El avión voló sin escalas de Gander a París y llegó con dos horas de anticipación. Dejé mi equipaje en la estación de los inválidos y tomé el autobús. Era una mañanita gris, desierta, en que mi llegada clandestina, cuando me creían todavía muy lejos, entre las nubes, lindaba con la indiscreción; un hombre barría la acera ante la puerta de calle todavía cerrada; los tachos de basura todavía no habían sido vaciados: llegué antes de que el decorado y los actores estuvieran preparados. Evidentemente, uno no es una intrusa cuando entra a su propia vida; sin embargo, cuando abría y cerraba suavemente la puerta del departamento para no despertar a Nadine, mis ademanes furtivos me daban una vaga impresión de culpa y de peligro. Ningún ruido en el escritorio de Roberto; hice girar la falleba de porcelana: casi en seguida levantó la cabeza, apartó su sillón sonriendo y me rodeó con su brazo:
—¡Mi pobre animalito! ¡Llegas así, solita! Iba a salir a buscarte.
—El avión llegó dos horas antes —dije. Besé sus mejillas mal afeitadas; estaba en batón, hirsuto, con los ojos hinchados por el insomnio—. ¿Trabajaste toda la noche? Está muy mal.
—Quería terminar algo antes de tu llegada. ¿Tuviste un buen viaje? ¿No estás cansada?
—Dormí todo el tiempo. ¿Y tú? Cuando no te vigilo no eres nada juicioso.
Conversamos alegremente, pero cuando Roberto pasó al cuarto de baño volví a encontrar ese silencio que me había sofocado en el momento en que por la puerta entreabierta lo había visto con la cabeza gacha, escribiendo, muy lejos de mí. ¡Qué plenitud en ese escritorio donde yo no estaba! El aire estaba saturado de humo y de trabajo; un pensamiento omnipotente convocaba aquí a su antojo el pasado, el porvenir, el mundo entero: todo estaba presente; ninguna ausencia. Sobre una repisa mi fotografía sonreía, una foto ya vieja, y que no envejecería jamás; ella estaba en su lugar; pero yo… Roberto había pasado la noche en vela para hacerme un lugar en sus días repletos; había algo que no estaba terminado porque yo había llegado demasiado temprano. Me levanté. Los días de regreso, de partida, uno hace descubrimientos que no son más verdaderos que la verdad cotidiana, ya lo sé; y por más que uno lo sepa, por más que uno conozca todas las trampas, uno cae en ellas tontamente; pero, justamente, tampoco me bastaba decirme eso para salir de ellas: no salía. ¡Qué vacío estaba mi cuarto!, y se quedó igualmente vacío mientras erraba con incertidumbre entre la cama y el diván. Sobre mi mesa había correspondencia; la gente me preguntaba cuando volvía a abrir mi consultorio; Paula había salido de la clínica, me invitaba a ir a verla. Noté que su letra era menos infantil que antes y que ya no hacía faltas de ortografía; unas líneas de Mardrus me aseguraban que estaba curada. Fui a abrazar a Nadine, que me recibió con indulgencia; tenía mil cosas que contarme y le prometí dedicarle la noche. Roberto, Nadine, los amigos, el trabajo: y sin embargo, permanecí inmóvil en el corredor preguntándome: «¿Qué estoy haciendo aquí?».
—¿Me esperabas? —dijo Roberto—. Estoy listo.
Yo estaba contenta de salir de ese departamento y de pasearme por las calles, que no estaban ni llenas ni vacías; los muelles, los Gobelins, la plaza de Italia: caminamos largo rato, deteniéndonos aquí y allí en algunas terrazas de café y almorzamos en el restaurante del parque Montsouris.
Roberto sintió que yo no tenía ganas de hablar y él tenía un montón de cosas que contarme: contaba. Estaba mucho más alegre que antes de mi partida: no es que la situación internacional le pareciera brillante, pero había vuelto a tomarle gusto a la vida. Para él era muy importante haberse reconciliado con Enrique; y su libro había despertado tantos ecos que, contra toda lógica, había empezado otro. La acción política seguía siendo imposible; pero decididamente no renunciaba a pensar; hasta tenía la impresión que apenas empezaba a ver claro. Yo lo escuchaba. Estaba tan imperiosamente vivo que me imponía ese pasado de que me hablaba: era mi pasado, yo no tenía otro ni ningún otro porvenir que el que me anunciaba. Pronto volvería a ver a Enrique y me alegraría mucho yo también; esas cartas que Roberto había recibido a propósito de su libro, yo no tardaría en leerlas con él y me sentiría divertida o conmovida como él; me alegraría como él de que nos fuéramos pronto a Italia.
—¿No te cansa volver a viajar después de tantos viajes? —me preguntó.
—En absoluto. No tengo ninguna gana de quedarme en París.
Yo miraba el césped, el lago, los cisnes; un día cercano volvería a gustarme París; tendría disgustos, placeres, preferencias, mi vida emergería de la bruma, mi vida de aquí, la verdadera, y me ocuparía por entero. Tomé bruscamente la palabra, tenía que afirmar que era real también ese mundo del que me separaba un océano, una noche; conté mi última semana. Pero era aún peor guardar silencio; como el año anterior, me sentí culpable odiosamente. Roberto comprendía todo demasiado bien. Allí Lewis se despertaba en un cuarto devastado por mi ausencia, callaba; ya no tenía a nadie. Estaba solo, y en su cama, en sus brazos, mi lugar vacío. Nada redimiría jamás la desolación de esta mañana: el mal que yo le hacía era inexpiable.
Cuando volvimos por la noche Nadine me dijo:
—Paula llamó para saber si habías llegado.
Es la tercera vez —dijo Roberto—, tienes que ir a verla.
—Iré mañana. Mardrus afirma que está curada —agregué—, ¿pero no sabes cómo está en verdad? ¿Enrique no ha vuelto a verla?
—No —dijo Nadine.
—Mardrus no la habría dejado salir si no estuviera verdaderamente curada —dijo Roberto.
Yo dije:
—Hay curación y curación.
Antes de acostarme conversé largamente con Nadine; salía de nuevo con Enrique, estaba muy satisfecha; me bombardeó a preguntas. Al día siguiente llamé a Paula para anunciarle mi visita: su voz era breve y tranquila. Llegué alrededor de las diez de la noche a esa calle que me parecía tan trágica el invierno pasado y me desconcertó su aspecto tranquilizador; las ventanas estaban abiertas sobre la dulzura de la noche, la gente se interpelaba de una casa a la otra, una chica saltaba a la cuerda. Bajo el cartel CUARTO AMUEBLADO apreté un botón y la puerta se entreabrió, normalmente. Demasiado normalmente. ¿De qué sirven esos delirios, esas muecas, si todo había vuelto al orden, si la razón y la rutina habían triunfado? ¿Para qué mis remordimientos apasionados si algún día iba a despertarme en la indiferencia? Casi deseé ver a Paula aparecer en el umbral del estudio, hostil, desencajada.
Pero me recibió una mujer sonriente y gorda que llevaba un elegante vestido negro; me devolvió mi beso sin impulso y sin reticencia; la habitación estaba perfectamente ordenada, los espejos habían sido reemplazados y por vez primera desde hacía años las ventanas estaban abiertas de par en par.
—¿Cómo estás? ¿Hiciste un lindo viaje? Estás muy mona con esa blusa. ¿La compraste allí?
—Sí; en México; te gustaría ese país —le puse un paquete entre los brazos—: Toma, te he traído telas.
—¡Qué amor eres! —hizo saltar el cordel, abrió la caja—. ¡Qué colores maravillosos!
Mientras desembalaba las telas bordadas me acerqué a la ventana; se veía, como siempre, Notre Dame y sus jardines: a través de una cortina de seda amarillenta y caduca la pesada terquedad de las piedras; a lo largo del parapeto las cajas de los libreros estaban cerradas con candado, una música árabe subía del café de enfrente, un perro ladraba y Paula estaba curada; era una noche muy antigua, yo nunca había conocido a Lewis; no podía echarlo de menos.
—Tienes que hablarme de esos países —dijo Paula—; me contarás todo; pero no nos quedemos aquí; voy a llevarte a una boîte muy divertida: el Ángel Negro, acaba de abrirse, se encuentra a todo el mundo.
—¿Quién es todo el mundo? —pregunté con cierto temor.
—Todo el mundo —repitió Paula—; no es tan lejos; podemos ir a pie.
—De acuerdo.
—¿Ves? —dijo Paula—; hace seis meses en seguida me hubiera preguntado: ¿Por qué me ha dicho? «¿Quién es?», y habría encontrado un montón de respuestas.
Sonreí con esfuerzo: —¿Lo lamentas?
—Es demasiado decir. Pero no puedes imaginarte qué rico era el mundo en aquel tiempo; la menor cosa tenía diez mil facetas. Me habría interrogado sobre el rojo de tu falda; ¿ves ese atorrante?, lo hubiera tomado por mil personas a la vez —había una especie de nostalgia en su voz.
—Entonces, ¿ahora el mundo te parece más bien chato?
—¡Oh, en absoluto! —dijo ella en tono cortante—; estoy satisfecha de tener esa experiencia detrás de mí, eso es todo. Pero te prometo que mi existencia no va a ser chata: tengo mil proyectos en ebullición.
—Dime rápido, cuáles.
—Primero voy a mudarme de ese estudio, me desagrada. Claudia me propuso que me instalara en su casa y acepté; y decidí hacerme célebre; quiero salir, viajar, conocer gente, quiero la gloria y el amor; quiero vivir. —Había espetado esas últimas palabras en tono solemne como si estuviera pronunciando votos.
—¿Piensas cantar o escribir? —pregunté.
—Escribir; pero no el tipo de tonterías que te mostré. Un libro verdadero donde hablaré de mí. Ya lo he pensado mucho; no tendrá nada de divertido, pero creo que será una sensación.
—Sí —dije—. Tienes una enormidad de cosas que decir; debes decirlas.
Yo había hablado con calor, pero era escéptica. Paula estaba curada sin lugar a duda, pero su voz, sus gestos, sus mímicas, me inspiraban la misma molestia que esos rostros falsamente jóvenes que vuelven a ser tallados en viejas carnes; probablemente representaría hasta la muerte el papel de una mujer normal, pero era un trabajo que no la disponía a la sinceridad.
—Es aquí —dijo Paula.
Bajamos a un sótano caliente y húmedo como la jungla de Chichen Itza; estaba lleno de bullicio, de humo, de muchachos y de chicas en pantalones, toda gente de otra edad. Paula eligió junto a la orquesta una mesa expuesta a todas las miradas y pidió con autoridad dos whiskies dobles. No parecía sentir que estábamos totalmente fuera de lugar.
—No quiero volver a cantar —dijo—. No tengo complejos de inferioridad; físicamente, si ya no tengo los mismos encantos que antes, sé que tengo otros; pero en una carrera de cantantes uno depende demasiado de la gente —me miró alegremente—. En este punto tenías razón; es atroz la dependencia. Quiero una actividad viril.
Meneé la cabeza; me parecía que ya no tenía ninguna de las cualidades necesarias para cautivar a un público; era mejor que intentara cualquier otra cosa.
—¿Piensas novelar tu historia o contarla tal cual? —pregunté.
—En este momento estoy buscando una forma —dijo—, una forma nueva; es justamente lo que Enrique nunca logró inventar; sus novelas son mortalmente clásicas —vació su vaso de un trago—. Esta crisis ha sido dura; ¡pero si supieras qué alegría es para mí haberme encontrado por fin!
Yo habría querido decirle algo afectuoso, que estaba contenta de verla feliz, cualquier cosa; pero las palabras se congelaban en mis labios. Paula me parecía más lejana que cuando estaba loca. Dije confusa:
—¡Debes de haber cruzado por horas muy extrañas!
—Más bien —miró a su alrededor con una especie de asombro—, ¡algunos días me parecía tan cómico! ¡Me reía a morir!
En otros momentos era el horror; tuvieron que ponerme la camisa de fuerza.
—¿Te hicieron electro shocks?
—Sí; me hallaba en un estado tan raro que en el momento ni siquiera tuve miedo; pero la otra noche soñé que me pegaban un tiro de revólver en la sien y sentí un dolor intolerable; Mardrus me dijo que era sin duda un recuerdo.
—Es bueno Mardrus, ¿no es verdad? —dije en tono incierto.
—¡Mardrus! ¡Es un tipo extraordinario! —dijo Paula con vehemencia—. Es asombroso con qué seguridad encontró la clave de toda esta historia; hay que decir que por mi parte no le resistí —agregó.
—¿Se acabó el análisis?
—No del todo, pero lo esencial está hecho.
No me atreví a hacerle ninguna pregunta, pero ella continuó por sí misma:
—¿No te hablé nunca de mi hermano?
—Nunca. No sabía que tenías un hermano.
—Murió a los quince meses; yo tenía cuatro años; es fácil comprender por qué mi amor hacia Enrique cobró en seguida un carácter patológico.
—Enrique también tenía dos o tres años menos que tú —dije.
—Exactamente. Mis celos infantiles engendraron cuando la muerte de mi hermano un sentimiento de culpabilidad que explica mi masoquismo frente a Enrique; me hice la esclava de ese hombre, acepté renunciar por él a todo triunfo personal, elegí la oscuridad, la dependencia: para redimirme; para que a través de él mi hermano muerto consintiera por fin en absolverme —se echó a reír—. ¡Pensar que hice de él un héroe, un santo! ¡A veces me río sola!
—¿Has vuelto a verlo? —pregunté.
—Ah no, no volveré a verlo —dijo con impulso—. Ha abusado de la situación.
Guardé silencio; conocía bien la clase de explicaciones que había empleado Mardrus; yo también las empleaba en caso de necesidad, las apreciaba en su valor. Sí; para liberar a Paula había que arruinar su amor hasta en el pasado; pero yo pensaba en esos microbios que sólo se pueden exterminar destruyendo el organismo que devoran. Enrique había muerto para Paula, pero estaba muerta ella también; yo no conocía a esa mujer gorda con la cara sudorosa, ojos bovinos, que tomaba whisky a mi lado. Me miró fijamente.
—¿Y tú? —dijo.
—¿Yo?
—¿Qué hiciste en Estados Unidos?
Vacilé:
—No sé si recuerdas. Te dije que había tenido un asunto allí.
—Recuerdo. Con un escritor americano. ¿Volviste a verlo?
—He pasado estos tres meses con él.
—¿Lo quieres?
—Sí.
—¿Qué vas a hacer?
—Volveré a verlo el verano próximo.
—¿Y después?
Me encogí de hombros. ¿Con qué derecho me hacía esas preguntas cuyas respuestas yo deseaba tan desesperadamente ignorar? Apoyó su barbilla sobre su puño cerrado y su mirada se volvió aun más insistente.
—¿Por qué no vuelves a hacer tu vida con él?
—No tengo ninguna gana de rehacer mi vida —dije.
—¿Y sin embargo lo quieres?
—Sí; pero mi vida está aquí.
—Eres tú quien lo decides —dijo Paula—. Nada te impide rehacerla en otra parte.
—Sabes muy bien lo que Roberto significa para mí —dije con desgana.
—Sé que te imaginas no poder vivir sin él —dijo Paula—; pero ignoro de dónde viene ese poder que tiene sobre ti: y tú también lo ignoras —seguía escrutándome—. ¿Nunca pensaste en hacerte analizar de nuevo?
—No.
Me encogí de hombros:
—En absoluto. ¿Pero para qué?
Por supuesto, un análisis habría podido enseñarme un montón de cositas sobre mí misma, pero no veo qué hubiera ganado; si hubiera pretendido llegar más a fondo me habría revelado; mis sentimientos no son enfermedades.
—Tienes muchos complejos —dijo Paula en tono pensativo.
—Quizá; pero mientras no me molesten…
—Nunca admitirás que te molestan: eso forma parte precisamente de tus complejos. Tu dependencia respecto a Roberto proviene de un complejo. Estoy segura que un análisis te liberará.
Me eché a reír:
—¿Por qué quieres que deje a Roberto?
El camarero había puesto sobre la mesa otros dos vasos de whisky y Paula vació la mitad del suyo.
—No hay nada más pernicioso que vivir a la sombra de una gloria —dijo—, uno se marchita. Tú también debes encontrarte a ti misma. ¡Pero bebe! —dijo bruscamente, señalando mi vaso.
—¿No crees que estamos bebiendo demasiado? —dije.
—¿Por qué demasiado? —preguntó ella.
En efecto, ¿por qué? A mí también me gusta ese barullo que el alcohol desencadena en mi sangre. Un cuerpo es tan estrecho, hasta nos queda chico, dan ganas de hacer reventar las costuras; nunca revientan, pero por momentos uno tiene la ilusión de que va a saltar fuera de su piel. Bebí al mismo tiempo que Paula; dijo con fuerza:
—¡Ningún hombre merece la adoración que ellos exigen de nosotras, ninguno! Tú también te engañas; dale a Roberto papel y tiempo para escribir: ya no le falta nada.
Hablaba en voz muy alta para cubrir el estruendo de la orquesta y me parecía que las miradas se volvían hacia nosotras con sorpresa; felizmente la mayoría de la gente bailaba, perdida en un helado frenesí.
Murmuré irritada:
—No es por abnegación que me quedo con Roberto.
—Si es solamente por costumbre no tiene mucho más valor —dijo ella—. Somos demasiado jóvenes para la resignación —su voz se exaltaba, sus ojos se nublaban. —Yo voy a tomar mi revancha; no puedes imaginarte lo feliz que me siento.
Las lágrimas trazaban pesados surcos en su carne húmeda; ella las ignoraba; quizá había vertido tantas que su piel se había vuelto insensible. Yo tenía ganas de llorar con ella sobre ese amor que había sido durante diez años el sentido y el orgullo de su vida y que acababa de transformarse en un chancro vergonzoso. Tomé un trago de whisky y apreté mi vaso en mi mano como si fuera un talismán: «Más bien sufrir a muerte —me dije—, que arrojar al viento, riendo, las cenizas de mi pasado».
Mi vaso golpeó brutalmente el platillo; pensé: «¡Yo también terminaré así! Uno ríe más o menos, pero siempre termina así, jamás se salva todo el pasado; yo quiero ser fiel a Roberto; entonces un día mis recuerdos traicionarán a Lewis; la ausencia me matará en su corazón y yo la enterraré en el fondo de mi memoria». Paula seguía hablando y yo ya no escuchaba: «¿Por qué he condenado a Lewis?». «No», le contesté, y en el momento otra respuesta me parecía inconcebible; ¿pero por qué? «Dale a Roberto papel, tiempo y ya no le falta nada», habla dicho Paula; yo volvía a ver ese despacho tan lleno de mí. A veces, el año pasado entre otros, yo había querido darme importancia, pero aun ahora sabía que en todos esos terrenos que contaban para Roberto yo no le era de ninguna utilidad; frente a sus verdaderos problemas él siempre estaba solo. Allí había un hombre que tenía sed de mí, yo tenía mi lugar entre sus brazos, mi lugar que quedaba vacío: ¿por qué? Yo quería a Roberto con todas mis fuerzas, habría dado mi vida por él, pero él no me la pedía, en el fondo nunca me había pedido nada; la alegría que me traía su presencia sólo se refería a mí; quedarme o irme: la decisión no concernía a nadie sino a mí. Vacié mi copa. Instalarme en Chicago, venir aquí de tanto en tanto: no era tan imposible, después de todo; Roberto me sonreiría cada vez que llegara como si nunca nos hubiéramos separado, apenas advertiría que yo ya no respiraba el mismo aire que él. ¿Qué gusto tendría mi vida sin él?: era difícil imaginarlo; pero yo no conocía demasiado el de mis días venideros si los pasaba aquí: un gusto de remordimiento y de absurdo perfectamente intolerable.
Volví muy tarde, había bebido mucho, dormí mal; mientras tomábamos el desayuno Roberto me consideró con aire severo:
—¡Tienes mala cara!
—Dormí mal; bebí demasiado.
Se puso atrás de mi silla y colocó sus dos manos sobre mis hombros: —¿Lamentas haber vuelto?
—No sé —dije—. Por momentos me parece absurdo no estar allí, donde alguien me necesita; una verdadera necesidad, como jamás nadie tuvo de mí. Y no estoy allí.
—¿Crees que podrías vivir allí tan lejos de todo? ¿Crees que serías feliz?
—Si tú no existieras, la intentaría —dije—. Sin duda lo intentaría.
Las manos se desprendieron de mis hombros; Roberto dio algunos pasos y me miró con perplejidad:
—No tendrías ya oficio, ni amigos, estarías rodeada de gente que no tiene ninguna de tus preocupaciones, que ni siquiera habla tu idioma, estarías separada de todo tu pasado y de todo lo que cuenta para ti… No creo que lo soportaras mucho tiempo.
—Quizá no —dije.
Sí, mi vida junto a Lewis hubiera sido muy estrecha; extranjera, desconocida, ni siquiera habría podido hacerme una existencia personal ni mezclarme a ese gran país que nunca sería el mío; sólo habría sido una enamorada abrazada al hombre amado. No me sentía capaz de vivir exclusivamente para el amor. ¡Pero cómo estaba de cansada de levantar cada mañana el peso tan vano de un día en que nadie exigía mi presencia! Roberto no me había contestado que me necesitaba. Nunca me lo había dicho. Pero antaño no se posaban interrogantes; mi vida no era ni necesaria ni gratuita: era mi vida. Ahora Lewis me había interrogado: «¿Por qué no te quedas para siempre? ¿Por qué?», y yo, que me había jurado no decepcionarlo nunca, había contestado: «No». Había que justificar ése no; y no le encontraba justificación. ¿Por qué? ¿Por qué? Su voz me perseguía. En un sobresalto pensé: «¡Pero nada es irreparable!» Lewis todavía vivía, yo también; podíamos hablarnos a través del océano. Él había prometido escribirme primero, después de una semana; si en su carta volvía a llamarme, si sus nostalgias tenían el acento de un llamado, yo encontraría la fuerza de renunciar a la vieja seguridad; contestaría: «Sí, voy. Voy para quedarme junto a ti mientras quieras guardarme».
Roberto y yo organizamos nuestros planes de viaje, hice cálculos cuidadosos y le telegrafié a Lewis que enviara su carta a Casilla de Correo, Amalfi: durante doce días mi destino quedaría en suspenso. Dentro de doce días, quizá decidiera arriesgarme locamente en un porvenir desconocido, donde me instalaría de nuevo en la ausencia, en la espera. Por el momento no estaba ni aquí ni allí, no era ni yo misma ni otra, sólo una máquina para matar el tiempo, el tiempo que por lo general muere tan rápido y que no terminaba de agonizar. Tomamos un avión, ómnibus, barcos, volví a ver Nápoles, Capri, Pompeya, descubrimos Herculanum, Ischia; yo seguía a Roberto, me interesaba en lo que él se interesaba, recordaba sus recuerdos; pero en cuanto me dejaba sola, ¡qué idiotez!, apenas fingía leer o mirar el paisaje que ahí estaba plantado; por momentos resucitaba con una precisión de esquizofrénica mi llegada a Chicago, la noche de Chichicastenango, nuestra despedida; por lo general, dormía; nunca he dormido tanto.
A Roberto le gustó Ischia, nos detuvimos allí y llegamos a Amalfi tres días después de la fecha prevista: «Al menos estoy tranquila —me decía bajando del autobús—, la carta me espera». Planté a Roberto y nuestras valijas en la plaza y me dirigí hacia el correo tratando de no correr; como todos los correos, éste olía a polvo, a goma, a aburrimiento; ni había luz ni era oscuro, los empleados se movían apenas en sus jaulas, era verdaderamente uno de esos lugares donde los días se repiten a lo largo del año y los mismos gestos a lo largo del día sin que nada ocurra jamás; yo comprendí mal que mi corazón pudiera latir hasta quebrarse mientras hacía cola ante una ventanilla; una mujer joven desgarró un sobre, una gran sonrisa iluminó su rostro: eso me alentó. Mostré mi pasaporte con aire convincente; el empleado desdeñó las casillas alineadas detrás de él, tomó de un armario un paquete, lo hojeó y me tendió un sobre: una carta de Nadine. Dije:
—Hay otra.
—Nada más.
La carta de Nadine probaba que el correo funcionaba, que las cartas llegan cuando son enviadas. Insistí:
—Sé que hay otra.
Con una gentil sonrisa italiana puso el paquete ante mí:
—Puede revisar usted misma.
Denal, Dollincourt, Dellert, Despeux; volví atrás, examiné el paquete de A hasta Z. ¡Todas esas cartas! Había algunas que esperaban desde hacía semanas y que nadie reclamaba: ¿por qué ninguna transacción era posible? ¿Ningún intercambio?
Dije con desesperación:
—¿Y en el casillero D, no hay nada a mi nombre?
—Todas las cartas para los extranjeros están en este paquete.
—De todas maneras fíjese.
Miró, sacudió la cabeza:
—No, nada.
Salí del correo y me quedé sobre la acera, los brazos caídos. ¡Qué atroz escamoteo! Ya no estaba segura ni de la tierra que pisaba, ni del calendario, ni de mi propio nombre. Lewis había escrito y las cartas llegan; por lo tanto, la carta debía estar aquí: no estaba. Era demasiado tarde para telegrafiar: «Sin noticias, inquieta». Demasiado tarde para echarme a llorar, después de todo sólo se trataba de una demora normal, no me dejaba el recurso de una vasta desesperación; yo había calculado mal, eso era todo: un error de cálculo, es raro que uno muera por eso. Sin embargo, mientras comía con Roberto en una terraza sobre el mar no me sentía ciertamente viva. Me hablaba de Nadine que salía asiduamente con Enrique, yo contestaba, tomábamos vino de Ravello, en la etiqueta un señor bigotudo sonreía; los faros de las lanchas de pesca brillaban sobre el mar; a nuestro alrededor había un enorme olor a plantas enamoradas, nada faltaba, en ninguna parte, sólo sobre una hoja amarilla signos negros y hubieran sido los signos de una ausencia; la ausencia de una ausencia: no es verdaderamente nada; lo devoraba todo.
La carta estaba ahí al día siguiente. Lewis escribía de Nueva York. Sus editores habían dado un gran «party» en honor de su libro, veía un montón de gente, se divertía mucho. Oh, no me había olvidado, estaba alegre, estaba tierno; pero imposible descifrar entre sus líneas el más mínimo llamado. Me senté en la terraza de un café, frente al agua; unas chiquilinas con delantales azules y sombreros redondos jugaban en la playa, las miré largamente con el corazón vacío. Durante quince días yo había dispuesto de Lewis, su rostro vacilaba entre el reproche y el amor, me apretaba contra él, decía: «Nunca te he querido tanto». Decía: «Vuelve». Estaba en Nueva York con un rostro desconocido, sonrisas que no se dirigían a mí, tan real como ese señor que pasaba. No me pedía que volviera, ¿deseaba mi regreso? Bastaba esa duda para sacarme la fuerza de desearlo. Esperaría como el año pasado; pero ya no sabía más por qué me había condenado a los horrores de la espera.
Hubo otras cartas en Palermo, en Siracusa; Lewis escribía una vez por semana, como antes; y como antes, todas terminaban con esta palabra: Love, que quiere decir todo y no significa nada. ¿Era otra palabra de amor o la más trivial de las fórmulas? La ternura de Lewis siempre había sido tan discreta que yo no sabía qué parte podía atribuir a su discreción. Antaño, cuando leía las frases que había inventado para mí, volvía a encontrar sus brazos, su boca: ¿era su culpa o la mía si ya no me confortaban? El sol de Sicilia tostaba mi piel, pero dentro de mí hacía siempre frío. Me sentaba en el balcón o me acostaba sobre la arena, miraba el cielo ardiente, el mar y tenía escalofríos. Algunos días detestaba el mar; era monótono e infinito como la ausencia; sus aguas eran tan azules que me parecían azucaradas; cerraba los ojos o huía.
Cuando me encontré nuevamente en París, en mi casa, con cosas, que hacer pensé: «Tengo que recobrarme». Recobrarse como se recobra una salsa cortada: se puede hacer, es factible. Uno retrocede, mira sus preocupaciones, sus disgustos, con una mirada de entendido. Yo me habría sentado junto a Roberto y habríamos hablado, o habría tomado whisky con Paula con el corazón en la mano. Además, yo era capaz de aleccionarme sola. Lewis no era en mi existencia sino un episodio al que las circunstancias me habían hecho darle un precio excesivo. Después de años de abstinencia, yo había deseado un nuevo amor, había provocado éste deliberadamente; lo había exaltado exageradamente porque sabía que mi vida de mujer tocaba a su fin; pero en el fondo podía vivir sin él. Si Lewis se apartaba de mí yo volvería fácilmente a mi antigua austeridad; o buscaría otros amantes, y todos dicen que cuando uno busca encuentra. Mi error era tomar mi cuerpo tan en serio: necesitaba un análisis que me enseñara el desparpajo. Ah, es difícil sufrir sin traicionar. Una o dos veces traté de decirme: «Un día esta historia terminará y me encontraré con un lindo recuerdo tras de mí; lo mismo da resignarme en seguida». Pero me sublevé. ¡Qué comedia irrisoria! Pretender tener nuestro amor entre mis solas manos: es sustituir a Lewis una imagen, es cambiarme en fantasma y hacer de nuestro pasado recuerdos exangües. Nuestro amor no es una anécdota que yo pueda extirpar de mi vida para contármela; existe fuera de mí; Lewis y yo lo llevamos juntos; no basta cerrar los ojos para suprimir el sol: renegar ese amor es sólo cegarme. No, rechacé la prudente reflexión, la falsa soledad y esos consuelos sórdidos. Y comprendí que ese rechazo era otro fingimiento: en verdad no disponía de mi corazón; era impotente contra esa angustia que se apoderaba de mí cada vez que abría una carta de Lewis; mis juiciosos discursos no llenarían ese vacío dentro de mí. Estaba sin recurso.
¡Qué larga espera! Once meses, nueve meses y siempre quedaba igual cantidad de tierra y de agua y de incertidumbre entre nosotros. El otoño reemplazó al verano. Nadine me dijo un día de octubre:
—Tengo una novedad que contarte.
Había en sus ojos una mezcla inquietante de desafío y de confusión.
—¿De qué se trata?
—Estoy embarazada.
—¿Estás segura?
—Sin lugar a duda; he visto a un médico.
Miré a Nadine; sabía protegerse y había un resplandor irónico en su mirada; dije:
—¿Lo hiciste a propósito?
—¿Y qué hay con eso? ¿Es un crimen tener un hijo?
—¿Estás embarazada de Enrique?
—Lo supongo, puesto que me acuesto con él —dijo burlona.
—¿Está de acuerdo?
—Todavía no sabe nada.
Insistí:
—¿Pero deseaba un chico?
Vaciló: —No se lo pregunté.
Hubo un silencio y dije:
—Entonces, ¿qué piensas hacer?
—Qué quieres que haga con un chico, ¿pasteles?
—Quiero decir: ¿Piensas casarte con Enrique?
—Es cuestión de él.
—¿Tienes alguna idea?
—Mi idea es tener un chico. Para el resto no le pido nada a nadie.
Nunca Nadine me había dicho una palabra de ese deseo de maternidad. ¿Era la malevolencia la que me sugería que había deseado con esa maniobra obligar a Enrique a casarse?
—No tendrás más remedio que preguntárselo —dije—. Por un tiempo al menos tu padre o Enrique tendrán que soportar esa carga.
Se echó a reír con un aire de condescendencia divertida:
—Vamos, dame un consejo; veo que te mueres de ganas.
—Me lo reprocharás siempre.
—Dilo igual.
—No le sugieras a Enrique que se case sin estar segura de que tiene verdaderamente ganas; quiero decir que tenga ganas egoístamente, por sí mismo, y no solamente por el chico y por ti. Si no, será un casamiento desastroso.
—No le sugeriré nada —dijo con su voz más aguda—. ¿Pero quién te dice que no tiene ganas? Por supuesto, si le preguntas a un hombre si quiere un chico, le da miedo; pero cuando el chico está ahí, está encantado. Yo creo que le haría mucho bien a Enrique casarse, tener un hogar. La vida bohemia está pasada de moda. —Se detuvo sin aliento.
—Me pediste un consejo; te lo di —dije—. Si crees sinceramente que el casamiento no les pesará ni a Enrique ni a ti, cásense.
Yo dudaba que Nadine pudiera encontrar la dicha en el interior de una vida de hogar; la veía mal, absorbida por un marido y un chico. Y si Enrique se casaba con ella por deber, ¿no le guardaría rencor? No me atrevía a interrogarlo. Él provocó una entrevista; una noche, en vez de entrar como siempre al escritorio de Roberto, vino a golpear a la puerta de mi cuarto:
—¿No la molesto?
—Claro que no.
Se sentó sobre el diván.
—¿Es aquí donde opera? —preguntó con aire divertido.
—Sí, ¿quiere probar?
—Quién sabe —dijo—. Necesitaría que me explique por qué me siento tan desesperadamente normal: es sospechoso, ¿no?
—¡No hay nada más sospechoso! —dije con tanto entusiasmo que me miró con un aire un poco sorprendido.
—Entonces, verdaderamente tengo que hacerme atender —dijo alegremente—. Pero no era de eso de lo que vine a hablarle —agregó; sonrió—. He venido en cierto modo a pedirle la mano de su hija.
Yo también sonreí:
—¿Será un buen marido?
—Trataré. ¿Desconfía de mí?
Vacilé y dije francamente:
—Si se casa únicamente porque le conviene a Nadine desconfío un poco.
—Comprendo lo que quiere decir —dijo—. No tengo miedo.
La historia de Paula me sirvió de lección. No. En primer lugar, quiero a Nadine; y además voy a sorprenderla, pero creo que tengo una vocación de padre de familia.
—Me sorprende ligeramente —dije.
—Sin embargo, es verdad; yo también me sorprendí, pero cuando Nadine me dijo que estaba embarazada sentí un golpe en el corazón. No sé cómo explicarle. Uno se da tanto trabajo para fabricar libros que todo el mundo critica o piezas que escandalizan a la gente: y después, simplemente; dejándome llevar por mi cuerpo, creo un ser vivo; no un personaje de papel, será un chico verdadero de carne y hueso; y tan fácilmente…
—Espero que no tardaré en descubrirme una vocación de abuela —dije—. ¿Supongo que se casarán lo antes posible? ¿Cómo van a organizarse? Necesitarán un departamento.
—No tenemos ganas de quedarnos en París —dijo Enrique—; me gustaría irme de Francia durante algún tiempo; parece que hay ciertos rincones de Italia donde uno puede alquilar casas muy baratas.
—¿Y entre tanto?
—En realidad, todavía no hemos tenido tiempo de hacer muchos planes.
—Siempre pueden instalarse en Saint-Martin —dije—; la casa es bastante grande.
La idea no disgustó a Nadine; no quiso habitar el pabellón porque tenía malos recuerdos, supongo; hizo arreglar dos grandes cuartos en el segundo piso. Abandonó su puesto de secretaria y se puso a leer libros de puericultura y a tejer batitas cuyos colores fuertes derrumbaban alegremente todas las tradiciones; se divertía mucho. Era un período fasto, al parecer, Enrique se felicitaba de haber huido de los tormentos de la vida política, Roberto tampoco parecía echarlas de menos. Paula se declaraba encantada con su nueva vida. Vivía ahora en la gran casa de los Belzunce, donde desempeñaba las funciones misteriosas de secretaria; Claudia le prestaba vestidos y la llevaba a todas partes; ella me hablaba golosamente de sus salidas, de sus amantes y quería arrastrarme en su gloria.
—En fin, cómprate un vestido de noche —me dijo—. ¿No tienes ganas de vestirte, de lucirte?
—¿Lucirme ante quién?
—En todo caso necesitas un vestido de tarde. ¿Qué hiciste con esa maravillosa tela india?
—No sé está en alguna caja.
—Hay que encontrarla.
Irrisoriamente se puso a buscar en mi armario el harapo principesco que en el otro extremo del mundo y del tiempo había cobijado los hombros de una vieja india.
—¡Aquí está! Podríamos hacer una blusa extraordinaria con esto.
Toqué con estupor la tela colores de vitral y de mosaico. Un día, en una ciudad lejana, donde se elevaban humos de incienso, un hombre que me quería la había arrojado en mis brazos. ¿Cómo había podido materializarse hoy aquí? Entre ese viejo sueño y mi vida real no había puentes. Y no obstante, el huipil estaba ahí, de pronto ya no sabía bien dónde estaba yo de veras: ¿aquí, presa de recuerdos delirantes, o lejos, soñando que estaba aquí, pero ya al borde del despertar que me devolvería a los mercados indios y a los brazos de Lewis?
—Confíamelo —dijo Paula—. Claudia lo hará cortar por un costurero; me las arreglaré para que te lo lleven antes del jueves. ¿Vendrás el jueves prometido?
—Verdaderamente no me divierte.
—Le prometí a Claudia llevarte. ¡Quisiera tanto devolverle un poco de todo lo que ha hecho por mí! —La voz de Paula era tan patética como en la época en que me pedía que la reconciliara con Enrique.
—Iré un rato —dije.
Para redorar sus jueves, Paula había inventado financiar un premio literario discernido por un jurado femenino que por supuesto ella presidiría; estaba ansiosa de anunciar ese gran acontecimiento al mundo y aunque el proyecto fuera todavía vago convocaba el jueves próximo a los periodistas y al Todo París. Podía habérselas arreglado muy bien sin mí, pero unas líneas imperiosas de Paula acompañaban la caja que recibí el miércoles por la noche y donde yacía, metamorfoseado, el viejo huipil. Era ahora una blusa a la moda, a mi medida, se infiltraba en ella un olor a pasado perdido y cuando me la puse sentí correr por mi sangre algo que se parecía a la esperanza; con mi piel tocaba la prueba que entre la dicha desvanecida y mi torpeza de hoy había un puente: por lo tanto podía haber un regreso. En el espejo, mi imagen, refrescada por mi vestido nuevo, era clemente: dentro de seis meses no habría envejecido mucho; volvería a ver a Lewis, él aún me querría. Al entrar al salón de Claudia no estaba lejos de pensar: «¡Después de todo soy todavía joven!».
—Tenía tanto miedo que no vinieras —dijo Paula; me arrastró hasta el fondo del vestíbulo—. Tengo que hablarte —dijo con aire ansioso e importante—. Quisiera que hicieses algo más por mí.
—¿De qué se trata?
—Claudia quiere a toda costa que seas miembro del jurado.
—Pero no soy competente; y no tengo tiempo.
—No tendrías nada, que hacer.
—¿Entonces por qué se empeña en mí? —dije riendo.
—Y bueno, a causa del nombre —dijo Paula.
—El nombre de Roberto —dije—. El mío no vale mucho.
—Es el mismo nombre —dijo Paula apresuradamente. Me empujó al saloncito—. Tengo miedo de haberte explicado mal ese proyecto; no se trata de un juego de sociedad.
Me senté con resignación: desde que estaba curada, Paula hablaba, discurría a pérdida de vista sobre tonterías; era aterrador verla apasionarse por esa historia idiota tanto como antes por el destino de Enrique; largamente me alabó las virtudes del número siete: había siete miembros en ese jurado. Tuve un sobresalto de energía:
—No, Paula. No tengo nada que ver con todo eso. No.
—Escucha —dijo con aire inquieto—, al menos dile a Claudia que lo pensarás.
—Si quieres; pero no tengo nada que pensar.
Se levantó y su voz se hizo liviana:
—¿Es verdad lo que se dice: que Enrique va a casarse con Nadine?
—Es verdad.
Se echó a reír:
—¡Qué gracioso! —volvió a ponerse seria—. Desde el punto de vista de Enrique es gracioso. Pero compadezco a Nadine. Deberías intervenir.
—Ella hace lo que quiere, lo sabes muy bien —dije.
—Por una vez emplea tu autoridad —dijo Paula—. Va a destruirla, como quiso destruirme. Evidentemente, para ella, Enrique es un sustituto de Roberto —dijo soñadora.
—Es muy posible.
—En fin, me lavo las manos —dijo Paula. Se dirigió hacia la puerta—. ¡No debo acapararte! ¡Ven pronto! —dijo con súbita agitación.
El salón estaba lleno de gente; una pequeña orquesta tocaba sin animación música de jazz; algunas parejas bailaban; la mayoría de la gente estaba ocupada bebiendo y comiendo; Claudia bailaba con un joven poeta que llevaba un pantalón de terciopelo color lavanda, una tricota blanca y una argolla de oro en una oreja; hay que confesar que asombraba un poco; había muchos jóvenes: candidatos al nuevo premio literario sin duda, y todos se daban aires de agregados de embajada. Me causó placer ver una cara conocida: la de Julián; él también estaba correctamente vestido y no parecía borracho; le sonreí y se inclinó ante mí:
—¿Puedo invitarla a bailar?
—¡Oh, no! —dije.
—¿Y por qué?
—Soy demasiado vieja.
—No más que las otras —dijo, con una mirada hacia Claudia.
—No, pero casi tanto —dije riendo.
Él también rio, pero Paula dijo con voz seria:
—¡Ana está llena de complejos! —miró a Julián con coquetería—. Yo no.
—¡Qué suerte tiene! —dijo Julián alejándose.
—¡Demasiado vieja! ¡Qué idea! —me dijo Paula en tono descontento—. Yo nunca me he sentido más joven.
—Uno se siente como se siente —dije.
Ese golpecito de juventud que me había aturdido un instante no había tardado en disiparse. Los espejos de cristal azogado son demasiado indulgentes: ése era el verdadero espejo, el rostro de esas mujeres de mi edad, esa piel floja, esos rasgos confusos, esa boca que cae, esos cuerpos que uno adivina llenos de rollos bajo sus cinchas. «Son unos vejestorios —pensé—, y tengo la edad de ellas». La orquesta se detuvo y Claudia cayó sobre mí:
—¡Le agradezco tanto que haya venido! ¿Parece que se interesa mucho en nuestros proyectos? Me encantaría que fuera una de las nuestras.
—A mí también me encantaría —dije—. Pero tengo tanto trabajo en este momento.
—Así parece; está convirtiéndose en la psicoanalista de moda. Déjeme que le presente a alguno de mis protegidos.
Yo estaba contenta pero un poco desconcertada de que no hubiera insistido más: no le importaba tanto mi colaboración, Paula se había hecho ideas. Apreté un montón de manos: algunos jóvenes, otros menos jóvenes. Me traían copas de champaña, acaramelados, me atendían, algunos manejaban el piropo con delicadeza; todos me confiaban entre dos sonrisas algún pequeño sueño: obtener una entrevista con Roberto, algún artículo de él para una revista joven que iban a lanzar, una recomendación para Mauvanes, una crítica amable en Vigilance, ¡o sino, deseaban tanto ver en ella su nombre impreso! Algunos, más ingenuos o más cínicos, me pidieron consejos: ¿cómo arreglárselas para obtener un premio o de una manera general para triunfar? Según ellos, yo debía saber cómo se mueven los hilos. Yo dudaba del porvenir de ellos; no se adivina a primera vista si alguien tiene o no talento, pero uno no tarda en darse cuenta si tiene verdaderas razones de escribir: todos esos pilares de salón sólo escribían porque difícilmente se puede dejar de hacerlo cuando uno quiere llevar una vida literaria, pero a ninguno de ellos le gustaba la intimidad con el papel en blanco; deseaban el éxito en su forma más abstracta, y a pesar de todo, no es la mejor forma de obtenerlo. Me parecían tan ingratos como sus ambiciones. Uno de ellos casi me dijo: «Estoy dispuesto a pagar». A muchos, Claudia les hacía pagar en especies; no cabía en sí de gozo mientras se explicaba con los periodistas en medio de un círculo de admiradores de carne fresca. Paula aprovechaba mal la oportunidad; había elegido a Julián, sentada junto a él, las piernas cruzadas, piernas todavía muy lindas, había puesto toda su alma en sus ojos y hablaba hasta perder el soplo; a un novicio, aturdido por tantas palabras, le hubiera costado negarse, pero Julián conocía todas las canciones. Yo escuchaba la voz apremiante de un anciano alto cuyo cráneo pelado imitaba la imagen tradicional del genio, y me hacía promesas a mí misma: si alguna vez pierdo a Lewis, cuando haya perdido a Lewis renunciaré en seguida y para siempre a creerme todavía una mujer; no quiero parecerme a ellas.
—Comprenda, señora de Dubreuilh —decía el viejo—, no se trata de una ambición personal, pero las cosas que digo deben ser oídas, nadie se atreve a decirlas: es necesario un viejo loco como yo para atreverse. Y hay un solo hombre bastante valiente para sostenerme: su marido.
—Seguramente le interesará mucho —dije.
—Pero es necesario que su interés sea activo —dijo él con vehemencia—. Todos me dicen: ¡es notable, es apasionante! Y en el momento de publicarlo tienen miedo. Si Roberto Dubreuilh comprende la importancia de esa obra, a la cual he consagrado, puedo decirlo sin mentir, años de mi vida, tiene el deber de imponerla. Bastaría un prefacio de él.
—Le hablaré —dije.
Me cansaba ese viejo, pero me daba lástima. Cuando uno triunfa tiene un montón de problemas, pero también los tiene cuando no triunfa. Ha de ser triste hablar y hablar sin despertar nunca un eco. Antaño había publicado dos o tres libros oscuros, éste representaba su última oportunidad y yo temía que tampoco fuera muy bueno: desconfiaba de toda la gente que estaba aquí. Me deslicé entre la muchedumbre y toqué el brazo de Paula:
—Creo que ya he cumplido con mi deber. Me voy. Llámame por teléfono.
—¿Tienes un minuto? —tomó mi brazo con aire de conspiradora—. Tengo que pedirte un consejo a propósito de mi libro; me ha atormentado durante todas estas noches. ¿Crees que sería una buena política publicar el primer capítulo en Vigilance?
—Depende —dije— del capítulo y del conjunto del libro.
—Sin duda alguna —dijo—, el libro está hecho para noquear al lector de un solo golpe; debería recibirlo en el estómago sin tener tiempo para recobrarse. Pero, por otra parte, una publicación en Vigilance es una garantía de seriedad. No quiero que me tomen por una mujer de mundo que escribe libros de señora…
—Pásame el manuscrito —dije—. Roberto te dará su opinión.
—Mañana por la mañana haré dejar una copia en tu casa —dijo. Me plantó y corrió hacia Julián—. ¿Ya se va?
—Lo lamento, tengo que irme.
—¿No se olvidará de telefonearme?
—Nunca olvido nada.
Julián bajó la escalera al mismo tiempo que yo y me dijo con su voz civilizada:
—Una mujer encantadora, Paula Mareuil; pero le gustan demasiado los hombres; advierta que en sí un hombre no es una cosa mala; pero aburren los coleccionistas.
—Usted también tiene sus colecciones —dije.
—¡No! Lo que define al coleccionista es el catálogo. Yo nunca he llevado un catálogo.
Yo estaba de mal humor al despedirme de Julián: me hería que Paula hiciera hablar de ella en ese tono. Pero mientras me cambiaba mis elegancias por un batón me preguntaba: «Después de todo, ¿por qué?». No le importa lo que piensen de ella, sin duda tiene razón. Yo quería ser diferente de esas ogras demasiado maduras: en verdad, empleaba otras astucias que no valían más que las de ellas. Me apresuro a decir: estoy terminada, estoy vieja; así anulo esos treinta o cuarenta años en que viviré vieja y terminada, en la nostalgia del pasado perdido; no me privarán de nada puesto que ya he renunciado: hay más prudencia que orgullo en mi severidad; y en el fondo oculta una burda mentira: niego la vejez al negarme al regateo. Bajo mi carne menos fresca afirmo la supervivencia de una mujer joven de exigencias intactas, rebelde a todas las concesiones, y que desdeña los tristes pellejos de cuarenta años; pero ya no existe, no renacerá jamás, ni siquiera bajo los besos de Lewis.
Al día siguiente leí el manuscrito de Paula: diez páginas tan vacías e insulsas como un texto de Confidences. Inútil impresionarme: en el fondo no le importaba tanto escribir, un fracaso no sería trágico; se había asegurado de una vez por todas contra lo trágico, ya se había resignado a todo. Pero yo me resignaba mal a su resignación. Hasta me sentí tan entristecida que cada vez me asqueó más mi oficio: a menudo tenía ganas de decirles a mis enfermos: «No traten de curarse, uno siempre se cura demasiado». Tenía muchos clientes y justamente ese invierno conseguí algunas curas difíciles; pero ya no la hacía con amor.
Decididamente, ya no comprendía por qué es bueno que la gente duerma de noche, que hagan el amor con facilidad, que sean capaces de obrar, de elegir, de olvidar, de vivir. Antaño me parecía urgente liberar a todos esos maniáticos encerrados en sus estrechas desdichas cuando el mundo es tan vasto; ahora no hacía sino obedecer a viejas consignas cuando trataba de arrancarlos a sus obsesiones: ¡había empezado a parecerme a ellos! El mundo seguía siendo igualmente vasto y yo ya no lograba interesarme en él.
«Es escandaloso», me dije aquella noche. Discutían en el escritorio de Roberto, hablaban del plan Marshall, del porvenir de Europa, de todo el porvenir, decían que los riesgos de una nueva guerra aumentaban, Nadine los escuchaba con aire asustado; la guerra nos concierne a todos y yo no tomaba a la ligera esas voces inquietas; sin embargo, sólo pensaba en esa carta; en una línea de esa carta: «A través del océano, los brazos más tiernos resultan fríos». ¿Por qué al confesarme aventuras sin importancia Lewis escribía esas palabras hostiles? Yo no le había pedido que me fuera fiel, habría sido estúpido con toda esa agua y toda esa espuma entre nosotros. Evidentemente no me perdonaba mi ausencia: ¿me la perdonaría alguna vez? ¿Recobraría yo, algún día su verdadera sonrisa? A mi alrededor se interrogaban sobre la suerte que amenazaba a millones de hombres, era también mi suerte; y a mí sólo me importaba una sonrisa, una sonrisa que no detendría las bombas atómicas, que no podía nada contra nada, ni por nadie: pero me ocultaba todo. «Es escandaloso», me repetí; verdaderamente yo no comprendía. Después de todo, ser amada no es un fin ni una razón de ser, no cambia nada de nada, no conduce a nada; ni a mí me conduce a nada. Estoy aquí, Roberto habla con Enrique, lo que piensa Lewis allí ¿en qué me atañe? Hacer depender mi destino de un corazón que es sólo un corazón entre millones de otros, ¡tengo que haber perdido la razón! Traté de escuchar, pero en vano; me decía: Mis brazos son fríos. «Después de todo —pensé— bastará un espasmo de mi corazón que no es sino un corazón entre millones de otros para que este vasto mundo deje de incumbirme para siempre. La medida de mi vida es lo mismo una sola sonrisa que el universo entero; elegir lo uno o lo otro es igualmente arbitrario». Por otra parte no podía elegir.
Le contesté a Lewis y, sin duda encontré las palabras propicias, pues su carta siguiente era serena y confiada. En adelante fue en ese tono de amistad cómplice que me tuvo al corriente de su vida. Había vendido su libro a Hollywood. Tenía dinero, alquilaba una casa al borde del lago Michigan. Parecía dichoso. Era la primavera. Nadine y Enrique se casaron: ellos también parecían felices. ¿Por qué yo no? Junté todo mi coraje; escribí: «Quisiera conocer la casa del lago». Él podía pasar por alto esa frase o decirme: «El año próximo verás la casa». O bien: «No creo que nunca la veas». Cuando tuve entre las manos el sobre que encerraba su respuesta, me contraje como si estuviera frente a un piquete de ejecución. «No tengo que hacerme ilusiones —me decía—. Si no dice nada es porque no quiere volver a verme». Desplegué el papel amarillo y las palabras me saltaron en seguida a los ojos: «Ven a fin de julio, la casa estará recién preparada». Me dejé caer en el diván: a último momento me habían perdonado la vida. Había tenido tanto miedo que al principio no experimenté ninguna alegría. Y luego brutalmente sentí las manos de Lewis contra mi piel y me ahogué: Lewis. Sentada junto a él en el cuarto de Nueva York yo había dicho: «¿Volveremos a vernos?». Él contestaba: «Ven». Entre nuestras dos réplicas nada había ocurrido, ese año fantasma estaba abolido, y yo recobraba mi cuerpo vivo. ¡Qué milagro! Lo festejé como a un hijo pródigo; yo, que por lo general me ocupo tan poco de él, durante un mes lo quise; lo deseaba cuidado, liso, adornado; me hice vestidos de playa, soleras; en los algodones estampados ya poseía el lago azul, los besos; aquel año se veían en los escaparates absurdas enaguas largas y sedosas: compré algunas; acepté que Paula me regalara el perfume más caro de París. Esta vez creí en las agencias de viaje, en el pasaporte, en la visación y en las rutas del cielo. El avión, cuando subí, me pareció tan seguro como un tren de suburbio.
Roberto se las había arreglado para procurarme dólares en Nueva York. Volví al hotel donde había parado cuando mi primer viaje y me dieron, con pocos pesos de diferencia, la misma habitación. En los corredores con olor a alfombra, iluminados por una lucecita roja, encontré el mismo silencio que en la época en que la curiosidad era mi única pasión; durante algunas horas conocí nuevamente la despreocupación. París había dejado de existir, Chicago aun no había empezado, caminaba por las calles de Nueva York y no pensaba en nada. A la mañana siguiente trajiné sin nerviosidad por oficinas y bancos. Y luego subí a mi cuarto para buscar mi maleta. Miré en el espejo a la mujer que esta noche Lewis tomaría entre sus brazos. Despeinaría ese pelo, yo arrancaría bajo sus besos la blusa hecha en un huipil indio; me puse la rosa que dentro de un rato sería pisoteada, toqué mi nuca con el perfume que me había dado Paula: tenía vagamente la impresión de preparar para un sacrificio a una víctima que no era yo; por última vez la contemplé: me parecía que era posible amarla si me habían amado.
Aterricé en Chicago cuatro horas después. Tomé un taxi y esta vez encontré la casa sin dificultad; el decorado era exactamente el mismo; él aviso Schiltz brillaba frente al gran letrero; Lewis, sentado en el balcón, ante una mesa, leía. Me hizo una señal sonriendo, bajó corriendo, me tomó entre sus brazos y dijo las palabras previstas: «Has vuelto. ¡Por fin!». Acaso la escena se desarrollaba con una fidelidad demasiado fatal: no parecía totalmente real, era como una copia un poco borrosa de la del año pasado. O quizá yo estaba desconcertada por la desnudez del cuarto: ni un grabado, ni un libro. Dije:
—¡Qué vacío!
—He mandado todo a Parker.
—¿La casa está lista? ¿Cómo ha quedado?
—Ya verás —dijo—, verás muy pronto —me acunaba contra él—. Qué olor raro —dijo con una sonrisita asombrada—, ¿es esa rosa?
—No, soy yo.
—¿Pero antes no tenías ese olor?
De pronto sentí vergüenza por el perfume más caro de París, por el corte estudiado de mi blusa y por mis enaguas sedosas: ¿para qué todos esos artificios? No los había necesitado para desearme. Yo busqué su boca; no tenía tantas ganas de hacer el amor, pero quería estar segura de que él todavía me deseaba. Sus manos arrugaron la seda de las enaguas, la rosa cayó al suelo, mi blusa también y no pregunté más.
Dormí mucho; cuando me desperté eran más de las doce. Mientras yo tomaba el desayuno, Lewis se puso a hablarme de los vecinos que tendríamos en Parker, y entre otros de Dorothy, una antigua amiga que se había divorciado después de un casamiento desdichado y que vivía, con sus dos chicos, en casa de su hermana y de su cuñado a dos o tres millas de nuestra casa. No me interesé mucho en Dorothy y quizá lo sintió, pues me preguntó bruscamente:
—¿Te molestaría si oyera por radio un match de baseball?
—En absoluto. Leeré los diarios.
—Te guardé todos los New Yorkers —dijo Lewis atentamente—, y señaló los artículos interesantes.
Puso sobre el velador una pila de revistas y abrió la radio. Nos recostamos sobre la cama y empecé a hojear los New Yorkers. Pero me sentía incómoda. Nos había ocurrido a menudo en los años anteriores leer o escuchar la radio sin hablar; pero hoy yo acababa de llegar, me parecía extraño que Lewis sólo pensara en el baseball cuando yo estaba acostada a su lado. El año pasado habíamos pasado todo el primer día haciendo el amor. Di vuelta una página, pero no lograba leer. Anoche, antes de poseerme, Lewis había apagado la luz, no me había dado su sonrisa, no había pronunciado mi nombre, ¿por qué? Yo me había dormido sin interrogarme, pero olvidar una pregunta no es contestarla. «Quizá todavía no me haya encontrado —pensé—. Encontrarse después de un año es difícil. Paciencia, me encontrará». Empecé a leer un artículo y lo interrumpí, la garganta seca; me importaba un rábano del último Faulkner y de todo lo demás; yo debería estar entre los brazos de Lewis y no lo estaba. ¿Por qué? Ese partido de baseball no terminaba más. Pasaron horas; Lewis seguía escuchando; si al menos hubiera podido dormir, pero estaba harta de sueño; me resolví.
—¿Sabes, Lewis, que tengo hambre? —dije alegremente—. ¿No tienes hambre?
—Ten diez minutos más de paciencia —dijo Lewis—. Aposté tres botellas de whisky escocés a que ganaban los Gigantes: es importante tres botellas de whisky, ¿no?
—Muy importante.
Reconocía la sonrisa de Lewis y esa voz irónica y tierna; todo eso habría sido normal otro día. Después de todo quizá fuera normal que hoy se pareciera a cualquier otro día; pero el hecho es que esos últimos minutos me parecieron horriblemente largos.
—¡Gané! —dijo Lewis alegremente. Se levantó, dio vuelta al dial—. ¡Pobrecita la hambrienta, vamos a alimentarla!
Me levanté también y me pasé el peine:
—¿Adónde me llevas?
—¿Qué te parecería el viejo restaurante alemán?
—Es una buena idea.
Me gustaba ese restaurante, tenía buenos recuerdos. Conversamos alegremente comiendo salchichas con repollo. Lewis me contó su estada en Hollywood. Luego me llevó al bar de los atorrantes y al pequeño dancing negro donde antes tocaba Big Billy; él reía, yo reía, el pasado resucitaba. Bruscamente pensé: «Sí, todo esto está bien imitado». ¿Por qué pensé eso? ¿Qué es lo que fallaba? Nada; absolutamente nada. Debía ser que me trabajaba la cabeza, el viaje en avión me había cansado, y también la emoción de la llegada. Evidentemente yo deliraba. Lewis me había dicho un año antes: «Ya no haré fuerza por no quererte. Nunca te he querido tanto». Me lo había dicho, era ayer, yo seguía siendo yo, él seguía siendo él. En el taxi que nos llevaba hacia nuestra cama me instalé entre sus brazos; era él; yo reconocía el calor áspero de su hombro; no encontré su boca, no me besó; y sobre mi cabeza oí un gran bostezo.
No me moví; pero me sentí naufragar en el fondo de la noche; pensé: «Debe ser así cuando uno está loco». Dos luces enceguecedoras desgarraban las tinieblas, dos verdades igualmente seguras y que no podían ser verdades juntas: Lewis me quiere; y cuando me tiene entre sus brazos bosteza. Subí la escalera, me desvestí. Tenía que hacerle una pregunta a Lewis, una pregunta muy simple; de antemano desgarraba mi garganta, pero todo era mejor que ese horror confuso. Me acosté. Se acostó a mi lado y se envolvió en las sábanas:
—Buenas noches.
Ya me daba la espalda; me aferré a él:
—¿Lewis, qué pasa?
—Nada. Estoy cansado.
—Quiero decir: ¿durante todo el día qué ha pasado? ¿No me encontraste?
—Te he encontrado —dijo.
—¿Entonces, ya no me quieres? —Hubo un silencio, un silencio decisivo y me quedé estúpida. Durante todo el día había tenido miedo, pero no había creído seriamente que mi miedo pudiera estar justificado; y de pronto, ya ninguna duda era posible. Repetí—: ¿No me quieres más?
—Te quiero siempre, mucho; tengo mucho afecto por ti, —dijo Lewis con voz cuidadosa—. Pero ya no es amor.
Ya estaba, lo había dicho; yo había oído esas palabras con mis oídos y nada podría borrarlas jamás. Guardé silencio. Ya no sabía que hacer conmigo. Yo era exactamente la misma; y el pasado, el provenir, el presente, todo tambaleaba. Me parecía que ya ni siquiera mi voz me pertenecía.
—¡Ya lo sabía! —dije—. Sabía que te perdería. Desde el primer día lo supe. En el club Delisa por eso lloré: sabía. Y ahora ha ocurrido. ¿Cómo ha ocurrido?
—Es más bien que no ha ocurrido nada —dijo Lewis—. Te esperé sin impaciencia este año. Sí, una mujer es agradable, uno conversa, se acuesta con ella, y luego se va: no hay por qué perder la cabeza. Pero me decía que quizá cuando volviera a verte algo ocurriría…
Hablaba con una voz indiferente, como si esta historia no me incumbiera.
—Comprendo —dije débilmente—. No ha ocurrido nada…
—No.
Pensé enloquecida: «Es causa de ese olor raro, de esas sedas, hay que volver a empezar: me pondré el traje sastre del año pasado…». Pero, evidentemente, mis enaguas no tenían nada que ver. Oí mi voz de muy lejos.
—Entonces ¿qué vamos a hacer?
—Pues supongo que vamos a pasar un verano agradable —dijo Lewis—. ¿No hemos pasado un lindo día?
—Un día de infierno.
—¿Verdaderamente? —parecía desolado—. Yo creí que no habías notado nada.
—Noté todo.
Mi voz me abandonó, ya no podía hablar, y además ¿para qué? El año pasado, cuando Lewis se había esforzado por dejar de quererme, yo había sentido a través de sus rencores y de sus malos humores que no lo conseguía: siempre había conservado esperanzas. Este año no se esforzaba: ya no me quería, saltaba a la vista. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Desde cuándo? Poco importaba, todas las preguntas eran vanas; comprender es importante cuando uno todavía espera y yo estaba segura que ya no tenía nada que esperar.
Murmuré:
—Bueno, buenas noches.
Durante un instante me retuvo contra él.
—No quisiera que estés triste —dijo. Acarició mi pelo—. No vale la pena.
—No te preocupes por mí —dije—. Voy a dormir.
—Duerme —dijo—. Duerme bien.
Cerré los ojos; sí, seguramente iba a dormir. Me sentía más agotada que después de una noche de fiebre. «Ya está» —pensé fríamente—: No ha ocurrido nada; es normal; lo anormal es que un día haya ocurrido algo. ¿Qué? ¿Por qué? En el fondo nunca había comprendido: el amor es siempre inmerecido; Lewis me había querido sin razón valedera; a mí no me había sombrado: ahora ya no me quería, tampoco era asombroso, hasta era natural. De pronto las palabras explotaron en mi cabeza: «Ya no me quiere». Se trataba de mí, debía aullar a muerte. Me puse a llorar. Cada mañana decía: «¿Por qué ríes? ¿Por qué eres tan rosada, tan tibia?». Ya no volvería a reír. Decía. «¡Ana!». Nunca más lo diría con ese acento. Nunca más volvería a ver su rostro de placer y de ternura. «Tendré que pagarlo todo —pensé a través de mis sollozos—; todo lo que me ha sido dado sin que yo lo haya pedido, tendré que pagarlo con su peso en lágrimas». Una sirena gimió a lo lejos, los trenes silbaban. Yo lloraba. Mi cuerpo se vaciaba de su calor con grandes escalofríos, me volvía fría y blanda como un viejo cadáver. ¡Si hubiera podido suprimirme por completo! Al menos, mientras lloraba ya no tenía más porvenir, ya no tenía otra cosa en la cabeza: me parecía que podría sollozar sin aburrirme hasta el fin del mundo.
La noche se cansó antes que yo; la cortina de la cocina se fue poniendo amarilla, una sombra tupida se imprimió con rasgos decididos. Pronto tendría que mantenerme de pie, articular palabras, hacerle frente a un hombre que había dormido sin lágrimas. Si al menos hubiera podido guardarle rencor, eso nos habría acercado. Pero no, era simplemente un hombre al que no le había ocurrido nada. Me levanté; en la cocina la mañana era silenciosa y familiar, semejante a tantas otras mañanas. Me serví un vaso de whisky, que tomé con una pastilla de benzedrina.
—¿Dormiste? —dijo Lewis.
—No mucho.
—Hiciste mal.
Empezó a trajinar en la cocina, me daba la espalda, eso me ayudó a hablar.
—Hay una cosa que no comprendo —dije—. ¿Por qué me dejaste venir? Debiste prevenirme.
—Pero tenía ganas de verte —dijo Lewis vivamente. Se volvió y me sonrió con inocencia—. Estoy contento de que estés aquí, me alegra pasar este verano contigo.
—Olvidas una cosa —dije—. Es que yo te quiero. No es alegre vivir junto a alguien que uno quiere y que no nos quiere.
—No me querrás siempre —dijo Lewis en tono superficial.
—Tal vez. Pero por el momento te quiero.
Sonrió.
—Tienes demasiado sentido común para que esto dure mucho tiempo. Seriamente —agregó—, para querer a alguien con amor hay que trabajarse la cabeza; cuando los dos juegan el juego, puede valer la pena; pero si uno juega solo se vuelve estúpido. Lo miré con perplejidad. ¿Era verdaderamente inconsciente o fingía serlo? Quizá hablaba sinceramente: quizá el amor había perdido toda importancia para él desde que ya no me quería. En todo caso, deliberado o aturdido, su egoísmo me probaba que yo ya no contaba para él. Me extendí sobre la cama. Me dolía la cabeza. Lewis se puso a guardar libros en unos cajones y me di cuenta de pronto que aún no había tocado fondo. Estaba acostada sobre la manta mexicana, miraba la cortina amarilla, las paredes: y no era amada, pero todavía me sentía en mi casa; y quizá todo eso pertenecía a otra. Quizá Lewis amaba a otra mujer. Había habido mujeres en su vida este año; me había hablado de ellas y ninguna me había parecido muy inquietante; pero quizá había encontrado una de la cual precisamente no me había hablado. Lo llamé:
—¡Lewis!
Alzó la cabeza: —¿Sí?
—Tengo que hacerte una pregunta: ¿hay otra mujer?
—¡Oh, Dios mío, no! —dijo con convencimiento—. ¡Ya no me enamoraré nunca más!
Suspiré. ¡Lo peor me había sido evitado! Ese rostro que ya no vería, esa voz que ya no oiría, no existían para nadie más.
—¿Por qué dices eso? —pregunté—. Nunca se puede saber.
Lewis sacudió la cabeza.
—Pienso que no estoy hecho para el amor —dijo con una voz un poco vacilante—. Antes de conocerte, ninguna mujer había contado. Te conocí en un momento en que mi vida me parecía muy vacía: por eso me arrojé en ese amor con tanta precipitación; y después acabó por terminar —me miró en silencio—. Sin embargo, si había alguien que estaba hecha para mí eras tú. Después de ti no puede haber nadie.
—Ya veo —dije.
La voz afectuosa de Lewis terminó de desesperarme. Si hubiera sido agresivo, injusto, yo habría tratado sin duda de defenderme; pero no; parecía casi tan desolado como yo de lo que nos ocurría. Mi cabeza me dolía cada vez más y renuncié a seguir interrogándolo. La única pregunta decisiva: «Lewis, si me hubiera quedado, ¿habrías seguido queriéndome?», era inútil, puesto que precisamente no me había quedado.
Lewis fue a comprarme unas pastillas calmantes, tomé dos, dormí. Me desperté sobresaltada. «¡Acabó por terminar!», me dije en seguida. Me senté junto a la ventana; a mis espaldas Lewis embalaba platos; hacía mucho calor; unos chicos jugaban a la pelota entre las ortigas, una chiquita tambaleaba sobre un triciclo rojo y yo me mordía los labios para no echarme a llorar. Seguí con la mirada un largo automóvil lujoso que rozaba la acera y aparté la cabeza: la misma vista, el mismo cuarto; sobre la cortina amarilla se dibujaba una sombra negra; Lewis llevaba uno de sus viejos pantalones zurcidos, silbaba; el pasado me hacía burla, yo no podía soportarlo más. Me levanté.
—Voy a dar una vuelta —dije.
Tomé un taxi, me hice llevar hasta el Loop y caminé largamente: caminar, eso ocupa casi tanto como llorar. Las calles me parecían hostiles. Yo había querido a esa ciudad, había querido a ese país; pero las cosas habían cambiado en dos años y el amor de Lewis ya no me protegía. Ahora Estados Unidos significaba bomba atómica, amenazas de guerra, fascismo naciente; la mayoría de la gente con que me cruzaba eran enemigos: yo estaba sola, desdeñada, perdida. «¿Qué estoy haciendo aquí?», me pregunté. Al final de la tarde me encontré al pie del aviso de Schiltz; en la cortada, los tachos de basura desprendían un buen olor a otoño. Subí la escalera de madera, miré fijamente el damero rojo y blanco que disfrazaba el tanque de gas; un tren pasó a lo lejos y el balcón tembló. Era así exactamente el primer día, los otros días. «Haría mejor en volver a París», me dije. Veía la esquina de la avenida donde ya me esperaba mi partida; el taxi que me llevaría corría ahora por alguna calle de la ciudad; Lewis lo detendría con un ademán que yo conocía, la puerta golpearía al cerrarse, ya había golpeado una vez, dos veces, tres veces; y esta vez sería para siempre. ¿Para qué tres meses de agonía? «Mientras vea a Lewis, mientras me sonría, nunca tendré la fuerza de matar en mí nuestro amor; pero matar a distancia, todo el mundo es capaz». Me aferré a la balaustrada. «No quiero matarlo». No, no quería que un día Lewis estuviera para mí tan muerto como Diego.
—¡Espero que te gustará la casa de las dunas! —dijo Lewis a la mañana siguiente.
—Oh, sin duda —dije.
Él seguía amontonando los últimos libros en los cajones, y las últimas latas de conserva. Yo estaba contenta de dejar Chicago. Al menos en Parker las cosas no se empeñarían en parodiar el pasado; habría un jardín y tendríamos dos camas, sería menos sofocante. Me puse a hacer mi valija; metí en el fondo el huipil indio: nunca más lo usaría, me parecía que llevaba algo maléfico en sus bordados; toqué con repugnancia todas esas faldas, esas blusas, esas soleras que yo había elegido con tanto cuidado. Cerré la valija y me serví un gran vaso de whisky.
—No deberías beber tanto —dijo Lewis.
—¿Por qué no?
Tomé una pastilla de benzedrina; necesitaba ayuda para atravesar esos días en que debía aprender hora tras hora que ya no me quería. Y hoy venían a buscarnos unos amigos en auto, yo no tendría ni un minuto para llorar en un rincón.
—Ana. Evelyne. Ned.
Di apretones de mano. Sonreí. El auto atravesó la ciudad y luego parques y suburbios; Evelyne me hablaba, yo contestaba. Atravesamos una inmensa pradera erizada de altos hornos, loteos, bosques bien peinados, y luego nos detuvimos al extremo de una ruta cortada por pastos gigantes; un camino de granza conducía hacia una casa blanca; adelante había un césped que bajaba en pendiente suave hacia un estanque. Miré ávidamente las dunas brillantes, el agua florecida de nenúfares, las cortinas de árboles tupidos; iba a vivir aquí durante dos meses como si estuviera en mi casa y luego me iría: para no volver jamás.
—¿Y? —dijo Lewis.
—Es magnífico.
En el extremo del césped, al lado de un horno de ladrillos, cuya chimenea humeaba, había gente sentada; gritaron alegremente: «¡Bienvenida a los nuevos inquilinos!».
Apreté manos: Dorothy, su hermana Virginia, su cuñado Willle, que trabajaba en los altos hornos vecinos, y Bert, que era profesor en Chicago. Las salchichas alemanas se tostaban sobre una parrilla negra, había un olor agradable a cebolla frita y a fuego de leños. Alguien me tendió un vaso de whisky y lo tomé de un trago: lo necesitaba.
—¿No es verdad que la casa es una joya? —dijo Dorothy—. El lago está justo detrás de las dunas; hay un bote para atravesar el estanque: en cinco minutos se está en la playa.
Era una mujer negrita Con un rostro duro y curtido, Con voz exaltada. Había amado a Lewis; quizá aún lo amaba; sin embargo, había un calor sincero en su mirada.
—A la noche —dijo—, será maravilloso hacer la comida al aire libre; los bosques están llenos de ramas secas, no hay más que recogerlas.
—Te compraré un hacha —dijo alegremente Lewis— y cuando no seas juiciosa te condenaré a ir a cortar leña —me tomó del brazo—. Ven a ver la casa.
Volví a encontrar en su rostro el fuego alegre de la impaciencia. Antes me había mirado Con esa sonrisa de orgullo.
—Los últimos muebles llegan mañana. Aquí pondremos las camas; la habitación del fondo será la biblioteca.
Cualquiera hubiera dicho que se trataba de una pareja de enamorados que preparaban su nido; y cuando volvimos al jardín sentí en todas las miradas una curiosidad cómplice:
—¿Conservan su departamento de Chicago? —preguntó Virginia.
—Sí, conservamos el departamento.
Sus miradas nos confundían y yo decía: «Lewis y yo», «nosotros», él también. Hablaba con animación; habíamos hablado, muy poco desde mi llegada y era la primera vez que lo veía alegre; ahora necesitaba de los demás para estar alegre. Hacía mucho más fresco que en Chicago y el olor a hierba me aturdía. Tenía ganas de arrojar lejos de mí ese peso que me oprimía el corazón y de estar alegre yo también.
—Ana, ¿quieres dar una vuelta en bote?
—Me gustaría mucho.
Las luciérnagas se encendían en el crepúsculo mientras bajábamos la escalerita; me senté en el bote y Lewis lo apartó de la orilla; lianas gelatinosas se enroscaban a sus remos. En el estanque, en las dunas, era una verdadera noche de campo; pero encima del puente el cielo era rojo y violeta, un cielo sofisticado de gran ciudad: los fuegos de los altos hornos lo quemaban.
—Es tan lindo como los cielos del Mississippi —dije.
—Sí, dentro de algunos días tendremos luna llena.
La hoguera de un campamento crepitaba en el flanco de las dunas; de tanto en tanto una ventana brillaba a través de los árboles; una de ellas era la nuestra. Como todas las ventanas que brillan a lo lejos en la noche prometía la felicidad.
—Dorothy es simpática —dije.
—Sí —dijo Lewis—. Pobre Dorothy. Trabaja en un drug store en Parker y su marido le pasa una rentita; dos chicos, toda la vida aquí, sin ni siquiera un hogar para ella: es duro.
Hablábamos de los demás entre nosotros, el agua negra nos aislaba del mundo, la voz de Lewis era tierna, su sonrisa cómplice; me pregunté de pronto: «¿Todo está verdaderamente terminado?». Yo había caído en seguida en la desesperación por orgullo, por no parecerme a todas las mujeres que se mienten, y también por prudencia, para evitarme los suplicios de la duda, de la espera, de la decepción: quizá me había apresurado demasiado. La naturalidad de Lewis, sus excesos de franqueza no eran naturales: en verdad no es ni frívolo ni brutal, no ostentaría crudamente su indiferencia si no fuera el efecto de una decisión. Había decidido no quererme más, sea; pero tomar una decisión y mantenerla son dos cosas distintas.
—Habrá que bautizar nuestro botecito —dijo Lewis—. ¿Qué te parecería llamarlo Ana?
—¡Me enorgullecería mucho!
Ahora me miraba con una de sus expresiones de antaño; era él quien había propuesto este paseo de enamorados. Quizá empezaba a cansarse de ser falsamente juicioso; quizá vacilaba en arrojarme de su corazón. Volvimos a tierra y nuestros invitados no tardaron en irse. Nos acostamos el uno junto al otro en la cama angosta instalada provisoriamente. Lewis apagó la luz.
—¿Crees que te encontrarás bien aquí? —preguntó.
—Estoy segura.
Apoyé mi mejilla contra su hombro desnudo; él acarició suavemente mi brazo y me apreté contra él. Era mi mano sobre mi brazo, era su calor, su olor y yo ya no tenía ni orgullo ni prudencia. Volví a encontrar su boca y mi cuerpo se derretía de deseo mientras mi mano se arrastraba sobre el vientre tibio; él también me deseaba y entre nosotros el deseo siempre había sido amor; algo volvía a empezar esta noche, yo estaba segura. De pronto se acostó sobre mí y me poseyó sin una palabra, sin un beso. Ocurrió tan ligero que me quedé sorprendida. Fui la primera en decir:
—Buenas noches.
—Buenas noches —dijo Lewis volviéndose hacia la pared.
Una rabia desesperada me subió a la garganta. «No tiene derecho», murmuré. Ni por un momento me había dado su presencia, me había tratado como máquina de placer. Aunque no me quisiera no debía hacer eso. Me levanté; odiaba su calor. Fui a sentarme al living-room y lloré cuanto quise. Ya no comprendía nada. ¿Cómo nuestros cuerpos se han vuelto tan extraños, ellos que se han querido tanto? Él decía: «Soy tan feliz, estoy tan orgulloso»; él decía: «¡Ana!». Con sus manos, sus labios, su sexo, con toda su carne me daba su corazón: era ayer. Todas esas noches cuyo recuerdo todavía me quemaba: bajo la manta mexicana, sobre la cucheta acunada por el Mississippi, a la sombra de los mosquiteros, ante un fuego con olor a resina, todas esas noches… ¿no resucitarían jamás?
Cuando volví a la cama, agotada, Lewis se levantó sobre un codo; me preguntó con fastidio:
—¿Es tu programa para el verano pasar días agradables y llorar toda la noche?
—¡Ah, no tomes ese tono superior! —dije con violencia—. Lloro de rabia. Acostarse así, en frío, es horrible: no debiste.
—No puedo dar un calor que no siento —dijo Lewis.
—Entonces no debías acostarte conmigo.
—Tenías tantas ganas —dijo apaciblemente—, no quise negarme.
—Hubiera sido mejor negarte. Prefiero que decidamos no volver a acostarnos nunca juntos.
—Es mucho mejor si después de eso tienes que pasarte la noche llorando. Trata de dormir.
No había hostilidad en su voz, solamente indiferencia. Su calma me desconcertaba; me quedé acostada de espaldas, los ojos fijos; el lago rugía a lo lejos con un ruido de usina. ¿Lewis decía la verdad? ¿Era yo la culpable? Sí, sin lugar a duda yo era culpable: no tanto por haber mendigado sus caricias como por haberme inventado falsas esperanzas. Seguramente Lewis no estaba completamente de acuerdo consigo mismo, es lo que explicaba sus cambios de conducta; pero para un hombre como él no hay ninguna distancia entre la negativa de amar y la ausencia de amor; había decidido deliberadamente no quererme más: el resultado es que no me quería más. El pasado estaba bien muerto. Una muerte sin cadáver, como la de Diego: es lo que hacía difícil creer en ella. Si al menos yo hubiera podido llorar sobre una tumba, eso me hubiera ayudado.
—¡Es una estadía que comienza mal! —dijo Lewis a la mañana siguiente con aire inquieto.
—¡Pero no! —dije—. No ha pasado nada grave. Déjame habituarme y todo andará muy bien.
—¡Desearía tanto que todo anduviera bien! —dijo Lewis—. Me parece que podríamos pasarlo agradablemente juntos. Cuando no lloras me entiendo bien contigo.
Su mirada me interrogaba; había mucha mala fe en su optimismo; Lewis pasaba por alto mis propios sentimientos; sin embargo, su ansiedad era sincera; le desesperaba apenarme.
—Estoy segura que pasaremos un lindo verano —dije.
Se parecía a un lindo verano. Cada mañana atravesábamos en bote el estanque de hierbas gelatinosas, escalábamos las dunas de arena que me quemaban los pies; a la derecha, la playa desierta se extendía al infinito; a la izquierda, iba a morir a los pies de los altos hornos, empenachados de llamas. Nadábamos, nos bronceábamos al sol mirando los pájaros blancos erguidos sobre altas patas que picoteaban la arena; y volvíamos hacia la casa, cargados como indios con gavillas de ramas secas. Yo pasaba horas leyendo sobre el césped en medio de las ardillas grises, de los grajos azules, de las mariposas y de los grandes pájaros pardos de pecho rojo; a lo lejos oía tabletear la máquina de escribir de Lewis. Por la noche encendíamos fuego en el horno de ladrillos, yo ponía a derretir un bloque de hielo en el cual estaba momificado un pollo desarticulado, o Lewis cortaba con un serrucho un bife petrificado y cocíamos bajo las cenizas choclos envueltos en hojas húmedas. Juntos oíamos música o mirábamos en la pantalla de la televisión un viejo film, un match de box. Nuestra felicidad estaba tan bien imitada que a menudo me parecía que de un momento a otro iba a volverse verdadera.
Dorothy había caído en esa mentira, la fascinaba; solía llegar de noche en su bicicleta roja, olfateaba el olor de las salchichas, respiraba el humo de los sarmientos: «¡Qué noche magnífica! ¿Ven las luciérnagas? ¿Ven las estrellas? ¿Y esas hogueras de los campamentos sobre las dunas?». Me describía ávidamente esa vida que nunca sería suya y que no era verdaderamente mía. Me aturdía con halagos, consejos y devoción.
Ella había amueblado la casa, ella nos aprovisionaba, y además nos hacía un montón de pequeños servicios inútiles. Siempre llegaba cargada de mensajes milagrosos: una receta de cocina, una nueva clase de jabón, un prospecto alabando una máquina de lavar último modelo, un artículo crítico anunciando un libro sensacional; podía soñar durante semanas en las ventajas de una nevera perfeccionada, capaz de conservar durante seis meses un tonel de crema fresca; no tenía un techo propio y estaba abonada a una costosa revista de arquitectura donde contemplaba con fruición las fabulosas mansiones de los millonarios. Yo escuchaba pacientemente sus proyectos in continuidad, sus gritos de entusiasmo, toda su charla interminable de mujer que ya no espera nada. Lewis solía exasperarse: «¡Nunca hubiera podido vivir con ella!», me decía. No, él no hubiera podido casarse con Dorothy y yo no había podido casarme con él, y él ya no me quería; ese jardín, esa casa, prometían una dicha que no era para ninguno de nosotros.
Naturalmente, fue Dorothy quien nos arrastró un domingo a la feria de Parker: adoraba las expediciones colectivas. Bert vino a buscarnos en su coche y Dorothy transportó en su viejo auto a Virginia, Willie y Evelyne. Lewis no había sabido negarse, pero iba sin entusiasmo. En cuanto a mí, la perspectiva de esa tarde de regocijo, seguida por una comida en casa de Virginia, me consternaba. Siempre temía, cuando estaba demasiado tiempo expuesta a las miradas, no sostener hasta el final mi papel de mujer feliz.
—¡Dios mío! ¡Cuánta gente! ¡Cuánto polvo! —dijo Lewis entrando al parque de atracciones.
—Ah, no empieces a rezongar —dijo Dorothy; se volvió hacia mí—, cuando se pone desagradable parece que quisiera apagar el sol.
Su rostro brillaba de una esperanza un poco loca mientras se precipitaba hacia un stand de tiro al blanco; de barraca en barraca, parecía esperar extraordinarias revelaciones. Yo me esforzaba por sonreír; contemplé con toda la curiosidad que pude juntar, a los monos sabios, las bailarinas desnudas, el hombre foca, la mujer tronco; prefería los juegos que exigían la atención de todo mi cuerpo: con pasión derrumbé quillas y latas de conserva, dirigí alfombras giratorias, automóviles enanos, y guie aviones a través de cielos pintados. Lewis me observaba con malicia:
—¡Es bárbaro cómo te tomas las cosas en serio! Parece que te estás jugando la cabeza.
¿Había que ver dobles sentidos en su sonrisa? ¿Pensaba que yo había puesto en el amor la misma seriedad fútil, el mismo falso ardor? Dorothy replicó con vivacidad:
—Es mejor que ostentar todo el tiempo grandes aires de superioridad —me tomó del brazo con autoridad. Cuando pasamos ante el stand de un fotógrafo acarició con su mano ruda la seda de mi vestido—: Ana, hágase fotografiar con Lewis. ¡Tiene un vestido tan bonito y ese peinado le queda tan bien!
—Oh, sí. Quisiéramos una foto tuya —dijo Virginia.
Yo vacilé; Lewis me tomó del brazo:
—Vamos a inmortalizarnos —dijo alegremente—. Puesto que parece que eres tan seductora.
«Para otros —pensé tristemente— y nunca más para él». Me senté a su lado en un aeroplano pintado y me costó mucho sonreír; él no veía mis vestidos, para él sólo tenía cuerpo y apenas un rostro. ¡Si al menos hubiera podido pensar que un cataclismo me había desfigurado! Pero soy yo tal como me quiso y ya no me quiere. El impulso de Dorothy lo demostraba y por eso había trastornado todo mi equilibrio; me derretía, me derrumbaba. Y tendría que estar erguida y sonreír hasta media noche.
—Lewis, tendrías que hacerle compañía a Evelyne —dijo Dorothy—, el sol la cansa. Quiere sentarse a la sombra; cuando vuelva del toilette ofrécele una copa mientras vamos a ver las figuras de cera.
—¡Ah, yo no! —dijo Lewis.
—Pero necesitamos a un hombre que se ocupe de ella. No conoce a Bert y no puede soportar a Willie.
—Pero yo no puedo soportar a Evelyne —dijo Lewis.
—Bueno, me quedaré con ella —dijo Dorothy con rabia. Hizo un gesto y dijo—: No, Ana, usted no. Vaya, vaya, ya me contará.
Cuando nos alejábamos le dije a Lewis:
—¿Por qué no eres más amable con Dorothy?
—Pero ella invitó a Evelyne; nadie le pidió que la invitara.
Renuncié a discutir y me absorbí en la contemplación de los asesinos petrificados en sus asesinatos junto a sus víctimas petrificadas en su muerte; sentada sobre la cama en que acababa de dar a luz, una mexicanita de cinco años acunaba a un recién nacido; Goering agonizaba sobre una camilla y unos ahorcados vestidos con uniformes alemanes colgaban de la horca. Detrás del alambre de púa cadáveres de cera se amontonaban en un enorme osario. Yo los contemplaba estupefacta.
Buchenwald y Dachau retrocedían al fondo de la historia, tan lejos como los cristianos comidos por los leones en el Museo Grévin. Cuando me encontré afuera, en el aturdimiento del sol, Europa entera se había ido a los confines del espacio. Miré a las mujeres de hombros desnudos, a los hombres con camisas estampadas que comían hotdogs o lamían helados: nadie hablaba mi idioma, yo misma lo había olvidado; había perdido todos mis recuerdos y hasta mi imagen; no había ni un espejo en casa de Lewis que estuviera a la altura de mis ojos; me pintaba como podía ante un espejo de cartera; apenas recordaba quién era y me preguntaba si París todavía existía.
Oí que Dorothy decía con voz enojada:
—Ustedes deciden volver sin siquiera pedirle a Ana su opinión. Parece que a las siete van a dar viejas películas mudas; me hablaron de un prestidigitador extraordinario.
Su voz suplicaba, pero a su alrededor todos los rostros se habían cerrado.
—¡Ah, vámonos! —dijo Willie—. Hay unos Martinis que nos esperan y todo el mundo tiene hambre.
—Los hombres son tan egoístas —murmuró.
Me senté entre ella y Willie en su viejo automóvil; estaba tan decepcionada que no habló durante todo el trayecto: yo tampoco. Al bajar del auto me tomó del brazo y dijo bruscamente: —¿Por qué no te quedas aquí? Deberías quedarte.
—No puedo.
—¿Pero por qué? ¡Es una lástima!
—No puedo.
—¿Al menos volverás? Vuelve en primavera: aquí es la estación más linda.
—Trataré.
«¿Con que derecho me habla así?, me decía irritada entrando a la casa. ¿Por qué tanta amabilidad inútil cuando Lewis no me había dicho una sola vez: volverás?». Acepté con gusto el vaso de Martini que me ofrecía Willie. Tenía los nervios a flor de piel. Contemplé desesperanzada la mesa cubierta de fiambres, de ensaladas, de tortas: ¡sería largo comer todo eso! Dorothy había desaparecido; volvió empolvada de blanco, vestida con un viejo y florido vestido largo. Bert, Virginia, Evelyne, Lewis, llegaron a su vez riendo. Hablaban todos juntos y yo no traté de seguir la conversación; miraba a Lewis, que estaba de nuevo alegre, y me preguntaba: «¿Cuándo estaré sola con él?». Así había acechado la partida de Teddy, la de María, pero hoy mi impaciencia era estúpida: lejos de los demás, Lewis no estaría más cerca de mí. Bert puso sobre mis rodillas un plato de sandwiches, me sonreía y oí que me preguntaba:
—¿Usted estaba en París el 24 de agosto del 44?
—Ana pasó toda la guerra en París —dijo Lewis con una especie de orgullo.
—¡Qué día! —dijo Bert—. Pensábamos encontrar una ciudad muerta: y en todos lados mujeres con vestidos floreados, con espléndidas piernas tostadas, tan distintas de las francesas que uno se imagina aquí.
—Sí —dije—, sus corresponsales quedaron decepcionados por nuestra buena salud.
—¡Oh, qué imbéciles! —dijo Bert—. Era fácil comprender que los enfermos y los viejos no estaban en las calles; ni los deportados ni los muertos —su cara redonda se tornó soñadora—: ¡De todas maneras fue un día extraordinario!
—Cuando llegué —dijo Willie con tristeza—, ya no nos querían nada.
Sí, nos hicimos odiar muy pronto —dijo Bert—. Nos portamos como brutos.
—Forzosamente —dijo Lewis.
—Habría podido evitarse; hubiera bastado un poco de disciplina.
—¿Te parece que no colgaron a bastantes tipos? —dijo Lewis vivamente—. Arrojan a los hombres a la guerra y luego a la primera violación los cuelgan.
—Han colgado demasiados, de acuerdo —dijo Bert—; pero justamente por no haber tomado desde el principio las medidas necesarias.
—¿Qué medidas? —dijo Willie.
—Ah, si se ponen a hablar de su guerra, no terminamos más —dijo Dorothy.
Los rostros de los tres soldados brillaban de animación, se arrancaban locuazmente la palabra; su simpatía por Francia no era dudosa, no tenían ninguna complacencia por su propio país y, sin embargo, yo los escuchaba con molestia: se contaban su guerra, una guerra de la que nosotros no habíamos sido sino el pretexto un poco irrisorio; sus escrúpulos respecto a nosotros se parecían a los que un hombre puede sentir por una mujer débil o una bestia pasiva; y ya con nuestra historia fabricaban leyendas de cera. Cuando por fin callaron, Evelyne me preguntó con voz languidesciente:
—¿Y cómo está París en este momento?
—Invadido por americanos —dije.
—¿No parece gustarte? —dijo Lewis—. ¡Qué pueblo ingrato! ¡Los llenamos de leche en polvo, vamos a inundarlos de coca-cola y de tanques y no caen de rodillas ante nosotros! —se echó a reír—. Grecia, China, Francia; ayudamos, ayudamos, es bárbaro: una nación de boyscouts.
—¿Te parece gracioso? —dijo Dorothy con voz agresiva—. ¡Es lindo el ingenio! —se encogió de hombros—. Cuando hayamos largado bombas atómicas sobre toda la tierra, Lewis seguirá obsequiándonos todavía con algunos chistes bien negros.
Lewis me miró alegremente:
—¿No fue un francés quien dijo que era mejor reír de las cosas que llorar?
—No se trata de llorar o de reír sino de obrar —dijo Dorothy.
El rostro de Lewis cambió: —Voto por Wallace, hablo para él, ¿qué más quieres que haga?
—Sabes lo que pienso de Wallace —dijo Dorothy—; nunca ese hombre creará un verdadero partido de izquierda; sirve apenas de pretexto a los que quieren comprarse barato una conciencia limpia…
—¡Dios mío, Dorothy! —dijo Willie—. Un verdadero partido de izquierda no puede crearlo Lewis ni ninguno de nosotros…
—Sin embargo —dije—, son muchos los que piensan lo que ustedes piensan, ¿no hay manera de unirse?
—En primer lugar somos cada vez menos numerosos —dijo Lewis— y además estamos aislados.
—Y sobre todo les parece mucho más confortable burlarse que intentar algo —dijo Dorothy.
A mí también la fría ironía de Lewis me exasperada a veces; era lúcido, crítico; a menudo hasta se indignaba; pero tenía con los errores y las taras que le reprochaba a los Estados Unidos la misma intimidad que el enfermo con su enfermedad, que el atorrante con su mugre: eso bastaba para que me pareciera vagamente cómplice. Me dije de pronto que me reprochaba que no hubiera adoptado su país, pero que él nunca se habría radicado en el mío: era mucha arrogancia. «¡Por nada del mundo me habría vuelto americana!», protesté en mi interior. Y mientras seguían discutiendo me pregunté divertida de dónde venía a surgir en mí esa Colette Baudoche irritada.
El auto de Bert nos llevó a casa y Lewis me tomó tiernamente entre sus brazos;
—¿Pasaste un día agradable?
—Muy agradable —dije. Agregué—: ¡Qué agresiva estaba Dorothy!
—No es feliz —dijo Lewis; reflexionó—. Virginia tampoco, ni Willie ni Evelyne. Es una gran suerte la que tenemos tú y yo de sentirnos más o menos bien en nuestro pellejo.
—Yo no me siento tan bien.
—Tienes malos momentos, como todo el mundo; pero no es crónico.
Hablaba con tanta seguridad que no encontré nada que contestar.
Él agregó:
—Todos son más o menos esclavos: de su marido, de su mujer, de sus hijos; ésa es su desgracia.
—El año pasado me dijiste que deseabas casarte —dije.
—A veces lo pienso —Lewis se echó a reír—. Pero en cuanto estuviera encerrado en una casa con una mujer y unos chicos ya no tendría más que una idea: escapar.
Su voz alegre me dio valor:
—Lewis. ¿crees que volveremos a vernos?
Bruscamente, su rostro se oscureció.
—¿Por qué no? —dijo en tono frívolo.
—Porque vivimos muy lejos el uno del otro.
—Sí. Vivimos lejos.
Desapareció en el cuarto de baño; siempre era así: en cuanto me acercaba a él se escurría; sin duda tenía miedo de que yo le reclamara un calor, o mentiras o promesas que no podía darme. Empecé a desvestirme. Yo había previsto que ese momento de intimidad sería decepcionante; no por eso estaba menos decepcionada. Era una suerte que mi carne estuviera tan exactamente armonizada a la de Lewis que adoptaba sin dificultad su indiferencia; dormíamos en nuestras camas gemelas, separadas por un abismo de hielo, y yo ya ni siquiera comprendía el sentido de la palabra deseo.
Yo habría deseado que mi corazón fuera igualmente conciliador: Lewis pretendía que para amar había que trabajarse la cabeza; ¿supongamos que yo deje de trabajármela? Lewis dormía, yo escuchaba su respiración pareja y por primera vez trataba de verlo con otros ojos que los míos: con los ojos malévolos de Dorothy. Es verdad que era egoísta. Había decidido sacar de nuestra historia el mayor placer y el menor fastidio posible y lo que yo sentía le era indiferente. Me había dejado ir a Chicago sin advertirme de nada, porque le agradaba verme; una vez que me había tenido a su merced, me había anunciado sin miramientos que ya no me quería; para colmo exigía que yo pusiera buena cara: verdaderamente sólo le importaba de sí mismo. Después de todo, ¿por qué se defendía tan ásperamente contra las nostalgias, las emociones, el sufrimiento? Había mucha avaricia en esa prudencia. Yo trataba a la mañana siguiente de fortalecerme en la severidad. Miraba a Lewis regar con aire reflexivo el césped del jardín y me dije: «Es un hombre entre otros. ¿Por qué voy a empeñarme en mirarlo como a único?». Oí el coche del correo. El cartero arrancó la banderita roja plantada sobre el buzón y la arrojó al interior con la correspondencia. Subí el sendero de granza. No había cartas, sólo había un montón de diarios. Iba a leer los diarios, luego elegiría un libro en la biblioteca, iría a nadar, por la tarde escucharía discos: podía hacer un montón de cosas agradables sin seguir torturándome la cabeza ni el corazón.
—¡Ana! —gritó Lewis—. Ven a ver: he atrapado un arco iris —regaba el césped y un arco iris bailaba en el chorro de agua—. ¡Ven pronto!
Yo reconocía esa voz apremiante y cómplice, ese rostro feliz: un rostro que no se parecía a ningún otro. Era Lewis, era él. Había dejado de quererme pero seguía siendo él mismo. ¿Por qué iba a pensar mal de él de pronto? No, no podía arreglármelas tan barato. En verdad lo comprendía. Yo también aborrezco la desdicha y me repugnan los sacrificios: yo comprendía que se negara a la vez a sufrir por mí ya perderme; comprendía que estuviera demasiado ocupado en arreglárselas con su propio corazón para inquietarse mucho de lo que ocurría en el mío. Y luego recordaba su acento cuando me había dicho crispando su mano sobre mi hombro: «Me casaría contigo en seguida». En ese momento yo había repudiado todo rencor para siempre. Cuando verdaderamente uno ya no quiere amar no ama más; pero uno no lo quiere a voluntad.
Seguí por lo tanto queriendo a Lewis: no era muy descansado. Bastaba una inflexión de su voz, para que en un impulso lo encontrara todo entero; un minuto más tarde lo había perdido de nuevo. Cuando fue a pasar un día a Chicago aquel fin de semana me sentí más aliviada: veinticuatro horas de soledad serían una tregua. Lo acompañé a la parada de ómnibus y volví lentamente hacia la casa, a lo largo de la ruta bordeada de jardines y de casas de veraneo. Me senté sobre el césped entre libros. Hacía mucho calor, ni una hoja se movía; a lo lejos el lago callaba. Saqué de mi cartera la última carta de Roberto; me contaba detalladamente el proceso de Madagascar; Enrique había escrito un artículo que aparecería en el próximo número de Vigilance, pero eso no bastaba; hubiera habido que tener entre manos un diario o un semanario de gran tiraje para influir en la opinión; habían pensado en organizar un mitin, pero les faltaba tiempo. Volví a doblar la carta. Seguí con los ojos un avión que pasaba en el cielo: pasaban todo el tiempo; hubiera podido llevarme a París. ¿Para qué? De haber estado yo junto a él, Roberto en vez de escribirme me habría hablado, pero eso no hubiera solucionado nada; yo no podía nada por él y él no me reclamaba, no tenía ninguna razón de irme de aquí; miré a mi alrededor: el césped estaba bien peinado, el cielo liso, las ardillas y los pájaros parecían animales domésticos; tampoco tenía ninguna razón para quedarme. Tomé un libro: La literatura en Nueva Inglaterra; un año antes me hubiera apasionado; pero ahora, el país de Lewis, su pasado, habían dejado de incumbirme; todos esos libros que yacían sobre el césped eran mudos. Me desperecé: ¿qué hacer? No tenía absolutamente nada que hacer. Me quedé plantada ahí, inmóvil, durante un tiempo que me pareció muy largo, y de pronto fui presa de pánico. Estar paralizada, ciega, sorda, con una conciencia despierta, a menudo me he dicho que no hay suerte peor: era la mía. Terminé por levantarme y entré en la casa. Me bañé, me lavé la cabeza, pero nunca he sabido ocuparme mucho tiempo de mi cuerpo. Abrí la heladera: una jarra de jugo de tomate, otra llena de jugo de naranja, ensaladas preparadas, carnes frías, leche; no tenía más que extender la mano, y las alacenas estaban repletas de conservas, de polvos mágicos, de arroz-minuta que basta con hacer hervir: en un cuarto de hora había terminado de comer. Hay seguramente un arte de matar el tiempo, pero me es desconocido. ¿Qué hacer? Escuche algunos discos y luego abrí la televisión; me divertía saltando de un canal al otro, mezclando películas, comedias, aventuras, noticiosos informativos, dramas policiales, historias fantásticas. Pero en un momento dado algo ocurrió allí en el mundo; por más que yo hiciese girar el dial la pantalla continuaba en blanco. Pensé en dormir. Pero por primera vez en mi vida tuve miedo de los malhechores, de los ladrones, de los escapados del manicomio, tenía miedo del sueño y miedo del insomnio. Ahora el lago rugía, los animales hacían crujir las ramas secas; en la casa el silencio era sofocante. Atranqué todas las puertas, fui a buscar a mi cuarto una manta y una almohada, me acosté vestida sobre el diván y dejé la luz encendida. Me dormí; entonces por las ventanas entraron hombres que me mataron. Cuando me desperté un pájaro silbaba, otro auscultaba los árboles a picotazos. Yo prefería mis pesadillas a la realidad, cerré los ojos, pero era de día bajo mis párpados. Me levanté. ¡Qué vacía estaba la casa! ¡Qué desnudo estaba el porvenir! Antes yo hubiera mirado con emoción la salida de baño blanca tirada a través de un sillón y las viejas zapatillas olvidadas bajo el escritorio; ahora ya no sabía lo que esos objetos significaban. Pertenecían a Lewis, sí Lewis siempre existía; pero el hombre que me quería había desaparecido sin dejar rastros. Era Lewis: no era él. Yo estaba en su casa y en casa de un extraño.
Salí, recorrí el sendero de granza: la bandera del buzón había desparecido, el cartero había pasado. Tomé la correspondencia: había una carta para mí: Myriam viajaba a México con Philipp; a la vuelta pensaban detenerse en Chicago; esperaban verme. Yo no los había visto desde el 46, pero Nancy había ido a París en el pasado mes de mayo y yo les había dado mi dirección en Estados Unidos; no tenía nada de extraordinario que Myriam me hubiera escrito y, sin embargo, miré la carta con estupor. Me recordaba un tiempo en que Lewis no existía para mí: ¿cómo su ausencia se había convertido en ese vacío devorador? Un vacío en el cual se hundía todo. El jardín estaba muerto, mis recuerdos también; imposible interesarme ni por un minuto en Myriam, en Philipp, en nada. Solamente contaba ese hombre que yo esperaba y ni siquiera sabía quién era. No sabía quién era yo misma. Di vueltas por el jardín caminé de una punta a la otra de la casa, llamé: «¡Lewis, vuelve, ayúdame!». Tomé whisky y benzedrina: en vano. Siempre ese vacío insoportable. Me senté junto al ventanal y aceché.
«¡Lewis!» Era alrededor de las dos cuando oí su paso sobre la granza; me precipité; tenía los brazos cargados de paquetes: libros, discos, té de China, una botella de Chianti; parecían regalos, era un día de fiesta. Le tomé la botella de las manos.
—Chianti: ¡qué buena idea! ¿Te divertiste? ¿Ganaste al póker? ¿Qué quieres comer? ¿Un bife? ¿Pollo?
—Ya almorcé —dijo Lewis. Dejaba los paquetes, se sacaba los zapatos, se ponía las zapatillas.
—Tuve miedo toda la noche sin ti: soñé que me asesinaban unos malhechores.
—Supongo que habías tomado demasiado whisky.
Fue a sentarse en el sillón, junto al ventanal, y me instalé en el diván.
—Cuéntame todo.
—No ha pasado nada extraordinario.
Yo lo había recibido en la forma desairada común a las mujeres que ya no son queridas: demasiado calor, demasiadas preguntas, demasiado fervor. Él contaba, pero sin ganas. Sí, había jugado al póker, no había ganado ni perdido. Teddy estaba preso por los motivos de siempre. No había visto a Marta. Había visto a Bert, pero no habían hablado de nada en especial. Parecía fastidiado en cuanto yo reclamaba un detalle. Para terminar tomó un diario y yo abrí un libro que fingí leer; yo no había almorzado, pero no podía comer.
«¿Pero qué es lo que esperaba?», me pregunté. Había renunciado a la esperanza de recobrar el pasado; ¿entonces, qué esperaba? ¿Una amistad capaz de reemplazar al amor perdido? Pero no sería gran cosa un amor si algo pudiera reemplazarlo: No, era tan definitivo como una muerte. De nuevo pensé: «¡Si al menos me quedara un cadáver entre los brazos!». Hubiera querido acercarme a Lewis, ponerle las manos sobre el hombro y preguntarle: «¿Cómo semejante amor ha podido hacerse humo?, explícame». Pero él me contestaría: «No hay nada que explicar».
—¿No quieres dar una vuelta por la playa? —propuse.
—No, no tengo ganas de nada —dijo sin alzar la vista.
Habían pasado sólo dos horas; todavía me quedaba por vivir todo el resto del día, la tarde, la noche y otro día más, y otros días más. ¿Cómo matarlos? ¡Si al menos hubiera habido un cine cercano o un verdadero campo, con bosques, praderas, donde yo pudiera caminar hasta agotarme! Pero esas rutas rectas bordeadas de jardines eran patios de prisión. Llené un vaso. El sol brillaba y, sin embargo, la luz no tenía bastante vigor para mantener las cosas a distancia, me aplastaban; las letras de mi libro se pegaban a mis ojos y me cegaban: no había caso de leer; yo trataba de pensar en París, en Roberto, en el pasado, en el porvenir; imposible; estaba encerrada en ese instante, atada, con un collar al cuello. Mi peso me ahogaba, mi soplo envenenaba el aire; hubiera querido escapar de mí misma; y justamente es lo que nunca volvería a serme dado. «Acepto renunciar a hacer el amor —pensé—, a vestirme de vieja, a tener pelo blanco, pero nunca más a salir de mí, ¡qué tortura!». Mi mano tocó la botella, la abandonó; estaba demasiado entrenada; el alcohol me hacía daño al estómago sin aturdirme ni reconfortarme. ¿Qué iba a ocurrir? Era necesario que algo ocurriera: ese suplicio inmóvil no podía eternizarse. Lewis seguía leyendo y tuve una brusca iluminación: «¡Ya no es el mismo!». El hombre que me quería había desaparecido y Lewis también. ¡Cómo había podido equivocarme! ¡Lewis! ¡Lo recordaba tan bien! Decía: «Tienes una linda cabecita, redonda. ¿Sabes cuánto te quiero?». Me daba una flor, me preguntaba: «¿En Francia comen flores?». ¿Qué se había hecho de él? ¿Y quién me había condenado a esa fúnebre intimidad con un impostor? De pronto oí el eco de un recuerdo aborrecido: un bostezo.
—¡Ah, no bosteces! —dije echándome a llorar.
—¡Ah, no llores! —dijo.
Caí cuan larga era sobre el diván. Caía a pique; discos naranjados giraban ante mis ojos y yo caía en las tinieblas.
—Cuando empiezas a llorar tengo ganas de irme para no volver más —dijo Lewis con rabia.
Oí que salía de la habitación; yo lo exasperaba, terminaba de perderlo, hubiera debido detenerme; luché un instante: y luego me fui al fondo. Muy lejos oí pasos; Lewis caminaba abajo, regó el jardín, volvió a casa. Seguí llorando.
—¿No has terminado?
No contesté. Estaba agotada, pero seguía llorando. Es bárbaro la cantidad de lágrimas que pueden contener los ojos de una mujer. Lewis fue asentarse a su escritorio, la máquina de escribir tableteó. «A un perro no lo dejaría sufrir —pensé—. Yo lloro a causa de él y no hará un solo gesto». Apreté los dientes. Me había prometido no odiar jamás a ese hombre que me había abierto sin reservas el corazón. «¡Pero no es él!», me repetí. Mis dientes castañeteaban; no me hubiera resultado difícil tener un ataque de nervios. Hice un esfuerzo que me desgarró de pies a cabeza, abrí los ojos, pegué mi mirada a la pared.
—¿Qué quieres que haga? —grité—. Estoy aquí encerrada, encerrada contigo. No puedo irme a acostar en la zanja.
—¡Dios mío! —dijo con una voz un poco más amistosa—. ¡Cómo te obstinas en sufrir!
—Eres tú —dije—. Ni siquiera tratas de ayudarme.
—¿Qué se puede hacer contra una mujer que llora?
—A cualquier otra persona la ayudarías.
—Detesto verte perder la cabeza.
—¿Crees que lo hago a propósito? ¿Crees que es fácil vivir con alguien a quien una quiere y que ya no la quiere a una?
Seguía sentado en su sillón, ya no trataba de huir, pero yo sabía que no conseguiría pronunciar la palabra que necesitábamos para terminar esa escena; yo tenía que inventarle un final. Lancé palabras al azar:
—¡Estoy aquí sólo por ti, no tengo más que a ti! Cuando te resulto pesada, ¿qué puedo hacer?
—No hay por qué sollozar porque no tengo ganas de conversar justo cuando tú lo deseas —dijo—. ¿Hay que hacer todas tus voluntades?
—¡Ah, eres demasiado injusto! —dije. Me enjugué las lágrimas—. Tú me invitaste a pasar el verano aquí, me dijiste que estabas contento de que yo estuviera aquí. Entonces, no deberías tomar esos aires hostiles.
—No soy hostil. Cuando empiezas a llorar, tengo ganas de irme, eso es todo.
—No lloro tan a menudo —dije. Apreté mi pañuelo entre mis manos—: No te das cuenta. En ciertos momentos parecería que soy una enemiga, que desconfías de mí, me resulta odioso.
Lewis hizo una sonrisita:
—Desconfío un poco.
—¡No tienes derecho! —dije—. Sé muy bien que no me quieres; nunca más te he pedido nada que se parezca al amor; hago lo posible por que tengamos buenas relaciones.
—Sí, eres muy buena —dijo Lewis—, pero justamente por eso desconfío de ti —su voz subió—. ¡Tu gentileza es la más peligrosa ge las trampas! ¡Así me convenciste el año pasado! Parece absurdo defenderse contra alguien que no nos ataca, entonces uno no se defiende y cuando vuelve a estar solo, tiene de nuevo el corazón todo revuelto. No. No quiero que eso se repita.
Me levanté, di algunos pasos para tratar de calmarme. ¡Reprocharme mi gentileza era de todas maneras el colmo!
—No puedo ser desagradable a propósito —dije—. Tú no me haces las cosas fáciles. Si es así, veo una sola solución: irme.
—¡Pero no tengo ganas de que te vayas! —dijo Lewis. Se encogió de hombros—. Las cosas tampoco son fáciles para mí.
—Ya sé —dije.
Decididamente, no podía enojarme con él. Había deseado guardarme a su lado para siempre y yo me había negado: si hoy sus humores eran caprichosos y sus deseos incoherentes, no tenía que asombrarme; uno se contradice forzosamente cuando está obligado a querer otra cosa de lo que quiere.
—No tengo ganas de irme —dije—. Pero no tienes que ponerte a detestarme.
Él sonrió: —¡No hemos llegado a eso!
—Hace un rato me hubieras dejado morir sin levantar un dedo.
—Es verdad —dijo él—. No habría podido levantar un dedo; pero no era por mi culpa: estaba paralizado.
Me acerqué a él. Por una vez que habíamos empezado a hablar, yo quería aprovechar esa oportunidad.
—Haces mal en desconfiar de mí —dije—. Hay una cosa que debes saber: no tengo nada contra ti, nunca te reproché que dejaras de quererme; no hay razón para que te resulte desagradable pensar que pienso en ti; no hay nada en mí que pueda serte desagradable.
Me interrumpí; me miraba con un poco de inquietud; tenía miedo de las palabras; yo también. He visto a demasiadas mujeres tratar de calmar con palabras las nostalgias de su carne; conozco a demasiadas que han conseguido tristemente tratar de llevar hasta la cama a un hombre aturdido de frases; es atroz una mujer que trabaja en atraer hasta su piel las manos de un hombre dirigiéndose a su cerebro. Agregué únicamente:
—Somos amigos, Lewis.
—¡Por supuesto! —me rodeó con su brazo y murmuró—: Lamento haber sido tan duro.
—Lamento haber sido tan tonta.
—¡Sí, qué tonta! Sin embargo, tuviste una buena idea: ¿por qué no fuiste a dormir a la zanja?
—Porque no hubieras ido a buscarme.
Rio:
—Pasado mañana avisaría a la policía.
—Siempre saldrás ganando —dije—, no es justo: nunca podré hacerme sufrir durante dos días, ni tratar de hacerte sufrir durante una hora.
—Es verdad. No hay mucha maldad en ese pobre corazón. ¡Ni mucho juicio en esa cabeza!
—Por eso debes ser bueno conmigo.
—Trataré —dijo apretándome alegremente contra él.
Después de eso hubo menos distancia entre nosotros. Cuando paseábamos por la playa, cuando nos acostábamos al sol, o bien por la noche escuchando discos, Lewis me hablaba con abandono. Nuestro entendimiento resucitaba; ya no temía abrazarme, besarme. Hasta hicimos el amor dos o tres veces. Cuando sentí mi boca que volvía a encontrar su boca, mi corazón se puso a latir locamente: ¡los besos del deseo se parecen tanto a los besos del amor! Pero mi cuerpo no tardó en recobrarse. Sólo se trataba de un breve acto conyugal, un acto tan insignificante que se comprende mal cómo las grandes ideas de voluptuosidad y de pecado han podido asociársele jamás.
Los días pasaban sin demasiada dificultad; las noches sobre todo me resultaban penosas. Dorothy me había regalado una colección de cápsulas amarillas: poseía toda clase de píldoras, sellos, comprimidos, cápsulas para diferentes usos; yo me tomaba dos o tres hipnóticos antes de meterme en la cama, pero dormía mal y tenía malos sueños. Y pronto sufrí de un nuevo mal: dentro de un mes, de quince días, de diez días iba a irme. ¿Volvería alguna vez? ¿Volvería a ver a Lewis? Sin duda él mismo no conocía la respuesta: preveía mal su corazón.
Habíamos resuelto pasar la última semana en Chicago. Una noche Myriam me llamó desde Denver para preguntarme si podíamos vernos. Dije que sí y convinimos con Lewis que yo iría a Chicago un día antes que él: nos encontraríamos en nuestra casa al día siguiente a eso de medianoche. En el momento parecía muy sencillo. Pero la mañana de mi partida sentí que me faltaba valor. Paseábamos a lo largo de la playa; el lago era de un verde tan duro que parecía posible caminar sobre las aguas. Mariposas muertas yacían sobre la arena; todos los chalets estaban cerrados, salvo la cabaña de los pescadores que hacían secar sus redes junto a una barca negra. Yo pensaba: «Es la última vez que veo el lago. La última vez de mi vida». Miraba con todas mis fuerzas, no quería olvidar. Pero para que el pasado continúe vivo hay que alimentarlo con nostalgias y lágrimas. ¿Cómo conservar mis recuerdos y proteger mi corazón? Dije bruscamente:
—Voy a telefonear a mis amigos que no voy.
—¿Por qué? —dijo Lewis—. ¡Qué idea!
—Prefiero quedarme aquí un día más.
—¡Pero estabas tan contenta de verlos! —dijo Lewis con reproche, como si nada en el mundo le resultara más extraño que un capricho.
—Ya no tengo ganas —dije.
Se encogió de hombros:
—Te encuentro absurda.
No telefoneé. En efecto, era absurdo quedarme si a Lewis le parecía absurdo. Verme un día más o un día menos, para él no contaba; entonces, ¿qué podía traerme el arrastrarme un día más sobre esa playa? Me despedí de todo el mundo. «¿Volverás?», dijo Dorothy, y dije: «Sí». Preparé mis maletas, se las confié a Lewis y sólo llevé una maletita para la noche. Cuando cerró tras de nosotros la puerta de la casa me preguntó: «¿No quieres decirle adiós al estanque?». Sacudí la cabeza y caminé hacia la parada de ómnibus. Si me hubiera querido no habría sido un drama separarme de él por veinticuatro horas, pero hacía demasiado frío en mí: necesitaba su presencia para calentarme. En esa casa me había hecho un nido desagradable, pero por lo menos era un nido, me las arreglaba. Tenía miedo de aventurarme en el aire desnudo.
El ómnibus se detuvo. Lewis puso sobre mi mejilla un beso de rutina: «Diviértete mucho», y la portezuela se cerró con un golpe seco, él desapareció. Pronto se golpearía otra portezuela, él desaparecería para siempre; ¿cómo podría soportar lejos de él esta certidumbre? Cuando me instalé en el tren caía la noche; había una rosa té en el cielo y yo comprendía ahora que uno pudiera desmayarse respirando una rosa. Atravesamos la pradera. Y luego el tren entró en Chicago. Yo reconocía las fachadas de ladrillos negros flanqueadas de escaleras y de balcones de madera: era en un tiraje de millares de ejemplares, la casa de mi amor que ya no era mi casa.
Bajé en la estación central. Las ventanas de los edificios se encendían, los carteles al neón empezaban a brillar. Los faros, los escaparates iluminados, el enorme ruido de las calles me aturdían. Me detuve al borde del río. Sus puentes estaban levantados, un barco de carga con chimeneas negras hendía en dos con solemnidad a la ciudad entregada. Lentamente bajé hacia el lago, a lo largo de las aguas oscuras donde brillaban luces cautivas. Esas piedras transparentes, ese cielo pintado, esas aguas de las que subían las luces y los rumores de una ciudad hundida no era un sueño soñado por otro: era humana, hirviente, real, una ciudad de la tierra por la que yo caminaba en carne y hueso. ¡Cómo era de hermosa bajo sus brocados de plata! Yo la miraba con avidez y algo zumbaba tímidamente en mi corazón. Uno cree que lo que le da todo su brillo al mundo es el amor; pero también el mundo viste al amor con todas sus riquezas. El amor estaba muerto y la tierra estaba todavía ahí, intacta, con sus cantos secretos, sus olores, su ternura. Yo me sentía conmovida como el convaleciente que descubre que durante su fiebre el sol no se ha apagado.
Ni Myriam ni Philipp conocían Chicago; pero habían encontrado la manera de citarme en el restaurante más sofisticado de la ciudad. Al atravesar el hall lujoso me detuve ante un espejo: era la primera vez desde hacía semanas que me miraba entera; me había peinado y pintado para la ciudad, había sacado a relucir mi blusa de tela india; sus colores eran tan admirables como en Chichicastenango, yo no había envejecido, no estaba desfigurada; no me resultaba desagradable recobrar mi imagen. Me senté en el bar, recordé con sorpresa, mientras tomaba un Martini, que existen esperas apacibles y que la soledad puede ser liviana.
—¡Querida Ana! —Myriam me abrazaba. Bajo su pelo de ébano y de plata parecía más joven y más decidida que nunca. El apretón de manos de Philipp estaba cargado de inefables dobles sentidos. Había engordado un poco; pero había conservado su encanto de adolescente y su elegancia distante. Hablamos con incoherencia de Francia, del casamiento de Nancy, de México; y fuimos a mendigar una mesa en el gran comedor, cuyo cielorraso chorreaba de caireles, a un maître desdeñoso Era— Dios sabe por qué capricho —la reconstitución exacta de la sala de Bath llamada «Pump-room», donde los ingleses elegantes del siglo XVIII iban a tomar las aguas. Unos camareros negros, disfrazados de marajás hindúes, blandían sobre picas pedazos de cordero llameantes; otros, disfrazados de lacayos del siglo XVIII, paseaban pescados gigantes.
—¡Qué carnaval! —dije.
—Me gustan estos lugares ridículos —dijo Philipp sonriendo con su sonrisa delicada. Por fin le concedieron la mesa que había reservado y compuso escrupulosamente nuestros menús. Cuando empezamos a hablar advertí con sorpresa que no estábamos de acuerdo, sobre casi nada. Habían leído el libro de Lewis, no les parecía bastante hermético; en México las corridas de toros los habían espantado; en cambio, las aldeas indias de Honduras y de Guatemala les parecían edenes poéticos.
—¡Poéticos para el turista! —dije—. ¿Pero no vieron todos esos chicos ciegos y las mujeres con sus vientres hinchados? ¡Extraño paraíso!
—No hay que juzgar a los indios por nuestra manera de vivir —dijo Philipp.
—Cuando uno se muere de hambre, se muere de hambre: es igual para todo el mundo.
Philipp levantó las cejas.
—Es extraño —dijo—. Europa acusa a los americanos de ser materialistas; pero ustedes conceden mucha más importancia que nosotros a los aspectos materiales de la vida.
—Quizá sea necesario haber gozado del confort americano para comprender hasta qué punto el confort cuenta poco —dijo Myriam.
Devoraba con desprendimiento su porción de pato con cerezas; su vestido, de un azul eléctrico, descubría hermosos hombros maduros: era seguramente capaz de dormir en el remolque de un trailer y de seguir durante un tiempo un régimen vegetariano cuidadosamente dosificado.
—No se trata de confort —dije un poco demasiado ásperamente—; verse privado de lo necesario cuenta; ninguna otra cosa cuenta, Philipp me sonrió:
—Lo que es necesario para uno no es necesario para otros. Usted sabe mejor que yo hasta qué punto la felicidad es una cosa subjetiva —sin dejarme el tiempo de contestarle continuó—: Estamos tentados de ir a pasar uno o dos años en Honduras para trabajar en paz; estoy seguro de que esas viejas civilizaciones tienen mucho que enseñamos.
—No veo verdaderamente qué —dije—. En la medida en que usted condena lo que ocurre en este momento en los Estados Unidos sería mejor hacer algo contra eso.
—Usted también cae en esa psicosis —dijo Philipp—. Obrar es la obsesión de todos los escritores franceses. Eso revela curiosos complejos: puesto que saben perfectamente que no cambiarán nada de nada.
—Todos los intelectuales americanos alegan su impotencia —dije—, eso es lo que parece un extraño complejo. No tendrán derecho a quejarse el día en que Estados Unidos sea completamente fascista y provoque una guerra.
Myriam dejó caer sobre su plato la croqueta que estaba pinchada en la punta de su tenedor.
—Está hablando como una comunista, Ana —dijo secamente.
—Los Estados unidos no quieren la guerra, Ana —dijo Philipp, clavando en mí una mirada cargada de reproche—. Dígaselo a sus amigos franceses. Si la preparamos activamente es justamente para no tener que hacerla. Y nunca seremos fascistas.
—No es lo que usted decía hace dos años —dije—. Pensaba que la democracia americana estaba seriamente amenazada.
El rostro de Philipp se puso serio:
—Lo que comprendí después es que no es posible defender la democracia con métodos democráticos. El fanatismo de la U. R. S. S. nos obliga a un endurecimiento simétrico; eso provoca excesos que soy el primero en deplorar; pero no significa que hayamos elegido el fascismo. Expresan el drama general del mundo moderno.
Lo miré con asombro; Dos entendíamos bien dos años atrás; él reivindicaba entonces firmemente la independencia de su pensamiento, ¡y se había dejado convencer con tanta facilidad por la propaganda oficial! Sin duda Lewis tenía razón cuando me decía: «Somos cada vez menos numerosos…».
—En otras palabras —dije—, ¿la política oficial del State Department le parece exigida por la situación?
—Aun si se pudiera imaginar una distinta, querida Ana —dijo con dulzura—, no soy yo el que sería capaz de imponerla. No, si uno desea deslindar toda complicidad con esta época desoladora, la única solución es retirarse a algún lugar perdido y vivir apartado del mundo.
Querían seguir llevando sin preocupación su confortable vida de estetas, ningún argumento mellaría sus egoísmos distinguidos. Decidí no insistir.
—Creo que podríamos discutir toda la noche sin convencernos —dije—. Es tiempo perdido, las discusiones no conducen a nada.
—¡Sobre todo cuando hemos estado privados de usted tanto tiempo y estamos tan contentos de volver a verla! —dijo Philipp con una sonrisa. Se puso a hablar de un nuevo poeta americano.
—Ana, nos ponemos esta noche en sus manos. Estoy seguro de que es usted una guía admirable —dijo Philipp saliendo del restaurante.
Subimos al auto y los llevé a orillas del lago. Philipp aprobó:
—Es el más lindo de los skyline de Estados Unidos; es más lindo que el de Nueva York.
En cambio, los burlescos le parecieron inferiores a los de Boston, los bares de los atorrantes menos pintorescos que los de San Francisco. Esas comparaciones me asombraban: ¿con qué podían compararse esos lugares que una noche Lewis había sacado de la nada? ¿Tenían su lugar en la geografía? El hecho es que yo descubría con agrado, a través de mis recuerdos, los caminos que conducían a ellos. El club Delisa pertenecía a un pasado difunto, no se situaba en ninguna parte del mundo; y ahora se me aparecía en la esquina de una calle que cruzaba otra, las dos tenían un nombre, estaban marcadas sobre un mapa.
—El ambiente es excelente —dijo Philipp con aire satisfecho.
Y mientras mirada a los malabaristas, a los bailarines, a los acróbatas, yo me preguntaba con malestar qué habría ocurrido si dos años antes en el teléfono él me hubiera contestado: «Voy». Sin duda hubiéramos pasado algunas lindas noches; pero yo no lo habría querido mucho tiempo, no lo habría querido nunca con verdadero amor. Me parecía tan extraño que el azar decidiera por mí con tanta seguridad. Sin duda no era un azar que Philipp hubiese preferido pasar un fin de semana en Cape Cod antes que conmigo; si por deferencia hacia su madre no había venido a mi cuarto; más apasionado, más generoso, también hubiera pensado, sentido y vivido de otra manera: hubiera sido otro. No impide que las circunstancias un poco distintas habrían podido arrojarme en sus brazos, privarme de Lewis; esa idea me sublevaba. Nuestra historia me había costado muchas lágrimas; sin embargo, por nada del mundo consentiría en arrancarla de mi pasado. Y de pronto era un consuelo pensar que aun terminada, condenada, seguiría viviendo para siempre dentro de mí.
Cuando salimos del club, Philipp volvió a llevarnos al lago; los grandes edificios se habían evaporado en las brumas de la madrugada. Detuvo el coche en medio del planetárium, bajamos los peldaños del promontorio para oír lo más cerca posible el gemido de las aguas azuladas: ¡cómo eran de nuevas bajo el cielo con reflejos color pizarra! «Yo también —me dije esperanzada—»,«mi vida también va a volver a empezar, y será también una vida mía». Al día siguiente, de tarde, paseé con Myriam y Philipp por los parques, las avenidas, los mercados, que pertenecían con toda evidencia a una ciudad terrestre donde yo sabía manejarme sin tutela. Si el mundo me era devuelto, el porvenir no era completamente imposible.
Sin embargo, cuando en el crepúsculo el auto rojo partió hacia Nueva York, vacilé en volver a casa: tenía miedo del cuarto abandonado y del duelo de mi corazón. Me senté en un cine; y luego caminé por las calles. Nunca todavía había paseado sola por Chicago de noche; bajo sus gasas con lentejuelas, la ciudad había perdido su aire hostil, pero yo no sabía qué hacerme con ella. Rondaba desamparada a través de una fiesta a la cual no estaba invitada, y mis ojos se humedecían. Apreté los labios. No, no quiero llorar. En verdad, no lloro; me dije, son las luces de la noche que tiemblan en mí, y su centelleo se condensa en gotas saladas al borde de mis pestañas. Porque estoy aquí, porque no volveré más, porque el mundo es demasiado rico, demasiado pobre, el pasado demasiado pesado, demasiado liviano; porque no puedo fabricar felicidad con esta hora demasiado hermosa, porque mi amor ha muerto y porque yo le sobreviviré.
Tomé un taxi; me encontré nuevamente en la esquina de la calle jalonada de tachos de basura; en el zaguán oscuro golpeé el primer peldaño de la escalera; alrededor de un tanque de gas brillaba una corona roja a lo lejos el tren silbaba. Abrí la puerta; el cuarto estaba con luz, pero Lewis dormía; me desvestí apagué, me deslicé en esa cama donde había llorado tanto. ¿De dónde había sacado todas esas lágrimas? ¿Por qué? De pronto ya no había nada que mereciera un sollozo. Me aplasté contra la pared; hacía tanto tiempo que no estaba acostada en el calor de Lewis que me pareció que un desconocido me había cedido por piedad un pedazo de su cama. Él se movió, extendió la mano:
—¿Volviste? ¿Qué hora es?
—Medianoche. No quise llegar antes que tú.
—Oh, yo estaba aquí a las diez —su voz estaba completamente despierta—. Qué triste está esta casa, ¿verdad?
—Sí. Una funeraria.
—Una funeraria desafectada —dijo—. Está lleno de espectros: la mujerzuela, la loca, el ratero, toda esa gente que nunca volveré a ver. No irán allí: me gusta la casa de Parker, pero es muy razonable. Aquí…
—Aquí hay una magia —dije.
—¿Una magia? No sé. Pero al menos venía gente, ocurrían cosas.
Acostado de espaldas en la oscuridad, evocaba en voz alta los días y las noches pasadas en ese cuarto y mi corazón se oprimía, Su vida me había parecido poética, como a Philipp la de los indios, pero para él, ¡qué existencia austera! ¡Cuántas semanas y meses sin un encuentro, sin una aventura, sin una presencia! ¡Cómo debió desear a una mujer que le perteneciera por entero! Por un momento creyó escapar a la soledad, se atrevió a desear algo más que la seguridad: se había decepcionado, había sufrido, se había recobrado. Pasé la mano sobre mi rostro, en adelante mis ojos estarían secos; comprendía demasiado que no pudiera ofrecerse el lujo de las nostalgias ni de la espera; yo no deseaba ser un cabestrillo en su vida. Ni siquiera tenía derecho a lamentarlo, no me quedaba una queja; no me quedaba absolutamente nada. De pronto encendió, me sonrió:
—Ana, ¿no pasaste un verano demasiado desagradable?
Vacilé: —No fue el mejor de mi vida.
—Ya sé —dijo él—, ya sé. Y hay muchas cosas: que lamento.
A veces creíste que me sentía superior u hostil; no era verdad. Pero a ratos tengo un nudo en el pecho. Dejaría morir a todo el mundo ya mí mismo antes de hacer un gesto.
—Yo también lo sé —dije—. Supongo que se remonta a muy lejos; debe provenir de que tuviste una juventud muy dura y sin duda también de tu infancia.
—Ah, no vas a psicoanalizarme —dijo riendo; pero ya a la defensiva.
—No, no tengas miedo. Pero recuerdo cuando en el club Delisa, hace dos años, quise devolverte mi anillo e irme a Nueva York, me dijiste después: «No hubiera podido pronunciar una palabra…».
—¿Dije eso? ¡Qué memoria tienes!
—Sí, tengo buena memoria: —dije—. Eso no ayuda; No recuerdas que esa noche hicimos el amor sin una palabra; parecías casi hostil y yo dije: «¿Sientes al menos amistad por mí?». Entonces te aplastaste contra la pared y contestaste: «¿Amistad? Pero te quiero».
Yo había imitado su voz y Lewis se echó a reír:
—¡Parece absurdo! —Lo dijiste en ese tono.
La mirada fija en el cielorraso, murmuró con tono liviano:
—Quizá todavía te quiero.
Algunas semanas antes yo me habría apoderado ávidamente de esa frase, habría tratado de hacer germinar una esperanza; pero no tuvo eco en mí. Era natural que Lewis se interrogara sobre sus estados de ánimo. Y siempre se puede jugar con las palabras; pero de todas maneras nuestra historia había terminado, él lo sabía y yo también.
No hablamos del pasado, ni del porvenir, ni de nuestros sentimientos durante los últimos días: Lewis estaba allí, y yo junto a él, eso bastaba. Como no pedíamos nada, nada nos era negado: habríamos podido creernos privilegiados. Quizá lo éramos. La noche de mi partida dije:
—Lewis, no sé si dejaré de quererte, pero sé que toda mi vida estarás en mi corazón.
Me apretó contra él:
—Y tú en el mío toda mi vida.
¿Volveríamos a vernos? Yo ya no quería interrogarme. Lewis me había acompañado al aeródromo. Me dejó ante las ventanillas con un beso rápido y yo hice el vacío en mí. Justo antes de subir al avión un empleado me entregó una caja en la cual descansaba bajo una mortaja de papel de seda una enorme orquídea. Cuando llegué a París todavía no estaba marchita.