Capítulo VII

Paula pasó el verano en casa de Claudia de Belzunce y Josette fue a tostarse a Cannes en compañía de su madre. Enrique se fue a Italia en un autito de segunda mano. Le gustaba tanto ese país que consiguió olvidar L’Espoir, el S. R. L., todos los problemas. Cuando volvió a París encontró entre su correspondencia un informe que Lambert le había enviado desde Alemania y un fajo de documentos reunidos por Scriassine. Pasó la noche estudiándolos: por la mañana Italia estaba lejos. Se podía dudar de los documentos encontrados en los archivos del Reich y que denunciaban nueve millones ochocientos mil prisioneros; se podía dudar de los informes de los internados polacos liberados en el 41, pero para recusar sistemáticamente todos los testimonios de los hombres y de las mujeres salvados de los campos habla que estar resuelto de una vez por todas a taparse tos ojos y las orejas. Y además de los artículos del código que Enrique conocía había ese informe aparecido en Moscú en 1935 que enumeraba los inmensos trabajos ejecutados por los campos de Oguépéou; estaba el plan quinquenal de 1941 que confiaba al M. V. D. el 14% de las empresas de construcción. Las minas de oro de Kolyma, las minas de carbón de Norilek, de Vorkouta, el hierro de Starobelsk, las pescas de Komi. ¿Cómo se vivía exactamente? ¿Cuál era el número de los galeotes? Sobre ese punto había un margen considerable de incertidumbre; pero lo seguro es que los campos existían en gran escala y de manera institucional. «Hay que decirlo —concluyó Enrique—. Si no, seré cómplice; cómplice y culpable hacia mis lectores de un abuso de confianza». Se arrojó vestido sobre su cama, pensando: «¡La que nos espera!». Iba a enemistarse con los comunistas y entonces la posición de L’Espoir no tendría nada de fácil. Suspiró. Se alegraba por la mañana cuando veía a los obreros que compraban L’Espoir en el quiosco de la esquina: no lo comprarían más. Y sin embargo, ¿cómo callar? Podía alegar que no sabía lo bastante como para hablar: es todo el conjunto del régimen que daba su verdadero sentido a esos campos. ¡Y se estaba tan mal informado! Pero entonces tampoco sabía lo bastante como para guardar silencio. La ignorancia no es una disculpa, lo había advertido desde hacía tiempo. En la duda, puesto que había prometido la verdad a sus lectores, debía decirles lo que sabía; hubiera necesitado razones positivas para decidir ocultárselo: su repugnancia en enemistarse con los comunistas no bastaba, no le concernía sino a él.

Felizmente las circunstancias le dejaron un poco de descanso. Ni Dubreuilh, ni Lambert, ni Scriassine estaban en París, y Samazelle no hizo sino vagas alusiones al caso. Enrique se esforzó en pensar lo menos posible; por otra parte había muchas otras cosas en las cuales debía pensar: cosas fútiles pero urgentes. Los ensayos de su pieza eran tormentosos; Salève era exageradamente eslavo, la frecuencia de sus caprichos no los hacía menos temibles y Josette los soportaba entre lágrimas; Vernon empezaba a temer un escándalo, sugería cortes y cambios inaceptables; había confiado a la casa Amaryllis la ejecución de los trajes y Lucía Belhomme se negaba a comprender que Josette debía salir de una iglesia en llamas y no de una casa de modas. Enrique estaba obligado a pasarse horas en el teatro.

«No puedo dejar de telefonearle a Paula», se dijo una mañana. No le había enviado sino espaciadas y sibilinas tarjetas postales; ella estaba de vuelta en París desde hacía algunos días y no le había dado señales de vida; pero evidentemente acechaba con ansiedad el teléfono; su discreción era sólo una maniobra y sería cruel abusar de ella. Sin embargo, cuando la llamó, ella lo atendió con una voz tan tranquila que se sentía un poco esperanzado al subir la escalera: quizá se había desprendido verdaderamente de él. Ella abrió la puerta sonriendo y él se preguntó estupefacto: «¿Qué le ha ocurrido?». Se había levantado el pelo, descubriendo una nuca grasienta, se había depilado las cejas, llevaba un traje sastre demasiado apretado, parecía casi vulgar. Ella le dijo sin perder su sonrisa:

—¿Por qué me miras así?

Él sonrió con esfuerzo:

—Estás vestida de una manera tan rara…

—¿Te asombro? —sacó de su cartera una larga boquilla y la llevó a su boca—. Espero asombrarte mucho —dijo; lo miraba con ojos brillantes de alegría—. Y antes que nada voy a anunciarte una gran noticia: escribo.

—¿Escribes? —dijo—. ¿Qué es lo que escribes?

—Un día lo sabrás.

Mordisqueaba su boquilla con aire misterioso y él caminó hacia la ventana; Paula le había hecho a menudo escenas de tragedia, pero ese tipo de comedia era indigno de ella; si no hubiera temido complicaciones le habría arrancado esa boquilla, la habría despeinado, sacudido. Se volvió hacia ella:

—¿Fueron agradables esas vacaciones?

—Muy agradables. ¿Y tú? ¿Qué es de tu vida? —preguntó con una especie de indulgencia.

—Oh, yo, paso mis días en el teatro, por el momento no adelantamos. Salève es un buen director pero se irrita en seguida.

—¿La chica estará bien? —dijo Paula.

—Creo que será excelente.

Paula aspiró el humo de su cigarrillo, se ahogó, tosió:

—¿Sigue tu lío con ella?

—Sigue.

Ella lo miró con una especie de solicitud:

—Es curioso.

—¿Por qué? —dijo él; vaciló—. No es un capricho, estoy enamorado de ella —dijo con decisión.

Paula sonrió:

—¿Lo crees de veras?

—Estoy seguro; quiero a Josette —dijo firmemente.

—¿Por qué me lo dices en ese tono? —preguntó con aire sorprendido.

—¿Qué tono?

—Un tono raro.

Él tuvo un gesto de impaciencia:

—Cuéntame más bien tus vacaciones, me has escrito tan poco.

—Estaba muy ocupada.

—¿Es un lindo lugar?

—Me gustó —dijo Paula.

Era cansador hacer preguntas a las que ella sólo contestaba con frases breves cargadas de misteriosos dobles sentidos. Enrique estaba tan excitado que se fue al cabo de diez minutos; ella no trató de retenerlo y no le dijo que volviera.

Lambert volvió de Alemania ocho días antes del ensayo general. Había cambiado; desde la muerte de su padre se había vuelto retobado y concentrado. En seguida se puso a hablar con volubilidad de su encuesta y de las pruebas que había recogido. Miró a Enrique con aire desconfiado:

—¿Estás convencido o no?

—Sobre lo esencial, .sí.

—¡Ya es algo! —dijo Lambert—. Y Dubreuilh, ¿qué dice?

—No he vuelto a verlo. No se mueve de Saint-Martin y no he tenido tiempo de ir.

—Sin embargo, sería urgente pasar a los actos —dijo Lambert. Frunció el ceño—. Espero que tendrá bastante buena fe para reconocer que esta vez los hechos son indiscutibles.

—Seguramente —dijo Enrique.

De nuevo Lambert miró a Enrique con desconfianza:

—¿Personalmente estás decidido a hablar?

—Personalmente, sí.

—¿Y si el viejo se opone?

—Consultaremos al comité.

El rostro de Lambert se oscureció y Enrique agregó:

—Escucha, déjame ocho días. En este momento estoy aturullado, pero iré a hablarle en seguida después del ensayo general; y resolveremos este asunto —agregó con voz amistosa—: Voy al teatro, ¿te divertiría acompañarme?

—He leído tu pieza: no me gusta —dijo Lambert.

—Estás en tu derecho —dijo Enrique alegremente—. Pero podía divertirte ir a un ensayo.

—Tengo que trabajar. Tengo que poner en orden mis notas —dijo Lambert. Hubo un silencio incómodo y luego Lambert pareció decidirse—. Vi a Volange durante el mes de agosto —dijo con tono neutro—; está organizando un gran semanario literario y me propone el puesto de jefe de redacción.

—He oído hablar de ese proyecto —dijo Enrique—, Les Beaux Jours, así se llama, ¿no? Supongo que no se atreve a tomar abiertamente la dirección.

—¿Quieres decir que tiene la intención de usarme? En efecto: desea que nos ocupemos juntos del diario; eso no le quita interés a su ofrecimiento.

—En todo caso no puedes trabajar a la vez en L’Spoir y en un pasquín de derecha —dijo Enrique secamente.

—Se trata de un semanario puramente literario.

—Es lo que, se dice siempre. Pero los tipos que se declaran apolíticos son fatalmente reaccionarios —Enrique se encogió de hombros—. En fin, ¿cómo puedes esperar conciliar nuestras ideas y las de Volange?

—No me siento tan lejos de él; te he dicho a menudo que compartía su desprecio por la política.

—¿No comprendes que en Volange ese desprecio es otra actitud política: la única que le resulta actualmente posible?

Enrique se interrumpió; Lambert había tomado un aire terco. Volange, sin dudar, lo había adulado; y además le ofrecía la posibilidad de embarullar el bien y el mal de manera de justificar a su padre y también de justificar su pesada fortuna. «Tengo que arreglármelas para verlo a menudo y hablarle», se dijo Enrique. Pero por el momento no tenía tiempo.

—Volveremos a hablar de todo esto —dijo dándole un apretón de manos.

Le dolía un poco que Lambert le hubiera hablado tan secamente de su pieza. Sin duda a Lambert le molestaba que revolvieran el pasado a causa de su padre, ¿pero por qué esa especie de hostilidad? «¡Lástima!», se dijo Enrique. Hubiera querido que alguien de afuera asistiera a uno de sus últimos ensayos y le dijera lo que pensaba: ya no sabía en qué estaba. Salève y Josette no paraban de sollozar. Lucía Belhomme se negaba encarnizadamente a desgarrar el vestido de Josette, Vernon se empeñaba en dar una cena después del ensayo general. Por más que Enrique protestara, se agitara, nadie escuchaba una palabra de lo que decía, y él tenía la impresión que corrían al desastre. «Después de todo una pieza que triunfa o que fracasa no es tan grave», trataba de decirse; pero si él personalmente podía aceptar un fracaso, Josette necesitaba un buen éxito. Decidió telefonear a los Dubreuilh, que acababan de volver a París: ¿podían venir mañana al teatro? Daban la pieza entera y estaba ansioso por conocer su opinión.

—Entendido —dijo Ana—. Nos interesará enormemente. Y así Roberto descansará un poco: trabaja como un loco.

Enrique tenía un poco de miedo que Dubreuilh pusiera en seguida sobre el tapete la cuestión de los campos; pero quizá tampoco él tenía prisa por tomar decisiones: no dijo una palabra. Enrique se sintió muy cohibido cuando el ensayo empezó. Ya le molestaba sorprender a un lector leyendo una de sus novelas; estar sentado junto a los Dubreuilh mientras escuchaban su texto tenía algo de obsceno. Ana parecía emocionada y Dubreuilh interesado, ¿pero en qué no se interesaba?

Enrique no se atrevió a preguntar. La última réplica cayó en un silencio glacial. Entonces Dubreuilh se volvió hacia Enrique.

—¡Puede estar contento! —dijo con calor—. La pieza es todavía mejor en escena que leída. Se lo dije en seguida: es lo mejor que ha hecho.

—¡Oh, seguramente! —dijo Ana entusiasmada.

Siguieron deshaciéndose en elogios vehementes: decían justo las palabras que Enrique tenía ganas de oír; le resultaba muy agradable, pero también la asustaba un poco. Durante esas tres semanas había hecho todo la posible para que la pieza tuviera éxito; pero no había querido interrogarse sobre su valor, sobre su triunfo; se había prohibido la esperanza y el miedo; ahora sentía derretirse su prudencia. Lo mejor que había hecho: ¿era bueno? ¿Al público le parecería bueno? Su corazón latía demasiado rápido el día del ensayo general mientras espiaba, oculto detrás de un telón, el gran rumor inarticulado que subía de la sala invisible. Vanidades, espejismos: hacía años que desconfiaba de las imitaciones; pero no había olvidado sus sueños de muchacho; la gloria: había creído en ella; se había prometido apretarla un día contra él, tomarla entre sus dos brazos, como se abraza a su amor; es difícil de tomar, no tiene rostro. «Pero al menos —pensaba— podría ser un ruido». Una vez la había oído; estaba en lo alto de la estrada, había bajado con los brazos cargados de libros, y su nombre repercutía en el bullicio de los aplausos. Quizá iba a conocer de nuevo esa apoteosis infantil. No se puede ser siempre modesto, no se puede ser siempre orgulloso y despreciar todos los signos; si uno pasa la mejor de sus días tratando de comunicarse con los demás, es porque los demás cuentan y uno necesita saber por momentos si ha llegado a contar para él; necesitamos instantes de fiesta donde el presente recoja en sí todo el pasado y triunfe del porvenir… Los pensamientos de Enrique se quebraron de golpe: daban los tres golpes consabidos. El telón se levantó sobre una gruta oscura, donde había gente sentada, silenciosa, la mirada fija; había tan poca relación entre esa presencia impasible y el ruido de feria que había llenado la última media hora, que uno se preguntaba de dónde habían surgido; no parecían completamente reales. La verdad era esa aldea calcinada, el sol, los gritos, las voces alemanas, el miedo. Alguien tosió en la sala y Enrique supo que ellos también eran reales: los Dubreuilh, Paula, Lucía Belhomme, Lambert, los Volange, tantos otros que conocía, tantos otros que no reconocía. ¿Qué hacían exactamente aquí? Recordaba una tarde roja de sol, de vino y de recuerdos sangrientos; había querido arrancarlo a ese mes de agosto, arrancarlo al tiempo; la había prolongado en pensamientos de los cuales había germinado una historia y también ideas que él había transformado en palabras; había deseado que las palabras, las ideas, la historia cobraran vida: ¿esa asamblea muda estaba ahí para darles vida? Estalló el tableteo de las ametralladoras, Josette cruzó la plaza desierta en su vestido demasiado lindo firmado Amaryllis, y vino a caer adelante en el escenario mientras de los entretelones subían gritos y órdenes roncas. En la sala también gritaron; una mujer que llevaba un sombrero de aves de paraíso amarillas dejó su butaca ruidosamente. «¡Basta de estos horrores!». En medio de los silbidos y de los aplausos Josette lanzó sobre Enrique una mirada de acorralada y él le sonrió con calma; ella volvió a hablar. Él sonreía cuando hubiera querido saltar al escenario y soplarle a Josette palabras nuevas, palabras convincentes, emocionantes; le bastaba extender la mano para tocarle el brazo, pero la luz de las candilejas lo excluía de ese mundo donde los momentos del drama seguían desgranándose inexorablemente. Entonces Enrique supo por qué habían sido convocados: para dar su veredicto. No se trataba de una apoteosis: era un proceso. Reconocía esas frases que él había elegido con esperanza en el silencio conciliador de su cuarto: esta noche tenían un gusto de crimen. Culpable, culpable, culpable. Se sentía tan sólo como en el box de la audiencia el hombre que escucha en silencio a su abogado. Se reconocía culpable y todo lo que pedía era la indulgencia del jurado. Alguien gritó: «¡Es vergonzoso!», y él no podía decir una palabra en su defensa. Cuando cayó el telón en medio de los aplausos, cruzados por algunos silbidos notó que sus manos estaban húmedas. Dejó las bambalinas y fue a encerrarse en la oficina de Vernon; al cabo de algunos minutos la puerta se abrió:

—Me dijeron que no querías ver a nadie —dijo Paula—, pero supongo que eso no reza para mí —había una desenvoltura aplicada en su voz; llevaba un vestido negro y también esa noche su sobria elegancia la hacía parecer excéntrica—. ¡Debes de estar encantado! —agregó—. ¡Es un lindo escándalo!

—Sí, es la impresión que tuve —dijo él.

—¿Sabes?, la mujer que protestó es una suiza que pasó toda la guerra en Ginebra. También hubo un altercado en el fondo de la platea. Y Huguette Volange fingió desmayarse.

Enrique sonrió:

—¿Huguette se desmayó?

—Muy elegantemente. Pero al que hay que ver es a él. ¡Pobre Luis! Olfatea el triunfo, está lívido.

—Extraño triunfo —dijo Enrique—. Vas a ver: en el segundo acto todos los que han aplaudido van a ponerse a silbar

—¡Mejor! —dijo Paula con soberbia; agregó—. Los Dubreuilh están encantados.

Por supuesto, todos los amigos se alegraban de ese brillante escándalo: a los intelectuales el escándalo les parece siempre benigno cuando lo provoca otro. Enrique era el único alcanzado por esos odios y esas iras que acababa de desencadenar. Los hombres habían sido quemados vivos en una iglesia, y Josette había traicionado al marido, de quien estaba enamorada; la emoción, el rencor del público daban realidad a esos crímenes de cartón: y él era el criminal. De nuevo apoyado contra un panel en la sombra, miraba a sus jueces y pensaba con estupor: «¡He aquí lo que he hecho! ¡Soy yo!». Un año había pasado, el sol de agosto abrumaba nuevamente la aldea esqueleto, pero sobre las fosas habían crecido cruces, y las regaban con discursos, el aire estaba lleno de fanfarrones tricolores y las viudas de velos negros se erguían con flores entre los brazos. De nuevo los rumores hostiles cruzaron la oscuridad.

«Me burlo de los traficantes de cadáveres y van a acusarme de burlarme de los muertos», pensó. Ahora sus manos estaban secas, pero sentía en la garganta un gusto amargo. «¿Soy tan vulnerable?», se preguntó chocado. Los otros, cuando uno iba entre bambalinas a saludarlos, tomaban siempre un aire despreocupado, desenvuelto: ¿conocían en secreto esos terrores pueriles? ¿Cómo compararse? Sobre todo, los demás se explican con complacencia; no vacilan en comunicarle al mundo un catálogo detallado de sus vicios y las medidas exactas de su sexo; pero sus ambiciones, sus decepciones, ningún escritor ha sido lo bastante jactancioso ni lo bastante humilde para descubrirlas a la luz del día. «Nuestra sinceridad sería tan escandalosa como la de los chicos —se dijo Enrique—; mentimos como ellos, y como ellos cada uno de nosotros teme secretamente ser un monstruo». El telón cayó por segunda vez; y Enrique tomó un aire despreocupado, desenvuelto, para tender la mano a los curiosos. Un verdadero desfile de sacristía: ¿pero se trataba de una boda o de un entierro?

—¡Es un triunfo! —gritó Lucía Belhomme precipitándose hacia él, cuando entró al gran restaurante donde parloteaba una muchedumbre perfumada; puso su mano enguantada sobre el brazo de Enrique; sobre su cabeza se balanceaba un gran pájaro negro desolado—. ¡Confiese que Josette tiene porte cuando llega con ese vestido rojo!

—Mañana a la noche arrastro por el polvo ese vestido y le doy algunos golpes de tijera:

—¡No tiene derecho, está firmado! —dijo Lucía secamente—. Además, todo el mundo lo encontró muy lindo.

—La que les pareció muy linda es Josette —dijo Enrique. Y sonrió a Josette, que le sonrió con un aire doliente, y un relámpago de magnesio los deslumbró. Hizo un gesto pero la mano de Lucía se crispó sobre su brazo:

—Sea bueno: Josette necesita publicidad.

Hubo otro relámpago y luego otro. Paula observaba la escena con un aire de vestal ultrajada. «¡Qué complicidad!», pensó él con fastidio. Él no sabía si había perdido o ganado su pleito; la gloria juiciosa y serena de las distribuciones de premios, sólo se puede conocer teniendo un corazón de niño; pero de pronto tenía ganas de estar contento; algo acababa de ocurrirle, una de esas cosas con las que soñaba confusamente quince años antes, cuando descifraba sobre las columnas Morisse avisos luminosos: habían dado su primera pieza y a la gente le gustaba. Sonrió de lejos a los Dubreuilh y dio algunos pasos hacia ellos; Luis lo detuvo al pasar; tenía un vaso de Martini en la mano, su mirada estaba un poco turbia;

—Y bien, esto es la que se llama un gran éxito parisién.

—¿Cómo está Huguette? —dijo Enrique—. Me dijeron que se sintió mal, ¿es verdad?

—¡Ah, es que pones a prueba duramente los nervios de los espectadores! —dijo Luis—. Advierte que yo no soy de los que se indignan. ¿Por qué negarse a priori a usar procedimientos de melodrama, hasta digamos con tus detractores: de Gran Guiñol? Pero Huguette es una sensitiva, no pudo soportarlo; se fue después del primer acto.

—Lo lamento —dijo Enrique—. No debiste creerte obligado a quedarte.

—Quería felicitarte —dijo Luis con una sonrisa abierta—. Después de todo soy tu más viejo amigo —miró a su alrededor—. Seguramente soy el único aquí que ha conocido al colegial del liceo de Tulle que trabajaba tan duramente. Si alguien ha merecido llegar eres tú.

Enrique reprimió varias respuestas; no, no podía devolverle a Luis perfidia por perfidia; ya era bastante desagradable imaginar lo que pasaba en ese momento por su cabeza envidiosa; había que guardarse de provocar nuevas conmociones. Cortó el tema:

—Gracias por haber venido; y dile a Huguette que le pido disculpas —dijo alejándose con una breve sonrisa.

Sí, esos recuerdos de juventud y de infancia que lo habían rozado aquella noche, Luis era el único en compartirlos con él: de golpe, a Enrique le asquearon. No tenía suerte con su pasado. A menudo le parecía que todos los años transcurridos seguían a su disposición, intactos, como un libro que uno acaba de cerrar, que puede volver a abrir; y se prometía que su vida no terminaría sin que él la hubiera recapitulado; pero por una u otra razón la tentativa siempre abortaba. De todas maneras, para tratar de juntarlos el momento estaba mal elegido; tenía que dar demasiados apretones de mano, y bajo el asalto de las felicitaciones equívocas perdía pie.

—Y bien, ganaste —dijo Dubreuilh—. La mitad de los espectadores están furiosos, la otra mitad encantada, pero todos predicen trescientas representaciones.

—Josette estuvo bien, ¿no es cierto? —dijo Enrique.

—Muy bien; y es preciosa —dijo Ana un poco apresuradamente; agregó con rencor—: ¡Pero la madre, qué arpía! La oí hace un rato hacer bromas con Vernon… No tiene ningún pudor.

—¿Qué decía?

—Se lo contaré más tarde —dijo Ana; miró a su alrededor—: Tiene amigos espantosos.

—No son sus amigos ni los de nadie —dijo Dubreuilh—, es el Tout-Paris: no hay nada más lamentable —hizo una sonrisa de excusa—. Yo me voy.

—Yo me quedó un poco para ver a Paula —dijo Ana.

Dubreuilh le dio la mano a Enrique:

—¿Pasará por casa mañana o pasado?

—Sí; tenemos que tomar resoluciones —dijo Enrique—. Es urgente.

—Telefonee —dijo Dubreuilh.

Se dirigió rápidamente hacia la puerta, estaba contento de irse, no lo ocultaba; y era visible que Ana sólo se quedaba por cortesía, se sentía incómoda: ¿qué había dicho exactamente Lucía? «Por eso, Lachaume y Vicente no vinieron a la cena», pensó Enrique. Me desaprueban: por mezclarme con esta gente. Miró de reojo a Paula, que se había petrificado como una estatua del reproche, y mientras seguía saludando a los invitados elegantes que le presentaba Vernon se preguntó: «¿Soy yo el que estoy en falta o las cosas han cambiado?». Había habido un tiempo en que conocía a sus amigos y a sus enemigos, uno quería con riesgo de su vida, odiaba hasta la muerte. Ahora en todas las amistades se deslizaban reservas y rencores, el odio se había evaporado; ya nadie estaba dispuesto a dar su vida ni a matar.

—Es una pieza muy interesante —dijo Lenoir con voz forzada—. Una pieza compleja —vaciló—. Lo único que lamento es que usted haya esperado un poco para hacerla dar.

—¿Esperar qué? ¿El referéndum? —dijo Julián.

—Exactamente. No es el momento de subrayar las debilidades que pueden tener los partidos de izquierda.

—¡Entonces al diablo! Por suerte Perron se decidió al fin a sacudirse los bastos: el conformismo no le queda bien, ni siquiera teñido de rojo —Julián rio—. Te vas a hacer despedazar de tal manera por los comunistas que se te van a pasar las ganas de cantar en sus coros.

—No creo que Perron sea accesible al resentimiento —dijo Lenoir con un fervor inquieto—. Dios sabe que personalmente he soportado muchos porrazos de parte del P. C.; pero no me dejaré desalentar. Pueden insultarme, calumniarme: no lograrán hacerme naufragar en el anticomunismo.

—En otras palabras: me dan un puntapié en el traste y tiendo el otro muslo —dijo Julián lanzando una carcajada.

Lenoir se puso rojo.

—La anarquía es también un conformismo —dijo—. Uno de estos días escribirás en Le Figaro.

Se alejó con dignidad y Julián apoyó su mano sobre el hombro de Enrique.

—¿Sabes?, no está mal tu pieza; pero sería mucho más divertida si hubieras hecho una comedia bufa —con un gesto vago señaló a la asistencia—: Una revista de fin de año sobre toda esta hermosa gente, valdría la pena.

—Escríbela —dijo Enrique excitado.

Le sonrió a Josette, que exhibía sus hombros dorados en medio de un círculo de admiradores; se adelantaba hacia ella cuando encontró la mirada desesperada de María Ángel que Luis había aprisionado contra la mesa; le hablaba, los ojos en sus ojos, mientras tomaba un vaso de Martini. Los hombres le reconocían por lo general a Luis seducción intelectual, pero nunca había sabido gustar a las mujeres. Había una impaciencia avara en la sonrisa que le ofrecía a María Ángel, se sentía que estaba dispuesta a recuperarla en cuanto hubiera operado; parecía decirse: «Quiero conseguirla, cédeme rápido porque no tengo tiempo que perder». A pocos pasos de ellos Lambert rumiaba con aire sombrío. Enrique se detuvo a su lado.

—¡Qué feria! —dijo sonriendo. Buscaba una complicidad que no encontró.

—Sí, una extraña feria —dijo Lambert—. La mitad de la gente que está aquí sólo desearía asesinar a la otra mitad. Naturalmente, puesto que has decidido quedar bien con Dios y con el Diablo.

—¿A eso le llamas quedar bien? He molestado a todo el mundo.

—Todo el mundo es demasiado —dijo Lambert—. Se anula. Este tipo de escándalo es sólo publicidad.

—Sé que esta pieza no te gusta: no es una razón para estar de mal humor —dijo Enrique en tono conciliador.

—¡Ah, pero es que esto es grave! —dijo Lambert.

—¿Qué hay? Aun suponiendo que la pieza sea mala, no es tan grave.

—Lo que es grave es que hayas descendido hasta esta clase de éxito —dijo Lambert en tono contenido—. El tema que elegiste, los procedimientos que empleas, es halagar los más bajos instintos del público. Tenemos derecho a esperar otra cosa de ti.

—¡Me hacen reír! —dijo Enrique—. Están todos allí esperando cosas de mí: que entre al P. C., que lo combata, que sea menos serio, que lo sea más, que renuncie a la política, que me consagre a ella en cuerpo y alma. Y se sienten decepcionados, menean la cabeza con aire desaprobador.

—¿Quisieras que nos prohibiéramos juzgarte?

—Quisiera que me juzgaran por lo que hago y no por lo que no hago —dijo Enrique—. Es extraño, cuando uno debuta encuentra benevolencia, los lectores nos agradecen lo positivo que traemos; más tarde uno sólo tiene deudas y ningún crédito.

—No te inquietes, la crítica será seguramente excelente —dijo Lambert en tono poco amistoso.

Enrique se encogió de hombros y se acercó a Luis, que discurría Con voz violenta ante María Ángel y Ana; parecía completamente borracho; no soportaba el alcohol; era el precio de su sobriedad.

—Mírenla —dijo señalando a María Ángel—, se acuesta con todo el mundo, se pinta la cara, muestra sus piernas, se rellena los pechos, y se frota contra los hombres para excitarlos, y de pronto se pone a hacerse la virgen…

—Tengo derecho a acostarme con quien me da la gana —dijo María Ángel con voz quejumbrosa.

—¿El derecho? ¿Qué derecho? ¿Quién le ha dado derechos? —gritó Luis—. ¡No piensa en nada, no siente nada, palpita apenas y reclama derechos! ¡Ésa es la democracia! ¡Es bonito!…

—Y el derecho de hastiar a la humanidad, ¿usted de dónde lo saca? —le dijo Ana—. ¡Mírenlo a ese tipo, que se cree Nietzsche, porque le grita a una mujer!

—¡Una mujer! ¡Habría que prosternarse ante ella! —dijo Luis—. ¡Vaya una diosa! ¡Todas se creen diosas, pero no impide que orinen y hagan el resto como todo el mundo!

—Has bebido, estás grosero, sería mejor que te fueras a acostar —dijo Enrique.

—Naturalmente, ¡las defiendes! Las mujeres forman parte de tu humanismo —dijo Luis con voz pastosa—. Te acuestas con ellas como cualquier, otro, las tiras sobre la espalda y te subes encima, pero las respetas. Tiene gracia. Las señoras aceptan abrir sus muslos, pero quieren ser respetadas. Es eso, ¿no? Respéteme y abro las piernas.

—¿Y ser un patán forma parte de tu misticismo? —dijo Enrique—. Si no te callas en seguida, te saco a…

—Te tomas ventajas porque he bebido —dijo Luis alejándose con aire sombrío.

—¿Es así a menudo? —dijo María Ángel.

—Todo el tiempo; pero es raro que se saque el antifaz —dijo Ana—. Esta noche está loco de celos.

—¿Quiere una copa para reponerse? —dijo Enrique.

—Con placer. No me atrevía a beber.

Enrique le tendió una copa a María Ángel cuando vio a Josette de pie frente a Paula, que le hablaba con volubilidad: sus ojos pedían auxilio; fue a plantarse entre las dos mujeres.

—Parecen muy serias. ¿De que están hablando?

—Es una conversación de mujer a mujer —dijo Paula con un aire un poco crispado.

—Me dice que no me aborrece: nunca he pensado que me aborrecía —gimió Josette.

—Vamos, Paula, no seas patética —dijo Enrique.

—No soy patética, quería explicarme claramente —dijo Paula con altura—. Odio los equívocos.

—No hay ningún equívoco.

—Mejor —dijo ella y se fue hacia la puerta con aire indolente.

—Me da miedo —dijo Josette—. Te miraba para que vinieras a, liberarme. Pero estabas demasiado ocupado en cortejar a esa negrita…

—¿Yo cortejaba a María Ángel? ¿Yo? Pero mi querida, mírala y mírate.

—Los hombres tienen gustos tan raros —la voz de Josette temblaba—. Esa vieja gorda que me explica que le perteneces para siempre, y tú que te quedas bromeando con una chica que tiene las piernas chuecas.

—¡Josette, mi faunito!, sabes muy bien que no quiero a nadie más que a ti.

—¿Qué sé yo? —dijo ella—. Una nunca sabe. Después de mí habrá otra, quizá esté aquí —dijo mirando a su alrededor

—Me parece que el que podría quejarse soy yo —dijo él alegremente—. Te han festejado toda la noche.

Ella se estremeció:

—¿Crees que me gusta?

—No te pongas triste; has trabajado muy bien, te lo juro.

—Para ser bonita no he sido demasiado mala actriz. A veces quisiera ser fea —dijo con desamparo.

Él sonrió:

—Que el cielo no te oiga.

—No tengas miedo, no oye nada.

—Te aseguro que los has asombrado —dijo señalando a la asistencia.

—¡Eso no! No se asombran de nada. Son demasiado malos.

—Vamos, volvamos, tienes que descansar —dijo él.

—¿Ya quieres irte?

—¿Tú no?

—Ah, yo sí, estoy cansada. Espérame cinco minutos.

Enrique la siguió con la mirada mientras ella se despedía y pensó: «Es verdad, nada los asombra; no se puede ni conmoverlos, ni indignarlos; lo que ocurre en esas cabezas no tiene más peso que las palabras que pronuncian». Mientras estaban perdidos en las brumas del porvenir o en la penumbra de la sala podían permitir ilusiones: en cuanto se les miraba de frente se veía que no había nada que esperar ni que temer de ellos.

Sí, eso era lo más decepcionante: no que el veredicto fuera incierto sino que fuera dado por esa gente. Finalmente, nada de lo que había ocurrido aquélla noche tenía ninguna importancia; sus sueños de muchacho no habían tenido ningún sentido. Enrique trató de decir: «No es éste el verdadero público», de acuerdo; de tanto en tanto habría en la sala algunos hombres, algunas mujeres, a los que valdría la pena dirigirse; pero estarían aislados. La muchedumbre fraternal que detiene en su corazón nuestra verdad, él no la afrontaría jamás: no existía; en todo caso, no en esta sociedad.

—No estés triste —dijo sentándose junto a Josette en el autito.

Sin contestar, ella apoyó la cabeza contra el respaldo del asiento y cerró los ojos con aire extenuado. ¿Era verdad que el público la había acogido con reticencias? En todo caso ella lo creía. ¡Y él hubiera deseado tanto que se sintiera triunfante por lo menos una noche! Andaban en silencio por la callejuela y pasaron a una mujer que caminaba a grandes zancadas. Enrique reconoció a Ana y disminuyó la marcha:

—¿Va a su casa? La llevo.

—Gracias. Tengo ganas de caminar —dijo ella.

Le hizo una señal amistosa y él apoyó el pie en el acelerador. Había visto lágrimas en sus ojos. «¿Por qué? Por nada, sin duda, y por todo», pensó. Él también estaba cansado de esa noche, de los otros, de sí mismo. «¡No es esto lo que yo quería!», se dijo con un brusco desasosiego, sin saber si pensaba en las lágrimas de Ana, o en el rostro triste de Lambert, en la decepción de Josette, en los amigos, en los enemigos, en los ausentes, en aquella noche, en esos dos años, o en toda su vida.

«¡El festín!», se dijo Enrique. Cuando uno da una novela como pasto a los críticos, muerden en ella uno tras otro; de una pieza uno recibe de golpe en la cara ese fango donde se aglutinan las flores y las escupidas. Vernon estaba encantado: hasta los artículos injuriosos servirían para el éxito de la pieza. Pero Enrique miraba los recortes de los diarios extendidos sobre su escritorio con una repugnancia que se parecía a la vergüenza. Recordaba una frase de Josette y pensaba: «La celebridad también es una humillación». Exhibirse es siempre entregarse, rebajarse. Cualquiera tenía derecho a darle a uno un puntapié o a gratificarlo con una sonrisa. Él había aprendido a defenderse, tenía sus astucias; evocaba con precisión los rostros de sus detractores: ambiciosos, amargados, fracasados, imbéciles; los que lo congratulaban no valían ni más ni menos que los demás, sólo que su simpatía podía pasar por discernimiento y de esa manera recobraban bastante precio como para que uno concediera fe a sus alabanzas «¡Qué difícil es la buena fe!», se dijo Enrique. La verdad es que ni las injurias ni los elogios probaban nada; lo que tenían de hiriente es que encerraban a Enrique en sí mismo inexorablemente. Si su pieza hubiera sido un fracaso decidido habría podido mirarla como un simple accidente y consolarse con promesas; pero se reconocía en ella y descifraba sus límites. «Lo mejor que ha hecho»: esas palabras de Dubreuilh todavía la atormentaban. No le resultaba agradable cuando oía decir que su primer libro seguía siendo el mejor de todos; pero pensar que esa pieza de cualidades inciertas superaba el resto de su obra, tampoco era confortante. Él le había explicado día a Nadine que evitaba compararse, pero hay momentos en que uno está obligado a hacerlo, en que los otros nos obligan. Entonces uno empieza a hacerse preguntas ociosas: «¿Quién soy exactamente? ¿Qué valgo?». Es angustioso, es inútil: aunque acaso sea cobarde no hacérselas nunca. Con alivio, Enrique oyó gemir el piso del corredor.

—¿Se puede? —dijo Samazelle; Lucas, Lambert y Scriassine lo seguían.

—Los esperaba.

Salvo Lucas, que arrastraba con aire dormido sus grandes pies gotosos, todos tenían un aspecto de venir a pedir cuentas; se sentaron alrededor de su escritorio.

—Confieso que no comprendo bien el sentido de esta reunión —agrego Enrique—. Dentro de un rato voy a ver a Dubreuilh…

—Justamente. Es necesario tomar una decisión antes que usted lo vea —dijo Samazelle—. Cuando le hablé se mostró de lo más reticente. Estoy convencido: de que va a pedir nuevos plazos. Pero Peltov y Scriassine reclaman una acción pronta, y yo estoy totalmente de acuerdo. Quisiera que quedara establecido que en caso de oposición de parte de Dubreuilh el diario se separa del S. R. L. y asegura, sin él, la divulgación de los documentos.

—Que Dubreuilh diga sí o no, llevaremos la cuestión ante el conjunto del comité, cuya opinión acataremos —dijo Enrique secamente.

—El comité seguirá a Dubreuilh.

—Yo también lo seguiré. Además, no veo por qué perdemos tiempo discutiendo antes de conocer su respuesta.

—Porque su respuesta es demasiado previsible —dijo Samazelle—. Tomará como pretexto el referéndum y las elecciones para eludirla.

—Trataré de convencerlo; pero no voy a desolidarizarme del S. R. L. —dijo Enrique.

—¿El S. R. L. todavía existe? Hace tres meses que duerme —dijo Samazelle.

—Desde hace tres meses el S. R. L. no ha hecho nada para frenar la ofensiva comunista —dijo Scriassine—. Desde hace tres meses Dubreuilh no ha sido atacado por la prensa comunista. Hay para eso un buen motivo que ilumina la situación con una luz nueva —hizo una pausa teatral—. Dubreuilh está afiliado al P. C. desde fin de junio.

—¡Vamos! —dijo Enrique.

—Tengo pruebas —dijo Scriassine.

—¿Qué pruebas?

—Han visto su tarjeta y su ficha —Scriassine hizo una sonrisa satisfecha—. Desde el 44 hay en el partido un montón de muchachos que en verdad no son más estalinistas que tú y que yo; buscaron solamente un medio de acomodarse; conozco a más de uno de esa clase y en la intimidad les gusta conversar. Desconfío de Dubreuilh desde hace mucho tiempo; hice preguntas y me contestaron.

—Tus espías se equivocaron o mintieron —dijo Enrique—. Si Dubreuilh hubiera querido afiliarse al P. C., habría empezado por salir del S. R. L. explicando por qué.

—Siempre cuidó de que el S. R. L. no se convirtiera en un partido —dijo Samazelle—. En principio, un comunista puede pertenecer a un movimiento. Inversamente: un miembro del movimiento puede creerse con derecho a afiliarse al P. C.

—Pero, en fin, nos habría prevenido —dijo Enrique—. El P. C. no es clandestino.

—No los conoces —dijo Scriassine—. Al P. C. le interesa que algunos de sus miembros se hagan pasar por independientes. La prueba es que si yo no te abro los ojos caes en la trampa.

—No te creo —dijo Enrique.

—Puedo ponerte en comunicación con uno de mis informantes —dijo Scriassine; tendió la mano hacia el teléfono.

—Se lo preguntaré a Dubreuilh y sólo a él —dijo Enrique.

—¿Y te imaginas que contestará honradamente? O eres ingenuo o tienes tus propias razones para eludir la verdad —dijo Scriassine.

—Estimo que este nuevo hecho cambia nuestras relaciones con el S. R. L. —dijo Samazelle.

—No es un hecho —dijo Enrique.

—¿Por qué se prestaría Dubreuilh a semejante maniobra? —dijo Lucas.

—Porque el P. C. se lo pide y es ambicioso —dijo Scriassine.

—Quizá crea senilmente que la dicha de la humanidad está en las manos de Stalin —dijo Samazelle.

—Es un viejo zorro que estima que los comunistas han ganado y que es preferible ponerse del lado de ellos —dijo Scriassine—. En un sentido tiene razón; tienes que tener la vocación del martirio para conservar una actitud crítica sin hacer nada para impedirles que lleguen al poder: cuando hayan llegado verás lo que te cuesta esa inconsecuencia.

—Esas consideraciones personales no me impresionan —dijo Enrique.

—Y los campos de trabajo ¿te impresionan o no? —dijo Lambert.

—¿Acaso me he negado a denunciarlos? He dicho que lo haré de acuerdo con Dubreuilh eso es todo; y es mi última palabra. Esta discusión es perfectamente ociosa. De aquí a dos o tres días el comité habrá sido consultado y te comunicaremos su respuesta —dijo Enrique volviéndose hacia Scriassine.

—Quizá la dirección de L’Espoir te dé otra distinta —dijo Samazelle poniéndose de pie.

—Ya lo veremos.

Se dirigieron hacia la puerta, pero Lambert permaneció de pie ante el escritorio de Enrique.

—Debiste aceptar ver al informante de Scriassine —dijo—. Dubreuilh es amigo tuyo, pero también es el principal responsable de tu partido; so pretexto de confiar en él, traicionas la confianza que otros han depositado en ti.

—¡Esa historia no tiene pies ni cabeza! —dijo Enrique.

En verdad no estaba tan seguro. Si Dubreuilh hubiera decidido finalmente afiliarse al P. C. no habría consultado a Enrique. Seguía su camino sin consultar a nadie, sin preocuparse de nadie; en eso Enrique no se hacía ilusiones. Puesto entre la espada y la pared, quizá vacilara en mentir; pero todavía no le habían hecho ninguna pregunta y su conciencia se las arreglaba sin duda con una reserva mental.

—Vas a dejarte engatusar por sus sofismas —dijo Lambert con tristeza—. Por mi parte, estimo que no revelar la verdad total y en seguida, en un caso semejante, es un crimen. Te lo advertí en junio: si no publicas esos textos vendo mis acciones, ustedes dispondrán de ellas como quieran. Cuando entré al diario fue con la esperanza de que no tardarían en dejar de colaborar con el P. C. Si continúas no me queda más que irme.

—Nunca he colaborado con el P. C.

—Yo a eso le llamo una colaboración. Si se tratara de España, de Grecia, de Palestina, de lndochina, te habrías negado desde el primer día a guardar silencio. En fin. ¡Te das cuenta!, arrancan a un hombre de su familia, de su vida, sin el menor juicio previo, y lo arrojan a un infierno, lo hacen trabajar hasta el límite de sus fuerzas, alimentándolo apenas, y si se enferma lo hacen reventar de hambre. ¿Admites eso? Todos los tipos, los obreros, los responsables, todos saben que eso puede pasarles de un momento a otro, viven con ese terror sobre su cabeza. ¿Admites eso? —repitió Lambert.

—¡Pero no! —dijo Enrique.

—Entonces apresúrate a protestar. ¡Bajo la ocupación no eras tan tierno con la gente que no protestaba!

—Protestaré, estamos de acuerdo —dijo Enrique con impaciencia.

—Dijiste que seguirías a Dubreuilh —dijo Lambert—. Y Dubreuilh se opondrá a esa campaña.

—Te equivocas —dijo Enrique—. No se opondrá.

—Supongamos que no me equivoque…

—Ah, primero tengo que hablarle, después veremos —dijo Enrique.

—¡Sí, veremos! —dijo Lambert dirigiéndose hacia la puerta.

Enrique oyó el ruido de su paso decrecer en el corredor: le parecía que era su propia juventud que venía de apelar a él; si los hubiera visto con sus ojos de veinte años a esos millones de esclavos encerrados detrás de los alambres electrizados, ni por un instante hubiera encarado la posibilidad de callar. Y Lambert había visto claro en él: vacilaba. ¿Por qué? Le repugnaba hacer de enemigo a los ojos de los comunistas; y más profundamente le hubiera gustado disimularse que en la U. R. S. S. también había, algo podrido; pero todo eso era cobardía. Se levantó y bajó la escalera: «Un comunista tendría derecho a elegir el silencio —pensó—; sus parcialidades están declaradas, y aun cuando miente, en un sentido, no engaña a nadie. Pero yo, que hago profesión de independencia, si empleo mi crédito para sofocar la verdad, en un sentido, soy un impostor. No soy comunista justamente porque quiero ser libre de decir lo que los comunistas no quieren y no pueden decir: es un papel a menudo ingrato pero cuya utilidad ellos mismos reconocen en el fondo. Seguramente Lachaume, por ejemplo, me agradecerá haber hablado: él y todos los que deseen la abolición de los campos sin que les sea permitido protestar abiertamente contra ellos. ¿Y quién sabe?, quizá oficiosamente intentarán algo; quizá las presiones provenientes de los mismos partidos comunistas conducirán a la U. R. S. S. a modificar su régimen penitenciario: no es la misma cosa oprimir a los hombres en secreto que a la faz del mundo. Callarme sería destructivo; sería a la vez negarse a mirar las cosas de frente y negar que pueden ser cambiadas; sería condenar irremediablemente a la U. R. S. S. bajo el pretexto de no juzgarla. Si verdaderamente no hay ninguna posibilidad de que sea lo que debería ser, entonces no queda ninguna esperanza en la tierra; lo que se hace, lo que se dice ya no tiene ninguna importancia». «Sí —se repetía Enrique, subiendo la escalera de Dubreuilh—; o hablar tiene un sentido o nada tiene sentido. Hay que hablar. Y a menos que Dubreuilh esté efectivamente afiliado al partido tiene que compartir necesariamente esta opinión». Enrique hizo sonar la campanilla. «Si Dubreuilh está afiliado, ¿me lo dirá?».

—¿Y qué tal? —dijo Dubreuilh—. ¿Cómo marcha la pieza? En general la crítica es muy buena, ¿no?

Enrique tuvo la impresión que esa voz cordial sonaba falsa: quizá porque en sí mismo algo sonaba falso.

—Es buena —dijo; se encogió de hombros—. Le diré que estoy hasta la coronilla de esa pieza. Todo cuanto deseo es poder pensar en otra cosa.

—¡Sé lo que es eso! —dijo Dubreuilh—. El éxito tiene algo de repugnante —sonrió—. Uno nunca está contento: los fracasos tampoco son agradables.

Se sentaron en su escritorio y Dubreuilh continuó:

—Y bien, justamente tenemos otra cosa de que hablar.

—Sí; y estoy impaciente por saber lo que usted piensa —dijo Enrique—. Yo estoy convencido, ahora, que a grandes rasgos Peltov dijo la verdad.

—A grandes rasgos, sí —dijo Dubreuilh—. Esos campos existen. No son campos de muerte como los de los nazis, pero de todos modos son cárceles; y la policía tiene derecho a enviar hombres a esas prisiones, por cinco años, sin juicio alguno. Esto admitido, quisiera saber cuántos detenidos hay, cuántos son presos políticos, cuántos como porcentaje están condenados a cadena perpetua: las cifras de Peltov son perfectamente arbitrarias.

Enrique aprobó con la cabeza.

—A mi parecer no debemos publicar su informe —dijo—. Vamos a establecer juntos los hechos que nos parecen ciertos y a sacar nuestras propias conclusiones. Hablaremos en nuestro nombre, precisando bien nuestro punto de vista.

Dubreuilh miró a Enrique.

—Mi opinión es no publicar absolutamente nada. Y voy a explicarle por qué…

Enrique sintió un golpecito en el corazón. «Entonces los otros vieron claro», se dijo. Interrumpió a Dubreuilh:

—¿Quiere ahogar ese asunto?

—Se imagina que no quedará sofocado; la prensa de derecha se va a dar un banquete. Dejémosle ese placer: no nos corresponde a nosotros abrir un proceso contra la U. R. S. S. —a su vez detuvo a Enrique con un gesto—. Por más que tomáramos todas las precauciones imaginables, lo que la gente vería fatalmente en nuestros artículos sería una acusación al régimen soviético. No quiero eso a ningún precio.

Enrique guardó silencio. Dubreuilh había hablado en tono cortante; había tomado su posición, no cedería, de nada serviría discutirle. Había tomado sus decisiones solo, y las impondría al comité: a Enrique no le quedaría más que someterse dócilmente.

—Tengo que hacerle una pregunta —dijo.

—Hágala.

—Hay gente que afirma que usted acaba de afiliarse al partido comunista.

—¿Se dice eso? —dijo Dubreuilh—. ¿Quién?

—Es un rumor que corre.

Dubreuilh se encogió de hombros:

—¿Y usted lo ha tomado en serio?

Hace dos meses que conversamos —dijo Enrique—, y no creo que fuera a mandarme una comunicación.

—¡Por supuesto, hubiera enviado comunicaciones! —dijo Dubreuilh con vehemencia—. Es absurdo: ¿cómo podía afiliarme sin habérselo comunicado al S. R. L. y sin haber explicado públicamente mis razones?

—Hubiera podido diferir esa explicación algunas semanas —dijo Enrique. Agregó rápidamente—: Debo decir que me habría asombrado, pero de todos modos quise hacerle la pregunta.

—¡Todos esos rumores! —dijo Dubreuilh—. La gente dice cualquier cosa.

Parecía sincero; pero también lo habría parecido si hubiera mentido. A decir verdad, Enrique veía mal por qué lo hubiera hecho; y sin embargo, Scriassine parecía absolutamente seguro de lo que adelantaba. «Debí ver a ese informante», se dijo Enrique. La confianza no se imita: se tiene o no se tiene. Su negativa había sido un gesto falsamente noble, puesto que ya no tenía confianza en Dubreuilh. Agregó con voz neutra:

—En el diario todo el mundo está de acuerdo en hablar. Lambert decidió irse de L’Espoir si no hablamos.

—No sería una gran pérdida —dijo Dubreuilh.

—La situación se volvería muy delicada, puesto que Samazelle y Trarieux están dispuestos a romper con el S. R. L.

Dubreuilh reflexionó un momento.

—Y bueno, si Lambert se va, yo compro su parte —dijo.

—¿Usted?

—El periodismo no me divierte. Pero es la mejor manera de defendernos. Sin duda usted convencerá a Lambert de que me venda sus acciones. Para el dinero me las arreglaré.

Enrique se quedó desconcertado; no le gustaba esa idea, no le gustaba nada. Bruscamente tuvo una iluminación. «¡Está todo preparado!» Dubreuilh había pasado el verano con Lambert y sabía que éste se preparaba a renunciar. Todo se volvía perfectamente coherente. Los comunistas le habían encargado a Dubreuilh que frenara una campaña molesta para ellos, y que les anexara L’Espoir, inmiscuyéndose en la dirección del diario; no podía lograrlo sino ocultando cuidadosamente su afiliación al partido.

—Hay algo que no camina —dijo Enrique secamente—. Es que yo también quiero hablar.

—¡Es un error! —dijo Dubreuilh—. Dese cuenta. Si el referéndum y las elecciones no son un triunfo para la izquierda corremos el riesgo de una dictadura degaullista: no es el momento de servir a la propaganda anticomunista.

Enrique miró a Dubreuilh; se trataba menos de saber lo que valían sus argumentos que si eran de buena o mala fe.

—Y después de las elecciones —preguntó—, ¿estará de acuerdo en hablar?

—En ese momento, de todas maneras habrá corrido la voz —dijo Dubreuilh.

—Sí; Peltov habrá ido a llevar sus informes al Figaro —dijo Enrique—. Lo que equivale a decir que la suerte de las elecciones no está en juego sino únicamente nuestra propia actitud. Y desde ese punto de vista no veo qué ventaja tenemos en dejar a la derecha tomar la delantera. De todas maneras estaremos obligados a definir nuestra posición: ¿qué cara pondremos? Trataremos de atemperar los ataques anticomunistas sin dar francamente razón a la U. R. S. S. y pareceremos falsos como fichas…

Dubreuilh interrumpió a Enrique:

—Sé muy bien lo que diremos. Mi convicción es que esos campos no son una exigencia del régimen, como sostiene Peltov; están ligados a cierta política que se puede deplorar sin poner en tela de juicio el régimen en sí mismo. Disociaremos las dos cosas; condenaremos el trabajo correctivo pero defenderemos a la U. R. S. S.

—Admitámoslo —dijo Enrique—. Salta a la vista que nuestras palabras tendrán mucho más peso si somos los primeros en denunciar los campos. Entonces nadie podrá pensar que recitamos una lección aprendida. Nos concederán crédito y les jabonaremos el piso a los anticomunistas: son ellos los que harán el papel de parciales cuando se echen sobre nosotros.

—Eso no cambiará nada, les creerán lo mismo —dijo Dubreuilh—. Y sacarán argumentos de nuestra intervención: hasta los simpatizantes se indignaron al punto de darse vuelta contra la U. R. S. S., ¡eso es lo que dirán! Eso sembrará el desconcierto en mucha gente que de otra manera nos hubiera respondido.

Enrique sacudió la cabeza:

—Ese asunto debe tomarlo en sus manos la izquierda. Los comunistas están acostumbrados a las calumnias de la derecha, los deja fríos. Pero si toda la izquierda, a través de toda Europa, se subleva contra los campos, eso puede impresionarlos. La situación cambia cuando un secreto se convierte en un escándalo: la U. R. S. S. quizá termine por revisar su sistema penitenciario…

—¡Eso es un sueño! —dijo Dubreuilh con voz desdeñosa.

—Escuche —dijo Enrique encolerizado—, usted siempre admitió que podíamos ejercer ciertas presiones sobre los comunistas: es ése el sentido de nuestro movimiento. Éste es el caso, o nunca, de intentarlo. Aun si sólo tenemos una débil posibilidad de lograrlo, hay que intentarlo.

Dubreuilh se encogió de hombros.

—Si desatáramos esa campaña perderíamos toda posibilidad de trabajar con los comunistas: nos clasificarían como anticomunistas y no se equivocarían. Mire —agregó Dubreuilh—. El papel que tratamos de asumir es el de una minoría de oposición, exterior al partido, pero aliada a él. Si apelamos a la mayoría para combatir a los comunistas sobre cualquier punto que sea, ya no se trata de una oposición: entramos en guerra contra ellos, cambiamos de bando. Tendrán derecho a llamarnos traidores.

Enrique miró a Dubreuilh. No hablaría de otra manera si fuera un comunista disfrazado. Su resistencia confirmaba a Enrique en su idea: si los comunistas deseaban que la izquierda permaneciera neutral, eso probaba que le temían, que su intervención podía ser eficaz.

—En realidad —dijo—, para conservar la posibilidad de influir un día sobre los comunistas, rechaza la que hoy se presenta. La oposición sólo nos es permitida en la medida en que no tiene ninguna eficiencia. ¡Y bien, yo no acepto eso! —agregó con voz decidida—. La idea de que los comunistas se nos van a echar encima no me resulta más agradable que a usted, pero lo he pensado bien: no podemos elegir. —Detuvo a Dubreuilh con un gesto: no le devolvería la palabra hasta haberlo dicho todo—. Ser no comunista significa algo o no significa nada. Si no significa nada hagámonos comunistas o vámonos a plantar repollos. Si tiene un sentido implica algunos deberes: entre otros saber en caso de necesidad enemistarnos con los comunistas. Cuidarlos a todo precio, sin unirse francamente a ellos, es elegir el confort moral más fácil, es cobardía.

Dubreuilh golpeaba sobre su secante con aire impaciente.

—Ésas son consideraciones morales que no me conmueven —dijo—. Yo me intereso en la consecuencia de mis actos y no en el aspecto que me dan.

—No se trata de aspecto…

—Sí —dijo Dubreuilh con brusquedad—, el fondo del asunto es que le disgusta parecer intimidado por los comunistas…

—Enrique se puso rígido:

—Me disgustaría efectivamente que nos dejáramos intimidar por ellos: estaría en contradicción con todo la que hemos hecho desde hace dos años.

Dubreuilh continuaba golpeteando su secante con aire hermético y Enrique agregó con voz seca:

—Usted pone la discusión en un plano muy raro. Quisiera preguntarle por qué tiene tanto miedo de disgustar a los comunistas.

—Me importa un bledo gustarles o disgustarles —dijo Dubreuilh—. No quiero desatar una campaña antisoviética; sobre todo en este momento: eso me parecería criminal.

—Y a mí me parecería criminal no hacer contra los campos todo lo que esté en mi poder —dijo Enrique. Miró a Dubreuilh—. Comprendería mucho mejor su actitud si estuviera afiliado al partido; de un comunista yo admitiría hasta que negara los campos, que los defendiera.

—Le he dicho que no estoy afiliado —dijo Dubreuilh con voz irritada—. ¿No le basta?

Se puso de pie y dio algunos pasos a través de la habitación; «No —pensó Enrique—: Decididamente no me basta. Nada impide de que Dubreuilh me mienta cínicamente: ya lo ha hecho. Y las consideraciones morales no le impresionan. Pero esta vez no me dejaré manejar», se dijo con rencor.

Dubreuilh seguía yendo y viniendo por la habitación. ¿Había sentido la desconfianza de Enrique o era solamente su posición lo que lo irritaba? Parecía que le costaba contenerse.

—Y bien, no hay más que reunir al comité —dijo—. Su decisión será acatada.

—Usted sabe muy bien que lo seguirán —dijo Enrique.

—Si sus razones son buenas, se dejarán convencer —dijo Dubreuilh.

—¡Vamos! Charlier y Méricaud siempre votan con usted y Lenoir está de rodillas ante los comunistas. Su opinión no me interesa —dijo Enrique.

—Entonces, ¿qué? ¿Obrará contra la decisión del comité? —preguntó Dubreuilh.

—En caso de necesidad, sí.

—¿Es un chantaje? —dijo Dubreuilh con voz blanca—. O le dejamos las manos libres o L’Espoir rompe con el S. R. L., ¿no es eso?

—No es chantaje. Estoy decidido a hablar y hablaré, eso es todo.

—¿Se da cuenta de lo que significa esa ruptura? —dijo Dubreuilh. Su rostro estaba tan blanco como su voz—. Es el fin del S. R. L. y L’Espoir se pasa al bando del anticomunismo.

—El S. R. L. a la hora actual es un cero a la izquierda —dijo Enrique—. Y L’Espoir nunca será anticomunista, cuente conmigo.

Se miraron un momento en silencio

—Voy a reunir el comité inmediatamente —dijo por fin Dubreuilh—. Y si está de acuerdo conmigo lo desaprobaremos públicamente.

—Estará de acuerdo —dijo Enrique. Se dirigió hacia la puerta—. Desapruébenme, les contestaré.

—Vuelva a pensarlo —dijo Dubreuilh—. Eso que va a hacer se llama una traición.

—Está pensado —dijo Enrique.

Atravesó el vestíbulo y cerró tras de sí esa puerta que nunca más cruzaría.

Scriassine y Samazelle lo esperaban ansiosamente en el diario. No ocultaron su satisfacción. Se desencantaron un poco cuando Enrique les declaró que había decidido redactar él mismo con toda libertad los artículos sobre los campos: no admitía discusión. Scriassine trató de discutir, pero Samazelle lo convenció rápidamente de que aceptara. Enrique se puso en seguida a trabajar. Describió a grandes rasgos, apoyándose en textos, el régimen penitenciario de la U. R. S. S.; y subrayó el carácter escandaloso; pero tuvo sumo cuidado en decir que por una parte los errores de la U. R. S. S. no excusaban en manera alguna los del capitalismo, que por otra parte la existencia de los campos condenaba cierta política, pero no el régimen entero; en un país, presa de las peores dificultades económicas, representaban sin duda una solución fácil; había derecho a contar con su desaparición; era necesario que todas las personas para quienes la U. R. S. S. encarnaba una esperanza y los mismos comunistas pusieran todo su empeño en obtener su abolición. El solo hecho de haber divulgado su existencia ya cambiaba la situación; es por eso que Enrique había tomado la palabra: callar hubiera sido destructivo y cobarde.

El artículo apareció a la mañana siguiente; Lambert se declaró muy descontento; y Enrique tuvo la impresión de que en la sala de redacción se discutía mucho. Por la tarde un mensajero trajo la carta de Dubreuilh; el comité del S. R. L. había excluido a Perron y a Samazelle, el movimiento ya no conservaba ningún lazo con L’Espoir, deploraba que explotaran en provecho de una propaganda anticomunista hechos que no podían ser juzgados sino en el seno de una apreciación global del régimen estalinista; cualquiera fuera su alcance exacto, el P. C. era hoy la única esperanza del proletariado francés y tratar de desacreditarlo era elegir servir a la reacción. Enrique redactó en seguida una respuesta; acusaba al S. R. L. de ceder al terror del comunismo y de traicionar su programa inicial.

«¿Cómo hemos llegado a esto?», se preguntó Enrique al día siguiente con una especie de estupor cuando hubo comprado L’Espoir: No conseguía desprender su mirada de esa primera página. Él había opinado una cosa, Dubreuilh otra; habían alzado la voz, hecho algunos gestos impacientes entre cuatro paredes: y de pronto exponían en negro sobre blanco, ante los ojos de todos, dos columnas gemelas de insultos.

—El teléfono no para de sonar —le dijo su secretaria cuando llegó a las cinco al diario—. Un señor Lenoir dijo que pasaría a las seis.

—Hágalo pasar.

—Y va a ver qué correspondencia: todavía no he terminado de clasificarla.

«¡Y bien, este asunto apasiona a la gente!», se dijo Enrique sentándose a su escritorio. El primer artículo había aparecido la víspera y ya un montón de lectores lo felicitaban, lo insultaban, se asombraban. Había unas líneas de Volange: «Viejo querido, te envío un apretón de manos». Julián también lo felicitaba con un estilo elevado muy sorprendente. Lo fastidioso era que todo el mundo parecía creer que L’Espoir se iba a convertir en una especie de reproducción del Figaro: habría que poner las cosas en su lugar. Enrique alzó la cabeza. La puerta de su despacho acababa de abrirse y Paula estaba ante él; llevaba un viejo abrigo de piel y tenía su cara de los malos días.

—¿Eres tú? ¿Qué pasa? —dijo Enrique.

—Eso es lo que he venido a preguntarte —dijo Paula; arrojó sobre la mesa el número de L’Espoir— ¿Qué pasa?

—Y bueno, está explicado en el diario —dijo Enrique—. Dubreuilh no quería que yo publicara esos artículos sobre los campos soviéticos, lo hice igualmente y rompimos —agregó con impaciencia—. Te lo hubiera contado mañana a la hora de almorzar. ¿Por qué viniste hoy?

—¿Te molesta?

—Siempre me alegra verte. Pero espero a Lenoir de un momento a otro y tengo mucho trabajo. Mañana te daré detalles: no es tan urgente.

—Sí, es urgente. Necesito comprender —dijo ella—. ¿Por qué esa ruptura?

—Acabo de decírtelo —sonrió con aplicación—. Deberías estar contenta, la deseabas desde hace tanto tiempo.

Paula lo miró con aire preocupado:

—¿Pero por qué ahora? Uno no rompe con un amigo de veinticinco años porque no está de acuerdo sobre una desgraciada historia de política.

—Sin embargo, es lo que ocurrió. En realidad, esta desgraciada historia es muy importante.

El rostro de Paula se cerró:

—No me dices la verdad.

—Te aseguro que sí.

—Hace tiempo que no me dices nada —dijo ella—. Creo que he adivinado por qué. Por eso vine a hablarte: debes devolverme tu confianza:

—Tienes toda mi confianza. Pero hablaremos mañana. Ahora no tengo tiempo.

Paula no se movió.

—Te he disgustado explicándome con Josette la otra noche; discúlpame —dijo.

—Soy yo quien pide disculpas: estaba de mal humor.

—¡Sobre todo no te disculpes! —alzó hacia él un rostro tembloroso de humildad—: La noche de ese ensayo general y los días que siguieron comprendí muchas cosas. No hay una medida común entre tú y la demás gente, entre tú y yo. Quererte tal como yo te había soñado y no tal como eres era preferirme a ti; era presunción. Pero se acabó. Ahora sólo tú existes: yo no soy nada. Acepto no ser nada y acepto todo de ti.

—Escucha, no te exaltes —dijo él molesto—. Te digo que hablaremos mañana.

—¿No me crees sincera? —dijo Paula—. Es culpa mía; tuve demasiado orgullo. Es que el camino del renunciamiento no es fácil. Pero ahora te lo juro: no reclamo más nada para mí. Sólo tú existes y tú puedes exigirlo todo de mí.

«¡Dios mío —pensó Enrique—; con tal que se vaya antes de que llegue Lenoir!». Dijo en voz alta:

—Te creo; pero todo lo que te pido por el momento es que tengas paciencia hasta mañana y que me dejes trabajar.

—¡Te burlas de mí! —dijo Paula con voz violenta; Su rostro se dulcificó—. Te repito que soy totalmente tuya. ¿Qué puedo hacer para convencerte? ¿Quieres que me corte una oreja?

—¿Y qué quieres que haga con ella? —dijo Enrique tratando de tomarlo en broma.

—Sería una prueba —los ojos de Paula se llenaron de lágrimas—. Me resulta intolerable que dudes de mi amor.

La puerta se entreabrió.

—Está el señor Lenoir. ¿Lo hago pasar?

—Que espere cinco minutos —Enrique le sonrió a Paula—. No dudo de tu amor. Pero ¿ves?, tengo gente citada. Debes irte.

—¡No vas a preferir a Lenoir a mí! —dijo Paula—. ¿Qué es él para ti? Y yo te quiero —ahora lloraba con gruesas lágrimas—. Si he hecho una vida mundana, si he tratado de escribir era por amor a ti.

—Ya lo sé.

—Quizá te hayan contado que me había vuelto vanidosa, que ya no me importaba más que mi trabajo: la persona que te ha dicho eso es muy culpable. Mañana arrojaré al fuego todos mis manuscritos, bajo tus ojos.

—Sería estúpido.

—Lo haré —dijo. Agregó en seguida con fuego—. Lo haré en seguida, al llegar a casa.

—Pero no, por favor, no conduce a nada.

El rostro de Paula volvió a descomponerse:

—¿Quieres decir que nada puede convencerte de mi amor?

—Pero estoy convencido —dijo él—. Estoy profundamente convencido.

—¡Ah, te aburro! —dijo ella llorando—. ¡Cómo hacer! Sin embargo, es necesario que estos malentendidos se disipen.

—No hay ningún malentendido.

—¿Ves?, sigo —dijo con desesperación—, sigo aburriéndote y no querrás verme más.

«No —pensó él fervientemente—, no quiero». Dijo en voz alta:

—Por supuesto que sí.

—Terminarás por aborrecerme y tendrás razón. ¡Pensar que te hago una escena yo a ti!

—No me haces una escena.

—Ves muy bien que sí —dijo ella estallando en sollozos.

—Cálmate, Paula —dijo él con su voz más suave. Tenía ganas de pegarle; se puso a acariciarle la cabeza—: Cálmate.

Siguió acariciándola durante algunos minutos y ella se decidió por fin a alzar la cabeza.

—Bueno, me voy —dijo. Lo miró con angustia—. ¿Vienes a almorzar mañana, lo prometes?

—Te lo juro.

«No verla nunca más es la única solución —se dijo cuando hubo cerrado la puerta tras ella—. ¿Pero cómo hacerle aceptar dinero si no la veo más? Una mujer escrupulosa no acepta la ayuda de un hombre sino a condición de infligirle su presencia. Me las arreglaré. Pero no quiero verla más», decidió.

—Discúlpeme por haberlo hecho esperar —le dijo a Lenoir.

Lenoir hizo un breve ademán con la mano:

—No tiene importancia. —Tosió, estaba rojo; seguramente había preparado cada palabra de su diatriba, pero la presencia de Enrique disgregaba sus frases—. Sospechará el objeto de mi visita.

—Sí; se solidariza con Dubreuilh y mi actitud lo escandaliza; he dado mis razones: lamento no haberlo convencido.

—Usted dice que no quiso ocultar la verdad a sus lectores. ¿Pero de qué verdad se trata? —dijo Lenoir; había recobrado una de las palabras llaves de su discurso; todo lo demás se encadenaría fácilmente; verdad ambigua, verdad parcial, Enrique conocía el sonsonete; se despertó cuando Lenoir abandonó todas esas generalidades—. La coacción policial no tiene en la U. R. S. S. más fuerza que la presión económica en un país capitalista; que desempeñe este papel de una manera más sistemática no veo que encierre sino ventajas; un régimen donde el obrero no tiene la amenaza del despido ni la responsabilidad de la quiebra está obligado a inventar nuevas fórmulas de sanciones.

—No obligatoriamente éstas —dijo Enrique—; y no va a comparar la condición de un desocupado con la de los trabajadores de los campos.

—Al menos su vida cotidiana está asegurada; estoy convencido que su suerte es menos atroz de lo que pretende la propaganda interesada; además, uno olvida que la mentalidad de un hombre soviético no es la nuestra: considera natural, por ejemplo, ir desplazándose según las necesidades de la producción.

—Cualquiera sea su mentalidad, ningún hombre considera natural ser explotado, subalimentado, privado de todos sus derechos, encerrado, embrutecido de trabajo, condenado a morir de frío, de escorbuto, o de agotamiento —dijo Enrique. Pensó: «¡Es linda la política! Lenoir no hubiera soportado literalmente ver sufrir a una mosca y aceptaba alegremente los horrores de los campos».

—Nadie quiere el mal por el mal —dijo Lenoir—; en la U. R. S. S. menos que en ningún otro régimen; si toman esas medidas es porque son necesarias —Lenoir enrojeció aún más—. Cómo se atreve a condenar las instituciones de un país cuyas necesidades y dificultades ignora? Es una intolerable liviandad.

—He hablado de esas necesidades, de esas dificultades —dijo Enrique—. Y usted sabe muy bien que no he condenado en bloque al régimen soviético. Pero aceptarlo en bloque, ciegamente, es cobardía. Usted justifica cualquier cosa invocando esa idea de necesidad; pero es un arma de dos filos; cuando Peltov dice que los campos son necesarios, es para probar que el socialismo es una utopía.

—Pueden ser necesarios hoy sin serlo definitivamente —dijo Lenoir—. Usted olvida que la situación de la U. R. S. S. es una situación de guerra; las potencias capitalistas sólo esperan el momento de echárseles encima.

—Aun así, nada prueba que lo sean —dijo Enrique—. Nadie quiere el mal por el mal y, sin embargo, suele ocurrir hacerlo inútilmente. Usted no negará que en la U. R. S. S., como en todas partes, no se han cometido faltas: hambres, revueltas, asesinatos que hubieran podido ser evitados. Usted sabe que hasta Dubreuilh es de esta opinión —agregó.

Lenoir sacudió la cabeza.

—Necesidad o falta, en todo caso usted ha cometido una mala acción —dijo—. Atacar a la U. R. S. S. no cambia en nada lo que ocurre en la U. R. S. S. y sirve a las potencias capitalistas. Usted ha elegido trabajar para los Estados Unidos y para la guerra.

—¡Pero no! —dijo Enrique—. Uno puede criticar al comunismo sin hacerle daño, es más fuerte que todo eso.

—Usted acaba de probar una vez más que no se puede ser extra comunista sin convertirse objetivamente en anticomunista —dijo Lenoir—. No hay medias tintas; el S. R. L. estaba condenado desde el principio a aliarse a la reacción o a perecer.

—Si eso es lo que piensa sólo le queda afiliarse al P. C.

—Sí, es lo que debo hacer, es lo que voy a hacer —dijo Lenoir—. Quería que la situación fuera neta: en adelante debe considerarme como a un adversario.

—Lo lamento —dijo Enrique.

Por un instante se miraron con molestia y Lenoir dijo:

—Entonces, adiós.

—Adiós —dijo Enrique.

Sí, era una de las respuestas posibles: negar los hechos, las cifras, la razón y hasta su propio sentido por un acto de fe ciega: todo lo que hace Stalin está bien hecho. «Lenoir no es comunista: es por eso que exagera la nota», se dijo Enrique. Lo que le hubiera interesado habría sido hablar con Lachaume o con cualquier otro comunista inteligente y no demasiado sectario.

—¿Has visto a Lachaume estos días? —le preguntó a Vicente.

—Sí.

A Vicente le había impresionado la cuestión de los campos; al principio pensaba que no había que hablar y luego había adoptado el punto de vista de Enrique.

—¿Qué piensa de mis artículos? —preguntó Enrique.

—Está más bien furioso contra ti —dijo Vicente—. Dice que haces anticomunismo.

—¡Ah! —dijo Enrique. ¿Y los campos no le molestan? ¿Qué piensa de los campos?

Vicente sonrió:

—Que no existen; que es una excelente institución; que desaparecerán solos.

—¡Ya veo! —dijo Enrique.

Decididamente, a la gente no le gusta interrogarse. Todos se las arreglaban para salvaguardar sus sistemas. Los diarios comunistas hasta llegaron a entonar las loas de una institución que bautizaron: campos de corrección y reformatorios; y los antiestalinistas no veían en ese asunto sino un pretexto para recalentar indignaciones bien asentadas.

—¡Más telegramas de felicitación! —dijo Samazelle tirando los telegramas sobre el escritorio de Enrique—. Se puede decir que has agitado la opinión —agregó con aire regocijado—. Scriassine espera en el vestíbulo; esta con Peltov y otros dos tipos.

—Su proyecto no me interesa —dijo Enrique.

—Sin embargo, debes recibirlos —dijo Samazelle. Señaló unos papeles que había puesto delante de Enrique—: Y yo desearía de veras que echaras una mirada sobre estos artículos notables que Volange acaba de enviarnos.

—Volange nunca escribirá en L’Espoir —dijo Enrique.

—¡Lástima! —dijo Samazelle.

La puerta se abrió, Scriassine entró, sonriendo con aire seductor: —¿Tienes cinco minutos? Nuestros amigos se impacientaban. Traje a Peltov y a Bennet, un periodista americano que ha pasado quince años como corresponsal en Moscú, y a Moltberg, que todavía militaba como comunista en Viena en la época en que yo acababa de dejar el partido; ¿puedo hacerlos entrar?

—Que entren.

Entraron y sus ojos, estaban cargados de reproches, sea porque Enrique los habla hecho esperar, sea porque el mundo no les hacía justicia; con un gesto, Enrique los invitó a sentarse y dijo dirigiéndose a Scriassine:

—Temo que esta reunión sea completamente inútil; lo he precisado en las reuniones que hemos tenido y en mis artículos: no me he vuelto anticomunista. Tu proyecto debes llevarlo a la Unión degaullista y no a mí.

—No me hables de De Gaulle —dijo Scriassine—. Cuando tuvo el poder, su primer acto fue volar a Moscú; es una cosa que no debe olvidarse.

—Sin duda usted no habrá tenido tiempo de mirar atentamente nuestro programa —dijo Moltberg con reproche—. Somos hombres de izquierda; el movimiento degaullista está sostenido por el gran capitalismo y no se trata de aliarnos a él. Queremos juntar contra el totalitarismo ruso las fuerzas vivas de la democracia. —Con un ademán cortés apartó las objeciones de Enrique—. Usted dice que no se ha vuelto anticomunista: ha revelado ciertos abusos y no quiere ir más lejos; pero en verdad no puede detenerse a mitad de camino: contra un país totalitario nuestro compromiso también debe ser total.

Scriassine tomó vivamente la palabra:

—No me digas que estás tan lejos de nosotros. El S. R. L. había sido creado para impedir que Europa cayera en manos de Stalin. Y también nosotros deseamos una Europa autónoma. Pero hemos comprendido que no puede llevarse a cabo sin ayuda de los Estados Unidos.

—¡Casi nada! —dijo En irgue. Se encogió de hombros—. Una Europa colonizada por los Estados Unidos es justamente lo que el S. R. L. quería evitar; hasta era el primero de nuestros objetivos, puesto que nunca hemos pensado que Stalin pensara anexar a Europa.

—No comprendo ese prejuicio contra los Estados Unidos —dijo Bennet con voz sombría—. Hay que ser comunista para no ver en ellos sino el bastión del capitalismo: es también un gran país obrero; y es el país del progreso, de la prosperidad, del porvenir.

—Es el país que en todas partes, siempre toma sistemáticamente el partido de los privilegiados: en China, en Grecia, en Turquía, en Corea, ¿qué defienden? No es al pueblo, no es al capitalismo, es a la gran propiedad. Cuando pienso que mantienen a Franco y a Salazar.

Enrique se había enterado aquella misma mañana que sus viejos amigos portugueses habían acabado por fomentar una revuelta: se habla terminado con nueve arrestos.

—Usted habla de la política del State Department —dijo Bennet—. Olvida que existe también el pueblo americano; se puede confiar en los sindicatos de izquierda y en toda esa parte de la nación que está sinceramente enamorada de la libertad y de la democracia.

—Nunca los sindicatos se han desolidarizado de la política gubernamental —dijo Enrique.

—Hay que mirar las cosas de frente —dijo Scriassine—. Europa no puede defenderse contra la U. R. S. S. sino con el apoyo de los Estados Unidos; si le prohíbes a la izquierda europea aceptarlo, vas a establecer una confusión desoladora entre los intereses de la derecha y los de la democracia.

—Si la izquierda hace una política de derecha ya no es una izquierda —dijo Enrique.

—En resumen —dijo Bennet en tono amenazador—, ¿entre la U. R. S. S. y los Estados Unidos?, ¿elige a la U. R. S. S.?

—Sí —dijo Enrique—, nunca lo he ocultado.

—¿Cómo puede poner en la balanza los abusos del capitalismo americano y el horror de una opresión policial? —dijo Bennet.

Su voz se hinchó, empezaba a profetizar y Moltberg hacía coro con él mientras Scriassine y Peltov hablaban en ruso con volubilidad. Esos hombres no se parecían en nada; pero todos tenían la misma mirada perdida en un sueño reivindicativo y atroz del que se negaban a despertar, todos se mostraban ciegos y sordos al mundo, poseídos por un pasado de horror. Aguda, grave, solemne o canalla, la voz de todos vaticinaba. Quizá de todos los testimonios que traían contra la U. R. S. S. ése era el más impresionante: ese aire desconfiado, colérico, acorralado para siempre con que la experiencia estaliniana había marcado sus rostros. No había que tratar de detenerlos cuando empezaban a arrojarse sus recuerdos a la cara; eran demasiado inteligentes para esperar arrancar una decisión a golpes de anécdotas: se trataba más bien de una crisis verbal, útil para su higiene íntima. Bennet calló de pronto, como agotado.

—No veo lo que hacemos aquí —dijo bruscamente.

—Le previne que íbamos a perder nuestro tiempo —dijo Enrique.

Se pusieron de pie; Moltberg miró largamente a Enrique en los ojos.

—Quizá nos encontraremos antes de lo que usted piensa —dijo con voz casi tierna.

Cuando hubieron abandonado el despacho Samazelle exclamó: —Es difícil discutir con estos exaltados. Lo que tiene más gracia es que se aborrecen entre ellos: cada uno considera como un traidor al que siguió siendo estalinista un poco más tiempo que él. Y el hecho es que todos son sospechosos. Bennet estuvo quince años en Moscú como corresponsal: si estaba tan indignado contra el régimen como hoy lo pretende, ¡qué cobardía!; son hombres marcados— concluyó con aire satisfecho.

—En todo caso tienen la honestidad de no querer comprometerse con el degaullismo —dijo Enrique.

—Les falta sentido político —dijo Samazelle.

Samazelle había fracasado en la izquierda: nada le parecía más natural que irse a la derecha, puesto que sólo le interesaba el número de sus oyentes y no el sentido de sus discursos. Había propuesto a Enrique artículos de Volange, hablaba con sobria simpatía del programa de la Unión degaullista. Enrique fingía no comprender sus insinuaciones; pero era una astucia muy vana; Samazelle no vaciló mucho tiempo en atacar francamente.

—Habría un buen partido que jugar para quien quisiera sinceramente constituir una izquierda independiente —dijo con aire abierto—. Scriassine tiene razón en pensar que Europa no podría existir sin el apoyo de los Estados Unidos. Todas las fuerzas que se oponen a la sovietización de Occidente deberíamos coligarlas en provecho de un auténtico socialismo: aceptar la ayuda americana mientras nos venga del pueblo americano, aceptar una alianza con la Unión degaullista mientras ella pueda ser orientada hacia una política de izquierda, he aquí el programa que yo propondría.

Fijaba en Enrique una mirada severa e imperiosa.

—No cuente conmigo para ejecutarlo —dijo Enrique—. Seguiré combatiendo con todas mis fuerzas la política americana. Y usted sabe perfectamente que el degaullismo es la reacción.

—Temo que usted no capte muy bien la situación —dijo Samazelle—. Por más que usted se rodee de precauciones estamos clasificados como anticomunistas; eso nos suprime la mitad de nuestros lectores. La única salida del diario es conquistarse otros. Y para eso no debemos detenernos a mitad de camino: hay que enderezar en la dirección que acabamos de tomar.

—¡Es decir, ser efectivamente un pasquín anticomunista! —dijo Enrique—. Ni soñarlo. Si debemos quebrar, quebraremos, pero conservaremos la línea hasta el final.

Samazelle no contestó nada; Trarieux opinaba evidentemente como él, pero sabía que Lambert y Lucas sostendrían siempre a Enrique: no podía nada contra esa coalición.

—¿Ha visto L’Enclume? —preguntó con aire regocijado dos días después. Arrojó el semanario sobre el escritorio de Enrique—. Léalo.

—¿Qué hay de especial en L’Enclume? —dijo Enrique con displicencia.

—Un artículo de Lachaume sobre usted —dijo Samazelle—. Léalo —repitió.

—Lo leeré más tarde —dijo Enrique.

En cuanto Samazelle hubo salido del despacho abrió el diario. «¡Abajo los antifaces!», era el título del artículo. A medida que leía Enrique sentía que su garganta se contraía de ira. Lachaume explicaba a golpes de citas truncas y de resúmenes tendenciosos que toda la obra de Enrique traicionaba una sensibilidad fascista y sobrentendía una ideología reaccionaria. Su pieza, notablemente, era un insulto a la resistencia. Había en él un fundamental desprecio por los demás hombres: los artículos odiosos que acababa de publicar en L’Espoir lo probaban a las claras. Hubiera sido más honesto declarándose francamente anticomunista que afirmando su simpatía por la U. R. S. S. en momentos en que desencadenaba esa campaña de calumnias: esa astucia burda probaba lo poco que estimaba a sus semejantes. Las palabras traidor y vendido no estaban escritas en negro sobre blanco, pero se las leía entre líneas. Y era Lachaume el que había escrito eso: Lachaume. Enrique lo veía encerando con aire alegre los pisos de Paula, en la época en que vivía escondido en el estudio; lo veía en la estación de Lyon envuelto en un sobretodo demasiado largo y todo confuso por su emoción en el momento de la despedida. Las piñas de Navidad crepitaban; sentado a una mesa en el Bar Rojo decía: «Hay que trabajar codo con codo»; un poco después, con aire confuso: «Nunca te hemos atacado». Trató de pensar: «No es culpa suya. El culpable es el partido que lo eligió a propósito para esta tarea». Y luego una ira roja le subió a los ojos. Era él quien había inventado cada frase: nadie se limita a obedecer, uno recrea. Tenía aún menos excusas que sus cómplices porque sabía que mentía. Sabe que no soy un fascista y que nunca lo seré.

Se levantó. No se trataba de contestar ese artículo: no tenía nada que decir que Lachaume ya no lo supiera. Cuando ya las palabras no tienen sentido lo único que queda por hacer es golpear. Subió a su auto. A esa hora Lachaume debía estar en el Bar Rojo. Enrique se dirigió al Bar Rojo. Encontró a Vicente que bebía con los muchachos. Lachaume no estaba.

—¿Lachaume no está?

—No.

—Entonces ha de estar en L’Enclume —dijo Enrique.

—No sé —dijo Vicente. Se levantó y siguió a Enrique hacia la puerta—. ¿Tienes el coche? Voy al diario.

—Yo no voy —dijo Enrique—. Voy a L’Enclume.

Vicente salió detrás de él.

—Déjalo caer —dijo.

—¿Leíste el artículo de Lachaume? —preguntó a Vicente.

—Lo leí. Me lo mostró antes de publicarlo y me peleé con él. Es una buena cochinada. ¿Pero qué ganarás con hacer un escándalo?

—No tengo a menudo ganas de pegar —dijo Enrique—. Pero esta vez es una necesidad. Mejor si hay un escándalo.

—Te equivocas —dijo Vicente—. Aprovecharán para seguir con esto: e irán cada vez más lejos.

—¿Más lejos? Pero me han tratado de fascista —dijo Enrique—, no pueden ir más allá. Y de todas maneras no me importa. —Abrió la puerta del auto. Vicente lo tomó del brazo.

—¿Sabes?, cuando han decidido arruinar a un tipo no retroceden ante nada —dijo Vicente—. Hay un punto débil en tu vida; te buscarán por ese lado.

Enrique miró a Vicente:

—¿Un punto débil? ¿Quieres hablar de Josette y de esos cuentos que corren sobre ella?

—Sí. No lo sospechas, pero todo el mundo está al corriente.

—No se atreverían a tanto —dijo Enrique.

—¿Crees que van a andar con miramientos? —vaciló—. Me enfurecí tanto con Lachaume cuando me mostró su artículo, que cortó diez líneas. Pero la próxima vez lo dirá todo.

Enrique guardó silencio. ¡Pobre Josette, tan vulnerable! Le corría un escalofrío por la espalda al imaginarla leyendo esas diez líneas que Lachaume había cortado. Agarró el volante.

—Sube; vamos al diario; ganaste —apretó el embrague y agregó—: Muchas gracias.

—No hubiera creído eso de Lachaume —dijo Vicente.

—De Lachaume ni de nadie —dijo Enrique—. Atacar a alguien en su vida privada y de esa manera es una porquería.

—Es una porquería —dijo Vicente. Vaciló—. Pero hay una cosa que deberías comprender: ya no tienes vida privada.

—¡Cómo! —dijo Enrique—. Por supuesto que tengo una vida privada y me pertenece a mí solo.

—Eres un hombre público; todo lo que haces cae en el terreno público: ¡ahí tienes la prueba! Tendrías que ser inatacable en toda la línea.

—No hay defensa posible contra la calumnia —dijo Enrique.

Durante un momento anduvieron en silencio—. ¡Cuando pienso que fueron a elegir a Lachaume para hacer esa tarea! Justamente a Lachaume; es un refinamiento. Cómo deben aborrecerme —dijo Enrique.

—No supondrás que te quieren —dijo Vicente.

Llegaban ante el diario y Enrique bajó del coche. «Tengo algo que hacer. Estaré de vuelta dentro de cinco minutos», dijo. Se fue a pie. «¡No supondrás que te quieren!». No, no lo suponía; pero no había medido su hostilidad; los slogans trasnochados habían flotado en su corazón y en sus labios: adversario leal, combatirse en la estima; eran palabras viejas de dos años atrás, de varios siglos, cuyo sentido ya nadie comprendía. Sabía que los comunistas lo atacarían oficialmente; pero se decía que en secreto muchos seguirían estimándolo, y hasta que los haría reflexionar. «¡En verdad, me aborrecen!», se dijo. Caminaba siempre derecho, al azar; París era hermoso y melancólico como Brujas —la-muerta, bajo los oros brumosos del otoño, y el odio iba pegado a sus talones. Era una experiencia nueva, bastante atroz. «El amor nunca se dirige completamente a uno— pensó Enrique; —la amistad es precaria como la vida: pero el odio no erra a su hombre y es certero como la muerte». En adelante, fuera donde fuere, hiciera lo que hiciere, esa certidumbre lo acompañaría siempre: «¡Soy odiado!» Scriassine esperaba a Enrique en su despacho. «Leyó L’Enclume», piensa que a la ocasión la pintan calva», se dijo Enrique. Preguntó:

—¿Tienes que hablarme? —agregó con fingida solicitud—. ¿Te pasa algo? Tienes mala cara.

—Tengo una jaqueca atroz: poco sueño y demasiada vodka, nada grave —dijo, Scriassine. Se irguió sobre la silla y reafirmó su rostro—. ¿Venía a preguntarte si has cambiado de opinión desde el otro día?

—No —dijo Enrique—. No cambiaré.

—¿No te hace reflexionar la manera como nos tratan los comunistas?

Enrique se echó a reír:

—Oh, reflexiono. Reflexiono mucho. No hago más que eso.

Scriassine suspiró profundamente:

—Esperaba que terminarías por ver con lucidez.

—¡Vamos! No te desesperes. ¿No me necesitas? —dijo Enrique.

—No se puede contar con nadie —dijo Scriassine—. La izquierda ha perdido su calor. La derecha no ha aprendido nada. —Agregó con voz lúgubre—. Hay momentos en que tengo ganas de retirarme al campo.

—Retírate.

—No me siento con derecho —dijo Scriassine. Se pasó la mano sobre la frente con aire extenuado—. ¡Que dolor de cabeza!

—¿Quieres una aspirina?

—No, no; dentro de un rato debo juntarme con unos amigos, unos antiguos compañeros; nunca es muy agradable; entonces prefiero no estar demasiado lúcido.

Hubo un silencio.

—¿Vas a contestarle a Lachaume? —preguntó Scriassine.

—Por supuesto que no.

—Es una lástima. Cuando quieres, sabes defenderte. La respuesta a Dubreuilh se la mandaste bien.

—Sí. ¿Pero qué era exactamente? —dijo Enrique. Interrogó a Scriassine con la mirada—. Me pregunto si tu informante es serio.

—¿Que informante? —dijo Scriassine pasando una mano dolorosa sobre su rostro.

—El que pretende haber visto la tarjeta de Dubreuilh y su ficha.

—¡Oh! —dijo Scriassine con una sonrisita—. Nunca existió.

—¡No es posible! ¡Inventaste eso!

—A mis ojos Dubreuilh es un comunista, afiliado o no; pero yo no tenía ningún medio para hacerte compartir mi convicción, entonces hice un poco de trampa.

—¿Y si yo hubiera aceptado ver al tipo?

—La psicología más elemental garantizaba que te negarías.

Enrique, consternado, miró a Scriassine; ¡ni siquiera conseguía guardarle rencor con una mentira aceptada con tanta naturalidad! Scriassine tuvo una sonrisita confusa:

—¿Estás enojado?

—Me sorprende que se puedan hacer cosas semejantes —dijo Enrique.

—En realidad te he hecho un favor —dijo Scriassine.

—Me permitirás que no te lo agradezca —dijo Enrique.

Scriassine sonrió sin contestar; se puso de pie:

—Tengo que ir a mi entrevista.

Enrique permaneció un largo rato inmóvil, la mirada fija. Si Scriassine no hubiera inventado esa impostura, ¿qué habría ocurrido? Quizá las cosas hubieran tomado el mismo cariz, quizá no. En todo caso detestaba pensar que había jugado con cartas marcadas: le daban unas ganas devoradoras de recobrar su juego. «¿Por qué no tratar de explicarme con Nadine?», se dijo bruscamente. Vicente solía verla; decidió preguntarle la fecha del próximo encuentro.

Cuando el jueves siguiente entró al café donde Nadine esperaba, Enrique se sintió vagamente conmovido; sin embargo, nunca le había dado mucha importancia al juicio de Nadine. Se plantó ante su mesa.

—Salud.

Ella alzó los ojos.

—Salud —dijo con indiferencia. Ni siquiera parecía asombrada.

—Vicente se demorará un poco: vine a advertirte. ¿Puedo sentarme?

Ella inclinó la cabeza sin contestar.

—Me alegra poder hablarte —dijo Enrique con una sonrisa—. Teníamos nuestras relaciones personales, nosotros dos; entonces quisiera saber si estar mal con tu padre me enemista contigo también.

—Oh, como relaciones personales nos veíamos cuando nos encontrábamos —dijo Nadine fríamente—. No vienes más a Vigilance, no nos vemos más: no hay problema.

—Te pido perdón, para mí hay uno —dijo Enrique—. Si no estamos enojados nada nos impide tomar una copa juntos de tanto en tanto.

—Nada nos obliga tampoco —dijo Nadine.

—¿Por lo que veo estamos enojados? —dijo Enrique. Ella no contestó y él agregó—: Sin embargo, ves a Vicente que está del mismo lado que yo, —Vicente no ha escrito la carta que tú has escrito— dijo Nadine, Enrique dijo con vivacidad:

—¡Reconoce que la de tu padre tampoco era amable! —No es una razón y la tuya era francamente lamentable.

—Lo admito —dijo Enrique—, es que estaba enojado —miró a Nadine en los ojos—. Me habían jurado, apoyándose en pruebas, que tu padre estaba afiliado al partido comunista. Me enfurecía que me lo hubiera ocultado: ponte en mi lugar.

—¡Con no creer esas tonterías! —dijo Nadine.

Cuando tenía ese aire cerrado no había que esperar convencerla; además, Enrique no hubiera podido justificarse sin acusar a Dubreuilh: dejó pasar.

—¿Me guardas rencor únicamente a causa de esa carta? —preguntó—. ¿O tus camaradas comunistas te convencieron de que soy un traidor social?

—No tengo camaradas comunistas —dijo Nadine. Clavó una mirada helada sobre el rostro de Enrique—. Traidor social o no, ya no eres el qué eras.

—Es idiota lo que estás diciendo —dijo Enrique con irritación—. Soy exactamente el mismo.

—No.

—¿En qué he cambiado? ¿.Desde cuándo? ¿Qué me reprochas? Explícate.

—Para empezar frecuentas gente horrible —dijo Nadine. Bruscamente su voz subió—. Creí que tú al menos querías que se recordara; dices cosas muy bien en tu pieza: que no hay que olvidar, y todo. Y en verdad eres exactamente igual a los demás.

—¡Ah, Vicente ha andado con chismes! —dijo Enrique.

—Vicente no: Sézenac —los ojos de Nadine fulguraron—. ¿Cómo puedes tocar la mano a esa mujer? ¡Yo preferiría dejarme desollar viva!

—Te diré lo que le dije el otro día a Vicente: mi vida privada me pertenece. Además, hace un año que conozco a Josette: el que ha cambiado no soy yo, eres tú.

—Yo no he cambiado; pero el año pasado no sabía lo que sé. ¡Y además confiaba en ti! —agregó en tono provocador.

—¿Y por qué cambiaste? —dijo Enrique con rabia.

Nadine bajó la cabeza con aire hermético.

—¿Tomaste partido contra mí en la cuestión de los campos? Estás en tu derecho. Pero de ahí a decidir que soy un cochino hay un gran margen. Es sin duda la opinión de tu padre —agregó con voz irritada—. Pero tú no tenías por costumbre tomar todo lo que dice por palabra de evangelio.

—No es una porquería haber hablado de los campos; eso se defiende solo a mi modo de ver —dijo Nadine con voz serena—. La cuestión es saber por qué lo has hecho.

—Me expliqué, ¿no?

—Diste razones públicas —dijo Nadine—. Pero tus verdaderas razones no las conocemos —de nuevo clavó en Enrique una mirada helada—. Toda la derecha te cubre de flores; es molesto. Me dirás que no puedes hacer nada: de todos modos es molesto.

—En fin, Nadine, ¿no pensarás seriamente que esa campaña era una maniobra para acercarme a la derecha?

—En todo caso ella se acerca a ti.

—¡Eso es idiota! —dijo Enrique—. Si yo hubiera querido pasarme a la derecha ya lo habría hecho. Ves muy bien que L’Espoir no ha cambiado de línea: y te juro que tengo mérito. ¿Vicente no te ha explicado lo que pasa?

—Vicente es ciego cuando se trata de sus amigos. Por supuesto, te defiende: eso prueba la pureza de su corazón y nada más.

—¿Y tú, cuando me acusas de ser un cochino, tienes pruebas? —dijo Enrique.

—No. Por eso no te acuso: desconfío, eso es todo. —Suspiró sin alegría—. Soy desconfiada de nacimiento.

Enrique se puso de pie.

—Está bien: desconfía todo lo que quieras. Pero cuando siento un poco de amistad por alguien trato más bien de darle crédito. Pero en efecto, no es tu género. Hice mal en venir discúlpame.

«La desconfianza, no hay nada peor —se dijo volviendo a su casa—. Prefiero que me arrastren por el lodo como Lachaume, es más franco». Los imaginaba sentados en el escritorio tomando el café: Dubreuilh, Nadine, Ana; no decían: es un cochino. «No, eran demasiado escrupulosos para eso: desconfiaban. ¿Qué se puede contestar a alguien que desconfía? Un criminal puede por lo menos buscarse excusas; ¿pero un sospechoso? Está enteramente desarmado. Sí, esto es lo que han hecho de mí —se dijo con rabia en los días que siguieron—: Un sospechoso. ¡Y para colmo, todos me reprochan que tenga una vida privada! Pero no era ni un tribuno, ni un porta-estandarte, le importaba su vida, su vida privada. Y de política, en cambio, estaba hasta la coronilla; uno nunca está cumplido con ella; cada sacrificio crea nuevos deberes; primeramente el diario, y ahora querían prohibirle todos sus placeres, todos sus deseos. ¿En nombre de qué? De todos modos uno no hacía nada de lo que quería hacer, hasta hacía lo contrario: entonces no vale la pena molestarse. Decidió no molestarse y obrar como le diera la gana: en el punto en que estaba, eso no tenía ninguna importancia».

Asimismo, la noche en que se encontró sentado a una mesa entre Lucía Belhomme y Claudia de Belzunce, ante una botella de champaña demasiado dulce, Enrique se asombró bruscamente: «¿Qué estoy haciendo aquí?». No le gustaba ni el champaña, ni las arañas, ni los espejos, ni el terciopelo de las banquetas, ni esas mujeres que exhibían con abundancia una piel gastada; no le gustaban ni Lucía, ni Dudule, ni Claudia, ni Vernon, m el joven actor maduro que decían era su amante.

—Entonces ella entró al cuarto —contaba Claudia—, lo vió acostado en la cama desnudo, con un sexo chiquito… así —dijo señalando su meñique; y preguntó—: ¿Dónde se pone esto? ¿En la nariz?

Los tres hombres rieron ruidosamente y Lucía dijo con una voz un poco seca: «¡Muy gracioso!». Le halagaba frecuentar a una mujer de cuna, pero le irritaba el tono grosero que Claudia adoptaba cuando salía con inferiores. Lulu hacia esfuerzos patéticos para exhibir una distinción que estuviera a la altura de su elegancia; se volvió hacia Enrique.

—Rueri estaría muy gracioso en el papel del marido —susurró señalando al Joven galán que aspiraba con una pajita el sherry glober de Vernon.

—¿Qué marido?

—El marido de Josette.

—Pero no se le ve: muere al principio de la pieza.

—Ya sé; pero para el cine su historia es demasiado triste: Brieux sugiere que el marido haya podido escapar, huyó al maquis, y al final perdona a Josette.

Enrique se encogió de hombros:

—Brieux filmará mi pieza o nada.

—¡No va a despreciar dos millones porque le piden que resucite a un muerto!

—Afecta despreciar el dinero —dijo Claudia—. Sin embargo, se necesita mucho al precio a que está la manteca: costaba menos caro durante la ocupación.

—No hables así delante de un resistencialista —dijo Lucía.

Esa vez rieron todos en coro y Enrique sonrió con ellos. Si hubieran podido verlos y oírlos a todos en coro lo hubieran criticado tanto Lambert como Vicente, Volange como Lachaume, y Paula, Ana, Dubreuilh, Samazelle y hasta Lucas, y toda la muchedumbre anónima de los que esperaban algo de él. Justamente por eso estaba aquí, con esa gente, porque hubiera debido no estar. Estaba en falta, radicalmente, sin reserva, sin excusa: ¡qué descanso! Uno terminaba por hartarse de preguntarse sin cesar: ¿tengo razón o estoy equivocado? Al menos esta noche conocía la respuesta: estoy equivocado, perfectamente equivocado. Había roto con Dubreuilh para siempre, el S. R. L. lo había desautorizado, y la mayoría de sus excamaradas se estremecían de escándalo pensando en él. En L’Enclume, Lachaume y los muchachos —cuántos otros a través de París y de la provincia— lo llamaban traidor. En las bambalinas del Studio 46 las ametralladoras tableteaban, los alemanes incendiaban una aldea francesa y la ira y el horror se despertaban en los corazones adormecidos. En todas partes el odio ardía. Ésa era su recompensa: el odio, no había ningún medio de vencerlo. Beber: comprendía a Scriassine; llenó de nuevo su vaso.

—Lo que ha hecho es muy valiente —dijo Lucía.

—¿Qué cosa?

—Denunciar todos esos horrores.

—Oh, en ese tren hay millares de héroes en Francia —dijo Enrique—. Hoy, cuando uno ataca la U. R. S. S. no corre el riesgo de ser fusilado.

Ella miró a Enrique con aire perplejo:

—Sí, pero usted más bien se había hecho una posición en la izquierda; debe comprometerlo esa historia.

—¡Pero piense en las situaciones que puedo encontrar en la derecha!

—Derecha, izquierda, son nociones superadas —dijo Dudule—, lo que hay que hacer comprender al país es que la colaboración del capital y del trabajo es necesaria para su recuperación. Usted ha hecho un trabajo útil disipando uno de los mitos que se oponen a su reconciliación.

—No me felicite demasiado pronto —dijo Enrique.

Ésa era la peor soledad: ser aprobado por esa gente. Once y media, la hora más temible; el teatro se vaciaba; todas esas conciencias que durante tres horas él había mantenido cautivas se desencadenaban juntas, y en un solo golpe se volvían contra él: ¡qué matanza!

—El viejo Dubreuilh debe echar humo —dijo Claudia con aire satisfecho.

—Dígame, ¿con quién se acuesta su mujer? —dijo Lucía—. Es mona. Porque, en fin, él es casi un anciano.

—No sé —dijo Enrique.

—Me concedió el honor de venir una vez a casa —dijo Lucía—. Es inaguantable. Detesto esas mujeres que se visten como cocineras para demostrar que tienen ideas sociales.

Ana era inaguantable; Dudule, que había viajado, explicaba que Portugal era un paraíso, y todos pensaban que la fortuna era un mérito y que merecían sus riquezas; pero a Enrique sólo le quedaba callar, puesto que había venido a sentarse junto a ellos.

—… noche —dijo Josette dejando sobre la mesa una carterita de mostacilla; llevaba un vestido verde generosamente escotado; Enrique no llegaba a comprender por qué, puesto que el deseo de los hombres la hería, se ofrecía tan pródigamente a sus miradas; no le gustaba que esa carne tierna fuera tan pública como un nombre. Ella se sentó a su lado en la cabecera de la mesa y él preguntó:

—¿Salió bien? ¿No silbaron?

—Oh, para ti es un triunfo —dijo ella.

En conjunto, la crítica no había sido demasiado mala para ella: una principiante como tantas; con ese físico y paciencia tenía todas las posibilidades de hacer una carrera honorable; pero estaba decepcionada. Su rostro se animó:

—¿Has visto? En la mesa del fondo está Felicia López: ¡qué bonita es!

—Tiene sobre todo muy lindas joyas —dijo Lucía.

—¡Es espléndida!

—Mi hijita —dijo Lucía sonriendo apenas—, nunca digas delante de un hombre que una mujer es linda; porque podría imaginarse que tú lo eres menos; y puedes estar segura que ninguna será nunca bastante tonta para pagarte con la misma moneda.

—Josette puede permitirse ser franca —dijo Enrique—. No tiene nada que temer.

—Con usted tal vez —dijo Lucía con un tono vagamente desdeñoso—; pero hay otros a los que no les divertiría tener frente a ellos esa cara llorosa; dele de beber: una mujer bonita debe estar alegre.

—No quiero beber —dijo Josette; su voz se quebró—. Tengo un grano en el labio; seguramente es el hígado; tomaré agua mineral.

—¡Qué generación! —dijo Lucía encogiéndose de hombros.

—Lo que tiene de bueno beber —dijo Enrique— es que uno termina por emborracharse.

—¿No estás borracho? —dijo Josette con inquietud.

—Oh, emborracharse con champaña es un trabajo de Hércules. —Tendió la mano hacia la botella y ella le tomó el brazo.

—Mejor. Porque tengo algo que decirte —vaciló—. Pero primeramente prométeme no enojarte.

Él rio:

—No puedo prometer sin saber.

Ella lo miró con impaciencia:

—Entonces no me quieres más.

—Bueno, dilo.

—Y bien, acepté un reportaje en Eve Moderne la otra noche.

—¿Qué has ido a contar?

—Dije que estábamos de novios. No es para obligarte a que te cases conmigo —dijo con vivacidad—. Pero nos ven todo el tiempo juntos y eso del noviazgo queda bien, ¿comprendes? —sacó de su cartera rutilante una página de revista y la extendió con aire satisfecho—. Por una vez han hecho un artículo amable.

Muy escotada, Josette reía junto a Enrique ante sus copas de champaña y él también reía; pensó con despecho: «Exactamente como en este momento. De ahí a imaginarse que me paso las noches tomando champaña, que estoy vendido a los Estados Unidos, no hay más que un paso». Sin embargo, no le gustaba todo ese vano bullicio; frecuentaba los lugares de moda por complacer a Josette, pero no importaba; esos momentos continuaban al margen de su verdadera vida. Conservaba los ojos fijos sobre la foto:

—El hecho es que soy yo y que estoy aquí.

—¿Estás enojado? —dijo Josette—. Me habías prometido no enojarte.

—No estoy enojado —dijo; y pensó con decisión—: ¡Que se vayan todos al diablo! No le debía nada a nadie y estaba poniendo todas las culpas de su lado ¡eso era la verdadera libertad!

Ven a bailar —dijo.

Dieron algunos pasos en la pista abarrotada de hombres de smoking y de mujeres desnudas y Josette preguntó:

—¿Es verdad que te mortifica verme triste?

—Me mortifica verte triste.

Ella se encogió de hombros:

—No es culpa tuya.

—De todas maneras me mortifica —dijo—; no hay ninguna razón, ¿sabes?; tu prensa hablada es excelente, te aseguro que tendrás contratos.

—Sí, es tonto, es porque soy tonta: pensaba que al día siguiente del estreno, bruscamente todo habría cambiado; por ejemplo, que mamá ya no se atrevería a hablarme como me habla; y que además por dentro me sentiría diferente.

—Cuando hayas trabajado mucho, estarás segura de tu talento; entonces todo te parecerá distinto.

—No; lo que yo imaginaba… —vaciló— era mágico. —Resultaba conmovedora cuando trataba de vestir con palabras sus pensamientos inciertos—. Cuando alguien se enamora de uno, se enamora verdaderamente, es una magia, todo se transforma; yo creía que después del estreno sería así.

—Me dijiste un día que nadie se había enamorado de ti.

Ella se ruborizó:

—Oh, una vez; ocurrió una vez; cuando yo era muy chica, salía del colegio; casi no lo recuerdo.

Enrique dijo tiernamente:

—Sin embargo, pareces recordarlo. ¿Quién era?

—Un muchacho; pero se fue; se fue a Estados Unidos, lo he olvidado, es algo antiguo.

—¿Y nosotros dos? —preguntó Enrique—. ¿No es un poquito mágico?

Ella lo miró con una especie de reproche:

—Ah, eres bueno, me dices cosas agradables; pero no es cuestión de vida o muerte.

Enrique dijo un poco irritado:

—El muchacho tampoco, puesto que se fue.

—Ah, déjame tranquila con esa historia —dijo Josette con una voz fastidiada que Enrique no le conocía—. Se fue porque no le quedaba otro remedio.

—¿Pero no murió por eso?

—¿Qué sabes? —dijo ella.

—Discúlpame, querida —dijo asombrado por su violencia—. ¿Ha muerto?

—Murió. Murió en Estados Unidos; ¿estás contento?

—No sabía, no te enojes —murmuró Enrique llevándola de vuelta a la mesa.

¿Era entonces capaz después de diez años de tener recuerdos tan lacerantes? «¿Puede querer más de lo que me quiere?», se preguntó disgustado. «Mejor si no me quiere, así no tengo responsabilidad, no estoy en falta». Bebió una tras otra varias copas. De pronto todos los objetos a su alrededor empezaron a existir: eran fascinantes esos mensajes que emitían con una rapidez desconcertante y que él solo captaba; desgraciadamente los olvidaba en seguida; esa varita de madera colocada con negligencia a través de una de las copas, él ya no recordaba lo que significaba; y la araña, ese enorme pendiente de cristal, ¿qué representaba? El pájaro que se balanceaba sobre la cabeza de Lucía era una estela funeraria: muerto, embalsamado, era para si mismo su propio monumento fúnebre: como Luis. ¿Por qué Luis no se habría disfrazado de pájaro? En verdad eran todos animales disfrazados; de tanto en tanto se producía en sus cerebros una pequeña sacudida eléctrica y entonces las palabras les salían de la boca.

—Mira —le dijo a Josette—. Los han transformado a todos en hombres: el chimpancé, el perro, el avestruz, la foca, la jirafa, y hablan, hablan, pero nadie comprende lo que los demás dicen. ¿Ves?, tú no me comprendes: nosotros dos tampoco, no somos de la misma especie.

—No, no te comprendo —dijo Josette.

—No importa —dijo él con indulgencia—, no importa nada —se levantó—. Ven a bailar.

—¿Pero qué te pasa? Me pisas el vestido. ¿Has bebido demasiado?

—Nunca es demasiado —dijo él—. ¿De veras no quieres beber un poco? Uno se siente tan bien. Podría hacer cualquier cosa: pegarle a Dudule, abrazar a tu madre.

—¿No vas a abrazar a mamá? ¿Qué tienes? ¡Nunca te he visto así!

—Me verás —dijo él. Un montón de recuerdos bailaban caprichosamente en su cabeza y una frase de Lambert le volvió a la memoria—: «¿Ves? —dijo solemnemente—, ¡integro el mal!» —¿Pero qué estás diciendo? Ven asentarte.

—No, bailemos.

Bailaron, se sentaron, volvieron a bailar; Josette se había alegrado m poco:

—Mira, ese tipo alto que acaba de entrar es Juan Claudio Sylvère —dijo ella con voz deslumbrada—. Es verdaderamente buena esta boîte. Volveremos.

—Sí, es muy buena —dijo Enrique.

Miró a su alrededor con sorpresa. ¿Qué hacía exactamente aquí? Las cosas de pronto habían callado, él tenía sueño y el estómago pesado. «Debe ser esto la farra». Al menos uno escapaba: una noche uno puede escapar con un poco de suerte y mucho whisky, decía Scriassine, que sabía a qué atenerse; con el champaña también andaba: uno olvidaba sus culpas y sus razones, olvidaba el odio, lo olvidaba todo.

—Está bien —repitió Enrique—. Y además, no es cierto, como dicen, uno no se divierte por divertirse. Volveremos, querido; volveremos.