Capítulo IX

La secretaria abrió la puerta:

—Un mensaje.

—Gracias —dijo Enrique tomando el papel celeste. Pensó: «Paula se ha matado». Por más que Mardrus le afirmara que no alimentaba ninguna idea de suicidio y que estaba casi curada, ahora había algo maléfico en la campanilla del teléfono y sobre todo en los mensajes. Se sintió aliviado al descifrar la firma de Lucía Belhomme: «Tengo que verlo con urgencia. Pase por mi casa mañana por la mañana». Releyó con perplejidad el mensaje imperioso. Nunca Lucía había tomado ese tono con él. Josette estaba bien de salud, estaba encantada con el papel que representaba en La hermosa Susana, iba a bailar a la noche en la gran velada de gala de los encajes con un magnífico vestido firmado Amaryllis; Enrique no veía verdaderamente lo que podía querer Lucía. Metió el mensaje en el bolsillo: seguramente un disgusto en perspectiva, pero uno más o menos, ¿qué importaba? Su pensamiento volvió a Paula y tendió la mano hacia el teléfono, pero la dejó caer nuevamente: «La señorita Mareuil está muy bien»; la respuesta nunca variaba, ni la entonación de la enfermera. Le habían prohibido ver a Paula, él la había vuelto loca, todos estaban de acuerdo en ese punto: mejor; le evitaban la tarea de acusarse a sí mismo. Hacía tanto tiempo que Paula le había infligido el papel de verdugo que sus remordimientos se habían petrificado en una especie de tétanos: ya no los sentía. Además, desde que había comprendido que uno siempre tiene la culpa, haga lo que haga, y sobre todo si uno ha creído obrar bien, tenía el corazón asombrosamente liviano. Tragaba como leche tibia su ración cotidiana de insultos.

—¿Soy el primero en llegar? —dijo Lucas.

—Como ves.

Lucas se dejó caer sobre una silla; venía a propósito en mangas de camisa y en zapatillas porque sabía que Trarieux aborrecía el desaliño.

—¿Dime, qué hacemos si Lambert nos larga? —dijo.

—No nos largará —dijo Enrique precipitadamente.

—Está cien por ciento con Volange —dijo Lucas—. Estoy seguro que por eso Samazelle propuso esos artículos: para decidir a Lambert a dejarnos en minoría.

—Lambert me prometió su voto —dijo Enrique.

Lucas suspiró:

—Me pregunto qué juego está jugando; yo en su lugar habría plantado hace rato.

—Supongo que uno de estos días se irá —dijo Enrique—, pero no les hará el juego a los otros; he cumplido mis compromisos, él cumple los suyos.

Enrique había adoptado como regla defender a Lambert contra Lucas y a Lucas contra Lambert en toda oportunidad; pero el hecho es que la situación era equívoca; Lambert no iba a continuar indefinidamente votando contra sus convicciones.

—¡Silencio! ¡He aquí al enemigo! —dijo Lucas.

Trarieux entró primero, seguido de Samazelle y de Lambert, cuyo rostro estaba retobado; nadie sonreía, salvo Lucas. Sólo a él le divertía esta guerra de cansancio donde todavía nadie se había cansado.

—Antes de discutir el punto que nos reúne hoy quisiera hacer un llamado a la buena voluntad de cada uno —dijo Trarieux clavando en Enrique una mirada insistente—. Todos estamos encariñados con L’Espoir —agregó con voz cálida—, y sin embargo, por falta de entendimiento, lo estamos conduciendo a la ruina. Un día Samazelle dice blanco, al día siguiente Perron dice negro: el lector se desorienta y compra otro diario. Es urgente que más allá de nuestros desacuerdos establezcamos una plataforma común.

Enrique sacudió la cabeza:

—Repito por centésima vez que no haré ninguna concesión; sólo les queda renunciar a contrariarme. Mantengo L’Espoir en la línea que siempre fue suya.

—Es una línea que el fracaso del S. R. L. ha condenado y que se ha vuelto anacrónica —dijo Samazelle—. Hoy ya no se trata de seguir siendo neutros frente a los comunistas: hay que estar decididamente en pro o en contra —ensayó sin convicción una risa jovial—. Dada la manera en que lo tratan me extraña que usted se empeñe en andar con miramientos.

—A mí me extraña que hombres que se decían de izquierda sostengan el partido de los capitalistas, de los militares y de los curas —dijo Enrique.

—Distingamos —dijo Samazelle—. He luchado toda mi vida contra el militarismo, contra la Iglesia y contra el capitalismo. Pero hay que reconocer que de Gaulle es algo más que un militar; el apoyo de la Iglesia resulta necesario para defender los valores que nos importan; y el degaullismo puede ser un régimen anticapitalista si los hombres de izquierda toman los puestos claves.

—Es mejor oír esto que ser sordo —dijo Enrique—, pero apenas mejor.

—Sin embargo, creo que sería interesante para usted buscar con nosotros un terreno de entendimiento —dijo Trarieux—. Porque, en fin, podría ocurrirle caer en la minoría.

—Me sorprendería —dijo Enrique; le dirigió una sonrisita a Lambert, que no sonrió; evidentemente, su lealtad le pesaba y quería marcarlo—. En todo caso, si me ocurriera, renunciaría, pero no aceptaría compromisos —agregó con impaciencia—. Inútil discutir hasta mañana; tenemos que tomar una decisión, tomémosla. Por mi parte, me niego categóricamente a publicar los artículos de Volange.

—Yo también —dijo Lucas.

Todas las miradas se habían vuelto hacia Lambert, que dijo, sin alzar la vista:

—Su publicación no me parece oportuna.

—¡Pero los encuentra excelentes! —dijo Samazelle—. Se está dejando intimidar.

—Acabo de decir que su publicación no me parece oportuna, es claro, ¿no? —dijo Lambert con altura.

—¿Esperaban bombeamos? Les falló el golpe —dijo Lucas en tono suficiente.

Trarieux se levantó bruscamente y fulminó a Enrique con la mirada:

—Uno de estos días L’Espoir se declarará en quiebra. ¡Será la recompensa de su terquedad!

Se dirigió hacia la puerta; Samazelle y Lucas salieron detrás de él.

—¿Puedo hablarte? —preguntó Lambert con voz apagada.

—Iba a hacerte la misma pregunta —dijo Enrique.

Sentía sobre sus labios una sonrisa falsa. Hacía meses, hacía casi un año que no tenía con Lambert una conversación verdaderamente amistosa; no era por no haberlo intentado, pero Lambert se había sentado en la retranca; Enrique no sabía en qué tono hablarle;

—Sé lo que vas a decirme —dijo—. ¿Te parece que la situación es insostenible?

—Lo es —dijo Lambert. Miró a Enrique con reproche—. Tienes derecho a no apreciar a de Gaulle, pero podrías observar respecto a él una neutralidad benévola. En esos artículos que rechazaste, Volange separaba luminosamente la idea de degaullismo y la de reacción.

—Disociar las ideas es un juego de niños —dijo Enrique; agregó—: ¿Entonces quieres vender tus acciones?

—Sí.

—¿Y trabajarás en Les Beaux Jours con Volange?

—Exactamente.

—Paciencia —dijo Enrique. Se encogió de hombros—. ¿Ves?, yo tenía razón. Volange predicaba la abstención; pero acechaba su hora. No tardó en meterse en política.

—¡Es culpa tuya! —dijo Lambert ardorosamente—. ¡Tú pusiste la política en todo! Si uno quiere impedir que el mundo esté completamente politizado, está obligado a hacer política.

—De todas maneras no impedirán nada —dijo Enrique—. En fin, es inútil discutir: ya no hablamos el mismo idioma —agregó—. Vende tus acciones. Pero se crea un problema; si las repartimos entre los cuatro la situación vuelve a ser la que me ayudaste a evitar. Tendríamos que conseguir Lucas y yo un tipo capaz de comprarlas.

—Elige a quien quieras, me da lo mismo —dijo Lambert—. Trata solamente de encontrarlo pronto; lo que he hecho hoy no quiero tener que volver a hacerlo.

—Voy a buscar; pero déjame tiempo —dijo Enrique—. No se te puede reemplazar así no más.

Había lanzado esas últimas palabras al azar, pero Lambert pareció conmovido; se sentía herido por frases inocentes y le ocurría prestar calor a palabras indiferentes.

—Puesto que no hablamos el mismo idioma, el primer venido vale más que yo —dijo con voz resentida.

—Sabes muy bien que al lado de las ideas de un tipo, está el tipo mismo —dijo Enrique.

—Ya sé, es lo que complica las cosas —dijo Lambert—. Tú y tus ideas son dos cosas distintas —se puso de pie—. ¿Vienes conmigo al festival Lenoir?

—Quizá fuera mejor ir al cine —dijo Enrique.

—Ah, no. ¡No quiero perder eso!

—Y bueno, pasa a buscarme a las ocho y media.

Los diarios comunistas habían anunciado la lectura de la obra maestra en cuatro actos y seis cuadros donde Lenoir «conciliaba las exigencias de pureza de la poesía con la preocupación de entregar a los hombres un mensaje ampliamente humano». En nombre del viejo grupo para-humano, Julián se proponía sabotear esa sesión. En los artículos publicados por Lenoir desde su conversión había un fanatismo tan servil, había hecho el proceso de su pasado y de sus amigos con un fervor tan cargado de odio que Enrique encaraba sin disgusto la idea de verlo liquidado. Y además era una manera como otra de matar esa noche: desde que Paula se había enfermado soportaba mal la soledad. Para colmo estaba el mensaje de Lucía Belhomme que lo intrigaba desagradablemente.

La sala estaba llena; la intelligenzia comunista se había juntado toda: los antiguos y una cantidad de nuevos reclutas; un año antes muchos de esos neófitos denunciaban con indignación los errores y las culpas del comunismo; y de pronto, en noviembre, habían comprendido; habían comprendido que podían utilizar al partido. Enrique siguió el pasillo del centro en busca de un lugar y a su paso los rostros se cargaban de un odio desdeñoso. En eso Samazelle tenía razón: no le agradecían en nada su honestidad. Durante todo el año se había extenuado defendiendo L’Espoir contra las presiones degaullistas, había tomado partido violentamente contra la guerra de Indochina, contra el arresto de los diputados malgaches, contra el plan Marshall: después de todo había sostenido exactamente sus puntos de vista. Eso no impedía que lo trataran de falsario y de vendido. Se adelantó hasta las primeras filas. Scriassine esbozó una sonrisa, pero los jóvenes reunidos alrededor de Julián miraban a Enrique con hostilidad. Volvió sobre sus pasos y se sentó en el fondo de la sala en un peldaño de la escalera.

—Debo de ser un personaje tipo Cyrano de Bergerac —dijo—. No tengo sino enemigos.

—Es culpa tuya —dijo Lambert.

—Verdaderamente cuesta demasiado caro hacerse de amigos.

Le había gustado la camaradería, el trabajo de equipo; pero era en otra época, en otro mundo; hoy en día era lo mismo estar radicalmente solo; así no había nada que perder; no mucho que ganar tampoco, ¿pero quién gana algo sobre esta tierra?

—Mira a la Bizet —dijo Lambert—. Esa chica captó en seguida el género de la casa.

—Sí, un lindo tipo de militante —dijo Enrique alegremente.

Cuatro meses antes le había rechazado un artículo sobre los problemas alemanes y ella había lloriqueado: «Decididamente, para triunfar en el periodismo hay que venderse al Figaro o a L’Humanité». Y había agregado: «No puedo llevar este artículo a L’Enclume». Y luego, al cabo de una semana, había telefoneado: «Terminé por llevar esos papeles a L’Enclume». Y ahora escribía cada semana y Lachaume decía con emoción: «Nuestra querida María Ángel Bizet». Zapatos chatos, mal maquillada, remontaba el pasillo central dando apretones de mano con aire importante. Pasó ante Enrique, que se levantó y la tomó del brazo:

—¡Qué tal!

—¡Qué tal! —dijo ella sin sonreír. Quiso desprenderse.

—Estás muy apurada. ¿El partido te prohíbe hablarme?

—No creo que tengamos gran cosa que decirnos —dijo María Ángel, cuya voz pueril se había vuelto ácida.

—Déjame al menos felicitarte: has hecho camino.

—Tengo sobre todo la impresión de hacer un trabajo útil.

—¡Bravo! Ya tienes todas las virtudes comunistas.

—Espero haber perdido algunos defectos burgueses.

Se alejó con dignidad y en ese momento estallaron aplausos. Lenoir subía al escenario, se sentaba ante la mesa mientras una claque disciplinada imitaba el entusiasmo. Dispuso las hojas sobre la carpeta y empezó a leer una especie de manifiesto; leía con voz entrecortada, tomando en cada palabra un impulso desesperado, como si hubiera visto abrirse entre las sílabas grietas vertiginosas; visiblemente se asustaba a sí mismo; sin embargo, no decía sobre la misión social del poeta y sobre la poesía del mundo real sino los lugares comunes más gastados. Cuando calló hubo una nueva salva de aplausos: el campo enemigo no parpadeó.

—¡Te das cuenta! —dijo Lambert—. ¡Adónde han caído para aplaudir esto!

Enrique no contestó. Por supuesto, bastaba mirar de frente a esos intelectuales de mala fe para desarmar su desprecio; era por arrivismo, o por miedo, o por comodidad moral por la que se habían convertido y no había límite a su servilismo; pero también había que ser de mala fe para satisfacerse con esa victoria demasiado fácil. Enrique no pensaba en esa gente cuando se decía con el corazón oprimido: «Me odian». Eran sinceros esos millares de hombres que habían leído L’Espoir, que no lo leían más y para quienes el nombre de Enrique era el de un traidor; lo ridículo de aquella noche no disminuiría en nada su sinceridad ni su odio.

Lenoir había atacado con voz apacible una escena en alejandrinos; un muchacho se quejaba de sentir una gran desazón; quería dejar su ciudad natal; parientes, queridas, compañeros, lo exhortaban a la resignación, pero él rechazaba las tentaciones burguesas mientras el coro comentaba su partida en estrofas sibilinas. Algunas imágenes oscuras y algunas palabras sabias subrayaban la chatura cuidada de las tiradas. De pronto se oyó una voz estentórea:

—¡Mistificador!

Julián se había puesto de pie; gritaba:

—Nos han prometido poesía, ¿dónde está la poesía?

—¿Y el realismo? —gritó otra voz—. ¿Dónde está el realismo?

—¡La obra maestra; queremos la obra maestra!

—¿Para cuándo la reconciliación?

Se pusieron a repetir, golpeando con el pie: «¡Reconciliación!», mientras se oían gritos a través de la sala: «¡Afuera! ¡Llamen a la policia! ¡Provocadores! ¡Hablen de los campos! ¡Viva la paz! ¡Los fascistas al cadalso! ¡No insulten a la resistencia! ¡Viva Thorez! ¡Viva de Gaulle! ¡Viva la libertad!».

Lenoir desafiaba con la mirada a sus verdugos; uno tenía la impresión de que iba a caer de rodillas descubriéndose el pecho o iba a ponerse a bailar una danza convulsionaria. Sin que se supiera por qué el tumulto se calmó y se reanudó la lectura. Ahora el héroe se paseaba a través del mundo buscando una evasión imposible. Una musiquita de armónica ligera e insolente corrió a través de la sala; poco después se oyó una trompeta. Julián puntuaba cada alejandrino con un ataque de risa que hacía estremecerse espasmódicamente la boca de Lenoir. La risa se propagaba de butaca en butaca, se reía por todos lados, y Enrique también se puso a reír: después de todo había venido para eso. Alguien le gritó: «Crápula», y rio más fuerte. Los aplausos estallaron entre las risas y los silbidos. Alguien gritó: «¡A Siberia! ¡A Moscú! ¡Viva Stalin! ¡Espía! ¡Vendido!». Hasta hubo una voz que gritó: «¡Viva Francia!».

—Esperaba que fuera más divertido —dijo Lambert al salir de la sala.

—En verdad no era nada divertido. —Dijo Enrique. Se volvió al oír a sus espaldas la voz jadeante de Scriassine:

—Te vi en la sala, y después desapareciste, Te busqué por todos lados.

—¿Me buscabas? —preguntó Enrique. Se le anudó la garganta. «¿Qué quiere de mí?». Lo había sabido durante toda la noche: algo terrible iba a ocurrir.

—Sí, vamos a tomar una copa al New Bar —dijo Scriassine—, hay que regar esta fiestita. ¿Conoces el New Bar?

—Lo conozco —dijo Lambert.

—Entonces hasta dentro de un rato —dijo Scriassine, que desapareció precipitadamente.

—¿Qué es el New Bar? —preguntó Enrique.

—Es verdad que ya nunca pones el pie en este barrio —dijo Lambert, sentándose en el auto de Enrique—. Desde que los comunistas se anexaron al Bar Rojo, los clientes que no están con ellos se han refugiado en un nuevo boliche.

—Vaya por el New Bar —dijo Enrique.

Subieron al auto y unos instantes más tarde doblaban la esquina de una callecita.

—¿Es aquí?

—Es aquí.

Enrique detuvo bruscamente su coche; reconocía la luz sangrienta del Bar Rojo. Empujó la puerta del New Bar.

—Es más bien feo este boliche.

—Sí, pero está mejor frecuentado que al lado —dijo Lambert.

—Oh, lo dudo mucho —dijo Enrique; se encogió de hombros—. Felizmente no me asustan las malas frecuentaciones.

Se sentaron a una mesa; mucha juventud, mucho ruido, mucho humo; Enrique no conocía ninguna de esas caras; cuando salía con Josette iba a lugares completamente distintos y además ya no le ocurría a menudo.

—¿Whisky? —preguntó Lambert.

—De acuerdo.

Lambert pidió dos whiskies con ese tono elegantemente displicente que le había copiado a Volange; esperaron sus copas en silencio; era verdaderamente triste, Enrique no encontraba nada más que decirle a Lambert. Hizo un esfuerzo:

—Parece que el libro de Dubreuilh apareció.

—¿Ése del que salieron algunos capítulos en Vigilance?

Sí.

—Tengo curiosidad por leerlo.

—Yo también —dijo Enrique.

Antes, Dubreuilh siempre le pasaba las pruebas de galera; este libro Enrique lo compraría en la librería y lo comentaría con quien quisiera, pero no con Dubreuilh: la única persona con quien le hubiera gustado comentarlo.

—Encontré ese artículo que me rechazaste sobre Dubreuilh —dijo Lambert—. ¿Recuerdas? No estaba tan mal, ¿sabes?

—Nunca te he dicho que estuviera mal —dijo Enrique.

Recordaba esa conversación; era la primera vez que había sentido en Lambert una especie de hostilidad.

—Voy a usarlo para hacer un estudio de conjunto sobre Dubreuilh —dijo Lambert. Vaciló imperceptiblemente—. Volange me lo pidió para Les Beaux Jours.

Enrique sonrió: —Trata de no ser demasiado injusto.

—Seré objetivo —dijo Lambert—. También tengo un relato que va a aparecer en Les Beaux Jours —agregó.

—¡Ah! ¿Has escrito otros relatos?

—He escrito dos. A Volange le gustan mucho.

—Me gustaría verlos —dijo Enrique.

—No te gustarán —dijo Lambert.

Julián apareció en el marco de la puerta y se adelantó hacia ellos. Había pasado su brazo bajo el de Scriassine; sus odios comunes les formaban provisoriamente una amistad.

—¡Al trabajo, camaradas! —dijo con voz estentórea—. Por fin ha llegado la hora de reconciliar al hombre con el whisky.

Se había puesto en el ojal un clavel blanco y su mirada había recobrado un poco de su antiguo brillo: quizá porque todavía no había bebido nada.

—¡Una botella de champaña! —gritó Scriassine.

—¡Champaña aquí! —dijo Enrique escandalizado.

—¡Entonces vamos a otra parte! —dijo Scriassine.

—¡No, no, aceptamos el champaña, pero nada de cíngaros! —dijo Julián sentándose precipitadamente. Sonrió—. Lindo acto, ¿verdad? ¡Hemos pasado una noche verdaderamente cultural! Lo único que lamento es que no haya corrido un poquito de sangre.

—Una linda noche, pero tendría que traer consecuencias —dijo Scriassine. Miró a Julián y a Enrique con aire apremiante.

—Se me ha ocurrido una idea durante la sesión: habría que organizar una liga para bombear en toda oportunidad y de todas maneras a los intelectuales que traicionan.

—¿Y si organizáramos una liga contra todas las ligas? —dijo Julián.

—Vamos, ¿no te estarás volviendo un poco fascista? —le dijo Enrique a Scriassine.

—¡Cuándo no! —dijo Scriassine—. Por eso nuestras victorias no tienen eco.

—¡Al cuerno los ecos! —dijo Julián.

El rostro de Julián se había entristecido:

—Sin embargo, hay que hacer algo.

—¿Por qué? —dijo Enrique.

—Escribiré una nota sobre Lenoir —dijo Scriassine—. Es un caso admirable de neurosis política.

—¡Vamos! Conozco a otros que le siguen de cerca.

—Todos somos neuróticos —dijo Julián—. Pero por lo menos ninguno de nosotros escribe alejandrinos.

—¡Está bien! —dijo Enrique; se echó a reír—. Dime, ¿qué cara hubieras puesto si la pieza de Lenoir hubiera sido buena?

—E imagina que Thorez hubiera venido a bailar el french cancán, ¿qué cara habrías puesto? —dijo Julián.

—Después de todo, Lenoir ha escrito buenos poemas —dijo Enrique.

Lambert se encogió de hombros con aire excitado.

—Antes de haber abdicado su libertad.

—La libertad del escritor habría que saber lo que quiere decir —dijo Enrique.

—No quiere decir nada —dijo Scriassine—. Tampoco quiere decir nada ser un escritor.

—Exactamente —dijo Julián—. Hasta me dan ganas de volver a escribir.

—Deberías hacerlo —dijo Lambert con una repentina animación—. Son tan pocos hoy los escritores que no se creen cargados de una misión.

«Eso es por mí», pensó Enrique; pero no dijo nada. Julián se echó a reír:

—¡Y ya está! En seguida me da una misión: demostrar que el escritor no tiene ninguna misión.

—Pero no —dijo Lambert.

Julián puso un dedo sobre sus labios:

—Sólo el silencio es seguro.

—¡Dios mío! —dijo Scriassine—. ¡Acabamos de asistir a un espectáculo conmovedor, hemos visto a un hombre que fue nuestro amigo reducido a la abyección por el partido comunista, y hablan de literatura! ¿No son hombres ya?

—Tomas al mundo demasiado en serio —dijo Julián.

—¿Ah, sí? Pues si no hubiera hombres como yo, para tomar el mundo en serio, los stalinistas estarían en el poder y no sé dónde estarías tú.

—Bien tranquilo, bajo algunos pies de tierra —dijo Julián.

Enrique se echó a reír:

—¿Te imaginas que los comunistas quieren tu pellejo?

—Pero mi pellejo no los quiere a ellos —dijo Julián—. Soy muy sensible —se volvió hacia Scriassine—: No pido nada a nadie. Me divierto viviendo mientras la vida me divierta. Cuando se haga imposible pondré punto final.

—¿Te liquidarías si los comunistas llegaran al poder? —preguntó Enrique con voz divertida.

—Sí. Y te aconsejaría encarecidamente que hicieras otro tanto —dijo Julián.

—Eso es una enormidad —dijo Enrique. Miró a Julián con estupor—. ¡Uno cree que está bromeando entre amigos y advierte de pronta que uno de ellos se cree Napoleón! Y dime: ¿Qué harías en caso de una dictadura degaullista?

—No me gustan los discursos ni la música militar. Pero me las arreglaría con un poco de algodón en los oídos.

—Ya veo. Y bueno, voy a decirte una cosa: terminarías por sacarte el algodón y por aplaudir los discursos.

—No se me puede sospechar de que me guste de Gaulle, lo sabes muy bien —dijo Scriassine—. Pero no se puede comparar lo que sería una Francia degaullista con una Francia estalinizada.

Enrique se encogió de hombros:

—Oh, tú también pronto vas a gritar: ¡Viva de Gaulle!

—No es por mi culpa si las fuerzas anticomunistas se han juntado alrededor de un militar —dijo Scriassine—. Cuando yo quise reagrupar una izquierda contra los comunistas, te negaste.

—Para ser anticomunista, ¿por qué no ser militar? —dijo Enrique. Agregó irritado—: ¡Vaya una izquierda! Decías: está el pueblo americano, los sindicatos. Y en tus artículos defiendes a Marshall y compañía.

—A la hora actual la división del mundo en dos bloques es un hecho: uno está obligado a aceptar en bloque a Estados Unidos o a la U. R. S. S.

—¡Y eliges los Estados Unidos! —dijo Enrique.

—No hay campos de concentración en Estados Unidos —dijo Scriassine.

—¡Otra vez esos campos! ¡Me hacen lamentar haber hablado! —dijo Enrique.

—No digas eso: es el acto más estimable que hayas hecho jamás —dijo Lambert. Tenía la voz un poco pastosa; estaba en su segundo vaso y soportaba mal el alcohol.

Enrique se encogió de hombros:

—¿De qué ha servido? ¡La derecha los utilizó para crear una mala conciencia comunista como si eso la justificara! En cuanto uno habla de explotación, de desocupación, de hambre, ellos contestan: y los campos de trabajo. Si no existieran los habrían inventado.

—El hecho es que existen —dijo Scriassine—; es molesto, ¿eh?

—¡Compadezco a la gente que no se siente molesta! —dijo Enrique.

Lambert se levantó bruscamente:

—Discúlpenme, tengo una cita.

—Salgo contigo —dijo Enrique, levantándose a su vez—. Me voy a dormir.

—¡Dormir, a esta hora, una noche como ésta! —dijo Julián.

—Es una gran noche —dijo Enrique—, pero tengo sueño —hizo un saludito y se dirigió hacia la puerta.

—¿Dónde es tu cita? —le preguntó a Lambert.

—No tengo ninguna cita. Pero estaba harto. No son divertidos —dijo Lambert; agregó con rencor—: ¿Cuándo podremos pasar una noche sin hablar de política?

—No hemos hablado: hemos paveado.

—Hemos paveado sobre la política.

—Te había propuesto ir al cine.

—¡La política o el cine! —dijo Lambert—. ¿Verdaderamente no hay otra cosa en este mundo?

—Supongo que sí —dijo Enrique.

—¿Qué?

—¡Quisiera saberlo!

Lambert golpeó con el pie el asfalto de la acera; preguntó con un tono vagamente reinvindicador:

—¿No vienes a tomar una copa?

—Tomemos una copa.

Se sentaron en una terraza; era una noche magnífica, la gente reía alrededor de las mesitas: ¿de qué hablaban? Unos autitos iban en zigzag por la calzada, muchachos y chicas pasaban enlazados, en los sótanos bailaban parejas, se oían los ecos de un jazz excelente. Por supuesto, había muchas otras cosas en la tierra que la política y el cine; pero para otra gente.

—Dos scotchs dobles —pidió Lambert.

—Dobles, ¡qué entusiasmo! —dijo Enrique—. ¿Tú también te pones a beber?

—¿Por qué: tú también?

—Julián bebe, Scriassine bebe.

—Volange no bebe y Vicente bebe —dijo Lambert.

Enrique sonrió:

—Ves en todo un doble sentido político; yo decía eso en el aire.

—Nadine tampoco quería que yo bebiera —dijo Lambert, cuyo rostro expresaba ya una terquedad brumosa—, no me creía capaz de nada: lo mismo que tú. Es gracioso: no inspiro confianza —concluyó con voz sombría.

—Siempre he confiado en ti —dijo Enrique.

—No; durante un tiempo sentiste indulgencia por mí, nada más —Lambert tomó la mitad de su vaso de whisky y agregó con rabia—: En el grupo de ustedes si uno no es un genio tiene que ser un monstruo; Vicente, de acuerdo, es un monstruo. Pero yo no soy ni un escritor, ni un hombre de acción, ni un gran calavera; sólo un hijo de familia, y ni siquiera sé emborracharme como se debe.

Enrique se encogió de hombros:

—Nadie te pide que seas un genio ni un monstruo.

—No me pides nada porque me desprecias —dijo Lambert.

—¡Estás completamente chiflado! —dijo Enrique—. Lamento que tengas las ideas que tienes, pero no te desprecio.

—Piensas que soy un burgués —dijo Lambert.

—Y yo, ¿no lo soy acaso?

—Oh, pero tú eres tú —dijo Lambert con rencor—. Dices que no te sientes superior a nadie, pero en verdad desprecias a todo el mundo, Lenoir, Scriassine, Julián, Samazelle, Volange y todos los demás, y a mí también. Evidentemente —agregó con una voz a la vez admirativa y hosca—, ¡tienes una moralidad tan alta! ¡Eres desinteresado, honesto, leal, valiente, eres consecuente contigo mismo: ni una falla! ¡Ah, debe de ser formidable sentirse intachable!

Enrique sonrió:

—¡Puedo jurarte que no es mi caso!

—¡Vamos! Eres impecable y lo sabes —dijo Lambert en tono descorazonado—, pero yo sé muy bien que no soy impecable —agregó con cólera—; no me importa nada: soy como soy.

—¿Quién te lo reprocha? —dijo Enrique. Miró a Lambert con un poco de remordimiento. Le había reprochado ceder a la facilidad, pero Lambert tenía muchas excusas: una infancia dura, Rosa había muerto cuando él tenía veinte años y Nadine no lo había consolado. En el fondo lo que pedía era muy modesto: que le permitieran vivir un poco por su cuenta. «Y yo sólo le ofrecí exigencias», pensó Enrique. Por eso Lambert se pasaba al bando de Volange. Quizá no fuera demasiado tarde para ofrecerle otra cosa. Dijo con voz afectuosa—: Tengo la impresión que alimentas un montón de agravios contra mí; sería mejor que me los dijeras de una vez por todas: nos explicaríamos.

—No tengo agravios; eres tú que siempre me llevas la contra; te pasas la vida llevándome la contra —dijo Lambert con voz lúgubre.

—Te equivocas completamente. Cuando tengo otra opinión que tú no es por llevarte la contra. Para empezar no tenemos la misma edad. Lo que vale para mí no vale necesariamente para ti. Por ejemplo: yo he tenido una juventud; comprendo muy bien que tengas ganas de aprovechar un poco de la tuya.

—¿Comprendes eso? —dijo Lambert.

—Claro que sí.

—Oh, y además, si me juzgas mal me importa un pito —dijo Lambert.

Su voz vacilaba, había bebido demasiado para que una conversación fuera posible, y además nada apremiaba; Enrique le sonrió:

—Escucha, es tarde y ambos estamos un poco reventados. Pero salgamos juntos una de estas noches y tratemos de tener una verdadera conversación. ¡Hace tanto tiempo que no nos ha ocurrido!

—Una verdadera conversación, ¿crees que es posible? —dijo Lambert.

—Si uno quiere, puede —dijo Enrique. Se puso de pie ¿Te llevo?

—No, voy a ver si encuentro a unos amigos —dijo Lambert con aire vago.

—Entonces hasta una noche de éstas —dijo Enrique.

Lambert le tendió la mano: —Hasta una noche de éstas.

Enrique volvió a su hotel; había un paquete en su casillero: el ensayo de Dubreuilh. Mientras subía la escalera hizo saltar los cordeles y abrió el volumen en la primera página: por supuesto, estaba en blanco, ¿qué había esperado? Mauvanes le mandaba ese libro como le mandaba tantos otros.

«¿Por qué? —se preguntó—. ¿Por qué estamos mal?». A menudo se lo había preguntado. Los artículos de Dubreuilh en Vigilance tenían exactamente el mismo tono que los editoriales de Enrique: en verdad nada los separaba. Y estaban enemistados. Era uno de esos hechos sobre los cuales no se puede volver, pero que no se explican. Los comunistas aborrecían a Enrique, Lambert dejaba L’Espoir, Paula estaba loca, el mundo corría a la guerra; el disgusto con Dubreuilh no tenía ni más ni menos sentido.

Enrique se sentó ante su escritorio y se puso a cortar las páginas del libro; conocía largos pasajes. Saltó en seguida al último capítulo: un largo capítulo que sin duda había sido escrito en enero, después de la liquidación del S. R. L. Se sintió un poco desconcertado. Lo bueno que había en Dubreuilh es que nunca vacilaba en volver a poner sus ideas sobre el tapete; cada vez volvía a partir a la aventura. Pero esta vez había virado en forma radical: «Un intelectual francés, hoy, no puede nada», declaraba. Evidentemente: el S. R. L. había fracasado; los artículos de Dubreuilh en Vigilance eran muy comentados, pero no ejercían ninguna influencia sobre nadie; tan pronto Dubreuilh era acusado de ser un criptocomunista, tan pronto de ser un producto de Wall Street, no tenía sino enemigos: no debía estar en un lecho de rosas. Enrique estaba más o menos en el mismo caso que él, tampoco estaba en un lecho de rosas, pero no era lo mismo, vivía al día, se arreglaba; Dubreuilh, con su lado fanático, sin duda no sabía arreglárselas. Además iba más allá que Enrique. Condenaba hasta la literatura. Enrique seguía leyendo. Dubreuilh iba aún más lejos: condenaba su propia existencia. Oponía al viejo humanismo, que había sido suyo, un humanismo nuevo, más realista, más pesimista, que daba un amplio campo a la violencia y casi ninguno a las ideas de justicia, de libertad, de verdad; demostraba victoriosamente que ésa era la única moral adecuada a las relaciones actuales de los hombres entre sí; pero para adoptarla había que arrojar tantas cosas por encima de la borda que personalmente él no era capaz. Era muy raro ver a Dubreuilh predicar una verdad que podía ser la suya: eso significaba que se consideraba como un muerto. «Es mi culpa —pensó Enrique—; si yo no me hubiera empecinado, el S. R. L. seguiría existiendo, Dubreuilh no se creería definitivamente vencido». Ineficaz, aislado, dudando de que su obra tuviera un sentido, separado del porvenir, dudando de su pasado, el corazón se estrujaba al pensarlo. Bruscamente Enrique se dijo: «¡Voy a escribirle!». Quizá Dubreuilh no contestará o contestará con ira: ¿qué importancia tenía? Ya Enrique no sabía lo que era el amor propio. «Mañana le escribo», decidió mientras se acostaba, y también se dijo: «Mañana tendré una verdadera conversación con Lambert». Apagó. «Mañana. ¿Por qué la Belhomme quiere verme mañana temprano?», se preguntó.

La mucama se hizo a un lado y Enrique entró al salón; pieles de oso, alfombras, divanes bajos, era el mismo silencio cómplice que en la época en que encontraba aquí a una Josette tácitamente ofrecida; Lucía no lo habría llamado, sin embargo, para ofrecerle sus encantos quincuagenarios. «¿Qué quiere de mí?», se repitió; trataba de esquivar las respuestas.

—Gracias por haber venido —dijo Lucía. Llevaba un vestido de interior, severo, estaba bien peinada, pero no se había dibujado las cejas y esa especie de calvicie la envejecía increíblemente; le señaló un asiento—. Gracias por haber venido —repitió Lucía—; tengo que pedirle un favor: no tanto por mí como por Josette. Usted la quiere, ¿verdad?

—Sabe muy bien que sí —dijo Enrique. El tono de Lucía era tan normal que se sentía vagamente aliviado: quiere que me case con Josette o que entre en alguna combinación, ¿pero por qué tenía en su mano derecha un pañuelo de encajes? ¿Por qué lo apretaba tan fuerte?

—No sé hasta dónde usted sería capaz de llegar para ayudarla —dijo Lucía.

—Pero dígame de qué se trata.

Lucía vaciló; amasaba entre sus manos el trapo usado: «Voy a decírselo, no me queda otro remedio». Esbozó una sonrisa:

—¿Deben de haberle dicho que durante la guerra no fuimos precisamente resistentes?

—Me lo han dicho.

—Nadie sabrá nunca lo que he pagado para que la casa Amaryllis fuera mía y para convertirla en una gran casa —dijo Lucía—; por otra parte, eso no interesa a nadie y no pretendo enternecerlo sobre mi suerte. Pero usted tiene que comprender que después de eso yo hubiera preferido jugarme la cabeza antes que dejarla periclitar. Sólo podía salvarla utilizando a los alemanes: los utilicé y no le diré que lo lamento. Evidentemente, no se consigue nada sin dar algo; los recibí en Lyon, di fiestas; en fin, hice lo necesario. Eso me valió algunos disgustos después de la liberación, pero ya está lejos, está olvidado.

Lucía miró a su alrededor y miró a Enrique; él murmuró con voz tranquila:

—¿Y entonces? —Le parecía que esa escena ya había ocurrido: ¿cuándo?, quizá en sueños; desde que había recibido ese mensaje sabía lo que Lucía iba a decirle; desde hacía un año esperaba ese minuto.

—Hay un tipo que se ocupaba conmigo de mis negocios, un tal Mercier; venía a menudo a Lyon: nos robó fotos, cartas, recogió chismes; si lo obligan a hablar caemos en la indignidad nacional, Josette y yo.

—¿Entonces era verdad la historia de ese legajo? —dijo Enrique. Sólo sentía un gran cansancio.

—Ah, ¿usted estaba al corriente? —dijo Lucía con sorpresa; su rostro perdió un poco su tensión.

—¿También utilizó a Josette? —dijo Enrique.

—¡Utilizar! Josette no me sirvió para nada —dijo Lucía con amargura—, se comprometió de una manera perfectamente inútil; se enamoró de un capitán, un hermoso muchacho sentimental y sin ninguna influencia que le mandó cartas inflamadas antes de que lo mataran en el frente Este; las dejaba tiradas por todos lados y también fotos donde se lucían los dos; preciosos documentos, se lo aseguro. Mercier comprendió en seguida el provecho que podía sacar.

Enrique se levantó bruscamente y caminó hacia la ventana. Lucía lo observaba, pero a él lo tenía sin cuidado. Recordaba el rostro indolente de Josette aquella mañana, la primera mañana, y esa voz tan verdadera que mentía: «¿Yo enamorada? ¿De quién?». Había amado: había amado a otro: a un apuesto muchacho que era alemán. Se volvió hacia Lucía y preguntó con esfuerzo: —¿La hace cantar?

Lucía tuvo una risita:

—¿No se imagina que voy a pedirle dinero? Hace tres años que le pago y estaba dispuesta a seguir. Hasta le ofrecí una gruesa suma a Mercier para comprarle el legajo, pero es pícaro, mira el porvenir. —Miró a Enrique en los ojos y dijo en tono provocador—: Fue un espía de la Gestapo y acaban de detenerlo. Me ha mandado a decir que si no lo saco de ahí nos mezcla a nosotras en su asunto.

Enrique guardaba silencio; las puercas que se acostaban con los alemanes pertenecían hasta ahora a otro mundo con el cual una sola relación era posible: el odio. Pero ahora Lucía hablaba; él la escuchaba; ese mundo abyecto era el mismo que el suyo, hay uno solo. De los brazos del capitán alemán Josette había pasado a sus brazos.

—¿Se da cuenta lo que esta historia representa para Josette? —dijo Lucía—. Con el carácter que tiene no se levantará más, abrirá la llave del gas.

—¿Qué quiere que yo haga? ¿Qué espera de mí? —dijo él con voz irritada—. No conozco a ningún abogado que pueda sacar a flote a un espía de la Gestapo. El único consejo que puedo darle es que se escapen a Suiza lo más rápido posible.

Lucía se encogió de hombros.

—¡A Suiza! Le digo que Josette abriría el gas. Estaba tan contenta estos días, la pobre querida —dijo con un enternecimiento repentino—, todo el mundo dice que en la pantalla sale en forma sensacional. Siéntese —agregó con impaciencia— y escúcheme.

—Escucho —dijo Enrique sentándose.

—Yo tengo a un abogado a mano. El doctor Truffaut; ¿no lo conoce? Es un amigo muy seguro que me debe algunos favores —dijo Lucía con una semisonrisa: Clavó su mirada en los ojos de Enrique—. Estudiamos el asunto juntos. Dice que la única solución es que Mercier diga haber sido agente doble; pero, por supuesto, eso sólo se tiene en pie si un resistente serio lo sostiene.

—¡Ah, comprendo! —dijo Enrique.

—Es fácil de comprender —dijo Lucía fríamente.

Enrique tuvo una risita:

—¡Usted cree que es tan sencillo! La desgracia es que todos los compañeros saben que Mercier nunca ha trabajado conmigo.

Lucía se mordió el labio; de pronto perdió seguridad y él tuvo miedo que se echara a llorar; debía ser un espectáculo asqueroso. Él observaba con un placer cruel el rostro caído y en su cabeza algunas palabras corrían como el viento: enamorada de un capitán alemán, me engañó como a un chico: ¡imbécil! ¡Pobre imbécil! Él se creía seguro de su placer, de su ternura: ¡imbécil!, sólo lo había considerado como a un instrumento. Lucía era una mujer cerebral, calculaba bien; si había tomado entre manos los intereses de Enrique; si le había arrojado a Josette en sus brazos, no era para asegurar la carrera de una hija de la que nada le importaba: era para tener un aliado útil; y Josette había jugado su juego; le contaba a Enrique que nunca había querido para disculpar la reserva de su corazón; pero todo el amor de que era capaz ese corazón fútil se lo había dado al capitán alemán que era tan apuesto. Tenía ganas de insultarla, de pegarle y le pedían que la salvara.

—¿Acaso ese trabajo no era clandestino? —preguntó Lucía.

—Sí, pero entre nosotros nos conocíamos.

—¿Y el juez de instrucción no creerá en su palabra? Si lo confrontan con sus compañeros, ¿lo desmentirán?

—No sé y no quiero correr el riesgo —dijo Enrique irritado—. Usted no parece sospechar que es grave un falso testimonio. A usted le importa su casa de costura; a mí también me importan algunas cositas.

Lucía había recobrado su calma; dijo con voz neutra:

—El cargo más grave que hay contra Mercier es que delató a dos muchachas el 23 de febrero en el puente de Alma —alzó hacia Enrique una mirada interrogadora—: En la clandestinidad se llamaban Lisa e Yvonne, pasaron un año en Dachau, ¿no le dice nada?

—No.

—Lástima; podría sernos útil que las hubiera conocido. En todo caso, evidentemente, ellas lo conocen. Si afirma que ese día Mercier estaba en otra parte con usted, ¿no dudarán un poco? Y si usted declara que solía utilizar secretamente a Mercier como espía, ¿alguien se atreverá a contradecirlo?

Enrique reflexionó; sí, tenía mucho crédito, una mentira audaz podía resultar. Lucas estaba en Bordeaux en el 44; Chancel, Varieux, Galtier habían muerto. Lambert, Sézenac, Dubreuilh, si tenían dudas se las guardarían para ellos. Pero no iba a levantar un falso testimonio por una yegüita cuya piel le había gustado. ¡Qué bien había guardado su secreto la inocente!

—¡Apresúrese a escapar a Suiza! —dijo—. Encontrará a un montón de gente bien. A Suiza, al Brasil, a la Argentina: el mundo es grande. Es un prejuicio creer que no se puede vivir sino en París.

—Usted conoce a Josette, ¿no? Empezaba apenas a tomarle nuevamente gusto a la vida. Nunca soportará el golpe —dijo Lucía.

Enrique pensó con una punzada en el corazón: «Tengo que verla ¡En seguida!», y se levantó bruscamente:

—Voy a reflexionar. Voy a pensarlo.

—Aquí tiene la dirección del doctor Truffaut —dijo Lucía sacando de su bolsillo un pedazo de papel—. Si se decide, póngase en contacto con él.

—Suponiendo que yo acepte —dijo Enrique—, ¿cómo estar seguros de que el tipo nos restituirá las pruebas?

—¿Qué quiere que haga con ellas? Para empezar no tiene interés en enemistarse con usted. Y además, el día en que el legajo se hiciera público, su testimonio se volvería sospechoso. No. Si usted la saca de apuros, queda atado de pies y manos.

—Le telefonearé esta noche —dijo Enrique.

Lucía se levantó; durante unos segundos permaneció plantada ante él con aire vacilante, él tuvo miedo que se echara a llorar o que se tirara a sus pies; se limitó a lanzar un suspiro y lo acompañó hasta la puerta.

Él bajó precipitadamente la escalera. Se instaló al volante de su coche y se dirigió hacia la calle Gabrielle. Siempre llevaba en su bolsillo la llavecita que Josette le había dado un año antes, en una hermosa noche; abrió la puerta del departamento y entró al cuarto sin golpear.

—¿Qué hay? —dijo Josette; abrió los ojos y sonrió vagamente—. ¿Eres tú? ¿Qué hora es? Hiciste bien en venir a darme un beso.

Él no la besó; descorrió las cortinas y se sentó en un taburete con volados. Entre esas paredes tapizadas, esos adornos, ese raso, esos almohadones costaba creer en el escándalo, en la prisión, en la desesperación. Un rostro sonreía, muy rosado bajo el cabello rojizo.

—Tengo que hablarte —dijo.

Josette se irguió sobre sus almohadas:

—¿De qué?

—¿Por qué no me dijiste la verdad? Tu madre acaba de contármelo todo; y esta vez quiero la verdad —dijo con voz violenta—. ¿Es porque pensaba que un día podría serles útil por lo que te arrojó en mis brazos?

—¿Qué ocurre? —dijo Josette mirando a Enrique con aire asustado.

—Contéstame: ¿fue para obedecer a tu madre por lo que aceptaste acostarte conmigo?

—Hace mucho tiempo que mamá me dice que te plante —dijo Josette—. Ella quisiera que me arrimase a un viejo. ¿Qué te pasa? —preguntó con aire suplicante.

—El legajo —dijo—. ¿Has oído hablar de ese legajo? El tipo que lo tiene entre las manos ha sido detenido y amenaza con contarlo todo.

Josette ocultó su rostro en la almohada.

—¡No terminaremos nunca! —dijo con desesperación.

—¿Recuerdas?, la primera mañana, aquí mismo, me dijiste: que nunca habías querido a nadie; más tarde me hablaste vagamente de un muchacho muerto en América: era un capitán alemán, tu muchacho. ¡Ah, cómo te burlaste de mí!

—¿Por qué me hablas así? —dijo Josette—. ¿Qué te he hecho? Cuando estaba en Lyon no te conocía.

—Pero cuando te interrogué me conocías; ¡y me mentiste con aires tan inocentes! —¿De qué servía decirte la verdad? Mamá me lo había prohibido; y después de todo eras un extraño.

—¿Y durante un año seguí siendo un extraño para ti?

—¿Para qué íbamos a hablar de todo eso? —se puso a llorar suavemente entre sus manos—. Mamá dice que si me denuncian iré a la cárcel; ¡no quiero! Prefiero matarme.

—¿Cuánto tiempo duró tu historia con el capitán?

—Un año.

—¿Fue él quien te instaló este departamento?

Sí; todo lo que tengo me lo ha dado él.

—¿Y lo querías?

—Él me quería, me quería como ningún hombre me querrá jamás: sí, yo lo quería —dijo sollozando—. No es una razón para que me encierren en la cárcel.

—Enrique se levantó, dio algunos pasos en medio de los muebles elegidos por el apuesto capitán. En el fondo, siempre había sabido que Josette era capaz de haberse entregado a soldados alemanes. «No comprendía nada de esta guerra», había confesado; él había supuesto que les sonreía y hasta que flirteaba vagamente con ellos y la disculpaba; un amor sincero debería parecerle todavía más disculpable. Pero el hecho es que no soportaba imaginar en ese sillón un uniforme verdoso y al hombre acostado con ella, piel contra piel, boca contra boca.

—¿Y sabes lo que espera tu madre? Que haga un falso testimonio para sacarlas del pantano. Un falso testimonio: supongo que eso no te dice nada —agregó.

—No iré a la cárcel, me mataré —repitió Josette entre sus lágrimas—. ¡Además, me da lo mismo, me da lo mismo matarme!

—No se trata de que vayas a la cárcel —dijo Enrique con una voz dulcificada.

¡Vamos! Inútil jugar al justiciero: estaba celoso, sencillamente. En buena justicia no podía reprocharle a Josette que hubiera querido al primer hombre que la había querido. ¿Y con qué derecho podía reprocharle su silencio? No tenía ningún derecho.

—En el peor de los casos tendrán que salir de Francia —dijo—. Pero se puede vivir en otras partes como en Francia.

Josette continuaba sollozando; evidentemente no tenía ningún sentido lo que él acababa de decir. La vergüenza, la huida, el exilio: nunca Josette soportaría eso; ya estaba poco atada a la vida. Miró a su alrededor y la angustia le subió a la garganta. La vida parecía muy frívola en ese decorado de comedia; pero si un día Josette abría el gas, entre esas paredes tapizadas, acostada sobre esas sábanas rosa moriría; la enterrarían con su camisón vaporoso; la frivolidad de ese cuarto era un engaño; las lágrimas de Josette eran lágrimas verdaderas, un verdadero esqueleto se ocultaba bajo la piel perfumada. Él se sentó al borde de la cama.

—No llores —dijo—. Te sacaré de esto.

Ella apartó las mechas de pelo que caían sobre su rostro mojado.

—¿Tú? Pareces tan enojado…

—Pero no, no estoy enojado —dijo él—, te prometo que te sacaré de este lío —repitió con fuerza.

—¡Oh, sí! ¡Sálvame, por favor! —repitió Josette arrojándose en sus brazos.

—No tengas miedo. No te ocurrirá nada malo —dijo él suavemente.

—¡Eres bueno! —dijo Josette. Se pegó a él y le tendió la boca; él apartó el rostro—. ¿Te doy asco? —preguntó ella con una voz tan humilde que bruscamente Enrique sintió vergüenza: vergüenza de estar del buen lado.

¡Un hombre frente a una mujer, un tipo que tiene dinero, un nombre, cultura, y sobre todo moral! Un poco marchita desde hacía algún tiempo la moral, pero todavía podía ilusionar; si se presentaba la ocasión, él mismo se dejaba engañar.

Besó la boca salada de lágrimas:

—Me doy asco a mí mismo.

—¿Tú?

Ella alzó hacia él unos ojos que no comprendían nada y lo besó de nuevo con un apasionamiento apiadado. ¿Qué armas le habían dado? ¿Qué principios? ¿Qué esperanzas? Había tenido las bofetadas de su madre, la grosería de los hombres, la humillante belleza, y ahora habían instalado en su corazón un remordimiento asombrado.

—Debí ser cariñoso en seguida en vez de gritarte —dijo.

Ella lo miró ansiosamente:

—¿Es verdad que no me guardas rencor?

—No te guardo rencor. Y te sacaré de esto.

—¿Cómo harás?

—Haré lo que haya que hacer.

Ella lanzó un suspiro y puso la cabeza sobre el hombro de Enrique; él le acarició el pelo. Un falso testimonio: le horrorizaba la idea. ¿Pero qué? Al ser perjuro no le haría daño a nadie. Salvaría la cabeza de Mercier, eso era lamentable; pero tantos otros merecen reventar y gozan de perfecta salud… Si se negaba, Josette era capaz de suprimirse; o en todo caso su vida estaría arruinada. No, no podía vacilar: de un lado estaba Josette y del otro los escrúpulos de conciencia. Envolvió un mechón de pelo alrededor de su dedo. De todas maneras no aprovecha mucho la conciencia limpia. Ya lo había pensado antes: más valía estar francamente en falta. Ahora se le presentaba una magnífica ocasión de mandar la moralidad al diablo: no iba a perderla. Liberó su mano y se la pasó sobre la cara. No le sentaba jugar al malvado. Haría ese falso testimonio porque no podía hacer otra cosa, eso era todo… «¿Cómo he llegado a esto?». Le parecía a la vez muy lógico y perfectamente imposible; nunca se había sentido más triste.

Enrique no le escribió a Lambert, no conversó corazón a corazón con Lambert. Amigos, eso significa tener que rendir cuentas; para hacer lo que iba a hacer tenía que estar solo. Ahora que su decisión estaba tomada se prohibía los remordimientos. Tampoco tenía miedo. Evidentemente, corría un gran riesgo, siempre puede filtrarse algo, ¡y qué escándalo sería si llegaba a ser convicto de falso testimonio! Aderezado en la salsa degaullista o en la salsa comunista, sería un guiso sabrosísimo. Pero no se hacía ilusiones sobre la importancia de su acción y en cuanto a su porvenir personal lo tenía sin cuidado; combinó con el doctor Truffaut la supuesta carrera de Mercier; y tenía el corazón apenas un poco turbado el día en que entró al despacho del juez de instrucción. Ese escritorio, semejante a mil otros escritorios, parecía menos real que un decorado de teatro; el magistrado, el secretario, no eran sino actores de un drama abstracto: representaban su papel, Enrique representaba el suyo, la palabra verdad aquí no significaba nada.

—Evidentemente, un agente doble está obligado a dar alguna prenda al enemigo —explicó con voz serena—; usted lo sabe tan bien como yo. Mercier no podía ayudarnos sin comprometerse; pero siempre hemos planeado antes los informes que iba a proporcionar, al enemigo; nunca hubo la menor indiscreción concerniente a las verdaderas actividades de la red; y si estoy hoy aquí, si tantos camaradas han escapado de morir, si L’Espoir ha podido vivir clandestinamente es gracias a él.

Hablaba con un fervor que sentía convincente; y la sonrisa de Mercier corroboraba sus palabras; era un muchacho bastante buen mozo, de unos treinta años, con aire modesto, de rostro más bien simpático. «Y sin embargo —pensaba Enrique—, quizá él delató a Borel o a Fauchois; ha delatado a otros; sin amor, sin odio, por dinero; los han matado, se han matado, y él seguirá viviendo, honrado, rico, dichoso». Pero entre esas cuatro paredes uno estaba tan lejos del mundo donde los hombres viven y mueren, que no tenía gran importancia.

—Siempre es delicado decidir el momento en que un agente doble se convierte en traidor —dijo el juez—; lo que usted ignora es que, desgraciadamente, Mercier cruzó esa frontera.

Hizo una señal al ujier y Enrique se crispó; sabía que Yvonne y Lisa habían pasado doce meses en Dachau, pero nunca las había visto; ahora las veía; Yvonne era la morena, parecía curada; Lisa tenía pelo castaño, estaba todavía flaca y pálida como una joven resucitada; la venganza no le habría devuelto sus colores; pero ambas eran bien reales e iba a ser duro mentir bajo sus ojos. Yvonne repitió la acusación y su mirada no se apartaba del rostro de Mercier:

—El 23 de febrero de 1944, a las dos de la tarde, yo estaba citada en el puente de Alma con Lisa Peloux, aquí presente; en el momento en que me acercaba a ella, tres hombres se adelantaron hacia nosotras, dos alemanes y éste que nos señaló a ellos; llevaba un abrigo marrón, no llevaba sombrero, estaba afeitado como hoy.

—Hay un error respecto a la persona —dijo Enrique con firmeza—. El 23 de febrero, a las dos de la tarde, Mercier estaba conmigo en La Souterraine; habíamos llegado juntos la víspera; unos compañeros debían comunicarnos el plan de los depósitos que los americanos tomaron dos días después, y pasamos el día con ellos.

—Sin embargo, es él —dijo Yvonne. Miró a Lisa, que dijo:

—¡Claro que es él!

—¿No se habrá equivocado de fecha? —dijo el juez.

Enrique sacudió la cabeza:

—El bombardeo tuvo lugar el 26; las indicaciones fueron transmitidas el 24 y yo pasé el 22 y el 23 allí; esas fechas no se olvidan.

—¿Ustedes fueron detenidas el 23? —dijo el juez volviéndose hacia las jóvenes.

—Sí, el 23 de febrero —dijo Lisa. Parecían estupefactas.

—Ustedes han visto al delator sólo un instante y en un momento en que estaban espantadas —dijo Enrique—; yo he trabajado dos años con Mercier, no puedo confundirlo con otro. Todo lo que sé de él me hace afirmar que nunca hubiera delatado a dos resistentes: esto es sólo una opinión. Pero lo que afirmo bajo juramento es que el 23 de febrero del 44 estaba en La Souterraine conmigo.

Enrique miraba gravemente a Yvonne y a Lisa y ellas se miraban entre sí, desorientadas. Estaban tan seguras de la identidad de Mercier como de la lealtad de Enrique, y había pánico en sus ojos.

—Entonces es su hermano mellizo —dijo Yvonne.

—No tiene hermano —dijo el juez.

—Era alguien que se le parecía como un hermano.

—Mucha gente se parece con dos años de distancia —dijo Enrique.

Hubo un silencio y el juez preguntó:

—¿Mantienen su acusación?

—No —dijo Yvonne.

—No —dijo Lisa.

Por no desconfiar de Enrique consentían en dudar del más seguro de sus recuerdos; pero el pasado, el presente, vacilaba alrededor de ellas y la realidad misma; a Enrique le horrorizó esa perplejidad enloquecida en el fondo de sus ojos.

—Si tienen la bondad de releer y firmar —dijo el magistrado.

Enrique re leyó la página escrita a máquina; traducido en ese estilo inhumano su declaración perdía todo peso, no le molestaba firmar; pero su mirada siguió con incertidumbre la salida de las dos jóvenes; sentía ganas de correr tras ellas, pero no tenía nada que decirles.

Era un día semejante a todos los demás y nadie descifraba en su rostro que acababa de perjurar. Lambert lo cruzó en el corredor sin sonreírle, pero era por otros motivos: se sentía herido de que Enrique no le hubiera propuesto salir a conversar. «Mañana lo invitaré a comer». Sí, la amistad estaba de nuevo permitida; terminadas las precauciones y los escrúpulos: las cosas se habían desarrollado tan bien que se podía suponer que no había pasado nada. «Supongámoslo», se dijo Enrique instalándose ante su escritorio. Recorrió su correspondencia. Una carta de Mardrus: Paula estaba curada, pero era preferible que Enrique no tratara de volver a verla; perfecto. Pierre Leverrier escribía que estaba dispuesto a comprar las acciones de Lambert; mejor; era honesto y austero, no le devolvería a L’Espoir su juventud perdida, pero se podría trabajar con él. Ah, habían traído informes suplementarios sobre el asunto de Madagascar. Enrique leyó las páginas dactilografiadas. Cien mil malgaches asesinados contra ciento cincuenta europeos, el terror reina en la isla, todos los diputados han sido detenidos, aunque han desaprobado la rebelión, y son sometidos a torturas dignas de la Gestapo; hubo un atentado con granadas contra un abogado, el proceso está falseado de antemano y no hay un diario que denuncie el escándalo. Sacó su estilográfica. Había que mandar a alguien allí: Vicente estaría encantado. Entre tanto iba a cuidar su editorial. Acababa de escribir las primeras líneas cuando la secretaria abrió la puerta: —Hay una visita.

Tendió una ficha: el doctor Truffaut. Enrique sintió un pellizco en el corazón. Lucía Belhomme, Mercier, el doctor Truffaut: algo había ocurrido; había cómplices.

—Hágalo pasar.

El abogado llevaba en la mano un gran portafolio de cuero.

—No le tomaré mucho tiempo —dijo; agregó con voz satisfecha—: Su declaración hizo sensación; el no ha lugar está asegurado. Estoy profundamente contento. Los errores, que ese joven haya podido cometer no los rescataría en la cárcel. Usted le ha dado la posibilidad de convertirse en un hombre nuevo.

—¡Y de hacer nuevas porquerías! —dijo Enrique—. Pero ése no es el problema. Todo cuanto espero es no volver a oír hablar de él.

—Le he aconsejado que se vaya a Indochina —dijo el doctor Truffaut.

—Excelente idea —dijo Enrique—. Que mate a tantos indochinos como ha hecho matar franceses, y será un héroe famoso. Entretanto, ¿ha devuelto el legajo?

—Justamente —dijo el doctor Truffaut. Extrajo de su portafolio un grueso paquete envuelto en papel madera—. Quise entregárselo en manos propias.

Enrique tomó el paquete:

—¿Por qué a mí? —dijo con una vacilación—. Había que entregárselo a la señora de Belhomme.

—Usted hará lo que quiera con él. Mi cliente se comprometió a entregárselo a usted. —Dijo el doctor Truffaut con voz neutra.

Enrique arrojó el paquete en el cajón; el abogado tenía misteriosas obligaciones hacia Lucía: eso no significaba que la llevara en su corazón. Quizá se pagaba el placer de una venganza:

—¿Está seguro de que está todo?

—Con toda seguridad —dijo el doctor Truffaut—. Ese joven ha comprendido perfectamente que un enojo suyo podría costarle caro. Ya no oiremos hablar más de él, estoy convencido.

—Gracias por haberse molestado —dijo Enrique.

El abogado no se puso de pie:

—¿No cree que podamos temer un desmentido?

—No lo creo —dijo Enrique—; además no ha habido ninguna publicidad alrededor de esta historia.

—No, felizmente la paramos a tiempo —hubo un silencio que Enrique no trató de romper y el doctor Truffaut terminó por decidirse—. Bueno, lo dejo trabajar. Espero que volveremos a vernos uno de estos días en casa de la señora Belhomme —se puso de pie—: Si llega a tener la menor molestia avíseme.

—Gracias —dijo Enrique secamente.

En cuanto el abogado hubo salido Enrique abrió el cajón: su mano se inmovilizó sobre el papel madera. No tocar nada; llevar el paquete a su cuarto y quemarlo sin una mirada. Pero ya arrancaba los cordeles, desparramaba sobre la mesa los documentos: cartas en alemán, en francés, informes, declaraciones; fotografías: escotada, cubierta de joyas, Lucía en medio de alemanes uniformados; sentada entre dos oficiales, ante un balde de hielo con champaña, Josette reía ampliamente; estaba de pie, con un vestido claro en medio del césped, el apuesto capitán la enlazaba y ella le sonreía con ese aire de confianza feliz que a menudo había impresionado tanto a Enrique; su pelo caía libremente sobre sus hombros, parecía más joven que ahora y tanto más alegre. ¡Cómo reía! Al volver a dejar las fotos sobre la mesa, Enrique advirtió que sus dedos habían dejado rastros húmedos sobre la superficie brillante. Siempre había sabido que Josette reía mientras millares de Lisas y de Yvonnes agonizaban en los campos: pero era historia antigua, bien oculta tras la cómoda cortina que confunde el pasado, la ausencia y el vacío. Ahora veía; el pasado había sido el presente: era el presente.

«Mi amor querido». El capitán escribía en un francés aplicado, cortado por frasecitas en alemán, frasecitas apasionadas. Parecía muy tonto, muy enamorado y muy triste. Ella lo había querido, él había muerto, ella habría llorado mucho. Pero primeramente había reído; ¡como había reído!

Enrique volvió a hacer el paquete y lo arrojó en un cajón que cerró con llave. «Mañana lo quemaré». Por el momento debía terminar su artículo. Tomó su estilográfica. Iba a hablar de justicia, de verdad, protestar contra los asesinatos y las torturas. «Es necesario», se dijo con fuerza. Si renunciaba a hacer lo que tenía que hacer era doblemente culpable; pensara lo que pensare de sí mismo, allí estaban esos hombres que había que tratar de salvar.

Trabajó hasta las once de la noche sin perder tiempo para comer; no tenía hambre; como las demás noches fue a buscar a Josette a la salida del teatro, y la esperó en el auto; ella llevaba un abrigo vaporoso color bruma, estaba muy maquilada y muy bonita. Se sentó a su lado y arregló cuidadosamente a su alrededor la nube que la envolvía.

—Mamá dice que todo anduvo bien: ¿es verdad? —preguntó.

—Sí, puedes estar tranquila —dijo—. Todos los papeles han sido quemados.

—¿Es verdad?

—Es verdad.

—¿No sospecharán que has mentido?

Creo que no.

—Tuve tanto miedo durante todo el día —dijo Josette. —Estoy extenuada, llévame a casa.

—De acuerdo.

Se dirigieron en silencio hacia la calle Gabrielle. Josette puso su mano sobre su manga:

—¿Quemaste los papeles?

Sí.

—¿Los miraste?

SI.

—¿Qué había exactamente? Seguramente no había feas fotos mías —dijo con voz inquieta—. Nunca me han sacado fotos feas.

—No sé lo que llamas fotos feas —dijo él con una semisonrisa—. Estabas con el capitán alemán y estabas muy bonita.

Ella no contestó nada. Era la misma Josette; pero a través de ella él volvía a ver a la linda muchacha demasiado alegre que reía en una foto, indiferente a todas las desdichas; en adelante, siempre estaría entre ellos.

Detuvo el coche y siguió a Josette hasta la puerta.

—No voy a subir —dijo—. Yo también estoy cansado y tengo un montón de cosas que hacer.

Ella abrió grandes ojos asustados:

—¿No subes?

No.

—¿Estás enojado? —dijo ella—. El otro día dijiste que no, pero ahora estás enojado.

—No estoy enojado; ese tipo te quiso y tú lo quisiste, eras libre —se encogió de hombros—. Quizá sean celos; no tengo ganas de subir esta noche.

—Como quieras —dijo Josette.

Le sonrió tristemente y apretó el botón; cuando hubo desaparecido él permaneció largo rato mirando el zaguán iluminado. Sí, quizá fueran simplemente celos: le hubiera resultado insoportable esa noche tomarla entre sus brazos. «Soy injusto», se dijo. Pero la justicia no tenía nada que ver en esto, uno no se acuesta con una mujer por justicia. Se alejó.

Cuando al día siguiente Enrique lo invitó a comer, Lambert conservó su aire refunfuñado:

—Lo lamento, estoy comprometido.

—¿Y mañana?

—Mañana también. Esta semana no tengo una sola noche libre.

—Entonces será la semana próxima —dijo Enrique.

Imposible explicarle a Lambert por qué no lo había invitado antes; pero Enrique decidió algunos días más tarde volver a la carga; a Lambert sin duda le conmovería esa insistencia. Subía la escalera del diario formando una frasecita persuasiva cuando se cruzó con Sézenac.

—¡Hola, qué tal! —dijo cordialmente—. ¿Qué es de tu vida?

—Nada especial —dijo Sézenac.

Había engordado, estaba mucho menos buen mozo que antes.

—¿No subes un minuto? Hace siglos que no nos vemos —dijo Enrique.

—No, hoy no —dijo Sézenac.

Bruscamente bajó corriendo la escalera. Enrique subió los últimos peldaños. En el corredor, Lambert, apoyado contra la pared, parecía esperarlo.

—Vengo de cruzarme con Sézenac —dijo Enrique—. ¿Lo has visto?

—Sí.

—¿Sueles verlo? ¿Qué es de su vida? —preguntó Enrique empujando la puerta de su escritorio.

—Creo que es espía de la policía —dijo Lambert con voz extraña. Enrique lo miró con asombro: tenía la frente transpirada.

—¿Qué te hace suponer eso?

—Cosas que me dijo.

—Un drogado necesita dinero: evidentemente es el tipo de muchacho que puede volverse espía —dijo Enrique. Agregó con curiosidad—: ¿Qué te contó?

—Me propuso una extraña combinación —dijo Lambert—. Me prometía venderme a los canallas que liquidaron a mi padre a cambio de algunos informes.

—¿Qué informes? Lambert miró a Enrique en los ojos:

—Informes sobre ti.

Enrique sintió un espasmo en el estómago.

—¿Y en qué puedo interesar a la policía?

—Interesas a Sézenac —la mirada de Lambert no largaba a Enrique—. Parece que el otro día declaraste en favor de un tal Mercier, un muchacho que hacía mercado negro cerca de Lyon y que frecuentaba a las Belhomme. Pretendiste que en el 43-44 trabajaba en nuestra red y que te acompañó a La Souterraine el 23 de febrero del 44.

—Es exacto —dijo Enrique—. ¿Y qué hay con eso?

—Nunca habías visto a Mercier antes de este último mes —dijo Lambert con voz triunfante—; Sézenac lo sabe perfectamente y yo también. Yo te seguía como una sombra aquel año: no había ningún Mercier. Tu viaje a La Souterraine tuvo lugar el 29 de febrero, se pensó en que yo te acompañara y la fecha me quedó. Llevaste a Chancel.

—¡Estás completamente chiflado! —dijo Enrique; se sentía tan indignado como si Lambert lo hubiera sospechado injustamente—. Hice dos viajes a La Souterraine, el primero con Mercier, que nadie conocía, salvo yo —agregó con voz irritada—. No mereces que te conteste, porque en resumen me estás acusando de un falso testimonio, ¡nada menos!

—El 23 estabas en París —dijo Lambert—, tengo todo anotado en mi libreta, verificaré, pero sé que hiciste un solo viaje, lo discutimos bastante. ¡No, no me cuentes cuentos; la verdad es que Mercier tiene en su mano a las Belhomme de una manera o de otra, y para salvar a esas dos rapadas declaraste en favor de un espía de la Gestapo!

—Otro que yo te rompería la cara —dijo Enrique—. Sal de este escritorio en seguida y no vuelvas a poner los pies en él.

—Espera —dijo Lambert—. Todavía tengo algo que decirte. No le largué nada a Sézenac; sin embargo, te juro que tenía ganas de hacerlo hablar. No le largué nada —agregó—, entonces, ahora estamos a mano. ¡Recobro mi libertad!

—Hace tiempo que esperabas un pretexto —dijo Enrique—. Terminaste por inventarte uno: ¡te felicito!

—No he inventado nada —dijo Lambert—. ¡Dios mío! —agregó—: ¡Qué tonto he sido! Te creía tan honesto, tan desinteresado, ¡me intimidabas! Me imaginaba que tenía que ser leal contigo. ¡Hablemos de lealtad! Juzgas a todo el mundo; pero los escrúpulos no te incomodan más que a cualquier otro.

Se dirigió hacia la puerta con tanta dignidad que Enrique casi tuvo ganas de sonreír; su rabia había caído; no sentía sino una vaga angustia. ¿Explicarse francamente? No, Lambert era demasiado inestable, demasiado influible; hoy se había negado a proporcionarle informes a Sézenac, pero mañana una confesión podría convertirse en sus manos, en las de Volange, en un arma temible. Había que negar: el peligro ya era bastante grande así. «Sézenac busca pruebas contra mí, sabe que podría venderlas caras», pensó Enrique. Dubreuilh nunca había oído hablar de Mercier, quizá recordara que el 23 de febrero del 44 Enrique estaba en París; si Sézenac lo tomaba de sorpresa no tenía ninguna razón de disfrazar la verdad. «Tendría que advertirlo». Pero a Enrique le repugnaba reclamar una complicidad antes de haber tratado siquiera de reconciliarse con él; además, no podía encarar confesarle la verdad. Era extraño, se decía: «Si tuviera que volver a hacerlo, lo haría», y sin embargo no hubiera soportado que alguna otra persona estuviera al corriente de la que había hecho; entonces tendría vergüenza. Sólo se sentiría justificado mientras no lo hubieran descubierto: ¿Durante cuánto tiempo? «Estoy en peligro», se repitió. Alguien más lo estaba: Vicente. Aun si no era su grupo el que había ejecutado al viejo, Sézenac sabía mucho sobre él; había que prevenirlo. Y había que ver enseguida a Lucas, que estaba cuidándose en su casa de un ataque de gota, y redactar con él una carta de renuncia. Lucas esperaba una crisis desde hacía rato, no se impresionaría demasiado. Enrique se levantó. «Nunca volveré a sentarme a esta mesa —pensó—. Se acabó, ¡L’Espoir ya no es mío!». Lamentaba abandonar la campaña que había iniciado sobre los acontecimientos de Madagascar: evidentemente, los otros iban a echarle tierra. Pero aparte de eso, estaba mucho menos conmovido de lo que hubiera creído. Al bajar las escaleras se dijo vagamente: «Es el precio». ¿El precio de qué? ¿De haberse acostado con Josette? ¿De haber querido salvarla? ¿De haber pretendido tener una vida privada cuando la acción exige a un hombre por entero? ¿De haberse empecinado en la acción dándose con reservas? No lo sabía. Y aun si lo hubiera sabido, no habría cambiado nada.

La noche en que las rotativas imprimieron su carta de renuncia Enrique le recomendó al portero del hotel: «Mañana no estoy para nadie, no acepto ni visitas ni golpes de teléfono». Empujó sin alegría la puerta de su cuarto: no había vuelto a acostarse con Josette, ella no parecía estar muy afectada y todo estaba muy bien así; no impide que esa cama en que dormía solo le pareciera a Enrique austera como una cama de hospital. Era tan bueno mezclar el sueño propio con el de otro cuerpo, cálido, confiado: uno despierta alimentado. Ahora al despertar se sentía vacío. Le costó dormirse; estaba excitado por anticipado con todos los comentarios que suscitaría su renuncia.

Se levantó tarde; acababa de vestirse cuando le trajeron un mensaje: sintió un golpe en el corazón al reconocer la letra de Dubreuilh. «Acabo de leer su despedida a L’Espoir. Verdaderamente es absurdo que nuestra actitud subraye tan sólo nuestros desacuerdos cuando tantas cosas nos unen. En lo que a mí respecta sigo siendo su amigo». Había un post-scriptum: «Me gustaría hablarle lo antes posible a propósito de alguien que parece quererlo mal». Largamente, Enrique conservó los ojos fijos sobre las líneas azul negro; había pensado en escribirle; y Dubreuilh lo había hecho antes. Su generosidad podía llamarse orgullo; pero es porque el orgullo era en él una virtud generosa: «Voy a ir en seguida», se dijo Enrique; le parecía que acababan de lanzar sobre su pecho un ejército de hormigas rojas. ¿Qué había dicho Sézenac? Si había hecho nacer sospechas en Dubreuilh, ¿cómo mentir con bastante pasión para disuadirlo? No era demasiado tarde para la mentira puesto que Dubreuilh le ofrecía su amistad; pero era odioso responder a semejante ofrecimiento con un abuso de confianza. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer? Hasta a Dubreuilh le escandalizaría la verdad y entonces Enrique se sentiría culpable. Subió a su coche. Por primera vez le pesaba tener un secreto: exige que se engañe al otro o que uno se traicione a sí mismo; la amistad ya no es posible. Vaciló largamente ante la puerta de Dubreuilh sin resolverse a golpear.

Dubreuilh le abrió sonriendo.

—¡Cómo me alegra verlo! —dijo en un tono natural y apresurado como si tuvieran cosas importantes que discutir después de una corta ausencia.

—¡El que se alegra soy yo! —dijo Enrique—. Cuando recibí su mensaje sentí un enorme placer —entraban al escritorio y agregó—: A menudo pensé en escribirle.

Dubreuilh lo interrumpió:

—¿Qué ha pasado? ¿Lambert lo largó?

La vieja curiosidad brillaba en sus ojos, sus ojos rapaces y pícaros que no habían cambiado.

—Hace meses que Samazelle y Trarieux quieren pasarse al degaullismo —dijo Enrique—. Lambert terminó por unirse a ellos.

—¡Canallita! —dijo Dubreuilh.

—Tiene excusas —dijo Enrique, molesto.

Se sentó en el sillón habitual y encendió como de costumbre un cigarrillo; las verdaderas excusas de Lambert tenía que guardarlas secretas. Dubreuilh no había cambiado, ni el escritorio ni los ritos, pero él ya no era el mismo. Antes habrían podido degollarlo, disecarlo sin sorpresas: ahora ocultaba bajo su piel un tumor vergonzoso. Dijo rápidamente:

—Nos disgustamos y lo puse fuera de sí.

—¡Tenía que terminar de esa manera! —dijo Dubreuilh. Se echó a reír—. Y bueno, el círculo está cerrado. El S. R. L. ha muerto, le han robado su diario: hemos vuelto a fojas uno.

—Es por mi culpa —dijo Enrique.

—No es por culpa de nadie —dijo rápidamente Dubreuilh. Abrió un placard—. Tengo coñac; ¿quiere?

—Con gusto.

Dubreuilh llenó dos vasitos y le tendió uno a Enrique. Se sonrieron:

—¿Ana está todavía en Estados Unidos? —preguntó Enrique.

—Vuelve dentro de quince días. ¡Cómo va a estar de contenta! —agregó alegremente Dubreuilh—. Le parecía tan estúpido que no nos viéramos más.

—Era estúpido —dijo Enrique.

Hubiera querido explicarse, le parecía que esa pelea no quedaría verdaderamente liquidada sino cuando hablaran claramente; estaba dispuesto a reconocer sus culpas. Pero de nuevo Dubreuilh cambió el tema:

—Me han dicho que Paula está curada. ¿Es verdad?

—Así parece. No quiere volver a verme y lo prefiero; va a instalarse en casa de Claudia de Belzunce.

—En realidad ahora usted está libre como el aire —dijo Dubreuilh—. ¿Qué piensa hacer?

—Voy a terminar mi novela. Para el resto no sé. Todo esto ha pasado tan pronto que todavía estoy aturdido.

—¿No le alegra pensar que por fin va a disponer de su tiempo?

Enrique se encogió de hombros:

—No especialmente. Quizá lo sienta después. Por el momento tengo sobre todo remordimientos.

—¡Me pregunto por qué! —dijo Dubreuilh.

—Por más que usted diga lo contrario soy responsable de todo lo que ha ocurrido —dijo Enrique—; si no me hubiera puesto terco, usted hubiera comprado las acciones de Lambert, L’Espoir sería nuestro y el S. R. L. soportaría el golpe.

—El S. R. L. estaba perdido de todas maneras —dijo Dubreuilh—. L’Espoir, sí podíamos haberlo salvado. ¿Y qué hay con eso? Resistir a los dos bloques, seguir siendo independiente, es lo que intento en Vigilance; pero no veo qué se gana con eso.

Enrique miró a Dubreuilh con perplejidad ¿Era por delicadeza que se apresuraba a disculpar a Enrique? ¿O quería evitar poner en tela de juicio sus propias conductas?

—¿Usted cree que en octubre el S. R. L. ya no tenía posibilidades? —dijo Enrique.

—Creo que nunca las tuvo —dijo Dubreuilh con voz brusca.

No, no hablaba así por cortesía: estaba convencido y Enrique se sintió desconcertado. Le hubiera gustado decirse que no tenía nada que ver en el fracaso del S. R. L.; sin embargo, esa declaración de Dubreuilh lo ponía incómodo. En su libro Dubreuilh comprobaba la impotencia de los intelectuales franceses; pero Enrique no había supuesto que diera a sus conclusiones un alcance retrospectivo.

—¿Desde cuándo piensa usted eso? —preguntó.

—Hace ya tiempo —Dubreuilh se encogió de hombros—. Al Principio la partida se jugaba entre la U. R. S. S. y los EE. UU.; nosotros estábamos fuera.

—Sin embargo, lo que usted decía no me parece tan falso —dijo Enrique—. Europa tenía que representar un papel en Francia y en Europa.

—Era falso; estábamos entre la espada y la pared. En fin, dese cuenta —agregó Dubreuilh con voz impaciente—, ¿qué pesábamos? Nada.

Decididamente, era siempre lo mismo; lo obligaba a uno impetuosamente a seguirlo y luego de pronto lo plantaba a uno ahí para precipitarse hacia una nueva dirección. A menudo Enrique se había dicho: «No podemos nada». Pero le molestaba que Dubreuilh lo afirmara con tanta autoridad.

—Siempre supimos que no éramos sino una minoría —dijo—, pero usted admitía que una minoría puede ser eficiente.

—En ciertos casos, no en éste —dijo Dubreuilh. Se puso a hablar muy rápidamente; visiblemente tenía mucho que decir desde hacía mucho tiempo—. La resistencia, perfecto, un puñado de hombres bastaba, todo lo que queríamos, en realidad, era crear agitación; agitación, sabotaje, resistencia, eso es cuestión de minoría. Pero cuando se pretende construir es otro cantar. Creímos que bastaba aprovechar nuestro impulso: cuando en realidad había un corte radial entre el período de la ocupación y el que siguió a la liberación. Negarnos a colaborar dependía de nosotros; lo que vino después ya no nos incumbía.

—Sin embargo, nos incumbía un poco —dijo Enrique. Veía muy bien por qué Dubreuilh pretendía lo contrario; el viejo no quería pensar que había tenido posibilidades de obrar y que las había explotado mal: prefería acusarse de un error en su juicio que confesar un fracaso. Pero Enrique seguía convencido que en el 45 el porvenir todavía estaba abierto: no era sólo por placer que se había metido en política; había sentido con evidencia que lo que ocurría a su alrededor no le incumbía—. Hemos errado el golpe —añadió—. Eso no prueba que haya sido un error intentarlo.

—¡Bah! No le hemos hecho daño a nadie —dijo Dubreuilh—, y es mejor ocuparse de política que emborracharse, es menos malo para la salud. ¡No impide que nos hayamos equivocado en forma! Cuando uno relee lo que escribíamos en el 44-45, dan ganas de reír: haga la prueba y verá.

—Supongo que éramos demasiado optimistas —dijo Enrique—, es comprensible…

—¡Nos concedo todas las circunstancias atenuantes que usted quiera! —dijo Dubreuilh—. El éxito de la Resistencia, la alegría de la Liberación, eso nos disculpa ampliamente; el derecho sano triunfaba, el porvenir estaba prometido a los hombres de buena voluntad; con nuestro viejo fondo de idealismo sólo deseábamos creerlo —se encogió de hombros—. Éramos unos chicos.

Enrique calló; amaba ese pasado, justamente como uno ama los recuerdos de la infancia. Sí; esa época en que uno distinguía sin vacilar a sus amigos de sus enemigos, el bien del mal; esa época en que la vida era simple como una imagen de Épinal se parecía a una infancia. Hasta su repugnancia en renegarla le daba la razón a Dubreuilh.

—Según usted, ¿qué hubiéramos podido hacer? —preguntó. Sonrió—: ¿Afiliarnos al partido comunista?

—No —dijo Dubreuilh—; como usted me lo decía un día, uno no puede dejar de pensar lo que piensa: imposible salir de su pellejo. Hubiéramos sido muy malos comunistas —agregó bruscamente—. ¿Y qué hicieron ellos? Nada. También estaban entre la espada y la pared.

—¿Entonces?

—Entonces, nada. No había nada que hacer.

Enrique llenó de nuevo su vaso. Quizá Dubreuilh tuviera razón, pero entonces era cómico. Enrique volvió a ver ese día de primavera en que contemplaba con nostalgia a los pescadores aficionados; él le decía a Nadine: «No tengo tiempo». Nunca tenía tiempo: demasiadas cosas que hacer. Y en verdad no había tenido nada que hacer.

—Lástima que no lo hayamos sabido antes. Nos hubiéramos evitado muchos disgustos.

—¡No podíamos saberlo antes! —dijo Dubreuilh—. Admitir que uno pertenece a una nación de quinto orden y a una época pretérita no se hace en un día —meneó la cabeza—. Es necesario un largo trabajo para resignarse a la impotencia.

Enrique miró a Dubreuilh con admiración; ¡qué linda prueba de prestidigitación! No había habido fracaso, solamente un error; y hasta el error estaba justificado, por lo tanto; abolido. El pasado estaba pelado como un hueso de jibia y Dubreuilh era una víctima impecable de la fatalidad histórica. Sí, y bueno, a Enrique eso no lo satisfacía en absoluto; no le gustaba pensar que de un extremo al otro de ese asunto habían jugado con él. Había tenido grandes luchas de conciencia, dudas, entusiasmos, y, según Dubreuilh, todo estaba resuelto de antemano. A menudo se preguntaba quién era y he aquí lo que le contestaban: era un intelectual francés embriagado por la victoria del 44 y obligado por los acontecimientos a una conciencia lúcida de su inutilidad.

—¡Cómo se ha vuelto de fatalista! —dijo.

—No. No digo que la acción por lo general sea imposible. Lo es en este momento para nosotros.

—He leído su libro —dijo Enrique—. En realidad usted piensa que sólo se puede hacer algo marchando resueltamente con los comunistas.

—Sí. No es que su posición sea brillante, pero el hecho es que aparte de ellos no hay nada.

—¿Y sin embargo usted no está con ellos?

No puedo rehacerme —dijo Dubreuilh—, su revolución está demasiado alejada de la que yo esperaba antaño. Me equivocaba; desgraciadamente no basta comprobar los propios errores para convertirse bruscamente en otra persona. Usted es joven, usted quizá sea capaz de saltar la valla: yo no.

—Oh, yo hace tiempo que no tengo ganas de mezclarme en nada —dijo Enrique—. Quisiera retirarme al campo o hasta disparar al extranjero y escribir —sonrió—: ¿Según usted, uno ni siquiera tiene derecho a escribir?

Dubreuilh sonrió también:

—Quizá haya exagerado un poco. Después de todo la literatura no es tan peligrosa como todo eso.

—¿Pero a usted le parece que ya no tiene ningún sentido?

—¿A usted le parece que lo tiene? —preguntó Dubreuilh.

—Sí, puesto que sigo escribiendo.

—No es una razón.

Enrique miró a Dubreuilh con sospecha:

—¿Sigue escribiendo o no escribe más?

—Nunca se ha curado una manía probando que no tiene sentido. Entonces los manicomios estarían vacíos.

—¡Ah, bueno! —dijo Enrique—. No ha logrado convencerse a sí mismo: lo prefiero así.

—Quizá lo logre algún día —dijo Dubreuilh con aire pícaro. Deliberadamente fue al grano—. Oiga, quería prevenirle, tuve una extraña visita ayer. El chico Sézenac. No sé lo que usted le ha hecho, pero no lo quiere bien.

—Lo eché de L’Espoir hace ya tiempo de esto —dijo Enrique.

—Empezó por hacerme un montón de preguntas sin pie ni cabeza —dijo Dubreuilh—, si yo conocía a un tal Mercier, si usted estaba en París ya ni sé qué día del 44. En primer lugar, no lo recuerdo. Y además, ¿qué puede importarle a él? Lo despedí más bien secamente, entonces se puso a inventar no sé qué historia increíble.

—¿Sobre mí?

—Sí; es un mitómano, ese chico; puede ser peligroso. Me contó que usted había hecho un falso testimonio para blanquear a un espía de la Gestapo; parece que lo hicieron cantar por intermedio de la chica Belhomme. Hay que impedirle que ande repartiendo semejantes cuentos.

Enrique se sintió aliviado al oír a Dubreuilh que no había supuesto ni por un instante que Sézenac decía la verdad; bastaba tirarle, sonriendo, una frase displicente y el incidente quedaba terminado; no encontraba la frase. Dubreuilh lo miró con cierta curiosidad:

—¿Usted sabía que lo detestaba hasta ese punto?

No me detesta especialmente —dijo Enrique. Agregó bruscamente—: El hecho es que su historia es verdadera.

—¿Ah, es verdadera? —dijo Dubreuilh.

—Sí —dijo Enrique. De pronto lo humillaba la idea de mentir. Después de todo, puesto que él soportaba la verdad, los demás no tenían más que hacer otro tanto: lo que era bastante bueno para él lo era también para ellos. Continuó con un poco de desafío—. Hice un falso testimonio para salvar a Josette, que se había acostado con un alemán. Usted que me ha reprochado tan a menudo mi moralismo verá que estoy progresando —agregó.

—¿Entonces es verdad que Mercier era un espía? —preguntó Dubreuilh.

—Es verdad, merecía perfectamente ser fusilado —dijo Enrique. Miró a Dubreuilh—. ¿Le parece que hice una porquería? Pero no quería que destruyeran la vida de Josette. Si ella hubiera abierto la llave del gas no me lo habría perdonado. En cambio, un Mercier más o menos en la tierra confieso que no me impide dormir.

Dubreuilh vaciló:

—Es, sin embargo, mejor uno menos que uno más —dijo.

—Evidentemente —dijo Enrique—. Pero estoy seguro que Josette se habría liquidado. ¿Podía yo dejarla reventar? —preguntó con vehemencia.

—No —dijo Dubreuilh. Parecía perplejo—. ¡Debe de haber pasado un mal momento!

—Me decidí casi en seguida —dijo Enrique. Se encogió de hombros—. No digo que estoy orgulloso de lo que hice.

—¿Sabe lo que prueba esta historia? —dijo Dubreuilh con repentina animación—. Que la moral privada no existe. Es otra de esas macanas en las que hemos creído y que ya no tienen ningún sentido.

—¿Usted cree? —dijo Enrique. Decididamente, no le gustaba el tipo de consuelo que Dubreuilh le dispensaba hoy. Agregó—: En verdad me encontraba entre la espada y la pared. En ese momento no podía elegir. Pero nada habría ocurrido si yo no hubiera tenido ese lío con Josette. Supongo que en eso está el error.

—Ah, uno no puede privarse de todo —dijo Dubreuilh con una especie de impaciencia—. El ascetismo está muy bien si es espontáneo; pero para eso hay que tener en otros terrenos satisfacciones positivas: en el mundo, tal como está, no se tienen muchas. Voy a decirle una cosa: si usted no se hubiera acostado con Josette lo habría lamentado y eso lo habría llevado a cometer otras tonterías.

—Eso es posible —dijo Enrique.

—En un espacio encorvado no se puede trazar una línea recta —dijo Dubreuilh—. No se puede llevar una vida correcta en una sociedad que no lo es. Uno vuelve a caer en una u otra trampa. Una ilusión más que tenemos que abandonar —concluyó—. No hay salvación personal posible.

Enrique miró a Dubreuilh con indecisión:

—Entonces ¿qué nos queda?

—No nos queda gran cosa, creo —dijo Dubreuilh.

Hubo un silencio. Enrique no se sentía satisfecho por esa indulgencia generalizada.

—Yo quisiera saber qué habría hecho usted en mi lugar —dijo.

—No se lo puedo decir, puesto que no estaba en su lugar —dijo Dubreuilh, y agregó—. Debería contarme todo detalladamente.

—Voy a contárselo todo —dijo Enrique.