás? ¿Qué pasará si los rusos ocupan Paris? ¿Qué será de nosotros si gana Estados Unidos?». La comida fue triste y enseguida después Ana subió a su cuarto. Enrique permaneció en el escritorio con Nadine. Ella sacó de su cartera dos sobres hinchados y el cupón de su camarote:

—¿Quieres ver tu correspondencia?

—Si, dámela.

Nadine le pasó uno de los sobres y examinó su billete:

—¡Te das cuenta, voy a viajar en un vagón dormitorio: me dará vergüenza!

—¿No estás contenta? Antes tenías tantas ganas de viajar en un tren dormitorio.

—Cuando viajaba en tercera envidiaba a la gente de los vagones dormitorios; pero no me gusta pensar que ahora van a envidiarme a mí —dijo Nadine, Volvió a guardar el boleto en su cartera—. Desde que tengo este boleto en las manos me parece terriblemente real esta partida.

—¿Por qué dices terriblemente?

—Siempre es un poco terrible una partida, ¿no?

—A mí lo que me molesta es la incertidumbre —dijo Enrique—. Quisiera estar seguro de que podremos irnos.

—De todas maneras hubiéramos podido dilatar la fecha —dijo Nadine—. ¿No te disgusta no tomar parte en ese mitin de que hablaba Lachaume?

—Puesto que los comunistas van a dar el frente ya no me necesitan —dijo Enrique—. Si empezamos a postergar esa partida no hay razón para pararse. Y cuando hayamos terminado con Madagascar pasarán otras cosas. Hay que cortar de cuajo.

—Bah, es cuestión tuya —dijo Nadine.

Se puso a revisar los Argus y él abrió una carta: una carta de un joven, muy amable. Había muchas cartas amables. Por lo general, eso lo alegraba. Pero esa noche, sin que supiera por qué, le irritaba pensar que mucha gente lo consideraba como a un hermoso espécimen humano. El reloj dio las diez. Dubreuilh estaba hablando contra la guerra. Enrique pensó de pronto que hubiera querido estar en su lugar. Se había dicho a menudo: «La guerra es como la muerte, de nada sirve prepararse». Pero cuando un avión se viene abajo, es mejor ser el piloto que trata de enderezarlo que el pasajero aterrorizado. Hacer algo, aunque sólo fuera hablar, era mejor que quedarse sentado en su rincón con ese peso oscuro sobre el corazón. Enrique imaginó la sala llena de gente, los rostros tendidos hacia Dubreuilh, Dubreuilh tendido hacia ellos lanzándoles palabras: no había lugar en ellos para el miedo, para la angustia; esperaban juntos. A la salida, Dubreuilh iría a comer salchichón y a beber beaujolais: sería en un boliche cualquiera, nadie tendría gran cosa que decir a los demás, pero se sentirían bien. Enrique encendió un cigarrillo. No se detiene una guerra con palabras; pero la palabra no pretende forzosamente cambiar la historia: es también una cierta manera de vivirla. En el silencio de ese escritorio, abandonado a sus pesadillas íntimas, Enrique sentía que la vivía mal.

—El último número tiene buena prensa —dijo Nadine—. Dicen mucho bien de tu novela.

—Se sostiene esa revista —dijo Enrique con indiferencia.

—Su único error es ser una revista —dijo Nadine—. Evidentemente, para la actualidad sería otra cosa si fuera un semanario.

—¿Por qué tu padre no se decide? —dijo Enrique—. Se muere de ganas. Los tipos de su movimiento estarían encantados y los comunistas ven el proyecto con muy buenos ojos. ¿Que lo detiene?

—Sabes muy bien —dijo Nadine—. No quiere meterse sin ti.

—Es absurdo —dijo Enrique— encontrará todos los colaboradores que quiera.

—No es lo mismo —dijo Nadine vivamente—. Tendría necesidad de alguien sobre quien pudiera descansar con los ojos cerrados. Ha cambiado, lo sabes —agregó—. Ha de ser la edad. Ya no se cree capaz de cualquier cosa.

—Creo que de todos modos terminará por decidirse —dijo Enrique—. Todo el mundo lo empuja.

Nadine buscó la mirada de Enrique:

—Si no nos fuéramos a Italia, ¿te gustaría ocuparte?

—Nos vamos justamente para huir de esa clase de cosas.

—Yo no —dijo ella—. Yo me voy para vivir al sol en un lindo lugar.

—Por supuesto, también hay eso —dijo Enrique.

Nadine tendió la mano hacia las cartas:

—¿Puedo leer?

—Si te divierte.

—Él se puso a hojear los Argus, pero sin convicción; ya no se ocuparía de Vigilance, todo eso no le incumbía.

—Es linda la carta del estudiante —dijo Nadine.

Enrique se echó a reír:

—¿El que dice que mi vida le sirve de ejemplo?

—Cada cual sigue los ejemplos que puede —dijo Nadine con una sonrisa—. Pero seriamente ha comprendido cosas.

—Sí. Pero es idiota ese ideal del hombre total. En realidad, soy un burguesito escritor que se las arregla mal o bien, y más bien mal que bien, entre sus obligaciones y sus gastos: nada más.

El rostro de Nadine se oscureció:

—¿Y yo qué soy?

Enrique se encogió de hombros:

—La verdad es que no hay que ocuparse de lo que uno es. En ese terreno no hay remedio.

Nadine lo miró con aire indeciso:

—¿En qué terreno quieres que me ponga?

Enrique no contestó nada. ¿Y él en qué terreno iba a situarse cuando estuviera en Italia? Volvería a apasionarse por lo que escribiera; entonces ya no estaría tentado de ponerse en tela de juicio como escritor. Sea. Pero no todo se salva por ser un escritor. No veía muy bien cómo lograría pensar en sí mismo.

—Tienes a María, tienes tu vida, tienes cosas que te interesan —dijo blandamente.

—Me sobra también mucho tiempo —dijo Nadine—. En Porto Venere nos sobrará mucho tiempo.

Enrique miró a Nadine:

—¿Te da miedo?

—No sé —dijo ella—. Me doy cuenta que antes de tener este boleto en el bolsillo no había creído verdaderamente en esa partida. ¿Tú creías en ella?

—Evidentemente.

—No es tan evidente —dijo Nadine con voz un poco agresiva—. Uno habla, cambia cartas, hace preparativos, pero mientras no ha subido al tren podría muy bien ser un juego. ¿Estás tan seguro de que tienes ganas de irte?

—¿Por qué me preguntas eso? —dijo él.

—Una impresión que tengo —dijo ella.

—¿Crees que tengo miedo de aburrirme contigo?

—No, me has dicho veinte veces que no te aburría y he decidido creerte —dijo en tono grave—. Pienso en el conjunto…

—¿Qué conjunto? —dijo Enrique.

Estaba un poco irritado. Era muy de Nadine: deseaba algo más ásperamente que nadie y cuando lo obtenía se enloquecía. A ella se le había ocurrido la idea de esa casa y parecía importarle tanto que ni por un momento Enrique había pensado en volver a estudiar ese proyecto. De pronto lo dejaba solo ante un porvenir que ya no era obligatorio.

—Dices que no leerás más los diarios; pero los leerás —dijo Nadine—. Será raro cuando recibamos Vigilance o ese semanario si algún día aparece.

—Escucha —dijo Enrique—, cuando uno se va así, por mucho tiempo, siempre hay que pasar un mal momento. No es una razón para cambiar bruscamente todos nuestros planes.

—Sería tonto irnos solamente por no cambiar nuestros planes —dijo Nadine con suavidad.

—¿Oíste lo que decía tu padre el otro día? Si me quedara, todo volvería a empezar como antes, cuando me reprochabas que no tuviera tiempo para gozar de la vida.

—He dicho muchas tonterías antes —dijo Nadine.

—Este año me di tiempo y fui feliz —dijo Enrique—. Me voy a Italia para que eso continúe.

Nadine lo miró con aire vacilante:

—Si crees que serás verdaderamente feliz allí…

Enrique no contestó. Feliz: el hecho es que la palabra ya no tenía sentido. Uno nunca es dueño del mundo: tampoco es posible protegerse contra él. Uno está en él, eso es todo. En Porto Venere, como en París, toda la tierra estaría presente a su alrededor con sus miserias, sus crímenes, sus injusticias. Podía emplear el resto de su vida en huir, nunca estaría protegido. Leería los diarios, oiría la radio, recibiría cartas. Todo lo que ganaría sería decirse: «No puedo hacer nada». Bruscamente, algo explotó en su pecho. No. La soledad que lo ahogaba esta noche, esa muda impotencia, no es eso lo que quería. No. No aceptaría decirse para siempre: «Todo ocurre sin mí». Nadine había visto claro: ni por un instante había elegido verdaderamente ese exilio. De pronto se daba cuenta que desde hacía días soportaba la idea con horror.

—¿Estarías contenta si nos quedáramos aquí? —preguntó.

—Estaré contenta en todos lados si tú lo estás —dijo con pasión.

—¿Tenías ganas de vivir al sol en un lugar bonito?

—Sí —dijo Nadine; vaciló—. ¿Sabes?, las personas que sueñan con el paraíso, cuando los emplazan no están tan apresurados por irse.

—En otras palabras, ¿lamentarías irte?

Nadine lo miró con aire serio:

—Te pido una cosa: que hagas lo que tú tengas ganas. Supongo que soy tan egoísta como antes, pero estoy menos obtusa. Si creo haberte forzado la mano me envenenará la existencia.

—Ya no sé bien lo que deseo —dijo Enrique.

Se levantó y puso en el fonógrafo uno de los discos que acababa de comprar. Si no se iba no dispondría a menudo de tiempo para escucharlos. Miró a su alrededor. Si no se iba sabía lo que le esperaba; esta vez estaba prevenido: «Al menos evitaré ciertas trampas», se dijo; y pensó con resignación: «Caeré en otras».

—¿Quieres que escuchemos un poco de música? —dijo—. No tenemos necesidad de decidirnos esta noche.

Pero sabía que ya estaba decidido.